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Estudios sociológicos

versión On-line ISSN 2448-6442versión impresa ISSN 0185-4186

Estud. sociol vol.39 no.115 Ciudad de México ene./abr. 2021  Epub 06-Sep-2021

https://doi.org/10.24201/es.2021v39n115.2038 

Artículos

Más que hombres armados. Revisitar el movimiento de autodefensas de Michoacán

More than Armed Men. Revisiting the Self-Defense Forces of Michoacan

Irene Álvarez Rodríguez1 

1Programa de Becas Posdoctorales, El Colegio de México, Ciudad de México, México, alvarezirenem6@gmail.com


Resumen:

El presente texto es el relato de la transformación subjetiva de una etnógrafa y de cómo una serie de experiencias generó nuevas aproximaciones a su problema de investigación: el movimiento de civiles armados o autodefensas de Michoacán, México.

Con frecuencia, este fenómeno es descrito como protagonizado por hombres armados -ya sean las fuerzas armadas, los líderes criminales o civiles-, lo cual no permite profundizar en la perspectiva de todas aquellas personas que son vistas como sujetas de protección. El artículo recupera vivencias etnográficas y personales para argumentar que mucha de la literatura en torno a la movilización civil armada está articulada a partir de una noción androcéntrica de poder, lo cual deja de lado las experiencias femeninas del conflicto.

Palabras clave:  protección; seguridad; género; conflicto; poder; etnografía

Abstract:

This article is an account of the subjective transformation of an ethnographer and how a series of experiences led her to adopt new approaches to her research problem, armed civilians or self-defense movements in Michoacán, Mexico. This phenomenon is frequently described as one featuring armed men -be they the armed forces, criminal leaders or civilians- making it impossible to explore the perspective of all those seen as subjects of protection. This article argues that much of the literature on armed civil mobilization is written from an androcentric notion of power, ignoring female experiences of conflict.

Keywords: protection; security; gender; conflict; power; ethnography

Michael Burawoy (2003) ha señalado que la revisita etnográfica es el regreso a un lugar de trabajo previamente estudiado. Es, pues, una reflexión sobre la manera en que se ha analizado un mismo caso o fenómeno social, ya sea por la misma persona en diferentes momentos del tiempo o por investigadoras distintas. Las revisitas etnográficas pueden ser de corte constructivista o realista: 1) en el primer caso, la variabilidad de resultados ante un mismo hecho social o problema de referencia se atribuye a la posición social, el género, la raza o la etnicidad de quien investiga, por mencionar algunos ejemplos, así como al enfoque teórico del etnógrafo; 2) en el segundo escenario, la diferencia de hallazgos se explica a partir de cambios propios del fenómeno por estudiar, así, las variaciones en los resultados sobre etnografías de una fábrica o pueblo determinado, por decir algo, se asignan a las modificaciones internas de nuestro objeto de estudio. Igualmente, el enfoque realista puede suponer que la variabilidad no se debe a las transformaciones de nuestro problema de investigación, sino a “fuerzas externas” al fenómeno, tales como las reformas neoliberales del Estado o el impacto de una fuerte crisis económica, por citar algunos ejemplos. En ese sentido, el ejercicio propuesto por Burawoy es un tipo de acercamiento reflexivo a la etnografía que nos obliga a interrogarnos por la variabilidad de nuestros resultados de investigación respecto a otros. La revisita etnográfica nos hace plantearnos la siguiente pregunta: ¿por qué, si se trata del mismo problema de referencia, los resultados son distintos?

Este artículo es una revisita etnográfica en el sentido constructivista. Es un ejercicio donde la variación de resultados se explica por la singularidad de la investigadora, aunque hay algunas particularidades que conviene mencionar. Típicamente, en este tipo de ejercicios la diferencia en los hallazgos se explica porque las etnógrafas son personas distintas; sin embargo, señalar que las diferencias entre los resultados de investigación cambian sólo de persona a persona, y no que la variabilidad puede ser resultado de la transformación subjetiva de la investigadora, es asumir que las etnógrafas tenemos una identidad única y continua. Aquí propongo hacer una revisita etnográfica que parte del supuesto de que quien investiga es un sujeto relacional, es decir, que se ve afectado de modo por la interacción que sostiene con los participantes de su investigación, lo cual puede producir una transformación subjetiva que modifique radicalmente la relación que mantiene con su entorno. Desde esa perspectiva, se trataría de una revisita etnográfica en tanto presupone una ruptura, un antes y un después, en mi propia trayectoria como investigadora y, por lo tanto, en mi relación con el mundo.

El presente texto muestra cómo una experiencia personal modificó la manera en que construyo mi objeto de investigación y mis consideraciones sobre las personas que participan en él. En ese sentido, es tanto una reflexión íntima como un análisis crítico de la construcción de un problema de estudio y de las estrategias metodológicas bajo las que, típicamente, se aborda. Se apoya en el trabajo etnográfico que hice durante la segunda mitad de 2017 y en sucesivas estancias de investigación (2018 y 2019) en diversas partes de Michoacán. Durante este tiempo me dediqué a rastrear las prácticas sociales de varios grupos de autodefensas; sin embargo, después de haber realizado la parte más intensiva de la etnografía, fui a la comunidad indígena purépecha de Cherán. En esta localidad tuve experiencias que me llevaron a darme cuenta de que la crisis de seguridad que se vive en el estado había generado movilizaciones armadas, pero también había acentuado la exclusión de las mujeres de ciertos aspectos de la vida social, además de justificar prácticas que limitaban su libertad y autonomía.

Si se toma en cuenta lo señalado, el texto recupera tanto mis experiencias de investigación con colectivos de autodefensas de los municipios de Chinicuila, Coahuayana y la comunidad indígena de Ostula, en el municipio de Aquila y, de modo mucho más breve, en Tancítaro, Michoacán. Aunque no considero que mi viaje a Cherán pueda considerarse una estancia científica en sentido estricto, es parte fundamental del recorrido analítico y subjetivo que presentaré a continuación. Vale la pena decir que la presentación de sitios y experiencias sigue un orden más o menos cronológico. El criterio que me llevó a incluir ciertos episodios es porque resultaron significativos para mi práctica etnográfica, así como para reformular un problema de investigación que comúnmente se expresa en clave masculinista. De esa manera, mi objetivo no es ofrecer una descripción detallada de fenómenos o cartografías concretas, sino dar cuenta de las experiencias que me llevaron a volver a conceptualizar un problema de investigación y una metodología.

Debo advertir que la escritura del texto oscila entre un estilo que, por momentos, es académico y otras veces subjetivo. He decidido conservar dicha tensión porque me parece que refiere al proceso que culmina en una investigación, la cual está informada por mi trayectoria personal y científica. A raíz de mi experiencia en Cherán, comprendí que la particularidad de la metodología etnográfica radica en su capacidad de afectar a quien participa de ella. En ese sentido, sostengo que el valor del ejercicio etnográfico no sólo consiste en su capacidad descriptiva, sino en que se trata de una práctica que puede modificarnos de modo radical. Espero que la forma del manuscrito ponga de manifiesto que la subjetividad de la etnógrafa está constantemente atravesada por la relación que sostiene con otras estudiosas de la disciplina. Una escritura fragmentada refleja las rupturas de quien habla.

La primera parte del artículo es una revisión de la bibliografía del levantamiento de autodefensas en Michoacán; en el siguiente apartado propongo pensar dicha problemática desde otras coordenadas analíticas. El tercer segmento es una reflexión sobre la transformación subjetiva que me hizo ver a los colectivos de civiles armados de otra manera, y el penúltimo apartado consiste en “pistas” etnográficas en las que nunca profundicé, pero que ofrecen alternativas promisorias de análisis.

Estado de la cuestión

En febrero de 2013, un acontecimiento atrajo a los medios de comunicación a la Tierra Caliente de Michoacán: un grupo de varones originarios de los poblados de La Ruana y Tepalcatepec había tomado las armas para expulsar al cártel criminal de Los Caballeros Templarios.

1 En cuestión de días, este colectivo de varones liderados por el empresario limonero Hipólito Mora y el médico José Manuel Mireles consiguió lo que la policía federal y el ejército mexicano no había logrado en años: capturar a integrantes de Los Caballeros Templarios, una de las organizaciones ilícitas más poderosas en la historia reciente de México, y entregarlos a las autoridades ministeriales correspondientes.2 Después del levantamiento armado de Tierra Caliente, miles de personas de diferentes partes del estado de Michoacán organizaron sus propios colectivos de autodefensa para defender sus municipios de los embates del crimen organizado. En enero de 2014 había grupos de civiles armados en gran parte del estado (CNDH, 2015).

Los cuerpos de autodefensa han sido conceptuados como una respuesta a las violencias producidas en el marco del neoliberalismo, es decir, de las políticas de reestructuración económica, política y social implementadas desde la década de 1980. Desde estas perspectivas, la brutalidad criminal se superpuso a las violencias estructurales y generó un caldo de cultivo que propició la aparición de iniciativas que buscan hacer frente a la inseguridad (Fuentes-Díaz, 2015; 2018; Fuentes Díaz, & Fini, 2018).

Otros trabajos se han centrado en ver la aparición del levantamiento de autodefensas y policías comunitarias como una consecuencia de las fallas del Estado en su versión más contemporánea. Así, estas formas de movilización son comprendidas como instituciones que, aunque tienen una trayectoria histórica, han adquirido fuerza en un contexto de “ausencia del Estado”, es decir, de incapacidad de las fuerzas policiacas, de la pérdida de legitimidad de las fuerzas armadas y el fracaso de la estrategia de seguridad interna implementada en el sexenio de Felipe Calderón (2006-2012) (Felbab-Brown, 2016; Merino, & Hernández, 2013).

Cierta literatura, igualmente, ha interpretado el fenómeno de los autodefensas como la instauración de códigos, prácticas e instituciones que estructuran la vida social (Curry &, Ansems de Vries, 2018; Le Cour Grandmaison, 2016; Pansters, 2018, p. 145). De acuerdo con dichas perspectivas, el México contemporáneo está dominado por una competencia intensa y cambiante entre actores armados en constante transformación (Pansters, 2015, p. 146) que establecen negociaciones y relaciones de cooperación con actores estatales a través del uso de la violencia (Curry, & Ansems de Vries, 2018; Maldonado, 2018).

Algunos más, hemos explicado la reacción civil armada como una búsqueda para hacer el crimen más legible en términos morales, así como para defender el orden sexual asociado a la familia rural o ranchera (Álvarez-Rodríguez, et al., 2020; Le Cour Grandmaison, 2016; Pansters, 2018). Ciertamente, las actividades ejercidas por el crimen organizado en contra de la población civil derivaron en la pérdida de control sobre ámbitos privados, como la sexualidad y la familia, además de amenazar valores morales vinculados a una masculinidad hegemónica. Desde esa óptica, el levantamiento armado puede entenderse como un intento por restaurar un orden moral patriarcal. Otros autores han reconocido que el movimiento civil armado está asociado a la violencia sexual que diversos grupos del crimen organizado ejercían contra las mujeres de diversas comunidades de Tierra Caliente, aunque no profundizan en la naturaleza de dichas agresiones. Estos trabajos indagan en las particularidades culturales, socioeconómicas y políticas de los integrantes de los cuerpos de autodefensa, pero no en su dimensión de género (Guerra, 2018).

Considero que gran parte de la literatura sobre autodefensas invisibiliza las experiencias de las mujeres, además de omitir los efectos que las iniciativas armadas pueden tener en el control del cuerpo y la sexualidad. Por lo tanto, me interesa mostrar los límites de la narrativa que posiciona a los autodefensas como protectores de la familia y, por extensión, como líderes masculinos que toman riesgos en su afán de proteger a una población. Aunque valoro que una parte de la bibliografía reconozca la lógica patriarcal inherente a las prácticas sociales de los cuerpos de autodefensa, es necesario dar el siguiente paso y analizar cómo es que la operación de dichos grupos puede perpetuar las relaciones de dependencia de las mujeres respecto de sus supuestos protectores. Para avanzar en esta iniciativa, en el siguiente apartado señalo que lo que subyace a mucha de la literatura sobre autodefensas es una concepción androcéntrica de poder y ofrezco alternativas analíticas para pensar en el fenómeno.

Marco teórico

Algunas teóricas feministas han señalado que la noción tradicional de poder, que lo equipara a dominación o control, es propia de una sociedad androcéntrica, es decir, organizada alrededor de la experiencia masculina. Tal como señala Nakashima Brock (1993), la noción dominante de poder presupone un sujeto centrado en sí mismo que tiene un amplio impacto en otros y que, a su vez, es mínimamente afectado por éstos. En ese sentido, varios analistas han abogado por resignificar el poder para comprenderlo como capacidad de hacer o de producir un cambio (Miller, 1992, p. 241) o, en otros casos, como la posibilidad de elegir y adquirir compromisos (Hoagland, 1988, p. 118) .3 Se trata, pues, de un poder que es posible definir como una suerte de potencial transformador.

Nancy Hartsock (1983) ha desarrollado una teoría feminista del poder que lo posiciona “como energía y competencia en lugar de dominación” (p. 224). Ella argumenta que los precursores de sus planteamientos se encuentran en el trabajo de mujeres como Hannah Arendt (1998), que rechazaba la equivalencia entre poder y obediencia para entender el primero como capacidad de actuar (en Hartsock, 1983). Esto lleva a Hartsock a reflexionar que “debería[mos] permitirnos comprender por qué la comunidad masculina construyó […] el poder, como dominación, represión y muerte, y por qué […] las mujeres difieren de manera específica y sistemática” en sus planteamientos sobre el tema (1983, p. 226).

Aunque concuerdo con la postura de Hartsock, es pertinente replantear su pregunta. No se trata de interrogarnos por los intereses de hombres concretos o por la comunidad de varones, sino por los procesos sociales e históricos que justifican órdenes sociales y prácticas masculinistas, es decir, que aseguran el dominio masculino (Brown, 1992). Consecuentemente, valdría la pena preguntarnos si equiparar poder con dominación es naturalizar formas masculinistas de interpretación de los fenómenos sociales.

Como dije antes, en este apartado me propongo mostrar que la mayor parte de la bibliografía en torno al movimiento de autodefensas remite, de modo implícito, a una noción masculinista de poder. El poder entendido como dominación ha hecho que nuestros análisis sobre el tema estén centrados en cuestiones como la autoridad, la jerarquía o la violencia armada. Para contrarrestar esta tendencia, sigo las pistas planteadas por Arendt (1998) y sugiero entender el poder como una manera amplificada de agencia, es decir, como la capacidad de decir y hacer. Espero que esta noción de poder enfatice que es a partir de la palabra y la acción como aparecemos ante el mundo, como nos mostramos ante los otros, como estamos con ellos. El poder es, pues, la construcción de lo público (1998, p. 200). En ese sentido, el poder se refiere a actos concertados en los que nuestra singularidad es reconocida, lo cual genera un tipo de relación marcada por la posibilidad de ser afectado, de sufrir un cambio, por la palabra y la acción de otra.

Ahora, equiparar el poder con lo público implica reconocer que este último no es un espacio neutro. Diversas feministas han enfatizado que la distinción analítica entre lo público y lo privado, que puede rastrearse hasta la filosofía política de John Locke, ha propiciado la exclusión de las mujeres del espacio público (Kretschmer, & Meyer, 2013; Millet, 2016). En ese contexto, se ha cuestionado quién es un actor público legítimo y qué es posible discutir y hacer públicamente. En consecuencia, es preciso reparar en las formas diferenciadas en que hombres y mujeres participan en un espacio común que no siempre ha sido igualmente accesible para ambos. En las próximas páginas ofrezco algunos apuntes de orden metodológico en torno a la relación entre el género y lo público.

Metodología

En la introducción de Women of Value, Men of Renown…, Annette Weiner (1976) narra su llegada a Kwaibwaga, en las islas Trobriand -oficialmente llamadas islas Kiriwina y ubicadas en Nueva Guinea-. La autora cuenta que dos niñas la invitaron a una ceremonia mortuoria de mujeres en una aldea cercana llamada Kiriwina. Las mujeres se reunieron en el claro central de una aldea durante cinco horas e intercambiaron paquetes de tiras de hojas de plátano secas y faldas fibrosas decoradas. Weiner se enteró más tarde de que no era inusual para las mujeres intercambiar treinta mil paquetes en un día y que cada uno de éstos equivalía a un centavo australiano. Los hombres observaban el proceso sin participar directamente en él hasta que, al final de la jornada, entregaban regalos al padre y cónyuge del difunto. También repartían tubérculos, ñames y taros a los asistentes a la ceremonia. Cuando Weiner regresó a Kwaibwaga buscó si Bronislaw Malinowski (1986), quien de 1915 a 1918 realizó una etnografía en otra comunidad de las islas Trobriand, analizaba el ritual mortuorio que acababa de presenciar; sin embargo, más allá de una breve mención al fenómeno, no había una profundización en esta clase de eventos dirigidos y protagonizados por mujeres.

Esto la llevó a concluir que su trabajo bien podía concentrarse en analizar aspectos que habían sido descuidados por etnógrafos clásicos como el mismo Malinowski. En ese sentido, describe el objetivo de su investigación en los siguientes términos:

Este estudio se remonta una vez más a “las mismas cosas” [el sistema de intercambio]. Pero, a diferencia de los etnógrafos trobrianos anteriores, la etnógrafa es una mujer. Una discrepancia crítica entre mi trabajo y el de mis predecesores es que tomo unos paquetes de hojas de plátano aparentemente insignificantes tan en serio como cualquier otro tipo de [objeto que refiere a la] riqueza masculina. Vi a las mujeres de Kiriwina como participantes activas en el sistema de intercambio, y así les doy un lugar igual al de los hombres de Kiriwina (Weiner, 1979, pp. 10-11; la traducción es mía).

El trabajo de Weiner es una revisita etnográfica constructivista en un sentido estricto, ya que pone de relieve la variabilidad entre las formas de construir un objeto de estudio o un problema de referencia, y explica que su aproximación analítica está asociada a su género. Evidentemente, el ser mujer incide en las relaciones que establezco con mis interlocutores de investigación; sin embargo, no me parece que este factor se traduzca en una sensibilidad particular hacia la manera en que se construye el problema de referencia y, por lo tanto, a los resultados de un emprendimiento científico. Más que concebir la noción de mujer como una categoría esencial, la entiendo como un esquema interpretativo de la realidad (Young, 2003, p. 2). El género es, pues, un sistema de significados que modela las experiencias, atribuciones de sentido y nuestra manera de relacionarnos; sin embargo, no es un fenómeno estático ni necesariamente individual. Puede ser una forma de interpretar la realidad que se aprende o incorpora a través del contacto con otras.

Este texto es, pues, un itinerario etnográfico de cómo una transformación subjetiva amplió aquello que consideraba pertinente estudiar. Se trata del relato de una omisión, por lo que resulta una revisita etnográfica en tanto es un regreso a “las mismas cosas”, aunque vistas con una mirada distinta, marcada por una forma de interpretar la realidad que me fue develada a través del contacto con otras mujeres. Lo que presento a continuación es un relato de la afinidad o cercanía que surgió entre un grupo de interlocutoras y yo, así como una narrativa de los efectos subjetivos de dicho encuentro. Como veremos, esta experiencia modificó mi relación con mi objeto etnográfico y me hizo reparar en los límites de mi propia investigación.

Del secreto y lo real

En abril de 2011, un grupo de mujeres de la comunidad indígena purépecha de Cherán bloqueó, únicamente con sus cuerpos, el camino de las camionetas cargadas de madera ilegal proveniente de los bosques de la comunidad.4 No lo sabían entonces, pero ese evento sería el inicio de un movimiento social emblemático en México que, en el marco de la guerra contra las drogas, asociaría al “comunero cheranense con el ciudadano amenazado por la delincuencia organizada y al talamonte con el narcotraficante” (Román, 2014, p. 264). Muchos de los medios de comunicación subrayaron el carácter femenino de la resistencia pacífica por la defensa del bosque y pusieron de manifiesto, de modo implícito, la lógica patriarcal de la criminalidad.5

A raíz de la movilización en defensa del bosque, se inició un proceso jurídico que promovía el derecho de Cherán a gobernarse por “usos y costumbres” y que concluyó a finales de 2011 con el reconocimiento del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación al Concejo Mayor de Gobierno Comunal de Cherán -una institución de inspiración precolonial que suple al gobierno municipal-. Este reconocimiento también otorgaba legitimidad a la Ronda Comunitaria, un cuerpo de seguridad que sustituyó a la policía municipal (Gasparello, 2018; Román, 2014). Desde su inicio, las organizaciones avaladas por el sistema de usos y costumbres han sido mayoritariamente masculinas. Por ejemplo, en 2013, la ronda estaba constituida por ochenta hombres y seis mujeres (Estrada, 2013). En septiembre de 2018, la proporción era similar.

Casi siete años después de que se iniciara el “movimiento por la defensa de los bosques”, el 17 de enero de 2018, diversos medios periodísticos reportaron que los restos de Guadalupe Campanur, de 33 años, conocida por sus amigos como Lupita, fueron encontrados en un paraje del municipio de Chilchota, Michoacán, a pocos kilómetros de Cherán, el pueblo del que era originaria. Los diarios informaron que la causa de muerte fue asfixia y que su cuerpo, desnudo, presentaba evidencia de abuso sexual. La disposición cuidadosa de su ropa y pertenencias contrastaban con la brutalidad del feminicidio. El caso rápidamente adquirió visibilidad, ya que ella había sido una de las pocas mujeres que había formado parte de la Ronda Comunitaria de Cherán. Me enteré del asesinato de Lupita por los medios de comunicación a los pocos días de que había ocurrido. Recuerdo que la noticia me impresionó muchísimo. Sentí una profunda identificación con ella. Después de todo, teníamos casi la misma edad, éramos mujeres solteras y ambas, de una manera u otra, teníamos un contacto cercano con colectivos de guardias comunitarias o colectivos de autodefensa.

Meses después, a finales de agosto e inicios de septiembre, realicé una estancia de alrededor de una semana en Cherán con Denisse Román, antropóloga experta en dicha región. Era el aniversario del gobierno de usos y costumbres de la localidad y, además, mi cumpleaños. Nos pareció que estos acontecimientos eran una buena razón para hacer una visita a un pueblo emblemático. El objetivo de nuestro viaje era ambiguo, para mí se trataba de una incursión exploratoria, motivada por una intuición académica y personal que no lograba articular del todo; para mi acompañante representaba la oportunidad de volver al lugar al que había dedicado su tesis doctoral. Mientras pasaban los días, al platicar con actores estatales, así como con empresarios, maestras rurales y jóvenes estudiantes, manifesté mi interés en el caso de Lupita. Casi sin darme cuenta, fui recolectando versiones sobre lo que había ocurrido. Estas conversaciones se dieron de modo casual, no eran entrevistas estructuradas, y no fueron registradas en ningún dispositivo más allá de mi diario personal. Honestamente, durante mi estancia en Cherán, ni siquiera yo tenía claro qué era lo que me interesaba de los acontecimientos que desencadenaron el asesinato de Lupita. En ese sentido, durante las conversaciones que mantuve con mis interlocutores mencioné mi interés por el caso y les pregunté si les molestaría que, eventualmente, publicara algo al respecto, aunque reconozco que no tenía claro qué clase de resultado podría surgir de dicha experiencia.

Durante un par de años las condiciones atípicas en las que se realizó la investigación, y el pleno reconocimiento de que no tengo una trayectoria de trabajo en Cherán, me hicieron desistir de elaborar un texto a partir de mi visita. Después de una larga reflexión decidí hacerlo porque considero que si bien la información que recuperé durante mi estancia en la localidad no necesariamente dice mucho de las mujeres de Cherán y el triste final de Lupita, sí explica cómo un evento específico transformó la relación que sostengo con mis propios hallazgos etnográficos, con el movimiento de autodefensas y con lo que entiendo por etnografía. En ese sentido, este apartado se refiere a un momento de crisis o, dicho en un sentido lacaniano, a la irrupción disruptiva de lo real, es decir, a una experiencia traumática y transformadora que modificó mi manera de ver el mundo.6 Mi intención no es juzgar la veracidad de las narrativas en torno a Lupita, sino hacer un registro del impacto que tuvieron en mi persona.

Una de las características más notorias al mencionar a Lupita era el silencio que, invariablemente, inundaba la escena. Incluso con personas acostumbradas a hablar con investigadoras, como Alberto.7 Se trataba de un hombre de unos 40 años que ocupaba un cargo público. Lo que era una conversación fluida en la plaza central del pueblo, adquirió un formato acartonado en cuanto le pedí su interpretación de lo que había ocurrido en el caso de Campanur. Hizo una pausa; después regresó a su infancia. Recordó cómo, cuando él era niño, los hombres y las mujeres que acudían a misa se sentaban en secciones separadas de la iglesia; así como que en las calles de Cherán era posible ver que los hombres caminaban delante de sus esposas, quienes los seguían mientras se hacían cargo de los hijos de ambos. Este ordenamiento de la vida social cambió en 2011.

El levantamiento por la defensa de los bosques propició la creación de puestos de guardia donde grupos de vecinos se reunían, alrededor del calor de una fogata, a vigilar y tomar decisiones en relación con la seguridad del municipio. Alberto señaló que fue en espacios como esos donde se empezaron a dar acercamientos antes impensables entre hombres y mujeres. Fue ahí, señaló, donde Lupita iniciaría un acercamiento ilícito con un hombre casado, quien eventualmente se convertiría en su agresor. Posteriormente, ambos se integrarían a las filas de la guardia comunal. En ese sentido, clasificó el feminicidio de Lupita como algo que no tenía nada que ver con su visibilidad política -con su labor dentro de la guardia comunitaria, por ejemplo-, sino que era un “crimen pasional”.

Al preguntar por el destino del asesino, Alberto señaló que estaba en la cárcel. Había sido sentenciado a 40 años de prisión. De modo sorprendente nos dijo que, aunque desde afuera esta resolución podía parecer justa porque se había reconocido el asesinato como un feminicidio, para la comunidad era una injusticia. Después de todo -agregó-, Lupita nunca fue reportada como desaparecida por su madre, por lo que es posible suponer que era común que ella estuviera fuera de casa. Concluyó señalando que ahora la familia de quien fuera la pareja de Campanur había perdido su principal forma de sustento y, peor aún, tenían que mantener a alguien que permanecería en prisión por décadas (Cherán, 2 de septiembre de 2018).

Esta versión del fenómeno contrastaba con lo que nos había platicado Eugenia, una profesionista de mediana edad a la que visitamos con frecuencia durante nuestra estancia en Cherán. Aunque Eugenia nunca quiso indagar sobre las razones de la muerte de Lupita, durante nuestras conversaciones la recordaba como un miembro activo de la comunidad, como una mujer con la que coincidía en eventos públicos o en la realización de servicios a la comunidad. Asimismo, la ubicaba como una mujer soltera que pasaba mucho tiempo con su madre, recorriendo las calles del pueblo. Esta imagen vital contrastaba con aquella otra, acerca de cómo Lupita había sido encontrada “de modo muy feo, así, tirada en la carretera” (Cherán, 2 de septiembre de 2018). En contraste con lo relatado por Alberto, Eugenia destacaba que Campanur cumplía con las expectativas y obligaciones propias de una comunera de Cherán; que era una hija responsable que ayudaba a su madre.

El último día de nuestra estancia nos reunimos con un grupo de siete mujeres de distintas edades.8 Estábamos sentadas en un semicírculo, hablamos de qué significaba ser mujer en Cherán. Discutimos cuáles eran los principales problemas de la comunidad y de la violencia de género que ellas definían como un problema grave del municipio. En ese escenario, me pareció pertinente preguntar por el caso de Lupita, después de todo se trataba de un crimen que bien podía tipificarse como violencia de género. Lo que había sido una conversación fluida, se llenó de silencio. Varias dijeron que no sabían que le había ocurrido, que desconocían, casi por completo, el caso, aunque después de unos minutos ofrecieron móviles y culpables para explicar el crimen. Más allá de estas versiones, lo interesante es que todas las presentes reconocían que la percepción general de muchas personas de la localidad era que, al violar los códigos morales locales, Lupita había sido la culpable de su propia muerte.

De forma crítica, dijeron que involucrarse con un hombre casado, trabajar, tener cierta visibilidad política y mediática eran conductas fuera de lo común para una mujer de Cherán. En ese sentido, Campanur había traspasado una serie de límites, o incumplido las expectativas asignadas a su género, lo cual la había hecho un personaje ilegible dentro de la comunidad. Al final de la conversación, una de ellas, que estaba sentada junto a mí, tocó mi pierna y viéndome a los ojos me dijo: “Tú conoces ese caso por su activismo [refiriéndose a Lupita], por sus amigos periodistas, pero hay muchas otras mujeres que son asesinadas dentro de su casa. No te puedo decir nombres, pero sí pasa que a las mujeres las asesina el esposo y que la misma familia encubre el asesinato y lo presenta como una muerte por enfermedad o por otra cosa” (Cherán, 4 de septiembre de 2018).9

Me sentí profundamente afectada, horrorizada incluso, al pensar en la posibilidad de que los asesinatos de mujeres se encubrieran como secretos de familia. Recuerdo que volteé a ver al resto de las mujeres que nos acompañaban. Me miraban con un gesto solemne. Tenía la sensación de que algo me había sido entregado y que ese regalo, esa confianza, escondía también una obligación que no podía eludir.

Después de mis días en Cherán traté de olvidar a las mujeres de la meseta purépecha. Quise regresar a la normalidad, entendida como la certeza de que mi tema de investigación era la seguridad pública y que ésta se encontraba muy distante de esas violencias privadas. Aseguraba mi propio silencio en eternos diálogos interiores donde me acusaba de no tener suficientes fundamentos empíricos para narrar lo sucedido. La voz interiorizada de la autoridad etnográfica me recriminaba que yo no había trabajado en Cherán: ¿qué valor podría tener lo que yo dijera al respecto?, me preguntaba. Por último, temí que referir estas evocaciones en torno a la memoria de Lupita fuera interpretado como una crítica contra los esfuerzos de resistencia colectiva contra el crimen organizado, algo que, en los últimos años, se había convertido en un movimiento social ejemplar.

A pesar de toda mi resistencia, ya no había vuelta atrás. El saber no es retroactivo, me repetía. No podía deshacer la transferencia de una información que yo interpretaba como una encomienda. Al callar, sentía que estaba traicionando el sentido mismo de hacer etnografía por no referir mi experiencia con las mujeres con las que había platicado durante mi estancia en Cherán; por no honrar su interpretación de la realidad y de la violencia. Lupita se transformó, entonces, en una síntesis de lo que yo era incapaz de hacer: alguien que tenía la capacidad de actuar, de cuestionar y, sobre todo, de ser fiel a sí misma. Mientras más pasaba el tiempo sin que yo escribiera nada al respecto, me iba identificando con el lugar de los agresores. Así se manufactura la producción social del secreto, pensaba, a partir de un sentimiento de vergüenza o miedo, para evitar conflictos o para proteger intereses supuestamente superiores, como la nación, la comunidad o la ciencia.

Hoy, por fin, me atrevo a contar esta historia. Estoy convencida de que no me encuentro en una posición en donde pueda ofrecer un análisis sobre mis experiencias con las mujeres de Cherán más allá de decir que, como muchas feministas han señalado, aquello que es una amenaza a la seguridad es definido de modo distinto por hombres y mujeres (Detraz, 2012; Enloe, 2000; Reardon, & Hans, 2010). Lo que sí puedo afirmar es que la experiencia me transformó profundamente y me hizo desarrollar una crítica sobre mi propia investigación, misma que quiero compartir en el siguiente apartado.

Sobre las perdonadas

Después de estar en Cherán, comencé a ver mi objeto etnográfico de otra manera. Para entonces, ya había pasado algunas temporadas viviendo en el suroeste de Michoacán. El objetivo de mis estancias de investigación era ofrecer información de “primera mano” sobre las respuestas de la sociedad civil local a la violencia criminal y a la cooptación de instituciones. Mi trabajo era parte de un esfuerzo colectivo que buscaba evaluar las acciones de la sociedad civil frente al crimen organizado. Esto me llevó a desarrollar un acercamiento a los grupos de autodefensa de la región, compararlos con los de otras zonas del estado, así como a realizar un monitoreo constante de sus “prácticas de seguridad”.

En concreto, trabajé principalmente con grupos de civiles armados de los municipios de Chinicuila, Coahuayana y la comunidad nahua de Ostula. En total, estas corporaciones tienen alrededor de 250 miembros formales y unos 5 000 aliados o simpatizantes que actúan de modo coordinado ante situaciones de emergencia. Desde 2013 en el caso de Chinicuila, y 2014 en Coahuayana y Ostula, estas organizaciones han asumido las funciones de la policía municipal y mucho más. Aunque en principio el levantamiento armado fue una reacción a la extorsión, los secuestros y la usurpación de tierras comunales por parte de la coalición entre grupos criminales y facciones políticas locales, en la actualidad las corporaciones armadas realizan una variedad de funciones que van desde la mediación y resolución de conflictos hasta el control de la circulación de mercancías en carreteras federales.

Para comprender las dinámicas de las corporaciones de civiles armados, implementé una variedad de técnicas de investigación. Asistí regularmente a las reuniones donde se tomaban decisiones colectivas en materia de seguridad; ayudé a realizar procesos burocráticos variados, y participé en procesos internos de acreditación de sus miembros. También acompañé a los civiles armados en rondines y patrullajes, además de dar seguimiento a sus actividades de coordinación con la policía municipal y las fuerzas armadas. Estas experiencias, y toda la variedad de momentos que constituyen la interacción cotidiana con un grupo de personas, se transformaron en el material que me permitió desarrollar una comprensión de las nociones de seguridad pública y las prácticas sociales de los grupos de autodefensa del suroeste michoacano.

En la medida en que pasé temporadas en Chinicuila, Coahuayana y Aquila, y recorrí otras zonas de Michoacán, como Tancítaro (véase mapa 1), establecí relaciones con sectores que no sólo participaban en los cuerpos de autodefensa, sino que, en algunos casos, establecían una relación crítica o tensa con los mismos. Esto me permitió entender que si bien los grupos que monopolizaban el control de la seguridad pública tenían gran legitimidad, ésta no necesariamente era total ni estaba distribuida de modo homogéneo entre todos los sectores políticos que integraban las localidades.

Fuente: Maldonado, 2012

Mapa 1 El suroeste michoacano limita con los estados de Jalisco y Colima. Coloquialmente, se conoce como costa-sierra a la convergencia entre la zona serrana y costera. Tancítaro está en la zona aguacatera, arriba del valle conocido como Tierra Caliente 

A pesar de que era sensible a que la dimensión pública de la seguridad era una esfera compleja, que reproducía inequidades de clase y relaciones de poder, nunca cuestioné si el dominio de los grupos de autodefensa podía intensificar la dependencia de las mujeres respecto de sus supuestos protectores. Igualmente, durante mi investigación me centré en las instituciones estatales y civiles de control social, pero no profundicé en la relación de dichas corporaciones con mujeres o infantes. Pensar lo público como una esfera con diferenciaciones ideológicas y de clase, pero no de género, y la seguridad como una práctica protagonizada por varones armados, provocó que dejara de lado información que ahora considero relevante. Por lo tanto, realizo un ejercicio crítico sobre mi propio trabajo etnográfico con el fin de detectar las omisiones en las que incurrí al llevarlo a cabo. Este desarrollo me permite incluir información que, aunque nunca fue explorada a profundidad, traza las líneas generales de un problema de investigación mucho más amplio y complejo del que imaginé en un principio.

Al seguir los planteamientos de Iris Marion Young (2003), argumento que las crisis de seguridad pueden favorecer la consolidación de poderes paternalistas y autoritarios. En el escenario michoacano contemporáneo, las mujeres que son cuidadas por los cuerpos de autodefensas han asumido una posición subordinada y dependiente de la protección masculina. Parafraseando a Young, podríamos decir que se establece un intercambio bajo el cual las mujeres renuncian a su autonomía en la toma de decisiones y, así, obtienen protección (2003, p. 4). En ese sentido, aquellas que desafían este orden, es decir, que se atreven a decidir, son “malas mujeres” en tanto cuestionan un orden diseñado para protegerlas.

Como argumenta Zamorano (2017), las corporaciones de autodefensas se volvieron reconocibles gracias a la circulación de fotografías y demás documentos visuales que, por su composición y encuadre, remitían a imaginarios de luchas populares como la Revolución mexicana. Las imágenes más difundidas de Mireles -comúnmente retratado con bigote y sombrero- aludían a lo que O’Malley designa como las figuras emblemáticas de machos revolucionarios como Emiliano Zapata o Francisco Villa (en Thornton, 2013, p. 22). En las primeras entrevistas de los autodefensas, Mireles declaró que la razón del levantamiento de autodefensas había sido la violación de niñas y mujeres de su municipio, Tepalcatepec, en Tierra Caliente.10 En ese sentido, el movimiento de autodefensas fue, antes que todo, una movilización que seguía una lógica masculina de protección.

En la medida en que el movimiento de autodefensas fue exitoso y consiguió expulsar a Los Caballeros Templarios, así como implantar un nuevo orden político y social, se impusieron también nuevos códigos morales y una distribución desigual de derechos que se traducía en una clasificación que comúnmente se sintetizaba en la frase “los limpios, los sucios y los revolcados”. Así, de acuerdo con esta clasificación moral, tanto en Ostula como en Chinicuila y Coahuayana se expulsó a aquellos miembros de las localidades que estaban plenamente identificados con Los Caballeros Templarios. La categoría de los “sucios” incluía, sobre todo, a operadores locales de la organización. En todos los casos, estas personas tenían prohibido volver a sus lugares de origen; en muchos otros, sus propiedades y vehículos fueron confiscados por los grupos de autodefensa. Los “revolcados” eran personas que se reconocían como simpatizantes o que estaban emparentados con Los Caballeros Templarios. Éstos eran tolerados en las localidades; sin embargo, habían perdido la capacidad de participar en la vida pública. En el caso de Ostula, esto se traducía en no poder participar en las asambleas comunitarias. En Chinicuila y en Coahuayana no tenían mayor representación en los espacios donde se toman decisiones en temas de seguridad pública (Stack, et al., 2019), además de que enfrentaban un estigma que se traducía en ser excluidos de dinámicas económicas y religiosas. Los “limpios”, por supuesto, eran aquellos que no se habían beneficiado de las actividades de Los Caballeros Templarios, que habían sido perjudicados por éstos, o que habían participado en el movimiento de autodefensas.

En general, las mujeres que se habían vinculado con personas señaladas como parte de Los Caballeros Templarios o, más recientemente, con personas que los autodefensas identificaban como parte del cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) o Los Viagras, ocupaban un estatus problemático en la comunidad.11 Muchas de ellas eran solteras, vivían con sus padres o hermanos y no participaban en la vida pública. Aquellas que sostenían una relación con personas clasificadas como enemigos levantaban sospechas, eran vistas como potenciales informantes, como personas indeseables en tanto tenían vínculos erótico-afectivos que ponían en riesgo la reproducción de la comunidad asociada al proyecto de seguridad de las corporaciones civiles armadas.

Tanto en Chinicuila como en Ostula las mujeres que no estaban plenamente adheridas al movimiento de autodefensas o que tenían vínculos filiales con enemigos, ocupan una posición marginal en la localidad. En un contexto donde las formas de ganar dinero son limitadas, estas mujeres enfrentaban la exclusión de la vida económica de sus localidades. Esto quedó confirmado cuando en una reunión de autodefensas en Huitzontla, una localidad indígena nahua que forma parte del municipio de Chinicuila, avisé a mis interlocutores que iba a ir a comprar un refresco y recibí recomendaciones expresas de no ir a la tienda más próxima porque era propiedad de una mujer que había sido amiga de Los Caballeros Templarios. Algo similar me sucedió en La Ticla, donde amigos cercanos al movimiento de autodefensas me recomendaban evitar un negocio de comida debido a que la propietaria era una mujer a la que acusaban de ser aliada de la organización criminal antes mencionada.

En 2017, en Hihuitlán, Chinicuila, un rancho cercano a Colima, auxilié a los autodefensas a establecer un proceso de coordinación con instituciones estatales. Esto implicaba hacer que los controles de confianza establecidos por autodefensas -que se basaban en la reputación de las personas- adquirieran una relevancia institucional. No puedo decir qué clase de funcionarios estatales participaron en este proceso; sin embargo, hicimos reuniones para establecer controles sobre la gente que portaba armas de fuego. Así, nosotros registrábamos sus datos personales y el modelo, calibre y marca de sus pistolas, rifles o escopetas para después darles una credencial que los certificaba como portadores legítimos de dichos instrumentos dentro del municipio. Sólo podían participar personas que fueran acreditadas como “comportadas” -es decir, que fueran responsables y rectas- por los jefes de tenencia.12 Aquellos con un historial de violencia, abigeato, alcoholismo, adicción a las drogas o que, se presumía, tuvieran algún vínculo con grupos criminales enemigos eran excluidos del proceso de identificación. En uno de estos procesos, dos mujeres jóvenes llegaron de modo independiente a registrar armas, pero su solicitud fue denegada con pretextos vagos. En ambos casos, se trataba de mujeres que despertaban desconfianza porque se rumoraba que eran parejas sentimentales de hombres que eran parte del CJNG.

Algo similar ocurrió en Tancítaro, un municipio aguacatero que se ubica en la zona occidental del estado y que cuenta con su propio cuerpo de autodefensas desde 2014. Las mujeres que habían mantenido relaciones erótico-afectivas con la organización criminal enfrentaban la exclusión de sus comunidades. En este lugar, un taxista originario de la cabecera municipal me comentó que, años atrás, su cuñado, a quien él definía como “malandro”, había sido asesinado, y dejó a su hermana y sobrino solos. Me dijo que después del homicidio, sus familiares se habían quedado sin nada porque los autodefensas del municipio habían expropiado las propiedades de su pariente político. Desde el asesinato de su cuñado, él se encargaba de vigilar a su hermana “por su pasado” y a su sobrino “por ser hijo de quien era”. Este último, decía, tenía que ser vigilado porque “era fácil que siguiera los pasos de su padre [debido a que], tenía mala sangre” (Tancítaro, 9 de junio de 2018).

Era notorio, igualmente, que el dominio de los cuerpos de autodefensas sobre el espacio público se traducía en un cuestionamiento de la capacidad de las mujeres para tomar decisiones sobre su propia vida. Así, por ejemplo, en el contexto de una entrevista informal, un amigo me dijo enérgicamente: “Póngale en ese libro que está escribiendo que aquí hay mucha pendeja” (Villa Victoria, 29 de abril de 2017), mientras señalaba la libreta en la que yo tomaba notas. Ramón era uno de los miembros más activos del movimiento de autodefensas de Chinicuila, vivía en un rancho que se encontraba lejos de la cabecera municipal y siempre portaba su pistola de modo visible, así como una credencial que lo acreditaba como autodefensa. Su frase hacía alusión a las mujeres que habían mantenido relaciones erótico-afectivas con miembros de Los Caballeros Templarios y que permanecían en la municipalidad. En su frase quedaba claro que asumía que las mujeres que no respondían del modo esperado eran incapaces de tomar decisiones razonadas. Así, su rol como autodefensa lo acreditaba como alguien que podía emitir juicios acerca de la vida privada de la población femenina de la comunidad y exigir su obediencia a un orden moral que se justificaba como un “asunto de seguridad”.

Todo el material presentado en este apartado es producto de un trabajo etnográfico enfocado, casi exclusivamente, en el quehacer político de varones. Nunca platiqué con ninguna de las mujeres que mencioné. Sus vidas me fueron narradas en tercera persona. En ese sentido, mi propia práctica etnográfica asumió que lo que contaba en términos cívicos y políticos estaba mediado por una noción androcéntrica de poder. Esto me lleva a decir que no es suficiente hacer etnografía para escuchar a todas las voces. Es preciso tomar en cuenta que siempre habrá agentes legitimados para discutir temas públicos. Las mismas comunidades harán una separación entre la que “da de que hablar” y aquella que no. Se nos conducirá, una y otra vez, con los legítimos portavoces de la vida social. Ahora veo que parte del ejercicio etnográfico es cuestionar los límites de lo que se dice y a sus portavoces.

Conclusiones

Diez meses después de haber estado en Cherán, regresé a Villa Victoria, Chinicuila, un lugar donde hice buena parte de mi etnografía. Al inicio de mi investigación en este último municipio, me comprometí a presentar los resultados del trabajo ante el Concejo Popular de Chinicuila (CPC), una institución que funciona como una suerte de organismo donde se toman decisiones políticas y se monitorea el rendimiento del gobierno municipal (Stack, et al. 2019). Aproveché una de las reuniones para hacer una exposición de mis hallazgos etnográficos. El auditorio estaba constituido por entre 30 y 40 campesinos del municipio, el presidente municipal, autoridades agrarias y autodefensas.

Les dije que, durante mi trabajo etnográfico, había observado que aquello que los autodefensas y el CPC consideraban como un asunto de seguridad pública estaba restringido a la amenaza que representaban los grupos criminales que habían expulsado de su territorio, ya fueran miembros de Los Caballeros Templarios, Los Viagras o el CJNG. Consecuentemente, cuestioné que no incluyeran en su agenda política temas como la violencia de género por considerarlo un asunto exclusivamente privado. Les reproché también que tuvieran una participación femenina prácticamente inexistente en los cuerpos de autodefensa y el CPC mismo, además de no tomar en cuenta la experiencia de las mujeres al definir aquello que se consideraba como un asunto primordial en materia de inseguridad. Como siempre, me escucharon atentos y respetuosos. Aceptaron las críticas y expusieron sus puntos de vista al respecto. Al final de la sesión, me felicitaron por pararme ahí y decirles “sus verdades” (Chinicuila, 7 de junio de 2019).

Sin decirlo de modo explícito, en la presentación de mis hallazgos etnográficos intenté hacer que mis interlocutores de investigación participaran, seguramente de modo torpe e insuficiente, en la transformación subjetiva por la que yo había atravesado a partir de mi viaje a Cherán. Ellos estuvieron dispuestos a escucharme. Por supuesto, no estoy afirmando que mis comentarios hayan impactado en sus prácticas o concepciones de lo público, la seguridad o la política; sin embargo, la vivencia me hizo ver que las posibilidades de la etnografía radican en ser afectada y, a su vez, perjudicar a otros para, así, construir un espacio común. En ese sentido, entiendo la técnica etnográfica como una práctica que tiene consecuencias para las investigadoras y sus interlocutoras. Considero que la potencia de la metodología radica en su capacidad para hacernos replantear nuestros problemas de investigación, ampliando los límites de lo que se considera relevante o que amerita ser dicho.

Para concluir este texto, quisiera recordarle al lector o lectora que inicié definiendo la revisita etnográfica como una forma de distanciamiento reflexivo que puede darse a partir de un hecho traumático. Lejos de que esto sea significativo sólo para quien lo vive, he sostenido que puede ser algo que nos permita cuestionar la construcción de un objeto de investigación que, quizá, no ha sido analizado críticamente. En mi caso, los acontecimientos que tuvieron lugar durante mi estancia en Cherán me permitieron observar el movimiento de autodefensas desde perspectivas que, hasta entonces, me resultaban ajenas. En ese sentido, el contacto con otras mujeres me hizo ver que las aproximaciones y experiencias masculinas del levantamiento armado no eran la totalidad del fenómeno por estudiar. Por lo tanto, el presente trabajo es una forma de reconocer la falta o la ausencia de lo femenino -entendiendo este último aspecto como lo excluido o lo negado-, algo que sin duda tendrá que repararse en investigaciones subsecuentes.

Agradecimientos

Los hallazgos etnográficos que se presentan en este artículo fueron desarrollados en el marco del proyecto “Assessing the Potential of Civil Organizations within Regions Affected by Organized Crime to hold State Institutions to Human rights-based Development”, financiado por el Economic and Social Research Council (ESRC). La escritura del texto se realizó gracias al programa de becas posdoctorales de El Colegio de México (Colmex).

Versiones previas de este artículo se presentaron en el Seminario de Investigación de Estudios Institucionales de la Universidad Autónoma Metropolitana-Cuajimalpa (UAM-C); en el Institute of Latin American Studies de University College London (UCL), y en el Centro de Estudios Sociológicos del Colmex. En todos estos espacios conté con los agudos comentarios de colegas y estudiantes que me ayudaron a mejorar el presente manuscrito.

Aprovecho además este espacio para agradecer la revisión de los dictaminadores anónimos. Tuve la suerte de contar con lectores generosos y comprometidos que me hicieron revisar críticamente mi propio trabajo. Por último, debo decir que estoy en deuda con los amigos y amigas que me han acompañado en el trabajo de campo y en la academia durante los últimos años.

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1Tierra Caliente se ubica a unos 215 km de Morelia, la capital del estado. Se trata de un valle que destaca por sus altas temperaturas, de ahí su nombre.

2“Los Caballeros Templarios son un grupo que se desprendió de la una vez poderosa Familia Michoacana en marzo de 2011” (Insight Crime, 5 de mayo de 2020).

3Todas las traducciones de bibliografía escrita en inglés son mías.

4San Francisco Cherán es una municipalidad de 14 245 habitantes (INEGI, 2010) que se ubica en la región de la meseta tarasca, una zona montañosa habitada, en origen, mayormente por indígenas purépechas. A lo largo del texto, cuando hablo de Cherán, me refiero únicamente a su cabecera municipal.

5Los hechos fueron descritos por los medios de comunicación con narrativas del tipo: “un grupo de alrededor de 10 mujeres […] Cherán, Michoacán, detuvo a una de las centenas de camionetas que todos los días cruzaban el pueblo para transportar madera robada de los bosques de la comunidad. Las camionetas siempre iban tripuladas por hombres armados hasta los dientes […] Esas mujeres no usaron ningún camión o auto para cerrar el paso a los talamontes. Tampoco recolectaron armas previamente ni planearon una emboscada” (Ramírez, 2017, S.P.).

6La noción de lo real en el trabajo de Jacques Lacan es muy compleja; sin embargo, una buena aproximación al fenómeno puede encontrarse en Eyers, 2012.

7Los nombres de todas las personas que participaron en esta investigación han sido cambiados. En algunos casos, los atributos personales de participantes de investigación, como edad y ocupación, fueron omitidos o modificados para impedir su identificación.

8No puedo decir el contexto ni la ocasión que nos permitió encontrarnos con ellas por temor a que esto pueda derivar en su eventual identificación.

9De acuerdo con la investigación sobre Cherán realizada por Román (2014), al casarse o vivir en concubinato es frecuente que la mujer se mude a la casa de su familia política, con su pareja y sus suegros, así “pierde contacto con sus familiares y amistades más cercanos al ingresar en una nueva unidad doméstica, es decir, se verá desprovista de sus relaciones sociales más cercanas una vez efectuada la unión” (p. 181).

10En una de sus primeras entrevistas a medios de comunicación nacionales, Mireles declaró: “La situación empeoró cuando estos señores [Los Caballeros Templarios] no tan sólo con quitarle el dinero a la gente, desde la más jodida hasta la más acomodada, empezaron a meterse con la familia, empezaron a violar niñas de once y doce años, nada más en mi secundaria, motivo por el cual yo soy parte del consejo ciudadano, en el mes de diciembre fueron violadas catorce niñas en el municipio de Tepalcatepec, entre once y diez años […] el problema les tronó cuando empezaban a llegar a tu casa y te decían ‘me gusta mucho tu mujer, ahorita te la traigo, pero mientras me bañas a tu niña porque esa sí se va a quedar conmigo varios días’, y no te la regresaban hasta que estaba embarazada. Ése fue el problema detonante de la situación…” (YouTube, “El pueblo que venció al crimen organizado. Testimonio de un policía comunitario en Michoacán”, 24 de julio de 2013).

11“El CJNG es una organización delictiva en ascenso que ha evidenciado una alta capacidad disruptiva y de violencia, así como una integración muy efectiva en el tráfico transnacional de drogas psicoactivas ilegales, especialmente aquellas de carácter sintético” (Flores, 2016, p. 228); mientras que Los Viagras son un grupo liderado por la familia Santana, originaria del municipio de Huetamo, en Tierra Caliente. Esta organización ha sido aliada del CJNG, aunque también de otros actores delincuenciales, como Los Zetas. En la actualidad se dedican al tráfico de metanfetaminas, así como a la extorsión en diversos municipios de Michoacán.

12Las jefaturas de tenencia son cargos contemplados por la Ley Orgánica Municipal del estado de Michoacán. Es un cargo político que designa a representantes de la administración del municipio en localidades que están fuera de las cabeceras municipales (Reformas a la Ley Orgánica Municipal del Estado de Michoacán de Ocampo, 28 de diciembre de 2011).

Recibido: 30 de Mayo de 2020; Aprobado: 18 de Septiembre de 2020

Acerca de la autora

Irene Álvarez es doctora en ciencias sociales y humanidades por la Universidad Autónoma Metropolitana-Cuajimalpa (UAM). Desde 2019 es becaria posdoctoral del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México, donde desarrolla el proyecto de investigación Etnografía del disenso. Actuar frente al crimen organizado en Michoacán y Guerrero.

Sus últimas publicaciones son:

1. El crimen organizado como peligro. Movilizaciones armadas en el suroeste de Michoacán (2020). En Salvador Maldonado (coord.), Hacia la justicia cuando escasean las garantías: sociedad civil en contextos de violencia. El caso de Michoacán. Zamora: El Colegio de Michoacán, pp. 209-241.

2. Con Sasha Jesperson y Denisse Román (2020). Armed Legitimacy in Mexico: Self-Defense Groups against Criminal Violence. En Harkness, Alistair, & Smith, Naomi (ed.), Rural Crime Prevention. Theory, Tactics and Techniques (pp. 84-94). Londres: Routledge.

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