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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.64 no.3 Ciudad de México ene./mar. 2015

 

Reseñas

Pablo Yankelevich (coord.), Historia mínima de Argentina

Fernando J. Devoto* 

*Universidad de Buenos Aires

Yankelevich, Pablo. Historia mínima de Argentina. México: Madrid: El Colegio de México, Turner, 2014. 397p. ISBN: 978-607-462-531-8.


El Colegio de México ha tenido la acertada idea de promover la realización de una historia mínima de Argentina (que de mínima sólo tiene el título), coordinada por un reconocido historiador argentino/mexicano, Pablo Yankelevich, y en la que colaboran siete prestigiosos especialistas: Raúl Mandrini, Jorge Gelman, Pilar González Bernaldo, Marcelo Cavarozzi, Loris Zanatta, Marcos Novaro y Carlos Altamirano. El libro logra brindar un cuadro de conjunto del pasado en los territorios de la actual Argentina que en casi 400 páginas informan sobre 11 000 años de historia. Ciertamente, existían y existen varias buenas obras especializadas sobre una temática semejante pero que suelen ser demasiado largas para el lector corriente, así que bien puede decirse que el libro, en su formato, viene a ocupar un lugar relativamente ausente en la historiografía argentina. Aunque a esta iniciativa no pueda augurársele, necesariamente, la extraordinaria fortuna que alcanzó el modelo original, la Historia mínima de México, que ha vendido 7 000 000 de ejemplares en las dos versiones publicadas en cuarenta años y que ahora ha pasado al formato cómic y que está en vía de proyectarse a una serie de dibujos animados, sí se puede esperar o desear que tenga un venturoso futuro en tierras argentinas, tradicionalmente algo inhóspitas para los libros académicos de historia.

La primera pregunta que surge al acercarse a este libro es la relación entre la renovación historiográfica a la que, como Yankelevich señala justamente en la introducción, pertenecen todos los autores (y aun sabiendo que la renovación precisa sus contornos más por oposición a otras formas de hacer historia que por englobar dentro de sí una misma nueva forma de hacerla) y el vastísimo cuadro temporal elegido. Un vastísimo cuadro que en relación con el momento inicial comparte los mismos supuestos de la Historia de la nación argentina dirigida por Ricardo Levene en la década de 1930 o la Historia argentina, dirigida por Tulio Halperín Donghi en los años sesenta, entre otras. Es decir, comenzar por los pueblos originarios, luego la conquista, luego la colonia, la independencia, etcétera. Ello podría sugerir que la historiografía ha cambiado mucho en las últimas décadas pero que conserva algunos rasgos perdurables del historicismo tal cual se formuló en el momento del surgimiento de la historiografía moderna. En primer lugar, por ejemplo, en la conocida expresión del napolitano Giambattista Vico en la Scienza nuova: las cosas o las naciones se explican per caussas desde sus orígenes.

La segunda asunción historicista implícita es que las naciones y luego los estados naciones son totalidades de experiencias singulares provistas de significación, o mejor, que ellas pueden brindar un cuadro suficiente de explicación de un subconjunto humano. Una tercera asunción, más allá de la intención de autores o editores, es que probablemente el lector se vea orientado a presuponer algo que de ningún modo afirman los autores: que esa unidad está provista de un sentido en su devenir temporal. Finalmente, si abrimos un libro que comienza en la última etapa del pleistoceno y que llega hasta el kirchnerismo tendemos a pensar que hay allí un sentido que el decurso temporal nos puede develar. Así, hay una cierta tensión entre ese cuadro temporal y lo que los autores proponen en cada capítulo, ya que ellos buscan dar explicaciones acerca de los fenómenos concretos que estudian en el marco cronológico del respectivo periodo y dejan abierta al lector la posibilidad de extraer una visión general que conjeture sobre una mirada en la longue durée, en la cual buscar una interpretación de la Argentina.

Desde luego, no pueden ignorarse las diferencias que complican el análisis precedente: no es seguro que los autores de este libro compartan la afirmación de Vico acerca de que la naturaleza humana es variable y que los bestiones primitivos eran personas radicalmente diferentes de nosotros. Creo que muchos de ellos pueden pensar inversamente a la conocida sentencia de Ortega de que los hombres no tienen naturaleza sino historia. No puede ignorarse tampoco que toda la valoración positiva y exaltadora de la propia nación ante otras, que era un presupuesto fuerte de buena parte de las historiografías nacionales del siglo XIX y aún del XX, está aquí por fortuna ausente. El comentario sólo aspira a señalar algunas curiosas supervivencias que son hábitos o rutinas de la profesión en relación con los cuadros temporales y espaciales en las que pensar los problemas históricos. Esas rutinas derivan a veces menos de los historiadores que de convenciones de las editoriales y los lectores. Seguramente éstos aspiran a que en una historia argentina se hable de los pueblos originarios y de la conquista. Y se quiere dejar en claro que este comentario no está sugiriendo que los pueblos originarios no tengan que ver con la Argentina sino sólo, a modo de ejemplo, que si como Raúl Mandrini señala en su excelente capítulo inicial con mucha pertinencia, éstos también tenían una historia y no eran simplemente sociedades frías inmóviles, es decir, que 10 000 años de historia también habían transcurrido para ellos, la pregunta se traslada a las relaciones posibles que existirían entre aquellos primeros pobladores hace 11 000 años y sus lejanos descendientes que combatían, negociaban, interactuaban, primero con los españoles y luego con los criollos, como el mismo Mandrini nos ha mostrado en muchos de sus trabajos. En cualquier caso, seguramente las editoriales también comparten las expectativas de los lectores. La misma editorial Turner ha promovido otras historias mínimas, de España y del País Vasco, que también se remontan a los más lejanos orígenes que puedan encontrarse en un territorio dado.

Si el marco temporal elegido puede problematizarse, también puede hacerse lo mismo con el ámbito espacial propuesto. Nuevamente no parece posible atribuir a los autores la idea de que un territorio delimitado políticamente en tiempos relativamente recientes pueda considerarse una explícita unidad de significación, ya que es difícil creer que alguno de los autores comparta la idea, que defendió en Argentina Ricardo Rojas, entre otros, de una “cenestesia colectiva” que definiría una identidad argentina. Más aún, el mismo recorte espacial es discutido explícitamente por Raúl Mandrini, y en especial por Jorge Gelman, en su capítulo sobre la época colonial. Ambos señalan con acierto que la historia que describen no puede considerarse aplicable al espacio territorial argentino actual, que ella se despliega en ciertos registros en un escenario más vasto, por ejemplo el imperio inca o el español, o en los amplios espacios de circulación económica atlántica y, a la vez, en uno más reducido, ya que en el territorio de la actual Argentina coexistían diferentes culturas con elevados grados de autonomía. Es que, como se sabe, la unidad territorial de la Argentina actual procede jurídicamente de 1884 (Ley de Territorios Nacionales) y su cohesión espacial de bastante después. Tema este, el del espacio en que deben estudiarse los fenómenos históricos, que remite al conocido jeux d´échelles sobre el que tanto se ha discutido en las últimas décadas. Y va de suyo que la elección de una escala “nacional”, aun en aquellos períodos en que pueda parecer evidente, por ejemplo el siglo XX, inevitablemente prioriza la potencial importancia aglutinadora de ciertos registros, como la política o el Estado centrales, por sobre otros que sugerirían como más pertinente hablar de diversas Argentinas en la Argentina, con sus características económicas, sociales, culturales, sus ritmos de mutación diferenciados, en el contexto de aquella simultaneidad de lo no simultáneo que tematizase Reinhardt Koselleck.

Definidos el cuadro espacial y el temporal, el libro propone, presumiblemente por decisión de su coordinador, una periodización. Ésta, como los historiadores saben (o deberían saber), es un instrumento del historiador en función de sus opciones o de sus hipótesis, y no algo dado en la historia. Las opciones que se eligen siempre implican ciertos énfasis o preferencias, también ellas a menudo más implícitas que explícitas. Si se compara, por ejemplo, la “historia mínima de México” con la de la Argentina, ello es bien visible. En el caso mexicano, un capítulo está dedicado al México prehispánico (denominado “antiguo”), dos a la época colonial, dos al largo XIX y dos al siglo XX. En el caso argentino, hay uno dedicado al “periodo prehispánico”, otro a la época colonial, uno al siglo XIX y cuatro al siglo XX. Es decir que está historia argentina es, por decirlo así, mucho más “contemporánea” que la homónima mexicana. El punto más original está en que a todo el siglo XIX, de 1810 a 1910, se le dedica un capítulo (mientras que inversamente, al primer peronismo y sus vísperas, 12 años, se le dedica también un capítulo). Esa opción, si admitimos que el cuadro temporal vastísimo es más el resultado de una convención que de otra cosa, sugiere que el libro puede ser colocado en una cierta tradición de estudios sobre la Argentina. Por señalar unos pocos jalones en esa forma de mirar al país platense, podría recordarse que en uno de los mejores libros de historia que se escribieron en estas tierras -hace ya un siglo-, el Ensayo sobre la historia de Santa Fe de Juan Álvarez, que por supuesto comenzaba desde los “orígenes” había sin embargo afirmado que toda esa historia de siglos era, en el fondo, innecesaria. Si la Argentina se hubiese independizado de España al mismo tiempo que Cuba, es decir casi un siglo después, las cosas no hubieran cambiado mucho. La historia de estas tierras empezaba verdaderamente según él, con la gran expansión de las últimas décadas del siglo XIX. Algo no muy diferente de lo que luego sugeriría Gino Germani, que fue quien hizo el mayor esfuerzo por transferir la agenda historiográfica a lo que se llamaría la Argentina moderna.

Dejando de lado estas cuestiones, es hora ya de adentrarse en algunas características del libro mirado en su conjunto. Ante todo, el mismo refleja muy bien el estado de los conocimientos alcanzados en los estudios del pasado en la Argentina, y en ese sentido es una obra actualizada que sigue las interpretaciones más recientes del mismo en la sede académica. Por ello, incluso los profesionales de la historia pueden aprender muchas cosas de su lectura y ése es uno de los mejores elogios que se le pueden hacer a una obra. Es también un libro erudito y aquí parecería que la mayoría, si no todos los autores, operan con el viejo principio de la profesión, de rankeana memoria, de que “las cosas así efectivamente sucedieron”, con la limitación que impone la expresión “hasta donde llegan nuestros conocimientos”. Más allá de las querellas posmodernas, los historiadores parecen empeñados en seguir los viejos principios, y por lo demás no se sabe bien cómo podría escribirse una historia de estas características si no es desde ellos. También comparte con la tradición erudita la escasa adjetivación. Paul Claudel escribió una vez en su Diario que “El temor al adjetivo es el comienzo del estilo”. Ese sano consejo literario es también un óptimo consejo en la historiografía y los buenos historiadores siempre lo han hecho propio. Es más, podría argumentarse, ése es (o debería ser) el estilo de la profesión. Poca adjetivación, muchas explicaciones, multicausalidad y matizaciones brindan la imagen de una historia plausible y eso es no sólo bastante sino, tal vez, lo mejor que se puede esperar hoy de un libro de historia.

Éste es también un libro cuyos ensayos se orientan mayoritariamente a reflexionar sobre las reglas y no sobre las excepciones ,y si bien se puede discutir si la anomalía es más fructífera o iluminadora, historiográficamente, que la “normalidad”, no hay duda de que un libro de divulgación difícilmente pueda construirse de otro modo. En otras palabras, mirado con los ojos de un profesional, el libro es más razonable que sorprendente. Quizás sea el precio que haya que pagar en una ciencia normal, y quizás deba habituarse a pensar que la solidez puede ser un atributo más apreciable que la fantasía. Asimismo, y más allá de la atención a los contextos, es un libro con una perspectiva más etic que emic o en palabras banales, un libro que tiende a priorizar la perspectiva objetivista del científico social mediante la descripción de los hechos observables por sobre aquella subjetiva de como los diferentes actores sociales vivieron los procesos históricos que son el objeto de estudio. Ello puede vincularse con el hecho de que un libro que quiere ser emblema de una renovación historiografía, inevitablemente busca un diálogo con otras ciencias sociales, lo que es también resultado de que tres de los siete autores proceden de territorios vecinos al de la historia. Si ello es así, es un libro que prioriza la explicación por sobre la comprensión, y en esto si está lejos de la mejor tradición historicista.

Desde luego que las semejanzas generales presentadas deben balancearse con las diferencias existentes en cada capítulo. Ellas pueden ser el resultado de las características de cada periodo, de las fuentes disponibles o de las preferencias historiográficas de los autores.

En una mirada de nuevo esquemática puede observarse que el libro se desliza de enfoques en los que la prioridad la tienen las sociedades y las economías a otros en los que predomina crecientemente la política como eje articulador del relato. De aquellos más atentos a las estructuras a aquellos que otorgan mayor consideración a los acontecimientos. El capítulo bisagra es del heroico esfuerzo de Pilar González por resumir el convulsionado siglo XIX argentino, surcado por tantos conflictos políticos, regionales, culturales y sociales. Ciertamente ahí se busca y alcanza un difícil equilibrio entre las dimensiones políticas, económicas, demográficas y socioculturales, sin embargo -y si esta lectura no está errada- el eje articulador es ya la historia política, aunque entendida en un sentido mucho más amplio que el tradicional. Entrados en el siglo XX, ello se hace aún más visible y, aunque permanecen las otras dimensiones, nuevamente la política y aquellas instituciones que operan en ella, del ejército a la iglesia, ocupan el lugar central. Es decir, una historia mucho más mirada desde lo público que desde lo privado o desde la sociedad, aunque alusiones a los climas sociales no estén ausentes y tampoco lo esté la economía. Nuevamente los autores, en especial Marcelo Cavarozzi y Marcos Novaro, hacen un notable esfuerzo no sólo por sintetizar procesos que son ahora mucho más complejos, por la pluralidad de actores involucrados, sino también por tratar de hacer inteligible la historia que narran ¡y cuán difícil es tratar de hacer inteligible a la Argentina posterior a la ley Sáenz Peña! En esos capítulos aparecen también en un lugar relevante los líderes políticos y la importancia de su papel junto a la de los actores colectivos o institucionales. Difícilmente podría haber sido de otro modo. ¿Cómo escribir una historia argentina contemporánea sin hablar de Yrigoyen, Justo, Perón, Frondizi o Alfonsín? En esa galería de retratos, particularmente logradas parecen las imágenes que Cavarozzi brinda del general Agustín P. Justo -reduciendo un poco la curiosa revalorización del personaje que se ha realizado en la historiografía de las últimas décadas-, y Novaro de Alfonsín y sus dilemas.

Al terminar este recorrido por la convulsionada política argentina del siglo XX, en el último párrafo del capítulo escrito por Novaro, una pequeña luz optimista brilla en él y el lector se orienta a pensar que pese a todo se ha avanzado y las instituciones restauradas de la república han logrado sobrevivir a sus amenazas y enemigos. Una república algo particular, seguramente. Casi una afirmación de que la path dependence, que sugiere la lectura en conjunto de los cuatro ensayos, puede verse compensada por algunos progresos hacia la construcción de una Argentina más abierta y pluralista.

Como en las buenas películas de suspenso, cuando el lector cree que la historia ha terminado aparece un último capítulo que viene a recuperar la dimensión de los debates de ideas, no en la forma clásica de la ideengeschichte sino en otras más recientes. Un capítulo que coloca a los intelectuales argentinos y sus proyectos en el marco de tradiciones y climas de ideas y en diálogo con los contextos políticos con los que interactúan. Un capítulo que evite que se pase por la historia argentina sin detenerse en aquellos movimientos intelectuales que animaron nuestro siglo XX y sin que se olviden los nombres de José Ingenieros, los hermanos Irazusta, Ezequiel Martínez Estrada, Jorge Luis Borges u Óscar Terán. La referencia, claro está, es al luminoso breve ensayo de Carlos Altamirano que desde la ecuanimidad que brinda, entre otras cosas, la altura de sus años refiere una historia de enconados debates con una empatía inusual en los tratamientos sobre el argumento.

Todo comentario de un libro lo empobrece al resumirlo y al priorizar ciertas perspectivas por sobre otras. Otros lectores encontrarán allí otros temas y problemas y podrán observar las cualidades de una obra que en la pluralidad de miradas competentes que brinda compensa con creces lo que pueda perder en homogeneidad.

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