El libro objeto de esta reseña, declara su editor, Roberto Breña, busca presentar y debatir algunos temas importantes, o que así han sido considerados por la historiografía actual, en torno de lo que representó la Constitución de Cádiz en la historia del mundo hispánico. Trata, pues, de lo que se ha dado en llamar momento gaditano, que, como atinadamente resume su editor, fue “una revolución de las ideas, de la imprenta, de la opinión pública, de la representación y de la cultura política; en suma, de lo político”.
Por varias razones, esta obra es en buena medida continuación o complemento de otra, asimismo colectiva y coordinada por el propio Breña, publicada en 2010 por el Colegio de México y el CEPC de España: En el umbral de las revoluciones hispánicas: el bienio 1808-1810, donde se planteó que para una comprensión cabal de las transformaciones políticas en el ámbito hispanoamericano a comienzos del siglo XIX no basta con tomar como referencia fundacional el año 1810, sino que hay que tener en cuenta el proceso de ruptura política o crisis de la Monarquía española iniciado en 1808 tras las renuncias de Bayona y el cambio de dinastía impuesto por Napoleón, a lo cual habría que añadir el intenso debate político subsiguiente. Desde esta perspectiva, 1808 y 1812, o, si se prefiere, la respuesta a la intromisión de Napoleón en la Monarquía española y la solución política ideada por quienes en el territorio europeo y en el americano se negaron a obedecer al emperador francés, son referentes para explicar la profunda transformación política, social y cultural del mundo hispánico. Por otra parte, ambos libros resaltan que las revoluciones hispánicas no fueron el resultado del contagio doctrinal o ideológico de Francia o de Estados Unidos, pues, entre otros motivos, por su origen (el cambio de dinastía perseguido por Napoleón tras las renuncias de Bayona) y por el ideario que les sirvió de plataforma y de justificación, “profundamente hispánico”, no pueden ser consideradas sin más un eslabón de la revolución atlántica de que con gran éxito en el ámbito académico occidental hablaron hace algunas décadas Jacques Godechot y Robert Palmer.
Además de la presentación de Roberto Breña, que es toda una lúcida invitación a la renovación historiográfica, Cádiz a debate está formado por 20 estudios, organizados en seis bloques, cuyos títulos anuncian su contenido y también su orientación metodológica. Dado su interés los reproduzco literalmente, consignando entre paréntesis los autores de las contribuciones que forman cada bloque: “Cádiz en el panorama académico occidental contemporáneo” (José María Portillo, Gabriel Paquette y Tomás Pérez Vejo), “Cádiz y la revolución hispánica en el contexto atlántico” (Federica Morelli, J. A. Aguilar Rivera y Natalia Sobrevilla), “Cádiz entre el antiguo y el ‘nuevo’ régimen” (Carlos Garriga, Beatriz Rojas, J. A. Serrano Ortega y Alfredo Ávila), “Cádiz: cumplimientos, incumplimientos y rechazos americanos” (Jordana Dym, D. Gutiérrez Ardila y Marcela Tornavasio), “Cádiz y la insurgencia novohispana” (Marco Antonio Landavazo, Jaime Olveda y Moisés Guzmán Pérez), e “Ideologías políticas en el mundo ibérico durante el primer cuarto del siglo XIX” (Rafael Estrada, Gregorio Alonso, Andréa Slemian y J. L. Ossa Santa Cruz).
La relación nominal de autores es muy elocuente. Estamos ante un sólido grupo de historiadores, hombres y mujeres, cada uno de los cuales ha contribuido a lo largo de su trayectoria investigadora a la renovación del estudio de las revoluciones hispánicas. El lector puede comprobar este extremo a poco que repare en la excelente -y abundante- bibliografía que figura a pie de página en cada trabajo. Los textos aquí reunidos se inscriben en la llamada nueva historia político intelectual, la que entiende que es insuficiente el estudio de la política, tal como viene siendo considerada, si no se tienen en consideración asimismo la sociedad y la cultura. A partir del reconocimiento crítico del legado intelectual de François-Xavier Guerra, cuya obra constituyó un revulsivo de primer orden en el enfoque de las revoluciones hispánicas, como se hace notar en reiteradas ocasiones en este libro, todas las contribuciones están concebidas desde la perspectiva atlántica, esto es, lejos de circunscribirse al marco nacionalista, atienden tanto al conjunto de los procesos emancipadores americanos, como al contexto histórico de lo que hoy llamamos España.1
Aun lamentándolo, no puedo detenerme en el comentario de cada uno de los textos aquí reunidos. Mis consideraciones se referirán al conjunto de la obra, la cual es un examen de la recepción en América de la Constitución de Cádiz y del proceso de politización iniciado en 1808, con la finalidad, entiendo, de contribuir a construir un relato que rompa con el atlantista dominante en la historiografía occidental. En coherencia con este objetivo, los trabajos aquí reunidos resaltan la existencia en el mundo hispánico de una cultura constitucional con características propias y dirigen el foco de atención preferentemente a averiguar la incidencia de la Constitución de Cádiz en América y sus consecuencias en la primera etapa de los procesos emancipadores.
La cultura constitucional hispánica, que comenzó en Cádiz y culminó en América (interesa mucho tener en cuenta esta secuencia),2 participó de los mismos principios políticos que caracterizaron la denominada “revolución atlántica” (soberanía nacional, división de poderes, reconocimiento de derechos individuales, ciudadanía, etc.), pero en línea con lo que se viene señalando desde la historia de los conceptos, en Cádiz a debate se pone el énfasis en que ni la Constitución proclamada en 1812, ni otras que resultaron de la crisis de la Monarquía española, fueron producto de lo anterior.3 Aunque sobre todo en el campo del derecho está vivo el debate académico acerca de las fuentes doctrinales, ello no obsta para constatar la utilidad en el análisis histórico de la toma en consideración de las peculiaridades de la Constitución de Cádiz como uno de los factores, y no el menos importante, a la hora de explicar las emancipaciones americanas. Entre tales peculiaridades cabría resaltar, como se hace en varias de las colaboraciones reunidas en el volumen que nos ocupa, el tratamiento de los derechos individuales sin hacer referencia al derecho natural como fundamento de las libertades civiles y los derechos subjetivos (por ello no se incluyó la igualdad, uno de los derechos naturales fundamentales); el historicismo, en virtud del cual se creó una situación contradictoria generada por la convivencia (o la confrontación, según se mire) de una Constitución moderna y un ordenamiento normativo histórico fundado en principios distintos;4 la intolerancia religiosa, en cuyas consecuencia negativas en el futuro americano huelga insistir, aunque ya en 1821 la Constitución de Cúcuta abogara por la tolerancia,5 y el particular concepto de ciudadanía definido en Cádiz, otro aspecto cuyo debate entre los especialistas ha abierto nuevas perspectivas interpretativas.6
Tal como se plantea en varios trabajos de este volumen, la Constitución de Cádiz intentó, a diferencia de lo que sucedió en Estados Unidos y en Francia, ofrecer una doble solución política a dos graves problemas de naturaleza muy distinta: el provocado por las abdicaciones de Bayona y la invasión de la península Ibérica por Napoleón, que afectaba al núcleo de la Monarquía española, y la crisis del imperio español, no provocada en ese momento, sino arrastrada desde tiempo atrás. En Cádiz se buscó -o dicho de forma más exacta, como se hace en este libro, “se imaginó”- la conversión del imperio en una nación, aspiración llamada evidentemente al fracaso, entre otros motivos porque, como se pone aquí de manifiesto, la lógica de funcionamiento de los estados imperio y la de los estados nación era radicalmente diferente. Hace tiempo José María Portillo señaló que la única posibilidad de asociación nacional a la nación española de los territorios americanos a partir de 1808 solo hubiera sido posible si esa asociación, de naturaleza política, se basaba en la representación igualitaria de americanos y peninsulares y en una relación autónoma de los gobiernos, pero la nación española, tal como la concibió la Constitución de 1812 (una comunidad soberana de católicos, libre, independiente y único sujeto constituyente) no admitía concurrencia en el ámbito de la soberanía. Como se pone de relieve en varias de las contribuciones a este volumen, el declarado derecho a una representación política igualitaria de los españoles americanos y europeos no se cumplió en modo alguno en la práctica y ello determinó el concepto de nación forjado por unos y otros y, evidentemente, la solución política propuesta por cada cual.
Desde esta óptica se comprende, por una parte, que para los insurgentes, y en concreto para los mexicanos -de su caso se trata con cierto detalle en Cádiz a debate-, resultara tan difícil aceptar la Constitución de Cádiz, como deseable utilizarla doctrinariamente; por otra, que a la hora de establecer relaciones, más que los preceptos constitucionales hay que tener en cuenta las nuevas prácticas políticas desarrolladas en América por influencia de las Cortes de Cádiz, extremo este que a mi juicio es muy relevante porque determina el nacimiento de la política moderna.7 De ahí la pertinencia de abordar el desarrollo de las tres ideologías dominantes en este tiempo (liberalismo, monarquismo y republicanismo), sea por medio de los individuos o de la aproximación territorial. De ambas formas se aborda el asunto en este volumen, ofreciendo una información nada desdeñable. Por citar solo algunos aspectos, se pone de manifiesto que la difusión de la Constitución de Cádiz en América fue amplia, pero desigual según los territorios y en algunos lugares, como en el área de Buenos Aires, vino a ser casi nula. Otro elemento importante en esta materia es el cronológico. La Constitución de Cádiz tuvo más defensores en América en 1820-1823, el segundo periodo constitucional, que en el primer bienio de vigencia (1812-1814). ¿Cabe explicar este fenómeno por el acusado espíritu contrarrevolucionario de las autoridades absolutistas españolas en el sexenio 1814-1819, tal como se efectúa aquí en referencia con la Nueva España, o intervinieron factores de otra índole?
Aunque en el volumen que nos ocupa se ofrecen muchas pistas, la cuestión, a mi entender, queda abierta, entre otras razones porque si bien no se carece de información sobre la actuación de las autoridades absolutistas en América, es poco lo que sabemos sobre los planteamientos políticos durante estos años de Fernando VII y de los hombres en quienes sucesiva y arbitrariamente depositó su confianza. Lo que sí se conoce, y de ello se trata en Cádiz a debate, es el lugar central de la figura del rey. La persona real fue el nexo de unión más fuerte de los habitantes de la Monarquía en uno y otro lado del Atlántico y por ella se luchó (no olvidemos el lema de quienes se levantaron en armas contra Napoleón: “por el rey, la patria y la religión”). Quienes rechazaron la solución política propuesta por Napoleón no albergaron duda alguna sobre quién era su rey: Fernando VII. Las Cortes así lo dieron a entender en múltiples ocasiones mediante decisiones de diversa índole y también de manera simbólica, y así quedó recogido en el artículo 179 de la Constitución. Sin embargo, la renuncia de Fernando VII en Bayona y su ausencia del reino en los años de la guerra causaron mucho desconcierto, el cual fue en aumento debido a las confusas noticias sobre su situación personal. En medio de la intensa politización de estos años fue inevitable, pues, que así en la España europea, como en la americana, la situación del rey diera lugar a interrogantes de gran calado político. ¿Qué responsabilidad personal había que atribuir a Fernando VII en las renuncias de Bayona? ¿Había que obedecer a un rey que al estar privado de libertad podía ser rehén del tirano Napoleón? O, como expresó José María Cos en frase brillante, “¿Hay en el mundo quien tenga jurisdicción sobre la América no existiendo el soberano?” Las respuestas fueron lógicamente diferentes según los territorios, pues como se relata en varios trabajos del volumen que nos ocupa, cada cual reaccionó a su modo ante la ausencia del rey.
Determinante fue, asimismo -este es el último aspecto que deseo resaltar del contenido de Cádiz a debate, sin que con ello lo agote, ni mucho menos-, la manera como Fernando VII regresó a su reino en marzo de 1814. Ni los americanos ni la mayoría de los españoles europeos tuvieron noticia exacta de lo acordado durante la negociación del conocido como Tratado de Valençay en noviembre y diciembre de 1813, de manera que una vez más surgieron serias dudas políticas. ¿Por qué de pronto, sin que hubiera finalizado la guerra y sin intervención de las potencias coaligadas, permitió Napoleón que Fernando VII volviera al trono español, formalmente ocupado aún por José Bonaparte? ¿Cómo debía entenderse la derogación de la Constitución ordenada por el monarca en su manifiesto del 4 de mayo? Era lógico que se formularan todo tipo de hipótesis, algunas descabelladas vistas desde nuestra perspectiva, pero no desde la de los contemporáneos, y, por supuesto, que se planteara el espinoso problema de la fidelidad a la patria. Todo ello abunda en recalcar la importancia de la figura de Fernando VII en el proceso revolucionario hispánico, como ya apuntaron con gran penetración Françoise-Xavier Guerra y Marco Antonio Landavazo.
Los estudios que integran Cádiz a debate abren, en definitiva, una vía interpretativa nueva de las revoluciones hispánicas. Last but not least, son asimismo una excelente muestra de la nueva historiografía sobre las revoluciones americanas y, al mismo tiempo, una guía actualizada y muy bien informada sobre la materia.