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Estudios sociológicos

On-line version ISSN 2448-6442Print version ISSN 0185-4186

Estud. sociol vol.37 n.109 Ciudad de México Jan./Apr. 2019

https://doi.org/10.24201/es.2019v37n109.1709 

Reseñas

Nitzan Shoshan. El manejo del odio. Nación, afecto y gobernanza de la derecha extrema en Alemania. Ciudad de México. El Colegio de México, 2017, 510 pp.

Marco Estrada Saavedra* 

*El Colegio de México, msaavedra@colmex.mx

Shoshan, Nitzan. El manejo del odio. Nación, afecto y gobernanza de la derecha extrema en Alemania. Ciudad de México: El Colegio de México, 2017. 510p.


I

Uno podría reconstruir parte de la historia cultural alemana siguiendo los debates, a lo largo de los siglos, sobre la identidad nacional. Los alemanes se preguntan con obsesiva persistencia: ¿quiénes somos?, ¿qué nos identifica?, ¿qué nos hace diferentes a los demás pueblos? Debido a que la conformación del Estado nacional alemán se llevó a cabo, comparativamente, de manera tardía hacia el último cuarto del siglo XIX, la identidad nacional se fraguó más bien en la lengua y la cultura. La cuestión no está hoy día, sin embargo, zanjada. Más bien ha entrado en una nueva fase -y con seguridad no la última- de virulentos debates públicos, en particular a raíz de la sorprendente apertura de las fronteras del país, en septiembre de 2015, para otorgar protección humanitaria a casi un millón de refugiados de Medio Oriente.

El libro de Nitzan Shoshan, El manejo del odio, trata justamente sobre la gobernanza de los afectos nacionalista en la Alemania posreunificada. La obra es producto de la tesis doctoral del autor presentada en la Universidad de Chicago, y se basa en un intenso trabajo etnográfico realizado entre 2003 y 2005 en el distrito Treptow-Köpenick de Berlín, ubicado en la antigua parte oriental de la ciudad, de acuerdo con la geopolítica de la Guerra Fría, y que históricamente ha sido un barrio de la clase obrera. El autor estudió diversos grupos de jóvenes extremistas de derecha, quienes son foco de atención de intervenciones de trabajadores sociales. Su edad rondaba entonces entre la adolescencia y la adultez primera. Algunos de ellos provenían de sectores marginados receptores de ayuda social pública, mientras que otros eran integrantes de familias obreras. En su mayoría enfrentaban situaciones domésticas de violencia, abuso de alcohol y drogas. Entre ellos no era extraña la delincuencia juvenil. Sus niveles educativos eran bajos. Pocos tenían un empleo remunerado o eran participantes de programas estatales de capacitación e inserción laboral. El racismo y el nacionalismo xenofóbico estaban firmemente enraizados en sus prácticas y mentalidades.

El segundo grupo importante en el que se basa la investigación es el de los trabajadores sociales. En primer lugar, son ellos los que permiten el acceso al investigador al campo al integrarlo a sus actividades rutinarias con sus “clientes”, los jóvenes extremistas. Se trata de una “etnografía incrustada” (p. 281), pues los trabajadores sociales le ofrecen protección y una cobertura que oculta su verdadera identidad y propósitos a los neonazis. En segundo lugar, son estos trabajadores los agentes más concretos a través de los cuales el autor puede observar cómo opera en el terreno el complejo entramado estatal y civil del manejo del odio mediante el conjunto de actividades de “entretenimiento subsidiado” dirigida a esta población. Actividades que, interrumpiendo la rutina de sus vidas, apuntaban, en el fondo, a establecer relaciones, ganarse su confianza y, de este modo, ofrecerles “una consejería individual a largo plazo” para sacarlos de la marginalidad social y corregir sus ideas políticas y estilos de vida. Y, en tercer término, los trabajadores sociales resultaron ser una fuente de información sobre sus “clientes”, biografías, redes sociales y políticas.

El libro está compuesto de tres grandes partes divididas en nueve capítulos. En la primera se aborda el tema del nacionalismo y sus amenazas reales y simbólicas en la Alemania contemporánea en pleno proceso de reorganización neoliberal de su economía, restructuración de su mercado laboral, precarización de las condiciones de trabajo y, en consecuencia, de una creciente desigualdad social. Un sector de estos “nuevos pobres” se ha vuelto una amenaza potencial para la estabilidad política y la cohesión social, en particular cuando se movilizan políticamente. En esta primera parte también se presenta, de manera minuciosa, el mundo de vida de los sujetos estudiados, sus biografías, espacios cotidianos y geografías e identidades simbólicas (p. e., este-oeste), estilos de vida y sus relaciones cotidianas con la “otredad” étnica, cultural y política (p. e., extranjeros, izquierdistas).

Sin dejar de observar la vida cotidiana de los extremistas, el foco de atención de la segunda parte se centra en el Estado. Las prácticas y discursos de los jóvenes extremistas fungen aquí como una suerte de prisma que permite mirar cómo funcionan aspectos fundamentales del régimen alemán de la gobernanza del odio, es decir, el “mecanismo mediante los cuales el Estado administra y reprime al campo de los políticamente excluidos” (p. 16). Se pone atención en la lógica jurídica y sus distinciones legales que censuran y castigan la delincuencia política en su forma de extremismo nacionalista de derecha, por un lado, y en la vigilancia estatal de los sujetos políticos sospechosos de simpatizar con el nacionalsocialismo y organizarse políticamente en torno a esta ideología, por el otro. En estas páginas desfilan policías de barrio y antimotines, hombres de confianza o “informantes” infiltrados en estos círculos, trabajadores sociales, miembros de organizaciones no gubernamentales (ONG) y expertos en el saber de la “cosa” del extremismo de derecha.

La tercera y última parte del libro versa sobre la política de inoculación de la población alemana contra el nacionalismo extremo y la formación de públicos afectivos movilizables en contra de formas ilegales de nacionalismo. Se trata de estrategias que dejan ver la preocupación alemana por configurar una identidad nacional posnacionalista, democrática, liberal, tolerante, multicultural y comprometida. En especial, se analizan las ansiedades en la esfera pública alemana en torno a su propio pasado, un pasado que no termina de pasar y que se materializa en forma de “espectro del nacionalismo” que acecha cotidianamente la identidad colectiva alemana.

II

En un sentido importante, El manejo del odio puede leerse con mucho provecho como una antropología del Estado. En la última década, la etiqueta académica y editorial “antropología del Estado” ha reanimado con creatividad el estudio del Estado desde un enfoque cultural. Sin embargo, la gran mayoría de sus objetos de estudio se encuentran en “países periféricos” de Asia, África y Latinoamérica. Tal parecería que este innovador acercamiento resultase ser sólo adecuado para Estados “no consolidados”, de acuerdo con el criterio más normativo que analítico que la ciencia política dominante utiliza para distinguir entre Estados consolidados, en un extremo, y Estados fallidos, en el otro.

Nitzan Shoshan -antropólogo cultural que, desde la mirada provinciana de las metrópolis científicas y políticas, estaría destinado por su formación a ocuparse de realidades “exóticas”- rechaza este encasillamiento y se revela como un atento “etnógrafo del Estado neoliberal” alemán. La sorpresa que se llevará el lector es que el poderoso Estado germánico no está unido ni organizado tan coherentemente como comúnmente se piensa y él mismo se (re)presenta. Una y otra vez el autor da cuenta de la falta de coordinación, comunicación y cooperación entre diferentes burocracias encargadas de la gobernanza de los afectos, cuyos agentes abrigan intereses particulares y, con frecuencia, enfrentados entre sí. En el libro se habla con frecuencia de “ilegibilidad” del Estado, ilegibilidad y opacidad que valen tanto para los sujetos extremistas que vigila como para los mismos agentes estatales.

En particular, la etnografía del Estado alemán se centra en los aparatos institucionales encargados del manejo del odio, que, en opinión del autor, son parte de un ensamblaje de diferentes regímenes político-represivos, jurídico-penales y terapéuticos. Este armazón de gobernanza conforma un estrecho circuito de vigilancia, conocimiento y control, cuya lógica última pretendería neutralizar y domesticar las pasiones del nacionalismo extremista, por un lado, y, mediante diferentes políticas públicas (entre las que destacan las de formación e inserción laborales), transformar a los jóvenes delincuentes y extremistas en ciudadanos “normales” -es decir, trabajadores, disciplinados, decorosos, respetuosos de la ley y el orden público y privado, etc.-. Normalidad que no significa otra cosa que hacerlos aceptar, como una forma de destino, las duras realidades de la economía neoliberal global y la cultura del capitalismo tardío. Para ello se requiere producir una subjetividad “postextremista”.

Esta “biopolítica” supone la patologización de la conducta de los extremistas. En efecto, diferentes enfoques supuestamente “científicos” (de corte sociológico, politológico o psicológico) definen y explican, primero, la anormalidad de “la cosa extremista” y las terapias convenientes para su cura o control. Posteriormente, sus respectivos diagnósticos son traducidos en lineamientos prácticos y discursivos de intervención para guiar las tareas, en el terreno, de ONG y trabajadores sociales encargados de la población de jóvenes neonazis -entendidos, por cierto, como “clientes”, de acuerdo con el lenguaje de la gobernanza neoliberal y su concepción del Estado como una empresa prestadora de servicios-. De este modo, las intervenciones terapéuticas se ocupan de exorcizar el malestar extremista de derecha de sus cuerpos, mentes y almas. Todos estos enfoques -irónica y acertadamente denominados por el autor como “ciencias ocultas del exorcismo”- revelan las ansiedades culturales y los recelos históricos de sus practicantes alemanes. La dificultad de domesticar el odio nacionalista insinúa, según el autor, la “futilidad” (p. 351) de estas ciencias del manejo del odio. Futilidad enunciada que, a la luz del creciente y preocupante éxito electoral del partido nacionalista AfD -Alternativa para Alemania, en español-, acaso parece plausible, aunque no está demostrada conclusivamente, porque no se presentan en el libro datos de la evolución de la población con tendencias nacional-extremistas ni de los resultados de los programas de prevención y desradicalización política a lo largo del tiempo.

III

La paradoja de la gobernanza del odio en la Alemania reunificada consiste en que, por un lado, vigila y combate el extremismo de derecha bajo el imperativo moral y político de que los crímenes abominables del régimen nacionalsocialista no se repitan nunca más. De este modo, se pretende marcar una distancia absoluta y definitiva con el pasado más siniestro del país. Por el otro lado, a la par que al “otro” extremista se le (re)presenta y quiere como “externo” al cuerpo nacional, no obstante resulta necesario y constitutivo para el proyecto de elaboración de la identidad colectiva en la medida en que su diferencia permite, simbólicamente, la cerradura nocontaminada por un nacionalismo ilícito. Sin ese otro oscuro y extremo, la representación y puesta en acto de una identidad posnacionalista no es entendible ni pensable. Sin embargo, la existencia del neonazismo desestabiliza ese proyecto e, incómodamente, revela su inconclusión.

En este sentido, se puede entender la lucha contra el nacionalismo extremo como un proceso alemán de nation building. Tras el reconocimiento de sus crímenes y la discusión y rememoración intergeneracional de su pasado nacionalsocialista, la esperanza colectiva alemana consiste en conseguir el estatus de ser vista por el mundo como una nación “normal”, como cualquier otra. Pero, ¿qué es una nación normal? ¿Una que olvida, deforma y mitologiza su pasado como, digamos, sucede en México, Estados Unidos, Francia, el Reino Unido o Rusia? Las culpas y obsesiones alemanas han conseguido entablar una relación crítica y nada complaciente con su propio pasado. “Relación anormal” con la propia historia a la que quizá deberían aspirar la mayoría de las naciones, en un mundo hecho de violencia, exclusiones, crímenes, terror y destrucción.

IV

Por lo general, la práctica antropológica es proclive a la simpatía, apoyo y solidaridad con los sujetos sociales que estudia. Pero ¿cómo hacer etnografía de sujetos que moral y políticamente nos resultan repugnantes? En El manejo del odio, Nitzan Shoshan opta por la “empatía” como estrategia metodológica. Ésta le permitió generar relaciones de cercanía y confianza con neonazis para comprender de manera compleja su mundo de vida, creencias políticas, sentimientos, estilos de vida, en una palabra, su biografía y situación social. A diferencia de la simpatía, la empatía produce cercanía -mediante convivencia- con estos sujetos, pero mantiene al investigador a cierta distancia tensa de éstos. Paradójicamente, esta aproximación recuerda la capacidad mimética del Estado para intimar con los delincuentes políticos que vigila. El problema resulta, a la larga, “irresoluble”, nos dice Nitzan Shoshan, ya que una descripción compleja de sus prácticas y discursos podría conducir a su comprensión y reconocimiento, en el sentido moral y político fuerte de estas palabras; a la par que se corre el riesgo de “no representarlos de manera suficientemente negativa”. Ante esta aporía, el autor nos dice: “De este modo, si consigo que el lector se incomode en algún momento con esta cercanía, habré logrado una especie de aproximación mimética a mi propio dilema en el campo” (p. 15).

En mi personal lectura, sobre todo de la segunda parte del libro, el autor logró, ciertamente, incomodarme con su etnografía, pero de manera paradójica y contraria a sus intenciones. Esto merece ser destacado porque, me parece, es resultado de las tensiones entre el ejercicio etnográfico y uno de los enfoques teóricos centrales que informan el trabajo del autor, a saber: el de la gobernanza biopolítica. Me explico: por supuesto, no siento ninguna simpatía por el neonazismo, pero en la medida en que avanzaba en la lectura, sí predominaban en mí sentimientos de lástima y piedad por los neonazis retratados. Se trata de jóvenes moral y políticamente abyectos, a los que sin sombra de duda se requiere vigilar, reprimir y sancionar, pero que son, a la vez, víctimas del cambio estructural posfordista del mundo neoliberal y globalizado y, por lo tanto, se hallan entre las filas de los millones de personas en el orbe que tienen en común experiencias de exclusión social y falta de futuro (véase, en particular el apartado “Enfrentar la realidad” del séptimo capítulo, p. 319).

Pienso que estos sentimientos son un efecto de escritura como modo de comunicación y representación. En sentido estricto, los lectores no conocemos a las personas concretas detrás de la etnografía, sino sólo a personajes presentados en el libro. Si no se entiende por ficción la mera fantasía, se puede decir que esos sentimientos en el lector son producto de la ficcionalización de la escritura que, al igual que sucede en la lectura de una novela o viendo una película, crea identificaciones con los personajes/sujetos etnografiados.

En contraste, sí sentía una creciente incomodidad hacia al Estado alemán analizado con gran perspicacia en la operación y efectos de sus aparatos de vigilancia, represión y normalización. Incomodidad, porque, ese mismo Estado es, sin lugar a dudas, un Estado de derecho, democrático y liberal.

Esta tensión de la que hablo se refleja también en la manera en que los jóvenes extremistas son representados. Desde la perspectiva etnográfica que describe y reconstruye su particular mundo de vida, los neonazis aparecen como actores con conciencia y voluntad, en una palabra, con agencia. Esto se traduce, en términos morales y políticos, en que se les puede considerar como responsables de sus actos y dichos. En cambio, desde la lógica de la gobernanza y la biopolítica posfordista, esos mismos neonazis son vistos como víctimas, sujetos construidos heterónomamente por el funcionamiento de aparatos y regímenes de control y coerción.

Con base en este funcionalismo foucaultiano, absolutamente todo se percibe e interpreta según la lógica del control, la disciplina y la coerción. En efecto, no sólo policías e informantes, sino también trabajadores sociales, miembros de comunidades eclesiales a favor del respeto y ayuda al extranjero y hasta el mismo etnógrafo y autor del libro formarían parte del engranaje de dichos aparatos biopolíticos (véanse, por ejemplo, pp. 225, 261ss, 406 o 437, entre otras). Aquí cabría preguntarse, entonces, ¿cuáles son los límites empíricos de los aparatos y efectos de la gobernanza del odio? ¿Qué tan integrado se encuentra realmente este ensamblaje biopolítico? ¿No será su coherencia, por ventura, más bien el producto ineludible del marco teórico puesto en acto en la investigación?

V

Entre muchos politólogos y sociólogos se tiene la idea de que la etnografía sería un acercamiento subjetivo a lo social que retrata, por medios dudosos, el aquí y el ahora de la realidad de los sujetos estudiados. Por lo tanto, su capacidad heurística resultaría muy limitada al no cuantificar ni dar cuenta de grandes estructuras y procesos sociales que trascienden y determinan la parroquial vida cotidiana de los sujetos. Apenas si hay que enunciar que esta idea de la etnografía es primitiva e ignorante y que dice más del estado de salud intelectual de esas disciplinas que de la práctica etnográfica y antropológica. En El manejo del odio, Nitzan Shoshan nos presenta una etnografía realizada, estrictamente, hace 12 años. Su penetrante mirada y poder analítico nos permiten entender, con mucha claridad y profundidad, lo que culturalmente está sucediendo hoy en Alemania a raíz de su incómoda posición hegemónica en la Unión Europea, su comportamiento en la solución de la crisis financiera de 2008 y de la crisis del euro de 2010, la apertura de la frontera, el reto de la recepción e integración de refugiados de guerra, la creciente influencia del populismo nacionalista de derecha y la violencia xenofóbica, islamofóbica y antisemita, la cual, lamentablemente, se ha vuelto más cotidiana en el país y en Europa. Quien quiera entender la complejidad de estos problemas y su relación con la cultura del capitalismo tardío, El manejo del odio es una lectura imprescindible.

Una última anotación. En el libro hay un protagonista ubicuo más que no mencioné, pero que resulta ser el escenario central de la vida de los personajes retratados por Nitzan Shoshan: Berlín oriental. No exagero si digo que El manejo del odio bien podría ser una viñeta extemporánea de la grandiosa novela de Alfred Döblin, Berlín Alexanderplatz.

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