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Estudios sociológicos

versión On-line ISSN 2448-6442versión impresa ISSN 0185-4186

Estud. sociol vol.35 no.104 Ciudad de México may./ago. 2017

https://doi.org/10.24201/es.2017v35n104.1536 

Notas de investigación

Variedades del voto: hacia una sociología plural del sufragio particular

Varieties of voting: towards a plural sociology of "particular" suffrage

Willibald Sonnleitner1 

1El Colegio de México wsonnleitner@colmex.mx


Resumen

En México, las relaciones inestables entre las bases socio-territoriales del desarrollo socio-económico y del voto desafían las teorías clásicas de la modernización. Para comprender el comportamiento contradictorio de la participación electoral hay que explorar las variedades del sufragio en distintos contextos, niveles y escalas, y considerar la diversidad de formas de movilización ciudadana. Como lo muestra la sociología empírica del voto, éste puede apoyarse en dispositivos de tipo comunitario o identitario, psicológico, social o territorial, racional e individual, corporativo y/o clientelar. Ello obliga a repensar las relaciones del sufragio universal con la participación y la representación, la contestación y la inclusión, la gobernabilidad y la legitimidad democráticas. También invita a indagar en las condiciones concretas que propician/inhiben el ejercicio efectivo e individual, libre y secreto, autónomo e igualitario del sufragio particular, en situaciones híbridas de transición desde/hacia regímenes democráticos/autoritarios.

Palabras clave: voto; elecciones; democracia; sociología electoral; participación política

Abstract

In Mexico, the puzzling relationships between socioeconomic development and voting challenge the classical theories of modernization: in many regions the most participative territories are the poorest ones. To comprehend this contradictory geography of electoral participation, this research explores the varieties of voting in different contexts, levels and scales, focusing on diverse forms of electoral mobilization (based on community or identity; on corporatism and patronage; on psychological, social or territorial linkages; or on individual and rational choice). This invites to revisit the relations between "universal" suffrage and socio-political inclusion and participation, democratic contestation and representation, governance and legitimacy. What conditions favor or inhibit free, egalitarian, autonomous and effective voting, in hybrid situations of transition from/to democratic/authoritarian regimes?

Key words: voting; elections; democracy; electoral sociology; political participation

La democracia electoral en cuestión: de la idealización al desencanto

Como lo ilustraron las presidenciales de 2006 y 2012, las elecciones mexicanas se encuentran en una situación paradójica: pese a garantizar contiendas cada vez más competitivas y plurales, éstas sufren de un persistente déficit de legitimidad. Independientemente de su ideología o afiliación, una mayoría contundente de ciudadanos percibe las elecciones como "poco" o "nada limpias", y candidatos derrotados de todos los partidos impugnan sus resultados. Tras décadas de mejoras en la integridad de los procesos electorales, el ciclo virtuoso de reformas se agota y entramos en un proceso inverso de des-construcción de la confianza ciudadana (Woldenberg, 2015; Sonnleitner, 2016).

En este contexto, lo que se debate ahora en México es la calidad misma del sufragio, cuya autonomía se ve restringida por mecanismos corporativos y clientelares -imaginarios y/o reales- de compra y coacción del voto. Cabe indagar entonces en las formas en que se ejerce el sufragio particular, y en las condiciones que propician o inhiben su grado de autonomía, secrecía e igualdad. ¿Por qué tantos millones de mexicanos (no) participan en las elecciones? ¿Cómo toman sus decisiones de abstenerse, anular su boleta o votar por tal o cual partido/candidato? ¿Cómo investigar las distintas dimensiones del sufragio? ¿Qué relación tienen éstas con el funcionamiento de las instituciones representativas, con las decisiones gubernamentales y con la legitimidad democrática?

Estos interrogantes estructuran una agenda de estudio que vengo desarrollando a lo largo de dos décadas. Para seguir la tradición de las notas de Estudios Sociológicos, los siguientes apuntes esbozan algunos hallazgos e hipótesis de investigaciones que están en curso, para invitar al dialogo, la reflexión y la cooperación. Dichas investigaciones se enfocan en las transformaciones electorales, desde el inicio de la tercera ola de democratizaciones, y buscan contribuir al estudio comparado de las variedades del voto en México y Centroamérica. Aquí, las relaciones contradictorias entre las bases socio-territoriales del desarrollo socio-económico y del sufragio desafían las teorías clásicas de la modernización. A diferencia de las democracias consolidadas -donde la participación electoral se asocia a mayores niveles de bienestar y educación-, en muchas regiones mesoamericanas son las comunidades pobres las que más acuden a las urnas, mientras que las ciudades son más abstencionistas. Lejos de ser estable, esta relación evoluciona desde los setenta para invertirse en los noventa, antes de disolverse y revertirse nuevamente en la última década.

Para comprender esta geografía cambiante de la participación ciudadana, analizamos los contenidos del voto en distintos contextos y niveles. Contrario a su pretendido carácter "universal", el sufragio no es una práctica unívoca ni uniforme que obedece a un solo modelo general. Para entender las modalidades de su ejercicio hay que rastrear las formas en que se extendió y reflexionar sobre sus dimensiones históricas y geográficas, antropológicas y psicológicas, sociales, económicas y políticas. Los estudios de caso revelan una gran diversidad de configuraciones y formas de movilización electoral: éstas pueden apoyarse en dispositivos de tipo comunitario o identitario, social y/o territorial, racional e individual, corporativo y/o clientelar. La apuesta consiste, así, en combinar distintos enfoques para contribuir a una sociología comparada del sufragio particular, y para repensar sus relaciones con la participación y la representación, la contestación y la inclusión, la gobernabilidad y la legitimidad democráticas.

I. La producción socio-histórica del sufragio particular

Aunque suene extraño, votar no es sinónimo de elegir y las elecciones no son sinónimo de democracia. Como lo muestra la sociología histórica, existe una gama muy amplia de variedades del sufragio. También hay una gran diversidad de sistemas electorales, con muchas formas distintas de votar. Pero lo que hay que recordar, sobre todo, es el origen aristocrático y el espíritu méritocrático de las elecciones que -en oposición con el ideal ateniense de designación por sorteo-, no siempre ni necesariamente son democráticas (Hermet, Rouquié & Linz, 1982; Manin, 1995; Posada-Carbó, 1996).

Elecciones con/sin opciones: votar ≠ elegir ≠ democracia

Históricamente, las elecciones se inventaron para tomar decisiones colectivas -por unanimidad o consenso, por mayoría, pluralidad o proporcionalidad- y éstas han venido evolucionando desde la fundación de las primeras comunidades humanas organizadas políticamente (Christin, 2014; Colomer, 2004). La extensión del sufragio universal, en cambio, es un proceso socio-histórico mucho más reciente, lleno de contingencias, ambivalencias y contradicciones (Przeworski, 2006). Más allá de su utilización ritual y de sus connotaciones simbólicas como dispositivo clave de la ciudadanía, el sufragio y las elecciones son prácticas e instituciones sociales con múltiples usos, contenidos y significados (Nohlen, 2004; Hermet, Rouquié & Linz, 1982; Annino, 1995; Posada-Carbó, 1996). Como lo destacan Déloye e Ihl (2008), si bien el voto puede manifestar una opinión racional e individual, éste también puede expresar una identidad colectiva y el deseo de pertenecer a una comunidad, o bien responder a una lógica de intercambio simbólico, material y/o clientelar.

Más allá de su especificidad histórica, la heterogeneidad geográfica y sociocultural del voto invita a cuestionar algunas premisas del enfoque electoral que predomina ahora en la ciencia política europea y estadounidense. Ésta tiende a enfatizar la racionalidad del sufragio universal en detrimento de la historicidad del sufragio particular. Las elecciones y el voto se presentan, así, como instituciones universales sin historia, como las prácticas ciudadanas por excelencia, como los elementos constitutivos y fundamentales de la democracia. No obstante, este modelo ideal conlleva supuestos implícitos que merecen ser revisados. Votar no siempre implica elegir, una elección no siempre presenta opciones y la "democracia" significa mucho más que elegir o que votar.

De ahí el interés de una agenda plural de sociología electoral comparada e histórica, que permita explorar cómo se inventó el voto y cómo evolucionan las distintas elecciones. México proporciona un laboratorio fascinante para estudiar las variedades de sufragios que coexisten o se combinan a lo largo y ancho del territorio nacional.

El laboratorio mexicano: del régimen posrevolucionario al desorden democrático

Para ilustrar nuestro punto de partida, situemos brevemente el campo de estudio. México proclamó el sufragio (masculino e indirecto, pero conceptualizado entonces como "universal") en 1857, muchísimo antes que democracias consolidadas como Noruega (1897), Australia (1903), Holanda (1917) o Suecia (1921) (Nohlen, 2004). Pero incluso sin contar estas primeras décadas de aprendizaje del voto durante el Porfiriato, en contextos poco propicios a la participación popular democrática con elecciones controladas o manipuladas, la Revolución mexicana se luchó bajo el lema "sufragio efectivo, no reelección". Por ello, la Constitución de 1917 consagró por vez segunda el sufragio universal (masculino y ahora directo), antes de extenderlo a las mujeres en 1957 y de ampliar la edad del voto a los jóvenes de 18 años (Nohlen, 2004).

Ello importa porque en México el voto se inventó, se extendió y se socializó en contextos autoritarios que forjaron una cultura política anti-democrática. Ésta se apoyó formalmente en los sectores campesinos, obreros y populares, pero los excluyó de la política en los hechos y los mantuvo al margen de la ciudadanía. Al respecto, la historia del partido posrevolucionario resulta paradigmática, al construir un Estado centralizador y relativamente poderoso bajo la autoridad de un presidente omnipotente que sometió paulatinamente a los caudillos regionales y locales, neutralizando al mismo Congreso de la Unión (Hernández Rodríguez, 2016). Se tuvo que producir así un largo proceso de descomposición del pacto posrevolucionario antes de que la política se pluralizara a partir de los setenta, y se necesitaron 71 años para que esta transición desembocara en una alternancia democrática en la presidencia de la República.

Es en este contexto peculiar que surge un nuevo tipo de elecciones, cada vez más limpias, confiables y competitivas. Sólo entonces se transforman los significados del voto, transitando poco a poco de una movilización corporativa -pasiva y sumisa- de las masas, a una participación ciudadana proactiva, más crítica, autónoma y exigente. Pero ninguna cultura política surge abruptamente del vacío, por alternancia o decreto. Para entender sus dinámicas más profundas, de cambio y continuidad, hay que adentrarse en las distintas dimensiones del sufragio.

II. Cultura, geografía, sociología, psicología y economía del voto

A continuación analizamos cinco enfoques teórico-metodológicos que combinan herramientas de la sociología y la antropología, la historia y la geografía, la sicología, la economía y la ciencia política. Esta perspectiva pluridisciplinaria invita a estudiar las variedades del sufragio particular y las condiciones que propician/inhiben su ejercicio autónomo e igualitario.

1) La densidad del voto en clave antropológica y etnográfica

El enfoque más intuitivo e inmediato consiste en observar directamente las formas en que los ciudadanos conciben, ejercen y utilizan su voto. El trabajo de campo, la realización de entrevistas e historias de vida, la participación reflexiva en actividades cotidianas in situ y la observación sistemática de lo que hacen concretamente los electores durante las campañas y las jornadas electorales proporcionan insumos sumamente valiosos para comprender las razones que motivan el acto de votar en un contexto particular. Como botón de muestra de la riqueza y diversidad de los enfoques etnográficos y antropológicos, citemos tres trabajos que captan las rupturas y continuidades socioculturales en el ejercicio del voto.

Gracias a un minucioso trabajo de campo y archivo -de cuatro décadas-, Jan Rus (1995) logra una síntesis densa de la incursión del régimen posrevolucionario en los Altos de Chiapas entre 1936 y 1988, donde éste creó una nueva élite de líderes político-religiosos que se impusieron como los intermediarios exclusivos entre las comunidades indígenas y el Estado. El sufragio se extendió ahí en una lógica corporativa, distribuyendo tierras y servicios a cambio de lealtades incondicionales hacia el partido oficial. La "comunidad revolucionaria institucional" empoderó así a un puñado de caciques indígenas "tradicionalistas" y transformó el voto en un poderoso mecanismo de control autoritario, con movilizaciones masivas y virtualmente unánimes a favor del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Este pacto se debilitó para fines de los sesenta, pero sólo se rompió tras el levantamiento zapatista de 1994.

A nivel nacional, la hegemonía del Revolucionario Institucional no resistió la escisión del Frente Democrático Nacional (FDN), que desestabilizó los mecanismos usuales de transmisión de poder en 1988. No obstante, la campaña oficial que observaron ese mismo año Larissa Adler-Lomnitz, Claudio Lomnitz e Ilya Adler (1990) reveló continuidades impresionantes con la cultura política posrevolucionaria, que todavía siguen vigentes en la designación de muchas autoridades en la actualidad. En lugar de ser "elecciones con opciones", los comicios del "antiguo régimen" eran rituales masivos de movilización que servían para presentar al futuro presidente, y para que éste conociera el país. En este contexto, el voto no sirve para elegir o para someter a los candidatos al escrutinio ciudadano; sirve para informar al presidente virtual de las demandas y de la fuerza relativa de sus aliados regionales y locales, reflejada en su capacidad para rellenar plazas con acarreados incondicionales.

Lejos de pertenecer al pasado, dichas prácticas siguen operando en el presente. La etnografía de Turid Hagene (2015) de una comunidad popular del Distrito Federal es particularmente reveladora. Pese a las transformaciones profundas de la competición electoral y a la creciente fragmentación partidista, el voto en Acopilco recuerda las lógicas de sumisión e intercambio que observó Jan Rus en los sesenta en Chiapas. Si bien existen diferencias en las redes de apoyo que legitiman las transacciones clientelares -que contrastan con la compra-venta ilegítima de votos-, llama la atención la subordinación y la asimetría del intercambio que le restan autonomía al sufragio e impiden la rendición de cuentas.

La descripción densa de estas tres situaciones permite apreciar la continuidad de las prácticas culturales. Más allá de la heterogeneidad de significados, revelan que el sufragio puede reflejar elecciones autónomas o ser usado para aclamar autoridades predesignadas mediante mecanismos de coacción, movilización y acarreo, intercambio clientelar o compra-venta de votos. Evidentemente, la etnografía no busca cuantificar la proporción de estas prácticas; pero sí informa acerca de una discusión fructífera sobre lo que (no) es la "cultura política" y complementa útilmente las representaciones que captan las encuestas de cultura cívica (Durand Ponte, 2004). Su potencial más valioso reside en la amplitud de sus herramientas metodológicas (cualitativas y cuantitativas, micro- y macro-sociológicas, descriptivas y analíticas, comprensivas y explicativas) y en su aplicación combinada al estudio profundizado de casos. Ello limita su validez externa, pero capta la densidad cultural del voto en situaciones diversas, rurales y urbanas, de prosperidad o marginación, homogéneas o multiculturales (Tejera Gaona, 2003; Viqueira & Sonnleitner, 2000).

2) Las bases territoriales del voto [geografía electoral]

La geografía electoral también sitúa el voto en el contexto de su producción social, pero desde una perspectiva territorial. Lo más relevante, en esta óptica, es la relación entre la especificidad de los lugares particulares y las dinámicas generales que estructuran las interacciones individuales: desde los ámbitos locales y regionales en los que se desenvuelven los actores sociales, hasta las esferas estatales -intra-, trans- e internacionales- de la geopolítica global.

Desde los estudios pioneros de Siegfried (1913) sabemos que el voto se estructura territorialmente y se relaciona con otras variables de la geografía humana. Los trabajos de Johnston (1979), Taylor (1985) y Bussi (1998) evidencian la estabilidad de muchas identidades políticas, derivadas de divisiones sociales y arraigadas en procesos históricos de larga duración. Pero la "ecología electoral" no sólo pone de manifiesto la continuidad de las tradiciones políticas; permite analizar las macro-dinámicas de cambio en la participación política, como las que se producen entre 1947-1987 en Italia (Agnew, 1996) o desde 1828 en los Estados Unidos de América (Darmofal, 2006).

La geografía electoral también informa y transforma la administración de los comicios, al determinar las fronteras de las circunscripciones en las que se agregan los votos para ser convertidos en cargos públicos. Independientemente de los intentos de manipular esta delimitación (mediante el famoso "gerrymandering" y el menos conocido "mal-aporcionamiento"), todo sistema electoral distorsiona la conversión de votos en escaños y guarda sesgos irreducibles de desproporcionalidad. Recientemente, la econometría espacial ha resuelto algunos problemas relacionados con la heterogeneidad y la dependencia espacial: al agruparse en función de su cercanía o vecindad, algunos residuos pueden introducir heteroestadisticidad y se utilizan entonces modelos de auto-regresión espacial para corregir los coeficientes. En una óptica innovadora también se han desarrollado modelos de regresión geográficamente ponderada [Geographically Weighted Regression]: éstos calculan coeficientes distintos para cada ubicación territorial, que integran la distancia geográfica del resto de casos (Fotheringham, Brunsdon & Charlton, 2002).

Pero pese a los avances metodológicos, la geografía electoral sufre una débil institucionalización disciplinaria y una deficiente integración teórica. Existen así distintas tradiciones y vertientes desvinculadas de geografía electoral (Bussi, 1998; Agnew, 1996). Ello ha llevado a cuestionar su objeto central de estudio, como lo ilustra la postura de Gary King (1996): "Por qué el espacio no debería de contar". Lo que está a debate es cómo se concibe el contexto y qué significan la heterogeneidad y dependencia espacial: ¿Se trata de errores residuales que tienen que ser eliminados para restaurar la validez universal de los coeficientes? ¿O indican éstas que el contexto espacial cuenta en sí mismo y merece ser investigado?

En esta óptica, la advertencia de no cometer falacias ecológicas merece ser completada por la advertencia de no caer en falacias atomísticas: cuando se modifica la escala analítica una correlación cambia de intensidad y, en ocasiones, hasta de sentido; pero las conductas sociales tampoco pueden ser reducidas a la mera suma de comportamientos individuales independientes. Su interacción constituye un objeto digno de estudio, conocido como el Problema de Unidades de Área Sujetas a Cambio [Modifiable Areal Unity Problem]: ¿por qué, y en qué medida, las correlaciones dependen de la delimitación territorial y de los niveles de (des-)agregación de los datos? Lejos de invalidar la utilidad del análisis espacial, este fenómeno confirma su necesidad.

Para ilustrarlo, regresemos a la relación cambiante entre el desarrollo económico y la participación electoral en México. Durante el régimen autoritario la movilización se concentraba en las zonas más marginadas y el abstencionismo se aglomeraba en las grandes ciudades. El cambio de este patrón contribuyó a la alternancia de 2000 cuando los territorios más prósperos se volvieron más participativos. En 2012, dicha correlación despareció y en 2015 regresamos a un patrón similar al pasado, con una participación concentrada en los lugares más pobres donde beneficia al PRI o al PVEM. Este perfil del voto se observa en los 300 distritos legislativos y en las 66 mil secciones electorales, pero es casi imperceptible en las encuestas: no remite a características individuales de los ciudadanos sino a modalidades distintas de movilización territorial. Por ello resulta valioso analizar los comportamientos electorales en distintos niveles complementarios: nacionales, estatales, regionales, locales y, por supuesto, individuales.

3) La Elección Sociológica del Pueblo [modelo de Columbia]

El paradigma fundador de la sociología electoral individualista inició con una pregunta simple cuya actualidad se ha renovado ahora con la invención de las redes sociales: ¿Pueden los medios de comunicación (radio y prensa escrita en 1940, Facebook y Twitter hoy) "fabricar" presidentes? Para estudiar esta cuestión polémica, Paul Lazarsfeld convocó a un equipo de politólogos, sociólogos, sicólogos, matemáticos y estadísticos en el Instituto de Investigaciones Sociales Aplicadas de la Universidad de Columbia.

Su estudio sobre los efectos de los medios durante las campañas presidenciales de 1940 en Erie, Ohio, sentó las bases para el análisis demoscópico del voto. Los métodos que se aplicaron entonces -observación participante, monitoreo de medios, entrevistas a profundidad, primera encuesta que re-entrevistó mensualmente a un panel de 600 personas entre mayo-noviembre- y el análisis minucioso de todos estos datos durante cuatro años, permitieron formular una explicación paradigmática. Lejos de aceptar pasivamente los mensasajes mediáticos, los ciudadanos de Erie votaron conforme a sus adscripciones sociológicas (estatus socioeconómico, residencia urbana/rural, religión, género, edad), bajo la presión de sus grupos de pertenencia (familia, amistades, trabajo, vecindad) e influidos por individuos de confianza personal, los famosos "líderes de opinión" (Lazarsfeld, Berelson & Gaudet, 1944).

La mayoría ya sabía por qué partido votaría seis meses antes de las elecciones, antes de la designación de los candidatos republicano y demócrata. En lugar de desarrollarse en un espacio de libertad e incertidumbre, las campañas activaron las lealtades preexistentes para movilizar y convencer a los indecisos, presionando para que éstos se sumaran a las preferencias grupales. Quienes mantenían relaciones con grupos de simpatías partidistas cruzadas tendían a postergar sus decisiones y a abstenerse. Se votaba así "con" y "para" los grupos de referencia (Lazarsfeld, Berelson & Gaudet, 1944).

Este paradigma fue confirmado por investigaciones consecutivas y se vinculó luego con otra teoría influyente, derivada del análisis macro-sociológico y comparado de estudios de casos históricos. Mediante una serie de monografías sobre los partidos políticos europeos, el equipo coordinado por Lipset y Rokkan (1967) descubrió que las trayectorias podían agruparse en torno a cuatro clivajes elementales -centro/periferia; Iglesia/Estado; agricultura/industria, propietarios/trabajadores-, producidos por la Reforma/Contrarreforma desde el siglo XVI, por las revoluciones nacionales desde 1789, por la revolución industrial en el siglo XIX, y por las revoluciones comunistas desde 1917. Estos ejes de conflicto estructuraban las dinámicas macro-políticas y se traducían en divisiones demográficas y socioculturales.

Estas premisas siguen siendo útiles para entender el voto de los mexicanos. Como lo muestra Klesner (2009), más de la mitad de la varianza del sufragio por Calderón, López Obrador y Madrazo en 2006 puede ser explicada por variables socioterritoriales como la urbanización, el empleo industrial, la parte de católicos, el analfabetismo y la ubicación regional de los 2 426 municipios. Dichas relaciones se confirman con datos individuales de encuestas y abren preguntas interesantes: ¿Cuáles son los orígenes históricos y las bases territoriales de los clivajes sociopolíticos del antiguo y del nuevo régimen mexicanos? ¿Por qué (todos) los pobres y obreros (no) votan por candidatos de izquierda? ¿Por qué (no todos) los católicos son de derecha? ¿Cómo explicar la volatilidad electoral si las divisiones socioterritoriales son relativamente estables? ¿Cómo se transforman las adscripciones sociológicas, y cómo se vinculan éstas con las identidades partidistas?

4) El poder de las identidades partidistas [paradigma de Michigan]

La mayor contribución del cuarto enfoque del voto consiste en haber evidenciado el peso de las actitudes psicosociales de los electores: éstos no solamente votan en función de sus adscripciones sociológicas; también actúan conforme a sus afectos, simpatías y emociones que se reproducen mediante procesos de socialización y son relativamente estables. En el centro de un embudo complejo de multicausalidad [the funnel of causality], las identidades partidistas estructuran las preferencias electorales de los votantes de forma estable y predecible (Campbell, Converse, Miller & Stokes, 1960). Desarrollado a partir de los cincuenta por investigadores de la Universidad de Michigan, este paradigma se desarrolló con base en una serie de encuestas representativas realizadas a nivel nacional, que se han venido repitiendo cíclicamente desde 1952 y proporcionan una de las fuentes empíricas más completas para el análisis del comportamiento electoral estadounidense.

Gracias a su enorme influencia, este enfoque ha sido objeto de debates críticos, enfocados en la conceptualización y operacionalización de las "identidades partidistas", en su inestabilidad e inconsistencia, en su capacidad explicativa y validez fuera de EUA, dando lugar a una rica agenda de investigación en Europa, Asia, África y América Latina. Desde los setenta, la volatilidad del partidismo y el incremento de los apartidistas ha llevado así a matizar los supuestos iniciales y a complementar el modelo con otras variables actitudinales (morales, ideológicas y socioculturales) que, cuando se miden con métodos apropiados, adquieren un alto valor predictivo (Ansolabehere, Rodden & Snyder, 2008; Miller & Shanks, 1996). El éxito inesperado de Donald Trump y Bernie Sanders dentro de los campos republicano y demócrata ilustra la actualidad de dichos debates.

En México, este paradigma está ampliamente difundido y predomina en muchas investigaciones basadas en encuestas (Moreno, 2003). Cuando se observan en perspectiva agregada y sincrónica, las identidades partidistas parecen ser relativamente estables y predictivas; pero cuando éstas se miden mediante estudios de panel, su volatilidad e imprevisibilidad se vuelven evidentes. Como lo muestra el Estudio Panel México 2006, 52% de los entrevistados en octubre de 2005 modificaron la intensidad de sus identificaciones y 38% cambiaron de identidad partidista durante la campaña presidencial, mientras que solamente 58% de quienes tenían alguna identidad al inicio votaron efectivamente por el candidato de "su partido" en julio de 2006. Sólo 27% de los perredistas no votaron por Andrés Manuel López Obrador (AMLO), pero 57% de los priístas abandonó a Madrazo (Sonnleitner, 2010; Domíngez et al., 2007).

A la luz de esta impresionante volatilidad cabe preguntarse qué reflejan, entonces, las identidades partidistas en México. ¿Cómo incorporar los legados del corporativismo monolítico del partido hegemónico a un concepto diseñado para captar identificaciones bipartidistas decimonónicas? ¿Y qué implicaciones tiene la creciente fragmentación del sistema mexicano, al pasar en 30 años de un partido prácticamente único a más de cinco partidos relevantes, para un modelo pensado para un contexto de bipolarización política?

5) ¿Son los electores mexicanos racionales? [Escuela de Rochester]

Finalmente, el quinto paradigma del voto lo estudia desde una perspectiva económica, como una transacción realizada en un mercado "democrático". En esa óptica, la racionalidad del elector es la clave para el resultado de la elección, que refleja un equilibrio entre la demanda y la oferta política. Partiendo del supuesto de que "todo gobierno trata de maximizar su base de apoyo", que su "objetivo primario [...] es la reelección y que el objetivo de los partidos fuera del poder es conseguirlo" (Downs, 1957 [1973], p. 12]), este modelo concibe el sufragio como un cálculo racional. En palabras de Anthony Downs: "el votante racional identifica en primer término el partido que, a su juicio, le beneficiará más, y después trata de estimar las posibilidades de éxito del mismo. Procede así porque consume su voto como parte de un proceso de selección, no como expresión de preferencias" (Downs, 1957 [1973], p. 51]).

Formulado como teoría desde 1957, el voto económico fue aplicado al análisis de las elecciones estadounidenses y proporcionó un modelo poderoso para explicar las alternancias electorales (Kramer, 1971; Fiorina, 1981). Su éxito se debe a su parsimonia y a su potencial predictivo: en lugar de comprender las razones más profundas que motivan las distintas variedades de votos, lo que se busca es identificar las variables críticas que permiten anticipar el cambio de las preferencias electorales. A diferencia de los modelos anteriores, la elección racional se enfoca en los sectores más volátiles e indecisos, que toman sus decisiones mediante la evaluación informada de los gobernantes (y en particular de la situación de la economía nacional/personal, retro-/prospectiva): cuando su desempeño es bueno los recompensan y reeligen; cuando éste es insatisfactorio los sancionan y votan por candidatos alternativos (Lewis-Beck & Stegmaier, 2000).

Desde sus primeras aplicaciones empíricas, la capacidad predictiva de este modelo ha sido explorada en un sinnúmero de estudios, con resultados que la confirman en muchas democracias consolidadas (Bingham & Whitten, 1993; Duch & Stevenson, 2008). El caso de México resulta particularmente interesante porque ha sido objeto de muchas investigaciones con resultados ambiguos. La mayor parte de ellas evidencian que el voto económico incide, pero no hay consenso sobre su magnitud e importancia para explicar el cambio/la alternancia electoral. Para citar dos ejemplos, en 2006 el voto económico benefició fuertemente a Felipe Calderón, pero el efecto del mismo no parece haber sido determinante en la elección de Fox en 2000 (Hart, 2013). En una revisión reciente de encuestas realizadas entre 1994 y 2012, Beltrán (2015, p. 73) concluye así que "el voto económico retrospectivo es un rasgo del comportamiento electoral ampliamente difundido, de una importancia limitada, que varía relativamente poco en contextos distintos y [es] consistente con las actitudes de los votantes ante el riesgo [... Su...] carácter limitado [...] contrasta de manera más evidente con las expectativas derivadas del modelo de racionalidad instrumental".

En suma, la racionalidad económica está presente en el voto de los mexicanos y puede ser importante cuando es activada exitosamente durante las campañas electorales. Más allá de esta precisión contextual, cabe preguntarse cómo se difunde la información económica y cuál es la proporción del electorado que responde a ella; qué otros aspectos se evalúan en el desempeño de los gobernantes (crecimiento, desempleo e inflación; [in-]seguridad; otras políticas públicas; imagen del presidente/gobernadores/diputados/gobernantes); y qué preguntas captan mejor estas evaluaciones sin sesgar o inducir las respuestas de los entrevistados. Asimismo, habrá que explorar otras posibles manifestaciones de racionalidad electoral, como las que se expresan en el número creciente de votos divididos y estratégicos, "útiles", de sanción o de castigo.

III. Variedades del voto

En síntesis, el voto está conformado por contenidos variados. En contraste con las culturas cívicas individualistas que se forjaron en Europa y EUA, la génesis sociohistórica del sufragio tiene raíces holísticas, corporativas y autoritarias en México. Asimismo, la integración desigual del Estado-nación propicia una multiplicidad de culturas políticas regionales y locales. Por ello, el voto aglutina comportamientos con sentidos diversos que pueden ser situados a la luz de las funciones ideal-típicas que distingue Olivier Ihl (2000), en tanto dispositivos de elección, identidad e intercambio político-electoral.

La función más obvia que debería desempeñar el voto es la de operar una elección racional libre e individual, deliberada e informada, consciente y secreta (esquina baja-derecha del diagrama 1). Así concibe al ciudadano la teoría económica de la democracia, como agente proactivo, involucrado e ilustrado que analiza el desempeño gubernamental y sopesa las capacidades de cada candidato para elegir al que promoverá mejor sus intereses particulares. Además de este voto económico, también se observa un incremento del voto cruzado y "útil" (que indica comportamientos estratégicos e individualizados), la aparición de un movimiento "anulista" (que promueve la invalidación del voto como manifestación de protesta) y un éxito coyuntural de algunas candidaturas independientes (que han logrado captar suficientes votos de sanción para castigar a varios partidos del establishment). En este contexto de desencanto, está por verse qué efectos tendrá la recién aprobada reelección legislativa y si ésta contribuirá realmente a una mayor rendición de cuentas democrática.

Diagrama 1 Tipos ideales y variedades empíricas del voto 

Pero las evaluaciones económicas no siempre se activan y tampoco son las únicas motivaciones del voto. Muchos orientan sus preferencias electorales en función de su pertenencia, cercanía, lealtad e identificación con distintos grupos de referencia, conforme a identidades colectivas. Éstas pueden ser muy estables (comunidades rurales e indígenas fuertemente cohesionadas) y relativamente rígidas (etnia, patrimonio, educación, género) o depender de adscripciones voluntarias (pertenencia a asociaciones profesionales, civiles, religiosas y políticas), más o menos transitorias (residencia, edad, ocupación, etcétera). Lo relevante es que dichas identidades movilizan registros afectivos y generan dinámicas grupales de exclusión/inclusión que se traducen, a su vez, en presiones partidistas.

Esta dimensión conformista del voto es perfectamente captada por los paradigmas sociológicos y psicosociales de Columbia y Michigan. Se manifiesta de forma extrema en los votos comunitarios y corporativos de localidades que votan en bloques. Hasta 1994, algunas comunidades votaban incluso de manera virtualmente unánime (con más de 99% por un mismo partido), aunque las tasas improbables de participación (cercanas o superiores a 100%) indicaban mecanismos de coacción o relleno de urnas (Sonnleitner, 2012). Con los avances del multipartidismo estos comportamientos se han ido fragmentando y sólo pueden ser detectados cuando las consignas se reflejan en votos faccionales atípicos, como con la candidatura de "Juanito", que reveló la influencia territorial de López Obrador en Iztapalapa en 2009. Existe consenso sobre la utilidad de la identificación partidista para predecir el voto con encuestas de opinión. El debate gira en torno a las nuevas identidades (ideológicas o morales, sectoriales o post-materialistas) que están surgiendo en un contexto más diverso y fluido, de creciente descomposición del sistema de partidos (esquina baja-izquierda del diagrama).

En tercer lugar, la función transactiva del voto subraya que toda relación política remite a algún tipo de intercambio: éste puede ser colectivo (y negociarse con familias, vecinos, facciones, comunidades, sindicatos u otras organizaciones) o individual (cuando se tejen relaciones clientelares de protección y lealtad, se ofrecen favores a cambio de apoyo electoral, o simplemente se compran votos) y basarse en relaciones más o menos asimétricas, (in-)estables e (i)legítimas (Schedler, 2004). En muchas relaciones clientelares la superioridad del patrón es tal que la transacción des-empodera totalmente al cliente. Pero también hay situaciones menos asimétricas, en las que el intercambio genera vínculos de dependencia mutua (gestiones para conseguir recursos públicos para sus constituyentes; negociaciones para asignar proyectos a determinados distritos; políticas enfocadas de redistribución social). In fine, la rendición de cuentas implica la reciprocidad entre representantes y representados. El problema no reside en la transacción: reside en el nivel de autonomía que conserva el elector frente al gobernante.

Este modelo tripolar puede completarse por una cuarta dimensión e incluir la opción -deliberada o pasiva, premeditada o inconsciente- de no votar. Tradicionalmente, la abstención fue explicada como el resultado de una deficiente integración sociopolítica que dificultaba el ejercicio de la ciudadanía. Pero ésta puede relacionarse con otros factores e interpretaciones. Considerada como prueba de consentimiento pasivo por algunos, o como un peligro para la democracia por otros, la abstención tampoco es homogénea ni unidimensional: si bien depende de factores sociodemográficos (edad, ocupación, patrimonio, educación), también está condicionada por variables territoriales, contextuales, políticas e institucionales (sistema electoral, oferta política, competitividad y significado de la elección, etc.). Hoy día, el abstencionismo adquiere así un carácter más estratégico y racional, fluctuante e intermitente (Franklin, 2004; Subileau, 1997).

Ya citamos la importancia de la movilización urbana de clase media, más educada y autónoma, para la alternancia del año 2000. Posteriormente, estos sectores o bien dejaron de votar o abrazaron la causa de la "abstención cívica", anulando deliberadamente sus votos. Por ello, la magnitud y las fluctuaciones del voto nulo revelan ahora comportamientos con significados opuestos: de error o desconocimiento del procedimiento electoral, de anulación fraudulenta de boletas, de apatía y/o descontento ciudadano. Se abre así una nueva zona gris-oscura e híbrida, situada entre las prácticas ilícitas del antiguo régimen, la participación democrática convencional y la protesta cívica.

Sufragio > elecciones << democracia [a modo de conclusiones]

En suma, el laboratorio mexicano proporciona una amplia gama de casos que ilustran la heterogeneidad del voto. El reconocimiento de esta diversidad es fundamental para reflexionar sobre las relaciones entre el sufragio y la democracia, concebida como una forma de gobierno que valora la participación autónoma y maximiza la representación efectiva del pueblo soberano. Lo que le podemos pedir al sufragio universal depende, así, de los contextos y de las formas particulares en las que se vota en situaciones híbridas de transición desde/hacia regímenes más democráticos/autoritarios.

El voto de intercambio no tiene que ser clientelar; puede propiciar la rendición de cuentas cuando los ciudadanos le exigen políticas eficientes a sus gobernantes a cambio de su apoyo electoral. El voto de identidad tampoco es corporativo por necesidad, ya que los ciudadanos también pueden desarrollar vínculos afectivos de lealtad con representantes responsables, bajo el control de mecanismos institucionalizados de autogobierno. En cuanto al voto racional, su autonomía tampoco está exenta de oportunismo individual, por lo que la democracia requiere de ciudadanos igualmente comprometidos con proyectos de carácter colectivo y de alcance general.

Lejos de ser una categoría utópica que se encarna furtivamente en una jornada electoral, la ciudadanía democrática se construye en la vida cotidiana a partir de acciones colectivas e individuales y mediante la mezcla de dispositivos diversos de participación e inclusión, movilización y representación, contestación y legitimación política, a través del ejercicio heterogéneo -y desigual- de un sufragio inevitablemente particular.

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Recibido: 30 de Septiembre de 2016; Aprobado: 10 de Octubre de 2016

Willibald Sonnleitner es doctor en sociología por la Universidad de París. Actualmente es profesor-investigador del Centro de Estudios Sociológicos de El Colegio de México, donde enseña metodología, sociología política y sociología electoral. Es especialista en el análisis comparado del voto, de procesos políticos y de geografía electoral en Latinoamérica. Dos de sus publicaciones recientes son Mutaciones de la democracia: tres décadas de cambio político en América Latina (1980-2010), México, El Colegio de México, 2012 (coordinado con Silvia Gómez Tagle); y Elecciones chiapanecas: del régimen posrevolucionario al desorden democrático, México, El Colegio de México, 2012.

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