Cuando el ejército francés entra en la ciudad de México el 10 de junio de 1863, la ley de imprenta vigente en la República no es la muy liberal Ley Zarco del 2 de febrero de 1861, derivada de la Constitución de 1857, sino la segundaLey Lafragua, reglamento restrictivo decretado el 28 de diciembre de 1855 y revivido -“en lo que no se oponga a las leyes de reforma”- por el decreto del 7 de junio de 1861. Este último, firmado por el presidente Juárez y aprobado por el Congreso de la Unión en reacción al asesinato de Melchor Ocampo y al saqueo por la multitud del periódico conservador El Pájaro Verde, extiende las facultades del poder Ejecutivo y suspende algunas garantías constitucionales, entre ellas el artículo 7º de la Constitución, que había restablecido el juicio por jurados en los delitos de imprenta. Dicho decreto, con vigencia de seis meses, es prorrogado en diciembre del mismo año, en mayo y octubre de 1862, hasta que en mayo de 1863 se condiciona su abrogación a la próxima reunión del Congreso en sesiones ordinarias “o antes si termina la guerra con Francia”. De tal manera que la emblemática Ley Zarco, vigente en 1861 solamente durante cuatro meses, no entrará realmente en vigor sino hasta el 11 de enero de 1868.1 La severa Ley Lafragua de 1855, que suprime el juicio por jurados y presenta una larga lista de “abusos de la libertad de imprenta”, ocupa entonces un lugar central, tanto en la República de Benito Juárez, como en el Segundo Imperio, que aplica esta misma legislación, ligeramente enmendada y a la que se adiciona un sistema de “advertencias” administrativas dirigidas a los periódicos. Esta similitud reglamentaria bajo los dos regímenes antagónicos que coexisten entre 1863 y 1867 constituye un dato significativo raramente referido y analizado en los estudios históricos que tratan del periodo imperial.
De hecho, en muchos estudios sorprende la casi ausencia de referencias precisas a la legislación en materia de prensa durante la Intervención, la Regencia y el Imperio. El decreto del general Forey del 15 de junio de 1863 y la ley imperial decretada el 10 de abril de 1865 son con frecuencia desconocidos.2 De manera recurrente, la evocación de la regulación de la prensa se reduce al multicitado artículo 76 del Estatuto Provisional del Imperio Mexicano, publicado el mismo 10 de abril de 1865 y que postula: “A nadie puede molestarse por sus opiniones ni impedírsele que las manifieste por la prensa, sujetándose a las leyes que reglamentan el ejercicio de este derecho”.3 Una vez citada esta declaración solemne, raramente falta la denuncia de su evidente violación, dando por sentado -de manera ingenua- que los principios sagrados emitidos en los textos orgánicos o constitucionales son estricta y mecánicamente respetados en las leyes secundarias o en las prácticas. Por otra parte, es de subrayar que la antigua y monumental colección de textos legales mexicanos de Dublán y Lozano, fuente tradicional de los historiadores, no refiere ni leyes ni reglamentos imperiales, por considerarlos extranjeros e ilegítimos.4 Sin embargo, para la década de 1860, es muy difícil ignorar las reglamentaciones, pues en el afán de asentar y de institucionalizar prontamente su potestad, las autoridades de la Regencia y del Imperio fomentan desde 1863 las publicaciones legales y oficiales, periódicos, cuadernos y recopilaciones autorizadas, principales fuentes del presente estudio.5
Aclarar la legislación y establecer las realidades de las vigencias normativas durante el periodo 1863-1867 constituyen el principal objeto de este ensayo, cuya ambición se limita a la reconstrucción de los orígenes, las originalidades y la evolución de las leyes de imprenta (véase el Cuadro 1 en el Anexo).6 Al enfocarse en las realidades legales, suerte de “verdad de papel”, solo se evocarán unos efectos de la legislación, sin rendir cuenta de sus aplicaciones reales ni de las prácticas jurídicas y sociales.7 De todo ello, con excepción de la Ley Zarco, aplicada tardíamente por la propia república juarista, resalta que la legislación imperial constituye una continuidad y no una ruptura.
A mediados de siglo: una libertad bajo control
Las vicisitudes de la Ley Zarco, varias veces suspendida y finalmente neutralizada a partir de 1883 con la reforma del artículo 7º de la Constitución de 1857, así como la permanencia de la segunda Ley Lafragua de 1855, provisional y varias veces reanimada de manera extraordinaria, dicen cuánto es volátil y cambiante la reglamentación de la libertad de prensa durante el siglo XIX. Se puede apuntar, como lo señalan los historiadores y lo denuncian en su tiempo numerosos periodistas, que, si bien dicha libertad es constantemente afirmada como garantía constitucional, los reglamentos son a menudo circunstanciales y obedecen a lógicas extraordinarias, determinadas por el carácter partidario de la vida política, los continuos pronunciamientos, el espectro de la guerra civil y la inseguridad del gobierno. En todo caso, bajo cualquier forma de gobierno y sin importar los grupos políticos, liberales o conservadores, republicanos o monárquicos, la clase política es globalmente favorable a la libertad de imprenta pero, una vez en el poder, invariablemente busca limitarla y controlar su ejercicio por medio de leyes secundarias, decretos y circulares, o mediante las facultades extraordinarias otorgadas al poder Ejecutivo. Desde 1821, la legislación conoce así recurrentes suspensiones e incesantes vaivenes, avances y retrocesos, ciertamente consecuentes de la conocida inestabilidad política y de la precaria consolidación institucional. Sobre todo, estas oscilaciones reflejan una determinante cultura política, es decir, no solo el ejercicio autoritario del poder, sino también las concepciones periodísticas de las élites gobernantes que prioritariamente otorgan a la prensa una función social de “ilustración”, de formación y de control de la opinión pública o del “espíritu público”, de foro o plataforma doctrinal y partidista, concepciones que se imponen sobre la libertad de imprenta como derecho meramente individual.8 En otras palabras, si la libertad es considerada uno de los derechos del hombre, la libertad de imprenta queda subordinada a una suerte de responsabilidad social, lo que conlleva el intervencionismo estatal en la materia. De modo que la legislación mexicana no concibe la libertad de prensa sin restricciones impuestas por el Estado.9
En esta perspectiva, las leyes de imprenta manifiestan persistentes prohibiciones, como es, en primer lugar y hasta la Ley Zarco, la de atacar la religión católica, considerada el principal -incluso el único- vector de cohesión nacional. En relación con lo anterior, la prohibición de publicar escritos contrarios a la “moral” o a las “buenas costumbres” perdura a lo largo de todo el siglo XIX. A estas restricciones se suman las que buscan controlar la vida política, como son la prohibición de atacar “la forma de gobierno”, la ley y las autoridades “legítimas” o “constituidas”, publicar “noticias falsas o alarmantes” y perturbar la “tranquilidad pública” o el “orden público”. Desde 1810, los impresos que no respetan estos lineamientos y en consecuencia “abusan” de la libertad de prensa, reciben -con pocas variaciones en la terminología- las calificaciones jurídicas de “subversivos”, “sediciosos”, “incitadores a la desobediencia” (desde 1821), “obscenos” o “contrarios a las buenas costumbres”. Estas infracciones reflejan un aspecto crucial de la legislación mexicana, es decir, el concepto de “abuso de la libertad de imprenta”, considerado un delito debidamente fiscalizado y diversamente castigado según la coyuntura y las interpretaciones de los individuos encargados de impartir justicia. Se puede considerar que la noción de “abuso” convierte a la libertad de prensa no en un derecho, sino en una tolerancia. Por lo menos, distintos legisladores decimonónicos denunciaron en su tiempo cierta ambigüedad en la afirmación de un principio fundamental, orgánico, indisociable de la de su abuso.10 Este concepto es un leitmotiv omnipresente en las legislaciones mexicanas, desde sus orígenes con la ley española de 1810 hasta 1868, a excepción de la Ley Zarco, que rechaza esta terminología y solo reconoce como “límites” -no “abusos”- a la libertad de imprenta las “faltas” a la “vida privada”, a “la moral” y al “orden público”, calificaciones todavía vagas y restrictivas, si bien en este caso las limitaciones son las menos drásticas y numerosas del siglo.
Tanto las concepciones restrictivas de la libertad como la inestabilidad legal determinan la cultura periodística, la cual se caracteriza por una larga y difícil conquista de la libertad de prensa.11 Asimismo, generan prácticas no menos perennes, como son, por ejemplo, la autocensura, el anonimato de los autores y el recurso de “firmones”, la sátira y la caricatura política periodística -que precisamente se encuentra en plena expansión en la década de 1860-, el contenido político -en tiempos de aguda censura o de confusa libertad- de revistas llamadas “literarias”, o la tradicional y duradera subvención financiera por parte del poder político a una prensa oficialista u oficiosa. Los legisladores mismos no dejan de denunciar los artificios periodísticos para evadir la ley y multiplican los recordatorios, órdenes y circulares, que precisan, reafirman o radicalizan la normatividad. En ésta, sobresale desde los orígenes una permanente controversia en torno a la difamación, a la reputación o al “honor” de los ciudadanos y finalmente a la “vida privada”, cuestiones asociadas con la calificación de “libelos infamatorios”, siempre delicadas porque pueden acallar las críticas a los funcionarios públicos y al gobierno, y cuestiones relacionadas con la intervención de jurados en delitos de imprenta, reputados independientes, menos severos o controlables que los jueces pero también más atentos a la opinión o “conciencia” pública que a la ley. Más allá de un artificio político, las persistentes inquietudes en estas materias remiten a la cultura pública, es decir, a las tensiones entre público y privado, en un periodo de embrollo jurídico a la vez que de inexorable expansión y politización de la esfera pública.12 Asimismo, devienen ejes conductores para la clase política en su voluntad de institucionalización y de organización, en particular desde las Bases Orgánicas de 1843, que arraigan en la codificación la protección de la “vida privada”. De tal manera que, en el afán de moralizar la prensa periódica, se establece una indisociable relación entre el respeto a la vida privada y la no intervención de jurados en esta materia, relación que conduce gradualmente a la supresión de estos últimos, no sin constituir una manzana de la discordia entre los distintos grupos de poder, incluso entre los propios liberales. En este marco, la compleja secuencia que corresponde a la primera Ley Lafragua de 1846, la Ley Otero de 1848, la Ley Lares de 1853 y la segunda Ley Lafragua de 1855, permite observar la potenciación de una legislación prohibitiva y represiva, ciertamente republicana pero también autoritaria, por no decir dictatorial, en todo caso acorde con la tendencia general a la centralización político administrativa.13
Texto de referencia en la república juarista y en el Segundo Imperio, y dictada por el presidente sustituto Ignacio Comonfort al finalizar la Revolución de Ayutla, la Ley Lafragua del 28 de diciembre de 1855 revisa la primera Ley Lafragua de 1846 para enfocarse -precisa una circular del ministro de Gobernación- en dos “principales variaciones”: la prohibición del anonimato y la suspensión del jurado en todos los juicios por delitos de imprenta. Instructiva es entonces la circular que acompaña esta ley, ley provisional y vigente “mientras la nación vuelve a entrar en un orden radical”, pues -dice Lafragua- “aún no llega el día en que se descubra el medio eficaz de evitar los excesos de la prensa, sin atacar de algún modo [la] libertad de escribir”. Verdadero preámbulo, esta circular presenta una clásica visión de la prensa, de su función social y colectiva, así como de su misión civilizadora, a la vez que reafirma la necesaria intervención del estado para mantener la cohesión nacional e impedir la “anarquía”:
El Excmo. Sr. presidente cree que si bien todos los ciudadanos tienen el incuestionable derecho de exponer sus opiniones por medio de la imprenta, es también un deber de los gobiernos impedir que esas publicaciones se conviertan en elementos de desorden; porque la imprenta es la expresión de las ideas, no el alarido de las pasiones. Aquellas deben servir para ilustrar a la sociedad y derramar el germen de la civilización en las clases menos adelantadas; y éstas solo producen el deplorable efecto de excitar sentimientos poco nobles, y de despertar pensamientos anárquicos, porque conmoviendo violentamente el corazón, oscurecen la inteligencia y hacen desoír la voz de la razón, para no escuchar más que el grito siempre desacordado del interés personal, que por desgracia no se conforma frecuentemente con el de la comunidad.14
Claramente dirigida contra los adeptos de la “tiranía” santanista, la nueva ley sigue asociando la prensa periódica al desorden y a las pasiones “poco nobles” que justifican, mediante la supresión del jurado, el control más seguro de los procedimientos judiciales. Por otra parte, la nueva normatividad instituye la publicación obligatoria de la firma del autor -hasta del eventual traductor- de cualquier escrito de menos de 200 páginas, incluso de “los avisos y los párrafos pequeños de los periódicos” (artículo 18). Asimismo, el artículo 19 estipula que “Solo se admitirán escritos firmados por persona que esté en el goce de los derechos de ciudadano, tenga modo honesto de vivir y domicilio conocido”, siempre y cuando la publicación no tenga por objeto la “propia defensa”; y ello, precisa la circular de Lafragua, porque “siendo la libertad de imprenta uno de los derechos del ciudadano, es necesario que el que lo ejerza no esté privado de ellos, y un hombre que no tiene modo honesto de vivir, no puede ser ciudadano en una sociedad verdaderamente republicana”. Estas prevenciones garantizan la persecución de los verdaderos autores de las publicaciones, a la vez que fomentan la autocensura y la moderación de los discursos periodísticos. También circunscriben la autoría y la publicidad a una ciudadanía acomodada y “honorable”, condición relacionada con la ley electoral y las modalidades del sufragio.15 Es de notar que la ley imperial de 1865 conservará estas disposiciones y casi todas las otras.
Como en su modelo de 1846, la lista de los abusos de la libertad de imprenta en la reglamentación de 1855 sigue siendo elocuente, a la vez que “vaga” y confusa, respecto a la interpretación de la ley, a la calificación y a la clase de los delitos (en primero, segundo o tercer grado), que puede duplicar las penas y que ahora se realiza “a discreción del juez”, ya no del jurado. En todo caso, para prevenir otros abusos, esta vez por parte de las autoridades, la nueva normatividad establece la apelación, el juicio verbal y la “facultad de recusar al juez”. Sin embargo, los cambios realizados en 1855, respecto de la primera Ley Lafragua, son más numerosos que los mencionados en la circular del ministro, al presentar la nueva ley adiciones -en los abusos y su calificación- que restringen aún más la acción periodística. Es así como, por ejemplo, el delito de “excitar a la rebelión o a la perturbación de la tranquilidad pública” considera la publicación, no sólo de “máximas o doctrinas” -en todo caso, no especificadas- que van en este sentido, sino también de “noticias falsas y alarmantes”. Asimismo, ya no se consideran como únicas vías para incitar a la desobediencia a la ley y a la autoridad, de manera directa o indirecta con sátiras o invectivas, sino también “protestando contra la ley o los actos de la autoridad”. Por otra parte, en un artículo específico, aparece el nuevo concepto de impresos “irrespetuosos” para calificar “los escritos en que se ataquen los actos oficiales de las autoridades en términos irrespetuosos, o ridiculizando el acto”.16 No cabe duda que la reglamentación busca entonces neutralizar todo tipo de crítica, no solo partidaria sino también ideológica, e imponer la supremacía del gobierno mediante una estricta y respetuosa obediencia.
Es más, a pesar de la Ley Lafragua -que no considera la suspensión de periódicos-, pero basándose en sus criterios, se implementan de nuevo prácticas autoritarias por medio de la intervención gubernativa para suspender unas publicaciones periódicas, sin observancia del procedimiento judicial. Y ello, en un primer paso, en virtud del tercer artículo del Plan de Ayutla, que otorga amplias facultades al presidente interino. En 1856 y 1857, bajo la presidencia de Comonfort, son así suspendidos “por orden superior” varios periódicos, “reaccionarios” o no, entre ellos La Sociedad y El Siglo Diez y Nueve.17 Este ciclo de intolerancia y de inseguridad del gobierno conduce al decreto del 3 al 5 de noviembre de 1857, en vísperas del Plan de Tacubaya, que inaugura la Guerra de Tres Años, decreto que suspende las garantías constitucionales y establece, después de un acuerdo en el consejo de ministros, la prevención siguiente:
La libertad de imprenta se sujetará por ahora a la ley de 28 de Diciembre de 1855 [Ley Lafragua]; mas respecto de escritos que directa o indirectamente afecten la Independencia nacional, las instituciones o el orden público, el gobierno podrá prevenir el fallo judicial imponiendo a los autores o impresores una multa que no pase de mil pesos. En defecto de la multa y de bienes en que hacerla efectiva, se impondrá la pena de prisión solitaria o confinamiento hasta por seis meses. Los gobernadores de los Estados podrán aplicar las mismas penas, pero en el caso de confinamiento darán cuenta al gobierno general para que designe el lugar, quedando entretanto el reo asegurado competentemente.18
Esta providencia arbitraria, elaborada cuando Benito Juárez es -desde el 3 de noviembre de 1857- ministro de Gobernación, constituye la referencia del decreto del 7 de junio de 1861 que suspende las garantías constitucionales y establece -en los mismos términos- la vigencia del reglamento Lafragua. En 1858 son numerosos los periódicos que denuncian la legislación, reclamando en reiteradas ocasiones una ley que “debe ser amplia, y atacar el abuso, no coartar el uso, como hicieron la ley-Lafragua y la adición Juárez”, y que “determine de antemano el castigo, pero sin dejar tal latitud de calificaciones que pueda caber en ellas hasta lo que no sea delito, como sucedió […] con la ley-Lafragua cuando estableció la irrespetuosidad”.19 Durante la Guerra de Reforma, sin embargo, se revive en toda su lógica la muy severa Ley Lares, que introdujo en 1853 las multas de orden gubernativo y un régimen de apercibimientos, entre otras medidas autoritarias. Por su parte, el reglamento de 1855 conocerá una peculiar longevidad, no solo bajo la República juarista y el Segundo Imperio, sino también y todavía después de 1868, al permanecer como ley de sustitución cuando se suspenden las garantías constitucionales.20
Insertada en esta larga secuencia de incierta pacificación del país, de inestabilidad y de arbitrariedades, la reglamentación de la Regencia y del Segundo Imperio obedece a la misma lógica que sus antecesoras. Entre junio de 1863 y abril de 1867 (cuatro años), y principalmente en 1865, las autoridades imperiales emiten por lo menos 26 disposiciones legales y órdenes (entre ellas 11 circulares emitidas por el Ministerio de Gobernación), dinámica comparable con la del periodo enero 1861-abril de 1863 (dos años), bajo la presidencia de Juárez, que cuenta con 11 disposiciones (entre ellas, cuatro circulares). Tanta agitación y atención continua hacia la prensa por parte de las autoridades señalan de paso que el siglo XIX es indiscutiblemente el siglo de la prensa periódica, siglo inaugural de la era mediática. De por sí, en el crecimiento secular exponencial de las fundaciones periodísticas, el paréntesis imperial antecede el máximo auge de las publicaciones periódicas del siglo que corresponde a los años 1867-1883. Durante el periodo 1864-junio de 1867, se fundan en la ciudad de México por lo menos 33 periódicos, de un total de 39 títulos en circulación -número respetable-, entre los que una tercera parte no es imperialista ni conservadora.21 Finalmente, aun cuando la prensa imperialista es la más numerosa y perdurable en la capital, la oposición y la crítica pueden expresarse. Cuando, entre mayo y junio de 1863, varios periódicos liberales -entre ellos, El Siglo Diez y Nueve- dan la espalda a la intervención francesa y se suspenden por decisión propia hasta 1867, otros -como La Orquesta y La Sombra- no dudan, sobre todo a partir de finales de 1864, en dar la batalla en el escenario periodístico capitalino.22 Esta oposición, sin embargo, se expone no solamente al rigor de la Ley Lafragua, sino también al eficiente y temible sistema de apercibimientos, que puede desembocar en la supresión autoritaria de los peridicos previamente “advertidos” por las autoridades gubernativas.
Represión y autocensura: el sistema de advertencias
El régimen de las advertencias o “apercibimientos”, procedimiento administrativo y “corrección gubernativa” independiente de toda intervención judicial, constituye sin duda la más espectacular arma del gobierno imperial contra la prensa. Este sistema represivo y disuasivo, basado en los “abusos” de la libertad de imprenta enlistados en la ley, se articula en tres pasos progresivos: la “primera advertencia” dirigida a un periódico por las autoridades, y en la que se estipula que a futuro se deberá de abstener de incurrir en los mismos errores, implica como única consecuencia correctiva la obligación de publicar in-extenso el texto de la advertencia en su más próximo número, mientras que la segunda advertencia dirigida al mismo periódico produce de manera automática la suspensión por un mes de la hoja incriminada y la tercera su supresión definitiva. Ello concierne, dice la ley de 1865, a los “abusos de la prensa que no afecten exclusivamente la vida privada” y “sin perjuicio del procedimiento judicial”; en otras palabras, la eventual acción de la justicia se puede sumar a la advertencia gubernativa, proceso autónomo.
En vigor hasta la caída del Imperio, el procedimiento autoritario de apercibimientos es establecido desde 1863 y refrendado en la ley de 1865 con unos pocos matices.23 De hecho, el control de la prensa constituye una inquietud inmediata, una clara prioridad de la autoridad militar francesa en los primeros días de su entrada en la capital. El 10 de junio de 1863, la proclama del general Forey recomienda así a los “buenos mexicanos”, “no excitar las pasiones por medio de escritos, libelos, representaciones, folletos, etc., etc., porque esto sería prematuro”. Al día siguiente, el 11 de junio, una orden de Forey prohíbe la publicación de todos los periódicos, con excepción del Diario Oficial, así como “la venta en público o en lo privado de cualquiera clase de impresos”. Y el 12 de junio, el general anuncia el “nuevo” sistema, al advertir en un manifiesto: “La prensa será libre, pero reglamentada según el sistema de ‘advertencias’ establecido en Francia: a la segunda ‘advertencia’ se hará la supresión del periódico”.24 A los tres días, el 15 de junio, el transitorio decreto Forey, que pone término a la suspensión de la prensa periódica y reglamenta su régimen hasta la ley del 10 de abril de 1865, instituye el sistema de apercibimientos. El reglamento de 1863 estipula que las advertencias serán emitidas por el Ministerio de Gobernación, “según el informe del director de la prensa”, es decir, de un organismo específico, llamado Dirección de la Prensa y de la Librería, establecido en julio de 1863 en el Ministerio y al que haremos referencia más adelante. La muy centralizada -y entonces lenta- Dirección de la Prensa emite advertencias hasta abril de 1864, mientras que posteriormente a esta fecha, éstas proceden más bien de los prefectos políticos, agentes directos del poder Ejecutivo en el territorio nacional que deben vigilar la prensa e informar al Ministerio de las contravenciones a la ley, y que pueden “espontáneamente” expedir advertencias.25 Por su parte, la ley de 1865 determina que éstas serán dirigidas por los comisarios imperiales y los prefectos de los departamentos. En todo caso, se pueden observar advertencias pronunciadas “por orden superior”, que emanan directamente del Ministerio o del gabinete del emperador. En estas condiciones de extrema centralización, no es de extrañar que, en las dos normatividades, la única manera de escapar de esta censura remite directamente a la gracia por parte del poder Ejecutivo o “recurso al emperador”, quien puede “levantar” o condonar las advertencias.
Ahora bien, a pesar de lo que afirma el manifiesto de Forey, el sistema de advertencias no constituye una novedad en México. Apareció por primera vez en la ley de imprenta del 25 de abril de 1853, es decir, la Ley Lares, implementada durante la presidencia de Santa Anna, vigente hasta el 18 de septiembre de 1855 y de nuevo entre el 16 de julio de 1858 y el 25 de diciembre de 1860 por el gobierno conservador. Considerada con justa razón como la legislación más represiva del siglo XIX, la Ley Lares se inspiró claramente en la ley francesa del 17 de febrero de 1852, vigente en Francia hasta 1868, ley verdaderamente dictatorial, represiva a la vez que preventiva, y hábilmente votada cuando Luis-Napoleón Bonaparte todavía era presidente de la República, es decir, antes de la restauración del Imperio el 2 de diciembre de 1852. La reglamentación francesa establece entonces que, sin haber sido condenado en un juicio, un periódico se puede suspender por “decisión ministerial”, “después de dos advertencias motivadas y por un espacio de tiempo que no podrá exceder de dos meses”, mientras que la Ley Lares determina que los periódicos, aún no condenados, “podrán suspenderse por el gobierno supremo, por los gobernadores de los Estados y de Distrito y jefes políticos, después de dos advertencias motivadas, y por un espacio de tiempo determinado, y que no podrá exceder de dos meses si la publicación fuese diaria”.26 Ello no constituye, lo veremos, la única similitud entre la legislación elaborada por el ministro de Justicia de Santa Anna, Teodosio Lares, y la francesa. En todo caso, cabe subrayar que solo consideran dos advertencias que desembocan en la suspensión, mientras que las reglamentaciones de la Regencia y del Imperio mexicano agregan una tercera advertencia que implica la supresión automática del periódico.
En su conjunto, este método brinda diversas ventajas para el gobierno. Es ejemplar por la publicación obligatoria -sin comentario- de la primera advertencia en el periódico amonestado. Por otra parte, la prensa en general, en particular el diario capitalino La Sociedad, no duda en reproducir las notificaciones recibidas por sus colegas, ofreciendo así una eficaz publicidad al sistema represivo. De por sí, el mecanismo fomenta implícitamente la autocensura o autorregulación. Este último proceso se sostiene gracias al carácter gradual, ternario, de los apercibimientos, con un primer paso “benevolente” o paternalista, paso correctivo que “invita” a la “autocorrección” y encierra la amenaza de los dos siguientes, más radicales, de suspensión y luego de supresión. Cabe agregar que la suspensión es por supuesto un arma potente pues, por razones financieras o por desaliento, no siempre los periódicos suspendidos por un mes reaparecen al término del plazo. Finalmente, este sistema de penas gubernativas, autoritario y unívoco, ajeno a los lentos procedimientos judiciales que permiten la defensa y favorecen el debate, es eficiente por sus efectos inmediatos. Este carácter expeditivo de las advertencias se encuentra claramente expuesto en la circular dirigida a los prefectos del 18 de abril de 1865 que, entre otras prioridades de la ley de imprenta, subraya:
La ley, en cuanto ha sido posible, ha previsto los males y ha procurado establecer para ellos el remedio; pero como son incalculables los recursos de que puede valerse un espíritu mal intencionado, ha sido preciso dejar expedito un árbitro que corrija sin demora los desmanes, cuando fuere peligroso esperar para castigarlos la conclusión de los tardíos procedimientos de un juicio; por eso queda vivo el sistema de advertencias, cuyos efectos pueden alcanzar hasta la supresión de los impresos que por sus doctrinas o por el modo de exponerlas, lograran hacer ilusorios los mandamientos de la ley. Al depositar el Gobierno en manos de sus agentes esa arma poderosa, ha previsto que al usar de ella puede alguna vez dar el impulso un sentimiento apasionado; por lo mismo, y para que al abuso pueda seguir desde luego el correctivo, en los casos de apercibimientos queda establecido un recurso al Emperador.27
Por todas estas razones, esta misma circular, que busca aclarar la ley de imprenta y todo aquello que no puede ser discutido por la prensa, exige de los funcionarios su “empeñoso celo” y su “asiduidad”, y advierte que “la indolencia en materia de tanta gravedad los constituirá responsables”.
Tanto para garantizar la aplicación de la ley, como para evitar las interpretaciones erróneas o excesivas de sus agentes, el gobierno multiplica las circulares a los prefectos, en las que el ministro de Gobernación explica la reglamentación de la libertad de imprenta, aclara los “abusos” y su calificación, a la vez que distribuye las consignas en la materia. Por ejemplo, el 23 de abril de 1865, una circular insertada en el periódico oficial reitera la obligación que tienen los periódicos de publicar las advertencias recibidas sin comentario alguno y hace especial énfasis en el estricto cumplimiento de los procedimientos administrativos.28 Otra circular, con fecha 20 de junio de 1865, presenta “instrucciones” del ministro y a veces es citada como referencia en las advertencias emitidas por los prefectos. Esta última desglosa largamente cada una de las calificaciones de los abusos especificados en la ley, con el fin de uniformizar “la acción administrativa”, y porque -precisa la circular- “las prevenciones […]están concebidas […] en términos genéricos”, y “dejan un campo más o menos limitado al prudente arbitrio de la autoridad con la mira de que pueda adecuar sus determinaciones a las circunstancias”.29 Pues tanto las calificaciones como las “circunstancias” dejan en efecto mucha latitud a los prefectos para interpretar los delitos de imprenta y amonestar los periódicos. Por tanto, las múltiples instrucciones del gobierno que reiteran la exigencia de rigor ante los delitos de prensa, también encomiendan una estricta observancia de los “mandamientos” legales que garantice “un modelo de administración ordenada, por el que deben normarse los actos prefectorales”.30
Sin embargo, las advertencias no siempre son claras o justificadas en sus fundamentos, a menudo son lacónicas. Se puede así observar una cierta opacidad, en particular antes de la ley de 1865, en unos apercibimientos no argumentados realmente por los prefectos; arbitrariedad que genera polémicas y protestas de distintos periódicos, entre ellos los diarios franceses imperialistas L’Estafette y L’Ere Nouvelle. En enero de 1865, por ejemplo, La Cuchara y El Espíritu Público son suspendidos, por segunda advertencia de la Prefectura Política del Departamento del Valle de México, so pretexto de que uno de sus artículos había sido visto “con desagrado” por el soberano, sin más justificación. A los pocos días, el diario monárquico La Razón de México reproduce un artículo traducido de L’Estafette, que denuncia la fórmula empleada por el prefecto: “‘S. M. el Emperador ha visto con sumo desagrado’ tal o cual artículo”:
Esa frase tiene visos de declarar que vivimos aquí bajo el régimen del capricho o de la voluntad […]. Tal innovación, ni se ajusta, en nuestro concepto, a la verdad, ni a las tradiciones del derecho administrativo, ni es muy halagüeña para el periodismo. […] Porque, después de todo, un apercibimiento importa un juicio y un castigo, y nunca será excesiva la precaución para abstenerse de dar tendencias arbitrarias a actos de este género.31
El 5 de febrero de 1865, se condona la segunda advertencia a El Espíritu Público, mas no así la primera advertencia que le fue dirigida unos días antes “por disposición suprema”, sin precisar, más allá del título del artículo reprobado, en qué consistía la falta del periódico. En enero, por otra parte, reciben apercibimientos, emitidos “por orden superior”, La Monarquía, por unos artículos “en los que se vierten relatos inexactos y falsas apreciaciones, excitándose en ellos la división y la discordia”, La Tos de mi Mamá, por un artículo “en el que se vierten expresiones insultantes a las cortes marciales”, y El Cronista de México, advertido por un artículo cuya infracción no es calificada por el prefecto. Ante estas imprecisiones, el diario católico El Pájaro Verde, apercibido cuatro veces entre septiembre de 1863 y diciembre de 1864, reproduce un artículo de L’Ere Nouvelle que apunta: “Puédese decir que ni uno solo de los apercibimientos dirigidos a la prensa en estos últimos meses ha sido legalmente motivado ni redactado en la forma que la ley exige”, y añade que “ésta ganaría en que fuesen todos anulados para aplicarla de un modo más regular en lo sucesivo”.32 En el debate periodístico que se abre entonces en torno de la futura ley imperial de imprenta, El Buscapié, entre la perspectiva de la “resurrección” de la Ley Lares y una nueva ley, dice preferir esta última opción pero con un “sistema de moniciones, bien determinado”, en el “que quien califique el artículo que ha infringido la ley, sea una persona imparcial, que al juzgar se desprenda del espíritu de partido”.33 Aun cuando el tenor de los apercibimientos mejora respecto a las referencias a los textos legales, las notificaciones prefectorales siguen concibiéndose como comunicados que expresan calificaciones indiscutibles, en las que la argumentación es casi siempre innecesaria. De igual modo, las publicaciones a veces reciben advertencias consecutivas en un muy corto plazo, en una fuerte presión gubernativa para una rápida “autocorrección” o un casi inmediato cierre de periódicos con toda evidencia no tolerados.34 Ahora bien, en el conjunto se observa esta mezcolanza de tolerancia y de rigor mencionada más arriba, así como posturas a veces ilógicas pero también dependientes de las circunstancias políticas y militares.
Elocuentes y a la vez singulares son en la materia las aventuras del emblemático bisemanario La Orquesta, cuya segunda época, iniciada el 3 de diciembre de 1864, cesa el 16 de julio de 1866 en virtud de un cierre administrativo. De por sí, sus tormentos comienzan en abril de 1865, pocos días antes de la publicación de la nueva ley de imprenta, cuando el periódico satírico comparece ante el Consejo de Guerra francés, que condena a su redactor a prisión y al pago de una fuerte multa, suceso que traeremos a colación más adelante. En julio del mismo año, una primera advertencia censura un artículo que favorece el triunfo de las leyes de Reforma, que -dice la amonestación- “tiende directamente a promover y formular [fomentar] la desunión entre los mexicanos”. Unos meses después, en octubre, se emite otra advertencia -que no conlleva la suspensión- como consecuencia de una sentencia judicial contra el periódico, conforme -escribe el prefecto- al artículo 22 de la ley. De hecho, se trata aquí de un error de interpretación de la ley de imprenta, cuyo artículo 22 estipula: “La condenación judicial producirá los mismos efectos que las advertencias para la suspensión y supresión del periódico”; es decir, la condena no produce advertencia sino, más bien, la suspensión después de una segunda condena y la supresión después de una tercera. En todo caso, la siguiente amonestación a La Orquesta, en abril de 1866, se enuncia como “primera advertencia”. Esta última se debe a una caricatura en que se ridiculizan a miembros del gobierno, caricatura calificada de “provocación que tiende a trastornar la confianza pública en desprestigio de las autoridades”. Al anunciar el final de una cierta indulgencia, el largo apercibimiento a los redactores deja ver reproches acumulados pero curiosamente frustrados, a la vez que expresa inusitadas explicaciones:
[…] a pesar de que en varios de los artículos que han publicado, no se ha tenido presente la prohibición que con tanta justicia hace la ley para que no se ataque la vida privada, se enardezcan las pasiones o se trastorne la confianza pública, la autoridad ha tolerado varias veces estas faltas, con que ya por medio de la redacción, ya por medio de las caricaturas, se han violado los derechos sagrados del respeto público. En ninguna legislación se permite ofender a los particulares o al gobierno con el abuso de la prensa, porque esto sería poner el buen nombre de las familias, el orden y la tranquilidad pública, a disposición de cualquier individuo que quisiese escribir en un periódico.35
En este año de 1866, sinónimo de crisis, La Orquesta sufre de nuevo el rigor de la ley; en un primer paso, so pretexto de proteger de la vida privada, y pronto con dos últimas advertencias: en mayo, por “atacar al buen nombre y la respetabilidad de los ciudadanos” y ridiculizar a personas “con alusiones ofensivas que tienden a exacerbar los odios de partido, oponiéndose al espíritu conciliador del gobierno”, y, en julio, por publicar “noticias falsas y alarmantes”.36 Aun cuando este periódico audaz y provocador es finalmente suprimido, su longevidad no deja de sorprender.
Sin embargo, lo vislumbramos, los periódicos liberales y republicanos no son el único blanco de la censura imperial. Entre los diarios más sancionados, conviene añadir a La Orquesta, amonestado cinco veces, los periódicos imperialistas francesas L’Ere Nouvelle (cinco) y L’Estafette (cuatro), y los conservadores El Pájaro Verde (cuatro) y La Sociedad (cuatro), todos suspendidos por lo menos en una ocasión. Fuera de la ciudad de México, sobresalen los diarios liberales veracruzanos La Revista (cuatro) y El Cornetín (cuatro) -este último con caricaturas-, así como La Idea Liberal (cinco) de Puebla. De hecho, localicé en La Sociedad y La Razón de México la publicación de por lo menos 104 advertencias dirigidas a la prensa entre septiembre de 1863 y mayo de 1867; cifras mínimas que, sin embargo, aportan datos significativos.37 Así es como el año de 1866 concentra más de la mitad (57) de los apercibimientos, que dan lugar a 21 suspensiones por un mes (de un total de 38) y a 12 supresiones de periódicos, por tercera y última advertencia (de un total de 14).38 Asimismo, se puede observar el claro crescendo de las amonestaciones entre 1864 y 1866 (véase el Cuadro 2 en el Anexo). Con toda evidencia, en 1866 hay un aumento en la censura, en un periodo cuando se negocia y finalmente se realiza el retiro de las tropas francesas del país, preludio de la debacle final. En otras palabras, de nuevo la inseguridad del estado y la exacerbación de las “circunstancias extraordinarias” engendran un arrebato de rigor que va de la mano -lo veremos- con la multiplicación de nuevas medidas opresoras, peripecia tradicional de la libertad de prensa en el país.
Imposible libertad de prensa
Los fundamentos de la legislación imperial en materia de imprenta encuentran su justificación en la clásica función social atribuida a la prensa y, en consecuencia, en su necesario control. De modo que el reglamento “transitorio” del 15 de junio de 1863, normatividad inaugural elaborada por el embajador francés Alfonso Dubois de Saligny, constituye en su esencia una continuidad. El preámbulo del decreto Forey estipula así que “la prensa puede ocuparse de los intereses generales del país”, pero siempre “permaneciendo en los límites de una discusión decente, bajo el sello de la moderación, y sin atacar jamás lo concerniente a la religión, a los hombres públicos, en lo personal, a la vida privada de los ciudadanos”. Sobre todo, aun cuando asevera que la “intención [del general Forey] es de [sic] aplicar a la prensa de México el régimen establecido en Francia”, el texto de Saligny presenta un verdadero florilegio de las lógicas gubernativas mexicanas. La justificación del embajador francés asevera entonces que la prensa “en los Estados bien organizados, es un medio poderoso para inculcar en las masas las ideas de orden y de sana política”, y que la “misión importante y sagrada” de los periodistas consiste en propagar “las buenas ideas entre las masas, haciendo la guerra a las utopías que las corrompen”, siempre “segundando los poderes constituidos y aconsejándolos frecuentemente, sin separarse jamás del respeto que les es debido”. Por tanto, para impedir que se ponga “al servicio de las malas pasiones para agitar al país” y “dividir a los buenos mexicanos”, se requiere “trazar a la prensa una línea de conducta”, porque “la libertad no es el libertinaje”, “principio que la salvaguarda de todos los intereses”.39
Para 1865, en ausencia de preámbulo a la ley de imprenta del 10 de abril, la política del gobierno en la materia se encuentra justificada en la circular del 18 de abril, dirigida a los prefectos políticos por el ministro de Gobernación, José María Cortés y Esparza, quien firmó la ley de imprenta. Además de aclarar los principales procedimientos legales, en particular el expeditivo sistema de advertencias, el ministro invita a los funcionarios a la más estricta vigilancia y concluye:
El Emperador, por su carácter progresista y por su ilustración al nivel de los adelantos de la época, habría querido dar a la prensa el amplio ensanche que merece su elevada misión; pero cuando todavía se sienten las oscilaciones de pasados sacudimientos, la prudencia aconseja y la conveniencia exige que se dejen en pie ciertas restricciones que un tiempo más feliz haga en lo de adelante innecesarias.40
No obstante las precauciones retóricas, sobra recalcar que la legislación imperial, de ninguna manera progresista o liberal, conocerá una dinámica inversa a la mencionada por el ministro de Maximiliano.
En junio de 1863, el muy conciso y abrupto reglamento Forey ofrece una síntesis de la estrategia represiva inicial en solo 13 artículos, cuya jerarquía revela las prioridades. Por orden de aparición, estas son la instauración de la autorización previa del gobierno para establecer un periódico, la obligación de contar con un editor responsable “aceptado por la administración” y, para los autores, de firmar “los artículos de fondo”, la prohibición de “toda controversia sobre las leyes y las instituciones”, de “comprometer los intereses sagrados” de la religión y de “menoscabar la consideración y el honor del clero”, así como de “ocuparse de las personas de los representantes de la autoridad”. A estas condiciones restrictivas se añaden la inserción obligatoria y “gratis” en los periódicos de los “comunicados” que les son enviados por “la administración encargada de la vigilancia de la prensa”, así como la institución de un derecho de réplica, igualmente “gratis”, para las personas involucradas en una discusión periodística. En seguida, se precisan los procedimientos correctivos que privilegian el sistema de advertencias, pero también, de manera más general, se agrega que “los crímenes o delitos, calificados así, por las leyes del país, y cometidos por vía de la prensa, sea contra la cosa pública, o contra las personas o los intereses privados, se perseguirán y juzgarán conforme a la legislación en vigor”, es decir, la segunda Ley Lafragua de 1855. Por último, un artículo deja “las cuestiones relativas a la fianza y al timbre” a “la decisión ulterior del poder ejecutivo”.
Conviene reiterar que estas prevenciones no se inspiran exclusivamente en la reglamentación vigente en Francia. Más bien, casi todas tienen antecedentes en la legislación mexicana, en particular en la Ley Lares de 1853 y la Ley Lafragua de 1855. De modo que solo dos de ellas son inéditas en México, es decir, la obligación de insertar los comunicados oficiales y el derecho de réplica; novedades a las que se puede agregar la alusión al derecho del timbre. De hecho, esta famosa e impopular censura fiscal, aplicada en Francia a la prensa periódica, no existe ni existirá bajo esta forma en México.41 En cambio, en la Ley Lares se encuentra reproducido el sistema de fianza, otra herramienta fundamental francesa de control económico de la prensa y que igualmente el decreto Forey deja pendiente.42 Finalmente, la ley imperial de 1865 solo evocará el timbre sin aplicarlo a los periódicos, descartará explícitamente la fianza y no refrendará la autorización previa.
El régimen de la “autorización” o licencia previa a la publicación constituye, además del sistema de advertencias, una de las disposiciones más autoritarias y coercitivas del decreto Forey. Cabe recordar que, en México, esta tradicional censura directa del Antiguo Régimen es formalmente abolida desde la Independencia. Sin embargo, la resurrección de la censura previa no se debe a la intervención francesa, sino, una vez más, a la Ley Lares, que exige entonces, previamente a la publicación “de cualquier impreso”, la entrega de un ejemplar “al gobierno o primera autoridad política” y de otro “a los promotores fiscales”; ejemplares debidamente firmados por el autor o editor, y por el impresor. Por su parte, el decreto Forey es menos restrictivo, pues afecta exclusivamente al periódico que trata “de materias políticas, civiles, comerciales, científicas y literarias”, e impone un único trámite previo a su establecimiento; disposición más cercana a la ley francesa, cuyo primer artículo se expresa casi en los mismos términos.43 De tal manera que, en los meses posteriores al decreto Forey, todas las empresas periodísticas, tanto las nuevas fundaciones como las que circulaban antes del mes de junio de 1863 (cinco diarios), solicitan la autorización del gobierno.
Ahora bien, en julio de 1863, un nuevo decreto, que establece la Dirección de la Prensa y de la Librería del Ministerio de Gobernación -directamente inspirada por el modelo centralista francés-, estipula que los editores de los periódicos capitalinos deben remitirle “un ejemplar de cada número al momento de ponerlo en circulación”. Asimismo, especifica que “los dueños de librerías, editores, vendedores de libros, folletos, grabados, estampas, estatuas, etc., no podrán poner estos objetos en venta, sino después de haber obtenido la autorización respectiva”.44 Sin duda, las atribuciones del director de la Prensa, entre las que se encuentran la vigilancia de la prensa en el territorio y la emisión de advertencias, rebasan todavía la capacidad administrativa del nuevo régimen, pues varias circulares dirigidas a los prefectos, entre diciembre de 1863 y abril de 1864, señalan que la reunión y el envío a la capital de los periódicos, impresos de todo género y obras artísticas, no son realmente sistematizados en los departamentos. De hecho, a partir de la primavera de 1864, es decir, a finales de la Regencia, la Dirección de la Prensa se encarga más bien de elaborar, desde el gabinete del emperador, notas periodísticas favorables al régimen, para insertarlas en la prensa europea y estadounidense, debidamente retribuida por este servicio. En todo caso, la “censura previa” es suprimida por “suprema disposición” del 7 de agosto de 1864, firmada por el general Bazaine, que declara “conveniente ampliar la acción de la prensa”, no sin insistir en los límites de la libertad y en la represión de todo impreso fomentando la discordia y “el espíritu de partido”.45 La represión descansa entonces en el sistema de advertencias y en las disposiciones de la Ley Lafragua.
Al desaparecer la censura previa, se abre una era de prosperidad periodística. De modo que entre agosto de 1864 y marzo de1865, es decir, en ocho meses, se fundan o reaparecen por lo menos 22 periódicos (56% del conjunto), entre ellos, La Orquesta y La Sombra. Sin embargo, la regulación de la prensa, todavía no institucionalizada, sigue siendo provisional y estando anclada en un régimen de excepción. Existen así conflictos de jurisdicción entre la administración civil y las autoridades militares francesas, en particular acerca de las temibles cortes marciales, establecidas por Forey en junio de 1863 para ajusticiar a militares y civiles mexicanos. Por su parte, el gobierno de la Regencia decide, en noviembre de 1863, derogar las leyes de conspiradores anteriores, y ello, precisa el decreto, “con el solo objeto de quitar todo pretexto contrario a la pronta y sincera reconciliación de todos los mexicanos, primer objeto y deseo de la Regencia”.46 Este deseo, empero, es de corta duración, pues el 18 de noviembre el general Bazaine, sucesor de Forey desde octubre, expide una “Ordenanza” equivalente a las leyes de conspiradores mexicanas que, durante el estado de guerra, somete a los consejos de guerra las personas que propagan “noticias falsas ofensivas a la autoridad y a la paz pública”.47 En este marco legal, los días 3 y 4 de abril de 1865, son presentados ante el consejo de guerra siete editores y redactores de la “prensa chica” (satírica) que denunció a las cortes marciales. En el proceso, los abogados de los periodistas invocan el decreto Forey del 15 de junio de 1863, que “hace justiciables de los tribunales del país a los autores de crímenes o delitos de imprenta”. Pese a esta defensa, los redactores de El Buscapié, La Sombra, La Orquesta, La Cuchara y Los Espejuelos del Diablo son severamente condenados, sin que se interrumpa la publicación de los periódicos incriminados.48 Este procedimiento extraordinario, ruidosamente comentado en la prensa, surge justo cuando se está a la espera de la publicación de una nueva ley de imprenta, como lo anota, no sin perplejidad, La Sombra:
Las medidas tomadas no hace mucho contra los periodistas pequeños, indican bastante claramente las tendencias de la ley que está a punto de publicarse. […]; cualquiera que sea, siempre que fije de una manera clara y terminante los límites en los cuales debe detenerse el escritor público, siempre que las garantías que ofrezca se cumplan, y que los medios represivos que señale para las infracciones, por severos que ellos sean, queden siempre unos, y ninguna autoridad pueda agravarlos bajo ningún pretexto, la ley será lo que deben ser todas las leyes, la salvaguardia de la sociedad en general, y de los individuos en particular.49
Precisamente, unos días después, la proclama de la ley de imprenta imperial va de la mano con un paquete de decretos que establecen la anhelada institucionalización del nuevo régimen.
Así es como el 10 de abril de 1865, aniversario de la aceptación del trono por Maximiliano y de la firma de los Tratados de Miramar, la publicación de la ley de imprenta coincide con la de numerosos decretos, que señalan de paso que la regulación de la libertad de prensa es indisociable de la constitución del estado. Entre estos textos fundacionales, se encuentra el Estatuto Provisional del Imperio Mexicano, documento administrativo que, mediante 81 artículos, estructura el estado, en particular centralizado, reorganiza el territorio, define la ciudadanía y las garantías individuales, entre éstas la libertad de opinión y de prensa, derecho sujeto a las leyes que la reglamentan. Otro decreto, que organiza los ministerios y define sus atribuciones, coloca bajo la autoridad del de Gobernación, además de las prefecturas, subprefecturas y municipalidades, “la dirección y vigilancia de la imprenta”. Citamos, por último, el decreto firmado por Maximiliano este mismo 10 de abril, que declara “hacer gracia a los condenados y los procesados por delitos de imprenta en el territorio del Imperio, relevándolos de toda pena”.50 En consecuencia, los periodistas sentenciados unos días antes por el consejo de guerra son liberados el 11 de abril. La amnistía intenta entonces apaciguar las tensiones en la materia y afianzar la convivencia del régimen con una prensa periódica previamente avisada sobre las consecuencias de su eventual indisciplina. De por sí, la “nueva” legislación imperial persiste en articular los dos mismos ejes, con la permanencia del sistema de advertencias gubernativas y la sutil adaptación de la represiva Ley Lafragua de 1855.
Al comparar los 53 artículos del reglamento de 1865 con los 48 de la Ley Lafragua, se observa que 34 disposiciones son rigurosamente idénticas -palabra por palabra-, 11 ligeramente enmendadas -a menudo para adecuar la terminología a la forma monárquica del régimen y a sus figuras administrativas- y 7 totalmente nuevas. Estas últimas son, además de las relacionadas con el sistema de advertencias (artículos 18-21), la suspensión o la supresión de un periódico después de dos o tres condenas judiciales (artículo 22), la obligación de publicar la réplica del “ofendido” en caso de “ataque a persona privada” (artículo 52) y la de contar con el “permiso de la autoridad local” para vender por las calles cualquier periódico o folleto (artículo 53). Con excepción del derecho de réplica, todas estas novedades tienen antecedentes en la Ley Lares, pero ésta es más rica que la legislación imperial en disposiciones que conllevan -en particular por iniciativa gubernativa- la suspensión o la supresión de los periódicos, y ello, ciertamente porque la normatividad de 1853 es más allegada a la francesa que la de 1865.51 En la nueva reglamentación, es preciso apuntar que domina el modelo de 1855 por lo que concierne al listado de los abusos de la libertad de imprenta y de sus calificaciones, no exentos de confusiones en ambas normatividades e igualmente centrados en el control y la lealtad de la prensa respecto de las instituciones y las autoridades.
Entre las sutilezas y los ajustes, se nota un desliz en la jerarquía de los delitos, que coloca en un primer plano el ataque a la forma de gobierno -a la que se agrega “la persona del Soberano”-, delito “subversivo”, y que relega casi al final de la enumeración, es decir, a un plano subalterno, el ataque “a la religión del Estado”. Además, cabe subrayar que, en este último caso, el delito se califica de “inmoral”, ya no de “subversivo”, y que, en consecuencia y de la misma manera que en los delitos de “irrespetuosidad”, la infracción solo produce una multa. Citemos también, en las adiciones, la prohibición de hacer figurar en las “estampas obscenas” y en las caricaturas “las personas de la dinastía reinante”, “los representantes de las naciones amigas” y “los funcionarios del Estado”, delito “irrespetuoso”. Por último, entre los delitos calificados de “incitadores a la desobediencia”, aparece la incitación “a la desunión”, misma que constituirá la justificación de una infinidad de advertencias sancionando los escritos contrarios “a las ideas de conciliación” del emperador o perturbadores de la “tranquilidad pública”. En cuanto a las penas establecidas para los delitos de imprenta, las multas son las mismas que las previstas en la Ley Lafragua. Empero, la ley imperial agrega uno a dos meses de prisión en los delitos de subversión, de sedición y de injuria, en segundo y tercer grado, cuando la reglamentación de 1855 solo contempla de seis a nueve meses de cárcel para las únicas calificaciones de primer grado; adición represiva enfocada en la detención, de por sí dejada a la incierta apreciación de los jueces.
Dos días después de la publicación de la ley, La Orquesta comenta:
La ley de la libertad de la prensa, generalmente hablando, tiene alguna amplitud; en ella se consigna desde los primeros artícu los la libertad ilimitada de opiniones, pues todos los ciudadanos tienen derecho de exponerlas, imprimirlas y circularlas, sin necesidad de previa calificación o censura. Tiene después restricciones fuertes, que parecen no estar en acuerdo con esta amplitud, particularmente en lo tocante a las publicaciones periódicas, quedando vigentes casi todas las disposiciones que hasta ahora existían en esta materia, y aun agravándose en algunos puntos, al hacer al impresor partícipe del escritor […].52
La implicación del impresor en los delitos de imprenta, que puede desembocar en el cierre de talleres tipográficos, constituye un arma potente de censura, al afectar directamente -más allá de los periodistas- a los principales agentes de producción. De por sí, la propia Ley Lares pone especial énfasis en el control de los impresores, involucrados desde sus primeros artículos. El comentario de La Orquesta es en parte acertado, pues los ocho artículos de la ley imperial que implican al impresor son copia exacta de las disposiciones establecidas en la Ley Lafragua. Sin duda, el periódico evoca aquí el artículo 25 (artículo 20 de la Ley Lafragua) que, cuando falta el autor, responsabiliza al impresor ante el juez o en el pago de una multa; prevención expresamente suspendida por una circular del gobierno de Juárez en 1862.53 En cuanto a “la libertad ilimitada de opiniones” evocada por La Orquesta, libertad garantizada en el artículo primero de la ley -puntual eco del lacónico y solemne artículo 76 del Estatuto-, se tempera su “amplitud”, en noviembre de 1865, con el decreto de Garantías Individuales de los Habitantes del Imperio, que estipula: “A nadie puede molestarse por sus opiniones: la exposición de éstas solo puede ser calificada de delito en el caso de provocar a algún crimen, de ofensa a los derechos de un tercero, o de perturbación del orden público. El ejercicio de la libertad de imprenta se arreglará a la ley vigente”.54 Así aclarado el derecho, no cabe duda de que queda entonces en mejor adecuación con las restricciones establecidas por la ley de imprenta. Este ajuste no logra moderar, sin embargo, las conmociones periodísticas que siguen apelando al Estatuto.
Más allá de los principios jurídicos, las suspensiones y supresiones de periódicos por advertencias constituyen, a fin de cuentas, las más pragmáticas armas del poder político. Apenas publicada la nueva ley de imprenta, L’Estafette y L’Ere Nouvelle reciben el mismo apercibimiento, el 15 de abril, por haber discutido el Estatuto, mientras que, el 21 de abril, el responsable de L’Estafette comparece ante el juez por no haber publicado la advertencia en sus columnas. Recordemos también el caso de La Orquesta, que después de una primera advertencia enfrenta, en julio, un proceso judicial con base en una demanda por injurias del general Zuloaga; proceso que desemboca en la condena del redactor responsable, Luis G. Iza, a 300 pesos de multa y seis meses de prisión, y sentencia que causa una nueva advertencia.55 En 1866, sobre todo a partir de mayo, los apercibimientos caen como lluvia, dando lugar a 12 supresiones de periódicos. Los dictámenes de las advertencias revelan entonces una obsesión gubernamental contra todo lo que acusa de fomentar la “discordia” y los “odios de partido”, el no respeto a “la autoridad” y las “noticias falsas y alarmantes”, mientras la intolerancia va in crescendo ante la coyuntura internacional, así como la frágil situación del régimen.
El 6 de mayo de 1866, un decreto del emperador restablece la autorización previa del gobierno o de sus delegados, comisarios imperiales y prefectos políticos, para la fundación “de cualquiera periódico o publicación que deba hacerse a tiempos fijos o indeterminados, y que haya de ocuparse en todo o en parte de asuntos políticos”, pero, precisa el decreto, “sin que esto induzca censura previa a la publicación de los artículos o escritos que hayan de publicarse”.56 Empero, la medida viola el Estatuto y genera -advierte La Sombra- “el disgusto general y la impopularidad”. El periódico protesta entonces con prudencia:
No desconocemos que las circunstancias difíciles por las que en este momento está atravesando el imperio, exigen hasta cierto punto que se dicten medidas extremas, […] para afianzar de una vez sus instituciones y asegurar su estabilidad. Pero en el número de esas medidas extremas, requeridas por las circunstancias del momento, no debía contarse, en nuestro concepto, ninguna que, reprimiendo la libertad de la prensa y poniéndola más que nunca a merced de los funcionarios públicos, que no pueden ser infalibles en todos sus actos, equivale a tanto como a destruir por completo esa libertad y a privar al gobierno de sus mejores guías.
Añade el periódico liberal:
El sistema de advertencias vuelve a ser, después de dictada la medida de que hablamos, el más severo que pudiera dictarse contra la prensa: pues equivale a tanto como a la muerte moral del individuo [que] reducido al silencio por una advertencia no podrá levantar la voz en otro órgano periódico, porque conocidos sus antecedentes y calificadas sus ideas, se le negará el permiso para hacerlo.57
La autorización previa junto con las advertencias anuncia, en efecto, el hundimiento del régimen y de la prensa periódica.
Con una desesperación tangible, las circulares y órdenes del ministerio de Gobernación distribuyen las consignas e intentan movilizar a los prefectos. Así es el caso en junio de 1866, por ejemplo, cuando se les reprocha su “descuido del espíritu de la prensa” y se les recuerda que “uno de sus más importantes deberes es el de atraer al Gobierno la opinión pública”, sea publicando comunicados en los periódicos, sea “castigando los abusos de la libertad de escribir, con las penas que la ley demarca, observando ésta estrictamente”.58 En 1867, atrincherado el estado, se busca silenciar los rumores y los comentarios sobre la situación. Primero en febrero, con la prohibición del voceo de “papeles” y de “noticias extraordinarias” -“hasta las altas horas de la noche”- en las calles de la capital. Luego en abril, cuando se ordena a los periódicos capitalinos no entrometerse en las operaciones militares, con sus “opiniones” o “consejos”, y solo se les autoriza a “simplemente […] copiar, sin análisis ni comentarios, las noticias que diariamente publicará el Diario Oficial del Imperio”.59 De hecho, desde el 1º de mayo, se encarga de estos asuntos el Boletín Oficial de la campaña militar, hoja oficialmente exenta de “especulación bastarda y miserable”, animada “del mejor deseo de calmar la ansiedad pública”, y cuyos extractos se encuentran en El Diario del Imperio. Reducida a los comunicados oficiales, unívoca y casi inexistente, la prensa ya no tiene perspectivas. En junio, sólo circulan cinco periódicos en la ciudad de México, envuelta en un ambiente casi mortífero según La Iberia, que apunta:
Nos estamos quedando solos y casi tenemos miedo. […]; una especie de frío sentimos ya, al ver cómo van desapareciendo uno tras otro casi todos nuestros compañeros. Parece que la mano helada de la muerte se acerca a nosotros. Ya no quedan más periódicos que el Diario del Imperio, el Boletín de la Campaña, el Pájaro Verde y el Courrier du Mexique. Sobran todavía éstos si se atiende a lo que pueden hoy decir los órganos de la prensa […]. Algunos creen que los periódicos hacen más daño que provecho. Si esto es verdad, hay que decir que estamos progresando, porque cada día son menos estas causas de mal.60
Una semana después de estas consideraciones amargas, el ejército del general Díaz entra en la capital. El 14 de agosto, en uso de sus “amplias facultades”, el presiden te Juárez firma un decreto que establece en su artículo cuarto que, conforme a la disposición de junio de 1861, la libertad de imprenta “continúa por ahora” sujeta a la Ley Lafragua de 1855, “en lo que no se oponga a las leyes de reforma”. Empero, aun cuando el decreto deroga las facultades extraordinarias otorgadas a los gobernadores de los estados “para imponer las penas gubernativas” en los delitos de imprenta, también precisa que ellos “consultarán al Supremo Gobierno la imposición de la pena que juzguen debida, limitándose entretanto a ordenar, si fuere necesario, el aseguramiento y detención de los responsables”61 Finalmente, la liberal Ley Zarco, puesta en vigor en enero de 1868, no logrará garantizar la anhelada libertad de prensa, al sufrir a su vez, de manera indirecta, múltiples alteraciones.
De la excepción como norma
La genealogía y la evolución de la libertad de prensa durante el paréntesis imperial evidencian la continuidad jurídica y gubernativa del régimen, que no propone otra cosa que una forma híbrida de la famosa Ley Lares de 1853, claramente inspirada en la ley napoleónica de 1852, y de la menos espectacular Ley Lafragua de 1855. Acerca de la muy autoritaria Ley Lares, bien se puede decir que institucionaliza la intervención gubernativa y la suspensión de garantías individuales; prácticas comunes de los gobiernos del periodo, sea por medio de facultades extraordinarias otorgadas al poder Ejecutivo, sea por las violaciones esporádicas del derecho. De cierta manera, la reglamentación Lares convierte la excepción en norma. Aun cuando no contempla la represión gubernativa directa, la Ley Lafragua mantiene la primacía de los jueces en los delitos de imprenta, de igual forma drásticos. Constantemente violada en los años de 1856-1857 por la recurrente intervención del “supremo gobierno”, esta legislación permanece gracias al decreto de noviembre de 1857 (o “adición Juárez”), que otorga amplias facultades al poder político en cuanto a la represión de la prensa.
Son significativas las distintas etapas de la Reforma cuando, entre julio de 1858 y diciembre de 1860, la Ley Lafragua es sustituida por la Ley Lares, a su vez reemplazada entre junio de 1861 y enero de 1868 por la Ley Lafragua, junto con la disposición de 1857. Estas secuencias aparecen como peripecias más estratégicas que doctrinales, pues la dinámica sigue siendo la misma ya que coloca en el centro al gobierno y a la prensa, indisociablemente, y relega en la periferia a la sociedad. Estas lógicas centralizadoras y autoritarias, incluso dictatoriales, se encuentran así sintetizadas en la normatividad imperial y permanecen en las “normas” de excepción que convocan la reglamentación de 1855, por lo menos hasta 1870.
La regulación de la prensa durante el Segundo Imperio no es ni imposición extranjera ni puro injerto francés; y ello, a pesar de las ilusiones imperialistas francesas del periodo o de la retórica liberal patriótica de los vencedores mexicanos. Si algo comparten México y Francia en el siglo XIX es la constante inestabilidad institucional, la concepción autoritaria del poder y el control gubernativo de la prensa periódica. La práctica periodística en ambos países se construyó en el marco de una larga lucha por la libertad de imprenta y una peligrosa dependencia de la prensa respecto del poder político, características que a su vez determinan una cultura periodística más de opinión que informativa.
Las peripecias legales de la mitad del siglo revelan también constantes intentos de institucionalizar y finalmente afianzar la autoridad del débil estado mexicano; intentos fundacionales y legitimadores, si no frustrados, por lo menos reiterativos, como lo señalan el carácter siempre provisional o transitorio de los ensayos legales y administrativos, y el recurrente triunfo de la arbitrariedad, justificada por las “circunstancias extraordinarias”. En materia de prensa, el régimen imperial no es en este sentido ni inédito ni inaugural, sino más bien un epifenómeno. Ello interroga, a fin de cuentas, no solo las estrategias, sino también los prismas y la representatividad políticos de una clase dirigente que no logra rebasar las lógicas del estado de excepción postergando sin cesar el estado de derecho, antigua y duradera disyuntiva.