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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.65 no.1 Ciudad de México jul./sep. 2015

 

Testimonios

Aprender a hacer historia. La edición de textos con Jean-Pierre Berthe

Pascale Girard* 

* Université Paris-Est Marne-la-Vallée. Correo electrónico: pascale.girard@u-pem.fr.


Palabras clave: Berthe; historiadores; fuentes; siglo XX

Keywords: Berthe; historians; archive; 20th Century

En el cuento medieval chino Rêve de fourmis (Sueño de hormigas),1 el héroe despierta desde el inframundo, desorientado, sin saber a ciencia cierta dónde se encuentra: meditación sobre el mundo, sus sueños, sus ilusiones. Como lo sugirió recientemente Thomas Calvo, todas las personas que conocieron a Jean-Pierre Berthe pueden evocar y compartir numerosos aspectos de su vida. Por mi parte, elegí ilustrar uno de entre todos ellos: el Jean-Pierre Berthe editor de textos.2 Yo aprendí a hacer historia asistiendo a su seminario abierto en la EHESS (Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales) y poco después al que impartía en su casa. Yo ya tenía una maestría y una cátedra. Por supuesto, durante la maestría había utilizado manuscritos y ediciones de textos pero, a decir verdad, nunca había imaginado el trabajo que supone transformar manuscritos originales en textos editados, el curso de la edición en detalle. El aprendizaje es un proceso que se divide en varios tiempos que sólo pueden evaluarse de manera diferida.

Berthe concebía su casa como un “taller de la historia”. Evocaba con soltura el taller de carpintería de su padre y la empresa en Prades en Roussillon, el trabajo cotidiano, repetitivo y en ocasiones ingrato. A decir de Berthe, la historia se aprendía “haciéndola”, poco a poco, comenzando por labores de poca envergadura, parecidas a las que realizaba el aprendiz, a un lado de la mesa de trabajo. Esta concepción la comparto en gran medida, siempre y cuando el estudiante esté bastante avanzado en su aprendizaje, pues este tipo de pedagogía no es extrapolable a la pedagogía de masas. Hacer historia requiere ir leyendo pasajes sucesivos en el documento con el fin de detectar los problemas que éste plantea, un poco como un artesano que cepilla una pieza de madera teniendo cuidado de no herirla o deformarla con un movimiento demasiado intempestivo. Berthe solía decirme que “Calvo fue el primero y usted será la última”, en el mismo tono en que se dice “Después de éste, no más niños”. El taller de la calle Ernest Cresson tenía algo de empresa familiar.

En aquellos años, 1991 y 1992, Berthe tenía a la mano a dos de sus alumnas, Nadine Béligand y yo, y contaba con dos versiones manuscritas3 de las Mémoires (Memorias) del navegante y comerciante francés, Jean de Monségur. Leíamos de común acuerdo ambos relatos con el fin de descubrir las variantes, los pasajes tachados, con vistas a una futura edición que se realizó finalmente en México, en 1994, en español.4 Trabajamos en distintas estaciones del año, pero recuerdo en particular el sopor de algunas tardes de fines de agosto, cuando el sol pegaba sobre las ventanas que daban a la calle. Cualquiera con un poco de sensatez habría pensado que la temperatura era ideal para lavar las paredes de este gran salón, amarilleado por el tabaco desde hacía mucho tiempo; la primera de todos, Hermine, la Sra. Berthe. Cuando ella aparecía en el salón, marcaba nuestros esfuerzos con observaciones juiciosas como “Se lee bien lo que ya se conoce”, o “Los textos antiguos sólo se leen bien antes de las diez de la mañana”. Y llevaba razón, pues en la mañana el cerebro, aún nublado por la noche, opone una menor resistencia a las rarezas de los movimientos de pluma ajenos.

Y ahí estábamos, buscando qué notas insertar para comprender mejor a Monségur. Me encantaba ver la forma en que Jean-Pierre Berthe reaccionaba ante una palabra o expresión. “¡Ah! He aquí esta idea de nuevo”, anunciaba sin terminar la frase. Aún puedo verlo saltar como un gato hacia un montón de obras ordenadas en el departamento y regresar rápidamente de sus cortas expediciones cargado como papá Noel. En esa ocasión descubrí la existencia de García Icazbalceta, Zambrano, Savary des Brûlons, etc. Al levantar un tapete mexicano por aquí y un mantel español por allá, uno se daba cuenta de que todas las paredes de las dos grandes habitaciones, sin contar la entrada y el pasillo, estaban llenas de libros, sobre todos los temas y todos los periodos, desde gangas hasta libros raros. Junto a verdaderas colecciones, biografías singulares como la de Cro-Magnon se codeaban con la Vieja historia de la mierda o las Mémoires d’un Poilu (Memorias de un soldado).5 En ocasiones, el último en llegar era un Plinio, codiciado durante meses y proveniente, en su empaque principesco, de una librería de viejo en Ámsterdam o algún otro lugar. Berthe era un bibliófilo, además de ser un lector ecléctico e insaciable.

Le encantaban los archivos, aunque no era un apasionado de ellos. Cuando lo conocí, las condiciones de trabajo en esos lugares ya habían cambiado mucho. Con cierta nostalgia, Berthe evocaba la época cuando aún se podía fumar en los Archivos de Indias en Sevilla… En los años sesenta, Berthe tenía su lugar allí, y a diario encontraba, en su cajón, su tabaco y su encendedor. ¡Todo un lujo! Los documentos que traía de sus excursiones a los archivos constituían textos complementarios que enriquecían el núcleo inicial. En la calle Ernest Cresson, Monségur se iba convirtiendo poco a poco en “nuestro Ségur”.

Nos dedicábamos a cazar las palabras y expresiones importantes. En cada sesión, toda la documentación disponible aterrizaba sin demora en la gran mesa redonda, donde se formaban construcciones efímeras a manera de edificios inestables.

Berthe tenía una forma muy personal de tratar las obras. Respetaba profundamente la materialidad de sus libros. Buena parte de ellos había sido encuadernada cuidadosamente durante su larga estancia en México. Los libros no estaban ni anotados ni subrayados; las páginas no estaban dobladas. Actuar de otra manera era transformar los libros “en trapos”, para retomar sus palabras. Esta actitud era el reflejo de una época en que los libros eran caros, cuando había que esperar antes de regalarse uno; de una época en que se enseñaba a no maltratar este tipo de objeto.

En consecuencia, las páginas de sus libros tenían marcadores, unos pedazos de papel cubiertos de mensajes enigmáticos como “p. 264 caballo”, “p. 307 esclavos”, “p. 120 minas”, que me intrigaban sobremanera. A menudo estaban escritos en papel reciclado y, gracias al color y la tipografía de lo que había al reverso, podía adivinarse desde cuándo estaba ahí esa pestaña de papel. En ocasiones podía encontrarse, cortada a lo largo, la mitad de una invitación a algún acto social que Berthe descubría de nuevo con una gran sonrisa. ¡Ah! ¡Los pastelillos y el champán de la Marc Bloch!6 Como habría de comprenderlo más adelante, algunas de esas pestañas estaban mencionadas en carpetas temáticas, ordenadas a su vez verticalmente en grandes cajas de cartón. Todo esto era antes de las computadoras… Algunas de estas marcas dieron lugar a publicaciones; otras no. Entre sus numerosas cualidades, Berthe contaba la de indicarle a otros historiadores, cercanos o no, posibles temas de investigación a los cuales él podría haber renunciado. Me viene a la mente, por ejemplo, la historia del voto a través del tiempo, de la cual escuché hablar durante esos años: desde el voto que consistía en sacar un objeto de un recipiente (un frijol o una piedra), hasta el voto que consiste en meter algo en un recipiente, el que se practica en la actualidad.

Berthe era un escéptico, adepto a un método empírico: durante las sesiones de trabajo, recibía esta masa de documentación con una interjección parecida a un “mba”. Siempre pasaba por un momento de empirismo puro que se le facilitaba con el manejo de objetos familiares. Tomaba en la mano algunas monedas antiguas que estaban sobre su mesa de trabajo y, de pronto, comprendíamos con mayor facilidad toda una lista de precios presentada por Monségur. “¿Entienden?, se necesitaría el equivalente de 30 kg de plata fina para pagar tantas medias de seda”. Junto a las monedas había un poco de cochinilla seca dentro de una caja de Petri. La mención de los tejidos teñidos de rojo la comentaba con un “¡Mba! ¡Se necesitan muchas cochinillas para teñir todo esto!”.

Crear una nota útil para los futuros lectores no sólo consiste en sintetizar las notas de los diccionarios, como pude constatarlo más adelante al realizar la edición de dos textos.7 Antes del café de las cuatro, acompañado de rosquillas -esos pasteles blancos en forma de rueda, especialidad de Roussillon-, tocaba el turno a las antiguas narraciones sobre México: los testimonios del Consejo de Indias, Thomas Gage, Gemelli Careri,8 cuya parte mexicana fue editada por Berthe, Humboldt, apreciado por su precisión. De esos textos aprendimos lo que entra dentro del tiempo largo y lo que traduce la agudeza del observador, y también cómo cambian a lo largo del tiempo las ideas, la sensibilidad, el comportamiento, por ejemplo las relaciones entre criollos y mestizos. “¡Cómo joroban éstos en el siglo XVII!”; “éstos” eran la Iglesia, el Estado, las autoridades […] Y es verdad; en esa época la sociedad mexicana, así como la española, se contrae, se cierra.

A partir de una idea, de un elemento, Berthe se deleitaba buscando filiaciones entre los textos. “De todos estos narradores, viajeros, observadores del tiempo antiguo, ¿quién fue el primero en hablar de las epidemias de fiebre amarilla?” era el tipo de pregunta que podía surgir. Con él aprendí a buscar la forma en que las ideas, los motivos de la narración viajan de un texto a otro. Me parece que este método, que consiste en comparar relatos con base en temas precisos, es interesante porque siempre permite ubicar el documento en un conjunto amplio de producciones del intelecto humano. Le otorga más vida al documento y no supone el distanciamiento de este último que preconiza la crítica clásica. El acercamiento comparado a los textos ofrece, ante todo, una entrada complementaria al documento, por otra puerta.

Berthe apreciaba la curiosidad en todos los niveles, la libertad de pensamiento y cierta impertinencia que reinaba en el texto de Monségur. En efecto, el capitán y comerciante francés pasaba muy fácilmente de un tema a otro, del precio de una jornada de trabajo esclavo a la descripción de las mujeres galantes de la Nueva España. Algunas observaciones de Monségur las recibía con un sincero “¡Qué poca vergüenza!”. Monségur tuvo la idea, no muy frecuente, de apuntar las fortunas de los comerciantes de la Nueva España a principios del siglo XVIII. La polivalencia de este autor, a la vez comerciante e informador, intrigaba a Berthe.

Cuando estaba completamente absorto, Berthe vivía sus personajes desde el interior y en el presente. Recuerdo que alguna vez lo escuché decir frente a un plato de chipirones fritos en Sevilla: “¿Pero qué hace en Acapulco?”, “¿Quién, Monsieur Berthe?”, “¡Pues él, vamos, Samaniego!”.9 Pienso, por experiencia propia, que es imposible editar un texto sin sentir simpatía por el autor. Por ello nos encantaban el Chavatte de Lottin y el Ménétra de Roche.10 Por mi parte, más adelante llegué a admirar, y espero haber transmitido esa admiración, el inconformismo del jesuita Adriano de Las Cortes en China.

En esta pasión que otorga la práctica de la historia, resulta mágico ver cómo en cierto punto del trabajo el pasado se convierte en presente. De la misma forma puede nacer un futuro del pasado, el del actor, el que éste podía proyectar en su época. Entre sus sueños, Monségur había tenido ideas audaces como pasar por alto a la Nueva España para establecer un comercio directo entre Cádiz y Filipinas. Estas ideas nos llevaban de la escala de la microeconomía a la de la macroeconomía. De Monségur, nos desviábamos a Braudel, de la Nueva España a los arbitristas españoles, y de éstos a los autores de proyectos económicos franceses del siglo XVIII. Era casi como dar una vuelta al mundo.

Editar también era, creo yo, una manera de dialogar con Braudel, ese maestro cuya foto se hallaba a la entrada del departamento como si fuera un dios protector, ése que consigue hablarnos de tendencias generales, de la economía mundial, al tiempo que nos permite entrar sin esfuerzo al documento, ése que esperaba que su manual, Grammaire des civilisations (Gramática de las civilizaciones), renovara el programa de historia del bachillerato. Resultaba imposible ser alumno de Berthe sin compartir, pienso yo, al menos un interés común, si no es que una pasión por este historiador.

La personalidad de Fernand Braudel vivía en Berthe. Era como otro padre, un padre espiritual dotado de una fuerte personalidad. Berthe, espadachín de la palabra, solía evocar las batallas oratorias con su maestro. Sin embargo, eligió no escribir el mismo tipo de historia que él. Berthe era mucho más analítico en su investigación y en su tipo de escritura. A mi parecer, sumergirse con pasión en el documento fue para él una manera de verse reconocido por el Maestro, asumiendo un sano empirismo. En efecto, Jean-Pierre Berthe no era un hombre que tendiera a seguir las modas intelectuales. Nunca habría querido que su historia se viera conectada o transformada en relato. En cuanto a escribir una historia de género de los actores, habría respondido: “¡Vaya jerga!”.

Nosotros heredamos todo esto: un aprendizaje, una forma de hacer historia y un tipo de relación con el mundo. Además de los manuscritos que pudimos haber heredado unos de otros, el de Frutos o, por mi parte, una historia de la audiencia de las Filipinas de Juan Díez de la Calle, Jean-Pierre Berthe me legó, como otros profesores cuyas enseñanzas­ sobre el pasado he seguido Monsieur de Moura, Christian Jambet, algo muy preciado: el deber de permitirse pensar libremente, más allá de las modas o de las tentaciones del conformismo.

Referencias

Berthe, Jean-Pierre (ed.) Le Mexique à la fin du XVIIe siècle vu par un voyageur italien: Gemelli Careri, París, Calmann-Lévy, 1968. [ Links ]

______ Jean de Monségur. Las nuevas memorias del capitán Jean de Monségur, México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1994. [ Links ]

Berthe, Jean-Pierre y María Fernanda G.de los Arcos “Les îles Philippines, ‘troisième monde’, selon D. Francisco Samaniego (1650)”, en Archipel. Études interdisciplinaires sur le monde insulindien, 24 (1992), pp. 141-152. [ Links ]

Braudel, Fernand Grammaire des civilisations, París, Arthaud, 1987. [ Links ]

Girard, Pascale y João Viegas (eds.) Prisonniers de l’Empire Céleste. Le désastre de la première ambassade portugaise en Chine: récits et témoignages portugais et chinois (1517-1524), París, Chandeigne, 2013, 352 pp. [ Links ]

Levy, André (trad.) Histoires extraordinaires et récits fantastiques de la Chine ancienne, París, Flammarion, 1998. [ Links ]

López Austin, Alfredo Una vieja historia de la mierda, México, Ediciones Toledo, 1988. [ Links ]

Lottin, Alain (ed.) Chavatte, ouvrier lillois un contemporain de Louis XIV, París, Flammarion, 1979. [ Links ]

Otte, Marcel Cro Magnon, París, Perrin, 2008. [ Links ]

Roche, Daniel (ed.) Journal de ma vie. Jacques-Louis Ménétra, compagnon vitrier au XVIIIe siècle, París, 1982. [ Links ]

1Levy (trad.), Histoires extraordinaires, pp. 79-100.

2Este texto es una versión ligeramente modificada de mi ponencia para las jornadas de homenaje organizadas los días 9 y 10 de diciembre de 2014 en El Colegio de México. Agradezco a Héctor Gutiérrez y Quentin Roussel, quienes hicieron posible este encuentro mediante videoconferencia, así como a Thomas Calvo y Óscar Mazín, quienes lo organizaron.

3Los manuscritos franceses núm. 24228 y 24229 de la BNF de París, respectivamente.

4Berthe (ed.), Jean de Monségur.

5El vocablo poilu se refiere a los soldados de la guerra de 1914-1918.

6Se refiere a la Conferencia Marc Bloch, encuentro de historia que se lleva a cabo todos los años en París.

7Me permito mencionar esta última publicación: Girard y Viegas (eds.), Prisonniers de l’Empire Céleste.

8Berthe (ed.), Le Mexique à la fin du XVIIe siècle.

9Véase Berthe y G. de los Arcos, “Les îles Philippines”, pp. 141-152.

10Se refiere a Lottin, Chavatte y Roche, Journal de ma vie.

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