En Los patios interiores de la democracia Norbert Lechner sostiene que la problemática del Estado fue central en las tematizaciones de las ciencias sociales latinoamericanas durante la década de 1970, especialmente a partir del trabajo de Guillermo O’Donnell sobre el Estado burocrático autoritario. Lechner (1995) afirma también que entrados los años de 1980, el tema que llega a ocupar el lugar central de los debates es la democracia, y desplaza así súbitamente el debate intelectual al Estado como concepto articulador de una serie de problemáticas de la época. Este reemplazo de la temática del Estado por la de la democracia dejó, según el autor, una tarea irresuelta en la transición: pensar el Estado en perspectiva democrática.
En este trabajo abordaremos la experiencia de reflexión ideológico-política realizada por algunos intelectuales de izquierda socialista y peronista en torno al debate socialismo-populismo y socialismo-democracia durante la transición democrática argentina. A través de la recuperación de estos debates nos proponemos “matizar” la afirmación según la cual el Estado quedó desplazado de la discusión político-intelectual durante la transición. El matiz que nos proponemos establecer en estas páginas está inspirado en una advertencia que leemos en Camou (2013). En este texto el autor advierte que la cantidad de trabajos orientados al estudio de las problemáticas del Estado durante los años de la transición no decayó drásticamente, más bien los trabajos sobre la democratización tuvieron un crecimiento espectacular que de algún modo opacó a otras problemáticas relevantes (Camou, 2013: 54-55). Recuperando esta idea, nuestro trabajo se propone mostrar en qué clave fue abordado el tema del Estado por los debates intelectuales y los focalizó especialmente en las polémicas ideológico-políticas en las que la temática estatal actuó como índice y factor de la cuestión democrática.
A modo de hipótesis preliminar sostenemos que el tema del Estado estuvo presente “acompañando” la discusión en torno a la democracia -a veces de modo más evidente y otras más solapado- al menos de dos modos: 1) en una clave de discusión político-coyuntural, como crítica al populismo por vía de la crítica al rol paternalista, verticalista y autoritario del Estado, y 2) en un registro teórico-político englobado en un movimiento más general de revisión conceptual del pensamiento de izquierda en el que el socialismo no sólo se empieza a “reconciliar” con la noción de democracia (incluso en su versión liberal), sino que empieza a pensar al Estado como lugar privilegiado para el ejercicio de la política. Se trata de dos registros que en la práctica aparecen solapados y que marcan las contradicciones en torno al Estado como escollo o desafío para la construcción democrática durante la transición.2 En este marco, una segunda hipótesis de nuestro trabajo es que en los debates político-intelectuales que reconstruiremos el problema del Estado aparece como el síntoma de la imposibilidad de construir una democracia en la que las tradiciones socialista y populista pudieran articularse productivamente.
El recorte que proponemos supone recuperar las marcas de esos dos modos en los que el Estado aparece acompañando espectralmente el debate sobre la democracia a través del análisis de los debates que tuvieron lugar en dos revistas político-culturales que marcaron el pensamiento político de la transición: nos referimos a Controversia para el Examen de la Realidad Argentina (México, 1979-1981; en adelante, Controversia) y La Ciudad Futura. Revista de Cultura Socialista (Argentina, 1986-1998; en lo que sucesivo, lcf).3 Al ser concebidas como espacios que expresan el mundo en el que se construyen y debaten las ideas, las revistas entendidas como “laboratorios de ideas” (Sarlo, 1992), nos resultan un corpus de trabajo productivo para explorar ese momento de transformación que representó la transición democrática porque permiten comprender los cambios políticos e ideológicos de una época. Desde nuestra perspectiva, la transición democrática es estudiada más como un contexto de ideas4 antes que como un intervalo temporal e institucionalmente delimitado entre el fin de un gobierno autoritario y la instauración de la democracia política. Pensar la transición como contexto, recuperando los debates intelectuales y el rol de las revistas político-culturales en la construcción de un lenguaje político de época, nos resulta un abordaje distinto y novedoso respecto de los enfoques con los que tradicionalmente la ciencia política ha estudiado las transiciones,5 porque lo que nos interesa es pensar la transición como un amplio proceso de discusión de ideas, de debates y lecturas, y de debates con esas lecturas donde surgen y se revisan ideas tanto para (re)pensar el pasado como el presente y el futuro político.
El Estado como eje de la crítica socialista al populismo en la revista Controversia
Controversia6 fue un proyecto editorial que articuló una parte importante del lenguaje político en el contexto de la transición democrática. Concretó una modalidad particular de intervención político-cultural y se anticipó a la restauración formal de la democracia como espacio de elaboración teórico-política en torno a la revalorización del concepto democracia para pensar un nuevo modo de hacer política. El elemento dinamizador de esta empresa lo constituyó, por un lado, la revisión conceptual de la relación tradicionalmente antagónica entre socialismo y democracia y, por el otro, la polémica entre populismo y socialismo que constituyeron las marcas fundamentales del debate entre los socialistas y los peronistas de izquierda que formaban parte de la revista. Ambos tomaron la “cuestión democrática” como punto de partida para ajustar cuentas con el pasado y discutir los presupuestos de una “izquierda dogmática” y de “discutible eficacia en la historia política de nuestro país”, y también los de un “movimiento popular en cuyas estructuras reinaba el autoritarismo” (nota editorial, Controversia, 1979: 2). Así lo resumía Portantiero en su texto Los dilemas del socialismo:
[… ] ubiquemos toda la reflexión (y la pasión) en ese espacio difícil, duro, de la autocrítica. Ciertamente, sobre la tradición de una izquierda que se mostró estéril, pero también sobre la de un movimiento nacionalista popular, el peronismo, que hizo del culto al paternalismo estatal y al verticalismo hacia el jefe su condición de existencia [… ]
Es en estos demonios internos, en esta sistemática abolición de las fuerzas de la sociedad sólo usadas como coro (que los intelectuales sacralizaron como “espíritu del pueblo”), en este repliegue frente a la generosidad patriarcal del estado y el líder, que -desde distintas ópticas- sigue siendo el sentido común de la práctica política en la Argentina, en donde la necesaria fusión permanente entre democracia y socialismo parece haber perdido sentido, triturada entre una concepción limitada de la democracia y un discurso mágico sobre el socialismo (1980: 11).
Además de ser un espacio de autocrítica y revisión, no es menos cierto que Controversia fue un espacio de disputa entre las tradiciones socialista y peronista que se reflejaba en las mutuas acusaciones sobre cuán democráticos, liberales o populistas eran unos y otros. Uno de los textos en los que más agudamente se reflejó la crítica de la izquierda intelectual al peronismo fue “Lo nacional popular y los populismos realmente existentes” escrito por de Ípola y Portantiero y publicado en el último número de Controversia. En él es posible encontrar los argumentos centrales de la imposibilidad que el socialismo veía en el populismo (y en el peronismo como su expresión histórica concreta en Argentina) como apuesta democrática viable. La única tesis de estas notas, nos decían los autores, es la siguiente:
[… ] ideológica y políticamente no hay continuidad sino ruptura entre populismo y socialismo [… ] la hay en la aceptación explícita por parte del primero del gran principio general del fortalecimiento del estado y en el rechazo, no menos explícito, de ese mismo principio por la tradición teórica que da origen al segundo.
Y la hay en la concepción de la democracia y en la forma de planteamiento del antagonismo dentro de lo nacional-popular: el populismo constituye al pueblo sobre la base de premisas organicistas que lo reifican en el estado y que niegan su despliegue pluralista, transformando en oposición frontal las diferencias que existen en su seno, escindiendo el campo popular en base a la distinción entre amigo-enemigo (de Ípola y Portantiero, 1981: 11).
Según queda expresado en el texto, un rasgo peculiar del modo de operar del peronismo era la reducción de “lo nacional-popular” a un sistema coherente de tradiciones populares, expresado en la propia matriz doctrinaria del movimiento. Dicha matriz es la que “recompone el principio general de la dominación, fetichizando al estado (‘popular’, ahora) e implantando una concepción organicista de la hegemonía” (De Ípola y Portantiero, 1981: 12). Hegemonía que, en los populismos reales, insistían los autores, encuentra su complemento lógico en la “mitologización de un ‘jefe’ que personifica a ‘la comunidad’ y hace que los antagonismos populares contra la opresión en ella insertos, se desvíen perversamente hacia una recomposición del principio nacional-estatal que organiza desde arriba a la comunidad, enalteciendo la semejanza sobre la diferencia, la unanimidad sobre el disenso” (ídem).
Para los socialistas de la revista, peronismo y socialismo representaban alternativas políticas marcadamente diferentes en lo que respecta a la articulación de demandas y en la concepción de “lo popular”. Se planteaba así una frontera conceptual insalvable entre el movimiento popular peronista que, según el socialismo, impedía el pluralismo de ideas y enaltecía la figura de “un papa infalible que interpreta y adapta la doctrina a las circunstancias conduciendo, en cuanto a métodos políticos, a la burocratización, corrupción y falta de vida democrática” (Portantiero, 1980: 13). La figura del líder “soldaba” en un movimiento doctrinario uniforme, distintos fragmentos que no tenían que responder a la voluntad de una persona, sino que “debían corresponder a la lógica de los partidos” (ídem).
Ciertas dicotomías conceptuales sirvieron para señalar las “limitaciones insuperables” del peronismo como movimiento democrático: antagonismo/pluralismo conflictivo, hegemonía organicista/hegemonía pluralista, comunidad-unanimidad/pluralidad-disenso, defensa del Estado como dispositivo de dominación/denuncia y superación del Estado como principio general de la dominación. La oposición entre ambos permitía ubicar al peronismo en el primer polo del dualismo, y en el segundo, a los elementos que definían una propuesta socialista como “esencialmente democrática”. Donde lo “esencial de la democracia” era el rechazo a la unanimidad y a toda idea organicista de consenso en torno a valores supremos, reivindicando el pluralismo y el disenso y organizando la posibilidad de resolver democráticamente los conflictos legítimos (De Ípola y Portantiero, 1981: 14). Es en la figura del Estado y en su conexión inescindible con la figura del líder que el socialismo encontraba la veta argumental para sostener el carácter estructuralmente antidemocrático del movimiento peronista:
Ningún populismo realmente existente ha sido ideológica y políticamente antiestatal; muy por el contrario ha acordado siempre al estado un papel al mismo tiempo positivo y central, en modo alguno a ser provisorio o destinado históricamente a ser superado. Tanto los populismos latinoamericanos como en los fascismos europeos no han constituido antagonismos contra ‘el principio general de la dominación’ (el estado) denunciado y combatido ideológicamente por el socialismo (De Ípola y Portantiero, 1981: 13).
En relación con la temática del Estado, que es la que nos convoca en estas páginas, lo que el socialismo cuestionaba al populismo era que su oposición efectiva a los bloques de poder -por ejemplo, la oligarquía- no se correspondía con un cuestionamiento al Estado como forma histórica de la dominación (liberal, burguesa, capitalista).
Resulta interesante en este punto recuperar un texto de Vicente Palermo publicado en Punto de Vista7 en el que utiliza exactamente el mismo argumento que de Ípola y Portantiero para criticar al peronismo, pero en este caso lo hace para señalar algunas contradicciones de los intelectuales socialistas al abordar la relación entre democracia y socialismo y el lugar del Estado en esa relación. Palermo señalaba que un análisis realista del pensamiento y la acción de los partidos socialistas en la posguerra, nos muestra que al ingresar e incidir en la formación de los modernos Estados de bienestar se alejarán cada vez más del cuestionamiento del Estado como instrumento de dominio. Esto tornó insostenible la postura marxista clásica que colocaba la verdadera democracia en la absorción del Estado por la sociedad civil. En definitiva, concluía el autor:
El gran dilema del socialismo democrático es el Estado: no desea pensarse indisolublemente ligado a él, puesto que no deja de verlo -y con razón- como instrumento de dominio [pero ] No puede desentenderse de él puesto que al abandonar toda ilusión de reconciliar a la sociedad no puede postular democráticamente su disolución (Palermo, 1989: 42).
Como afirman Rabotnikof y Aibar (2012), las objeciones de los gramscianos argentinos no se dirigían hacia el Estado regulador de la economía, ni hacia su papel como fuerza orientadora del desarrollo, sino hacia el Estado que se erigía como re ferencia única de construcción de lo social, a través de la integración corpora tiva de las masas, por la vía de una supuesta con cepción organicista de la sociedad que tendía a homogeneizar las diferencias sociales y a cancelar el pluralismo político. En este marco, el socialismo democrático dejará de ser comprendido ideológica y políticamente como anti-estatal. Sin embargo, como veremos en adelante, esta no negación de la centralidad del Estado en la construcción política será recuperada sólo a condición de incorporar al pluralismo -más precisamente, a la hegemonía pluralista8- como el elemento que hará al socialismo más democrático y lo mantendrá alejado del populismo.
Socialismo, populismo y democracia: ¿el Estado como problema?
La renovación del pensamiento político de la izquierda para pensar una alternativa democrática comenzó con el reconocimiento del pluralismo y del carácter conflictivo de lo social por oposición a la concepción de lo político como unidad sin fisuras encarnada en la vieja idea de la sociedad socialista sin contradicciones. Por otro lado, y como proceso complementario, se reconocía que el carácter conflictivo de lo social necesitaba de una instancia ordenadora. La democracia se reapropiaba así del sentido del orden; un orden necesario para reconstruir una sociedad desarticulada, heredera de la violencia del pasado.
La recuperación democrática suponía reconocer el pluralismo, el conflicto y la diferencia como rasgos a ser potenciados pero, al mismo tiempo, la democracia precisaba sostenerse sobre un conjunto de instituciones y procedimientos que pusieran un límite legítimo ante las posibles consecuencias catastróficas de una radicalización de la conflictividad social. Recobrar la dimensión del orden, a través de la democracia institucional, comenzaba a surgir como una apuesta positiva para la izquierda. Se trataba de articular productivamente su tradicional cultura contestataria, centrada en las prácticas de resistencia, con una nueva cultura que contribuyera a la construcción del orden democrático. El dilema que esto presentaba puede resumirse en la siguiente pregunta: ¿cómo hacer para reconocer positivamente la necesidad de un orden institucional sin resignar el proyecto de transformación que caracterizaba al socialismo?
El punto de partida será reivindicar la democracia como lucha, pero no bajo la modalidad de la toma violenta del poder, sino como proceso permanente de transformación. Se trataba de mostrar que los sujetos políticos se constituyen en la experiencia histórica, en la práctica conflictiva contra el poder, y que
[… ] para las clases populares el espacio en el que esto es posible es el de la práctica democrática, como componente indispensable de la construcción de una hegemonía socialista, entendida ésta como una acumulación histórica, política y cultural, a través de la cual se van recuperando los poderes alienados en el Estado. Ésta es la dimensión en que la democracia es necesaria para el socialismo: el punto de arranque de esta articulación es el momento de producción de una voluntad colectiva, nacional y popular, bajo el capitalismo (Portantiero, 1980: 24).
A la luz de las lecturas gramscianas realizadas por esta izquierda intelectual, la posibilidad socialista de la democracia era pensada desde la práctica hegemónica. A partir de ella, los antiguamente considerados límites institucionales del liberalismo burgués podían ser el camino para que las luchas populares se recrearan en nuevas formas de ejercicio democrático. En este marco, la figura del Estado ya no aparece como amenaza para la praxis política sino como un espacio, entre muchos otros, en que ésta puede ser desplegada. El Estado recupera un cierto sentido positivo y se lo entiende como una instancia decisiva en la constitución política de la clase obrera y de la transición hacia el socialismo.9
Resulta de especial interés el modo en el que Aricó trae a colación el tema del Estado a propósito de la articulación entre socialismo y democracia, dejando en evidencia la encrucijada en la que se encontraban. Para todos estos problemas, decía, “los socialistas no tienen soluciones prácticas ni el marxismo respuestas teóricas” y se preguntaba “¿Existe una tercera vía que nos permita escapar del capitalismo para construir una sociedad más igualitaria pero a la vez más infinitamente democrática y libre? Creo que es aquí donde el debate se muerde la cola y se muestra absolutamente incapaz de avanzar en propuestas inéditas” (Aricó, 1980: 15-16). Retomando lo planteado por Portantiero sobre la conflictividad de lo social -no como rasgo negativo a ser eliminando sino como la condición misma de la política-, Aricó sostenía que abogar por un cambio radical de la sociedad no podía ser incompatible con la profundización de la democracia en términos institucionales. Pues no se trataba de aceptar la separación, un tanto falaz, entre democracia formal y democracia sustantiva y demostrar los méritos de una en contra de la otra. Y esto porque
No se puede reorientar en un sentido anticapitalista el funcionamiento de la vida económica de una sociedad sin una decisiva presencia del Estado. Pero un proceso de estatalización creciente de la sociedad provoca un sofocamiento cada vez mayor de los espacios democráticos. Este es el dilema en el que están planteados los procesos de cambio hoy. Para decirlo de un modo lapidario: pan y democracia parecen ser términos excluyentes; lo único que resta es optar por lo uno por lo otro. Es este quid pro quo el que hoy ha estallado por los aires. Porque no es cierto que el socialismo asegure las necesidades históricas de los hombres cercenando sus libertades fundamentales (Aricó, 1980: 15).
De lo que se trataba era de desmantelar una línea divisoria que existió en el pensamiento de la izquierda entre el planteo por una sociedad más justa e igualitaria, y la convivencia con las instituciones de la denominada “democracia burguesa”. Luego de las experiencias autoritarias en América Latina, el socialismo debía recomponer su relación con la democracia incorporando al pluralismo (político, organizativo, ideológico, cultural, etc.) como un valor propio (Aricó, 1980: 15). En esta misma línea, Portantiero afirmaba que plantear la existencia de dos democracias, una “civil” y otra “igualitaria”, no podía ser una hipótesis de partida excluyente para fundar el socialismo, puesto que sin libertades civiles no hay igualdad posible. Pero surgía otra forma de abordar la cuestión de la democracia y el socialismo donde el “hecho estatal” aparecía como “elemento constitutivo de un movimiento social que anticipe al socialismo en el interior del capitalismo”. Solo así la democracia podía ser entendida “como lucha, como creación; como proceso permanente y no como cierre de la relación entre sociedad y estado” (Portantiero, 1980: 23-24).
El desafío era lograr una articulación hegemónica en clave pluralista por contraposición a la hegemonía organicista que se criticaba al populismo; una hegemonía en la que el Estado “actúa para las masas como el espacio en el que los conflictos particulares pueden resolverse en nombre de una totalidad” (de Ípola y Portantiero, 1981: 11). De lo que se trataba, en definitiva, era de reelaborar un concepto capaz de superar la reificación de lo político en la máquina estatal y apostar por una transformación política que pudiera ser algo más que una revolución desde arriba, sino más bien una transformación que modificara la conciencia de los hombres desde los distintos poderes de la sociedad civil.
Planteada con cierto tono autocrítico, esta aparecía como una de las cuentas pendientes del socialismo cuando Aricó sostenía que la encrucijada ante la que se encontraban era la de inventar los caminos para construir movimientos socialistas potencialmente capaces de superar viejas oposiciones, por ejemplo, entre populismo y clasismo. La fuerte inadecuación de los elementos teóricos (del socialismo vía la calve de lectura marxista) para pensar la praxis política de las sociedades latinoamericanas10 volvía a emerger como preocupación en los años de la transición ya no solo para pensar las articulaciones posibles entre socialismo y democracia sino para revisar (al menos teóricamente) el antagonismo entre populismo y socialismo por la vía de cierta recuperación reivindicativa de la figura del Estado:
Más allá de las diferencias teóricas que enfrentaban a populistas y marxistas, los unía no solo un patrimonio cultural común de referencia, sino también una idéntica visión del motor de los procesos de cambio de la sociedad [… ] la dimensión fuertemente estatalista de sus visiones permanece intacta. Ambos partían del supuesto de que sólo desde el poder podían ser imaginadas las transformaciones que posibilitan a los países latinoamericanos la liberación nacional y social [… ]
A la pregunta de cómo puede suscitarse y desarrollarse una voluntad nacional y popular [… ] ambos respondían desde la perspectiva del estado. Lo que quedaba fuera de este esquema era una dimensión societal, para darle un nombre [… ] La idea gramsciana de que para que la transformación pudiera ser algo más que una revolución desde arriba, debía previa, o simultáneamente penetrar y modificar la conciencia de los hombres” (Aricó, 1985: 12).
Sin embargo, es claro que esta posibilidad de recomposición teórica entre socialismo y populismo no avanzó y reconoció sus límites, al menos en dos cuestiones: en la crítica irrenunciable a la práctica política autoritaria del peronismo y en la insistencia en que la construcción de una alternativa “verdaderamente” democrática estaba en repensar un marxismo en clave socialista, y que ello solo era posible en la medida en que se rescatara la productividad política de la sociedad civil.11
Esta convicción es reafirmada por Aricó en una entrevista que le hicieran Horacio Crespo y Antonio Marimón en 1983, publicada en la Revista de la Universidad de México:
Estoy convencido de que, si la idea de la redención universal apareció vinculada al ideal socialista, hoy el ideal socialista no puede dejar a de aparecer bajo la forma de la democracia. Y en este sentido, en América Latina, entre socialismo y democracia no hay confines, ninguna diferencia puede oponerlos [… ]
[… ] porque el socialismo se define para nosotros alrededor de un horizonte ideal de justicia, igualdad y fraternidad, digo que para que la democracia pueda ser un hecho en América Latina la recomposición que se vuelve necesaria es la que reclama una intensa participación de la sociedad civil en el aparato del Estado. Repito: exige una fuerte y responsable participación de la sociedad civil, y en mi opinión, la democratización del Estado y la inserción de éste en la sociedad [… ] (Crespo, 1999: 28-29. Cursivas nuestras).
La Ciudad Futura, entre la autocrítica y los apoyos
El primer número de lcf12 venía acompañado de un suplemento cuyo título, “¿Una Segunda República?”, proponía iniciar e incitar al debate, haciéndose eco de la propuesta del presidente Raúl Alfonsín sobre la pertinencia de impulsar una reforma constitucional. No es nuestro objetivo ocuparnos in extenso de los detalles de dicha reforma, sino tomarla como disparador de un debate que se propuso pensar la democratización del Estado. Para los intelectuales de la izquierda socialista que integraban la revista, esta cuestión implicaba además la oportunidad de “ponerse al día”13 en el debate sobre el rol de la izquierda en relación con el proyecto democrático que iniciaba la Argentina, y también de pensar un proyecto socialista viable a largo plazo.
Las transformaciones previstas contemplaban un conjunto de reformas de la estructura económica y social, y una reforma educacional. Sin embargo, la apuesta más fuerte del gobierno de Alfonsín estaba en la reforma político-institucional. La reforma del Estado era pensada para hacer más ágil y eficaz el funcionamiento de sus diversos poderes, facilitar la participación de la población en la toma de decisiones, promover la descentralización institucional y mejorar la gestión de la administración pública.
Desde lcf se veía con cierto entusiasmo la posibilidad de que la reforma constitucional fuera el “remate institucional de la transición” (nota editorial, lcf, 1987: 3), al mismo tiempo que se criticaba cierta resistencia por parte de las fuerzas políticas más importantes del país (tanto de la izquierda como de la derecha) por dar el debate y pensar en sus verdaderas implicancias.
La pregunta que está detrás de las posturas sobre el apoyo o no a la reforma constitucional es si hay posibilidades de consolidar la democracia en la Argentina sin introducir cambios en la estructura del Estado que se hagan cargo de una situación de complejidad social y movilización colectiva sólo parcialmente contenida en los institutos de constitucionalismo liberal clásico [… ]
¿No se olvida acaso [la izquierda ] que la reforma de la constitución, transformación democrática del estado, descentralización, participación, solidaridad, constituyen algunas de sus consignas históricas? (Portantiero, 1986: 17).
Para los intelectuales de la revista resultaba difícil imaginar la consolidación de un Estado de derecho en la Argentina sin introducir cambios en la estructura del Estado y de la sociedad que dieran respuestas a las formas complejas de la sociedad post-dictadura y a las demandas de intervención colectiva que desbordaban las instituciones tal como estaban concebidas. En el marco de las discusiones con aquellos sectores que veían a la reforma como una mera “cortina de humo”, Aricó planteaba lo siguiente:
Pienso que desconocer la sustantividad del orden jurídico-institucional es un error político mayúsculo. Porque si la izquierda se plantea un cambio radical de la sociedad y acepta que este cambio no es incompatible con la profundización de la democracia, debe necesariamente incorporar el problema de la reforma democrática del estado y del sistema político como un campo privilegiado de su acción política [… ] Colocar en un nivel derivado y secundario las formas jurídicas e institucionales de una sociedad no sólo es un error teórico sino también el claro indicador de una situación social de neta separación entre estado y sociedad, entre sociedad política y sociedad civil, entre economía y política (1986: 36).
En el mismo sentido iba la crítica de Portantiero a las posiciones que ubicaban a la reforma institucional en un “plano derivado” (y por lo tanto secundario) frente a la necesidad de debatir sobre “temas primarios” como los referidos a la estructura del poder económico. Este “dualismo ingenuo”, que afirma que “habría un mundo de la realidad (material) y otro de la apariencia (institucional); una base y una superestructura” es propio de una “cultura política de izquierda cargada de anacronismos”. Para el autor, “debatir problemas que se plantean en la segunda dimensión sin remitir permanentemente a la primera sería pura gimnasia retórica; un inconducente ejercicio sobre aspectos formales de la vida social” (Portantiero, 1986: 17. Cursivas en el original).14
¿Cómo abordar, en este esquema de crítica y revisión conceptual, el tema del Estado en el marco de la propuesta de reforma constitucional? Así como en el apartado anterior sosteníamos que la posibilidad de no renunciar a la apuesta transformadora característica de los proyectos socialistas había sido a través de la incorporación del pluralismo como elemento dinamizador en la construcción de una hegemonía que fuera el resultado de la praxis política de una multiplicidad de actores (entre ellos el Estado), en el contexto del debate por la reforma, el Estado re-aparecerá como aquél ámbito a democratizar a partir de la reforma. Democratizar la sociedad y democratizar el Estado a partir de la ampliación, en extensión y en profundidad, de la participación política, también formaban parte de los valores irrenunciables de un proyecto socialista y democrático que lcf venía a defender. La siguiente nota editorial de la revista lo sintetizaba así:
Porque reformar el Estado no quiere decir tornar más eficiente su funcionamiento burocrático, sino lograr que la sociedad participe crecientemente en su gestión. Esto implica, por un lado, crear instancias como el plebiscito, el referéndum, la iniciativa popular y la revocatoria y descentralizar las decisiones administrativas para acercar a los ciudadanos a ellas en todos los rubros que hacen a la vida cotidiana y a los consumos sociales como la salud, la vivienda o la educación. Pero además de democratizar los vínculos que ligan a la sociedad con el estado, la reforma constitucional debería asimismo hacerse cargo de una transformación de la forma de gobierno capaz de moderar al presidencialismo con fórmulas semiparlamentarias que harían más transparente a la vida política [… ] (nota editorial, lcf, 1987: 3).
Por vía de la incorporación de la participación política y sosteniendo la idea de un “Estado democrático/socialista, con su impulso reformador y asistencial” (Dotti, 1986: 27) será entonces que los intelectuales de lcf reconsiderarán el rol del Estado “asistencialmente activo” en la democracia y lo que les permitirá, una vez más, distinguirse de aquellos proyectos cuya “excesiva demanda de estado” podría impedir un desarrollo político de la sociedad. Según Portantiero,
La izquierda es incapaz de hacerse cargo de una crítica profunda a la demanda de estado como si este estado fuese un baluarte de “lo nacional” contra el imperialismo; de “lo popular” frente a la oligarquía. En la misma ecuación superficial del neoconservadurismo, contraponen al Estado con el mercado; sólo cambian los signos: positivo para el Estado, negativo para el mercado [… ] Ésta es una idea que comparte con el populismo y que deriva en realidad de una vieja idea leninista de que capitalismo de estado es la antesala del socialismo (1988: 3).
Volvía a aparecer aquí un argumento que, como vimos en el primer apartado, había servido para criticar a los “populismos realmente existentes”: la idea de que “socialismo y estatismo no son sinónimos, sino en el límite, opuestos” (ídem) y que esta nueva izquierda reivindicaba otra vertiente cultural del socialismo: “la descentralizadora y autogestionaria” porque “el intervencionismo estatal concebido como programa político de la izquierda bajo el capitalismo, lo que hace es vaciar a la sociedad de contenido político” (ídem).
Abandonada la pretensión jacobina de “asalto al poder del Estado”, Aricó se preguntaba en qué sentido y bajo qué formas la izquierda debía renovar las propuestas teóricas y prácticas que, o bien habían caducado, o bien eran patrimonio común de otras fuerzas populares que llevaron al desprestigio del Estado como actor político. Frente a lo que el intelectual cordobés señalaba como el “quiebre ideológico de una concepción estatizante de la vida nacional”, la clave de un proyecto socialista en la Argentina de la transición estaba en “renovar una corriente que en sus principios privilegie el elemento de lo público frente a la falsa disyuntiva entre el interés estatal o el interés privado” (Aricó, 1987: 8). El socialismo tenía que evitar que el potencial transformador y emancipador de su discurso se disolviera en “una concepción estatalista (o estadólatra como diría Gramsci) de la sociedad” (Aricó, 1987: 9).
Sin embargo, como afirmamos en la segunda parte de este trabajo, tampoco se trataba de oponer a una “concepción estatalista”, una apuesta política anti-estatal: “No necesitamos menos Estado sino formas diferentes de intervención del Estado y de promoción de las iniciativas societales. En la Argentina de los últimos años se han acentuado desigualdades de todo tipo y al Estado le caben funciones irrenunciables de regulación y reparación” (Sarlo, 1988: 10). Es decir, la apuesta por la participación no obturaba de ningún modo la existencia y la presencia del Estado, de lo que se trataba era de apostar por un Estado “que asuma el papel de planificador y de principal asignador de los recursos según las pautas que la sociedad democráticamente decida” (Valdovinos, 1987: 7). Para ello la nueva izquierda tenía que ser capaz de proponer, no un proyecto de desestatización, sino la democracia del Estado encarnada en la participación y socialización del poder:
Nuestra visión es diferente; se define a sí misma como propicia a las reformas socialistas, pero no es ni “nacionalista”, ni “popular”, ni “estatista” [… ] lo que esta propuesta busca es transformar en modo de funcionamiento del capitalismo en la Argentina, no perpetuarlo. Eso implica la reforma del estado; la certeza acerca de que el estado argentino tal cual es favorece sobre todo a las expresiones parasitarias del capitalismo, mientras cumple cada vez menos con sus fines básicos y ofrece a la comunidad servicios sociales cada vez más deteriorados (Portantiero, 1988: 3).
Tensionados entre el apoyo a la reforma constitucional tendiente al “descongestionamiento” del Estado y a la creación de mecanismos de participación directa y semi directa, y la resistencia a defender un Estado que coartara la capacidad creativa de la sociedad civil, pero también necesitados de romper con la oposición entre “privatistas” o “estatistas” a ultranza, los intelectuales de lcf defendían la construcción colectiva de un espacio público que pudiera asegurar una mayor participación y descentralización de las decisiones, por vía de la autogestión y del control público. Pero una autogestión entendida apenas como “principio regulativo” capaz de estimular la participación y no como principio de “organización total”, pues tampoco creían en una pura “democracia de participación” que terminara volviendo a la sociedad ingobernable. En una democracia semejante “las necesidades de decisión harían, como dice Rosanvallon, ‘soñar con Rousseau y gobernar con Maquiavelo’” (Portantiero, 1988: 3).
Como vemos, en las apuestas intelectuales que hemos recorrido -que son teóricas porque implican una revisión de las categorías conceptuales y una crítica mutua de las tradiciones, y que son también políticas, porque definen los posicionamientos ante la coyuntura-, se evidencian un conjunto de dilemas teóricos que parecieran ser un síntoma de época en lo que respecta a los modos de comprender la relación Estado-democracia durante las transiciones, y que perdura hasta nuestros días. Como sostiene Rabotnikof, durante mucho tiempo, el lugar de lo común y lo general se identificó con la comunidad políticamente organizada en la figura del Estado. Y sin embargo, es más o menos reconocido que esta imagen del Estado como referente simbólico de lo común entró en crisis. El origen de esta crisis, sostiene la autora, estuvo marcado por un conjunto de impugnaciones que surgieron de aquellas situaciones en las que, efectivamente, Estado era igual a Estado autoritario, y donde el impulso antiautoritario convergió con la cruzada antiestatal. Ello fue claro en la literatura política surgida de la caída de los socialismos reales y en las primeras etapas de las transiciones a la democracia en Latinoamérica. Se produjo entonces, también en el debate político y académico, un desplazamiento de lo público hacia la sociedad civil (Rabotnikof, 2008: 39-40). Este restablecimiento de la sociedad civil como lugar de lo común y lo general frente al Estado es una huella que ha marcado los debates de las transiciones y que no pudo, a pesar de algunos destacables esfuerzos, romper con el modo en el que tradicionalmente la izquierda pensó, para decirlo en los términos de Miguel Abensour (1997), la democracia contra del Estado.
Reflexiones finales
Comenzamos este trabajo recuperando la idea de “laguna conceptual” sobre la que Lechner depositaba una de las más importantes cuentas pendientes de los procesos de transición a la democracia: no haber podido pensar al Estado en perspectiva democrática. Esta imposibilidad se habría producido, según el autor, por el desplazamiento de la temática estatal en manos de la cuestión democrática.
Sin embargo, en estas páginas intentamos “matizar” esta afirmación mostrando -a través de un recorrido por algunos debates intelectuales enmarcados en dos revistas pertenecientes al campo de la izquierda cultural- que el Estado, lejos de haber sido una temática desplazada, estuvo presente “acompañando” la discusión sobre la democracia -sobre qué democracia- como tópico indiscutible de los debates de la transición. Y señalamos que ese acompañamiento se hizo al menos, y solo para ceñirnos a los artículos de las revistas aquí trabajados15, al menos en dos registros: como crítica político-coyuntural al populismo y desde una revisión conceptual de la de izquierda para pensar al socialismo en clave democrática.
A lo largo de nuestra exploración, estos dos registros no siempre aparecieron explicitados y por lo general se vieron solapados, generando una cierta ambigüedad en los modos en los que el Estado aparecía, o bien condenado por su carácter autoritario, o bien reivindicado como espacio para la praxis política: a veces como “un” espacio más entre otros, otras veces como “el” espacio privilegiado para pensar las verdaderas transformaciones políticas. Consideramos que estas ambigüedades, propias del momento transicional sobre el que trabajamos, pueden ser recuperadas a la luz del estudio de las polémicas intelectuales que exigen reconstruir un campo de discusión teórico-política donde las revistas resultan un espacio sumamente productivo para pensar las tensiones del pensamiento y la crítica de las ideas.
En los debates trabajados pudimos observar que, en su veta no condenatoria, el Estado aparece vinculado a la política como acción, es decir, a la práctica hegemónica de los sujetos. Este modo de pensar al Estado, no como un enemigo de la política sino como espacio más a ser disputado en la lucha política, se evidencia en los intentos de la izquierda por pensar la articulación entre socialismo y democracia. Mientras que, en su veta condenatoria, aparece como la reificación del poder del líder en el aparato estatal, entendido como órgano privilegiado de la dominación. Esta operación se verifica especialmente en la condena populista que el socialismo hace al peronismo. La imposibilidad de reconciliar una perspectiva teórica sobre el Estado, la democracia y la política entre socialismo y peronismo marcó el final del proyecto de la revista Controversia. La polémica se planteó allí entre los peronistas que le achacaban a los socialistas pensar desde matrices teóricas abstractas que no tenían ningún asidero con nuestra realidad histórica16 y un socialismo que reconocía al peronismo como “la” experiencia democrática de masas, pero le cuestionaba haber traicionado sus supuestos ideológicos. Aun compartiendo una crítica común al liberalismo-racionalista y recuperando una concepción de la democracia como producción social, peronismo y marxismo no pudieron converger en la construcción de una alternativa teórico-política común de cara a la institucionalización democrática en 1983.17
A pesar de todo el proceso de revisión de las ideas, la izquierda no pudo nunca dejar de pensar al Estado como una instancia separada y distinta de la sociedad civil. Una instancia, pensada desde “arriba” y ubicada “sobre” una sociedad civil que está “abajo” y debe soportar el peso de la dominación que, coherentemente con esta perspectiva, siempre se entiende como ejercicio del poder “de arriba hacia abajo”. Como vimos, es esta modalidad de ejercicio del poder la que se le critica al peronismo a partir de la idea de hegemonía organicista. Por el contrario, la verdadera hegemonía (la pluralista, y por ello, la democrática) solo puede darse “horizontalmente” en el ámbito de la sociedad civil. Esta cuestión de la horizontalidad se vuelve, sin embargo, un tanto compleja cuando en algunos textos el Estado aparece como espacio a ser disputado por las luchas hegemónicas. En numerosos debates el Estado no es lo que imposibilita la hegemonía sino que es un campo más a ser disputado por las luchas populares en el ejercicio de la política (entendida como praxis) y en la lucha por la construcción (y no la conquista) del poder hegemónico.
Es en la imposibilidad de reconciliar las dos “movidas” teórico-políticas -la que pone el énfasis en la veta condenatoria y la que se sostiene sobre una mirada no condenatoria del Estado-, sumado a lo que señalábamos en el párrafo anterior sobre el modo de pensar al Estado desde una “metáfora espacial” (Eiff, 2019), es decir, como espacio, como lugar, o como campo por momentos distinto “de”, por momentos opuesto “a”, y por momentos reconciliado “con” la sociedad civil, que la advertencia de Lechner con la que iniciábamos este trabajo recobra sentido. Y lo hace no solo para una apuesta como la de este trabajo, que vuelve la mirada sobre los debates de la transición para mostrar qué se dijo (del Estado) en lo que aparentemente no se dijo de él por estar ocupados en pensar qué democracia construir luego de las dictaduras. Sino que la observación de Lechner cobra especial relevancia en la actualidad para aquellos trabajos que, intentando pensar el tema del Estado a partir de las experiencias políticas contemporáneas en América Latina18, puedan comprender que muchos de los escollos que las ciencias sociales tienen para pensar hoy el problema del Estado en perspectiva democrática, encuentran su herencia en aquellas huellas que nos dejaron las polémicas y los debates inconclusos de las transiciones a la democracia.