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Estudios sociológicos

versión On-line ISSN 2448-6442versión impresa ISSN 0185-4186

Estud. sociol vol.37 no.111 Ciudad de México sep./dic. 2019  Epub 20-Feb-2020

https://doi.org/10.24201/es.2019v37n111.1695 

Reseñas

Paula López Caballero. Los indígenas de la Nación. Etnografía histórica de la alteridad en México (Milpa Alta, siglos XVII-XXI)

José Luis Escalona Victoria1 

1Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social-Sureste México joseluisescalona@prodigy.net.mx

López Caballero, Paula. Los indígenas de la Nación. Etnografía histórica de la alteridad en México (Milpa Alta, siglos XVII-XXI). México: Fondo de Cultura Económica, 2017. 322p.


El objeto de este estudio, que podríamos clasificar como histórico y etnográfico a la vez, es lo que la autora llama regímenes de alteridad, quizás el mayor aporte de este libro y al que dedicaré estas líneas.

Aunque la literatura sobre indígenas en México puede contarse en centenas, lo que propone este libro es dar un giro epistemológico y mirar las formas en que se produce la otredad que nunca está dada (como ocurre en mucha de la literatura sobre del tema), sino que es resultado de múltiples procesos de los que emergieron particulares regímenes de alteridad. Categorías populares como la de “indígenas” -con las que se identifica a ciertas poblaciones, lugares, objetos y paisajes, así como sus expresiones o concreciones más o menos claras- tienen una historia social. Además, en este caso no se trata de cualquier otredad, sino de una que ha estado alojada en las entrañas mismas de la formación nacional en México durante por lo menos un siglo: los indígenas de la nación.

Para mostrar este enfoque, la autora se insertó en distintos espacios de la vida de los pueblos originarios de Milpa Alta -una delegación de la Ciudad de México-, descrita por ella como la zona más rural de la ciudad por conservar bosques, manantiales, campos de cultivo de nopales, pero que aun así forma parte de la metrópoli gracias a los mercados, rutas de transporte urbano, instituciones de salud y educación de distintos niveles, así como a un amplio estrato de trabajadores de la burocracia gubernamental.

Se trata de pueblos que, en diversas ocasiones y de manera muy selectiva, reclamaron autoctonía, autenticidad, comunalidad y ancestralidad; invocaron descendencia directa de los antiguos aztecas y han vivido sufriendo las consecuencias de esas cambiantes invocaciones, muchas veces relacionadas con arreglos de disputas por tierras u otros bienes y servicios. Es esa situación ambigua y en permanente reformulación -que, en un extremo, todos podríamos compartir en distintas configuraciones o arreglos en el espacio nacional- la que permite a López Caballero desarrollar su análisis de los regímenes de alteridad en la historia mexicana.

La autora analiza cómo en Milpa Alta, durante las primeras décadas del siglo xxi, se fue forjando el discurso que clama una identidad de “pueblo originario” en el contexto de amplias reformas políticas y jurídicas en el país. Por un lado, surgían reformas constitucionales que implicaban el reconocimiento de una diversidad cultural en México, es decir, la idea de que es un país multicultural y no de una sola cultura nacional como proclamaba el nacionalismo dominante en el siglo xx. Estas reformas se acompañaron de un paquete de políticas económicas y sociales conocidas como neoliberalismo.

Todos estos cambios fueron retados por el levantamiento neozapatista en el sur de México en 1994, el cual impulsó su propia retórica del cambio y de la diversidad. Para precisar, en el curso de la competencia pluripartidista en la Ciudad de México, el ascenso de López Obrador y del Partido de la Revolución Democrática, y la formación de nuevas estructuras de representación -o corporativización- en el espacio del gobierno delegacional, la idea de ser “pueblo originario” adquirió vida y cobró relevancia. Por un lado, su formulación distingue a los habitantes que provienen de familias más antiguas de los recién llegados -que eran numerosos, en especial por la alta inmigración del último tercio del siglo xx-; por otro, permite organizar un contrapeso frente a las autoridades y decisiones tomadas en el gobierno delegacional. Asimismo, autoriza a dar concreción a la diversidad cultural de la Ciudad de México, que hacía eco del multiculturalismo de numerosas instancias nacionales e internacionales.

Lo paradójico, en este y muchos otros casos, es que ese discurso establecía una distinción que marginaba de bienes y servicios a pobladores de “origen indígena” que habitan también la delegación, pero que provienen de otros estados o descienden de migrantes de otras épocas -y cuya representación y reconocimiento burocrático fluye por otras instancias del gobierno de la ciudad, como el Departamento de Atención a los Pueblos Indígenas-. Es decir, en este contexto surgió una triada de categorías que separan a “mestizos” de “indígenas”, y a éstos de los “originarios” en un sentido innovador, lo que en cierta forma desestabiliza las previas categorías de identidad. Esta desestabilización se enfatiza en la oposición originario vs. indígena, que parece ir en contra de las formas delineadas por el multiculturalismo, y de los acuerdos y políticas que le acompañan, así como en oposición a la idea de indígena esbozada por un régimen de alteridad previo.

La investigación de López Caballero muestra cómo los términos que se usan en distintos y simultáneos flujos burocráticos, a saber, “originarios”, “avecindados” y “fuereños”, se forjaron al ponerse en práctica en el contexto de disputas por empleos y servicios urbanos. Así lo prueba una querella por los empleos que se generarían a partir de la construcción y operación de una de las varias albercas públicas que el gobierno de la ciudad estuvo construyendo en los primeros años del siglo xxi en distintos puntos de la urbe. En Milpa Alta, personas que se identificaban como los “originarios” se movilizaron para reclamar que los empleos fueran abiertos para ellos y no para los “extranjeros” -refiriéndose a los que son de fuera de la delegación-. Esa misma distinción se reproduce en diversas interacciones que van desde los encuentros cotidianos entre la patrona y la empleada doméstica, hasta la competencia por espacios entre los comerciantes o los transportistas, e incluso algunos casos de amago de linchamiento; todos constituyen eventos en los que algunos buscan una posición ventajosa proclamando su calidad de “originarios” ante las autoridades. No obstante, se trata de distinciones no siempre fijas, pues como demuestra el estudio, la presencia de foráneos está relacionada con la contratación de mano de obra barata o con venta ilegal de predios para habitación -cuyos beneficiarios son miembros de familias que se identifican como originarias- en contubernio con autoridades que buscan votos en las elecciones y apoyo político.

Simultáneamente, en una mirada de más larga duración, esas distinciones se sustentan en una larga historia de otrificación, cuya raíz está en el régimen agrario posrevolucionario en México. La reforma agraria del siglo xx -cancelada como parte del paquete de reformas ya referido- entregó legalmente tierras a pueblos y grupos de solicitantes para la formación de comunas o ejidos administrados en forma colectiva. En ese proceso se establecieron y legalizaron paralelamente ciertas formas legítimas de vínculo entre tierras y poblaciones, lo que dio como resultado una base jurídica y territorial a distinciones como “ejidatarios”, “comuneros” y de manera residual a los “avecindados” -quienes habitan en los núcleos de población sin derechos agrarios.

El reparto agrícola, en la mayor parte del territorio de Milpa Alta, implicó la identificación de documentos producidos por otras burocracias en otros momentos: los títulos primordiales. Así, en una mezcla de redistribución de la tierra para la producción y el reconocimiento de territorios con un sentido patrimonial sustentado en los títulos primordiales, el régimen agrario de la Revolución mexicana terminó dando sustento y estabilidad a un régimen de alteridad, tras reconocer a los pueblos como posesionarios legítimos del territorio y sus recursos, en detrimento de otros -incluidos algunos propietarios privados que habían adquirido ranchos y bosques dentro de las tierras de Milpa Alta antes de la revolución de inicios del siglo XX; habitantes de distintos pueblos que reclamaban la posesión de las mismas tierras (como es el caso de la disputa entre los nueve pueblos de Milpa Alta y San Salvador Cuauhtenco, que aún continúa a pesar de las resoluciones favorables al segundo por parte de las autoridades agrarias)-. De igual manera, algunas organizaciones autoproclamadas marxistas utilizaban la categoría legal de “comuneros” para defender los bosques en contra, por ejemplo, de la instalación de torres de electricidad por parte de la gubernamental Comisión Federal de Electricidad. Es decir, el régimen de alteridad establecía los términos, o el lenguaje, de la disputa incluso entre los movimientos aparentemente más radicales.

Las distinciones se establecieron y se sustentaron por medio de otros registros o lenguajes, lo que dio una múltiple dimensión a los regímenes de alteridad. Uno de ellos es notable referente del trabajo mismo de la antropología. Trata la idea de “indígenas” en tiempos de la posrevolución, particularmente en las narrativas sobre los aztecas y sus descendientes. En el caso de Milpa Alta, la alteridad también se expresaba, emulando al antropólogo Manuel Gamio, en el lenguaje de la forja de la cultura nacional -lenguaje de gobernanza, dice la autora, o idioma de Estado, agregaría-. Los habitantes de los pueblos de la delegación se identificaron como descendientes de los aztecas y se integraron a la dinámica de la forja de la identidad nacional en el siglo xx. Lo anterior añade otro elemento al régimen de alteridad: la ancestralidad.

La idea de que se trata de pueblos que descienden de los habitantes prehispánicos de la misma región, y que de alguna manera pudieron permanecer en continuidad de posesión sobre el territorio -a pesar de la conquista española y de las instituciones que se formaron a partir de entonces-, se integró como elemento fundamental de la producción de alteridad. En esa dinámica, la presencia de hablantes de idioma “mexicano” en las primeras décadas del siglo xx -lo que se llamaría “náhuatl” en los estudios lingüísticos desarrollados ulteriormente en esos pueblos-, la participación de Isabel Ramírez -oriunda de Milpa Alta- en las instituciones que dieron origen a la antropología indigenista mexicana, y la colaboración de Luz Jiménez, que sirvió de modelo a artistas -pintores y fotógrafos- que querían plasmar la imagen de “la madre tierra” y “la indianidad” mexicana, expresan de manera más directa la encarnación del régimen de alteridad en la vida de estos pueblos.

La noción de ser “descendientes de los aztecas” no parece ser problemática, y su presencia en discursos contemporáneos habla de su relevancia. No obstante, se trata también de una figura retórica de manufactura reciente. Las reuniones del Consejo de la Crónica de Milpa Alta, que aglutina a historiadores de distintas formaciones y trayectorias, es también otro espacio en el que se establecen y ponen en juego esas otredades, como parte de narrativas históricas del origen de estos pueblos. Además, allí es donde los títulos primordiales y otros documentos -incluso algunos de los que no se tiene claridad sobre su existencia- se invocan como elementos fundantes de la identidad, propiedad y autoridad. Escribir historia o antropología es una actividad que, en cierta medida, puede quedar atrapada en la dinámica de los regímenes de alteridad y en disputas específicas vinculadas a ellos, como la riña entre Milpa Alta y San Salvador Cuauhtenco en torno a una franja de tierras.

Esta configuración cambiante e inestable de regímenes de alteridad y sus localizaciones en la vida de los habitantes de la delegación nos habla de una trayectoria de poco más de 100 años que corresponde a una parte de la historia que va de la forja de la nación y la Revolución mexicana a las proclamas de multiculturalismo y el fin de la reforma agraria. Sobre las dinámicas previas, en especial del siglo xix, se tienen apenas algunos elementos, dada la menor disponibilidad de fuentes. No obstante, la autora ofrece abundante información sobre el periodo colonial y la formación de los pueblos de Milpa Alta. Ateniéndose a los documentos jurídicos y a los títulos primordiales, podemos ver que el régimen de alteridad estaba sostenido en otros elementos: uno de ellos era el papel de los pueblos en cuestión al momento de la conquista y la alianza que pudieron establecer con las autoridades coloniales para hacer prevalecer su derecho sobre las tierras y sus recursos -incluso en contra de propietarios españoles que pretendieron fundar labores dentro de los terrenos de esos pueblos-. Es decir, más que ser descendientes de los aztecas, podría pensarse que se trata de pueblos que negociaron con los españoles para no perder sus territorios.

Al mismo tiempo, los títulos hablan de una narrativa religiosa que brindaba sentido a la fundación de los pueblos pocos años después de la conquista: luego de siete años de sequía, con ayuda de un “gentil” -quizás un curandero- y de la virgen, el agua volvió a brotar de un manantial cercano a ellos, por lo que construyeron la iglesia y alabaron a la virgen de la Asunción. Los títulos y documentos jurídicos develan así otros regímenes de alteridad, es decir, otros lenguajes de la otredad y de la gobernanza, en un momento en el que la forja de la nación -con sus regímenes jurídicos agrarios, su necesidad de la nación mexicana, su búsqueda de ancestros en el pasado prehispánico, o su estética popular revolucionaria- no existían.

La autora de Indígenas de la nación dice que el régimen agrario de la revolución, de alguna forma, reactivó el régimen colonial al reconocer los títulos primordiales como la base del reparto agrícola. Me parece que, en todo caso, aporta una segunda vida a los documentos transformándolos en sustento de un nuevo régimen jurídico -agrario y de alteridad-, así como los historiadores y antropólogos los convierten en fuentes primarias de narrativas contemporáneas sobre la otredad. Pero quizás hay un salto más significativo entre los regímenes de alteridad del mundo colonial -con sus lenguajes de apariciones de vírgenes y santos, de milagros, y al mismo tiempo de gentiles, cristianos y naturales de estas tierras, e incluso indios y tributarios- y los de la dinámica de la formación de los Estados nacionales.

En todo caso, esta geometría variable de la otredad, es decir, estos regímenes de alteridad con su estabilización histórica, sus contradicciones y su paulatina erosión, es lo que Paula López Caballero pone en la mesa de discusión a partir de un trabajo detallado de investigación sobre los pueblos de Milpa Alta. El libro es parte de una mirada novedosa acerca de lo indígena, un mito-tema o palabra clave que se estableció en ámbitos burocráticos, políticos, religiosos, artísticos y científicos a lo largo del siglo XX, de forma sostenida, aunque inestable.

La autora manifiesta que apenas empezamos a preguntarnos por la necesidad de estas categorías y las condiciones que hacen aparecer esa necesidad. De acuerdo con esta perspectiva, el libro nos invita a repensar los marcos con los que se ha abordado el tema en la antropología y la historia, y pone incluso a historiadores y antropólogos como parte de eso que estudian y que debemos analizar. El giro hacia los regímenes de alteridad es lo que metodológicamente introduce una forma distinta de hablar del tema indígena en México; desborda los márgenes dentro de los que se ha pensado y, con ello, desestabiliza nuestras categorías de pensamiento, un ejercicio que considero fundamental para reevaluar la producción antropológica y reposicionar la investigación dentro de la discusión pública, más allá de los referentes nacionalistas/etnicistas con los que se coloca la disciplina en el ámbito público en México.

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