In memoriam Jean-Marie Mayeur
Algunas premisas
En el cúmulo de estereotipos que pueblan (cuando no estructuran) nuestra representación de la segunda mitad del siglo XIX hispanoamericano, ocupan un lugar importante aquellos que durante décadas han articulado nuestra caricatura de los actores políticos de la época reduciéndolos a dos grupos impermeables, liberales y conservadores, cada uno de ellos uncido a conceptos que, a pesar de las ahora incontables páginas escritas en contrario, transitan aún a su vez con una fuerte connotación de incompatibilidad: progreso y modernidad para los primeros, catolicismo y tradicionalismo para los segundos.
En las últimas décadas una producción historiográfica abundante ha mostrado que tal reducción conduce a callejones sin salida y se han multiplicado los trabajos que nos permiten atender a la diversidad de los actores y a la complejidad de sus relaciones con el mundo de su tiempo; un mundo en donde poco caben los compartimentos estancos, modelo de explicación que se agota, pero que no ha dejado de practicarse. Este texto busca sumarse a esos esfuerzos desde una perspectiva que considera, desde un enfoque trasatlántico, las transformaciones de la Iglesia católica romana a escala supranacional, con la cual las sociedades hispanoamericanas de entonces tenían importantes vínculos afectivos y materiales. Aunque los estudios sobre la historia de la Iglesia católica romana son muy abundantes, por lo general están formulados desde una perspectiva eurocéntrica. Más aún: la historia de la jerarquía y del gobierno central de la Iglesia ha sido presentada muchas veces metonímicamente como la historia del catolicismo mundial. Me interesa entonces lo que puede caracterizarse como una mirada trasatlántica de una historia que tiene numerosos elementos en común. Lo que esto implica es poner en diálogo historiografías poco habituadas a interactuar entre sí, constreñidas como lo suelen estar por las fronteras nacionales y por la división moderna, plenamente incorporada al trabajo académico, entre lo político y lo religioso.
La reflexión propuesta se inscribe dentro de un proyecto de investigación centrado en la construcción de relaciones entre la Iglesia católica romana y las naciones hispanoamericanas durante el siglo XIX, consideradas desde la perspectiva de una historia de la secularización y de la construcción de un orden laico. La hipótesis central de este proyecto es que dichas relaciones van acompañadas por la construcción de representaciones nuevas a ambos lados del Atlántico sobre lo que caracteriza al mundo católico de la época; representaciones que tienen un vínculo estrecho con la acción política concreta. Estas páginas ponen el acento en una de las caras de esta relación multifacética: el rostro romano y pontificio en que se personifica la dimensión supranacional de la Iglesia católica romana, razón por la cual el lector no encontrará aquí desarrollada una exploración de lo sucedido en el espacio americano, y sin embargo se solicita su consideración permanente de que lo aquí analizado concierne a un mundo católico que el océano Atlántico comunica más que separa.
Antes de entrar en el tema es importante subrayar la existencia de una doble distancia y en consecuencia de una doble dificultad para el análisis: hay una dificultad, desde la distancia de nuestra sociedad secularizada, para entender una sociedad que no lo estaba pero en la cual se planteaba y discutía acremente la posibilidad de que lo estuviera; es ese un ejercicio de traducción que tropieza reiteradamente con los límites de nuestra representación del mundo actual. También existe un obstáculo desde nuestra distancia para analizar las relaciones entre los actores de la época, enmarcadas en un universo simbólico en plena transformación cuyo corolario introduce el espejismo de lo familiar. Aunque parezca evidente que las relaciones dentro de la comunidad católica (fieles-clero-jerarquía) y de ella con el exterior, que existen en la actualidad, no pueden ser las mismas que las que podían tener lugar hace 150 años (en primer lugar por la mutación misma de la frontera entre “interior” y “exterior”, y lo que llamamos secularización implica precisamente el desplazamiento, cuando no la construcción de esa frontera), esta distancia tiende un velo de opacidad, no siempre valorada, sobre el estudio de dichas relaciones en el pasado. Los actores, los espacios y las formas de esa relación han cambiado profundamente, en especial en términos de su representación y de su autorrepresentación. Estas páginas proponen algunos elementos de análisis de una coyuntura en que se fraguaron cambios de muy largo y amplio alcance, considerando las opacidades que afectan a esta mirada.
El observatorio propuesto está construido a partir del documento pontificio conocido como Syllabus errorum. Catálogo que comprende los principales errores de nuestra época señalados en las encíclicas y otras cartas apostólicas de nuestro santísimo Señor Pío Papa IX, publicado como anexo a la encíclica Quanta cura, en diciembre de 1864. En la historia contemporánea del catolicismo este año marca un hito importante, con impacto sobre los ritmos de conjunto del Occidente católico y sobre la historia general de la secularización en el mundo atlántico. Dentro de esta historia, podemos considerar que la pretensión de “universalidad” del catolicismo vive una coyuntura de crisis desde finales del siglo XVIII y por lo menos hasta la década de 1870. Esto corresponde en parte a lo que la historiografía del catolicismo ha caracterizado como la “crisis modernista”, pero rebasa los términos en los que suele enmarcársele: de acuerdo con esta interpretación, Pío IX habría reaccionado contra las ideas y prácticas políticas modernas desde una postura intransigente, lo cual lejos de resolver la crisis la habría agudizado; la solución de la crisis se ve en la política de León XIII, no sólo más abierta, sino que permite a los católicos apropiarse de las principales herramientas de esa modernidad que su antecesor anatematizara.2 Sin embargo, la presente propuesta implica considerar a ambos pontificados dentro de una larga coyuntura de crisis que afecta la pretensión de universalidad del catolicismo.
La resolución de dicha crisis evidencia el fin de una era, aquella iniciada en el Renacimiento, caracterizada por la figura del papa-rey, lúcidamente analizada por Paolo Prodi, durante la cual la Iglesia católica romana se inscribe plenamente dentro de la historia de los estados occidentales modernos.3 De esta crisis, es emblemática la figura de Pío IX, el intransigente papa prisionero cuyo pontificado es hasta ahora el más largo en la historia de la Iglesia católica romana (1846-1878).4 Emblemático también resulta un documento pontificio de alto impacto, que sintetiza en muchos sentidos lo que en la época estaba en juego: el Syllabus errorum.5
Intentaré mostrar en las siguientes páginas cómo el pontífice y su más conocido documento participan del fin de una era en la historia del catolicismo, apoyándome en un análisis de los tiempos en que ambos se enmarcan, desde la perspectiva braudeliana de los tiempos históricos, así como en las categorías propuestas por R. Koselleck para el estudio de la experiencia del tiempo.
1864 y los tiempos del Syllabus
Desde nuestra distancia, lo más visible es que el año de 1864 se cierra con un acontecimiento pontificio de gran eco: la publicación de la encíclica Quanta cura y de su anexo, el Syllabus errorum, esa lista de 80 proposiciones que el Papa condenaba por “erróneas”. Los errores más visibles del siglo, desde el punto de vista de la Iglesia, todos ellos previamente objeto de condenas pontificias por parte del mismo Pío IX, a lo largo de su pontificado. 6
Este catálogo presenta dichos “errores” reunidos en diez grupos:
Panteísmo, racionalismo y naturalismo absoluto.
Racionalismo moderado.
Indiferentismo, latitudinarismo.
Socialismo, comunismo, sociedades secretas, sociedades bíblicas, sociedades clérico liberales.
Errores relativos a la Iglesia y a sus derechos.
Errores relativos al Estado considerado tanto en sí mismo como en sus relaciones con la Iglesia.
Errores acerca de la moral natural y cristiana.
Errores acerca del matrimonio cristiano.
Errores acerca del poder civil del romano pontífice.
Errores referentes al liberalismo moderno.7
Se trata de un conjunto de condenas cuya preocupación central es la comunidad católica en su cohesión interna y en sus relaciones con un entorno que experimenta cambios acelerados; la relación de los fieles católicos con las concepciones y prácticas que el mundo moderno les presenta como posibles. Este conjunto de censuras está atravesado por una tensión creciente entre lo interno y lo externo, al tiempo que evidencia que las mutaciones de la modernidad no son ajenas al universo católico. Así, desde sus primeros capítulos, el Syllabus hace explícito el rechazo del papado a distintas formas de enfrentamiento (radical o moderado) entre la fe y la razón, y deja ver claramente la preocupación romana por el contenido de la fe y del dogma. Enseguida, una serie de “errores” enlistados se refiere a las prácticas y expresiones de la fe y por esa vía toca el tema de la libertad religiosa, la salvación y la vida eterna.
Otro conjunto importante señala ideologías en boga durante el siglo -especialmente el socialismo y el comunismo-, asociadas en un mismo apartado -y esto llama la atención-, con sociedades secretas, sociedades bíblicas y sociedades clérico liberales.8 Sin duda un motivo de preocupación central en relación con estas “pestilenciales doctrinas” son las prácticas asociativas vinculadas con ellas: la discusión y asociación fundada en el principio de libertad, así como la lectura de la Biblia por parte de los fieles y sin intermediarios autorizados. Se reconoce aquí la herida abierta por el movimiento de Reforma desde el siglo XVI y la prolongación de un litigio, que desde la perspectiva romana no se ha cerrado, sobre las vías practicables para alcanzar la salvación de las almas. Además, aparecen en sombra esos dos conceptos paralelos que son la libertad de expresión y la tolerancia religiosa.9
Otra serie de “errores” se refiere a la autoridad de la Iglesia y a sus prerrogativas; a la relación de la jerarquía y del poder eclesiástico con el poder civil -por la vía del derecho y de los derechos-, pero también a la autoridad de la Iglesia sobre los fieles y al gobierno de sus vidas. Es pues una defensa de la autoridad moral del catolicismo sobre la sociedad. Por esta vía se llega al tema del matrimonio, que ocupa un espacio considerable en el documento. Se enlistan enseguida las proposiciones relativas a la potestad civil del papa y el texto se cierra con la condena del liberalismo apellidado “moderno” (el texto en latín habla de liberalismus ftodiernum), aderezada especialmente contra los católicos liberales.
Un análisis detallado del contenido del catálogo de “errores” no es el objeto de estas páginas, cuyo interés en cambio es la interrogación de los tiempos en los que se enmarca. El tiempo del Syllabus admite ser analizado desde la perspectiva de lo que Fernand Braudel caracterizó como el tiempo corto -el tiempo por excelencia de la política, en su opinión-, y plenamente como un acontecimiento, puesto que lo fue.10 Si se mira como acontecimiento se puede considerar un acto de batalla: una acción estratégica, un golpe fuerte (que incluso buscó ser definitivo) inscrito en una contienda compleja. ¿A quiénes iba dirigido el golpe? Se trataba de un golpe con destinatarios múltiples cuya lista detallada se desprende del propio documento: liberales de todos colores incluidos en especial los católicos liberales; comunistas, socialistas, racionalistas, panteístas, ateos, protestantes, francmasones, etc. Semejante lista obliga a otra pregunta: de esa condena ¿quién escapa?, e invita a reconocer en el año 1864 -como han hecho muchos historiadores- uno de los momentos más recalcitrantes de la intransigencia católica romana.
Sin embargo, es indispensable subrayar que el Syllabus no es propiamente un punto inicial, sino una recapitulación de actos previos y la ratificación de una postura intransigente frente a las novedades del siglo. En los preliminares de la edición citada de 1865, se afirma:
Desde su ascenso á la Cátedra de Pedro, no ha cesado el Sr. Pío IX de proscribir y condenar la multitud de perversas doctrinas que enseñan y publican los enemigos de la religión. No es, como fingen algunos, una arma de partido, de que el Santo Padre se vale para contrariar los convenios de Setiembre de 1864 entre Napoleón y Víctor Manuel: la Condenación de los errores comprendidos en este Catálogo había sido hecha en diversas Encyclicas, Alocuciones y otras Letras Apostólicas, desde 9 de Noviembre de 1846 hasta 29 de Setiembre de 1864; siendo de notar que de esta última fecha no hay más que una proposición (la 32ª), todas las demás fueron proscritas, la 49ª á 14 de Julio del mismo año, y las otras de 1863 para atrás.11
Así, el tiempo del Syllabus no es únicamente el del acontecimiento: 1864 es el punto de llegada de una política de anatemas que se extiende desde la condena de la constitución civil del clero de 1790, por Pío VI, hasta esa fecha. Política represiva que identifica enemigos externos (sobre los que, sin embargo, el papado pretende potestad moral) y fuerzas centrífugas que deben ser cortadas de tajo. Es imposible detenerse aquí en un recuento de las medidas pontificias represivas de un largo siglo XIX; sin embargo cabe destacar el rigor de las condenas dirigidas contra el catolicismo liberal, de las cuales es emblemática la condena reiterada del influyente pensamiento de Lamennais por Gregorio XVI. Desde la perspectiva de esta política anatematizadora, el Syllabus también puede considerarse un punto de llegada para quienes esperaban desde tiempo atrás la renovación de las condenas pontificias a ideologías y posturas morales y políticas cuya conjunción contribuye a crear una situación que se percibe en los medios próximos a la curia como insoportable.12
El historiador Justin Fèvre, al escribir en los últimos años de vida de Pío IX, subrayaba dos antecedentes del “catálogo de errores”: en 1852 el cardenal Fornari habría consultado al publicista español Donoso Cortés, quien habría dado su opinión en el sentido de que una condena de conjunto de varios supuestos filosóficos y políticos de la época sería útil a la causa católica; en 1860, el obispo de Perpiñán, Philippe- Olympe Gerbet, había establecido para su clero una lista de 85 proposiciones erróneas, en un formato que en mucho se acerca al adoptado 4 años después para la redacción del anexo de la encíclica Quanta cura.13 La investigación histórica contemporánea ha dado cuenta de otros antecedentes que abonaron a la idea de la utilidad de un catálogo de errores modernos, nocivos a la sociedad, y que alimentaron el proyecto de este texto inusual cuya laboriosa redacción conoció ocho versiones sucesivas.14 François Jankowiak sitúa en 1849, en el concilio provincial de Spoleto, el primer antecedente, en concreto en la propuesta del arzobispo de Perusa, monseñor Pecchi, de crear un catálogo de errores modernos, dañinos para el orden social, religioso y moral.15 Desde 1852 una primera comisión recibió el encargo de la redacción del deseado catálogo (desde cuya presidencia Fornari consulta a Donoso Cortés). La versión definitiva del documento, sin embargo, no se alcanza sino en 1864, luego de varios cambios fundamentales en la integración de la comisión.
Se inscribe pues el Syllabus dentro de una coyuntura particular: la de la confrontación entre la Iglesia católica romana y las propuestas del mundo político “moderno”. Es una encrucijada que atañe a todo el Occidente católico. Pensarla en estos términos, como la posibilidad de un tiempo de carácter político, supone una distancia en relación con la propuesta braudeliana que define a la coyuntura a partir especialmente de fenómenos económicos. Implica una concepción de lo político como transversal y constitutivo de lo social, e incorpora las preocupaciones de pensadores contemporáneos que ven una diferencia entre la política y lo político y en esto último, como Pierre Rosanvallon, a la vez un campo y un trabajo.16 Es esta una coyuntura que -también desde nuestra distancia- podemos considerar se cierra en 1870, con la caída de Roma en manos del ejército del rey Víctor Manuel II y el consecuente fin de los Estados Pontificios, o bien en 1929 con la firma de los Tratados de Letrán entre Pío XI y Moussolini, que sanciona el reconocimiento mutuo entre la República Italiana y el Estado Vaticano.
Como se podrá apreciar, optar por un cierre o por otro conduce en direcciones interpretativas distintas: en el primer caso se privilegia el acontecimiento y el cambio material, aún no asumido plenamente por todos los actores ni considerado definitivo en sus consecuencias. Esta opción lleva a subrayar el carácter dramático del pontificado de Pío IX (de acuerdo con su propia actitud y discurso) y en cierta forma las aristas de la confrontación ideológica con la política moderna. En el segundo caso, se pone de relieve la asunción plena, en el discurso y en la representación, de las condiciones factuales y también el desplazamiento mayúsculo que significa el aceptar ambas partes que se trata de un litigio del Estado de la Iglesia con la República Italiana y no con el orbe: que los intereses territoriales de la Iglesia católica no son necesariamente los del mundo católico entero, lo que permite plantear la hipótesis de una relativización de la pretensión “universalista” de la Iglesia.
El tiempo del Syllabus, entonces, es también un tiempo coyuntural y, de hecho, el documento sintetiza lo que se juega en ese momento: es un litigio en torno del gobierno moral de los destinos individuales y colectivos de Occidente. Se juegan los restos de un equilibrio moral trastocado por la Revolución y sus derivados, y en ese sentido el Syllabus muestra contenidos agregados durante varias décadas al concepto católico romano de Revolución o colindantes con él. Aunque no hay espacio aquí para extenderse sobre el tema, desde el punto de vista católico romano, la Revolución como expresión de las fuerzas del mal, alcanza un alto nivel de abstracción y permanece vigente a lo largo de todo el siglo XIX: todas las revoluciones son una y la misma.
Asimismo se inscribe este catálogo de errores dentro de un tiempo mucho más amplio, cuyo horizonte de expectativa es la salvación, concepto por medio del cual se puede salir del tiempo histórico con rumbo a la eternidad. Sin embargo, se trata de una eternidad que interactúa con las fuerzas del presente.17 Así, puede tener lugar la hipótesis de que el Syllabus también es una manifestación de que el concepto católico romano de historia está interactuando con el concepto secularizado de historia que se está forjando en el mismo siglo en otros medios.18 Lo anterior no implica una renuncia a los ejes que estructuran el concepto católico romano de historia en esa época y que siguen admitiendo el adjetivo de agustinianos: la historia, cuyo movimiento obedece a los designios de la Providencia divina, es el producto de la lucha de las fuerzas del bien contra las fuerzas el error.19
Estos elementos de interpretación del devenir humano están presentes en el concepto católico romano de historia hasta entrado el siglo XX, tanto en el discurso pontificio como en el historiográfico. Un ejemplo de la vigencia del concepto lo ofrece la obra de Justin Fèvre, historiador y protonotario apostólico, cuya evaluación del pontificado de Pío IX, publicada en 1888, se abre directamente con estas palabras:
El pontificado de Pío IX transcurre, ante nuestros ojos, como un gran drama en donde juegan su papel todas las pasiones del universo. Es la lucha ardiente de las dos ciudades celebradas por san Agustín: la ciudad construida y habitada por el amor de Dios se eleva hasta los cielos, para encontrar en ellos luz, fuerza y resolución; la ciudad construida y habitada por el amor de sí mismo llevado hasta el desprecio de Dios, se precipita hasta los infiernos luchando contra la ciudad santa, para abatir a su jefe y destruir su templo. Lo que se agita en el fondo de esta situación turbia y obscura, es el satánico proyecto de acabar con la Iglesia y de borrar la religión de la faz de la tierra. Para alcanzar con seguridad este objetivo, se le persigue lentamente, y para alcanzarlo mejor, se le presenta velado.20
En suelo americano, la obra del jesuita Rafael Pérez permite constatar el peso de la interpretación pontificia sobre la historia de todo un siglo. En su obra La Compañía de Jesús en Colombia y Centro-América, publicada en 1896, de impronta mucho más moderna que el texto de Fèvre, puede leerse:
Antiguamente los gobiernos y los pueblos en materia de religión iban a una, como lo exige la naturaleza y la sana razón; hoy, merced a los errores de que se nutre y vive la sociedad moderna, la religión parece estar relegada al pueblo, mientras la gran mayoría de los gobiernos, lo mismo en el nuevo que en el viejo mundo, se proponen como fin último oprimir a la Iglesia, coartar sus libertades, poner toda clase de óbices a su acción salvadora, privar a los pueblos de los consuelos de la religión.21
Diversos pero innegables son los puntos de contacto de estos textos históricos con el catálogo pontificio de “errores de la época”, entre otros una mirada que pone de relieve la idea de un mundo que se acaba, minado por la presencia boyante del error. Esto bien puede interpretarse en el sentido de que la Providencia sigue presidiendo los destinos de la humanidad, de que la eternidad se impone como el no tiempo de la expectativa. Y sin embargo, desde 1864, la reiteración del anatema múltiple que es el Syllabus sugiere una crisis en el control del concepto de salvación dentro del propio mundo católico.
Así pues, el Syllabus errorum puede analizarse como acontecimiento desde la perspectiva del tiempo corto, pero también como parte de una amplia coyuntura política. Es igualmente posible enfocarlo desde un tiempo muy largo que la salvación como horizonte de expectativa hace colindar con el no tiempo de la eternidad. En todos estos tiempos se inscribe y desde esa triple perspectiva temporal se puede constatar la crisis a la que corresponde su publicación.
Dicha crisis puede leerse también desde la perspectiva de las mutaciones de la experiencia del tiempo propuesta por Reinhart Koselleck,22 que permite plantear un acercamiento al Syllabus errorum. Koselleck planteó que la experiencia histórica del tiempo puede darse de tres formas: una es la experiencia “original”, irrepetible, singular, experimentada directamente por los sujetos y que implica sorpresa; nadie experimentará algo sino en la medida en que se vea obligado a dejarse sorprender. Existen también los ritmos generacionales de la experiencia, vinculados a determinaciones biológicas, pero en el marco de unidades sociales se produce experiencia común entre personas que la edad separa y que es compartida sin ser necesariamente experimentada en directo por todos; es una experiencia que se modifica con el paso gradual de las generaciones. Los acontecimientos políticos -en los cuales el autor encuentra la mayor cantidad de ejemplos- atraviesan así a distintas generaciones biológicas. Esto le permite hablar de “generaciones políticas”. El tercer tipo de experiencia del tiempo es aquel que Koselleck considera “estructural” y que solo nos es accesible mediante una reconstrucción intelectual sobre el tiempo largo elaborada en nuestros días por la historiografía y en otros tiempos por los mitos.
No existe un diálogo explícito entre la propuesta formulada en este texto por el fundador de la Begriffgescfticftte y la obra del discípulo de Lucien Fèbvre, publicada más de tres décadas antes. Una frontera generacional, política y también historiográfica los separa.23 Ambas, sin embargo, ofrecen perspectivas desde las que se puede enriquecer el estudio de una historia de la secularización en la que el Syllabus se inscribe.
Apoyándose en las categorías de Koselleck puede intentarse un acercamiento a la figura de Pío IX, quien vivió en carne propia profundas transformaciones de la historia de la Iglesia leídas en su tiempo como inéditas y que condujeron a la pérdida definitiva del dominio temporal del papado. El papa Mastai Ferreti experimentó de manera directa el colapso de la soberanía temporal y la reducción al mínimo -a lo casi emblemático- del patrimonio de Pedro. Más allá del papa, sin duda la experiencia fue única para protagonistas directos, lo mismo que para testigos y espectadores. Con la soberanía temporal, pero no solamente por su aspecto material, sino especialmente por el simbólico, se venía abajo un mundo.
En el plano de la experiencia generacional, es posible interrogar lo vivido por quienes asistieron al colapso de esa soberanía, que entró en decadencia décadas atrás, frontalmente cuestionada no solo por círculos selectos de pensadores de vanguardia, sino por prácticas sociales y políticas cada vez más extendidas. Es la experiencia de sociedades que vivieron la delimitación de esferas distintas para lo religioso y lo político. Un proceso gradual y también radical que sin duda transformó a la postre las formas de ser católico, incluso en los países en donde el catolicismo siguió siendo la religión dominante.
En cuanto a la experiencia estructural, en relación con el tiempo del Syllabus errorum, el concepto permite interrogarnos a nosotros mismos desde las formas variadas en que el episodio ha sido leído, interpretado, narrado. En nuestro marco actual de interpretación el documento está rodeado de connotaciones negativas, primero como emblema de un momento de profunda intransigencia romana, no sólo porque desde su publicación fue recibido con hostilidad en medios muy disímbolos, católicos y no, por su pretensión represiva y por su tono, desde entonces considerado trasnochado, sino también porque muchas de las proposiciones condenadas podrían describir en la actualidad una serie de principios vigentes en la vida cotidiana occidental, plenamente incorporados dentro de un abanico ideológico amplio. Sin duda también porque, desde el interior del catolicismo y aun en el seno de la curia romana, las generaciones se han sucedido unas a otras, y en el mismo sitio del doloroso e inconcluso concilio Vaticano de 1870, se reunió entre 1962 y 1965 un segundo concilio Vaticano cuyas resoluciones dejaron muy atrás -sumieron en el pasado, literalmente- muchas de las posturas fundamentales de Vaticano I y del Syllabus: así, la intolerancia religiosa cedió el paso al ecumenismo. Esta experiencia estructural del catolicismo occidental ha incorporado plenamente al panorama un mundo secularizado, y por ella ahora nos resulta difícil entender el universo en que Pío IX se desenvolvía y en que se originó un documento del calado y la importancia del Syllabus errorum.
El fin de una era
En 1860, de los antiguos Estados Pontificios quedaba prácticamente solo Roma y su entorno inmediato. No solamente había una pérdida de poder material y económico de la Iglesia (a pesar de las medidas compensatorias establecidas con carácter emergente como el “óbolo de San Pedro”), sino que se dio lo que autores como François Jankowiak han caracterizado como un estado de ánimo decadente y tendiente a aceptar como un hecho irreversible las pérdidas materiales.
La agudización de la intransigencia en el discurso pontificio forma parte de las respuestas a una crisis patente en distintas escalas temporales: en el día a día de una entidad política cuya viabilidad se agota -algo puesto en evidencia administrativa, económica y militarmente-; en la agudización de tensiones en una coyuntura de cuestionamiento profundo del carácter universal del catolicismo y de confrontación con actores múltiples; en la relación con la salvación, cuyo monopolio se ve seriamente resquebrajado.
El Syllabus permite apreciar la crisis experimentada a escala de los tres tiempos: en los efectos acotados de la condena pontificia explícita sobre la realidad inmediata que hubiera querido reprimir, pues el efecto no alcanzó ni para sofocar al liberalismo católico; efectos limitados también sobre las dinámicas de mediano plazo como las de la construcción nacional italiana que amenazaban la soberanía temporal del papa y que, iniciadas décadas atrás, tardarían cuatro años más en consumar sus objetivos. El tiempo estructural también revela a su manera una crisis: los mecanismos de la salvación parecen multiplicarse en un mundo que gradualmente está integrando a los cuerpos legales y a las prácticas el concepto de tolerancia.
Esta triple crisis forma parte fundamental de los procesos de secularización de las sociedades católicas occidentales, y el mundo hispanoamericano participó plenamente en ella. La pugna por el dominio moral de la sociedad, que caracteriza a toda esta coyuntura, tiene expresiones agudas en la región a lo largo del siglo; la experiencia de ser católico, a escala individual y colectiva, sufrió cambios importantes que en la época son visibles, como ilustra el caso mexicano.
Las generaciones que vivieron la independencia de España experimentaron la desvinculación entre el régimen monárquico y la religión de la patria; el carácter católico de la nación quedó unido a la soberanía del pueblo y no ya a la del rey. En la segunda mitad del siglo, el significado de ser católico pasó de una condición general fundadora de lo nacional, a una individual, para algunos bajo asedio, amparada por un pontífice romano de gran fortaleza espiritual pero en situación material y política precaria. La experiencia internacional y nacional de esos años mostró cómo algunos marcos que durante siglos habían sido vistos como de gran solidez podían tornarse frágiles. En ese contexto, como lo ha escrito Jesús Gómez Fregoso, reflexionando sobre el México de aquel tiempo, “Si el Papa se iba a quedar sin sus estados ¿quién se sorprendería de que los obispos mexicanos se quedaran sin propiedades y capitales?”24
El llamado del Syllabus a la cohesión de los fieles por la vía de la censura de los principios liberales no parece haber surtido gran efecto: en las últimas décadas del siglo, en México, al igual que en el mundo occidental, como lo ha mostrado Ceballos Ramírez, hubo distintas maneras de ser católico.25 Esta diversidad forma parte de un universo simbólico en plena transformación e incluye, por cierto, una idea diversa y diversificada de lo que es el liberalismo, desde la condena que se apega al Syllabus hasta la adhesión franca a los principios liberales.
En cuanto a la construcción nacional; también el anatema pontificio apuntó contra la naciente institucionalidad liberal mexicana, e igualmente sin éxito, como lo mostró no solo la confrontación con la República, sino el desencuentro pontificio con el Imperio de Maximiliano, ante quien las propuestas de concordato fracasaron. El desaire del austriaco debe haber sido considerado por lo menos correspondiente al de Napoleón III, de cuya personalidad ya había tenido tiempo el papa de decepcionarse. Para la curia romana, es el fin de la ilusión monárquica: ni los emperadores serán defensores de los intereses materiales de la Iglesia, ni el papa conservará el “legado de San Pedro”.
Finalmente, en cuanto a los mecanismos de salvación y su multiplicación: no solo el principio de la tolerancia religiosa se oficializó en México, sino que cruzaron la frontera en esos años las primeras misiones evangélicas que aprovecharon la rendija abierta por la Constitución de 1857 para hacer de varias regiones del país un territorio de misión protestante.26 Una tarea cuyos resultados pueden leerse en la larga duración.27
A dos décadas de publicado el Syllabus, Félix Sardá y Salvany, hablando del significado de los “principios liberales”, escribiría:
El fondo común de ellos es el racionalismo individual, el racionalismo político y el racionalismo social. Derívanse de ellos la libertad de cultos más o menos restringida, la supremacía del Estado en sus relaciones con la Iglesia; la enseñanza laica o independiente sin ningún lazo con la religión; el matrimonio legalizado y sancionado por la intervención única del Estado: su última palabra, la que todo lo abarca y sintetiza, es la palabra secularización, es decir, la no intervención de la Religión en acto alguno de la vida pública, verdadero ateísmo social, que es la última consecuencia del Liberalismo.28
A su manera, las palabras del integrista catalán también expresan las dificultades de la pretensión de universalidad de la Iglesia católica, que ya el Syllabus evidenciaba en su fiebre anatematizadora.
En 1891, el presbítero e historiador Agustín Rivera, liberal juarista, respondía desde Lagos de Moreno, en México, al panfleto de Sardá y Salvany: “La acepción que algunos partidarios preocupados i ardientes como el Presbítero Salvany les dan a las palabras liberal i liberalismo, son parciales, arbitrarias y sin valor alguno”.29 Más allá de la batalla por el contenido del concepto, lo que movía a Rivera era una preocupación por el impacto político masivo del texto integrista:
Si dicho libro se repartiera únicamente a los liberales, yo no escribiría ni un renglón, por que [sic] los liberales harían de él el uso que hicieron algunos sacerdotes insurgentes de los ejemplares del edicto de la Inquisición por el que excomulgó a Hidalgo […] mas los correligionarios de Salvany han repartido i reparten estos ejemplares entre el vulgo (i no te olvides, amadísimo lector, que según el pensamiento de Feyjoo, también hai vulgo de levita y de sombrero alto) como la víspera del San Bartolomé, se repartieron puñales al pueblo.30
Poblado de tribulaciones políticas, el pensamiento de Rivera pone en evidencia fisuras del campo católico propias de un mundo sacudido en profundidad. La crisis que se aprecia desde las tres perspectivas temporales y los cambios en la experiencia de ser católico permiten hablar del fin de una era. En modo alguno se trata de un fin abrupto: apostando a la salvación y apelando al no tiempo de la eternidad, dos años antes de publicar el Syllabus, Pío IX había tenido en cuenta a los mexicanos al incluir a Felipe de Jesús en el paquete de canonización de los “mártires del Japón”, un movimiento cuyo impacto todavía hoy puede encontrarse en el ámbito devocional. Sobre esa crisis se perfilan, desde el interior mismo del catolicismo, que se rediseña desde sus propias mutaciones, otras formas posibles de relación con el mundo moderno que tenderán a dejar de lado el anatema.