Introducción
“He podido realizar el milagro de vivir físicamente lejos de México y estar allá presente todos los días”,2 escribió Andrés Iduarte Foucher, no sin orgullo, en una carta a un amigo. El reconocido escritor tabasqueño, que nació el 1º de mayo de 1907 en Villahermosa, pasó su niñez y juventud en México, donde fue testigo de la revolución mexicana (1910-1940), pero la mayor parte de su vida vivió lejos de su patria: en Francia, en España y, en particular, en Estados Unidos.
Después de terminar la carrera de Derecho en la Universidad Nacional de México, Iduarte se fue por dos años a París, en donde continuó con sus estudios. En 1930 regresó a México para incorporarse como profesor de Historia en la Escuela Nacional Preparatoria. Entre sus alumnos estuvo Octavio Paz. En aquellos años se desempeñó también como director de la revista Universidad de México. En 1933, Iduarte se embarcó para Madrid. Mientras obtenía el doctorado en Derecho en la Universidad Central de Madrid, abogó como periodista y escritor por la Segunda República. Tanto en Francia como en España estableció relaciones con escritores reconocidos como Miguel Ángel Asturias, César Vallejo, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Rómulo Gallegos y Jorge Carrera Andrade. En junio de 1938, Iduarte salió de España rumbo a Nueva York, en donde trabajaría -con interrupciones menores- durante 35 años en el famoso Instituto Hispánico de la Universidad de Columbia. Al inicio fue estudiante y docente, más tarde fue catedrático de Literatura Hispanoamericana. En esa misma institución obtuvo un segundo doctorado con una tesis sobre José Martí. Entre 1952 y 1954, el tabasqueño se encargó de la dirección del Instituto Nacional de Bellas Artes en la ciudad de México. Sin embargo, terminó su gestión antes de tiempo por un escándalo político: Iduarte permitió que el velorio de Frida Kahlo tuviera lugar en el Palacio de Bellas Artes, donde Diego Rivera y los miembros del Partido Comunista Mexicano utilizaron políticamente el acto al extender una bandera soviética sobre el ataúd; Iduarte no pudo, o tal vez no quiso, impedirlo. En consecuencia, fue suspendido de su cargo y volvió, otra vez, a Nueva York, en donde permanecería hasta que se jubiló en la misma Universidad de Columbia en 1975. Los últimos años de su vida los pasó en la ciudad de México. Falleció el 16 de abril de 1984.3
Aunque vivió tantos años en el extranjero, Iduarte nunca dejó de preocuparse por su país natal. En su plática y en su escritura, México siempre estaba presente. Además representaba en Nueva York al Estado mexicano en diferentes funciones oficiales.4 Por lo tanto, solía responder a quienes lo creyeran separado de sus raíces y sumergido en un mundo ajeno: “Vivo en nuestra tierra y con nuestra gente tanto como ustedes, y más que muchos de ustedes”.5
La tensión entre ausencia y presencia marca la escritura de Iduarte y confiere a su obra un acento nostálgico.6 Su libro más conocido es, sin duda, Un niño en la Revolución Mexicana,7 considerado ya como un clásico de la narrativa sobre la epopeya revolucionaria. El autor cuenta su infancia en el escenario turbulento de la Revolución. La narración es la primera parte de un ciclo de cuatro obras autobiográficas proyectadas. Sin embargo, sólo fue publicado otro libro más: El mundo sonriente.8 Varios investigadores han subrayado la importancia de las memorias de Iduarte. Para Rogelio Rodríguez Coronel se trata de “textos altamente significativos”.9 Víctor Díaz Arciniega habla al respecto de “textos de índole autobiográfica cuya importancia es fundamental”.10 No obstante, faltan, con unas excepciones notables, estudios que se ocupen críticamente de la obra de Iduarte.11 De ahí el interés por proponer un estudio que contribuya a completar esta laguna de investigación. Además quisiera abogar por extender la investigación historiográfica al todavía poco utilizado fondo de fuentes autobiográficas12 y también a las narraciones menos conocidas para hacer justicia a la pluralidad histórica mexicana.13
Al contrario de lo que se podría pensar, no es la intención de esta investigación indagar sobre la vida de los niños en la revolución mexicana -tema que ha llamado recientemente la atención de los historiadores-.14Un niño en la Revolución Mexicana podría ser una fuente interesante para el estudio de la infancia en México, como lo muestran Susana Sosenski y Mariana Osorio Gumá. Las investigadoras reflexionan sobre “las formas en que la tragedia de la muerte se imbricó en la vida cotidiana, en el tejido social o en las experiencias de vida de los niños que asistieron al drama de la guerra”. Aprovechan el texto autobiográfico de Iduarte para acercarse “a la memoria y a la representación de las experiencias infantiles” en la revolución mexicana.15 Aquí, sin embargo, se propone una lectura diferente del texto. No se trata de responder a la pregunta de cómo vivía y experimentaba Iduarte su infancia, sino de por qué y cómo el tabasqueño narraba la misma. Es decir, se fija en la construcción de identidad realizada por Iduarte por medio de la escritura autobiográfica en el contexto del debate sobre la revolución mexicana a mediados del siglo XX.
El presente trabajo analiza Un niño en la Revolución Mexicana desde una perspectiva pragmática del texto, tratando de determinar su función social y comunicativa. En el acto de escribir, se argumenta, el tabasqueño trataba de superar el abismo, físico y emocional, que lo separaba de México. Quería mantener su identidad mexicana en el extranjero y presentarse como parte de la nación mexicana.16 En este proyecto identitario, sus textos autobiográficos juegan un papel sumamente importante. A fin de comunicar su pertenencia a la nación mexicana, Iduarte entretejió narrativamente y de manera variada su propia historia con la de su patria. Se sumergió, inevitablemente, en el mito revolucionario, que en aquel tiempo dominaba el discurso conmemorativo,17 y tomó partido en el debate sobre la crisis y la muerte de la revolución mexicana.18
Este ensayo está dividido en tres partes. El primer apartado corresponde al instrumental metodológico en el que se sostiene el estudio. En esta sección se discuten en términos generales las posibilidades y los límites epistemológicos de las fuentes autobiográficas. Las narraciones autobiográficas19 cruzan con frecuencia las fronteras de los géneros textuales; oscilan entre historia y literatura y rehúsan cualquier definición simple. Por lo tanto, son textos problemáticos que reclaman un tratamiento específico y adecuado. En este estudio se consideran como construcciones narrativas de significado en un contexto comunicativo social y cultural específico, como era, por ejemplo, el discurso conmemorativo sobre la revolución mexicana. En el segundo apartado se examina la historia de la publicación de Un niño en la Revolución Mexicana. La historia de la publicación no sólo es importante para la interpretación, sino que también es significativa en sí misma, ya que muestra con claridad en qué medida los textos están imbricados en las relaciones políticas de poder. Con el tiempo, el texto se transformó formalmente de una novela autobiográfica en una autobiografía. La historia de la publicación de Un niño en la Revolución Mexicana refleja -reza el argumento aquí sostenido- los cambios políticos de poder en el Tabasco posrevolucionario. En el último apartado se ocupa de las memorias de infancia de Iduarte. Un niño en la Revolución Mexicana es una narración de conversión. Relata la transformación de Iduarte en hombre y su paralela transformación moral y política. El autor tabasqueño confesó en ella su pasado porfirista de “niño decente”; no obstante, al final se declaró a favor de la Revolución. El tabasqueño se convirtió de reaccionario en revolucionario.
La escritura autobiográfica como forma de actuar lingüísticamente
“La autobiografía mexicana existe”,20 se vio obligado a constatar Richard D. Woods en un ensayo bibliográfico de 1994. Aunque existe un amplio corpus de narraciones autobiográficas, la mayoría de los textos es ignorada. La falta de interés en el mundo académico por la escritura autobiográfica no es una característica específica mexicana, sino que se puede confirmar para toda Hispanoamérica. Sylvia Molloy explica al respecto que la autobiografía no sólo es una forma de escribir, sino también de leer: “Así, puede decirse que si bien hay y siempre ha habido autobiografías en Hispanoamérica, no siempre han sido leídas autobiográficamente”.21 Esa situación no ha cambiado mucho en los últimos años. Sorprendentemente, dice Ulrich Mücke, las narraciones autobiográficas siguen siendo raras veces tema de investigación entre los hispanoamericanistas. Recientemente, la ciencia literaria ha mostrado un interés creciente en cuanto a la escritura autobiográfica, en particular la del siglo XX.22 Por consiguiente, no es gratuito que en México la mayoría de los trabajos se concentre en las obras de escritores destacados.23 La obra autobiográfica mejor estudiada es, sin lugar a dudas, la de José Vasconcelos;24 además, se pueden mencionar las obras de Martín Luis Guzmán, Nellie Campobello y Elena Poniatowska.25
La historiografía mexicana no le ha prestado a la escritura autobiográfica la atención merecida.26 Varias podrían ser las causas que han dificultado su estudio historiográfico. Quisiera destacar particularmente dos. Por un lado, como explica Woods, la escritura autobiográfica no se ha cristalizado en un género literario en México. En general, se puede constatar cierta fluidez de las fronteras de género. Textos muy diferentes, entre ellos los autobiográficos, se juntan en México bajo la etiqueta “novela” -campo de investigación que evitan habitualmente los historiadores-.27 Por otro lado, bajo el paradigma económico y estructuralista en la historia social, las perspectivas subjetivas habían sido marginadas. Por mucho tiempo, como señala Luis Barrón, la investigación de los grandes procesos y estructuras sociales tenía prioridad. Esta situación cambió con el surgimiento de la nueva historia cultural a partir de los años ochenta y noventa del siglo pasado. Aunque también es cierto, como indica Barrón, que esta corriente historiográfica no ha logrado convertirse en un nuevo paradigma en las universidades mexicanas. La nueva historia cultural puso de nuevo énfasis en la subjetividad de los actores sociales. Sus enfoques son muy diversos. Se podrían nombrar, por ejemplo, los estudios de género, de las emociones o, también, de las memorias.28 Lo que une a los historiadores identificados con la nueva historia cultural es su preocupación por “la producción y reproducción de significados socialmente constituidos”.29 Según ellos, el lenguaje es un medio omnipresente que no se puede trascender. Por eso, ponen en duda su capacidad de representación. De acuerdo con este razonamiento, los textos históricos no pueden dar acceso directo al pasado. Por el contrario, deben ser entendidos como elementos de procesos de comunicación históricos. De esa manera, el texto mismo se convierte en el centro de interés; se convierte en el hecho histórico sobre el cual se debe indagar.30 Las preguntas y las metodologías de la nueva historia cultural podrían dar nuevos impulsos al estudio de las narraciones autobiográficas.
Sin embargo, todavía prevalecen las lecturas tradicionales. En general -y no sólo en México- los textos autobiográficos suelen reducirse a meras fuentes de información.31 “Hasta hoy en día,” lamenta Dagmar Günther, “cartas, diarios, autobiografías [y] memorias pasan por realizaciones directas de la vida individual y colectiva en literatura”.32 No se ha dimensionado su valor histórico. Un ejemplo característico del tratamiento historiográfico de fuentes autobiográficas es el texto Ocho mil kilómetros en campaña, del caudillo revolucionario y presidente Álvaro Obregón.33 Pedro Salmerón Sanginés ha podido mostrar recientemente que el texto es leído como una descripción auténtica de la contienda militar entre Obregón y Francisco Villa -no obstante su obvio cariz tendencioso-. Ello resultó, como señala Salmerón Sanginés, en una interpretación dudosa y parcial de los hechos que marcarían la revolución mexicana.34
La lectura de la obra autobiográfica de Iduarte igualmente está marcada por una postura problemática frente al texto. Desde el principio, las memorias de infancia de Iduarte fueron leídas como narración fidedigna y testimonio histórico. Para Mariano Picón Salas, por ejemplo, son “un gran testimonio mexicano”. “La agudeza narrativa e interpretativa de Iduarte”, explica, “penetra donde no llegarán muchos estudios cargados de cifras […] Es por indispensable adición obra histórica además de literaria”.35 Luis Leal confirma en una reseña el valor del texto “como documento histórico”. La narración es “de interés para los estudiantes de la historia de Tabasco y para los que se preocupan por elucidar ese gran movimiento social que cambió el rumbo de la historia de México, la Revolución mexicana”.36 Ermilo Abreu Gómez afirma: “El libro de Andrés Iduarte -Un niño en la Revolución Mexicana- es todo verdad. No creo que contenga un adarme de mentira. Es un libro desnudo. En él se ven, de cuerpo entero, al escritor y al hombre. Ni finge, ni grita […] Andrés Iduarte pudo poner al frente de su libro una frase de esta especie: aquí no se engaña a nadie”.37 Por eso, no sorprende que la lectura académica del texto no se diferencie. En su análisis de las actividades políticas de los estudiantes en el México de los años veinte, Gary D. Keller y Karen S. van Hooft recurren, por ejemplo, a las narraciones de Iduarte como “fuentes primarias de datos”.38 Esta lectura confiada no ha tenido graves consecuencias interpretativas, sin embargo, es metodológicamente dudosa.
Hay que insistir, las narraciones autobiográficas no son representaciones objetivas de acontecimientos pasados; de ninguna manera pueden retratar fielmente el pasado. Tampoco, y en contra de lo que uno puede pensar, permiten el acceso inmediato al hombre, sus pensamientos o sentimientos íntimos. Los textos autobiográficos no reproducen simplemente el pasado, sino que lo (re)construyen e interpretan. Los autores les atribuyen posteriormente a los acontecimientos históricos contingentes un sentido inevitable y providencial que depende siempre de sus actuales “intereses y convicciones sociales, políticas, culturales y científicas”.39 Las narraciones autobiográficas, indica Mücke, son elaboraciones retóricas muy complejas que están sometidas a estructuras específicas de poder, de percepción y de escritura.40 Por eso, Günther reclama un uso inteligente de las fuentes autobiográficas, que tome en consideración las estructuras narrativas en el trabajo interpretativo. La historiadora propone adoptar una perspectiva cultural frente al texto, que se ocupe de la “constitución de significado” y negocie “preguntas de forma, de código, de lengua [y] de textualidad”.41
Ahora bien, desde una perspectiva historiográfica, un análisis de las narraciones autobiográficas no debe quedarse sólo en el nivel narrativo. Por el contrario, los textos autobiográficos deben situarse plenamente en su contexto histórico.42 Volker Depkat explica, sosteniéndose en la pragmática lingüística43 impulsada por John L. Austin y John R. Searle, que se puede entenderlos como actos de habla con los cuales “el autor intenta establecer una relación comunicativa específica con un público imaginado en el acto de escribir”.44 Ya que las narraciones autobiográficas formulan una oferta de comunicación a un lector implícito, los medios de expresión y exposición usados pueden dar pistas acerca de las intenciones comunicativas del autor. Así, indica Depkat, se pueden entender los texto autobiográficos “como actos de comunicación social en procesos de autoentendimiento” en un contexto social concreto. Consecuentemente, las narraciones autobiográficas pueden servir como “fuentes históricas que den informaciones sobre la historia de los procesos individuales y colectivos de producción de sentido”.45
Las reflexiones metodológicas anteriores proporcionan los presupuestos para concebir las narraciones autobiográficas como elementos importantes de culturas conmemorativas (Erinnerungskulturen).46 Las culturas conmemorativas son modelaciones de la llamada memoria colectiva, que ocupa desde hace tiempo el interés teórico de las humanidades. El término de la memoria colectiva fue acuñado por Maurice Halbwachs,47 quien ha llamado la atención sobre las condiciones sociales de las memorias.48 Es importante, como realza Jan Assamann al respecto, “no entender el discurso sobre la memoria colectiva de manera metafórica. Si bien es verdad que los colectivos no ‘tienen’ una memoria [propia], ellos determinan la memoria de sus miembros. Las memorias, aunque sean muy personales, surgen solamente por medio de la comunicación e interacción en un marco de grupos sociales”.49
Según Claudia Ulbrich, Hans Medick y Angelika Schaser, las narraciones autobiográficas pueden ayudar a aclarar el proceso de transformación de las memorias que todavía permanece en la oscuridad, ya que, por un lado, se inscriben en las tradiciones y en los discursos contemporáneos y, por otro lado, proveen el material para memorias futuras;50 en los textos autobiográficos se cruzan diferentes memorias individuales día y sincrónicamente y se transforman en narraciones que crean identidad(es) tanto para el presente como para el futuro.51 En las narraciones autobiográficas, la historia personal está frecuentemente entretejida con historias locales, regionales y nacionales -en el “yo” autobiográfico siempre está presente el “nosotros” colectivo-. De esa manera, los autores consiguen integrarse en los discursos conmemorativos y presentarse como parte de una historia comúnmente vivida y memorizada. Necesariamente, con sus textos los autores toman posición en un espacio de memoria cultural peleado.52 Ello, explica Carsten Heinze, no sólo permite hacer transparentes “las formas autobiográficas heterogéneas de transformación de acontecimientos históricos [en memorias]”, sino también “las líneas de conflicto en la historia contemporánea y en la cultura conmemorativa”.53 En particular, la investigación de cambios históricos mediante textos autobiográficos es prometedora, juzga Depkat, ya que “un enfoque en el carácter de acción comunicativa de autobiografías permite a los historiadores reconstruir las configuraciones y reconfiguraciones de sistemas de sentido colectivamente compartidos en el momento en el cual se vuelvan problemáticos”.54
La revolución mexicana, que representa una cesura, tuvo una influencia profunda en el imaginario mexicano y transformó la memoria colectiva de manera persistente. El acontecimiento sobrepasó la capacidad de comprensión de la mayoría de los contemporáneos que, a su vez, intentaron superar la experiencia de crisis narrativamente. Se formaron diferentes memorias y narraciones que compitieron entre sí por el control interpretativo histórico político.55 Así, la Revolución llevó la producción autobiográfica a un nuevo auge histórico. Los años treinta del siglo XX comprenden “la época de oro de la autobiografía mexicana”.56 Una de las muchas narraciones autobiográficas escritas en torno al suceso revolucionario fue Un niño en la Revolución Mexicana de Iduarte.
Textualidad y realidad: de la novela autobiográfica a la autobiografía
Iduarte escribió sus memorias de infancia “en pleno fragor de la guerra de España”.57 Anselmo Carretero, ensayista español y amigo de Iduarte, comenta al respecto: “Recuerdo perfectamente la noche en que Andrés fue a verme, en Valencia, al Ministerio de Estado. No le llevaba gestión concreta alguna y sólo el deseo de platicar conmigo […]. Sacó de un cartapacio un montón de hojas con el escrito original de los primeros capítulos de ‘Un niño en la Revolución mexicana’ y me habló largamente de Tabasco”.58 El texto completo, sin embargo, fue publicado por primera vez sólo después de más de 14 años, en 1951, en la editorial Ruta.
Diferentes autores han intentado explicar este lapso curioso en la historia de la publicación del libro. Rodríguez Coronel, por ejemplo, insinúa, sin explicarse más, que a Iduarte, simplemente, no le era posible publicar sus memorias de infancia en España.59 No obstante, esta explicación no alcanza a convencer, ya que Iduarte sí publicó, después de todo, el primer capítulo de la narración en la revista Hora de España en diciembre de 1937.60
Víctor Díaz Arciniega propone, en cambio, lo siguiente: “Al conservar por casi 20 años inédito el manuscrito de ‘Un niño en la Revolución Mexicana’, Andrés Iduarte muestra que reserva para sí mismo su reconsideración sobre su educación y formación política, así como sus opiniones críticas sobre la historia reciente. Quizás”, considera Díaz Arciniega, “reconocía un valor privado que consideraba inconvenientemente hacer público o quizás pensaba que no era tiempo para exhibir su visión desencantada de su pasado. Este gesto de la reserva”, opina Díaz Arciniega, “es en sí mismo significativo en cuanto al contenido estrictamente personal, subjetivo e, incluso, íntimo de su dicho”.61 Díaz Arciniega quiere ver en la curiosa discrepancia temporal entre redacción y publicación del texto, pues, una prueba de su carácter privado, subjetivo e íntimo. Pero la supuesta intimidad del texto, como ya se ha explicado, es, teóricamente, muy dudosa. Es el resultado de una construcción retórica, que depende de normas y convenciones tanto literarias como sociales. Además, el texto en cuestión no se ocupa del estado psíquico de su protagonista, sino, más bien, de las condiciones históricas, políticas y sociales que han influido en la formación de Iduarte, es decir, de la revolución mexicana. Por lo tanto, el texto tampoco puede ser un “recurso terapéutico del autoconocimiento” o una sustitución de un “análisis psicoanalítico”.62
Más plausible parece la idea de Díaz Arciniega de relacionar el retraso de la publicación con las convicciones políticas de Iduarte de entonces. Pero no es suficiente sólo identificar el problema con la “visión desencantada de su pasado”,63 pues, la mayoría de las obras que aparecieron bajo la etiqueta de la novela de la revolución mexicana desarrollaron una perspectiva igualmente pesimista en cuanto a los acontecimientos revolucionarios y, sin embargo, fueron publicadas, en especial en la época de Lázaro Cárdenas del Río (1934-1940).64 El problema aquí discutido no se puede resolver exclusivamente con base en el texto.
Las causas del retraso de la publicación de Un niño en la Revolución Mexicana se deben buscar en la situación política del Tabasco de los años veinte y treinta. El argumento aquí sostenido reza que Iduarte prefirió no publicar sus memorias por prudencia política, ya que sus parientes estaban íntimamente envueltos en los conflictos políticos de entonces.
Entre 1922 y 1935 dominaba la política en Tabasco el entonces protegido de los presidentes Obregón y Plutarco Elías Calles: Tomás Garrido Canabal, personaje que hasta hoy en día es muy controvertido.65 No por casualidad, la época mencionada fue bautizada por Carlos Martínez Assad “El tiempo de Garrido”.66 El anticlericalismo radical y las campañas en contra del consumo de alcohol lo hicieron famoso más allá de Tabasco. Su imagen varía, explica Stan Ridgeway, entre socialista progresivo, déspota que quería destruir la Iglesia católica y dictador corrupto con una disposición al fascismo.67 Su balance político es, por consiguiente, muy ambivalente. Por un lado, dejó construir un sinnúmero de nuevas escuelas, introdujo el sufragio femenino, siendo uno de los primeros gobernadores en hacerlo en la República mexicana, y amplió las redes de comunicación y transporte. Impulsó igualmente con vehemencia el proceso de la secularización. Además, durante su gobierno, los grupos sociales marginados adquirieron mayor peso en la política. Por otro lado, su gestión fue marcada por la arbitrariedad y la violencia. En el nombre de la Revolución, los derechos individuales fueron con frecuencia violados.68 Particularmente, la organización juvenil de los llamados “camisas rojas” y su brazo paramilitar provocaron miedo y espanto entre la oposición y los católicos.69 De ahí que Kristin A. Harper concluya: “Aunque [es] exagerado caracterizar el Tabasco de la era de Garrido como un feudo sin ley, una disposición a tratar los principios constitucionales sin cuidado fue una característica bastante pronunciada del régimen de Garrido”.70
Iduarte conocía personalmente a Garrido porque éste había sido alumno de su padre en el Instituto Juárez de Tabasco. Además, Iduarte obtuvo de parte del general tabasqueño una renovación de una beca, la que aceptó sólo a regañadientes, porque pertenecía en aquel tiempo a la oposición política tabasqueña71 -sobre todo por su primo mayor, Rodulfo Brito Foucher, que fue uno de los enemigos políticos más destacados de Garrido-.72 Cuando era estudiante universitario, Iduarte y sus compañeros de la Unión de Estudiantes Tabasqueños criticaron en el periódico Tabasco Nuevo tanto la persona como la política de Garrido -“en nombre de la misma Revolución que él invocaba [lo] combatíamos con la pluma, como legítimos tabasqueños y jóvenes de verdad, a sangre y fuego”.73 “El sultán rojo”, un artículo provocador, da un buen ejemplo de esa actitud combativa. En él, Iduarte calificó a Garrido como déspota oriental.74
Cuando en junio de 1935 se dio la ruptura entre Cárdenas y Calles, los opositores políticos de Garrido vieron la posibilidad de “reconquistar” Tabasco en una “expedición punitiva”, como explica Martínez Assad. Para las preparaciones necesarias, los enemigos de Garrido se juntaron en la casa de Rodulfo Brito el 13 de julio. La Secretaría de Comunicaciones y Obras Públicas les dio la protección política por orden del general Francisco J. Múgica. El 15 de julio del mismo año, los expedicionarios y los partidarios de Garrido chocaron en Villahermosa. Varias personas fueron asesinadas en este encuentro violento -entre las cuales estaba también Manuel Brito Foucher, el hermano menor de Brito y primo de Iduarte.75 “[No] puedo olvidar que la muerte de mi casi hermano Manuel Brito Foucher, el menor y, por esto, el más tiernamente querido de mis primos, cercenado en Villahermosa por las ametralladoras de los ‘camisas rojas’, en 1935, me llenó de pena y de horror, cuando recibí, en España, la tremenda noticia”,76 recuerda Iduarte. Por consecuencia, había muchas manifestaciones en la ciudad de México en contra de Garrido, a quien se acusó por el derrame de sangre. En particular los estudiantes se solidarizaron con las víctimas.77 El presidente Cárdenas se aprovechó políticamente de la situación tensa y forzó a Garrido, el ya molesto partidario de Calles, en una misión agraria al “exilio voluntario” en Costa Rica.78 Pero también Rodulfo Brito, que había soñado con el cargo de gobernador de Tabasco, tuvo que exilarse después de que había igualmente roto con Cárdenas. En 1936 viajó, pues, a Berlín, ya nacionalsocialista.79
Garrido dejó en Tabasco un vacío de poder problemático, como explica Martínez Assad, lo que no dejó que el estado se apaciguara de inmediato. La sociedad estaba dividida. Los partidarios de Garrido todavía ocuparon cargos importantes tanto en el aparato político como en el militar e impidieron efectivamente la contratación de personas identificadas con la oposición. Los “camisas rojas” siguieron activos a pesar de la ausencia de su patrón. Además, Garrido mismo dispuso aún de contactos políticos y de propiedad intacta en Tabasco, que se trató de disolver tan sólo a principios de los años cuarenta.80
Es más que probable que Iduarte haya tomado en consideración la situación incierta y políticamente tensa en cuanto a la publicación de Un niño en la Revolución Mexicana, ya que sus memorias de infancia no sólo tratan la historia controvertida de la Revolución en Tabasco, sino asimismo mencionan a varias personas entonces políticamente activas -y no siempre de manera lisonjera-.81 Además, Iduarte presenta a los suyos como enemigos vehementes de la Revolución y partidarios apasionados de Porfirio Díaz. En caso de duda, tal descripción podría comprometer a los parientes de Iduarte, cuanto más que, en 1938, su primo Brito fue considerado como posible candidato de la oposición a la presidencia de la República.82 Aunque es cierto que no se puede saber con absoluta certeza que Iduarte prefiriera aplazar la publicación de su narración autobiográfica por prudencia política, esa explicación tiene mucha plausibilidad ante las trágicas complicaciones familiares por los acontecimientos políticos antes descritos. En 1938, Iduarte, simplemente, no podía saber cómo se desarrollarían las condiciones políticas en Tabasco. La posibilidad de un regreso de Garrido al poder, aunque fuera mínima, no se podría excluir con seguridad. Tal giro de acontecimientos, probablemente no hubiera sido favorable para la familia de Iduarte ya que, indirectamente, era responsable del exilio de Garrido. La publicación temprana del libro le hubiera sido un mal servicio a la familia de Iduarte, que todavía disponía de propiedades en el estado de Tabasco y de las cuales, sobre todo Brito, dependía en su nuevo exilio en Washington.83 Con la decisión de aplazar la publicación, Iduarte podía evitar tal riesgo.
Esta explicación cuadra bien con el hecho de que Iduarte varió en las primeras tres ediciones de Un niño en la Revolución Mexicana tanto los nombres propios de sus parientes como el de Garrido: los Foucher se llaman Gramont y Garrido lleva el nombre de “Dimas Gamarra, el rojo”. Posteriormente, Iduarte declaró que les había querido dar “carácter de novela”84 a sus memorias de infancia. Pero hay que preguntarse ¿por qué tenía esta intención? Iduarte no explica más. Todo parece indicar que quería evitar que se leyera su narración autobiográfica como texto referencial. En mi opinión, no lo hizo por cuestiones sólo literarias, sino, como se ha dicho, por prudencia política y familiar,85 ya que en contra de su declaración, de haber procedido así con casi todas las personas que aparecían en el texto,86 los cambios de nombre se limitan exclusivamente a su familia y Garrido. Otras personas sí son llamadas con sus nombres reales. Iduarte cuenta, por ejemplo, que muchas veces se sentaba, como niño pequeño, en las rodillas de Rafael Martínez de Escobar, Francisco J. Santamaría, Manuel Bartlett -todos serían después importantes figuras políticas-; el primero fue asesinado en la masacre de Huitzilac, los últimos dos conseguirían la gubernatura de Tabasco.87 No obstante, con el tiempo, los motivos para tal precaución desaparecieron: Garrido murió el 8 de abril de 1943 en Los Ángeles, y en Tabasco aparecieron las señales de una “nueva era”.88
Un niño en la Revolución Mexicana refleja los cambios en el ámbito político de manera curiosa: con los años, su carácter referencial histórico se marcó paulatinamente y se transformó de una novela autobiográfica en una autobiografía auténtica.
Philippe Lejeune llama novela autobiográfica a “todos los textos de ficción en los cuales el lector puede tener razones para sospechar, a partir de parecidos que cree percibir, que se da una identidad entre el autor y el personaje, mientras que el autor ha preferido negar esa identidad, o, al menos, no afirmarla”. Por el contrario, una autobiografía auténtica, insiste Lejeune, requiere una identidad de nombre entre autor, narrador y protagonista sin ambigüedades. La afirmación de esta identidad se ratifica en un ‘pacto autobiográfico’ entre autor y lector.89 Este contrato de lectura garantiza al lector la verdad de los enunciados. En este contexto, los llamados paratextos (el título, el prólogo y el epílogo, el texto de portada, etc.) juegan un papel sumamente importante,90 ya que orientan al lector y dirigen su lectura; le sugieren firmar o no el “pacto autobiográfico”.
En España, Iduarte publicó el primer capítulo de su autobiografía aún bajo el título de El mundo primero. Capítulo de la novela Tabasco (un niño en la Revolución Mexicana).91 El lector tiene que presuponer que se trata de un texto novelístico que forma parte de una novela autobiográfica; es un texto más ficticio que factual. Pero, 14 años más tarde, en la primera publicación completa de la narración, todo indicio de que se tratara de un texto ficticio había desaparecido del título. Aquí se dice lacónicamente: “Un niño en la Revolución Mexicana por Andrés Iduarte”. Faltan un prólogo o una introducción que orienten al lector. Solamente el texto de portada sirve para tal fin. No obstante, éste sugiere una narración autobiográfica auténtica. El texto de portada promete al lector explicaciones en cuanto al desarrollo económico y social de México y resalta el carácter factual del escrito, alegando “datos esenciales” e “informaciones […] de primera mano” para “precisar la significación exacta, actual y futura, de los asuntos palpitantes del país”.92 El lector tiene que asumir que se trata de una narración factual e histórica de la revolución mexicana. El diseño sobrio y neutral del libro apoya esta impresión. El pacto autobiográfico, sin embargo, no se puede llevar a cabo por las dudas respecto de la identidad del nombre.93 Las dudas acerca de la identidad entre autor, narrador y protagonista se desvanecieron por primera vez en la traducción del libro al inglés en 1971.94 Aquí los Foucher, de hecho, se llaman por primera vez Foucher -sólo Garrido se queda con su seudónimo de “Dimas, the Red”. La versión definitiva del texto se encuentra, según el mismo Iduarte, en la edición de sus obras completas publicadas en 1982.95 Aquí todos los nombres cambiados ya están, por fin, corregidos. La oferta del pacto autobiográfico se puede constatar aquí, sin lugar a dudas. El texto representa ahora sí una autobiografía auténtica en el sentido de Lejeune. La autenticidad del texto está subrayada, además, por varias fotografías que Iduarte incorporó de él mismo y de sus familiares.96 A pesar de la corrección de los nombres y unos cambios marginales, el texto se conservó íntegramente.97 Ello apoya la hipótesis aquí planteada de que no fueron causas literarias sino, más bien, factores externos al texto los que condicionaron los cambios realizados. Parece que al final, en un contexto histórico diferente, Iduarte ya no consideró necesario el embozo de las figuras y estuvo dispuesto a asumir, también formalmente, la “responsabilidad intencional y ética”98 de su historia de vida.
Una confesión mexicana: de reaccionario a revolucionario
En Un niño en la Revolución Mexicana Iduarte presenta sus memorias de infancia. Aunque sea cierto que la Guerra Civil española era el horizonte de Andrés Iduarte cuando escribía Un niño en la Revolución Mexicana, como afirma Rodríguez Coronel,99 no debe ser el fondo ante el cual se lea el texto, ya que Iduarte publicó el libro entero por primera vez en México en 1951, 14 años después de su redacción.100 Mediante la publicación del texto efectuó un acto de habla y participó en un debate muy controvertido: el debate conmemorativo sobre la revolución mexicana, dominado por el mito revolucionario.
“‘La Revolución’”, dice Thomas Benjamin, “fue un producto de la memoria colectiva, de la creación de mitos y de la escritura de historia”.101 En los años veinte y treinta del siglo XX, la Revolución se transformó paulatinamente en un mito político que se fundió en la tradición liberal mexicana. Fue el equivalente discursivo del proceso de la conciliación política, sin duda, un proceso difícil y contradictorio.102 El mito revolucionario ganó en legitimidad sobre todo por la persona y la política de Lázaro Cárdenas. “ Probablemente”, reflexiona Reséndiz García, “la Revolución Mexicana no hubiese adquirido su carácter de mito fundacional sin las reformas sociales cardenistas”.103 Entre 1940 y 1982, el mito revolucionario, señala Alan Knight, “se cristalizaba”.104 En aquel entonces, ya se había impuesto la idea de que la Revolución fue una revolución autentica, social y popular; un proceso singular, homogéneo y continuo; la última etapa, después de la Independencia y la Reforma, en la larga lucha del pueblo mexicano por la libertad y la justicia.105 Pero no sólo fue construida e historizada, sino también cosificada: “La Revolución cosificada fue concreta, independiente y autónoma, algo fuera, por encima y casi más allá de la acción humana […]. Adquirió una solidez en los textos impresos que nunca ha tenido en realidad”.106 De manera maniquea, se interpretaba la historia nacional como un conflicto de fuerzas antagónicas. A la Revolución se contraponía la Reacción, y el régimen callista se declaró protector del proceso revolucionario en contra de las fuerzas reaccionarias. No obstante, la función legitimadora del mito revolucionario se transformaba con el tiempo en una función crítica.107 En los conflictos políticos, ya no sólo el régimen, sino también sus adversarios, podían remitirse al mito revolucionario. La Revolución, explica Knight, “proporcionó un tipo de ‘public transcript’, ampliamente aprobado, aunque sin unanimidad, frente al cual los ciudadanos -a menudo ciudadanos críticos y descontentos- juzgaban el régimen, a sus secuaces y sus actos”.108
Cuando se publicó Un niño en la Revolución Mexicana, el debate conmemorativo sobre la revolución mexicana estaba en pleno desarrollo. Vasconcelos ya había publicado sus memorias, que habían provocado un eco autobiográfico múltiple.109 En vista de la imperante desigualdad social y la extendida corrupción, importantes intelectuales, entre ellos Daniel Cosío Villegas y Jesús Silva Herzog, constataron una crisis moral y política en México y declararon públicamente la muerte de la Revolución.110
Iduarte tomó partido en esta discusión: “La Revolución triunfó y está viva”,111 insistió. Asimismo, advirtió del peligro de la contrarrevolución. Por lo tanto, la promoción del escepticismo y de la resignación por parte de varios intelectuales destacados fue, en su opinión, poco más que irresponsable y antipatriótico. Aunque concedió errores y equívocos en el movimiento revolucionario, opinaba que tal actitud sólo jugaría en favor de las “ fuerzas reaccionarias”. Iduarte privó a toda crítica fundamental su legitimidad. En cambio, aconsejó que lo que se tenía que hacer era: “avanzar en lo bueno y apartar lo malo, juntar el programa material más ambicioso con el más escrupuloso celo moral, hermanar la mayor justicia social posible con la más pura dignidad y el más alto decoro internacional. Es el deber de todos los mexicanos que creen en su patria y en su Revolución”.112
Al escribir, Iduarte entretejía su propio destino y el de su generación con la revolución mexicana. De esa manera el autor, viviendo en el extranjero, se aseguraba de su mexicanidad y comunicaba su pertenencia a la nación mexicana. Con pathos declaró: “Pensamos como pensamos […] porque en México nacimos y en nuestra Revolución nos criamos”.113 De este hecho, dice, resulta la responsabilidad de contar la Revolución: “Quizá los que más lo sentimos somos los que entre sus llamas comenzamos la vida; […] quizá su majestad llegó primero a los que nacimos en el incendio, y vivimos la juventud en su rescoldo; y, sin duda, quienes más tenemos que contarla y cantarla, somos nosotros. No la hicimos: ella nos hizo”.114
Iduarte cumplió de manera ejemplar con esta obligación que se impuso también a sí mismo. Al escribir, se acordó melancólicamente de su niñez y juventud en el México revolucionario. Pero no escribió su libro para imponer su interpretación de la historia mexicana. “El que cuenta desde lejos no lo hace para cambiar la historia del mundo, ni de su México”, explica, “sino para lustrar los valores permanentes que su México le dio, y para recrearlos en los corazones memoriosos como el suyo”.115 Puesto que, “por ese pedacito, nomás, a México pertenecemos, y a él nos aferramos”.116 Iduarte era consciente de la subjetividad y limitación de su narración autobiográfica: “Uno de tantos testimonios de mi tiempo es el mío. No es más, y sé bien que no es más que lo que es”.117 Sin embargo, insistió en la necesidad de dejar un testimonio. Aunque concede que “ sombras seremos en unos cuantos años más y algunos ya lo son. Pero ese que repaso es nuestro mundo, y quienes lo vivimos de los pies a la cabeza debemos dejar un testimonio”.118 Según Iduarte, Vasconcelos mismo lo apoyó en su intención de contar su vida y lo exhortó: “‘Escriba, escriba y publique ahora, o escriba ahora y publique después […] Deje su testimonio”.119
En la interpretación de Un niño en la Revolución Mexicana, no se trata de reconstruir la infancia de Iduarte y comprobar históricamente su narración. “La autobiografía no depende de los sucesos sino de la ‘articulación’ de esos sucesos, almacenados en la memoria y reproducidos mediante el recuerdo y su verbalización.”120 Se trata de entender el texto como una construcción narrativa de sentido. En 16 capítulos, Iduarte narra la historia de su transformación en hombre y de su paralela depuración moral y política. El autor recurre a un tipo de narración autobiográfica con mucha tradición que fue acuñado por las Confesiones de Agustín de Hipona:121 la narración de conversión. Iduarte se ve confrontado con la verdad exigente de la revolución mexicana: “Había una ver dad establecida, y era la Revolución”.122 Esta verdad le exige a Iduarte su confesión y lo obliga a trabajar su vida autobiográficamente. Iduarte cuenta cómo se convirtió de reaccionario en revolucionario y justifica su antiguo reaccionarismo político que ante la realidad revolucionaria le parece incomprensible y erróneo.
La revolución mexicana es tanto punto de partida de la narración como el fin y el fondo del texto. Desde el principio, Iduarte relaciona su propia vida con la Revolución: “Lo que para mi vida […] es importante”, declara, “es que nací en 1907, cuando ya México se desperezaba políticamente, cuatro años antes de que se derrumbara el gobierno del general Porfirio Díaz. Me iba a tocar una infancia roja”.123 No obstante, esto lo impide el estatus social de sus familiares maternos, “que enclavaría nuestra infancia dentro de la contrarrevolución”.124
Iduarte dota la relación tensa entre revolución y con trarre vo lu ción, entre revolución y reacción con el problema de la desigualdad social. De manera significativa, su familia se divide en ricos y pobres. A diferencia de sus parientes maternos que disponen de una fortuna considerable e influencia política, la familia paterna pertenece a las más pobres de todo Tabasco. Iduarte se sitúa a sí mismo y a su familia socialmente en el medio. Sin embargo, no puede sustraerse del “ambiente feudal”125 del lado materno -con todas sus implicaciones políticas y sociales-. En diferentes escenas golpea el “niño decente” a los sirvientes de la casa y confiesa al lector: “Yo era de mal genio. Alzaba la mano con facilidad”.126 Incluso deja que uno de sus amigos le orine a un criado en la cara. Significativamente, estas escenas están reunidas bajo el título “Preludios revolucionarios”. Representan la desigualdad social en la sociedad porfiriana, que Iduarte identifica con la causa del alzamiento popular. No es por casualidad que una persona sin nombre comente los abusos del niño de la siguiente manera: “Todo eso iba a acabar cuando viniese la Revolución”.127
Con todo, Iduarte realza desde el principio, sutilmente, su “conexión con el pueblo”.128 No es nada gratuito que mencione que cumple años el 1º de mayo, el “Día de los Trabajadores”,129 y que es el nieto de un carpintero. Incluso en la privilegiada familia materna existe una tradición “del entendimiento callado de la causa popular y de la posible dedicación a su defensa”.130 El discurso del “pueblo” ya se había establecido como convención social, e Iduarte se aprovechó de ello narrativamente cuando escribió sus memorias. Al elaborarse su vinculación con el pueblo, Iduarte subraya su inclinación revolucionaria. El siguiente cambio de su conciencia política, deja saber al lector, es coherente e inevitable.
El cambio de la conciencia política de Iduarte se funda en una transformación moral. La Revolución obliga a la familia de Iduarte a huir de Villahermosa. La huida familiar, desde Tabasco y Campeche hasta Yucatán, marca un hito biográfico que dejará una profunda huella en la vida de Iduarte: “Terminaba un ciclo de mi vida y se iniciaba otro […] de vida mexicana, inquieta, febril, accidentada”.131 Iduarte concibe la Revolución como una fuerza purificadora que le enseña “a vivir sin arraigos burgueses, sin conservatismos sentimentales”.132 Sintomáticamente, en Lerma, Campeche, se hace amigo del ejército revolucionario allí acampado. Los soldados le hablan de la igualdad de todos los seres humanos, sobre la cual sus arrogantes primos de Mérida, Yucatán, no pueden más que reírse. Pero Iduarte está seguro de que igualmente van “a ser empobrecidos y humanizados”.133 Recuerda la huida como un “turismo hambriento”.134 El hambre y la escasez material provocados por la Revolución hacen que Iduarte cambie su forma de ser. Poco a poco empieza a distanciarse del mundo que aún extraña el pasado porfirista. “Empecé a sentirme diferente”,135 recuerda. “¿No era yo, ya, el amigo de los soldados de Lerma?”,136 pregunta al lector retóricamente. Pero con su regreso a Tabasco, en 1917, su “innato porfirismo”137 es despertado de nuevo. A esto contribuyen no sólo sus parientes con sus anécdotas sobre la pasada grandeza familiar sino, sobre todo, la escuela “ donde iban […] a remachar con agravios y con desdenes mi admiración por el pecho enmedallado de don Porfirio”.138
Iduarte describe la división del movimiento revolucionario en Tabasco, donde antiguas oposiciones ideológicas pierden visiblemente su importancia por la influencia corrompida del dinero y del poder. La revolución corrompida consolida su reaccionarismo infantil.
El traslado de la familia a la ciudad de México por la enfermedad de una de sus hermanas, no cambia la opinión política del joven tabasqueño, ya que allí se encuentra con la nueva “aristocracia”139 revolucionaria que, abiertamente cínica, ostenta su riqueza sin vergüenza. Iduarte y su familia reaccionan con indiferencia. “Mi vida, nuestra vida,” recuerda, “seguía aparte, espectadora a secas de las tragedias de la Revolución, y ciega y sorda ante sus justicias. Eramos todavía -qué duda cabe- porfiristas”.140 En adelante, explica: “Yo no podía ser revolucionario porque no era ni pícaro, ni cruel, ni traidor. Yo era reaccionario porque quería que todos los hombres fueran iguales […], y que los que mandaran fueran hombres cultos, honrados y leales”.141 Iduarte contrapone a la Revolución la imagen embellecida de un Porfirio Díaz intachable. Interrumpe la narración para confesar al lector: “Con este bagaje de errores llegué a todos los extremos”.142 Iduarte sentía la necesidad de justificarse cuando escribió el texto. La justificación es un acto de habla muy típico en las narraciones autobiográficas. Un niño en la Revolución Mexicana, en conjunto, se puede concebir como un intento del autor de justificarse. Al escribir, Iduarte rinde cuentas a sí mismo y al lector de cómo podía admirar a Porfirio Díaz y negar los resultados positivos de la Revolución. Se disculpa tanto con su niñez como con su ignorancia.
En el contexto del debate sobre la crisis y la muerte de la Revolución, Un niño en la Revolución Mexicana, que ofrece una visión pesimista de la Revolución, cobra una fuerza crítica más generalizada, ya que el texto se puede leer igualmente como una crítica de la corrupción de los regímenes de la Revolución a mediados del siglo XX. La confesión revolucionaria de Iduarte, llevada a cabo en el acto autobiográfico, le concedió al texto, además, cierta legitimidad. Como revolucionario declarado Iduarte está en una posición de criticar justificadamente a la Revolución. Pero hay que precisar; no criticó el movimiento revolucionario mismo, sino los caminos equivocados que tomó y a la dirigencia corrupta de Tabasco. Una crítica tal podría resultar actual y políticamente explosiva por la corrupción amplia presente durante el régimen de Miguel Alemán Valdés (1946-1952) quien, por cierto, fue compañero de Iduarte en la Universidad Nacional.143
El entusiasmo de Iduarte por Porfirio Díaz disminuye cuando entra en la Escuela Nacional Preparatoria. Ahora bien, este proceso es gradual. Al principio mantiene su postura poco crítica respecto al personaje. En un acto demostrativo, cuelga un enorme retrato de su héroe encima de su escritorio. Pero, visiblemente, Porfirio Díaz empieza a ser menos admirado por el joven estudiante. No son las clases sino sus amistades estudiantiles las que le abren los ojos en cuanto a las conquistas revolucionarias. A este cambio en la conciencia política de Iduarte contribuye también una lectura desenfrenada de libros variados que pasan por su mesa -siempre bajo la mirada atenta de Porfirio Díaz.
En general, la lectura y los libros juegan un papel importante en Un niño en la Revolución Mexicana; acompañan, fomentan y reflejan el cambio de conciencia de Iduarte. Destacar el acto de lectura es, por cierto, una característica fundamental de la escritura autobiográfica en América Latina. Según Molloy, “el encuentro del yo con el libro es crucial: a menudo se dramatiza la lectura, se la evoca en cierta escena de la infancia que de pronto da significado a la vida entera”.144 Desde sus primeros años, Iduarte está rodeado de libros: “Jugué con Spencer, Comte, Giddings, Ferri y Lombroso“, comenta, “haciendo casas y puentes, castillos y fortalezas”.145 Así subraya no sólo su afinidad para la lectura como hombre de letras, sino también perfila su origen intelectual.
La primera lectura de Iduarte no es una obra clásica del canon europeo, como en muchas otras autobiografías latinoamericanas, sino un libro de texto: La patria mexicana de Gregorio Torres Quintero.146 El libro, que presenta la historia mexicana desde la prehistoria hasta el presente de entonces, ayudó durante décadas a formar una identidad nacional. Se seguía empleando incluso en los años treinta, aunque contradijera algunos de los principios fundamentales de la educación socialista.147 El texto ofrece una interpretación liberal de la historia nacional. La lectura del texto provocó en Iduarte “el primer entusiasmo intelectual de mi vida”.148 Con su primo, Carlitos Marín Foucher, se sube al techo de la casa de los vecinos para leer las hazañas de los héroes nacionales. Iduarte juzga al respecto:
La escuela primaria nos hacía patrioteros. Odiábamos a los españoles por españoles, con especial repugnancia para Pedro de Alvarado, el cruel Tonatiuh de las matanzas de indios; adorábamos a Cuauhtémoc, que defendió la gran Tenochtitlán y que cuando tuvo que rendirse a [Hernán] Cortés, le pidió que lo matara con su propio puñal […]. Nos sonrojaba la sola mención del nombre de Moctezuma, de la Malinche y de los tlaxcaltecas, que habían traicionado a su patria. Nos indignaba y dolía la inteligencia y la audacia de Hernán Cortés […] Y nuestra alegría estallaba cuando se acercaba la guerra de Independencia.149
La escena representa la iniciación de Iduarte en la comunidad nacional imaginada mediante el aprendizaje del mito liberal. Mediante su reproducción, aunque sea con distancia irónica, Iduarte transmite su pertenencia a la nación mexicana.
Para Iduarte, Porfirio Díaz se vuelve, con el tiempo, en un problema que demanda solución. En un acto simbólico Iduarte finalmente decide bajar el retrato, después de que no ha querido invitar a un amigo a entrar en su habitación por vergüenza. Lo enrolla y lo oculta detrás de su armario hasta que un pariente fue a recogerlo. “Era […] el epílogo de la existencia escrutadora del niño y el preámbulo de la vida agitada y dolorosa del hombre”.150 El acto simbólico no sólo termina la infancia de Iduarte sino también su purificación moral y política. Iduarte declara: “Ya no era yo porfirista”.151 Al final de la narración, Iduarte se ha encontrado tanto consigo mismo como con la revolución mexicana. Después de esta escena la narración se interrumpe. Esto de ningún modo es gratuito, sino que es una característica que marca el tipo de la narración de conversión, ya que con el cambio de conciencia, el objetivo último de la biografía y del texto es alcanzado. Por el momento, no parece merecer la pena contar la continuación de la vida.152
Un niño en la Revolución Mexicana es frecuentemente comparado con el Ulises criollo.153 Sin embargo, las obras autobiográficas se distinguen en un aspecto fundamental: a diferencia de Vasconcelos, Iduarte no cuenta una vida única, excepcional y ejemplar, sino una vida representativa, marcada por la violencia, el hambre y el sufrimiento; no cuenta una vida de voluntad propia, sino una vida determinada por la Revolución. En la escritura autobiográfica, Iduarte intenta superar el abismo que le separa de su patria. Por eso no puede insistir en la unicidad de su vida, más bien, tiene que preocuparse por resaltar la posibilidad de generalizar su biografía, es decir, la posibilidad de unirla con las experiencias colectivas. Para lograrlo recurre a acontecimientos históricos que se han grabado en la memoria colectiva de la nación mexicana y que han conseguido un carácter simbólico. Iduarte cuenta, por ejemplo, que cuando era niño imitaba con su abuela la ejecución de Maximiliano de Austria y los generales conservadores Miguel Miramón y Tomás Mejía con unos muñecos.154 Esa escena simboliza el fin del imperio de Maximiliano y la derrota del conservadurismo mexicano; marca un momento crucial en la historia liberal mexicana. Iduarte enlaza así las historias micro y macro. En otra parte se presenta al lector como testigo del funeral de Venustiano Carranza, “el único honrado”.155 El lector llega a saber que Iduarte estuvo allí presente y de esa manera formó parte de la historia patria. Además, la pretendida representatividad de la biografía de Iduarte se manifiesta perfectamente en el título del libro: él no es un héroe mítico, no es un Ulises criollo, sino un niño en la revolución mexicana.
Un niño en la Revolución Mexicana se puede leer igualmente como una alegoría de la historia nacional de México. Desde la perspectiva filosófica, observa Keller, a Iduarte y la Revolución “se [les] presenta el mismo problema: cómo atender al pasado”.156 Tanto como Iduarte, la sociedad mexicana tuvo que llevar a cabo una transformación identitaria ante la Revolución. El porfiriato, que antes se había visto como la culminación de la historia liberal, perdió su legitimidad histórica. En el mito revolucionario, el porfiriato fue reinterpretado: le dieron el significado de dictadura y lo identificaron con la Reacción. En cambio, la Revolución fue integrada en la tradición de la Independencia y la Reforma y declarada el nuevo fin de la historia liberal.157 “El descendimiento de don Porfirio” -así se llama el título del último capítulo de la narración autobiográfica- fue tanto para Iduarte como para la sociedad mexicana un acto doloroso, no obstante, inevitable.
Conclusiones
La escritura de Iduarte estuvo marcada por la nostalgia de un emigrante “que se fue, tanto en la satisfacción de servir a México con fidelidad -en la prensa, en la Universidad, en la calle-, como en el temor de haberlo servido menos de como hubiera ocurrido bajo su cielo”.158 El escritor tabasqueño estuvo comprometido con su patria y se preocupó profundamente por la pérdida temida de sus raíces culturales. Nunca dejó “de oír la voz de José Martí: ‘un hombre en el extranjero es como un árbol en la mar’”.159 Con añoranza sus reflexiones regresaban con frecuencia al México revolucionario, en el que había pasado su niñez y su juventud. Para él la escritura significó un medio oportuno para asegurase de su identidad y presentarse como un mexicano intachable. Sus narraciones autobiográficas jugaron un papel particularmente importante en este empeño.
En este sentido, la publicación de Un niño en la Revolución Mexicana representó un acto de habla, un acto de comunicación que buscaba el reconocimiento social. Iduarte asoció su propia biografía con la historia de su patria a fin de comunicar su pertenencia a la nación mexicana. El escritor tabasqueño confesó públicamente haber sido un niño porfirista y narró su propia transformación en un hombre revolucionario. El enunciado principal de la narración autobiográfica dice ni más ni menos que el tabasqueño llegó de la Reacción a la Revolución -alcanzó a integrarse en la nueva sociedad revolucionaria.
Declararse en favor de la Revolución permitió a Iduarte narrar desde una posición legitima una historia de violencia y sufrimiento; pudo describir las contradicciones y el des garramiento interior del movimiento revolucionario y exhibir la corrupción de sus dirigentes en Tabasco. No faltó la mención negativa del futuro hombre fuerte de Tabasco -Tomás Garrido Canabal-. Por razones familiares, Iduarte fue enemigo del gobernador del estado tropical y lo combatía con toda su fuerza verbal. La complicada situación política en el Tabasco de los años veinte y treinta del siglo pasado, de la cual fue víctima la familia de Iduarte, tuvo una influencia muy interesante en la historia de la publicación de Un niño en la Revolución Mexicana. Por prudencia política, Iduarte le dio al texto un “carácter de novela” y cambió los nombres de sus parientes y también el de Garrido. No obstante, frente al cambio político en Tabasco, los sustituyó poco a poco por los nombres auténticos, de manera que Un niño en la Revolución Mexicana se transformó de una novela autobiográfica en una auténtica autobiografía.
Un niño en la Revolución Mexicana es un ejemplo para demostrar que las narraciones autobiográficas no son ni testimonios objetivos ni juegos de palabras posmodernos, sino textos que forman parte de procesos comunicativos e históricos de construcción tanto de identidades personales como de identidades colectivas. Por eso, vale la pena analizarlos desde una nueva perspectiva, una perspectiva que reconozca y se sirva de las particularidades de este tipo de fuentes. La nueva historia cultural y la pragmática lingüística podrían ofrecer los requisitos necesarios para este empeño. En todo caso, muchísimas narraciones autobiográficas mexicanas esperan su descubrimiento historiográfico; representan un campo de estudio fértil que deja aún mucho por indagar.