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Historia mexicana

versión On-line ISSN 2448-6531versión impresa ISSN 0185-0172

Hist. mex. vol.64 no.3 Ciudad de México ene./mar. 2015

 

Reseñas

Lourdes Turrent, Rito, música y poder en la Catedral Metropolitana, México, 1790-1810

Brian Connaughton* 

*Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa.

Turrent, Lourdes. Rito, música y poder en la Catedral Metropolitana, México, 1790-1810. México: Fondo de Cultura Económica, El Colegio de México, 2013. 325p. ISBN: 978-607-161-477-3.


Esta obra es temporalmente más ambiciosa de lo que el título sugiere, ya que la autora sigue la evolución de su temática desde el siglo XVI hasta el punto culminante de 1790-1810, para luego profundizar más en este periodo. Asimismo, esta óptica histórica de largo alcance le permite darnos una idea no sólo de las líneas continuas sino particularmente de las discontinuas en la vida de la Nueva España: los momentos en que la Catedral Metropolitana poseía menos poder, tenía menor presencia, y compartía espacios con el proyecto eclesiástico de los regulares. Al mismo tiempo nos presenta esto con la visión de la Nueva España como una sociedad en paulatina, si bien entrecortada, consolidación, virando hacia el predominio de una Iglesia secular y diocesana. Sólo bajo los borbones tardíos, Carlos III y Carlos IV, se pudo pretender dar forma plena a un orden diáfanamente vertical en la capital virreinal, al realzar el papel de su plaza mayor político religiosa, como epicentro incuestionable del poder de la monarquía de dos mundos en la América septentrional. Así, las dos décadas señaladas en el título pretenden corresponder al florecimiento no sólo del rito, la música y el poder en la Catedral Metropolitana, sino al del orden imperial consumado.

Es llamativo y satisfactorio saber que Joseph Haydn, por medio de su música, y un buen número no sólo de españoles peninsulares sino de italianos -como músicos-, influyeron y estuvieron presentes en este mundo estético que simbolizaba los lineamientos de autoridad y legitimidad. Pese a cierta tendencia historiográfica decimonónica a ver a la Nueva España aislada territorial y culturalmente, en esta obra vemos la catedral influida por corrientes de renovación venidas de ultramar con élites que no pudieron resistir el esfuerzo de consolidar su hegemonía mediante la actualización de estilos y contenidos musicales y corales.

A la vez, el abordaje de la autora nos permite ver a las autoridades eclesiásticas de la catedral esforzarse por unir lo mundano a lo divino, mezclando sus ambiciones humanas y corporativas con los deseos de crear y perpetuar la convivencia en una sociedad de componentes múltiples. Vemos cómo los gustos populares logran penetrar en algún grado la catedral, a la vez que al proyectarse las fiestas religiosas hacia las calles, se contagiaban incluso las solemnidades mejor estructuradas con el regocijo y las preferencias de la plebe.

Una parte importante de esta obra se dedica forzosamente a reconstruir por dentro el mundo de la Catedral capitalina: la autora ubica a los distintos miembros del cabildo catedral y sus funciones, sus jerarquías, el crecimiento casi inexorable de los cargos e instituciones que complementaban y ampliaban las capacidades del cabildo propiamente dicho. Detalla la superación de los haberes vocales de la Catedral a través del tiempo, y la integración inicial y diversificación posterior de los instrumentos a cargo de la orquesta. Al hacerlo, nos introduce a los retos que hubo que superar, las compras y contrataciones, y algunos otros aspectos de la cotidianidad de los participantes. Asimismo, nos hace recorrer los espacios de la iglesia catedral por dentro y por fuera, su distribución, y la conjunción de sus partes en un todo. Nos hace conscientes de que lo concertado musical y litúrgicamente en la catedral sólo se lograba mediante un esfuerzo persistente de buscar talentos, satisfacer sus exigencias, conjugar voluntades y engranar este conjunto con la tradición canónica y las necesidades del calendario festivo. Pero nos demuestra igualmente que no eran menos importantes las exigencias políticas coyunturales para lograr un espectáculo visual y auditivo ad hoc, de eficacia en su proyección dentro de la experiencia espiritual. El entorno de relativa calma o de crisis amenazante podía determinar si la fiesta simplemente suscribía el carácter reiterativo del ciclo anual, o alcanzaba una singularidad particular apropiada al peligro conjurado o novedad aplaudida. Queda claro en esta obra que las dos décadas enmarcadas entre los años de 1790 y 1810 se prestaban a menudo a ceremonias eclesiásticas más dramáticas en medio de tiempos tan difíciles.

Al abundar la autora en la profesionalización de la ejecución vocal e instrumental para lograr la sonoridad deseada en la catedral, nos introduce a la italianización de los gustos desde mediados del siglo XVIII y a la búsqueda más concienzuda de talentos musicales capaces de lograrla. La renovación de repertorios, la contratación de cantantes y músicos, implicaba una compleja interacción entre lo profano y lo sagrado. Había que lograr nuevos timbres de voz. La ópera italiana influía estilos, la consecución de artistas suponía entrar en un mundo en donde el tiempo de éstos se repartía entre diversos compromisos: distintos sitios eclesiásticos, el coliseo, y las ceremonias religiosas o sociales auspiciadas por grupos o personas con recursos adecuados, menos controladas verticalmente por las autoridades eclesiásticas.

La cotidianidad, marcada por faltas, permisos de descanso y enfermedades, estuvo presente en el mundo litúrgico musical -demasiadas veces atiborrado de exigencias y agobiante en extremo-. Pero en este complejo mundo, ratos pedestre y a ratos sublime, la polifonía que de tiempo atrás invadía los espacios auditivos del antiguo canto llano bajo influencia francesa transitaba hacia tonos suaves y accesibles proferidos por la música galante italiana. Y según el grado de solemnidad del servicio religioso que deseaba el cabildo eclesiástico, se desplegaba el todo, o sólo una parte, de estos recursos sonoros que la Catedral había ido acumulando bajo la dirección de los personajes clave del cabildo eclesiástico metropolitano como máximo órgano deliberante de la Iglesia novohispana.

En este contexto, la autora llama la atención sobre la fundación desde 1725 del Colegio de Infantes y su importante desarrollo posterior, donde eran entrenados niños como voces sopranos, pues las mujeres no eran admitidas en el coro. Nos señala asimismo su decaimiento a fines del siglo y la obra de Mariano Beristáin por revivirlo en el cambio de siglo. Beristáin, y varios otros de los individuos que cita Lourdes Turrent entre dignidades, canónigos y maestros de capilla, llaman todavía a biógrafos e historiadores para que nos revelen su multifacética presencia en la vida novohispana. Tales aportes abrirían nuevas perspectivas sobre la vida cultural de la Nueva España, su carácter multidimensional, y sus nexos con las estructuras de poder.

Turrent alude al movimiento dentro del espacio catedralicio, en tiempos en que se carecía de bancas fijas. Los arreglos siempre debían dar la atención apropiada a las corporaciones poderosas y la corte. En cambio, había una habitual ausencia del pueblo llano, las mujeres eran obligadas a guardar un lugar discreto y supeditado, e imperaba una preocupación constante por alcurnias y pureza de sangre. Así, en un espacio ceremonial más bien orientado a conjugar y consecuentar a la cúspide de la sociedad, pasaban a primera fila el protocolo y la formalidad en las celebraciones religiosas más relevantes. La autora pone particular énfasis en el Jueves Santo a este respecto. Allí, nos llama mucho la atención que el virrey recibiera la llave del sagrario durante las funciones litúrgicas, acción que simbolizaba la unión del poder sagrado y el temporal, bajo el manto del patronato real. Pues el rey y sus delegados debían velar por la vida espiritual, lo que a la vez les otorgaba poder en ciertas cuestiones religiosas ajenas al dogma. Salta a relucir en esta ocasión del Jueves Santo el papel de la iluminación en el espectáculo religioso.

En cambio, la autora también nos presenta fiestas religiosas de una índole distinta que despierta la imaginación tanto como la anterior: las fiestas de san Pedro, de san José, y las funciones en las capillas laterales de la catedral, donde se hacen presentes gustos más populares, muy influidos por las estructuras corporativas de la sociedad (pp. 184-197). Ahí podían aparecer, auspiciados por cofradías o congregaciones de devotos, villancicos, procesiones al exterior acompañadas por lúgubres campanazos, en que irrumpían gritos y desmanes, así como en las capillas arreglos florales, iluminación y jerarquías menores que al amparo de la catedral daban realce a grupos particulares de feligreses. No menos llamativa resulta la fiesta de Corpus, que nos presenta la autora como una conjugación de lo formal y lo profano popular en un escenario magnificado, pues la eucaristía representaba la unión de todos en uno, en el cuerpo de Cristo o el cuerpo místico del Salvador. Ahí debían estar presentes todos, fueran encumbrados, medianos o humildes, eruditos, artesanos, labradores o limosneros. Cuando las había, sus corporaciones representativas debían hacerse presentes, y con ellas los gustos en la danza y la música, con su variedad étnica y social. Aunque la catedral ofrecía en su interior los servicios religiosos para inaugurar la fiesta, ésta se extendía a la procesión formal y luego el convivio callejero de mayor inventiva popular. El atrio de la catedral recuperaba lugar en la realización de comedias de tema bíblico, pero el lenguaje y contenido de éstas quizá no siempre se constreñían a lo que deseaban las autoridades, pues se antoja pensar que la erupción de lo popular en la fiesta de Corpus debió hacerse presente en las propias comedias.

La autora aborda las reformas borbónicas mediante las transformaciones del inmueble catedralicio y el atrio, dentro del remozamiento mayor del centro del espacio urbano, para que todo concordara con el concepto jerárquico del poder y su grandeza, a que aspiraba la nueva monarquía. Dentro de este esquema, nos presenta el ordenamiento bajo el arzobispo Alonso Núñez de Haro y Peralta, en que las campanas debían desempeñar un papel múltiple en la vida cristiana de la urbe, desde convocar al templo en los momentos idóneos, hasta señalar el momento de permanecer en casa por toque de queda, pasando por llamados a la oración, conjuros contra los elementos malignos, concitaciones a la alegría y rogaciones por los difuntos. De nuevo tenemos en este escenario una catedral que musicalmente salía de sí misma y se proyectaba al seno de la sociedad, como lo hacía en muchas procesiones festivas. Pero la lucha en torno al sentido jerárquico y de orden estaba plenamente presente, porque uno de los motivos para el ordenamiento tan preciso del arzobispo Núñez de Haro era eliminar los usos indiscriminados o populares de las campanas, y acotar su uso para promover la verticalidad borbónica. Este estire y afloje en torno al uso de las campanas se extendería durante décadas, mucho más allá de la independencia mexicana.

A fines del siglo XVIII comienza una época difícil, en la que las autoridades eclesiásticas querían estar presentes en el proyecto real borbónico, pero al mismo tiempo temían la pérdida de presencia en el centro del mismo. Al acentuarse la crisis imperial en medio de las guerras desatadas por la revolución francesa, el descalabro fue mayor. Pronto, a principios del siglo XIX, la consolidación de vales reales se aunaría a préstamos y otros gravámenes reales o pretendidos para desequilibrar las finanzas eclesiásticas e incluir hasta los ministros del sagrado orden y su liturgia en la zozobra del momento. Pero ante las afectaciones económicas diversas, la autora nos muestra la persistencia de lo que llama la búsqueda de “la compostura debida”. Así, en medio de los trastornos causados por la invasión napoleónica de España, las abdicaciones de Carlos IV y Fernando VII, y la guerra peninsular, había que seguir con servicios religiosos que conjugaran el rito y la música con la celebración, si no del poder establecido, entonces del poder que el clero deseaba fuera restablecido. Pero, no acababa de realizarse este esfuerzo, cuando irrumpió la guerra de independencia dirigida Miguel Hidalgo y Costilla. De súbito hubo que conjugar el rito y la música en contra de la insubordinación ante un poder de por sí ya muy endeble. Había que salvar el orden.

No cabe duda: señala Turrent que del pináculo de la concertación rito-música-poder se pasaba a un creciente desconcierto. Nos revela la lucha de pareceres dentro del cabildo, pues la incertidumbre dio paso al mayor asomo de diferencias de criterio; el ambiente trastornado también complicaba los problemas de la contratación, mantenimiento y lealtad de los músicos. Incluso, argumenta la autora, hubo una posible pérdida de la “memoria de los rituales” indicados, y en ese contexto pone de relieve la publicación del El costumbrero de la catedral de México, en 1819, del sochantre Vicente Gómez, quizá un oportuno llamado de atención para restaurar lo que se estaba perdiendo.

La autora nos deja con la visión de una década, de 1810 a 1821, de zozobra, pero convocándonos sutilmente al insistir en que “aún [es un periodo que] está por estudiarse” a fondo. Así, me parece que esta obra es simultáneamente la etapa final y digna de celebrar de una larga investigación y el comienzo de otra signada cuando menos parcialmente por algunos de los horizontes que este libro abre. Desde luego, como lo sugiere la autora, hay que aplicar una mirada similar al periodo de guerra y confrontación entre 1810 y 1821. Urge otro tanto para las funciones político religiosas, tan frecuentes a partir de la consumación de la independencia en 1821. El Diario de sucesos notables de José Ramón Malo da pistas al respecto para la mayor parte de los años, hasta 1864. El Diario de Carlos María de Bustamante es otra obra que abre perspectivas. Algunos historiadores contemporáneos nuestros ya se han dedicado a estudiar festejos político religiosos de la década de 1820. Hace falta tener más estudiosos de la música y los músicos, y de la rica convergencia de influencias europeas y populares mexicanas, así como de la música culta hecha por mexicanos. En fin, el libro que presentamos invita a la lectura, obliga a la ponderación y aprecio, a la vez que convoca a una profundización en las ópticas que ofrece.

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