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Estudios sociológicos

versión On-line ISSN 2448-6442versión impresa ISSN 0185-4186

Estud. sociol vol.39 no.116 Ciudad de México may./ago. 2021  Epub 06-Sep-2021

https://doi.org/10.24201/es.2021v39n116.1925 

Artículos

El cuerpo utópico de los gais. Masculinidad, blanquitud y deseo en Tijuana

The Utopian Body of Gays. Masculinity, Whiteness, and Desire in Tijuana

1Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades Alfonso Vélez Pliego Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Puebla, México, pacaraballoc@gmail.com


Resumen:

El artículo analiza las interacciones de ligue entre hombres gais en la ciudad Tijuana. Parte del supuesto de que la masculinidad no es una característica que condiciona por sí misma el deseo gay, sino que el valor de dicha masculinidad depende de principios de distinción y jerarquización que conectan esas interacciones con estructuras y relaciones de poder más amplias. El texto retoma los resultados de una investigación etnográfica en la que se emplearon la entrevista itinerante y en profundidad, así como la “observación libre” en espacios físicos y en línea, con énfasis en la plataforma Grindr. Se recurre a las categorías con las que los propios sujetos hacen inteligible su deseo, para observar desde allí la intermediación entre la lógica y el sentido particular de sus actuaciones, por un lado, y las estructuras simbólicas y materiales que a su vez las limitan y posibilitan, por otro.

Palabras clave: deseo gay; blanquitud; masculinidad; identidad gay; Grindr; Tijuana

Abstract:

The paper analyzes the interactions of gay hookups in Tijuana. It begins with the assumption that masculinity is not a characteristic that determines gay desire but rather that the value of this masculinity depends on distinction and hierarchy principles, which connect these interactions with broader social structures and power relations. The article takes up the results of an ethnographic research project, in which itinerant and in-depth interviews were used as well as “free observation” in physical and online spaces, with an emphasis on the Grindr platform. The categories subjects use to make their desire intelligible are used to observe the intermediation between the logic and meaning of their actions, on the one hand, and the symbolic and material structures that limit and enable them, on the other.

Keywords: gay desire; whiteness; masculinity; gay identity; Grindr; Tijuana

Preludio

En un table gay, al norte del Centro de Tijuana, un stripper sube al escenario. Apenas baila, y poco a poco se quita la ropa. Son las once de la noche. Sus colegas deambulan entre mesas y clientes, exhibiéndose casi o totalmente desnudos, con sus penes en estado de erección o semierección. Un segundo stripper se presenta ahora, vestido de vaquero. Invita a un joven del público a que lo acompañe. Lo ata con una cuerda y, poniéndolo en cuclillas, sin desvestirlo, juega a golpear sus nalgas con un fuete. Una vez desnudo, el stripper se acerca al borde de la tarima y los clientes lo reciben con billetes de un dólar. A cambio de esa propina, unos le recorren el cuerpo tonificado con las manos; otros, acarician el pene ahora descubierto; y, otros más, se lo llevan a la boca para una efímera felación. Pasada la medianoche, el presentador anuncia el show principal. Bajan las luces. Dos hombres, vestidos sólo con arneses, suben al escenario; uno le hace sexo oral al otro para después dejarse penetrar analmente. El acto de envestida es iluminado directamente con un reflector. El presentador, además, acerca un micrófono al joven penetrado para hacer escuchar sus gemidos. Éste, más que excitado, se ve incómodo. El penetrador exagera sus gestos de placer; tensa los músculos de sus brazos, llevándose las manos a la parte posterior de la cabeza. El público, extasiado, concede toda su atención a la puesta en acto del stripper activo. La espectacularización de ese cuerpo descansa en la actuación de una masculinidad que, en el ocultamiento de sus indicios en tanto que actuación, asegura la eficacia del deseo que lo tomó por objeto.

Masculinidad, ligue y deseo gay

Según Butler (2007), la heterosexualidad es un régimen binario de “inteligibilidad cultural” que norma cuerpos, prácticas y deseos, y que naturaliza su continuidad al establecer una mutua exclusión entre identificación de género y orientación del deseo. En ese sentido, si el “hombre” lo es por exclusión y complementariedad con la “mujer”, la auténtica masculinidad responde a un deseo heterosexual. De allí que la presunción de heterosexualidad en los strippers dota sus cuerpos de un mayor valor erótico, en la medida que garantiza la autenticidad de la masculinidad deseada. Pero la eficacia de la actuación sobre el escenario se funda sobre todo en la representación de los clientes como objetos pasivo-receptivos,

1 cuya masculinidad se ve permanentemente asediada por la explícita orientación de su deseo. Si la “verdadera” masculinidad, que es el “eje articulador” de este deseo, según señalan Parrini, & Flores (2015), les está implícitamente negada a los hombres que se identifican como gais, ¿cómo entonces entender, en un contexto de creciente asimilación de las relaciones homoafectivas al modelo de amor romántico heterosexual (Altman, 1996), el deseo entre esos hombres?

El presente artículo intenta responder a esta pregunta, partiendo, en primer lugar, de la problematización de la masculinidad, entendiéndola como un atributo inestable cuyo valor, y el deseo que convoca en el marco de las interacciones de ligue gay, dependen de estructuras sociales que trascienden la cuestión de género. Entiendo por interacciones de ligue gay al conjunto de prácticas, más o menos ritualizadas, a través de las que los hombres gais se presentan ante otros como un potencial objeto deseado, con el fin de entablar relaciones sexuales pasajeras o vínculos afectivos “amorosos”. Parto de la definición de Goffman (1997, p. 27) de interacción social como “la influencia recíproca de un individuo sobre las acciones del otro”; por lo tanto, entiendo que las prácticas que tienen lugar en esas interacciones suponen cálculos y operaciones tácticas. Esto no quiere decir, sin embargo, que respondan, exclusiva o necesariamente, a una racionalidad consciente, pues las disposiciones del deseo no siempre pasan por la conciencia y las disposiciones del sujeto para actuar están limitadas por condiciones que exceden su voluntad (y su deseo).

Asimismo, entiendo por deseo gay el resultado de una sensibilidad ligada tanto a la identidad del sujeto como a un deseo de identidad (que podríamos llamar, con Butler, 2005, un “vínculo apasionado” a las restricciones simbólicas que ésta impone) asociado a una posición social que fija y modela ya no sólo la dirección de ese deseo (su “orientación” homoerótica) sino las posibilidades que admite en torno a los objetos a los que se dirige. Esto supone pensar la identidad, siguiendo a Hall (2003) y Butler (2001), como una producción discursiva y normativa, que es distinguible (al menos en términos analíticos) del acto de identificarse con determinadas categorías identitarias. De modo que la “identidad gay” no es un a priori epistemológico (Perlongher, 1997), ni un atributo meramente descriptivo, sino la condición de identificación y producción de determinadas subjetividades y sujetos que se asumen y presentan como “gais”.2 Como señala Perlongher (1999), la identidad gay “reglamenta, modela y disciplina los gestos, los cuerpos, los discursos” (pp. 55-56), introduciendo “los enlaces homoeróticos” en una “normalidad [ampliada] dividida entre gays y straights” (Perlongher, 1997, p. 33). En tanto que “operativo de modernización”, está ligada históricamente a la masculinidad blanca promovida por el proyecto civilizatorio occidental, y depende de su oposición frente a formas de homoerotismo anteriores y primitivas, que a su vez son recuperadas para articular y hacer manifiesta su condición de blanquitud (Perez, 2015).

El texto se divide en cuatro apartados. En el primero señalo los principales ejes de la estrategia metodológica que orientó la realización del trabajo de campo. En el segundo presento el contexto de Tijuana, haciendo énfasis en la representación de la ciudad y del norte mexicano en general como un espacio “blanco”. En el tercero discuto el concepto de blanquitud y su relación con la noción de clase para entender el deseo gay en el marco de estructuras que se conectan con las interacciones de los sujetos. En el cuarto retomo algunas categorías con las que los propios sujetos hacen inteligible su deseo, resaltando los elementos que intervienen en la atribución de valor al cuerpo “masculino”. Para concluir, destaco cómo las actuaciones de estos sujetos, sin dejar de estar atadas a estructuras sociales, posibilitan movimientos que entrañan una lógica y un sentido particular. Así pues, si me centro en los elementos que, en el contexto analizado, tienden a reproducir relaciones de dominación y subordinación globales, no es porque éstos constituyan una ineludible determinación. Antes bien, creo que existen actuaciones y prácticas de insubordinación que igualmente configuran y modelan las dinámicas estudiadas. Por tanto, queda aún pendiente analizar dichas experiencias para dar mejor cuenta de un proceso constante, y siempre ambivalente, de cambio, continuidades y resistencias.

Campo y método

El presente artículo retoma los resultados de una investigación etnográfica realizada en Tijuana, específicamente en el “ambiente” tijuanense. Rescato, así, la expresión ambiente para precisar el “campo” de dicha investigación, entendiéndolo como un espacio social, en principio intangible, cuya delimitación responde a representaciones, significados y códigos compartidos que forjan un sentido de comunidad entre aquellas personas que no se identifican como heterosexuales.3 Con base en Guber (2011, p. 16), entiendo la etnografía como un método orientado a “comprender los fenómenos sociales desde la perspectiva de sus miembros” y como una “descripción densa” que busca hacer inteligibles las “tramas de significación” y el universo conceptual que los sujetos emplean para relacionarse efectivamente en su cotidianidad (Geertz, 2003, p. 20). El análisis se centra, pues, en las interacciones de sujetos concretos, particularmente de hombres gais que hacen parte del ambiente, con lo cual se buscó entender las conexiones entre la realidad interaccional y “microscópica” de dichos individuos, y las condiciones estructurales que la limitan y hacen posible.

El trabajo de campo se realizó entre mediados de 2017 y 2018. Retomando la estrategia de Perlongher (1999), se empleó la “observación libre”, que consiste en seguir los itinerarios de los sujetos, “recogiendo impresiones, descripciones, situaciones y escenas de la manera más minuciosa posible” (p. 33). Así entendida, más que una “técnica” de investigación, la observación implicó una disposición particular (Guber, 2011) para interpretar las relaciones de los sujetos y sus marcos de sentido. Tal indagación se realizó en espacios de sociabilidad y en espacios del ligue. Entre los primeros se incluye tanto lugares comerciales dirigidos a personas no heterosexuales (ubicados mayormente en la Zona Centro de Tijuana) como eventos culturales, recreativos, académicos o político-organizativos donde su participación era central. Por otra parte, al hablar de espacios de ligue me refiero a todos aquellos lugares propicios para, u orientados principalmente a, el ligue gay. En todo caso, la distinción entre unos y otros es meramente analítica, ya que las fronteras que los separan son bastante difusas.

Los lugares de ligue en los que realicé la observación fueron mayormente redes sociales en línea. Según han señalados diversos estudios, en la actualidad este tipo de entornos cumplen un rol fundamental en las interacciones entre hombres gais (Leal Guerrero, 2011; Braga, 2015; Bonner-Thompson, 2017; Crooks, 2013; Race, 2015). Si bien los mismos no sólo se ajustan a dinámicas preexistentes, y al contrario inciden en la modelación de las interacciones sociales y de la percepción del espacio en el que éstas ocurren (Stempfhuber, & Liegl, 2016), en el presente análisis son abordados como un escenario más de relaciones insertas en un “campo” más amplio. En este sentido, un espacio crucial para el trabajo de campo fue Grindr, aplicación móvil lanzada en 2009 que funciona a partir del Sistema de Posicionamiento Global (GPS, por sus siglas en inglés). Si bien en la actualidad existen muchas otras plataformas de este tipo, Grindr sigue siendo la más popular, al menos en el contexto estudiado, por lo cual sirvió además para contactar a informantes y colaboradores.

Otra técnica empleada fue la entrevista itinerante y en profundidad. Siguiendo a Perlongher (1999), entiendo por entrevistas itinerantes aquellas que consisten en un contacto abierto y relativamente espontáneo; mientras que las entrevistas en profundidad consistieron en un contacto prolongado y de mayor extensión. En general, las primeras incluyen conversaciones informales, no planificadas y sin direccionamiento alguno. En cambio, las entrevistas en profundidad fueron pautadas con anticipación, notificándole a los entrevistados que las mismas servirían para los fines de esta investigación. En todo caso, la entrevista se entendió, de acuerdo con Guber (2011), no como una fuente de hechos verídicos, sino como un escenario performativo de observación etnográfica. Se realizaron siete entrevistas en profundidad a hombres que se identificaban como gais. Conforme a los criterios asumidos, tal identificación implicó (además de la asunción explícita de su “homosexualidad”) 1) que los sujetos se identificaran (al momento de ser abordados) con el género al que habían sido asignados al nacer, en correspondencia con una constitución anatómica considerada masculina; 2) que reconociesen su deseo (homoerótico) como parte fundamental de su identidad, y como diferencia relevante frente a la población “mayoritaria”, identificada como heterosexual, incluso si dicho reconocimiento (aunque fuese público) como gais, no los exentara de acatar, en grados variados, rutinas de ocultamiento o “discreción”; y 3) que recurriesen a representaciones y significados ligados al ambiente para articular su identidad.

Por último, es importante destacar mi situación dentro del “campo”, dada por características que condicionaron mis propias interacciones con los sujetos, haciendo en recursos etnográficos, mi experiencia directa y subjetividad (Guber, 2011; Gessaghi, 2012). Entre estas características resaltan, por ejemplo, mi condición de extranjero (y específicamente venezolano) y mi capital cultural, y el modo en que éste se expresa invariablemente en mis posturas y modos de actuar. Además, identificarme (y ser identificado) como un hombre gay propició que mi acercamiento inicial a potenciales informantes en calidad de investigador fuese visto casi siempre como una coartada para otros fines, con lo cual pude observar de manera participante las prácticas de ligue y/o evasión puestas en juego por los sujetos, así como el modo en que mis rasgos físicos y de personalidad eran leídos y valorados de manera diferencial. Finalmente, todo esto implicó entender también los contornos más amplios en los que se enmarcan estas dinámicas, para lo cual resulta fundamental profundizar en la constitución histórica y cultural del contexto tijuanense.

Tijuana

Junto al muro que divide a México de Estados Unidos, una placa reza que en Tijuana “empieza la patria”. No hay ciudad mexicana más al norte de esta república. Pero depende de cómo se mire, ese límite es donde ella comienza o donde termina. En 1848, antes de su fundación oficial (1889), la firma del Tratado de Guadalupe-Hidalgo (el mismo con el que México perdió casi la mitad de su territorio) convirtió a Tijuana en frontera. Aún en 1900 su población no llegaba a los mil habitantes y su establecimiento como ciudad se remonta apenas a la segunda década del siglo XX, impulsado sobre todo por el turismo estadounidense. Más tarde, con la culminación del Programa Bracero en 1964, muchos mexicanos retornados se instalaron en el norte mexicano, llevando a Tijuana a un crecimiento demográfico que entre 1960 y 1970 alcanzó la tasa de 7.5%, mientras que la nacional era de 3.4 por ciento (Bustamante, 1975). En la década de 1970, la instalación de las grandes plantas maquiladoras, aumentó su atractivo como polo de industrialización nacional y fuente de empleo.

Hoy, Tijuana es la ciudad más poblada y urbanizada del estado de Baja California. De acuerdo con la Encuesta Intercensal de INEGI de 2015, su población es de 1 641 570 habitantes. El paso fronterizo entre Tijuana y San Diego, California, es uno de los más transitados del mundo, lo que le ha conferido a la ciudad la imagen cosmopolita de “crisol de culturas híbridas y vanguardia del brave new world globalizado” (Palaversich, 2012, p. 100). Junto a esta idea de modernidad, el norte mexicano en general suele ser representado también como predominantemente “blanco”. De acuerdo con Walsh (2005), dicha representación nace a mediados del siglo XX, apoyada en una tradición antropológica que mezclaba el racismo biologicista con un determinismo de cuño culturalista.4 Desde entonces, los norteños comenzaron a ser considerados “cultural, económica y racialmente más avanzados que sus compatriotas” (Walsh, 2005, p. 68); hombres “blancos, barbados, de facciones caucásicas, altos y robustos” (Brambila, en Walsh, 2005, p. 67) que acusaban “un mejor desarrollo biológico que en el Centro y el Sur” (Gamio, en Walsh, 2005, p. 54). A la larga, tal representación crearía un sentido de diferencia que, en términos políticos, se materializó en 1989 con el ascenso al poder del PAN en Baja California, partido que destronó por primera vez la hegemonía histórica del PRI a nivel nacional (Ruiz Ríos, 2009).

Durante mi estancia en Tijuana, muchas veces escuché decir que lo mejor de Tijuana era San Diego. Esto no implica un desvanecimiento real de las diferencias de un lado y otro de la frontera. Los injertos de inglés en el habla de los tijuanenses los hace reconocerse, cuando mucho, y con orgullo, como “pochos”. Pues, si su sentido de identificación con el resto de México es débil, tampoco (o al menos muy pocos) se sienten en realidad “gringos”. Ellos son otra cosa: “un país aparte”, como me dijo Alejandro, de 26 años, para referirse al “norte” que, para él, no se compara con Estados Unidos, pero tampoco con el “tercermundismo” mexicano. De acuerdo con el INEGI (2016), para 2015 sólo 7.71 por ciento de la población de Tijuana se consideraba indígena y 0.89 por ciento hablaba lengua indígena. La mayor parte de ese sector es migrante o desciende de migrantes provenientes del sur del país, con un predominio de mixtecos (Velasco, 2010). Si el norte es “blanco”, la imagen del sur en Tijuana suele estar asociada a lo rural, a la “pobreza” y a lo “tradicional”; a gente “fea” y “chaparrita”, como me dijeron varias personas.

Por consiguiente, “la llegada de los indígenas y mestizos del sur del país” aparece ligada a la decadencia del “perfil demográfico” (Palaversich, 2002, pp. 220-221). Mientras que otras migraciones internas, como por ejemplo la proveniente de Sinaloa,5 se asocia al deterioro de la ciudad. El rechazo a ese gentilicio se expresa, por ejemplo, en el epíteto despectivo “chinolas”, así como en el difundido estereotipo de personas “corrientes y escandalosas”, según me dijo Sigfredo, de 61 años. Gente que, además, habría traído “valores negativos” a la ciudad, como el narco y los corridos, como me comentó Gabriel, un tijuanense de 22 años. Así, la presencia de unos y de otros complica, tanto en términos étnico-raciales como identitarios, la apropiación efectiva de la blanquitud que se le atribuye a Tijuana, por estar al norte mismo del “norte” de México y tan cerca de Estados Unidos. Lo cual, por otra parte, deja en evidencia un espectro “racial” cuya complejísima constitución atraviesa a toda la nación mexicana.6

En todo caso, y entrelazado a la imagen “moderna” de Tijuana, prevalece aún el mito de la ciudad sin historia y sin arraigo cultural (Palaversich, 2012; Ruiz Ríos, 2009), presa permanente de la violencia, el hedonismo y la inestabilidad. “Híbrida” y a la vez excluyente, “blanca” y viciosa, cosmopolita y caótica: son las representaciones encontradas de Tijuana que, en última instancia, ponen de manifiesto una disputa moral y simbólica que la toma por objeto, y al mismo tiempo la produce, en tanto espacio vivido, cruzado por deslindes y delimitaciones internas. En ese contexto, el ambiente local no es un espacio homogéneo, plano o libre de fisuras. Su temprano surgimiento puede entenderse quizá como el resultado de la expulsión de la homosexualidad al otro lado de la frontera.7 Pero hoy ese ambiente está igualmente atravesado por jerarquías globales que dan forma a un orden de distribución de los sujetos y sus capitales, más allá de la experiencia erótica compartida, a partir de afinidades derivadas de sus posiciones en el espacio social. Una organización que, como en otros contextos mexicanos (Russo, 2009; Boivin, 2011), se materializa en el uso diferenciado de los espacios físicos, y se expresa en las interacciones cotidianas de los sujetos y sobre todo en las condiciones que hacen posible su deseo.

Blanquitud y capital cultural

Para el presente análisis parto del supuesto de que la masculinidad no es un “atributo” aislado que, investido por un “valor de escasez” (Bourdieu, 2000, p. 142), condicionaría por sí mismo los intercambios de una hipotética economía del deseo gay. En cambio, propongo que ese valor está sujetado a principios de distinción y jerarquización social que exceden las consideraciones conscientes en torno a la expresión de género. De modo que, si las estructuras sociales dependen de la realización interaccional que los sujetos hacen de ellas, aun de manera inconsciente, inadvertida o imprevista (Denzin, 1992, p. 28), esas interacciones ocurren a su vez dentro de lo que, para Goffman (1991), es “el hecho brutal de la posición propia en la estructura social” (p. 181). En ese sentido, procurando atender el cruce entre las interacciones de ligue de los sujetos analizados y las condiciones estructurales de su deseo, recurro en primer lugar al concepto de blanquitud. Siguiendo a Echeverría (2010), entiendo la blanquitud como una condición ético-civilizatoria que incluye “ciertos rasgos étnicos de la blancura del ‘hombre blanco’, pero sólo en tanto que encarnaciones de otros rasgos más decisivos, que son de orden ético” (p. 11). Desde este punto de vista, el carácter étnico-racial (la blancura) es subordinado al orden identitario de la blanquitud, como interiorización del ethos histórico capitalista y concreción del sujeto humano promovido por la modernidad efectiva8 (Echeverría, 2010, p. 64).

A diferencia de la blanquitud, lo étnico-racial puede entenderse como una instancia relativamente autónoma de otros ejes de desigualdad (como la clase, el género, la sexualidad, entre otros), que hace referencia a características físicas (como tono de piel, rasgos faciales, color de ojos, estatura, textura del cabello) o comportamentales (como el modo de hablar, caminar o vestir) que son susceptibles de ser interpretadas de modo esencialista como el resultado de un determinado origen (“racial”, nacional o cultural). Para el caso mexicano, Solís; Güémez & Lorenzo (2019) señalan tres variables asociadas a lo étnico-racial: la identificación lingüística, la autoadscripción y el tono de piel. Sin embargo, los autores enfatizan la estrecha relación entre esas dimensiones y la desigualdad socioeconómica, en la medida que la “acumulación originaria de desventajas” en poblaciones históricamente racializadas se expresa en posiciones “inferiores” en la estructura de clases. En todo caso, estas características son siempre relativas y operan de manera dialéctica. Así, en tanto que son visibles, pueden ser utilizadas para identificar a priori la procedencia de una persona y hacerla encajar en un determinado estereotipo, pero también muchas veces tienden a ser percibidas retrospectivamente al conocerse tal procedencia, buscando en el cuerpo las “evidencias” o indicios que la confirman.

En cambio, la blanquitud es un parámetro de estratificación social históricamente contingente, que no está ligado “naturalmente” al cuerpo, y por tanto constituye un lugar de privilegio inestable y fragmentado (Moreno Figueroa, 2010). No es un privilegio, sino una posición donde se encarnan y desde donde se ejercen los privilegios. Su mantenimiento depende de “la exclusión mutua, o la distinción, de las posiciones” relativas (y “la estructura de la distribución de las diferentes especies de capital”) que define al espacio social (Bourdieu, 1999, p. 178). De acuerdo con esto, la blanquitud de la modernidad capitalista debe ser analizada en relación con una estructuración de clases, donde la clase, a su vez, adquiere una doble dimensión. Por un lado, es una posición objetiva en el espacio social y, por otro, una condición subjetiva y simbólica, ligada a la actuación práctica del sujeto. En primer lugar, la posición remite a un origen social heredado en forma de recursos o capitales, entendidos, según Bourdieu (2000), como el “trabajo acumulado, bien en forma de materia, bien en forma interiorizada o ‘incorporada’”, que puede ser tanto acumulado como apropiado (p. 131).

El mismo autor distingue fundamentalmente tres tipos, formas o especies de capital: el capital económico (dinero, activos y riqueza material), el capital cultural (saberes y competencias culturales, incorporadas, objetivadas o institucionalizadas) y el capital social (red duradera de relaciones), siendo el capital simbólico una especie transversal a las anteriores, ligada al prestigio y al reconocimiento legítimo (Bourdieu, 2000). Entre estos capitales existe un sistema de equivalencia y convertibilidad, toda vez que el conjunto de los mismos a disposición determina la posición que ocupa el sujeto, en tanto “lugar distinto y distintivo” dentro de la estructura de clases (Bourdieu, 1999, p. 178). Pero en la medida que los capitales existen también de manera objetivada (en bienes materiales o dinero, por ejemplo) o institucionalizada (como títulos académicos, certificaciones, entre otros), los sujetos pueden apropiarse de ellos y del estatus que potencialmente les provee para desplazarse en el espacio social.

En ese sentido, la otra dimensión de la clase, la subjetiva y simbólica, se refiere a la actuación “adecuada” de la posición que se ocupa y que es, además, como señala Gessaghi (2012), un trabajo de estabilización y producción práctica de la clase o, más propiamente, de la distinción que le es inherente (Bourdieu, 1999). Es decir, la actuación implica una elección que supone adoptar un papel de acuerdo con esquemas preestablecidos, por lo que al mismo tiempo se encuentra regulada y constreñida por el peso objetivo de la estructura. Para Goffman (1997), la actuación “sirve para influir de algún modo sobre los otros participantes” de una interacción y depende de la dotación de un conjunto de símbolos (p. 27), en tanto que “signos portadores de información social” (Goffman, 2006, p. 58), que crean una “apariencia” y que, en la medida que se refieren a una posición valorada pueden ser “símbolos de prestigio”. Desde este punto de vista, los “símbolos de prestigio” sintetizan la posesión de formas de capital, que a su vez están ligados a cierta posición “distintiva” en el espacio social. Al apropiarse de esos símbolos, uno puede pasar por una clase que en principio no le corresponde. Pero tal apropiación, en tanto que posibilidad de actuar adecuadamente dicha posición, va a depender de la interiorización de la misma en los “cuerpos socializados” (Bourdieu, 1999, p. 181); es decir, está ligada a condiciones estructurales que la preceden.

En suma, la actuación, si bien supone la posibilidad de pasar por algo que uno no “es”, está limitada, no sólo por la posibilidad efectiva de hacerse con determinadas formas de capital o su manifestación simbólica, sino también por estructuras materiales (y corporales) que definen su realización dramática, en tanto que incorporadas al sujeto. Pues, el lugar ocupado en la estructura de posiciones opera en él, y a través de él, a modo de habitus, como “estructura estructurante” que media entre la dimensión objetiva de una posición social y su materialización simbólica y corporal, respondiendo a “condicionamientos asociados a una clase particular de condiciones de existencia” que se traducen en “principios generadores y organizadores de prácticas y de representaciones” (Bourdieu, 2007, p. 86). Por consiguiente, es a través del habitus que el capital cultural incorporado se convierte en capital simbólico, en tanto que prestigio, al ser reconocido como “competencia o autoridad legítima” que combina “la propiedad innata con los méritos de la adquisición” (Bourdieu, 2000, pp. 141-142). Y es por él que la exclusión material y la distinción simbólica se convierten en acceso a la blanquitud, como manifestación encarnada de un ethos específico, a través de la necesaria producción y mantenimiento de un habitus apropiadamente “blanco” (García Quesada, 2013), incluso más allá de las características étnico-raciales del sujeto. En las interacciones aquí analizadas esto significa, como veremos ahora, que el valor del sujeto, y específicamente su masculinidad, como potencial objeto de deseo, está en el cuerpo visto, pero también en el lugar incorporado que ocupa éste en el espacio social.

Taxonomías del deseo

La evidente valoración de una masculinidad activa y viril se observa, en Grindr, no sólo en la frecuencia de términos como “varonil” o “masculino” o en la referencia, por ejemplo, al tamaño del pene (“vergón” o “vergudo”), sino en la exhibición de partes del cuerpo que representan socialmente a la masculinidad “natural”: torsos desnudos, barbas, vello corporal, espaldas anchas, tatuajes (véase figura 1). Inscrita esa virilidad en tales “segmentos” jerarquizados de cuerpos (Ramírez García, 2017, p. 83), adhieren asimismo al sujeto completo una connotación masculina. Estos signos de masculinidad son entonces dotados en sí mismos de un valor erótico. No obstante, sólo llegan a convertirse en “símbolos de prestigio” a través de dinámicas de encuadramiento, para lo cual los cuerpos apelan a recursos técnicos y a lo que Leal Guerrero (2013) denomina “fórmulas representacionales”. El cuerpo masculino, despedazado, es recompuesto y “llenado” con significados que no sólo refieren a patrones de género, sino a principios de distinción y jerarquización social, que se traducen en “taxonomías inmediatas” (Halberstam, 2008) con las que los gais hacen inteligible su deseo. En lo que sigue, parto de estas taxonomías para analizar los valores que vehiculizan y los mecanismos de poder que se ocultan en su enunciación.

Cuerpo gym

Un escenario con el que recurrentemente me encontré en Grindr fue el gimnasio (ver figura 2). Tanto en las fotos de perfil como en las que los usuarios compartían conmigo a través del chat privado, éste aparecía siempre como un marco privilegiado de presentación de sí. Algunas fotos omitían rostros y mostraban, en plano casi detalle, una máquina o una parte del cuerpo vestido para el ejercicio físico. La referencia era verbalizada mediante categorías como “cuerpo de gym”, “gym bodies” o “cuerpo gym”. Esto es, un cuerpo que muestra en su musculatura y en sus abdominales las marcas del gimnasio y, más precisamente, los signos de un trabajo físico consciente. La referencia explícita al gym supone que ese cuerpo no es espontáneo. No es resultado, por ejemplo, de un oficio “manual” remunerado y, en tal sentido, como sugieren Llamas, & Vidarte (1999), su musculatura anuncia una inutilidad funcional que los distingue de los “cuerpos proletarios”. Así, la inversión física, que es también de capital económico (a través del costo del gimnasio y los implementos y recursos necesarios), lo que denota, material y simbólicamente, es una cierta posición de clase adherida así al abdomen y el torso endurecidos.

El cuerpo que se identifica con el gimnasio se mueve entre la sexualización del sujeto, al exponerse como objeto carnal de deseo, y su inscripción en un estilo de vida valorado. Las fotografías donde sólo aparece el cuerpo, o una parte de éste, y el rostro ha sido eliminado en una edición posterior, por lo general se usan para darse una connotación erótica que a veces se explicita aún más a través de posturas que indican un determinado rol sexual. Sin embargo, el cuerpo gym es más que un cuerpo expuesto; es en cambio la evidencia última de una preocupación por el cuerpo. El esfuerzo físico se equipara a un autocuidado, que se expresa en frases como “personas que cuidan su cuerpo”.9 El “gym” opera entonces como metonimia de regímenes, es decir, “prácticas [y hábitos de conducta] aprendidas que implican un control riguroso de las necesidades orgánicas” (Giddens, 2000, p. 84).

Esto señala, a su vez, una vocación de triunfo y control (en primer lugar, sobre el propio cuerpo) que, en este sentido, está vinculada al éxito social y la autonomía (Llamas, & Vidarte, 1999), apoyándose inadvertidamente en lo que Tiqqun (2012) llama un “moralismo fisiológico de masas” (p. 163). El cuerpo así producido es en sí mismo capital cultural incorporado, en tanto que responde a una inversión de tiempo, dinero y trabajo (un “cultivo”) que no admite ser delegado en otros y cuyo valor y beneficios quedan irrevocablemente ligados a él (Moreno, & Bruquetas, 2016). Un cuerpo “civilizado” (Elias, 2012), manifestación física (cuerpos “marcados”, “firmes”, “atléticos”) de una disposición que evoca un producto, y también un proceso. El cuerpo gym quizás aún no se ha alcanzado, pero como disposición puede estar ya en el sujeto. De este modo, el cuerpo gym hace suyos los signos asociados a la “juventud”10 y a la “salud”, pues en tanto encarnación de regímenes de cuidado, también supone un control alimenticio e higiénico.

De igual forma, el término “limpio”, que frecuentemente aparece en Grindr, se encuentra en muchas descripciones de perfiles como un requisito para el sexo. Pero por lo general sus implicaciones no son sólo físicas o circunstanciales; es decir, no se trata de un simple requerimiento del momento (“estar limpio”). La higiene (como la blancura) está asociada a la pureza, que deriva de consideraciones morales (Douglas, 2007; Elias, 2012), e históricamente ha tenido un carácter “racial” (Hering, 2011). La opción de definirse a uno mismo dentro de la aplicación como “pulcro” (una de las tipologías cerradas que ofrece la misma a modo de descriptores personales) es, en efecto, la traducción del término inglés “clean-up”, el cual no sólo remite a la higiene corporal, sino que describe a la persona y sus hábitos de limpieza, en un sentido amplio que incluye el orden de su entorno. La higiene es, pues, un hábito, más que una condición. Valoración fundamentalmente moral que remite al sujeto, y que contrasta con el valor erótico que suele tener la suciedad en otros contextos (Caraballo, 2020).

El gym es un recurso que ejemplifica la imposición, como señalara Lumsden (1991), de “sutiles barreras” dentro del ambiente, que operan mediante la prescripción de ciertas características físicas (estatura, “aliño”, blancura y “tono muscular”) como signos de estatus social (un “origen clasemediero”, según el autor). Como parámetro estético, se traslapa con criterios étnico-raciales cuya valoración, que a la vez se halla tamizada por la pertenencia a una determinada clase social. En ese sentido, la “baja” estatura, por ejemplo, es históricamente representada como un rasgo indígena (Poole, y Zamorano, 2012) y por tanto aparece como diacrítico que pone en “evidencia” los antecedentes del sujeto, en tanto que suele vincularse, particularmente en Tijuana, con inmigrantes del sur de México. La racialización del orden de distribución desigual de capitales, concede a una mayor estatura, en cambio, el presupuesto de un estatus equiparable al de una clase “superior”, operando así como un elemento de distinción. El cuerpo gym es un cuerpo que ha hecho suyas las marcas visibles de un ethos que lo blanquea, dotándose de un valor que no sólo se ubica en el físico, pero que eventualmente vuelve a él, en busca de una “blancura étnica-racial” (ser mestizo, de facciones finas, alto, entre otros elementos) que intersecta esa aspiración de construirse un cuerpo apropiadamente blanco, para afirmar o negar los privilegios que éste concede y el deseo que despierta.

Gente bien

El cuerpo “blanco” requiere entonces la articulación de una hexis disciplinada y un ethos cuyos valores trasciendan la materialidad del cuerpo en cuestión, a través de la apropiación de símbolos de blanquitud. Esto es, fundamentalmente una disposición moral de entrega “afirmativa y militante”, diría Echeverría (1996), al proceso de acumulación del capital. Más que capacidad de consumo y posesión de capital económico, interiorización exitosa (“visible, manifiesta”) de las cualidades del sujeto de la modernidad capitalista, que es “reconocible antes que nada en el alto grado de productividad del trabajo que le toca ejecutar” (Echeverría, 2010, p. 59). Por ejemplo, Gabriel se describe en su perfil de Grindr como “workaholic” (adicto al trabajo). El trabajo, me dijo, no le deja tiempo para tener una relación de pareja, socializar o seguir yendo al gimnasio. Es tijuanense, de piel clara, cabello castaño oscuro, cejas gruesas y barba cerrada y abundante. En su foto de perfil, sus ojos marrones se veían aclarados por el reflejo de unos focos de neón en lo que parece ser el trascenio de un set fotográfico. Gabriel no viene de una familia acomodada y no cuenta con un grado universitario terminado, pero ha desarrollado una evidente destreza para actuar los atributos de una clase media “blanca” de la que activamente participa. Esta incorporación de capital cultural se observa tanto en su “pulcra” presentación como en el orden de su departamento y su manera de servir el vino y explicar por qué selecciona ese vino y no otro.

El término “trabajador” aparece con cierta recurrencia en Grindr. Por lo general, asociado a perfiles donde los usuarios muestran sus rostros, lo que puede interpretarse como un modo de atenuar una connotación sexual, en un entorno de por sí altamente sexualizado. A la vez, esta taxonomía se vincula a otras categorías, como “independiente” y “responsable”, así como a referencias directas a la educación. Algunos usuarios se describen como “educados”, lo que puede significar o bien una trayectoria de educación formal o bien la incorporación de un capital cultural socialmente legitimado. La “educación” es una propiedad que da cuenta de una posición, y se expresa además en la importancia de una “buena conversación”, una “buena ortografía” o el dominio de dos o más idiomas, como se refiere en algunos perfiles; así como en el gusto (como principio de visión y de división, de acuerdo con Bourdieu, 2007) por el vino, el cine o los viajes, por ejemplo. “Gustos caros”, como llamo Gabriel a los suyos. En la aplicación móvil, estas cualidades son representadas en descripciones, pero también, visualmente, en imágenes donde encuentran su concreción más sensible (véase figura 4). El valor moral de las mismas puede verse sintetizada en su asociación con expresiones como “gente bien”, que está presente fuera y dentro de la aplicación, como si de una categoría autoevidente se tratase.

Dani, de 21 años, trabaja para mantenerse, pero no se describe en Grindr como “trabajador”. Muy al contrario, la primera vez que hablamos se mostró avergonzado de su empleo, negándose primero a decirme lo que hacía y, luego, pidiéndome que no me riera. Por entonces, Dani trabajaba en un restaurante, lavando trastes y sacando la basura. Venía de vivir en Ciudad de México, donde había comenzado una carrera universitaria que no logró terminar; es originario de Hidalgo, estado en el que 77.46 por ciento de la población se reconoce indígena. Específicamente de una localidad de unos 1 535 habitantes, donde 20.2 por ciento de la población mayor de 15 años no está alfabetizada y el índice de marginación es de -0.39: “alto”, según el Consejo Nacional de Población. Dani es moreno, delgado y lampiño, de baja estatura, ojos negros rasgados y cabello lacio. Dentro de su círculo de amigos y conocidos en Tijuana, muchos se desempeñan en oficios tradicionalmente vinculados a la feminidad y a la homosexualidad, como la danza o la peluquería. Él mismo practica danza de manera ocasional. Pero al parecer nunca le preocuparon las implicaciones de género que tenían esas actividades y cómo podían afectar la construcción de su masculinidad y la de sus allegados.

En cambio, la vergüenza que le procuraba su trabajo parecía responder al hecho de que descalificaba su pertenencia a la posición social a partir de la cual aspiraba a construir su identidad. Restándole efectividad a la apropiación que podía hacer de ciertos símbolos de blanquitud, el trabajo de Dani se convertía en un “símbolo de estigma”, que le quitaba valor (o al menos así lo percibía él) dentro del ambiente tijuanense. Unos meses después de conocerlo, finalmente dejó aquel trabajo que odiaba y, luego de terminar mi trabajo de campo, me contó que se había mudado a Playas de Tijuana, un sector de clase media conocido por su relativa tranquilidad y por acoger a un gran número de extranjeros estadounidenses. Ahora trabajaba en un call center. Su nuevo empleo estaba ubicado lejos de su casa, y costear la renta muchas veces le resultaba difícil. Pero se veía mucho más contento. En una oportunidad, andando por los alrededores de su nueva residencia, me dijo que se sentía como si caminara por las calles de Malibú. Dani no tenía (y nunca había tenido) visa para cruzar a Estados Unidos. “Malibú”, por lo tanto, no era para él un punto de referencia conocido, sino un lugar imaginario, deseado más por lo que representaba para él que por lo que realmente podía ser. El desplazamiento a una zona “mejor” ubicada le daba la posibilidad (o al menos la sensación) de desplazarse también en el espacio social y ocupar ese lugar deseado, pese a las dificultades materiales que complicaban el mantenimiento de su nuevo estilo de vida.

No obstante, la posibilidad de apropiarse de los valores simbólicos de la blanquitud, no necesariamente asegura un tránsito completo. Incluso, la ocupación de una posición negada por razones materiales o étnico-raciales puede generar un mayor rechazo o desprecio. Así, por ejemplo, un usuario que en Grindr pedía fotos sin “filtros blanco [sic]”, se justificaba explicándome que “muchos salen blancos en fotos y están bn [bien] morenos en persona”. Podría decirse, en ese contexto, que la foto tiene un rol primario y el cuerpo (cuando se hace) presente opera como autenticación de la misma. Si la autenticación no es satisfactoria, el usuario es calificado de fake o “falso”. El uso de diversos recursos (como los llamados “filtros”, pero también ciertas posturas, la ubicación de la cámara, ciertos planos) puede ser interpretado como una “falsificación” deliberada de rasgos valorados (la estatura, una contextura delgada, un tono de piel “claro” o un cuerpo de gimnasio).11 Si extrapolamos esta demanda de autenticidad, podemos ver que, si bien las taxonomía (cuerpo gym, pulcro, educado y otras cualidades) existen como “pautas de acción preestablecida” (Goffman, 1997) y los sujetos pueden apropiarse y disponer de ellas, sus actuaciones no siempre serán exitosas.12 Así pues, finalmente, las actuaciones están contenidas por un orden de clasificación que busca en el cuerpo socializado, y marcado por su origen étnico-racial, la evidencia y ratificación del lugar que éste efectivamente ocupa (y le es permitido ocupar) en el espacio social.

Conclusión

En el marco de las interacciones analizadas, según he intentado mostrar, los signos “naturales” del cuerpo masculino dotan al sujeto de un valor erótico que lo convierte en objeto de deseo de otros hombres gais. Sin embargo, la valoración de esos signos depende también de la posición ocupada en la estructura de distribución de capitales y en las jerarquías sociales que se desprenden de ésta. El cuerpo socialmente valorado demanda la presencia de símbolos de blanquitud, en tanto símbolos de prestigio, que exceden la autenticación de su masculinidad, para dotarlo de valores que lo trasciendan. Así pues, si la masculinidad opera como “eje articulador del placer y la identidad entre estos hombres” (Parrini, & Flores, 2015, p. 334), y por lo tanto los sujetos buscan ajustarse “a un modelo de masculinidad tradicional asociado al ‘macho’ entendido como el ‘verdadero hombre’” (Gómez Beltrán, 2019, p. 43); por otro lado la blanquitud interviene como principio organizador del deseo gay, produciendo tipos o formas de valor, que no son “naturales” ni irrevocables, sino atribuidos de manera diferencial a los cuerpos masculinos:

En primer lugar, un valor erótico, ligado a la actuación de la virilidad “natural”, el cual depende de la apropiación de los signos y papeles que se asocian a una masculinidad auténtica reservada, sin embargo, a los hombres heterosexuales.

Luego, un valor estético, definido por el “cuerpo legítimo” (Bourdieu, 1999), de belleza autorizada por lógicas y regímenes representacionales, que es por tanto objeto de reconocimiento y apreciación.

Y, por último, un valor moral que responde a la interiorización de disposiciones deseables, no por eróticas, sino por “buenas”; capital cultural que se manifiesta tanto en el cuerpo, en sus posturas y modos de conducirse, como en los recursos intelectuales que posee el sujeto; una posición material incorporada y encarnada (un habitus) que no admite secesión.

Tales valores se hallan mutuamente implicados y dependen, en general, de la posesión de capitales, pero no pueden ser reducidos (ni son equiparados) a éstos (Caraballo, 2018, pp. 52-56). Así, por ejemplo, el cuerpo producido en el gimnasio anuncia una disciplina que, más allá de la valoración estética, suele dotar al sujeto de un valor moral. La productividad, como manifestación de un ethos socialmente valorado, se vincula a una masculinidad proveedora (en tanto posesión y disposición de capital económico) cuya autoridad social puede atribuirle un valor erótico adicional. Pero en la masculinidad exacerbada de ciertos cuerpos racializados la erotización depende, sin embargo, de la desposesión de capitales, con lo cual su valor erótico es puro en la medida que anula otras formas de valor (Caraballo, 2020, p. 91). El cuerpo blanco, en cambio, es el cuerpo utópico en tanto conjuga en él un equilibrio exacto de valores que lo hace deseado y deseable a la vez; reunión de las diferentes formas de valor en un “único ‘valor social’” (Tiqqun, 2012, p. 79) expresado en el término “gente bien”. Este cuerpo idealizado, en última instancia, es una figura imaginaria que, no obstante, nos permiten observar el modo en que los sujetos concretos movilizan recursos para presentarse como potenciales objetos de deseo ante los otros, sin dejar de estar sujetados a determinadas condiciones materiales y simbólicas de existencia. Toda vez que esta organización del deseo a partir de jerarquías socialmente instituidas, produce en los mismos sujetos el deseo de ajustarse a los parámetros de esas jerarquías como condición para ser deseados.

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1El episodio con el que abre el texto fue registrado durante un evento conocido como “Solo para hombres”. Antes de la de aparición de los strippers, un anfitrión travestido animaba al público, entre otras cosas, interpelándolo para que repitiese en coro la frase “Quiero leche”. Además de la relacionalidad de la situación en general, es interesante advertir la participación de diferentes agentes durante el espectáculo, con lo cual la actuación pasa a ser lo que Goffman (1997) llama un trabajo de equipo.

2Tanto en México como en otros países de habla hispana, el plural de la palabra “gay” se utiliza conforme al mundo angloparlante (es decir, “gays”). No obstante, a lo largo del texto uso “gais”, en acuerdo con las recomendaciones de la RAE, y como un modo de apropiación e incorporación del término al español.

3En el ambiente mexicano se llama “bugas” a las personas heterosexuales, fundamentalmente a los hombres, como un modo de identificar el exterior de esta comunidad. Asimismo, hoy la población de ambiente suele ser englobada bajo la denominación LGBTQ (lesbianas, gais, bisexuales, trans y queer). Este cambio, más que denotar una diversificación del espacio, responde a la incorporación de categorías más precisas para designar a quienes, de algún modo, siempre lo integraron. Con todo, en algunos ámbitos las siglas suelen emplearse como sinónimo de hombres gais, lo cual invisibiliza a los sujetos que, en principio, se buscaba incluir.

4En el marco de este pensamiento, la “región” surge para nombrar “la unidad espacial de análisis e intervención, [definida] por un grupo de factores biológicos/culturales y geológicos/ecológicos” (Walsh, 2005, p. 65). De acuerdo con ese punto de vista, las tres “regiones” en las que se divide la república (“el norte blanco, el centro mestizo y el sur indígena”) se corresponderían, según el señalamiento de Gamio, con “grupos culturales” acomodados jerárquicamente, donde los indígenas aparecen como “biológicamente ‘deficientes’ o ‘anormales’ debido a siglos de opresión socioeconómica” (Walsh, 2005, p.63). Basta conversar con un mexicano o una mexicana para darse cuenta de que esta clasificación en tres “regiones” sigue vigente en el imaginario nacional.

5Según el Consejo Nacional de Población, entre 1995 y 2000, el volumen de migrantes de Sinaloa a Baja California superaba los 50 mil (CONAPO, 2014). Aunque en los años posteriores el flujo migratorio descendió, actualmente mucha de la población nacida en Tijuana sigue siendo descendiente de sinaloenses.

6En México, como en otros países latinoamericanos, la ideología del mestizaje permeó la constitución del sujeto nacional, fundando una supuesta desracialización que opera hasta hoy, ya no a partir de oposiciones binarias y absolutas, sino de “lógicas racistas” y niveles o gradaciones raciales (Wade, 2013; Moreno Figueroa, 2010). La compleja dinámica y relacionalidad de lo racial en México se observa en el modo en que otros “norteños” (incluidos los sinaloenses) ven a su vez a los tijuanenses y bajacalifornianos como “falsos norteños” (y, por tanto, menos “blancos”), pues en su mayoría son descendientes de familias que migraron del centro del país. Agradezco a uno de los dictaminadores de este artículo por hacerme notar ese hecho.

7Si bien Lumsden (1991), a finales de la década de 1980, asociaba la movida y el activismo gay en Tijuana con su exposición al “discurso gay norteamericano y a la manera de regular la sexualidad” (p. 27), parece más pertinente entenderlo (al menos, parcialmente) como consecuencia de la construcción de un espacio que servía de “deshago” para el conservadurismo estadounidense. Así, la homosexualidad, que fue delito hasta 1976 en el estado de California, se unía al catálogo de prácticas prohibidas que proliferaban de este lado de la frontera, aún en los márgenes de su “leyenda negra”.

8Para Echeverría (2010), la modernidad es una potencialidad, y el capitalismo es su modo de realización efectiva. La derivación de esta coincidencia histórica es la “modernidad realmente existente”, una modernidad capitalista, que hace parecer tal vínculo como necesario (p. 235). El autor distingue cuatro ethos o formas específicas de “vivir en y con el capitalismo”: el ethos romántico, el clásico (o ilustrado), el barroco y el realista (Echeverría, 1996; 2010). Este último es, en ese contexto, el dominante en tanto que “organiza su propia combinación con los otros y los obliga a traducirse a él para hacerse manifiestos” (Echeverría, 1996, p. 74). El ethos realista se halla ligado a la noción de blanquitud, ya que define “el tipo de persona que la modernidad capitalista impone sutilmente como parte esencial de su proyecto civilizatorio” (Echeverría, 2010, p. 237); supone la “identificación afirmativa y militante, con la pretensión de creatividad que tiene la acumulación del capital […] afirmativo no sólo de la eficacia y la bondad insuperables del mundo establecido o ‘realmente existente’, sino, sobre todo, de la imposibilidad de un mundo alternativo” (Echeverría, 1996, p. 68).

9 Gómez Beltrán (2019) encuentra algo similar en su análisis de perfiles de Grindr en Ciudad de México, Madrid y Londres. Sin embargo, el autor, al reducir su interpretación a una cuestión estrictamente ligada al género, percibe en estas expresiones (del tipo “Sólo gente que se cuide” o “Gente que se cuide, nada de gordos, gente sana”) un rechazo a la gordura como característica que tiende a feminizar a los hombres.

10Distintas investigaciones han señalado la importancia de la juventud en las dinámicas de sociabilidad y ligue homoerótico. En su etnografía en la ciudad argentina de Rosario, Sívori (2005) observaba, por ejemplo, que “la negociación de una posición social en el ambiente” estaba mediada por la “discreción” y la masculinidad, tanto como por la clase social y la juventud. Bonner-Thompson (2017), en su análisis de Grindr en Newcastle, Inglaterra, señala la vejez como fuente de estigma que conduce a que los usuarios de mayor edad usen diversas tácticas para evadir la discriminación. Ramírez García (2017), en Ciudad de México, también sugiere que la juventud (“en tanto apariencia corporal”, p. 87) dota de cierto valor a los cuerpos que se presentan en la plataforma en línea ManHunt. Algo similar podría deducirse del análisis que hace Leal Guerrero (2013) en Buenos Aires a partir de la plataforma Gaydar. Con todo, la edad no debe ser asumida como una variable aislada. De acuerdo con mi experiencia, la juventud es en realidad un valor relativo, contrapesado en buena medida por la “madurez”, entendida como una mayor experiencia (y pericia sexual), mayor estabilidad emocional y, sobre todo, mayor estabilidad económica. Estas características y la supuesta posición de determinadas formas de capital dotan de valor a los sujetos denominados “maduros” (o sugar daddy), taxonomía que muchas veces presupone, además, la apropiación de ciertos signos asociados a un cuerpo de gimnasio, es decir, “sano” y “joven”, independientemente de su edad cronológica.

11Las advertencias encontradas en algunas descripciones (por ejemplo: “Tess [sic] clara (noblanco)”, “No Soy Atletico [sic]”, “estoy chaparro”) probablemente buscan eludir esa calificación.

12En un trabajo anterior ahondo en la dificultad de llenar efectivamente el espacio normativo y excluyente (aunque siempre inestable) de la masculinidad blanca gay (véase Caraballo, 2020).

Recibido: 09 de Mayo de 2019; Aprobado: 11 de Septiembre de 2020

Acerca del autor

Pablo Caraballo, doctorando en sociología en el Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades Alfonso Vélez Pliego de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y maestro en estudios culturales por el Colegio de la Frontera Norte (Tijuana). Ha sido docente e investigador en diversas instituciones de México y Venezuela. Sus principales temas de investigación están asociados al homoerotismo, el deseo gay, la racialización y, a últimas fechas, la migración venezolana en México y América Latina. Entre sus trabajos más recientes se encuentran: Los límites de la “hermandad”. Modernidad e identidad gay en México. La Ventana, 6(52), 2020, 70-99, y Caracas heterotópica. Espacios identitarios y fronteras simbólicas. Revista Mexicana de Sociología, 81(1), 2019, 37-61.

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