Introducción
Bartolomé de Las Casas (c. 1484-1566) es uno de los autores más conocidos en la historia del pensamiento político hispanoamericano. La crítica que dirigió contra la conquista de América y su apología de los pueblos indígenas han sido ampliamente recuperadas y discutidas, desde el momento de su enunciación hasta nuestros días. Sin embargo, los fundamentos de su pensamiento político han sido poco explorados por la historiografía. En el presente artículo busco dar cuenta de algunos de los principios y presupuestos sobre los cuales Las Casas sustentó, en su madurez intelectual, sus escritos políticos. En particular analizo la manera en que concibió tres cuestiones medulares: el origen y la legitimidad del poder, los límites de la autoridad y la libertad.1
Al analizar el pensamiento político de Las Casas, particularmente en sus últimos tratados, se observa que uno de los principales problemas que buscó resolver fue el de conciliar el poder y la libertad. Esta preocupación, a mi juicio, responde a dos espacios de conflicto y controversia que configuraron el ámbito político e intelectual del mundo hispánico durante el siglo XVI: por un lado, el problema de la conquista y dominio de las Indias y, por el otro, la tensión generada entre las acciones centralizadoras de la corona y el poder de las ciudades y otras corporaciones que buscaron mantener sus privilegios y autonomía dentro del orden político compuesto o plurijurisdiccional que caracterizó a la Monarquía hispánica.2 En cuanto al primero de ellos, Las Casas se cuestionó sobre las condiciones para que el rey de España pudiera ejercer un gobierno legítimo sobre América, sin que ello implicara la pérdida de libertad de los indígenas y de sus reinos y señoríos. En cuanto al segundo, sin desafiar la legitimidad del poder monárquico, analizó sus características y postuló sus límites en relación con los ciudadanos y a las ciudades o repúblicas constituidas por éstos. En este artículo veremos cómo Las Casas, al valorar y normativizar las relaciones entre gobernantes y gobernados en estos contextos, utilizó una serie de argumentos constitucionalistas y republicanos entre los cuales destaca el origen popular del poder del gobernante, la defensa del bien común sobre los intereses particulares, la limitación de la autoridad por la voluntad del pueblo y el derecho a la libertad, entendida como no dependencia, de los hombres y las comunidades políticas.
Estos principios claramente desafían al llamado absolutismo que, hasta hace poco, como resultado de la historiografía liberal, se aceptaba como la tradición política hegemónica en el ámbito hispanoamericano durante la temprana modernidad. Por esta razón, no es raro encontrar la afirmación de que Las Casas fue “un adelantado a su tiempo”, un precursor de la defensa de los derechos humanos y de la democracia contemporáneos.3 Sin embargo, lejos de ser un autor fuera de lugar, Las Casas formó parte de una tradición política arraigada en el mundo hispánico. Como veremos enseguida, el dominico fundamentó su pensamiento en las fuentes más convencionales de su época: el derecho común y la filosofía aristotélico tomista, y articuló sus escritos a partir del método escolástico, el cual llevaba más de tres siglos de dominar el ámbito universitario y las redes intelectuales europeas.
¿Constitucionalismo y republicanismo hispano en el siglo XVI?
Puede resultar polémico emplear los términos constitucionalismo y republicanismo -sobre todo el segundo- para describir el pensamiento de Bartolomé de Las Casas. Es necesario, por ello, establecer una distinción entre la forma en que empleo los conceptos en este artículo y otros usos que existen en la actualidad. Hoy en día se entiende comúnmente por constitución el código jurídico positivo que da forma a los poderes públicos y regula a una sociedad, y por constitucionalista a la entidad política que se organiza a partir de dicho código. Por otro lado, el concepto república o republicano, tras la Ilustración y la revolución francesa, se ha empleado principalmente para designar una forma de gobierno, casi siempre opuesta a la monarquía, en donde existe la división de poderes y la igualdad de los hombres ante la ley. Sin embargo, los conceptos de constitución y república en el lenguaje de la modernidad temprana tuvieron un contenido semántico distinto. Entre los contemporáneos de Las Casas, constitución era la legítima organización política de cualquier sociedad en la que la autoridad estaba limitada por una serie de normas, costumbres o principios fundamentales, anteriores e independientes del poder del gobernante. Por su parte, el concepto de república se utilizaba para hablar de la comunidad de los hombres constituidos en un cuerpo político cuyo fin era el bien común, más allá de su forma de gobierno.4
Dentro de la historiografía jurídica, política y del pensamiento político, el término constitucionalismo frecuentemente se utiliza. Hay quienes lo usan desde una perspectiva “restringida”, vinculada al positivismo jurisdiccional y a la idea de constitución como código jurídico arriba mencionada. Para estos autores, el constitucionalismo surgió a patir de finales del siglo XVIII y se empleó a lo largo del XIX, cuando se conformaron los estados nación regidos por un derecho constitucional.5 Por otro lado, es común encontrar el uso de este término en un sentido más amplio, sobre todo en estudios de historia y pensamiento políticos de periodos anteriores al surgimiento de los estados nacionales. En este sentido, el constitucionalismo se presenta como una forma de organización política o una tradición intelectual opuesta al absolutismo, en la que la legitimidad de un gobierno depende de la existencia de normas que establecen límites claros a la autoridad.6
En décadas recientes han aparecido diversos estudios sobre esta última forma de constitucionalismo en el ámbito hispánico de los siglos XVI y XVII. Dichos trabajos se centran particularmente en el análisis de los mecanismos del ejercicio del poder dentro de la Monarquía y en los grupos que negociaron con la corona los límites de su jurisdicción en la península ibérica.7 Los estudios sobre las expresiones de esta tradición en el pensamiento hispanoamericano de la temprana modernidad son más escasos, por lo que considero necesario explorarlas con mayor profundidad, incluyendo sus manifestaciones indianas.8
Por su parte, los historiadores del pensamiento político identifican al llamado republicanismo clásico o neorromano como una de las principales tradiciones intelectuales de la modernidad temprana. Esta forma de republicanismo ha sido ampliamente estudiada desde hace varias décadas, principalmente sus manifestaciones en la península itálica, Inglaterra, Países Bajos y Estados Unidos.9 En términos generales, se identifican como sus presupuestos centrales la defensa del origen popular del poder, la libertad de los ciudadanos entendida como no dependencia, el cultivo de las virtudes cívicas como una forma de afrontar la fortuna, la preeminencia del bien común sobre los intereses privados y la participación activa de los ciudadanos en su gobierno. Así mismo, como el adjetivo “clásico” lo sugiere, se reconoce que dichos principios surgieron de la reinterpretación de textos de la Antigüedad grecolatina, principalmente de Aristóteles y Cicerón, y que tuvieron una impronta fundamental del derecho romano.10 Es importante subrayar, como han insistido varios autores, que esta tradición, a diferencia de otras formas de republicanismo asociadas a las revoluciones de finales del siglo XVIII, no denota necesariamente una postura antimonárquica, pues si bien entre muchos autores considerados republicanos se presentó una crítica a la monarquía, no es la oposición a esta forma de gobierno lo que lo define.11
La presencia de los principios republicanos mencionados entre autores del Renacimiento italiano y su desarrollo posterior en naciones del Atlántico Norte son comúnmente aceptados por la historiografía del pensamiento político.12 No obstante, sus manifestaciones en el mundo hispanoamericano de la modernidad temprana -caracterizado por la historiografía generalmente como absolutista- resulta, cuando menos, controversial. Entre los historiadores que han estudiado el republicanismo clásico durante dicho periodo hay quienes no atienden el ámbito hispánico13 y quienes explícitamente cuestionan su presencia dentro de estas latitudes.14 Una explicación de esto es la asociación que se tiende a establecer entre republicanismo clásico y humanismo cívico. Ciertamente, en el siglo XVI fueron los humanistas del Renacimiento los principales defensores de las ideas republicanas y también es cierto que el humanismo cívico tuvo una presencia limitada -aunque no nula- en el mundo hispánico. No obstante, como mostraré con el ejemplo de Las Casas, no fue el humanismo cívico el único lenguaje que usó postulados que podrían identificarse como republicanos.
Quienes han estudiado con mayor profundidad formas de republicanismo en Hispanoamérica son los historiadores de las independencias y del periodo de construcción de los estados nacionales. Entre ellos, existe también la tendencia a cuestionar la existencia de tradiciones republicanas hispánicas anteriores al siglo XIX o, cuando más, conceden su presencia a partir de la segunda mitad del siglo XVIII.15 Esto se debe a que en dichos estudios el concepto republicano está estrechamente vinculado al antimonarquismo o bien, a su oposición a ciertos postulados del liberalismo. Es claro que si el concepto se asocia a la defensa de una forma de gobierno opuesta a la monarquía resultará difícil admitir la existencia de principios republicanos entre pensadores que, como Las Casas, no sólo no desafiaban al régimen monárquico sino que reconocían su conveniencia.16 Asimismo, si se define al republicanismo por su oposición al liberalismo, ¿cómo reconocer su presencia en momentos o lugares donde no existía tal tradición? Utilizar el concepto republicano para referir una teoría sobre la forma de gobierno o como una tradición de corte antiliberal me parece correcto, en tanto se haga explícita la manera en que se entiende. Sin embargo, esto no debería ser obstáculo para aceptar la existencia de otras formas de republicanismo en lenguajes políticos previos que sostuvieron, en el mundo hispanoamericano, principios como el origen popular del poder del gobernante, el bien común como el fin de la sociedad, la ley y la voluntad de la comunidad como límite a la autoridad, la búsqueda de la participación de la república en el gobierno y la defensa de la libertad de los pueblos y ciudadanos.17
Finalmente, en los últimos años han aparecido trabajos que reconocen la presencia de autores o prácticas republicanas en el mundo hispánico de la temprana modernidad. Éstos se han centrado en el análisis de manifestaciones aisladas del humanismo cívico en la península ibérica, en las reacciones de las ciudades aragonesas y castellanas ante la presión centralizadora de la corona y, en menor grado, en algunos autores escolásticos.18 El presente artículo sigue esta línea de investigación. Al centrarme en la figura de Bartolomé de Las Casas busco mostrar cómo, lejos de presentarse como marginales, los argumentos republicanos y constitucionalistas ocuparon un lugar central en los debates políticos de la época, cuya proyección no se limitó a la península ibérica, sino que incluyó, en particular, a las Indias Occidentales.
Para concluir este apartado quisiera advertir que mi objetivo no es mostrar hasta qué punto en Bartolomé de Las Casas o en el mundo hispánico del siglo XVI podemos encontrar un verdadero republicanismo o un verdadero constitucionalismo. El hacerlo supondría que existe una forma ideal de estas tradiciones y que mi labor consistiría en buscar cómo se realizó en un autor o en un momento determinado, es decir, caer en lo que Elías Palti ha denominado “el presupuesto del modelo y la desviación”.19 Lo que busco, en cambio, es mostrar cómo muchos de los conceptos y presupuestos políticos que designan estas categorías historiográficas, cómo una serie de argumentos que los historiadores identifican como característicos de dichas tradiciones, estuvieron disponibles en el ámbito hispanoamericano de la modernidad temprana y fueron utilizados de forma específica por Bartolomé de Las Casas para debatir problemas políticos de su época.
El método y las fuentes de Bartolomé de Las Casas
Las Casas redactó a lo largo de su vida gran número de cartas, memoriales, historias y tratados.20 En el presente artículo analizo sus tres últimas obras -las menos trabajadas por la historiografía-, De thesauris, Doce dudas y De regia potestate, pues es en ellas donde el dominico desarrolló de manera más contundente los argumentos que identifico como constitucionalistas y republicanos. Las dos primeras él mismo las consideró como su legado espiritual al De thesauris lo denominó su testamento y a las Doce dudas su codicilo. Ambos textos fueron escritos para ser leídos ante el Consejo de Indias y tienen como punto de partida polémicas vinculadas al virreinato del Perú.21 En ellos, Las Casas establece su crítica más radical al dominio español sobre las Indias y presenta su propuesta más puntual sobre los requisitos para que la corona española pudiera ejercer un legítimo gobierno sobre las Indias sin afectar la libertad de los pueblos americanos. Por su parte, De regia potestate, como su nombre refiere, es un análisis sobre la potestad real, el cual parte de la duda sobre si los reyes tienen derecho a enajenar a sus súbditos. Al dar respuesta a tal problema, el dominico presenta las condiciones necesarias para ejercer el poder dentro de un reino sin afectar la libertad de los ciudadanos. En este sentido, puede ser considerado como un tratado sobre los límites de la autoridad. Ahora bien, a diferencia del resto de sus obras que discuten analizan el problema indiano, De regia potestate no se centra en el análisis de la relación entre naciones sino en las tensiones de los sujetos políticos que constituyen los reinos, en las relaciones del rey con los ciudadanos, con las ciudades y otras corporaciones.22
Estas obras, al igual que la mayoría de sus tratados, están formuladas en términos del lenguaje escolástico. Recordemos que la escolástica fue el modelo de conocimiento que dominó el mundo universitario europeo durante la edad media y la modernidad temprana. Asimismo, cabe mencionar que, durante la vida de Las Casas, en los reinos ibéricos tuvo lugar un movimiento de renovación de la teología escolástica conocido por la historiografía como Escuela de Salamanca o segunda escolástica.23 Una de las características de este movimiento fue la revaloración de los principales autores clásicos y medievales para el análisis de problemas morales, jurídicos y políticos concretos de su tiempo. Las Casas puede considerarse parte de esta corriente aunque, como se verá más adelante, en algunos puntos se distanciará de la postura general de los teólogos de la llamada segunda escolástica.
Al igual que los teólogos y juristas escolásticos, los escritos de Las Casas parten de cuestiones o dudas particulares que buscan resolver con razonamientos deductivos y evidencias históricas y, sobre todo, a partir de la cita e interpretación de textos considerados autoridades.24 En el método escolástico, las fuentes canónicas brindan al autor opiniones probables y cercanas a la certeza que, mediante su glosa, permiten analizar y brindar una solución al problema en cuestión. Estas autoridades, en el caso de los tratados que nos ocupan, están constituidas por un cuerpo compacto de fuentes que responden principalmente a dos tradiciones: la filosofía aristotélico tomista y el derecho común.
Aristóteles y Tomás de Aquino fueron autores ampliamente utilizados en la teología bajomedieval y de la modernidad temprana. Las obras del primero brindaron categorías fundamentales al pensamiento occidental, como las de esencia, accidente, causa o fin. Dentro de la teología o filosofía moral, la Política y la Ética fueron los textos aristotélicos más citados por los autores escolásticos y Las Casas, en este sentido, no es una excepción. Por su parte, las sumas y tratados de Tomás de Aquino, escritos en términos aristotélicos, ofrecían un arsenal sistematizado de respuestas a problemas teológicos relacionados con Dios, el hombre y la naturaleza, dentro de los cuales eran atendidas también cuestiones morales y políticas.25
El derecho común, por otro lado, está constituido por dos grandes cuerpos jurídicos: el derecho romano y el canónico, así como por las glosas y comentarios elaborados en torno a ellos por juristas y canonistas. De los textos del derecho romano conocidos como Corpus Iuris Civilis, fueron las Instituta, el Codex y el Digestum los libros más utilizados por Las Casas y, en general, por los autores escolásticos.26 Dichos libros están compuestos por leyes de la época imperial y por una serie de máximas o sentencias de juristas romanos en torno a un gran número de temas, entre los que se incluyen la justicia, la esclavitud, la propiedad, la jurisdicción y la ley.27 El otro cuerpo jurídico que compone el derecho común es el Corpus Iuris Canonici. Este es, igualmente, una colección de normas jurídicas, elaboradas en este caso para el gobierno de la Iglesia.28 Aunque estos textos se utilizaban sobre todo para discutir problemas relativos a la jurisdicción eclesiástica, incluyendo entre ellos el tema del pecado, en muchas ocasiones -como veremos en el caso de Las Casas- las normas canónicas se recuperaban para analizar problemas del gobierno secular.29
Cabe señalar que los cuerpos jurídicos que componen el derecho común no presentan una teoría política sistemática y coherente. El conjunto de normas y máximas que los constituyen apuntan hacia una gran diversidad de problemas y posturas políticas, muchas veces contradictorias. Así, por ejemplo, algunos principios contenidos en ellos defienden el poder irrestricto del gobernante, mientras que otros la necesidad de atender a la voluntad de la comunidad para los asuntos de gobierno. Por esta razón, tanto el derecho romano como el canónico se usaron indistintamente por personajes que asumieron posturas absolutistas, constitucionalistas o republicanas.
Al analizar las fuentes referidas por Las Casas en sus tratados de las décadas de 1550 y 1560, es evidente que las referencias a los cuerpos del derecho civil y canónico y a sus comentaristas son más numerosas que las hechas a teólogos o a textos aristotélicos.30 Como veremos más adelante, al tratar temas políticos, los principios contenidos en ambos derechos -principalmente el romano- funcionan como ladrillos con los que Las Casas va construyendo sus argumentos.31 No obstante, las categorías aristotélicas y tomistas no dejan de ser fundamentales en los escritos lascasianos, en tanto que son las que brindan estructura a su pensamiento.
Las Casas, pues, edificó su pensamiento con material proveniente de las tradiciones aristotélica y del derecho romano y canónico. Si le sumamos a ello que conoció y utilizó textos de pensadores latinos como Cicerón y Salustio, encontramos que el dominico, al igual que otros escolásticos, trabajó con las mismas fuentes utilizadas durante la época por autores de tradiciones como el humanismo cívico italiano y del norte de Europa.32 Esta base común de textos hizo posible que Las Casas compartiera con los pensadores vinculados a tales tradiciones presupuestos políticos similares, aunque la diferencia en el contexto polémico y lingüístico en donde los utilizaron dotaría a cada uno de sus propias características.
El origen del poder político o jurisdicción
Quienes están familiarizados con el pensamiento político medieval y de la modernidad temprana saben que durante estos periodos existieron diversas explicaciones del origen del poder y que, a diferencia de lo que plantea la historiografía de corte liberal, éstas no se redujeron a concepciones teocráticas. La amplia gama de posturas podría ser ordenada en tres grupos distintos: por un lado, quienes defendían el origen divino del poder y su trasmisión a los gobernantes directamente de Dios, a través del papa o de la comunidad; por otro, quienes lo explicaban como el resultado de la imposición -ya fuera por fuerza o por virtud- de unos hombres sobre otros; y, finalmente, quienes sostenían que dicho poder existía por naturaleza y era trasmitido a los gobernantes por la comunidad en su conjunto. Las Casas se adscribiría al último grupo al defender el carácter natural y comunitario del poder político y en su postura ante este problema se puede apreciar la integración que hace de las tradiciones aristotélicas y del derecho común.
Para Las Casas el poder político estaba fundamentado tanto en el derecho natural como en la voluntad de los hombres. Siguiendo los planteamientos de Aristóteles, sostenía que el poder político o jurisdicción era de derecho natural en tanto que no era una creación humana y existía como tal por naturaleza.33 Al considerarlo de derecho natural, Las Casas asumía que el poder político era necesario para que el hombre pudiera realizarse, para que alcanzara el fin de su existencia terrena: vivir bien. Para el dominico, como lo argumentaba Aristóteles, el hombre era un animal social que requería la comunidad para sobrevivir; y la comunidad, a su vez, necesitaba de alguien que la rigiera y gobernara políticamente. Así explicaba Las Casas el carácter natural de la sociedad política:
Cuando alguna cosa es a otra natural, todo aquello le es también natural de necesidad, sin lo cual aquella no se puede haber o alcançar, porque la naturaleza no faltara en las cosas necesarias, según el Filósofo [Aristóteles] enseña en el 3 De anima. Pues, así es que vivir los hombres en compañía de otros, vida política y social, como en lugares y ciudades, es a los hombres natural según el mismo Filósofo, 1 Politicorum, y la razón da, conviene a saber: porque vivir un hombre solo, o una casa de marido y mujer y hijos sola, no podría sustentarse ni vivir mucho tiempo por las muchas necesidades que ocurre, las cuales no puede uno ni pocos remediar y suplir. Luego, todo aquello que para sustentar aquella compañía o sociedad fuere necesario, serle ha natural y debérsele ha de Derecho natural. Y esto es, y principal entre otras cosas, tener quien rija y gobierne aquella compañía y comunidad y tenga cargo del bien común. Porque siendo muchos ayuntados sin quien los rija, engendraríase confusión como es claro, y por consiguiente la comunidad se desharía y no se conservaría, contra lo que la naturaleza pretende, dando a los hombres de vivir en compañía inclinación natural.34
Si bien Las Casas reconocía el carácter natural del poder político, la forma en que se ejercía y el hecho de que una persona y no otra lo detentara, no resultaba de la naturaleza sino de la voluntad de los hombres y del derecho de gentes.35 Inmediatamente después de la cita anterior aparece en el tratado la siguiente aclaración: “Este regente o gobernador no es ni puede ser otro, sino aquel que toda la comunidad eligió al principio, o donde no lo tuviere elegido eligiere”.36 Así, aunque el poder político existiera por naturaleza, no era por esta causa que los gobernantes lo ejercían justamente, sino solo porque el pueblo decidía libremente otorgarles la jurisdicción que le era propia para que promovieran el bien de la comunidad. Este movimiento no convertía al gobernante en el poseedor de la jurisdicción, sino solo en su administrador, como claramente lo estipulaba el dominico:
La jurisdicción es en cierto modo una cosa ajena al rey porque no recibe la jurisdicción como dueño de la misma y el pueblo no se la dio para que abusase de ella, sino para que usase de ella por sí y por sus jueces y magistrados, hombres buenos, para proteger al pueblo.37
Al ser la comunidad o el pueblo en su conjunto quien delegaba la jurisdicción al gobernante, el único fin de esa delegación, de la institución misma del poder político, era el bien común y por ello no podían nunca anteponerse los intereses individuales -menos aún los del gobernante- al bienestar de la república. Así lo establecía Las Casas utilizando las categorías aristotélicas al señalar que “el pueblo fue la causa eficiente y final de los reyes y príncipes, por lo que éstos están ordenados al pueblo, o al bien del pueblo, y a la utilidad común como a su fin”.38 Entre las obligaciones del gobernante hacia el bien común se encontraban promover y garantizar la paz, la multiplicación y sucesión de la población, la virtud de los ciudadanos y la defensa ante enemigos internos y extranjeros.39
Es importante destacar que, a diferencia de la mayor parte de los teólogos escolásticos de la primera mitad del siglo XVI, Las Casas prefería utilizar el término jurisdicción sobre el de dominio para referirse al poder político. Esto supone un distanciamiento entre el lenguaje político empleado por Las Casas y aquel de ciertos teólogos de la llamada Escuela de Salamanca. El término jurisdicción no era desconocido ni ajeno a autores como Francisco de Vitoria, Domingo de Soto o Alonso de la Veracruz; no obstante, éstos preferían usar el concepto teológico dominio de la teología medieval.40 Las Casas, en cambio, optaba por utilizar el término iurisdictio, preferido en la tradición romana, sobre todo en sus últimos tratados.41 El hecho de que exista en Las Casas este desplazamiento nos habla, por un lado, de la fuerte incidencia que tiene el derecho romano en su pensamiento, que se fue haciendo más importante conforme alcanzaba su madurez intelectual, pero también del interés del dominico por marcar de manera explícita la diferencia entre la idea de dominio como propiedad y la de jurisdicción como poder político, y los distintos alcances, derechos y obligaciones que de cada una se derivaban, evitando con ello posibles confusiones.
El dominio como derecho de propiedad, el uso apropiado del término según Las Casas, era el poder del dueño para usar a su antojo y discreción los bienes que legítimamente poseía.42 Por su parte, la jurisdicción era concebida por Las Casas como “la sustancia y el fundamento de todo cuanto el rey, rector o cualquier juez hace en toda la república”.43 Se trataba de un poder que se ejercía en el ámbito público, que otorgaba la facultad de imponer coactivamente las decisiones y cuyo fin era resguardar el orden y garantizar la reproducción y el bienestar de la comunidad. La jurisdicción remitía en primer lugar a la administración de justicia, al dictar y establecer el derecho. No obstante, el concepto era utilizado por Las Casas de una forma más amplia, no solo para designar la actividad judicial sino también a facultades gubernativas. Como lo señala Pedro Cardim, la jurisdicción era concebida por los juristas escolásticos como la legítima potestad cuyas funciones abarcaban elementos judiciales, normativos y administrativos.44 Esta era la forma en que Las Casas utilizaba el concepto.
La insistencia de Las Casas en distinguir entre dominio y jurisdicción al hablar del poder político cobraba especial relevancia en tanto que, para él, el rey y todos los gobernantes no eran dueños, amos o señores (domini) de sus reinos ni de sus súbditos, sino solamente, en cuanto depositarios de la jurisdicción, “rectores, prepósitos y administradores de las repúblicas”.45 La diferencia entre dominio y jurisdicción tenía, evidentemente, implicaciones fundamentales con respecto a los límites del ejercicio del poder.
Los límites de la autoridad
Para Bartolomé de Las Casas el poder político debía ser restringido, pues de lo contrario se tornaría en tiranía. Dónde y cómo se establecían los límites a la autoridad son cuestiones centrales de sus últimos tratados y también se encuentran vinculados al problema de cómo mantener la libertad bajo el poder político.
De la misma forma en que el origen y la legitimidad de la jurisdicción estaban fundamentados en el derecho natural y en la voluntad de la comunidad, para el autor, los límites que los gobernantes tenían a la hora de ejercerlo estaban definidos por estos elementos. En cuanto al primero de ellos, partiendo del pensamiento iusnaturalista de Tomás de Aquino, Las Casas señalaba que todos los príncipes y reyes debían gobernar de acuerdo a los principios del derecho natural, los cuales eran accesibles a los hombres mediante la razón.46 Estos principios obligaban a las autoridades moral y jurídicamente, y establecían los límites para administrar la república, dictar justicia y legislar.47 El derecho natural era, pues, el primer regulador de la actividad política y a ningún gobernante le estaba permitido hacer nada contra él.48 Así, por ejemplo, el perjurio, el robo y la estafa estaban prohibidos por derecho natural, por ello, ningún gobernante podía cometerlos, más allá de que estuviera o no estipulado en el derecho positivo.49 Asimismo, si el rey o un magistrado ordenaban algo en contra del derecho natural y la utilidad común, tanto los gobernantes subalternos como quienes recibían el mandato podían rechazarlo legítimamente, incluso con la fuerza.50
El otro límite fundamental de la autoridad era la voluntad libre del pueblo y el establecimiento de pactos entre gobernantes y gobernados. Al ser la comunidad quien decidía sujetarse voluntariamente a la autoridad de uno o varios gobernantes, ésta poseía la facultad de establecer las condiciones del gobierno:
Porque la razón natural dicta y enseña que cualquiera pueblo o gente libre que se determinase de sujetar al gobierno, jurisdicción y principado de alguno o algunos, y de libre hacerse sujeto obligando sus personas a la dicha fidelidad que según los juristas es una especie de servidumbre, y a cumplir los otros derechos y cargas que a la tal sujeción se siguen, que pueden pedir e asentar las condiciones que quisiere, con que no sean contra la razón natural, mayormente si fueren favorables al bien público.51
El fundamento y las condiciones sobre las cuales se establecían las condiciones de gobierno entre los pueblos y sus gobernantes son desarrollados en De thesauris. En ellos se manifiesta el carácter profundamente contractual de su postura:
De aquí que haya sido costumbre establecida entre todos los pueblos y gentes, al hacer la designación y elección de sus reyes, desde el primer momento en que se propusieron crear y designar sobre sí magistrados o reyes, o en la coronación de éstos o en el momento en que son aceptados sus sucesores, hacer algún tratado, pacto, ley, convención o acuerdo, o renovar los ya hechos con los predecesores, entre ambos, esto es, entre el rey y el pueblo; y esto espontáneamente y de buena fe. En tal tratado o pacto se estipulará la manera de ejercer la potestad y jurisdicción regias: el rey prometerá de palabra, bajo juramento, y por escrito, jurando tácita o expresamente que velará debidamente por el pueblo, que introducirá un buen régimen, que concederá libertades y exenciones, que favorecerá las buenas costumbres que se mantienen por tradición desde la antigüedad, o, si éstas no existen, o al pueblo ya no le agradan las viejas costumbres, que favorecerá otras nuevas y otros privilegios favorables que el pueblo pida para sí, para su conservación, en el marco de un perfecto estado de toda la república. […] Nos encontramos aquí con un contrato recíproco que brota de una y otra parte; con una obligación que surge de la voluntad de las partes. Por ello decimos que, al hacerse un pacto, aunamos voluntades diversas. Así, el rey, rector o magistrado queda, en consecuencia, obligado al reino o a la república y, a su vez, el reino y la república quedarían obligados al rey o al magistrado.52
El derecho de la comunidad de intervenir en el gobierno de la república no se limitaba al establecimiento de leyes fundamentales o pactos a la hora de designar a la autoridad -en la constitución en el sentido aristotélico- sino que lo mantenía en todo momento. Recordemos que este autor consideraba que la jurisdicción no era una posesión del gobernante sino de la comunidad. Esto implicaba que los primeros necesitaran el consentimiento del pueblo para llevar a cabo las acciones de gobierno. Las Casas resume su argumento retomando la máxima jurídica Quod omnes tangit debet ab omnibus approbari, es decir, lo que concierne a todos debe ser aprobado por todos.53
En distintas partes de su obra, principalmente en el tratado De regia potestate, aparecen claramente establecidos los actos o negocios en los cuales el gobernante necesitaba tener el consentimiento de la comunidad para llevarlos a cabo o que, en su defecto, pecaría y la acción no tendría valor jurídico. Entre otros asuntos destaca el establecimiento de nuevas leyes;54 la imposición, modificación o enajenación de cualquier tipo de tributo o impuesto;55 la enajenación de bienes públicos, comunes y privados;56 y la enajenación, venta o permuta de la jurisdicción o el dominio de ciudades, villas o cualquier tipo de población a otra persona.57
¿Qué entendía Las Casas por el consentimiento o la voluntad del pueblo y cómo era posible acceder a ella? Recordemos que para Las Casas la comunidad se constituía en sociedad política como un solo cuerpo, cuya voluntad o último fin era el bien común. Dentro del pensamiento escolástico en general, una de las principales formas en que se manifestaba la voluntad de la comunidad era en sus usos y costumbres. Por esta razón, la costumbre tenía validez de ley y los gobernantes debían respetarla.58 Las Casas compartía este presupuesto, aunque consideraba otros mecanismos por los cuales debía expresarse el consentimiento del pueblo. Al tratar sobre los tributos explica otra forma mediante la cual la voluntad de la república debía ser conocida por las autoridades. El dominico sostenía que siempre que un pueblo libre es obligado a pagar una carga, “conviene que se convoque a cuantos el negocio atañe y que se obtenga su libre consentimiento, de lo contrario, lo actuado no tendrá valor alguno”.59 Así, por ejemplo, si el rey de España quería legítimamente cobrar tributos a los indios, se requería que “todos los reyes y la universalidad de los pueblos de aquellas naciones sean convocados y que sea demandado y conseguido judicialmente de parte de ellos, su libre consenso”.60 El hecho de que fuera necesario para el rey contar con el consentimiento judicial de los pueblos y sus gobernantes inmediatos nos habla de que Las Casas tenía en mente un mecanismo de validación de las acciones de gobierno riguroso y sofisticado que otorgara un amplio poder a las comunidades.61
Como vemos, aunque al tratar sobre los límites de la autoridad Las Casas recupera principios del iusnaturalismo tomista -al considerar el derecho natural como un referente objetivo para determinar la justicia de las acciones de gobierno-, el centro de su argumentación lo ocupa la voluntad del pueblo y los pactos con la autoridad emanados de ésta. En este punto Las Casas se distancia de los principales autores de la segunda escolástica, como Francisco de Vitoria, Domingo de Soto o Alonso de la Veracruz, quienes, a pesar de la importancia que le daban a la voluntad de la comunidad dentro del gobierno de la república, consideraban que los principios del derecho natural se encontraban por encima de ésta y eran el último referente para legitimar la acción de un gobernante. Las Casas, en cambio, situaba en el mismo nivel ambos elementos: tan necesario era que la acción política respetara los principios de la razón natural como que respetara las condiciones de gobierno establecidas por la república y contara con el libre consentimiento del pueblo en su conjunto.
La libertad como no dependencia
Para Las Casas la libertad es el bien más preciado que puede tener un pueblo.62 Por esta razón, como se señaló, el problema de cómo ser libres bajo el poder de un gobernante se ubica en el centro de su reflexión política. Al atender esta problemática, Las Casas utiliza el concepto de libertad de distintas formas. El uso que hace del concepto y el lugar que ocupa dentro de su pensamiento lo distinguirá de la mayor parte de los escolásticos de su tiempo y lo acercará a ciertos postulados desarrollados paralelamente por el humanismo cívico. Veamos cómo concibe el autor la libertad para después analizar las implicaciones que tenía en su teoría política.
Las Casas entiende la libertad de dos formas distintas, por un lado, como una facultad y un derecho natural del ser humano y, por otro, como un estado o situación. El primer uso del concepto, el más extendido entre los autores escolásticos de la época, concibe la libertad como la facultad individual, fundada en la razón, para tomar decisiones y proceder conforme a ellas dentro de un marco limitado por el derecho. Esta idea de libertad recupera principios del derecho romano, así como de la tradición aristotélica-tomista. Las Casas transcribe en varias de sus obras la definición que aparece en el Digesto, donde se presenta la libertad como “la facultad natural, esto es, la posibilidad de hacer aquello que a cualquiera le agrada hacer, salvo que la fuerza o el derecho se lo prohíba”.63 Ser libre, en este sentido, es poder actuar -sin impedimentos de fuerza o de derecho- en la búsqueda de fines específicos.64 Cuando Las Casas atribuye esa facultad a la posesión del raciocinio remite a principios postulados por Aristóteles y Tomás de Aquino, quienes sostenían que el acto libre era necesariamente el resultado de un proceso deliberativo en el que intervenían la razón y la voluntad. Solo los hombres, en tanto seres racionales, podían elegir conscientemente entre distintas opciones para actuar dentro del campo que les era permitido por la fuerza o la ley en sus distintos niveles.
Esta libertad, para Las Casas, era dada a los hombres por naturaleza. Al argumentar esto, el dominico se oponía a la teoría aristotélica de la servidumbre natural, que sostenía que en el mundo había hombres que por naturaleza debían dominar a otros. Retomando principios del derecho romano, Las Casas sostenía que, desde su origen, todos los hombres eran libres, pues, por su condición racional, todos tenían la facultad de disponer sobre sí mismos, y no existía en la naturaleza la subordinación de una persona a otra.65 No obstante, siguiendo nuevamente los textos del derecho romano, reconocía que el ser humano había instituido mediante el derecho de gentes la esclavitud y la servidumbre, razón por la cual existían en el mundo hombres libres y siervos.66 Así, mientras la esclavitud era una institución jurídica creada por el hombre, un estado accidental que existía solo como resultado de una serie de condiciones establecidas previamente por los pueblos, la libertad era natural, en el sentido de intrínseca al ser humano, y por ello no podía ser coaccionada de forma injustificada por ninguna persona.
En sus últimos tratados Las Casas hará un movimiento singular al considerar esta forma de libertad como un derecho que le correspondía al ser humano por naturaleza. Así lo apuntaba al señalar que: “la libertad es un derecho ínsito en el hombre por necesidad y per se, como consecuencia de la naturaleza racional y, por ello, es de derecho natural”.67 Al hacer esto, Las Casas establecía una defensa más enfática de la libertad, pues mientras una facultad se podía o no ejercer, un derecho de esta naturaleza era imprescriptible.68
El uso del concepto de libertad en este sentido es fundamental en los escritos de Las Casas para denunciar la coacción injustificada a los indígenas americanos, y es a partir de él que el autor establece sus críticas a la encomienda, el repartimiento o el empleo de la fuerza para la evangelización. En tanto que los hombres poseían por naturaleza el derecho a la libertad no podían ser obligados a actuar en contra de su voluntad sin justificación. No obstante, bajo este principio de libertad, los hombres -pensemos de nuevo en los indígenas americanos- eran o podían ser tenidos por libres pese a no haber autorizado el poder político sobre ellos o pese a no tomar parte en las decisiones de su gobierno; bastaba que no fueran molestados ni en sus bienes ni en sus personas.69
Ante esta limitación, Las Casas se aproxima al concepto de libertad de otra manera, concibiéndolo no solo como una facultad sino también como un estado o situación de no dependencia o servidumbre.70 Ciertamente, el dominico no hace explícito su doble uso del término, pero la distinción queda clara cuando apunta que originalmente todas las tierras y los objetos, al no tener dueños, eran libres.71 Si la libertad es entendida solo como la facultad de actuar, resultaría imposible que los objetos inanimados fueran libres; así pues, en este otro sentido, libertad significa no estar bajo la posesión o el dominio de alguien más.
Esta forma de concebir la libertad, a la cual Las Casas también accede mediante el derecho romano, es utilizada por el autor no solo para hablar de los objetos, sino también de los individuos y los pueblos en un contexto político. Al igual que las cosas, los hombres y las sociedades son libres al no estar sujetas a la voluntad arbitraria de un tercero, cuando no están en una situación de dominación o servidumbre. Por esta razón, los límites a la autoridad analizados en el apartado anterior resultaban necesarios para evitar la pérdida de libertad. Insistiendo en este punto, Las Casas hacía explícito el principio de que el gobernante no debía actuar según su arbitrio, sino siguiendo lo establecido por las leyes, las cuales debían estar subordinadas al bien común:
Ningún rector, rey o príncipe, de ningún reino o comunidad, por más alto que sea, tiene libertad o potestad de mandar a sus súbditos como quiera y al arbitrio de su voluntad, sino solo según las leyes.
Ahora bien, las leyes deben de estar redactadas para el bien común de todos y no en perjuicio de la república, sino ajustadas a la república y al bien público, y no la república a las leyes.72
Y en otro lugar apunta:
Quien manda tiene sobre sus súbditos una potestad no suya sino de la ley, que está subordinada al bien común, por lo que los súbditos no están bajo la potestad de quien manda, sino de la ley, ya que no están debajo de un hombre, sino de la ley justa. De lo que se deduce que, aunque los reyes tengan ciudadanos y súbditos, éstos no son plena y propiamente posesiones suyas. [Y concluye, tras citar a Séneca y Aristóteles:] De ello se deduce que el dominio (como impropiamente se llama) que reciben los reyes sobre sus reinos no implica ningún perjuicio a la libertad.73
Las Casas desarrolló en el contexto hispano postulados similares a los que desde algún tiempo atrás venían sosteniendo los defensores de las repúblicas italianas del Renacimiento.74 Al igual que los autores del llamado humanismo cívico, el dominico ubicó la libertad en el centro de su filosofía política y describió al tirano no solo como el que gobernaba contra los principios del derecho natural sino, sobre todo, como aquel que atentaba contra la libertad de la comunidad.75 Para Las Casas la libertad como no dependencia también era de derecho natural y, por lo tanto, extensiva a todos los seres humanos. Así lo apuntaba al sostener que “desde los comienzos del género humano todos los hombres, todas las tierras y todas las cosas fueron libres y alodiales, esto es, francas y no sujetas a servidumbre, por derecho natural y de gentes”.76
El principio de libertad como no servidumbre tenía, en el pensamiento de Las Casas, cuando menos dos implicaciones normativas: por un lado, la obligación de respetar la independencia de todas las naciones y pueblos de la tierra; y, por otro, la autonomía que dentro de una monarquía o imperio debían tener los individuos y los cuerpos políticos o repúblicas que éstos conformaban, particularmente las ciudades y, en el caso americano, los señoríos indígenas.
En cuanto a la primera implicación, Las Casas utiliza el concepto para denunciar las guerras e invasiones entre naciones y defender el derecho de los pueblos a gobernarse a sí mismos. En un momento en el que la noción de soberanía como hoy la entendemos no existía,77 Las Casas señalaba categóricamente que: “Cualesquier naciones y pueblos, por infieles que sean, poseedores de tierras y de reinos independientes, en los que habitaron desde un principio, son pueblos libres y no reconocen fuera de sí ningún superior, excepto los suyos propios”.78
Al sostener esto, argumentaba directamente contra los autores que, como Palacios Rubios o Ginés de Sepúlveda, consideraban legítimo dentro del marco del derecho natural y de gentes que una nación o persona interviniera para dominar a otra. Para Las Casas, los pueblos libres habían designado a sus propias autoridades y nadie más podía ejercer sobre ellos ningún tipo de poder o jurisdicción sin su consentimiento, sin importar que dicho gobierno no atentara contra los intereses de las comunidades en cuestión. La libertad, pues, en el contexto de las relaciones entre pueblos o naciones, se concebía como independencia.79
Para el autor, el simple temor a la pérdida de esta libertad daba a los pueblos el derecho de negar a personas extranjeras la entrada a su territorio. Al sostener esto, se oponía de forma directa a buena parte de los teólogos escolásticos, para quienes los hombres debían poder trasladarse por el mundo sin ser molestados.80 Apuntaba Las Casas:
Cualquier pueblo, ciudad, municipio o reino que no reconocen a otro príncipe superior, así como su sumo gobernador, pueden, mediante la promulgación de un estatuto o ley real, si ello fuera conveniente para la paz y tranquilidad, para evitar la corrupción de malas costumbres y para la defensa, seguridad y conservación del estado, reino o república, prohibir a toda persona del exterior, extranjera o de cualquier otro reino, la entrada a su reino, provincia o ciudad de su jurisdicción por el motivo que sea: para ejercer el comercio, cambiar, comprar, vender o fijar allí su residencia. Y actuar así sería obrar razonable y prudentemente, lo mismo se basaría en la autoridad del derecho de gentes y natural el castigar al que tratase de incumplir tales órdenes. […] En efecto, todo pueblo libre, ciudad y comunidad razonablemente deben temer que otros más poderosos que ellos, de extraña nación, maquinen someterlos, con lo que perderían su libertad.81
La segunda implicación del concepto de libertad como ausencia de servidumbre, en la teoría de Las Casas se presenta, como se mencionó, en el terreno de la relación entre los reyes y los súbditos y los cuerpos políticos que éstos constituían. Recordemos que, para Las Casas, el rey no tenía el dominio -como derecho posesión- sobre sus súbditos sino solo la jurisdicción para buscar el bien común, por lo tanto, el ejercicio del poder no debía implicar una relación de servidumbre que llevara a la pérdida de libertad de los gobernados.82 Así pues, no solo las naciones eran libres con relación a otras, también lo eran las comunidades con relación a su rey. Las Casas retomará este principio al hablar de las ciudades y, en el caso americano, de los pueblos y señoríos indígenas.
Recuperando principios del pensamiento aristotélico, Las Casas consideraba a la ciudad la comunidad perfecta, en tanto autosuficiente para la realización de la vida política y moral del hombre.83 Si bien los seres humanos requerían de las ciudades para vivir, la existencia de las ciudades no dependía de formar parte de un reino. Su participación en una entidad más amplia era, entonces, por conveniencia. Por ello, al someterse libre y voluntariamente al poder de un rey o un emperador, las ciudades no debían perder su libertad ni sus gobernantes la autoridad que les había concedido el pueblo. En De regia potestate Las Casas se plantea la pregunta de si el rey puede obligar a las ciudades a ayudar al reino al que pertenecen cuando esto supone un riesgo para ellas. La respuesta para Las Casas es negativa:
La ciudad es parte del reino y siendo toda ciudad una comunidad perfecta y autosuficiente, cuya vida es su república según Aristóteles (Política), debe antes que nada mirar por todo lo que tiende a su defensa o conservación y, consiguientemente, no está obligada, para evitar algún mal o desgracia del reino o de alguna de sus partes, o para promover alguna utilidad o beneficio a los mismos, a exponerse a un peligro que pueda significar su destrucción o un daño grave.84
El lugar primordial que ocupaban las ciudades en la vida política no solo les otorgaba la capacidad de rechazar un mandato del rey sino que obligaba a éste a consultarlas para gobernar. El principio de la voluntad del pueblo como límite de la autoridad era también una manera por la cual las ciudades ejercían su libertad como autonomía. Las Casas encontraba en los mecanismos de las Cortes, instituciones en donde estaban representadas las ciudades de los reinos, y en los procuradores que solían mandar a la corte algunas poblaciones, una de las vías para hacerlo.85
Pero es en el tratamiento de los pueblos indígenas donde cobra más relevancia, dentro del pensamiento lascasiano, el uso del concepto de libertad como no dependencia. Como se señaló, Las Casas consideraba positivo que los señoríos indígenas americanos se incorporaran a la Monarquía española. Esto, para el dominico, facilitaría su conversión al cristianismo y su salvación. Sin embargo, acorde a su idea sobre el origen y la legitimidad del poder político, para que el rey de las Españas pudiera tener jurisdicción sobre los indígenas era absolutamente necesario contar con su consentimiento y el de los cuerpos políticos constituidos por ellos:
El hecho de aceptar a nuestro rey de las Españas como señor universal es algo que atañe a todas aquellas naciones de las Indias, no solo a los reyes y príncipes, pueblos, provincias, ciudades, municipios y lugares, sino también a cada persona de cada provincia, ciudad, municipio y lugar […] Por lo tanto, siendo tales pueblos como son por naturaleza libres, por derecho natural gozan de la potestad y facultad de prestar su consentimiento y de contradecir. Luego todos, tanto grandes como pequeños, tanto los pueblos enteros como las personas individuales, deben ser convocados y de todos ellos deberá solicitarse y lograrse la presentación del libre consentimiento.86
El consentimiento de los pueblos indígenas no se agotaba en la autorización de someterse a la jurisdicción del rey de España. Sí decidían finalmente incorporarse a la Monarquía, no podía esto implicar la pérdida de su libertad. Por ello, si el rey español se ubicaba como la autoridad suprema de una monarquía que incluyera los pueblos, reinos y señoríos indígenas, estaba obligado a respetar su libertad y sus propios gobiernos:
Conviene a saber que cuanto a la jurisdicción y gobierno general para los defender en sus estados y libertad, mayormente en las cosas de la fe, y cuanto a esto se dirán súbditos o vasallos suyos los reyes y los pueblos y vasallos, y los Reyes de Castilla se nombrarán Príncipes o Señores universales; pero cuanto al inmediato gobierno y jurisdicción sobre sus propios súbditos [los señores indígenas] no se pueden decir súbditos de los Reyes de Castilla […] porque si lo que la objeción pretende se hubiese de entender y ejecutar, es manifiesto que con efecto era privar a los reyes de sus estados y vasallos y a los unos y a los otros de sus bienes y libertad, lo cual queda arriba reprobado, y como injusto y tiránico y abominado.87
El proyecto de Monarquía de Bartolomé de Las Casas contemplaba la idea de una especie de confederación de repúblicas libres en la que el rey ejercía la autoridad superior, limitada por las leyes y la voluntad de los pueblos y ciudades, y en donde los súbditos y las comunidades, particu larmente los pueblos indígenas, conservaban sus propias jurisdicciones, mantenían su libertad como no dependencia.
Conclusión
En su reflexión sobre el problema de la incorporación de las Indias a la Monarquía hispánica y en su análisis de las características del poder regio, Las Casas buscó establecer los mecanismos para conciliar la libertad de los súbditos y el poder del rey. Al hacerlo, recuperó y desarrolló presupuestos y postulados políticos que podrían caracterizarse como republicanos y constitucionalistas. Entre ellos destacan el origen popular del poder de los gobernantes, la supremacía del bien común sobre los intereses particulares, la necesidad de limitar la autoridad mediante pactos y contratos, la exigencia de la participación del pueblo en su gobierno, y la defensa de la libertad como independencia de los hombres y las comunidades políticas.
Los principios utilizados por Las Casas aparecen también esgrimidos por autores de otras tradiciones, quienes, desde diversos lugares, momentos e intenciones, recurrieron a ellos para argumentar en sus propios contextos polémicos. Tal es el caso del humanismo cívico italiano, del republicanismo anglófono de mediados del siglo XVII y de una serie de pensadores que participó en las revoluciones atlánticas de fines del siglo XVIII y principios del XIX. La diferencia entre cada una de estas tradiciones -caracterizadas como republicanas o constitucionalistas- no está entonces en haber recurrido a tales principios sino en la forma particular en que los integraron a sus discursos, en el uso que les dieron y, sobre todo, en las polémicas concretas en las que buscaron incidir.
Como se ha visto a lo largo de este artículo, Bartolomé de Las Casas recuperó y desarrolló dichos presupuestos dentro del lenguaje escolástico, partiendo de postulados aristotélicos, del iusnaturalismo tomista y del derecho común. A partir de ellos, sin desafiar el régimen monárquico, estableció una defensa de la libertad política de los pueblos, especialmente de los indígenas americanos. Al hacerlo, el dominico actualizó y ensanchó las posibilidades de uso e interpretación de algunos presupuestos constitucionalistas y republicanos de su tiempo. El lugar central que ocupó dentro de su lenguaje escolástico el concepto de libertad como no dependencia y el utilizar dichos argumentos para realizar una crítica a la dominación imperial sobre pueblos no europeos, serían características singulares de su pensamiento.
Más allá de mostrar la particularidad del pensamiento de Las Casas, probar que este autor pudo recuperar y actualizar estos recursos argumentativos, ampliando los límites de su interpretación, contribuye a revelar que la diversidad de los lenguajes políticos en Hispanoamérica fue mayor de lo que se suele reconocer para la modernidad temprana, que se pudo decir -y hacer- más de lo que comúnmente se ha pensado. Así, por ejemplo, se muestra que las teorías y prácticas de gobierno de carácter absolutista no fueron puestas en cuestión exclusivamente desde afuera, por tradiciones lejanas temporal o geográficamente. Como queda claro en los tratados de Las Casas, las críticas a los presupuestos y conceptos que defendían el poder absoluto de los reyes o que dejaban a la república fuera de los asuntos políticos, se pudieron establecer desde los métodos y las fuentes más comunes del mundo hispánico del siglo XVI; y, también es patente que no fueron hechas solo por autores marginales o clandestinos, sino que se establecieron desde el corazón mismo de la Monarquía.
Si aceptamos lo anterior, es decir, que las condiciones de posibilidad del pensamiento de Las Casas y los recursos lingüísticos e intelectuales que tuvo a su disposición no fueron excepcionales, es posible reconocer la existencia de lenguajes republicanos hispanoamericanos desde el siglo XVI. Estos lenguajes -en plural- se presentarían, no como tradiciones cerradas o acabadas, sino como conjuntos de conceptos, argumentos y presupuestos políticos disponibles para ser utilizados.88 Con ello, me parece, se podrían realizar nuevas lecturas del pensamiento político del mundo hispánico y, también, de las instituciones, prácticas y procesos políticos de la Monarquía. Pensemos, por mencionar unos ejemplos, en la vasta producción de tratados escolásticos sobre temas políticos y jurídicos; en los discursos elaborados por las ciudades y sus cabildos para dirigirse a la corona; en las formas que guardaron los constantes procesos de negociación que, en materia fiscal, se presentaron entre el rey y los cuerpos que conformaban los reinos; en los argumentos usados por los habitantes de las ciudades y los reinos para exigir ocupar los cargos políticos de su demarcación; o en la manera en que se organizó el gobierno de los indígenas a partir de las llamadas repúblicas de indios. ¿Hasta qué punto presupuestos y argumentos similares a los que utilizó Las Casas en sus tratados aparecen desperdigados en estos y otros espacios de conflicto y negociación? Mi respuesta es que, una vez que se hacen visibles, que se considera la posibilidad de su formulación, resultan más comunes de encontrar de lo que probablemente asumiríamos.