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Historia mexicana

On-line version ISSN 2448-6531Print version ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.64 n.4 Ciudad de México Apr./Jun. 2015

 

Artículos

Educación y ciudadanía. Catecismos cívicos en Nuevo León y Coahuila durante el porfiriato

Education and citizenship. Civil catechisms in Nuevo León and Coahuila during the Porfiriato

Edgar Iván Espinosa Martínez* 

*Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. México. edgarivan.espinosamartinez@gmail.com


Resumen

El artículo analiza dos catecismos cívicos publicados en Nuevo León y Coahuila en la década de 1880. El trabajo aclara qué impulsó la escritura y publicación de los textos. El planteamiento cobra relevancia si se toma en cuenta que para entonces el formato pregunta-respuesta ya había sido desplazado por estrategias consideradas más analíticas. Asimismo, la investigación arroja luz sobre dos proyectos estatales considerados estratégicos, desarrollados en una región del norte de la República, cuyo propósito era la educación de la niñez.

Palabras clave: México; ciudadanía; niñez; siglo XIX

Abstract

This article analyzes two civil catechisms published in Nuevo León and Coahuila during the 1880s and explains what motivated the writing and publication of the texts. The relevance of this approach becomes clear if it is remembered that, in this period, the question-response format had already been utilized for strategies that had been considered more analytic. This research thus sheds light on two state-level projects in northern Mexico, then considered to be strategic, which were aimed at educating children.

Keywords: Mexico; citizenship; childhood; 19th Century

A la memoria de Antonio Peña

(1974-2014)

Y si el saber es la primera necesidad de pueblo,

¿cuál será la primera obligación del ciudadano?

La de instruirse, para que la reunión de ciudadanos

instruidos forme un cuerpo que sepa gobernarse […]

Si la primera necesidad del pueblo es la instrucción,

¿cuál será el primer deber de los gobernantes de una República?

Clarísimo es, que deben dar al pueblo

abundantes elementos de instrucción,

y obligar a los ciudadanos a que se instruyan.

José Eleuterio González, 1868

El propósito del presente artículo es analizar el uso y difusión del Catecismo político, geográfico e histórico de Nuevo León [1881] de Hermenegildo Dávila y del Catecismo político, geográfico e histórico de Coahuila de Zaragoza [1886] de Esteban L. Portillo en las entidades mencionadas. Proponemos para dicho análisis la premisa que indicaría la promoción del concepto de ciudadano mediante la educación en un momento de relativa estabilidad a nivel nacional. Además, se identifica a ambos textos como muestra de la tradición literaria mexicana que impulsó la construcción de una cultura nacional después de la independencia y que se prolongó por generaciones.

El concepto que priva en las investigaciones realizadas sobre el tema en nuestro país (Anne Staples, Dorothy Tanck, E. Roldán, Carlos Illades, Daniela Traffano) es el de “catecismo político” para referirse a un objeto y abordarlo según los planteamientos de la historia política y cultural. Así, el énfasis suele ponerse en la transmisión de los preceptos constitucionales vigentes de forma doctrinaria, cuya aspiración era que el individuo los asumiera. La siguiente referencia me sirve de ejemplo: Eugenia Roldán en “The Making of Citizens” [apéndices IV y V] presenta un inventario de catecismos editados en México durante el siglo XIX en dos apartados: 63 corresponden al orden alfabético y 62 al cronológico.1 Sin embargo, no aparecen los catecismos aquí aludidos. Por supuesto no fue un descuido. Infiero que la decisión de la autora de dejarlos al margen tiene que ver con que las propuestas citadas van más allá de la difusión de ideas y nociones meramente políticas. La inferencia anterior se robustece si se toma en cuenta que la historiadora en esa misma investigación [Apéndice VI] identifica 188 catecismos políticos editados en España e Hispanoamérica, y ubica en el número 95 un Catecismo constitucional de Nuevo León de un tal Hermenegildo Dávila publicado en 1881. Se trata de uno de nuestros personajes con un fragmento del libro ya referido en cuyo formato se excluyeron los rubros relativos a la geografía y a la historia.

Planteado lo anterior y en lo que respecta a este artículo, decido utilizar el término “catecismo cívico” por considerar que tiene un sentido más amplio; es decir, los textos que se abordan, además de considerar el rubro estrictamente político (preceptos constitucionales), incluyen datos e información de su respectivo territorio y de su pasado. En este sentido, existe un primer matiz en lo que toca al objeto de estudio que impulsa el presente trabajo: se trata de obras que no sólo están compuestas por la vertiente política que caracterizó a este artefacto literario decimonónico, sino que también lo complementan dos aspectos cuya preocupación era enteramente académica, como son los temas geográfico e histórico. Dicho indicio, que se advierte desde el título de los textos, muestra que para las metas de los catecismos, tanto de Dávila como de Portillo, no les preocupaba tanto contribuir a moldear un ciudadano con base en ciertos valores, opiniones o actitudes, como el transmitir un tipo de conocimiento primordialmente local y de carácter educativo. Por último, emplear el adjetivo “cívico” permitiría contemplar diversos tipos de materiales (tratados, cartillas, lecciones, manuales y, por supuesto, catecismos) que durante la citada centuria pretendieron delinear el comportamiento de las y los mexicanos con un claro propósito estratégico de tipo formativo.

En cuanto al presente trabajo, defino educación como la transmisión y el aprendizaje de conocimientos (tradición, cultura, técnicas, valores) en un entorno de cambio, corrección y perfeccionamiento constante. Como proceso formativo ubicado en el ámbito de las ciencias sociales, en la educación es posible advertir tres fases principales: la antropológica (sujeto a educar), la teleológica (los objetivos que se persiguen) y la metodológica (la modalidad a seguir, en este caso preguntas y respuestas). La intención es identificar los puntos señalados en las propuestas de Dávila para Nuevo León y de Portillo para Coahuila.

En México, a lo largo del siglo XIX, se articularon políticas tendentes a modernizar la educación con énfasis en la etapa elemental. Sin embargo, las constantes crisis por las que atravesó el país incidieron en el poco impacto en cuanto a sus resultados. Durante el porfiriato [1876-1911], ciertas condiciones empezaron a definir una educación “moderna”. Por ejemplo, entre sus características debía ser íntegra; es decir, no sólo se trataba de transmitir conocimientos o habilidades, sino que su meta era encauzar al menor desde los planos intelectual, físico y moral para lo que entonces se consideraba su adecuado desarrollo. La intención era configurar un ciudadano leal a su país y útil a su sociedad. Los materiales aquí estudiados son parte de ese ambiente. Otro aspecto de aquella modernidad fue la definición institucional de un espacio específico para llevar a cabo dicha tarea: la escuela. De tal manera que asuntos relativos al mobiliario, la distribución de los alumnos en dichos espacios, la preparación del profesor, los “deberes” (moral, civismo, urbanidad) y la higiene comienzan a perfilar un nuevo tipo de proceso educativo. Si bien desde hacía tiempo el proceso educativo se realizaba desde distintos ámbitos (espacios privados como la familia en su hogar o públicos como la Iglesia), a partir de entonces el lugar designado de manera universal fueron las escuelas.2 Sin embargo, estas y otras políticas consideradas vanguardistas e innovadoras tuvieron un impacto -en el mejor de los casos- parcial: así, fueron los entornos urbanos donde se instaló el mayor número de recintos (con el consecuente incremento en la matrícula) y el analfabetismo se mantuvo alto.3

Así las cosas, ¿qué tipo de ciudadano tuvieron en mente la clase gobernante y la élite intelectual de entonces? Para explicar tal punto debo acercarme a la noción de liberalismo. Al desatarse las revoluciones atlánticas -en particular la estadounidense y francesa- las ideas liberales comenzaron a imponerse, con un énfasis en la promoción y salvaguarda de las libertades políticas (entre ellas, los derechos individuales). Es necesario decir que tal preocupación tomó forma en lugares como Inglaterra (siglo XVIII), donde la clase que poseía ciertos recursos (tierras, propiedades, pequeños talleres, capital acumulado) exigía reconocimiento a sus intereses por parte de las autoridades (civiles y reales). El impulso de esos argumentos se sustentaba en una aparente “coincidencia” de intereses: si el individuo gana, la sociedad gana. Para el siglo XIX, las posturas liberales entran en consonancia con la meta de otorgarle supremacía a los Estados nacionales; así, tanto en Europa (Italia y Alemania, por ejemplo) como en América (las antiguas colonias españolas, entre ellas México), emprendieron el camino en esa línea, lo que derivó en la contemplación de ciertos derechos considerados universales (libertad, justicia, orden, igualdad) y el advenimiento del ciudadano. Aquí surgió una paradoja: y es que si bien por esa época se exaltaba el derecho de la persona a ejercer dichas libertades, éstas debían ser reguladas por las instituciones del Estado. Es decir, ante la coyuntura que devino en la conformación de los Estados nacionales, el individuo (ciudadano) podría ejercer sus libertades pero dentro de los márgenes que ofrecía la máxima institución (esto es, el liberalismo en su fase estatista).4

En este ambiente, uno de los valores más ponderados y promovidos fue convertir a los individuos en ciudadanos, en un momento histórico en el que también se definían las bases que proyectaron a los modernos Estados nacionales. Si bien el objetivo era claro, debe señalarse que la sociedad mexicana del siglo XIX estaba llena de contradicciones. Ciertos estudios advierten que los distintos modos de comportamiento de las personas que conviven en sociedad hacen necesaria la constitución de un modelo cívico para regular la vida pública (instituciones y reglas que normen la interacción de los individuos). Una de esas condiciones para el funcionamiento de dicho modelo es la existencia de ciudadanos con su respectivo cúmulo de experiencias, valores y costumbres en ámbitos morales específicos; así, lo privado (individuo) y lo público (ciudadano) configurarían un orden más o menos explícito.5 En tal sentido, una de las principales preocupaciones de la élite gobernante de aquella época fue contar con una ciudadanía entendida como una forma efectiva de obediencia (deberes) hacia las autoridades. Sin embargo, la relación entre ambas esferas (gobernantes y ciudadanos) se desarrolló de manera más bien ambigua, contradictoria y casi siempre conflictiva. Lo anterior se explica -entre otras cosas- por el desencuentro entre la anhelada modernidad (jurídica y política) a la que aspiraba la clase en el poder -en especial después del triunfo liberal de 1867 y, con más ahínco durante el porfiriato- y el resto de la sociedad, que seguía sujeta a formas de organización y convivencia tradicionales (obediencia a autoridades religiosas, lealtad a caciques y caudillos).6

Esta brecha entre quienes tenían el mando y el pueblo, entre una cúpula que se inspiraba en el liberalismo de las Leyes de Reforma y el resto de los mexicanos, todavía atados a modos de sociabilidad arcaicos, resumió el conflicto en torno al proyecto de modernización nacional. En tales condiciones, durante las últimas décadas de dicha centuria se inició en nuestro país un proceso que trató de insertar a la nación en el ámbito del mundo moderno (libre mercado, avances científicos, desarrollo tecnológico, Estado fuerte, regímenes nacionalistas). En México, que cargaba con una herencia de inestabilidad, la cual afectaba en muchos sentidos, la clase gobernante de ese tiempo concluyó que era necesario hacer propios ciertos valores democráticos, liberales y republicanos si se quería acceder a esa modernidad; así, el consenso liberal porfiriano quedó sintetizado en tres ejes: ciencia (progreso material), patriotismo (reconocer lo nacional) y libertad (paz y estabilidad).7

Nos interesa acercarnos al siglo XIX, en particular a la última parte, por tratarse de un periodo de relativa estabilidad en la cual se logró abandonar las estructuras organizativas virreinales -consideradas entonces jerárquicas, monolíticas e inoperantes- para constituir otras acordes a una nueva circunstancia: instaurar un Estado moderno. En tal sentido, el planteamiento también sugiere aclarar la función que tuvo este tipo de literatura en dicho proceso, que aspiraba a difundir preceptos liberales y republicanos en un segmento específico de la población (niñez).

El método y su secularización

Si bien para el presente trabajo la atención se centra en el porfiriato en una región del norte del país, es necesario señalar que respecto a los catecismos cívicos -a su uso estratégico en lo político y en lo educativo-, para el caso de México el proceso se inició en forma a lo largo de la etapa novohispana. Para empezar, debe recordarse que el modelo catequístico formó parte del proceso constitutivo de lo que entonces se delimitó como Nueva España. En este caso, dicho modelo fue implantado y desarrollado con el propósito de evangelizar a la población nativa como parte medular de la conquista de tan vasto territorio. Para tal empresa, se imprimieron y circularon diversos tipos de textos (doctrinas, cartillas, manuales, catecismos) elaborados por religiosos (J. Zumárraga, P. Gante, A. Molina, M. Gilberti, G. Ripalda) de distintas congregaciones (franciscanos, jesuitas, dominicos) que se disputaban las almas de los indígenas americanos.8

En este ambiente, educación y política se complementaron para alcanzar un objetivo entonces considerado supremo: cristianizar a una población heterogénea en lo lingüístico y étnico a partir de la difusión de cierto tipo de conocimiento. Para acercarnos al método catequístico articulado en el ámbito cristiano, en este caso, en el seno del catolicismo, tomemos como ejemplo la estructura expositiva presente en la Doctrina cristiana [1591] del mencionado Ripalda:

P. ¿Qué quiere decir cristiano?

R. Hombre que tiene la fe en Cristo, que profesa en el bautismo. P. ¿Quién es Cristo?

R. Dios y hombre verdadero.

P. ¿Cómo es Dios?

R. Porque es natural hijo de Dios vivo.9

Identificado el método, encontramos que resulta ser bastante sencillo y -quizá por ello- efectivo: lectura en preguntas y respuestas. En dicha estrategia destacan algunas situaciones: por ejemplo, su utilidad para difundir conocimientos elementales sobre ciertos temas; asimismo, la figura de un mentor para guiar el ejercicio no era indispensable; además, el proceso no demandaba reflexión ni propiciaba debate alguno entre emisor (texto) y receptor (lector). El propósito se cumplía cuando la persona memorizaba la información y los datos, por lo general respuestas cortas y diferenciadas, expuestos en la obra. En tal fórmula radicó su éxito.10

El esquema mencionado permaneció incluso después de la independencia. El proceso que dio impulso definitivo a este tipo de literatura, ya con un carácter secular, fue la revolución francesa, por lo que a partir de la última parte del siglo XVIII la producción y divulgación de catecismos fue masiva. Lo anterior coincidió con la crisis en la península Ibérica hacia 1808 y las consecuentes aspiraciones independentistas en la América española. Bajo tales circunstancias, en México se dio un uso político e ideológico generalizado de estos objetos culturales durante las décadas siguientes.11

Para entender el uso cívico de este tipo de materiales en nuestro país a lo largo de la centuria decimonónica, es necesario -al menos en principio- hacer mención de ciertas condiciones heredadas de su periodo histórico anterior: una brecha importante entre gobernantes y el pueblo, una población que en su mayoría era analfabeta, con baja instrucción y deficiente nutrición, un predominio de la fe católica y una intrincada red de relaciones sociales de tipo tradicionalista (amiguismo, compadrazgo, servilismo). Los aspectos anteriores, propios de una cultura política de tipo súbdito, fraguados durante la etapa colonial, habrían configurado una sociedad jerárquica, rígida, monolítica y tradicional. Al consumarse la independencia y verse ante la necesidad de constituir un nuevo Estado nacional, las condiciones mencionadas resultaron aparentemente incompatibles con la aspiración de impulsar un proyecto de sociedad moderna. De hecho, la obra escrita a lo largo de aquel siglo por distintas generaciones activas política e intelectualmente, tuvo el propósito de crear y difundir “modelos de conducta” (fomentar el compromiso, reactivar la lealtad, restablecer jerarquías). Los aspectos señalados datan del periodo colonial y habrían quedado gravemente trastocados tras la independencia y las posteriores convulsiones (guerras civiles, invasiones, inestabilidad política, desastre económico).12 Tal disyuntiva podría exponerse en los siguientes términos: era imperativo dejar de ser novohispano (súdbito que debía obediencia absoluta a un monarca) y convertirse en mexicano (ciudadano que rige su vida pública con base en preceptos constitucionales de tipo liberal republicano).

El tránsito mencionado (de novohispano a mexicano) tenía implicaciones que iban más allá de lo conceptual. En el caso del tipo de literatura que se aborda, supuso la sacrali­ zación del ámbito cívico a partir del uso secular de un modelo religioso. En otras palabras, la meta era que así como el creyente hacía suyos los dogmas de su fe, del mismo modo como ciudadano debía cumplir con los preceptos constitucionales vigentes. Bajo tal premisa, el catecismo cívico resultó un instrumento hasta cierto punto efectivo.

Los catecismos cívicos y la cultura nacional

¿Cuál era el ambiente en torno a las múltiples actividades culturales entonces? Los hombres públicos del México decimonónico, activos en los planos político e intelectual, empleaban el término “bellas letras” para referirse al cúmulo de actividades (opinión pública, deliberación política, divulgación científica, propaganda religiosa) que desarrollaban en diversas áreas (periodismo, novela, historia, ciencia, educación). El proceso tuvo su sustento en ciertas condiciones que, de hecho, iban más allá del aspecto intelectual advertido; por ejemplo, desde el punto de vista empresarial los editores y sus imprentas tuvieron la oportunidad de hacer negocio con la venta de publicaciones. Si bien la constante fue la corta duración de las publicaciones periódicas (revistas, periódicos, panfletos, folletería) por la inestabilidad de la época ya señalada, nuevos proyectos circulaban, lo cual mantenía la actividad. En esa línea una estrategia que resultó rentable fue la de “entregas” (semanal, quincenal, mensual), ya que tomaba el pulso en cuanto al interés de un potencial público lector, además de servir para financiar los propios proyectos editoriales.

Lo anterior nos lleva a otro punto del cual se conoce poco, entre otras cosas, por la falta de datos e información: los hábitos de lectura. Suele afirmarse, con bastante ligereza, que los mexicanos de entonces tenían poco interés por la lectura o de plano que no leían, lo que, de hecho, es algo que se sigue suponiendo. Condiciones como la carencia -o fragmentación- de estadísticas en ese rubro (recordemos que los primeros trabajos modernos y sistemáticos iniciaron hacia 1895), o el hecho de que la mayoría de la población fuera analfabeta, suelen reforzar tal percepción. Para matizar lo anterior, debemos señalar que la lectura en voz alta, tanto en espacios privados (la familia en su casa) como públicos (kioscos, plazas, parques), fue una forma que se utilizó de manera estratégica para entretener (por ejemplo, novelas o cuentos) y para informar (en este caso, sobre ciertos acontecimientos en multitud de periódicos). Es decir, en los ejemplos mencionados bastaba con que una persona supiera leer para que el resto escuchara y se diera un proceso colectivo de lectura.

Otro punto a destacar es que, si bien al principio buena parte de las publicaciones periódicas tuvieron un carácter misceláneo, poco a poco algunas de ellas empezaron a centrarse en ciertos temas que acabaron dirigiendo a públicos específicos; así, los trabajos de corte científico eran demandados por la clase gobernante o dirigidos al ámbito educativo, mientras que de forma paulatina se conformaban ofertas para atender a sectores claramente delimitados, como mujeres o niños, como se mostrará, los textos analizados estuvieron preparados y dirigidos a la niñez. Una situación más que debe tomarse en cuenta es el uso político e ideológico que se le dio a todo este cúmulo de material; de tal manera, liberales y conservadores, gobernantes y políticos, instituciones como las escuelas o corporaciones como la Iglesia, hicieron un uso estratégico de esos instrumentos para divulgar sus ideas y justificar sus proyectos. Más allá de la toma de posición política y el debate ideológico del momento, el propósito era abonar a la construcción de una mexicanidad. Al convertirse dicha obra en objeto de estudio en la actualidad, el concepto que engloba dichas actividades es el de cultura nacional.

Las condiciones mencionadas, además de la circunstancia de ser un nuevo país independiente, atravesaron todo el siglo XIX mexicano e impulsaron a la élite activa en los planos político e intelectual a elaborar instrumentos para emprender una transformación entonces considerada estratégica. En ese ambiente aparecieron diversas propuestas de catecismos­ cívicos elaboradas por personajes destacados en distintos momentos: Mendizábal (Catecismo de la Independencia, 1821), Barquera (Lecciones de política y derecho público, 1822), Vargas (Catecismo de república, 1827), Mora (Catecismo­ político de la Federación Mexicana, 1831), Gorostiza (Cartilla política, 1833), Gómez de la Cortina (Cartilla social, 1836), Argüelles (Cartilla de Hacienda, 1849), Lares (Lecciones sobre derecho administrativo, 1852), Carreño (Manual de urbanidad, 1853), Rhodakanaty (Cartilla socialista, 1861), Pizarro (Catecismo político constitucional, 1861) y Roa Bárcena (Catecismo elemental de la historia de México, 1862). Dichos ejemplos -además de otros menos conocidos- muestran que se desarrolló una tradición mexicana en torno a la concepción, divulgación y uso de textos (como objetos culturales) cuyo propósito era formar ciudadanos con cierto tipo de conocimiento (político, moral, constitucional, histórico, cortesano) para modelar actitudes y comportamientos como parte de un proyecto de nación moderna.

¿Catecismos cívicos en el Norte de México?

La expresión “donde termina el guiso y empieza a comerse la carne asada, comienza la barbarie” se le atribuye a José Vasconcelos.13 Al decir “carne asada” y “barbarie” hacía referencia al norte de México y dejaba implícito que en esa región del país no había cultura. Para el oaxaqueño (uno de los personajes más lúcidos del siglo XX), en esos lugares habrá industria, recursos económicos, desarrollo de empresas, pero la gente seriá inculta. La contundencia de tal ideologema, pese a ser una distorsión maniquea y estereotipada, tiene su sustento bien ganado.

Si bien para lo que hoy se ubica como norte de México la fecha clave es 1848, es necesario señalar que las diferencias entre esta parte del territorio nacional y el resto del país hunden sus raíces más allá del desenlace ocurrido entonces. De tal manera que aspectos demográficos, económicos, culturales, étnicos y geográficos han definido a esta dilatada región incluso antes de los tiempos coloniales. Pensemos en la población de esta fracción del vasto territorio de América del Norte, que desde hace milenios y hasta la última parte del siglo XIX tuvo asentamientos de tipo nómada, y aun a lo largo del XX su densidad de población fue baja. En contraste, para los siglos XVI al XVIII en Nueva España las poblaciones más densas se encontraban en las actuales entidades de Puebla, Estado de México, Distrito Federal, Querétaro, Guanajuato y Jalisco; es decir, lugares que ya tenían asentamientos humanos importantes (enclaves)14 antes de 1521 y cuyo entorno se identifica como Mesoamérica. Al consumarse la independencia, ambas zonas quedaron como parte de México: una con densidad demográfica destacada y otra habitada de forma parcial y fragmentada, tanto por gente asentada en villas y pueblos como por las antiguas culturas que se desplazaba de un lugar a otro (por razón de clima o alimento). A lo largo del siglo XIX, a la par de la constitución del Estado mexicano, sobrevinieron los principales procesos que modificaron aún más la referida región (prolongación de la lucha contra los grupos indígenas, conflicto con los colonos texanos y posterior separación, invasión del ejército estadounidense, incorporación al desarrollo capitalista del sur de Estados Unidos), hasta quedar como la actual frontera norte.

Las condiciones señaladas delinearon de forma única aspectos relativos al liberalismo (incluidos asuntos de la cultura). Las ideas y preceptos liberales que definieron toda la etapa porfiriana se asentaron de forma peculiar en el norte mexicano; con una población escasa, una geografía accidentada con montañas y desiertos, el problema indígena (resuelto hacia fines de siglo con una lucha de expulsión exterminio), la presencia relativamente discreta de la Iglesia, así como la aparición de caudillos (que, de hecho, eran respuesta a la ausencia de un Estado nacional consolidado), las regiones fronterizas con Estados Unidos desarrollaron una dinámica propia.15

El último aspecto aludido es relevante para explicar la toma del poder a nivel estatal por parte de personajes en distintos momentos que, incluso, en ocasiones irradió más allá de los límites de la entidad, como fue el caso de Vidaurri en los tiempos de la Guerra de Reforma, la Intervención francesa y el Segundo Imperio. Hacia las últimas dos décadas de aquella centuria, tanto en Nuevo León como en Coahuila se sucedieron indistintamente militares y civiles.16

En un entorno singular en el que se ubican las entidades mencionadas, ¿qué noción de cultura se constituyó? Debo comenzar señalando que los textos de Dávila y Portillo -objeto de estudio del presente trabajo- no fueron los primeros en editarse y circular en sus respectivos estados con el consecuente uso estratégico que supuso. En tiempos de la hegemonía de Santiago Vidaurri (entre mayo de 1855 y abril de 1864, que, por cierto, incluyó a Coahuila), se experimentaron cambios relevantes en torno al liberalismo citado; proyectos educativos como el Colegio Civil de Monterrey (1859), el espacio público de la Alameda, el Mercado Colón y el esbozo de un trazo urbanístico para el primer cuadro de la capital nuevoleonesa, son algunas de las obras que apuntalaron el poder político del oriundo de Lampazos.17 Tal es la trascendencia de dichos proyectos, que tanto el recinto educativo (ahora parte de la Universidad Autónoma de Nuevo León) como los espacios públicos mencionados continúan en funciones.

En este ambiente de políticas liberales, hacia 1861 -20 años antes de que apareciera la obrita de Dávila- el gobierno encabezado por Vidaurri reimprimió 10 000 ejemplares de la primera edición del Catecismo político constitucional de Nicolás Pizarro para uso exclusivo de la educación básica en las entidades que gobernaba.18 Entre otros méritos, el Catecismo de Pizarro logró exponer de forma sencilla y clara, a partir del método catequístico, algunos de los preceptos liberales y republicanos (tipos de derechos, garantías, división de poderes, gobiernos representativos, federalismo), plasmados en la Constitución de 1857. El éxito de la publicación fue incuestionable, tanto que para la etapa porfiriana, hacia 1887, el texto ya había alcanzado cinco ediciones.

La figura de Vidaurri guarda la singular condición de “villano” en la historiografía oficialista (su desencuentro con Juárez y su adhesión al II Imperio aun no son “perdonados”). Al propio tiempo, desde el ámbito local se le ha estudiado por los procesos económicos (control de aduanas y el respectivo uso de recursos) y militares (organización y comando del Ejército del Norte) que encabezó e impulsó en su entorno regional. Sin embargo, el aspecto mencionado es algo que sigue sin ser abordado con la acuciosidad debida; no es un asunto menor, pues representa un botón de muestra por implementar una política educativa desde el plano estatal en un momento de convulsiones y desestabilización. Cabe decir que durante la segunda mitad del siglo XIX en otras entidades, como Oaxaca, también se trazó una política al amparo de los catecismos cuyo propósito era fomentar el civismo como estrategia ante cierto tipo de necesidades educativas en la localidad.19 Por último, la situación que se acaba de exponer obliga a matizar aquel comentario de Vasconcelos cuya reflexión supondría que las personas en el norte de México son capaces de hacer riqueza pero no de crear cultura.

Los catecismos de Dávila y Portillo

Se ha sustentado que en México el momento de mayor uso y difusión de los “catecismos políticos” -tal como priva el concepto en los estudios recientes- fue entre 1824 y 1857; en el lapso que va desde el primer gobierno republicano hasta la Reforma, llegaron a circular en nuestro país hasta 41 textos con el formato mencionado. En un momento en que se constituía el Estado mexicano y en medio de innumerables convulsiones, el objetivo era promover y reafirmar ciertos principios políticos (soberanía, derechos y deberes ciudadanos, gobiernos representativos).20 Después de dicho lapso, el uso de este tipo de materiales va en declive, se vuelve cada vez más restringido y coincide con la relativa estabilidad que se percibe a partir de 1867. Lo anterior se advierte con claridad en el siguiente contraste: mientras en las décadas posteriores a la consumación de la independencia el uso estratégico de estas obras tuvo como meta al gran público: llegar al mayor número de personas, en ocasiones bajo el uso de estrategias como la ya referida lectura en voz alta, a partir de la década de 1860 la utilidad de dichos textos estará cada vez más focalizada hacia segmentos específicos, en este caso, la niñez durante la instrucción elemental. Además, circunstancias como la pretendida “uniformidad” de la educación (impulsada, entre otros proyectos, por las Escuelas Normales en distintos lugares de la República), la implementación en nuestro país de nuevas técnicas y métodos educativos (señaladamente el “método objetivo” de J. Pestalozzi y las propuestas de E. Rébsamen, cuyos enfoques eran considerados modernos y analíticos), así como la entronización del positivismo como ideología del régimen encabezado por Díaz que, por supuesto, impactó el sistema de enseñanza, poco a poco desplazaron el aprendizaje de memoria propio del método catequístico, para entonces considerado obsoleto.21

En las condiciones mencionadas, cabe preguntar cómo es que en pleno porfiriato se escribieron, publicaron y circularon catecismos cívicos en las entidades citadas. Isidro Vizcaya, en su libro Monterrey 1882, crónica de un año memorable, inicia con el siguiente argumento:

Basta mencionar un solo suceso para hacer de 1882 un año memorable; la llegada del ferrocarril a Monterrey. Pero la ciudad no quedó únicamente conectada por primera vez con el mundo exterior por un medio de comunicación moderno sino que, en el lapso de unos cuantos meses, los regiomontanos vieron funcionar los primeros teléfonos y la luz eléctrica, y se inició la instalación del servicio de tranvías.22

Para entonces, la ciudad ya tenía casi tres siglos de haber sido fundada -en un tercer y definitivo intento hacia 1596- y el estado de Nuevo León se había erigido el 7 de mayo de 1824.

Lo que este historiador señala es el preámbulo de una transformación definitiva y, hasta cierto punto, precipitada de la capital nuevoleonesa. Por ejemplo, los extranjeros que llegaban a asentarse en el regiomonte, si bien eran pocos, traían consigo capitales y capacitación, lo que les permitió desempeñarse en algunos oficios. Asimismo, algunas de las familias más prominentes afincadas en la región no se quedaron atrás y varias de ellas prosperaron (Madero, Treviño, Mendirichaga son casos que han sido muy estudiados), creando riqueza a partir del auge que por momentos y en ciertas coyunturas vivió la zona del bajo río Bravo. En estas circunstancias, el Monterrey de 1881 contaba con 40 703 habitantes (7 000 más que 10 años antes), Nuevo León tenía 271 987 y en México se rebasaban los 10 000 000 de personas.23 De tal manera que a partir de entonces la capital del estado dejó de ser una población más para convertirse en el núcleo más importante del norte mexicano. Con dicho impulso, en los lustros posteriores se concretarán situaciones que son muestra de la estabilidad del régimen porfiriano a nivel local; la llegada en 1885 de Bernardo Reyes como gobernador -posición que ocupó, salvo dos intervalos, hasta 1909- y el primer proceso de industrialización son ejemplo de ello.

En este ambiente de cierta prosperidad y desarrollo para la entidad y la región, Hermenegildo Dávila (1846 -1908) escribe y publica el Catecismo geográfico, político e histórico de Nuevo León. Dávila estudió en la Escuela de Jurisprudencia en el ya mencionado Colegio Civil de Monterrey. Como autor, este abogado también incursionó en el género biográfico inspirado en dos personajes prominentes de la localidad: uno civil (Estudios biográficos sobre el ciudadano doctor José Eleuterio González, 1869, y Biografía del doctor José Eleuterio González, 1888)24 y otro militar (Biografía del Sr. General Don Juan Zuazua, 1892). Asimismo, una publicación periódica de la época le atribuye unas Lecciones de poética, editadas hacía 1868.25 Por lo que respecta a los dos primeros trabajos biográficos mencionados, este personaje tiene el mérito de iniciar con los múltiples estudios que a lo largo del siglo XX se han publicado sobre José Eleuterio González (1813-1888), prócer en Nuevo León de la actividad científica e intelectual en diversos rubros y con quien nuestro personaje tuvo un vínculo de maestro alumno. De igual forma, Dávila estuvo muy activo en empresas culturales desarrolladas a nivel local; así, participó de forma asidua en diversos proyectos editoriales en donde escribió poesía (El Horario, Flores y Frutos), teatro (Escenas de la Intervención, Obras son amores) y ejerció la opinión pública (El Municipio, La Revista de Monterrey).26 Desde un punto de vista político ideológico, podría ubicarse a este abogado como liberal.

¿Qué impulsó a Dávila a emprender un proyecto político y cultural como el Catecismo? Un indicio lo encontramos en el Prólogo del librito:

¡Ojalá que mi trabajo, que no ha sido de un año, sino de varios, redunde en beneficio de la niñez, á quienes va destinado especialmente, y se generalizen entre mis conciudadanos los conocimientos geográficos, históricos y políticos de nuestro propio Estado, para que así el hombre, al entrar á la sociedad política, sepa lo que conviene á la entidad federativa que le ha dado el ser, sepa lo que le conviene á su individuo, en virtud de lo que exige su derecho, y sepa así armonizar su voluntad con la inteligencia, el deber con la ley, su bienestar propio con el de sus semejantes y el de la sociedad!27

En el párrafo es posible identificar los aspectos antropológico y teleológico como parte del proceso educativo. De entrada, un primer punto hace alusión al receptor: en este caso, niños que cursaban la educación primaria. Hacia fines del siglo XIX en México la definición y límites de la infancia comenzaba a conceptualizarse tanto por ámbitos de estudio especializados (la pediatría, por ejemplo) como por una oferta editorial dirigida a dicho segmento (periódicos, revistas, libros). Así, desde la educación se consideraba que la infancia llegaba hasta los 13 o 14 años de edad, para después dar paso a la adolescencia y posteriormente a la adultez. Con todo, las delimitaciones variaban según el género.28

Datos de 1875, en la antesala del porfiriato y unos años antes de la publicación del texto que abordamos, indican que en Nuevo León existían 278 escuelas primarias y se estima que los concurrentes sumaban 12 031. En las décadas posteriores, el porcentaje de escolaridad en el nivel básico de la entidad por cada 1 000 habitantes tuvo un incremento constante (65.84 en 1878, 66.77 en 1895, 72.91 en 1900 y 77.66 en 1907).29 A diferencia de los catecismos que circularon durante la primera mitad del siglo XIX, que pretendían llegar al gran público, a las masas, para esta época dichos materiales estuvieron dirigidos a espacios restringidos (educación básica). Incluso en ámbitos académicos especializados (por ejemplo, en el derecho), se siguió utilizando el formato catequístico.30 ­Asimismo, se aprecia en los argumentos de Dávila cierto organicismo; es decir, el autor reconoce la nacionalidad (mexicana) como el gran referente, pero entiende que desde las distintas regiones se han constituido rasgos únicos de sus habitantes. En otras palabras, las partes conforman un todo. Si bien ahora se acepta la noción de “muchos Méxicos” (en alusión a dicha multitud de realidades y condiciones presentes en nuestro país), entonces la prioridad era uniformizar a la sociedad a partir de un proyecto cuya meta eran la modernidad y el progreso. En tal sentido, llaman la atención los matices respecto a una región específica que destaca la obra. La premisa era que para que el individuo se convirtiera en ciudadano mexicano, primero debía conocer su entorno inmediato.

El Catecismo de Dávila tuvo una primera edición publicada por la Tipografía del Comercio A. Lagrange y Hno. en 1881 y tenía 179 páginas. Asimismo, el respaldo institucional es patente desde el título: “arreglado para el uso de las escuelas de primeras letras y adoptado por el gobierno como texto de lectura, geografía e historia en las escuelas públicas del mismo estado”. El trabajo mencionado tuvo adaptaciones, lo que indica su éxito y el consecuente uso estratégico por parte de la clase gobernante en el estado. Así las cosas, del mismo autor se editó el ya referido Catecismo constitucional de Nuevo León (dejando de lado lo concerniente a la geografía y a la historia, la base era el librito mencionado y se insertaba en la línea del ya citado texto de Pizarro), y hacia 1896 se publicó una Cartilla histórica de Nuevo León (que continuaba con un claro propósito formativo).

La obra referida está compuesta por tres apartados que cubren los rubros indicados en el título: “libro primero” o “catecismo geográfico” (hemisferios, América, México, Nuevo León), “libro segundo” o “catecismo político” (división política del estado, áreas y ubicación, población) y “libro tercero” o “catecismo histórico” (historia antigua e historia moderna). Llama la atención que el autor dé prioridad a los aspectos de la historia nacional y del estado, los cuales desarrolla con amplitud; así, acomoda en dos grandes secciones de forma cronológica lo que considera los principales sucesos: una primera parte que va desde “los primeros habitantes a la independencia”, y una segunda que abarca de la “independencia al exterminio de las naciones indígenas”. De inmediato destaca la idea que privaba -y, en este caso, se difundía- respecto al nativo americano que habitó en el actual Nuevo León y en toda la frontera norte mexicana: esto es, se trataba de un “problema” para la entidad (también para el país y, de hecho, para toda la civilización occidental). Si la meta era educar, civilizar y modernizar a la niñez del estado para aspirar al orden y al progreso -según indicaba la máxima del positivismo-, ello suponía no sólo identificar los “males” (en este caso, los indígenas), también implicaba deshacerse de ellos.

La democracia liberal imperante desde hace tiempo y que se encuentra en su fase garantista calificaría lo anterior como genocidio (uno de tantos que ha habido en la historia de la humanidad). Sin embargo, debe recordarse que en aquellas condiciones (capitalismo en su fase imperialista y división internacional del trabajo), dicha percepción era muy común entre las clases cultas e ilustradas; por tanto, la conclusión a la que se llegaba por parte de quienes se dedicaban a escribir -sin olvidar a los editores y gobiernos que publicaban las obras- era que si México tenía mil problemas que le impedían insertarse entre las naciones “modernas” y “civilizadas”, era por su población indígena.31

El otro autor, Esteban L. Portillo, representa todo un reto ya que los datos e información sobre el personaje son escasos y se encuentran dispersos. De entrada, un primer problema es ubicar su fecha de nacimiento; así, Arturo Berrueto González señala el año de 1860,32 mientras que Javier Villarreal Lozano indica 1859 y subraya un supuesto origen tapatío.33 Por lo que respecta a su muerte, las referencias coinciden en que acaeció en 1898. Asimismo, ambos autores argumentan que realizó estudios para sacerdote y abogado, pero no lograría culminarlos.

Al igual que Dávila en Nuevo León, Portillo en Coahuila desarrolló una intensa actividad en los ámbitos cultural e intelectual. Perteneció a las generaciones de ilustrados que en sus respectivas localidades y regiones indagaron sobre diversos procesos, conformando un corpus que ahora se nos presenta como objetos culturales que nos dan una idea de cómo era aquella época. En cuanto a su obra, son tres los trabajos que elaboró abordando distintos rubros en cada uno de ellos: la estadística en su Anuario coahuilense34 editado por Amado Prado, la historia en unos Apuntes para la historia antigua de Coahuila y Texas35 por la Tipografía El Golfo de México, de Severo Fernández y la educación con el Catecismo geográfico, político e histórico del Estado de Coahuila de Zaragoza. Curiosamente, las obras mencionadas fueron publicadas por primera vez en el mismo año de 1886. El reconocimiento y trascendencia de su labor en el plano nacional queda patente en un dato nada menor, como haber sido miembro de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística.36

Como parte de la modernidad que supuso el porfiriato, Coahuila en las décadas de 1880 y 1890 experimentó cambios relevantes. El propio Portillo da cuenta de algunos de ellos en la segunda edición del texto que ahora abordamos (por ejemplo, líneas telegráficas, ferrocarriles y teléfonos que conectaban­ a las principales localidades de la entidad, como Parras, San Pedro, Matamoros, Torreón, Saltillo, Ramos Arizpe, Cuatro Ciénegas, Castaños, Ciudad Porfirio Díaz). La introducción de la electricidad fue otro adelanto del que entonces se beneficiaron la capital -Saltillo-, Parras, Monclova y Porfirio Díaz (hoy Piedras Negras).37

Otro rasgo de esa modernidad se plasma en los primeros censos con metodología científica y de carácter sistemático, desarrollados hacia 1895. El autor toma dichos datos para presentar un cuadro bastante detallado sobre las condiciones demográficas del estado; entonces Coahuila contaba con 237 815 habitantes, de los cuales 1 799 eran extranjeros (destacan estadounidenses, ingleses, alemanes, españoles y chinos). En esta línea, un indicio más que muestra la transformación de la entidad es lo relativo a las profesiones registradas en el ejercicio estadístico mencionado; de tal manera que personas que desempeñaban oficios especializados (abogados, dentistas, médicos, ingenieros, farmacéuticos, profesores de instrucción) se complementaban con las tareas realizadas en otro tipo de labores consideradas más tradicionales (peones de campo, mineros, barreteros, comerciantes, relojeros, sastres, talabarteros).38 Investigaciones posteriores refrendan los argumentos de Portillo respecto al grado de industrialización (fábricas textiles, explotación minera) en algunas localidades de la entidad durante el porfiriato.39

El Catecismo de Portillo en su primera edición de la Tipografía El Golfo de México de Severo Fernández consta de 175 páginas. Lo componen tres partes: “nociones generales de geografía” (de manera deductiva, inicia con el planeta y “aterriza”­ en Coahuila), “sección política” (derechos y deberes ciudadanos, formas de gobierno, división política del estado) y “sección descriptiva” (datos geográficos e históricos sobre la entidad y sus municipios). Finaliza el trabajo con un apéndice de corte histórico (“Noticia sobre los principales conquistadores y misioneros que entraron a Coahuila”).

Si bien el trabajo carece de prólogo, donde normalmente el autor justifica su quehacer y aclara sus propósitos, en la portada complementa el título la frase “(para uso de los niños)”. Lo anterior aclara el aspecto antropológico ya señalado en cuanto al proceso educativo y confirma la tendencia de este tipo de materiales: se dirige a un segmento específico de la población, alumnos de “primeras letras”. Asimismo, a lo largo de las páginas quedan apuntalados sus objetivos. Como ejemplo tomamos las siguientes preguntas y respuestas correspondientes a la Sección Política, Lección II (“De los derechos y deberes de las personas”):

¿Qué se entiende por derecho?

La palabra derecho tiene varias acepciones, pero puede decirse, que derecho individual es cualquier facultad individual que la ley tácita ó expresamente reconoce.

¿Qué es deber?

El conjunto de obligaciones que el individuo tiene para con Dios, para con la patria, para con su familia y para con la sociedad en general.40

En los dos puntos anteriores, el autor deja en claro su meta: instruir a los alumnos de educación elemental (o “primeras letras”). Asimismo, asume su compromiso y apego a los principios cívicos (en este caso, republicanos), a proyectos políticos (señaladamente el liberalismo) y a prácticas legales (legitimidad de la Constitución de 1857). Además, todo lo anterior lo complementa -sin que a Portillo le provoque conflicto-, con sus valores y principios católicos (Dios por sobre todas las cosas). Este aspecto es relevante, ya que el autor muestra una actitud moderada y conciliadora pues asume los principios cívicos característicos de una sociedad moderna sin radicalizarse (propio de un “liberal católico”). De hecho, tal argumento se mantiene en la línea de los catecismos cívicos que aparecieron tras la independencia de México, en los cuales se reconocía al catolicismo como factor de unidad.

En el estado de Coahuila, hacia 1875 hay datos que indican que existían 115 escuelas de educación elemental y se estima­ que los concurrentes sumaban 4 359 alumnos. A diferencia de la entidad vecina, cuyo porcentaje de matrícula oficial por cada 1 000 habitantes fue en aumento constante en los lustros posteriores, dichas cifras fueron irregulares para la entidad coahuilense (57.48 en 1878, 50.00 en 1895, 50.28 en 1900 y 82.34 en 1907).41

Esta pequeña obra tuvo dos ediciones más: una por parte de la Imprenta Germán de la Peña en 1896, otra respaldada por el Gobierno del Estado en 1897 y aumentada a 215 páginas (cuatro partes o secciones divididas en 33 lecciones). Ampliado el contenido, su arquitectura cambia: inicia con los procesos de conquista y colonización (tribus, conquistadores, asentamientos) y culmina con los progresos de la ­etapa porfiriana (ferrocarril, luz eléctrica, telégrafos, teléfonos, primeros censos, instrucción pública). Sin embargo, la estrategia (metodología) y los objetivos (teleología) se mantienen.

Consideraciones finales

Para México, el siglo XIX fue una etapa de reconstrucción. Tránsito entre la etapa virreinal y el Estado moderno, durante ese lapso de tiempo se constituyeron muchas de las bases que aún sustentan la vida institucional del país. Sin embargo, en un vistazo a ese periodo de nuestra historia encontramos que dicho tránsito tuvo su grado de dificultad, y es que si bien se logró romper con el régimen colonial, ­durante décadas fue imposible instaurar otro estable y duradero; también están documentadas las incontables luchas intestinas que por distintos motivos (monárquicos-republicanos, centralistas-federalistas, conservadores-liberales, regiones-centro) se desataron en una sociedad heterogénea (mestizos, criollos, indígenas, mulatos, negros); otro aspecto conocido es el poco desarrollo de las vías de comunicación en el territorio nacional, lo que incidió en el aislamiento de ciertas regiones, en la consecuente irrupción de cacicazgos (Vidaurri, por ejemplo), incluso en la separación de entidades (Texas lo consiguió, Yucatán lo intentó); asimismo, ciertas investigaciones indican la condición precaria -podría decirse al borde del colapso- de la economía nacional; por si todo esto fuera poco, hay que recordar las invasiones de los ejércitos estadounidense [1846-1848] y francés [1862-1866].

En un escenario por demás desventajoso que atentó contra la formación del Estado mexicano, de esta breve exposición se deduce que las crisis políticas, militares y económicas fueron durante varias décadas obstáculos para la conformación y consolidación de lo nacional. Dicho sentido del ser nacional se constituyó desde otro ámbito -un tanto despreciado ahora por las y los historiadores profesionales-, como lo es el de las ideas, las palabras, la escritura, la literatura. Muestra del planteamiento anterior lo encontramos en un sinfín de esfuerzos editoriales producidos en distintas partes del país durante aquella centuria como periódicos, revistas, catecismos, manuales, lecciones, diccionarios, tratados, historias, biografías, crónicas, novelas, cartillas, folletería, teniendo entre sus objetivos construir y fomentar un sentido de pertenencia. En otros términos, mientras las estructuras política y económica fueron incapaces por un tiempo de propiciar las condiciones necesarias para la constitución de la nación, los proyectos donde se difundían las ideas, las palabras, el pensamiento, lograron dotar de sentido a ese ente nacional.42

Los catecismos cívicos publicados en Nuevo León y Coahuila hacia fines de aquella centuria representaron un esfuerzo entre el cúmulo de obra que se escribió, circuló y publicó, cuyo propósito fue constituir a México como Estado nacional e insertarlo en la modernidad de la época. Lo anterior supuso, como se mostró, llevar a cabo una transformación radical: convertir a los mexicanos de entonces en ciudadanos. Aquí debe señalarse otro matiz: la aparición de los libros analizados coincide con un momento de relativa estabilidad nacional y, al propio tiempo, con el declive de este tipo de formatos (estructura expositiva de pregunta y respuesta para memorización). Si bien las propuestas abordadas representan la marginalidad de la actividad intelectual en los ámbitos locales indicados, ésta también forma parte de la tradición mexicana desarrollada a lo largo del siglo XIX. Asimismo, pese a que las políticas educativas durante el porfiriato apuntaban a fomentar esquemas analíticos, las obras estudiadas muestran que el ejercicio de memorización no desapareció del todo.

Desde hace algún tiempo, la ciudadanía se identifica como un conjunto de prácticas (participación en actividades de distintos rubros del ámbito público) que definen a una persona como miembro de pleno derecho en una sociedad, lo cual implica obligaciones a cargo de instituciones públicas para responder a los compromisos de participación de los derechos conferidos. Dicha concepción de ciudadano, propia de las democracias liberales, supone, entre otras cosas, que el individuo se informe, delibere y participe sobre los asuntos de la vida pública, cuyo propósito implicaría la salvaguarda de ciertas libertades (derechos humanos, libre mercado, Estado mínimo, pluralismo constitutivo, permisividad moral). El objetivo supremo del liberalismo en su forma actual sería proyectar ciudadanos libres e iguales (en lo formal), capaces de reconocer sus profundas diferencias (religiosas, morales, ideológicas) en sociedades que aspiran a la estabilidad y justicia duraderas.

Sin embargo, durante el porfiriato los preceptos liberales vigentes y promovidos por el régimen estaban orientados a un sentido de ciudadanía cuyo propósito era “uniformizar” a los mexicanos en un ambiente de relativa calma y estabilidad. Asuntos relativos a ponderar la pluralidad o a dejar el poder a otros grupos no formaban parte del juego político de la época; baste recordar, en el caso de Porfirio Díaz, los mecanismos que empleó para tomar el poder (mediante las armas con el levantamiento tuxtepecano) y el tiempo que permaneció al frente del Ejecutivo (más de tres décadas sin contemplar la posibilidad de compartir dicha posición, aunque sí negociaba con distintos grupos).

Dicho régimen, como se apuntó, promovió cambios sustanciales en la educación a partir de una política tendiente a uniformizar la enseñanza. Pese a ello, al analizar los catecismos que se editaron y circularon tanto en Nuevo León como en Coahuila, encontramos indicios que revelan que esa política, cuyo propósito era homogeneizar el proceso educativo, se enfrentó y fue desplazada por las necesidades a nivel local y regional. Así, para los gobiernos de las entidades norteñas era prioridad que los alumnos de “primeras letras” conocieran­ su geografía (datos e información sobre municipios y regiones, vínculo con el sur de Estados Unidos), o situaciones que entonces se consideraban graves (indios “bárbaros”). Lo anterior en un entorno donde conceptos como civilización y modernidad marcaban la pauta para las naciones del mundo occidental (del cual México formaba parte, con las contradicciones que ello implicaba).

Las necesidades locales mencionadas, difundir cierto tipo de conocimiento e información sobre situaciones de sus respectivos entornos, también explican, en parte, que en estos dos estados se contemplara la opción de editar textos bajo la fórmula de preguntas y respuestas, siendo que ya desde hacía tiempo tal estrategia se consideraba superada. Asimismo, los trabajos de Dávila y Portillo son ejemplo de la tendencia que tuvieron los libros de texto de la época; esto es, un uso casi exclusivo en los ámbitos escolares y con un claro propósito didáctico. Tal como lo expone el epígrafe de José Eleuterio González -autor de una obra múltiple, mentor de Dávila y, en cierto modo, también de Portillo, al menos en su faceta de historiador-: el gran pendiente para México, aun en un momento de cierta estabilidad, era el orden público. Años más tarde, los autores estudiados, inmersos en el liberalismo, ponderarán las virtudes de los derechos individuales en pro de una sociedad moderna, para lo cual tomaron como instrumento el libro de texto todavía al amparo de la fórmula pregunta-respuesta.

La construcción del moderno Estado nacional en nuestro país -que implicó romper con la herencia y tradición coloniales- demandó nuevos principios de legitimidad señaladamente liberales y republicanos. Tales principios supusieron ciertos cambios que a lo largo del siglo XIX definieron a la sociedad mexicana, siendo uno de ellos los mecanismos para el ascenso social. Desde ese aspecto, los autores aludidos, con su preparación, trayectoria intelectual y reconocimiento en el ámbito local, son muestra de que se constituía una nueva clase: la élite ilustrada que ejercía alguna profesión liberal. De tal manera que al destacar por su talento y capacidad, personajes como Dávila y Portillo ejemplifican que dicho ascenso se debía entonces cada vez menos a condiciones como el rancio abolengo o la prosapia de ciertas familias. La diferencia radicaba, pues, en la educación.

Por otra parte, destaca la incidencia de libreros y editores locales en los casos abordados. No es un dato menor, pues si bien las obras referidas fueron en su momento respaldadas y promovidas por los respectivos gobiernos estatales, sus primeras ediciones se deben a la participación e interés de particulares. El aspecto mencionado (editores y libreros, lecturas y lectores) es, hasta la fecha, un asunto descuidado por la historiografía local y regional.

Ahora me pregunto qué otros personajes en otras entidades de la República y por la misma época asumieron como propia la tarea de transformar a un segmento de los mexicanos de entonces -en este caso, niños- en ciudadanos, mediante un uso estratégico del catecismo cívico.

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1Roldán, Making [apéndices IV y V].

2Reyes, “Escuela”, pp. 291-317.

3Bazant, Historia, pp. 77-83 y 95-96. La autora indica que hacia 1895, en México el porcentaje de quienes sabían leer y escribir era de 14.39. Para las entidades de Nuevo León y Coahuila, los datos señalan 23.83 y 17.49 respectivamente. Al culminar el régimen, los logros en dicho rubro habían sido, a lo mucho, discretos.

4Hegel, Concepto, p. 9; Spencer, Hombre, p. 63. El liberalismo actual presiona para que los estados acoten sus ámbitos de acción e influencia, por lo que la tendencia desde hace tiempo es su adelgazamiento y descentralización. Sin embargo, a lo largo del siglo XIX el liberalismo de entonces sirvió al propósito —considerado supremo y aun otorgándole un carácter divino— de constituir a los modernos Estados nacionales. Incluso otras tendencias de pensamiento de la época (por ejemplo, Hegel desde el romanticismo y Spencer desde el positivismo) también se sumaron a exaltar al Estado. En este contexto, Estado (referente máximo del mundo moderno) y ciudadano (promotor del sentido de pertenencia y de unidad) se complementaron. Pero que el individuo fuera considerado ciudadano (con sus derechos, libertades y obligaciones contempladas desde los planos moral y político), sólo era posible en el ámbito del Estado.

5Escalante, Ciudadanos, pp. 21-53.

6Guerra, México, p. 37.

7Tenorio, Artilugio, pp. 31-65.

8Gonzalbo, “Lectura”, pp. 10-17.

9Ripalda, Doctrina, p. 3. Edición facsímil, Introducción a cargo de Luis Resines, Ediciones de la Diputación de Salamanca, 1991. La efectividad de algunos de esos materiales fue tan extraordinaria que los mantuvo vigentes por siglos. Así, el Catecismo de la doctrina cristiana del jesuita español Gerónimo Ripalda, publicado en Burgos hacia 1591, continuó reimprimiéndose hasta el siglo XX, empleado como instrumento para difundir el catolicismo entre los hispanoparlantes. Asimismo, dicho método está presente en los catecismos cívicos del siglo XIX.

10Roldán, “Lectura”, p. 327.

11Tanck, “Catecismos”, p. 73.

12Palti, Invención, pp. 409 y 410.

13Vasconcelos, La tormenta, p. 186. No sería el único desliz de Vasconcelos, pues debe recordarse su acercamiento al nazismo y su actitud antisemita.

14Desde la geografía política, el concepto enclave hace referencia al desarrollo súbito que transforma de manera drástica un entorno local, lo que implica la llegada masiva de recursos y personas con sus respectivas necesidades y requerimientos (vivienda, hospitales, bancos, escuelas, medios de transporte, supermercados, etc.). Para México, en el siglo XX los enclaves fueron detonados por las industrias petroquímica o siderúrgica (por ejemplo AHMSA en Monclova); en la etapa colonial fue la actividad minera la que generó cierta prosperidad en localidades como Zacatecas o Guanajuato. Antes de 1521, se considera a Teotihuacán enclave por atraer a personas de diversas regiones, tanto de las costas del Pacífico como del Golfo.

15Carr, “Peculiaridades”, p. 322.

16En Nuevo León, entre 1881 y 1909 ocuparon el ejecutivo local abogados: Genaro Garza García, Canuto García, Pedro Benítez y militares Bernardo Reyes, Lázaro Garza Ayala. En Coahuila, durante el lapso mencionado los gobernadores fueron empresarios (Evaristo Madero, Francisco Ramos y Arizpe), abogados (José María Múzquiz, Miguel Cárdenas) y militares (Julio María Cervantes, José María Garza Galán).

17Tyler, Santiago, pp. 28.

18La edición consta de 59 páginas y en portada aparece la nota “impresión hecha con permiso del autor, y con vista de las correcciones que hizo al dar a luz la segunda edición publicada en México”. Asimismo, se reproduce parte de la carta que Pizarro dirigió al entonces gobernador de Nuevo León —y también de Coahuila—, Santiago Vidaurri: “Que supuesto el deseo que en ella me manifiesta de reimprimirlo, en una edición de diez mil ejemplares, que consumirá en las escuelas de ese Estado, consiento en que así se verifique, dejando á la voluntad de U. la indemnización que quiera señalarme cualquiera que sea. Abril 12, 1861”. Dos aspectos llaman la atención en estas líneas: el número de ejemplares editados, que desde hace tiempo ya no es usual (al menos en el ámbito académico), y la condición del escritor que, si bien se ha hecho énfasis en el carácter estratégico que tuvo entonces, por lo visto su trabajo no era adecuadamente reconocido mediante una remuneración que le permitiera vivir con dignidad (cualquier parecido con la situación actual es mera coincidencia).

19Traffano, “Educación”, p. 1043.

20Roldán, “Talking”, pp. 3 y 4.

21Bazant, “Lecturas”, p. 209. Si bien en 1894 se publicó el Catecismo de historia patria de Justo Sierra —destinado a la educación elemental, donde mostraba los hechos históricos a manera de lecciones cívicas—, su estrategia pedagógica era más analítica al hacer uso de explicaciones de tipo evolucionista y presentar los argumentos a manera de síntesis. Incluso a principios del siglo XX continuó la edición de este tipo de textos, ya sin el impacto de la centuria anterior, como fue el caso del Catecismo popular de los principios católicos en la Ciencia Social y en la Constitución mexicana con ellos comparada, de Gabino Chávez, publicado en 1912.

22Vizcaya Canales, Monterrey, p. 1. A lo mencionado por Vizcaya, habría que agregar la fotografía como un invento propio de aquella modernidad que en la localidad y la región llevaba décadas (al menos desde 1840).

23Saldaña, Apuntes, pp. 85.

24En 1975, Aureliano Tapia —sacerdote e historiador michoacano avecindado en Monterrey— editó un facsimilar de esta obra e incluye en el prólogo un esbozo biográfico de Dávila.

25AGENL, Periódico Oficial, núm. 58, t. II (27 ene. 1868). José Eleuterio González, médico e historiador, publicó en este medio: “He visto con sumo placer las ‘Lecciones de Poética’ que, para los alumnos del Colegio Civil, escribió mi discípulo Don Hermenegildo Dávila: y creo que serán de gran utilidad á los cursantes de literatura. Por su claridad, concisión y buen gusto, merecen ser tenidas como uno de los mejores opúsculos que sobre la materia se han escrito; y principalmente cuando carecemos de un libro verdaderamente elemental y completo para estudiar la poética castellana”.

26Tapia, “Prólogo”, pp. vii-xv.

27Dávila, Catecismo, p. iv.

28Alcubierre, Ciudadanos, pp. 26 y 27.

29Martínez Jiménez, “Educación”, pp. 105-140 (Anexos).

30Roldán, “Making”, pp. 29. El ejemplo que la autora señala respecto a dicha tendencia es el Catecismo de derecho político constitucional de José Miguel Macías publicado en 1873, cuyo objetivo era servir de texto para la formación de abogados.

31La obra de destacados personajes nacionales, como Vicente Riva Palacio (México a través de los siglos), Guillermo Prieto (Lecciones de historia patria) o José María Roa Bárcena (Catecismo elemental de la historia de México), muestra indicios al respecto. Estos ilustrados escribieron muchas páginas sobre la historia de México durante aquella centuria. En ellas, al indígena (al que veían deambular en las calles de pueblos y ciudades, descalzo, sucio, desnutrido, muerto de hambre) lo representan como un problema. En todo caso, si hacen alguna alusión al indígena es respecto a quienes tenían nobleza o habrían mostrado gallardía (Cuauh­témoc, por ejemplo). Para superar tal disyuntiva, estos historiadores optaron por valorar el mestizaje como componente básico de la mexicanidad.

32Berrueto González, Nuevo, pp. 501.

33Villarreal Lozano, “Presentación”, p. iv.

34En 1994, el Gobierno del Estado de Coahuila y el Consejo para la Cultura y las Artes publicaron una edición facsimilar.

35La obra está en la línea de la Colección de noticias y documentos para la historia del Estado de Nuevo León, que el ya citado José Eleuterio González publicó en 1867. De hecho, son frecuentes las referencias que Portillo hace del texto. En el siglo XX, Vito Alessio Robles y Eugenio del Hoyo continuarán con el estudio de la etapa colonial de la región, para lo cual se basan en los autores mencionados. En 1984, la Universidad Autónoma de Coahuila volvió a editar la obra.

36En la página principal del Catecismo se presenta a Portillo como “autor del Anuario Coahuilense, de la Historia antigua de Coahuila y Texas y miembro de la Sociedad de Geografía y Estadística de la República”. La Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística (llamada así desde 1849) se fundó en 1833 como el Instituto Nacional de Geografía y Estadística, con el propósito de recolectar datos e información que sirvieran a la clase gobernante para tomar decisiones respecto a qué tipo de Estado mexicano debía constituirse. El Boletín comenzó a circular en 1839, con colaboraciones de la élite política e intelectualmente activa de la época. A los colaboradores se les denominaba “socios” y había rangos que los identificaban (socios de número, socios honorarios, socios corresponsales en las entidades de la República y socios en el extranjero). Todos estudiaban distintos aspectos de la realidad nacional como conocer la población, el territorio y sus recursos naturales, y también se ocupaban de ciertas problemáticas sociales (criminalidad, prostitu ción, vagancia) con el objeto de encontrar parámetros que “normaran” a la sociedad de su tiempo. Sus trabajos y registros los desarrollaron desde una perspectiva de ciencia mecanicista y determinista. A lo largo del siglo XIX, en dicha empresa se involucraron los personajes más destacados de distintas generaciones.

37Portillo, Catecismo (b), pp. 54 y 55.

38Portillo, Catecismo (b), pp. 66 y 67.

39Marroni, Orígenes, pp. 37-96.

40Portillo, Catecismo (a), pp. 43 y 44.

41Martínez Jiménez, “Educación”, pp. 105-140 (Anexo).

42Ramos, Desencuentros, p. 8. Julio Ramos plantea: “La literatura —modelo, incluso, del ideal de una lengua nacional, racionalmente homogeneizada— había sido el lugar ficticio, acaso donde se proyectaron los modelos de comportamiento, las normas necesarias para la intervención de la ciudadanía, los límites y las fronteras simbólicas, el mapa imaginario, en fin, de los estados en vías de consolidación”.

Siglas

AGENL

Archivo General del Estado de Nuevo León.

Recibido: 05 de Mayo de 2014; Aprobado: 06 de Agosto de 2014

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