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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.65 no.2 Ciudad de México oct./dic. 2015

 

Reseñas

Juan Ortiz Escamilla, Guerra y Gobierno. Los pueblos y la independencia de México, 1808-1825

Ana Carolina Ibarra* 

*Universidad Nacional Autónoma de México. México. anacarol@unam.mx

Ortiz Escamilla, Juan. Guerra y gobierno. Los pueblos y la independencia de México, 1808-1825. México: El Colegio de México, Segunda edición, 2014. 327p. ISBN: 978-607-462-704-6.


Guerra y gobierno. Los pueblos y la independencia de México, aparece como segunda edición de la original de 1997, con la aclaración de que cubre el periodo 1808-1825. El lapso que abarca es el primer ajuste que advertimos los lectores desde el título de esta una nueva edición, corregida y aumentada, de un libro que ya es un clásico entre nosotros. La obra tiene como centro el tema de la guerra, principal motor de los cambios que habrán de desembocar en el surgimiento de una nueva nación. Median entre las dos ediciones casi 20 años, 17 para ser precisa, y por lo tanto una serie de discusiones, de hallazgos documentales y de producción historiográfica, que obligan a que este sea un libro nuevo, un libro que ha sido rehecho completamente pues incluye ajustes y precisiones de envergadura, hay en él innovaciones que han merecido modificar contenidos y capitulados para ponerlo al día y afirmar con mayor determinación ahora algunas de las hipótesis que se habían esbozado antes.

No quiero con ello sin embargo dejar de rendir tributo a la primera edición que tiene el mérito de lo original y que, valga decirlo, el germen y la intencionalidad. Ese libro se ha sostenido hasta hoy, a pesar de la multiplicidad de hallazgos y de debates que han caracterizado a la historiografía reciente sobre estos temas. Méritos que lo han hecho punto de partida de muchas discusiones, reelaboraciones, sobre la historia del periodo.

La segunda edición de Guerra y gobierno, deja muy clara una interpretación de conjunto de la independencia. Esta interpretación tiene como eje principal el curso de la guerra, la guerra que se desenvuelve en un espacio determinado y lo rearticula por medio de formas de relación y de gobierno, hasta producir un orden nuevo, lo que equivale a liquidar el orden colonial que había durado tres siglos. Hace bien Juan Ortiz cuando dice que “durante la guerra, los españoles o peninsulares perdieron el poder político y económico del que disfrutaron durante tantos años“ (p. 11), afirmación que deja en segundo término la fuerza que pudieron haber tenido las ideas, las concepciones nuevas, la cultura e incluso la cultura política para enfrentarnos con la materialidad de la guerra en términos de violencia, de destrucción, de reformulación de las relaciones sociales y de relaciones políticas supeditadas enteramente a la necesidad de sobrevivir. El que los españoles hayan perdido el poder político y económico, nos permite entender además que la insurgencia, en tanto voluntad de romper con el orden antiguo, con la opresión y sus secuelas, no haya sido derrotada, por eso el afán reciente de Ortiz de abrirle espacio a esta idea en otros foros.

La guerra de la que nos habla Juan Ortiz en sus páginas es una guerra de destrucción pero en la cual se generan, inevitablemente, los impulsos para crear un orden nuevo. Se trata de un orden de gobierno y de administración territorial a partir de lo que él ha llamado “el empoderamiento autonomista”, cuyo elemento esencial es el fenómeno multiplicador de ayuntamientos y diputaciones, prioritario para comprender el advenimiento del imperio mexicano y luego de la república federal, es decir, el nuevo orden. Por si la lectura no bastara para percatarse de tal situación que va en incremento en los 11 o 15 años que duró la lucha armada, el libro recoge una serie de mapas elaborados de manera expresa, que permiten seguir visualmente el desarrollo de esta proliferación de actores autonomistas.

La guerra de independencia es para Juan Ortiz una guerra civil. Esta tesis, que sostiene hace años, se ha enriquecido y fortalecido en diálogo con obras recientes como la de Stathis N. Calyvas y autores que han hecho de la lógica de la violencia el centro de sus reflexiones. Despojada de toda connotación retórica, sin ceder un ápice al lenguaje patriótico y libertario de la época, la interpretación plantea que se trata de una guerra que enfrenta a las poblaciones, cuyas víctimas son civiles, personas inocentes e indefensas. Al aplicar los jefes realistas el diezmo de la guerra, por ejemplo, o cuando los insurgentes quemaban y arrasaban las poblaciones, no se trataba de actos heroicos o de valentía, de los que nadie podía sentirse orgulloso, sino de prácticas arbitrarias, impunes, en un espacio que no es el que define un tribunal calificado para el caso, o en el que existe una declaración de guerra contra un enemigo y prevista en el derecho de gentes, o un código de ética. Guerra civil también porque no es una guerra de americanos contra europeos (como tratarían de redefinirla engañosamente pero con éxito en su momento algunos de los líderes -Bolívar con el documento de “guerra a muerte” o Morelos en el sitio de Cuautla) pues hay americanos en los dos bandos; guerra civil, en estricto sentido, porque no es una guerra internacional aunque algunos hubiesen querido pretenderlo.

Me parece de particular interés destacar el hecho de que en el centro del libro que nos ofrece Ortiz está el elemento popular de esta gran guerra civil, rebelión o insurgencia, como queramos llamarla. Son las poblaciones las que la sufren, las que pagan por ella con sus impuestos, las que combaten enlistados por la fuerza o por voluntad propia para constituir esos ejércitos, surgidos de lo local, de los grupos de milicianos. Están a merced de los grandes y pequeños jefes militares, y se desplazan por un espacio indeterminado en el corazón del virreinato. El hecho de que las tropas estén en constante movimiento, de que se reubiquen las poblaciones y se establezcan nuevos centros de población hace que el relato se mueva en una geografía inestable y movediza, en la que llama la atención la democratización de los centros políticos. Constancia de ello son las listas de ciudades, pueblos y villas insurgentes registradas entre 1810 y 1821. Numerosísimas poblaciones recogidas con todo detalle en 15 páginas y que además aparecen en mapas a los que he hecho alusión, y que ofrecen un testimonio claro de los alcances de la presencia insurgente. Las compañías de patriotas que son civiles organizados para defender la causa del rey (la contrainsurgencia) aparecen también listadas con todo detalle, localidad por localidad, regimiento por regimiento, dejando un testimonio aplastante de que también en el campo realista, fueron las poblaciones los principales actores que intervinieron en la guerra.

Al lado de la visibilidad que en la obra adquieren estos actores, no cabe duda, desluce la presencia y el protagonismo de los caudillos y de los jefes militares tan celebrados por la historiografía, y que aquí no hacen sino vehicular esta participación mediante las estrategias y las políticas de guerra que habrían de determinar el rumbo de la movilización.

Son estas poblaciones, convertidas en sociedad civil, las que hacen que, al tiempo en que se derrumben las estructuras virreinales, se coloquen los cimientos de un orden nuevo. En el capítulo tercero, intitulado “La variante autonomista”, se abren una serie de novedades para el tema: cobra fuerza y materialidad el planteamiento de Juan Ortiz sobre “el empoderamiento de la sociedad civil”, gracias a la ampliación del estudio de las consecuencias que tuvo la introducción de las medidas impulsadas por la Constitución de Cádiz, la gran proliferación de los ayuntamientos constitucionales, sobre todo, y también de las diputaciones provinciales. Los ayuntamientos gaditanos creados entre 1812 y 1821, y que surgen legítimamente en aquellas poblaciones que tuvieron más de 1 000 almas, en realidad abrieron la posibilidad de que, con la Constitución en la mano, se crearan ayuntamientos en algunas comunidades de mestizos e indígenas desplazados por la guerra y que no contaban con un fundo legal ni estaban organizadas en torno de un pueblo. También los hubo en pueblos que no alcanzaban el número de habitantes establecidos por el código. La mayor parte de las veces, las diputaciones provinciales aceptaron las nuevas realidades sin tener la certeza de su legalidad, lo que dio lugar a una verdadera revolución de los pueblos en el sentido en que lo ha entendido Antonio Annino en varios de sus trabajos.

En este caso, Juan Ortiz llevará mucho más lejos esta interpretación dando sustento a estos planteamientos a partir de la amplísima investigación que realiza sobre fondos mexicanos y españoles. El análisis del desarrollo de las diputaciones provinciales lo lleva a constatar la pérdida de centralidad de la antigua capital virreinal, la misma que había sido acosada por las fuerzas del Bajío conspirador e insurgente, como se refiere en los primeros capítulos de la obra, desarticulada su preeminencia a lo largo de la guerra, hasta perder, literalmente, su dominio territorial en vastos espacios del virreinato por medio de las diputaciones provinciales. Hace mucho sentido, en consecuencia, que en 1821 fuese la capital la principal interesada en promover un movimiento como el trigarante para detener la posibilidad de verse sometida, nuevamente, a los embates liberales de una coyuntura en que tanto poder y fuerza le había hecho perder.

No quiero dejar de mencionar por lo menos algunos otros méritos de la obra: entre ellos complejizar el análisis de la llamada consumación de la independencia, que supera con argumentos y evidencias los antiguos planteamientos en que la rebelión de 1810 y la consumación se daban la espalda. El atinado cierre, al menos para el enfrentamiento militar, situado en 1825, y el enorme esfuerzo de introducir el diálogo con 15 años de investigación histórica. En las páginas de Guerra y gobierno están presentes los aportes recientes de Eric Van Young o William Taylor, de Jaime E. Rodríguez, de los colegas de fiscalidad, de tantos otros que nos vemos incluidos en este segundo esfuerzo y por eso agradecemos que el autor lo haya hecho manifiesto desde sus primeras líneas. Eso resulta alentador y abre nuevos desafíos para nuestro trabajo a futuro.

Si tuviera que elegir las principales razones para recomendar que esta nueva edición de la obra fuera leída por el público, yo apuntaría las siguientes:

1. Se trata de una obra “de madurez” en la que uno advierte a un autor seguro que define con fuerza sus argumentos, que fluyen en sus páginas, avalados por el caudal de fuentes consultadas en el curso de los años.

El lector que quiera percatarse de esto, a primera vista, podría sencillamente revisar los exhaustivos cuadros que recogen los nombres de los civiles contrainsurgentes y sus compañías de patriotas, las ciudades, villas y pueblos insurgentes, los ayuntamientos gaditanos establecidos en las poblaciones de la Nueva España. Todos ellos exhaustivos y riquísimos, son un regalo más de este libro.

2. El libro es una “puesta al día” de la información y los argumentos previos, al punto que, por ejemplo, se desplazan completamente discusiones que hoy por hoy parecen haber sido superadas: tal es el caso del debate autonomía-independencia al que en su tiempo sostuvieran Hamill, Rodríguez, Ladd, Lemoine y otros. Éste desaparece de la 2ª edición y en su lugar se privilegian otras preocupaciones como las dinámicas de violencia, construcción y destrucción, se abren espacios para debates renovadores en esta línea con autores mexicanos y extranjeros que se han esforzado por comprender uno de los problemas más graves para la humanidad en todas las épocas: la guerra y la violencia. Preocupación que, yo lo sé, compromete y aflige a Juan Ortiz y a todos nosotros. En ese sentido, en el contexto actual el libro cobra aún mayor vitalidad.

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