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Estudios sociológicos

versión On-line ISSN 2448-6442versión impresa ISSN 0185-4186

Estud. sociol vol.34 no.102 Ciudad de México sep./dic. 2016

 

Artículos

El sociólogo y el historiador: el rol del intelectual en la propuesta bourdieusiana1

The sociologist and the historian: the role of the intelectual in Bourdieu’s proposal

Alicia B. Gutiérrez*  a 

*IDH, Universidad Nacional de Córdoba, CONICET, gutierre@ffyh.unc.edu.ar


Resumen

En la perspectiva analítica de Pierre Bourdieu, la dimensión histórica atraviesa la vida individual y colectiva como historia objetivada en las cosas y como historia incorporada bajo la forma de habitus. El reconocimiento de esta verdad histórica no implica necesariamente una trampa eterna: hay una dialéctica del conocimiento y de la libertad, hay una posibilidad de objetivar la necesidad y de devenir sujeto. Y es en la misma historia donde es necesario buscar el principio de la independencia relativa de la razón, intentando conocer, develar y controlar esos condicionamientos. En ese proceso, el sociólogo y el historiador, como intelectuales, tienen un papel fundamental. Cuentan con sus propias armas, ocupan una posición social específica y pueden cumplir ese papel, comenzando con la objetivación del sujeto objetivante.

Palabras clave: perspectiva bourdieusiana; dimensión histórica; objetivación; rol de los intelectuales

Abstract

In Bourdieu’s analytical perspective, the historical dimension crosses individual and collective life as objectified history in things and as incorporated history under the form of an habitus. Recognizing a historical true does not necessarily imply an eternal trap: there is a dialectic of knowledge and freedom, there is a possibility of objectifying necessity and becoming a subject. And is precisely in history where we need to search for the principle of relative independence of reason, trying to learn, reveal, and control these conditionings. In that process, the sociologist and the historian, as intellectuals, play a fundamental role. They have special tools, occupy a specific social position, and can accomplish that role, starting with the objectification of the objectifying subject.

Key words: Bourdieu’s perspective; historical dimension; objectification; role of intellectuals

1. Introducción: la manera como la sociología bourdieusiana aprehende la historia y la dimensión histórica

Además de las miserias modernas, nos oprime toda una serie de miserias heredadas, procedentes del hecho de seguir vegetando entre nosotros formas de producción antiguas y ya caducas que acarrean un conjunto de relaciones sociales y políticas anacrónicas. No sufrimos sólo a causa de los vivos, sino a causa de los muertos. Le mort saisit le vif!

(Karl Marx, prólogo a la primera edición alemana del primer volumen de El capital)

En un texto que ya se ha vuelto un clásico entre los lectores y estudiosos de la perspectiva de Pierre Bourdieu, él mismo define su enfoque como “constructivist structuralism o structuralist constructivism” (Bourdieu, 1988a [1987]: 127), para proponernos que su manera de abordar la realidad social supone el abordaje de los problemas como resultado de la relación dialéctica entre dos tipos de estructuras: aquellas que están fuera de los agentes que producen las prácticas, y las que esos mismos agentes llevan incorporadas como una suerte de segunda naturaleza (Bourdieu, 1991 [1980]). Se trata de estructuras (de posiciones y de relaciones entre posiciones en el caso de los campos; de disposiciones a actuar, percibir y evaluar sistematizadas, en el caso de los habitus) que sólo pueden aprehenderse a través del modo de pensamiento relacional y que, además, tienen una génesis social, tienen una historia que es necesario también recuperar para estar en condiciones de explicar y comprender la vida social.

Dado que la vida social existe de doble manera (como “exteriorización de la interioridad” y como “interiorización de la exterioridad” -Bourdieu, 1979 [1965]: 19-), se impone una lectura sociológica que pueda tomar en cuenta esa relación dialéctica y asumir la génesis social de esos procesos.

¿Por qué es fundamental reconstruir la trayectoria de las estructuras objetivas externas tanto como de las estructuras objetivas incorporadas? En definitiva, ¿cuál es el lugar de la historia en la propuesta bourdieusiana?

Con un sentido semejante al que está implícito en el texto que sirve de epígrafe, para plantear las diferentes dimensiones que tiene el peso de la historia en nuestro presente, Bourdieu titula con la última frase de Marx (en francés, en el original alemán) un denso y rico texto de 1980: “Le mort saisit le vif. Les relations entre l’histoire réifiée et l’histoire incorporée” [“Lo muerto se apodera de lo vivo. Las relaciones entre la historia reificada y la historia incorporada”].

En oposición a la visión maquiavélica de la historia -teñida de una ilusión teleológica-, que supone cada acción como resultado calculado y originado por fines explícitamente buscados de grandes personalidades o, peor aún, de instituciones que cobran la forma de sujetos históricos, Bourdieu propone que la historia es consecuencia del encuentro “casi milagroso” entre las estructuras objetivadas que están fuera de los agentes (la historia hecha cosas) y las estructuras incorporadas en los individuos biológicos (la historia hecha cuerpo).

Es falso pensar en las “voluntades” (benéficas o malignas) capaces de realizar “fines planteados” (justos o injustos) del Estado, del Patronato, de la Escuela, de la Familia, tanto como de los Trabajadores, de la Clase Obrera o del Proletariado: pensar en esos términos implicaría “hacer de la historia un enfrentamiento de poderes sociales a la vez mecánicos y antropomórficos” (Bourdieu, 1980: 3).

En este sentido, nos recuerda que la historia y la sociología se han visto encerradas muchas veces en lo que llama “alternativas mortales”, como la oposición entre los hechos puntuales o los acontecimientos y los grandes procesos o la “larga duración”; o, en otro sentido, entre los “grandes hombres” y las fuerzas colectivas; las voluntades singulares y los determinismos estructurales. Para no caer en estas alternativas, que en definitiva descansan en la distinción entre lo individual y lo social (entendido como lo colectivo), nos recuerda que:

basta con observar que toda acción histórica pone en presencia dos estados de la historia (o de lo social): la historia en estado objetivado, es decir, la historia que se ha acumulado a lo largo del tiempo en las cosas, máquinas, edificios, monumentos, libros, teorías, costumbres, derecho, etc., y la historia en estado incorporado, convertida en habitus. (Bourdieu, 1980: 6)2

La historia se actualiza gracias a la mediación del habitus, sin necesidad de reflexión consciente y calculada. Más que como un jugador de ajedrez, un agente portador de habitus actúa como aquel (nos dice Bourdieu, recordando a Panovsky) que para saludar levanta su sombrero, reactivando sin saberlo un signo heredado de la Edad Media, cuando los hombres de armas levantaban su casco dando muestras de sus intenciones pacíficas. El habitus es producto de la incorporación de la historia y es a través de él como tendemos a actuar, a percibir, a valorar, incluso a querer, sin ser conscientes de los mecanismos que están allí presentes. Las formulaciones del habitus como “estructura estructurada predispuesta a funcionar como estructura estructurante” (Bourdieu, 1991 [1980]: 92), y “principio no elegido de todas las ‘elecciones’ ” (Bourdieu, 1991 [1980]: 105), lo resumen de manera muy precisa y recuerdan que “la historia objetivada, instituida, sólo deviene acción histórica, es decir historia actuada y actuante, si ciertos agentes se hacen cargo de ella”, aquellos portadores de un sentido práctico que los predispone a asumirla, a reconocerla, a valorarla, a interesarse por ella y que, a la vez, están “dotados de las aptitudes necesarias para hacerla funcionar” (Bourdieu, 1980: 6).

Esta especie de “orquestación sin director de orquesta” (Bourdieu, 1991 [1980]: 102) entre lo objetivo y lo subjetivo, entre lo singular y lo colectivo, consiste en una “suerte de complicidad ontológica: mientras que es la misma historia que habita el habitus y el hábitat, las disposiciones y la posición, el rey y su corte, el patrono y su empresa, el obispo y su diócesis, la historia comunica de alguna manera con ella misma, se refleja en ella misma, se refleja a sí misma” (Bourdieu, 1980: 6).

Avanzando un poco más, podemos decir que el fundamento de esta complicidad ontológica, la relación originaria con el mundo social, es una relación de posesión, que implica la posesión del poseedor por sus posesiones: “cuando la herencia se apropia del heredero, como dice Marx, el heredero puede apropiarse de la herencia” (Bourdieu, 1980: 7). Es más:

El heredero heredado, que se apropia de la herencia, no tiene necesidad de querer, es decir de deliberar, de elegir y de decidir conscientemente, para hacer lo que es apropiado, lo que conviene a los intereses de la herencia, de su conservación y de su aumento; estrictamente hablando, puede no saber ni lo que hace ni lo que dice, y no hacer o no decir nada que no esté conforme a los intereses de la herencia. (Bourdieu, 1980: 7)

Y recordando a Elias en La sociedad cortesana, hablando de Luis XIV y de la nobleza, nos señala que la vida de la corte, las presiones, las relaciones de fuerza, las expectativas y las acciones que involucraban a inferiores y privilegiados (y sus jerarquías: príncipe, duque, marqués) no tienen como principio ningún motor inmóvil, ningún Rey Sol, sino “la lucha misma que, producida por las estructuras constitutivas del campo, reproduce en él las estructuras, las jerarquías” (Bourdieu, 1980: 7).

Entonces, el principio del movimiento perpetuo está en la lucha del campo: allí los diferentes agentes están atrapados por el juego; tienen una illusio, que es a la vez principio del juego y consecuencia de su desarrollo. Es más, una vez inmersos, los agentes no tendrían otra escapatoria que salirse del juego, lo que los llevaría a la ataraxia, una suerte de muerte social. No pueden liberarse de ello ni los que dominan el juego, aunque estén en condiciones de imponer el valor relativo de las especies de recursos comprometidos más favorables a sus intereses objetivos, y la lucha existe aunque haya uno (El Rey Sol, por ejemplo) que pueda manipular los capitales en juego:

no habría juego sin la creencia en el juego y sin las voluntades, las intenciones, las aspiraciones que animan a los agentes y que, producidas por el juego, dependen de su posición en el juego, y más precisamente, de su poder sobre los títulos objetivados del capital específico -esto, aunque el rey controle y manipule, jugando con el margen de juego que le deja el juego. (Bourdieu, 1980: 7)

Es posible afirmar, en consecuencia, que todos contribuyen al juego, a la existencia del juego y al ejercicio de la dominación, incluso los dominados, conscientes o no de su situación y de las relaciones que los involucran. Y ello es posible a través de “la relación que se establece entre sus disposiciones, ligadas a sus condiciones sociales de producción, y las expectativas y los intereses inscriptos en sus posiciones” (Bourdieu, 1980: 7), en el marco de los diferentes campos de luchas que pueden construirse.

Ahora bien, podemos preguntarnos aquí: ¿Cómo surgen esos diferentes espacios de juego? ¿Cuál es el origen de los campos? En Meditaciones pascalianas (Bourdieu, 1999a [1997]), encontramos una respuesta: el origen de todos los campos es la arbitrariedad, y sus fundamentos, por tanto, deben buscarse en la historia.

En esta cuestión que estoy planteando, el argumento de Bourdieu, apoyado en la lectura de Pascal, se contiene en tres propuestas: a) el fundamento de la ley está en la historia, b) la arbitrariedad es el origen de todos los campos, c) cada campo específico surge, históricamente, de la diferenciación de los poderes y de los circuitos de legitimación.

a) En efecto, citando los Pensamientos, Bourdieu nos recuerda: “La costumbre es la ley por la sencilla razón de que ha sido heredada: ésta es el fundamento místico de su autoridad. Quien trata de averiguar su principio, la aniquila [...]. Quien las obedece [las leyes] porque son justas, obedece a la justicia que él imagina, pero no a la esencia de la ley. Ésta se halla replegada sobre sí misma. Es ley, y nada más” (Pascal, 294, en Bourdieu, 1999a [1997]: 126).

Y Bourdieu subraya que, en consecuencia, en el origen de la ley no hay más que arbitrariedad y artificiosidad. “La amnesia del génesis, producto de la habituación a la costumbre, oculta lo que se enuncia en la tautología brutal: ‘La ley es la ley, y nada más’” (Bourdieu, 1999a [1997]: 126). En ese marco, el fundamento posible de la ley sólo puede buscarse en la historia que, paradójicamente, aniquila cualquier forma posible de fundamento. Quien quiera “fundamentar la ley remontándose hasta sus inicios, como hacen los filósofos, jamás descubrirá otra cosa que esa especie de sinrazón suficiente” (Bourdieu, 1999a [1997]: 126).

b) Dado que cada campo tiene su propia ley, su ley fundamental, su nómos, su “principio de visión y división”, en torno al cual surge y se organiza, debemos concluir que es también la arbitrariedad lo que está en el origen de todos los campos, hasta los que pueden considerarse más “puros”, como los mundos religiosos, artísticos, científicos: “Nada hay que decir de esta ley, salvo, como Pascal, que ‘la ley es la ley, y nada más’” (Bourdieu, 1999a [1997]: 129).

c) Más precisamente, el origen de cada uno de esos universos relativamente autónomos proviene de la diferenciación histórica de los poderes y circuitos de legitimación. Y en ese proceso, nos vamos alejando progresivamente de la indiferenciación política y la solidaridad mecánica entre poderes intercambiables, o incluso de la división de la tarea de dominación reducida a un pequeño número de funciones especializadas:

Al dejar de encarnarse en personas o instituciones especializadas, el poder se diferencia y se dispersa (según parece, eso es lo que pretendía sugerir Michel Foucault, en contra sin duda, de la visión marxista del aparato centralizado y monolítico, con la metáfora algo imprecisa de “capilaridad”): sólo se realiza y se manifiesta a través de un conjunto de campos unidos por una verdadera solidaridad orgánica y, por lo tanto, diferentes e interdependientes a la vez. (Bourdieu, 1999a [1997]: 136-137)

Así, el poder se ejerce de manera invisible y anónima mediante prácticas que son anárquicas en apariencia, pero que de hecho están impuestas estructuralmente, y de manera doble, como lo he señalado más arriba: por las estructuras objetivas externas y por las estructuras objetivas hechas cuerpo. De este modo,

agentes e instituciones se encuentran incluidos en campos a la vez competidores y complementarios, como, por ejemplo, el económico y el escolar, e implicados en circuitos de intercambio legitimadores cada vez más dilatados y complejos y, por lo tanto, cada vez más eficaces simbólicamente, pero que asimismo dejan, en medida creciente, cada vez más espacio, al menos en potencia, a los conflictos de poder y autoridad. (Bourdieu, 1999a [1997]: 137)

Puede comprenderse así, nos sugiere Bourdieu, que el ser social es lo que ha sido, pero también que aquello que fue está inscripto en la historia, en la historia de las cosas y en la historia de los cuerpos, con lo que cada acción “es la puesta en relación de dos historias, y el presente, el encuentro de dos pasados” (Bourdieu, 1980: 12).

Y más adelante agrega: “Estamos atrapados constantemente por un sentido que se constituye, aparte de nosotros, sin nosotros, en la complicidad incontrolada que nos une, cosa histórica, con la historia cosa” (Bourdieu, 1980: 14).

Pero el reconocimiento de esta verdad histórica no implica necesariamente una trampa eterna: hay una dialéctica del conocimiento y de la libertad, hay una posibilidad de objetivar la necesidad y de devenir sujeto. Y es en la misma historia donde es necesario buscar el principio de la independencia relativa de la razón, intentando conocer, develar y controlar esos condicionamientos. En ese proceso, el sociólogo y el historiador, como intelectuales, tienen un papel fundamental en la propuesta bourdieusiana, tal como intentaré demostrarlo en los apartados siguientes.

2) La sociología y la historia

El sociólogo y el historiador es el título que lleva el pequeño libro que compila cinco entrevistas que Roger Chartier le realizó a Pierre Bourdieu en 1988, y que fue publicado primero en francés en 2010 (Agone y Raisons d’Agir) y en 2011 en español, por Abada Editores. Esas entrevistas radiales formaron parte de una serie llamada “Voces al desnudo” y fueron difundidas por la cadena France Culture. En el texto se plantea una serie de cuestiones que quiero recuperar aquí, en la línea de las relaciones entre la sociología y la historia como tipos de conocimiento, y de los desafíos que involucran.

Luego de una excelente introducción de Chartier, la serie de conversaciones comienza con una presentación de lo que es la sociología para Bourdieu y lo que significa ser sociólogo:

La sociología es molesta.3 Al mostrar relaciones, sentidos ocultos, al descubrir las “verdades” sociales, el sociólogo hiere, genera sufrimiento, se vuelve insoportable, más que otros especialistas: “es sin duda la diferencia con respecto a la historia, que sólo habla de muertos, y quizás también con respecto a la etnología y a la antropología, que describen a sujetos que muy rara vez, sólo en circunstancias excepcionales, se encuentran confrontados con los discursos en los que se habla de ellos”. Se recuerda el efecto neutralizador que tiene la distancia temporal del oficio de historiador frente a las “arenas movedizas” por las que transita el sociólogo que debate cuestiones que “están vivas, no están muertas y enterradas” (Bourdieu y Chartier, 2011 [2010]: 23).

Por otra parte, e iluminando otro aspecto de la tarea del sociólogo, Chartier recuerda que así como Foucault se proponía “descascarillar certezas”, la perspectiva bourdieusiana se plantea “destruir los automatismos verbales y mentales”; es decir, “volver problemático lo que antes se daba por sentado en el mundo social” (Bourdieu y Chartier, 2011 [2010]: 27).

Y esto lleva al sociólogo a vivir una suerte de esquizofrenia, que deviene del hecho de que el sujeto que produce el conocimiento está inmerso, involucrado, “atrapado” en el mismo objeto que intenta estudiar:4 “Hay que decir algo o hacer algo y, en el momento en que se dice o se hace, decir que uno no hace lo que hace o no dice lo que dice y, en un tercer discurso, decir de nuevo que uno no hace lo que acaba de decir que hace, y así sucesivamente [...] Es un discurso que arrastra un metadiscurso que repite constantemente: ‘Ojo con lo que usted está leyendo’” (Bourdieu y Chartier, 2011 [2010]: 35). Sin embargo, como retomaremos luego, es precisamente esa división de uno mismo lo que constituye el fundamento de un “utopismo racional”.

La sociología es molesta, incomoda a quienes se ven expuestos en sus análisis, a la vez que al sociólogo, por la vivencia de una división de sí mismo. Sin embargo, la única posibilidad de superar los constreñimientos sociales se presenta en el momento en que intentamos luchar contra nuestras ilusiones, abocados a la tarea de desentrañar los diferentes mecanismos a través de los cuales se ejercen esos constreñimientos: “todo progreso en el conocimiento de la necesidad es un progreso en la libertad posible” (Bourdieu y Chartier, 2011 [2010]: 37).

Más concretamente, Bourdieu sugiere que “nacemos determinados y tenemos una pequeña oportunidad de morir libres; nacemos en lo impensado y tenemos una minúscula posibilidad de convertirnos en sujetos” (Bourdieu y Chartier, 2011 [2010]: 37). Y más adelante agrega: “el hombre no nace sujeto de sus pensamientos, se convierte en sujeto a condición (entre otras cosas, porque creo que hay otros instrumentos: el psicoanálisis, por ejemplo) de que se reapropie del conocimiento de los determinismos” (Bourdieu y Chartier, 2011 [2010]: 39).

Al llegar a este punto, cabe retomar una pregunta que se plantea en el diálogo entre el sociólogo y el historiador: si acercarse al conocimiento de los determinismos sociales es doloroso, si echar luz sobre los mecanismos de dominación en los que nos encontramos implicados causa sufrimiento, “¿es bueno decir qué ocurre realmente en el mundo social?”. O más aún: “¿Resultaría vivible un mundo social que se conociera a sí mismo?” (Bourdieu y Chartier, 2011 [2010]: 42). Desde esta perspectiva, la respuesta es positiva:

Objetivando lo que hay de impensado social, es decir, de historia olvidada, en los pensamientos más ordinarios o los más eruditos, problemáticas necrosadas, consignas, lugares comunes, la polémica científica, armada de todo lo que la ciencia ha producido, en la lucha permanente contra sí misma a través de la cual se supera, da al que la ejerce y la sufre una posibilidad de saber lo que dice y lo que hace, de hacerse verdaderamente el sujeto de sus palabras y de sus actos, de destruir todo lo que hay de necesidad en las cosas sociales y en el pensamiento de lo social. (Bourdieu, 1980: 13-14)

Ello significa que la sociología y la historia, las ciencias históricas en general, no están condenadas a la mera aseveración pascaliana acerca del origen arbitrario de la ley. El reconocimiento de este hecho ya conlleva algo de liberador, pero podemos no contentarnos con eso y avanzar más hacia lo que Bourdieu llama un historicismo racionalista y buscar en la historia “el principio de la independencia relativa de la razón respecto a la historia de la que es fruto; o, con mayor precisión, en la lógica propiamente histórica, pero absolutamente específica, según la cual se han instituido los universos de excepción donde se lleva a cabo la historia singular de la razón” (Bourdieu, 1999a [1997]: 144-145).

Asumiendo la arbitrariedad de la ley y del origen de todos los campos, la sociología y la historia pueden apropiarse de la tarea de comprender y explicar la génesis histórica de la razón y la génesis de los universos específicos que constituyen, incluyendo de manera fundamental la génesis de los campos escolásticos. De este modo, se echaría luz a los procesos de autonomización y de desarrollo de cada campo específico, tanto como a las disposiciones que se han ido generando en esos procesos y que paulatinamente se han incorporado en los individuos biológicos a partir de mecanismos de aprendizaje (Bourdieu, 1999a [1997]).

Así, estas ciencias tendrían como tarea “fundar no en razón, en historia, en razón histórica, la necesidad o la razón de ser propiamente histórica de los microcosmos separados (y privilegiados) donde se elaboran unos enunciados con pretensión universal sobre el mundo” (Bourdieu, 1999a [1997]: 142). Realizar esta tarea implicaría alcanzar un conocimiento que en sí mismo contiene la posibilidad de un dominio reflexivo de esa historia doble, depositada en los cuerpos y en las cosas, y de los efectos (especialmente los no deseados) que ejerce sobre el pensamiento.

En definitiva, desde el pensamiento de Bourdieu,

En la historia, y sólo en ella, hay que buscar el principio de la independencia relativa de la razón respecto a la historia de la que es fruto; o, con mayor precisión, en la lógica propiamente histórica, pero absolutamente específica, según la cual se han instituido los universos de excepción donde se lleva a cabo la historia singular de la razón. (Bourdieu, 1999a [1997]: 144-145)

Y desde esta perspectiva, los intelectuales tenemos un rol clave, que no consiste en imponer con mayor o menor violencia simbólica a los dominados el discurso que deberían tener sobre sus condiciones y sobre las relaciones en las cuales están inmersos, tras el supuesto de que ellos mismos no pueden construirlo y que otros agentes los elaboran para ellos. Más bien, “se trata de ofrecer herramientas que permitan desarmar los mecanismos de dominación que funcionan como divisiones naturales, normales, ancestrales. Es un proyecto que propone al individuo volver a tomar posesión de sí mismo...” (Bourdieu y Chartier, 2011 [2010]: 37).

Ahora bien, el esfuerzo por desnudar los determinismos sociales, por poner en evidencia los mecanismos de dominación generales y los que actúan particularmente en cada uno de los universos sociales específicos, no puede fundarse ni en las antiguas esperanzas mesiánicas ni en la figura del “intelectual total” encarnado por Sartre: aquella figura profética en el estricto sentido (weberiano) del término, que es capaz de responder globalmente a todos los problemas existenciales. Habría que admitir que no se puede responder a todo, que es necesario plantear cuestiones parciales, susceptibles de ser encaradas en el estado actual de los instrumentos de conocimiento.

En definitiva, esta suerte de redefinición minimizante de la empresa intelectual es lo que permite generar el espacio de un utopismo racional, lo que significa asumir el derecho a una parte de utopía dentro de los límites de lo posible: “un buen uso de la sociología como instrumento de transformación del mundo social consistiría en definir los límites de lo que se puede hacer, y traspasarlos tanto como sea posible, eso sí, con una posibilidad minúscula de éxito” (Bourdieu y Chartier 2011 [2010]: 50).

3) Sociólogos e historiadores: las armas, la posición y los condicionamientos sociales de los intelectuales

Ahora ha llegado el momento de preguntarnos: ¿Cuáles son las armas con las que cuentan los intelectuales? ¿Qué posición ocupan objetivamente en el mundo social? ¿Cómo los -nos- condiciona esa posición? En otras palabras, ¿desde qué lugar, con qué límites y a partir de cuáles recursos se puede plantear un rol específico en este marco analítico?

3.1. Los intelectuales como especialistas en la producción simbólica (representaciones y poder simbólico)

Para intentar responder a la primera pregunta recordemos brevemente que, en el contexto de la propuesta bourdieusiana, el poder es constitutivo de la sociedad y, como tal, ontológicamente, existe en las cosas y en los cuerpos, en los campos y en los habitus.5 Por lo tanto, el poder tiene una doble dimensión: existe físicamente, objetivamente, pero también simbólicamente.

Y aquí es necesario recordar con Wacquant (1995 [1992]) que, si de la obra de Marx Bourdieu ha tomado que la realidad social es un conjunto de relaciones de fuerzas entre clases históricamente en luchas unas con otras, de la obra de Weber ha tomado que la realidad social es también un conjunto de relaciones de sentido y que toda dominación social (la de un individuo, de un grupo, de una clase, de una nación, etc.) a menos de recurrir pura y continuamente -lo que sería prácticamente imposible- a la violencia armada, debe ser reconocida -reconocida en cuanto se desconocen los mecanismos que hacen reconocerla-, aceptada como legítima, es decir, tomar un sentido, preferentemente positivo, de manera que los dominados adhieran al principio de su propia dominación y se sientan solidarios de los dominantes en un mismo consenso sobre el orden establecido.

Legitimar una dominación es dar toda la fuerza de la razón a la razón (el interés, el capital) del más fuerte. Esto supone la puesta en práctica de una violencia simbólica, violencia eufemizada y por lo mismo socialmente aceptable, que consiste en imponer significaciones, “en hacer creer y en hacer ver” para movilizar. La violencia simbólica, entonces, se sustenta en el poder simbólico, y por ello circula en las luchas por el poder simbólico (Bourdieu y Wacquant, 1995 [1992]).

El poder simbólico, como poder de constituir lo dado por enunciación, poder de hacer ver y de hacer creer, poder de ratificar o poder de transformar la visión del mundo, y con ello poder de transformar las prácticas sobre el mundo y el mundo mismo, sólo puede ejercerse si es reconocido, es decir, desconocido como arbitrario. Lo que fundamenta el poder de las palabras, el poder de mantener el orden o de subvertirlo, es la creencia en la legitimidad de las palabras y de quienes las pronuncian. El poder simbólico es una forma irreconocible, transfigurada y legitimada de las otras formas de poder (Bourdieu, 1999b [1977]).

El poder simbólico, el poder de las palabras, es un poder típicamente mágico: hacen ver, hacen creer, hacen actuar. Pero ese poder sólo se ejerce sobre aquellos que han estado dispuestos a escucharlas y a entenderlas, a creer en ellas; es decir, se fundamenta en ciertas condiciones sociales que hacen posible la eficacia mágica de las palabras y, más específicamente, en la complicidad que se establece entre campo y habitus.

Y aquí las representaciones sociales constituyen una mediación del poder simbólico. Ya hemos hecho referencia más arriba que además de estructura estructurada, historia hecha cuerpo, el habitus es estructura estructurante, principio a partir del cual el agente construye sus prácticas y sus representaciones del mundo, de las cosas del mundo, de lo que está bien y de lo que está mal, de lo posible y de lo imposible, de lo pensable y de lo no-pensable.

Resultado del habitus como interiorización de las relaciones de poder, las representaciones que éste engendra constituyen la mediación del poder simbólico. En este sentido, la hipótesis bourdieusiana es que “existe una correspondencia entre las estructuras sociales y las estructuras mentales, entre las divisiones objetivas del mundo social -especialmente entre dominantes y dominados en los diferentes campos- y los principios de visión y de división que los agentes les aplican” (Bourdieu, 2014 [1989]: 13).

Siguiendo a Wacquant (1995 [1992]), esta hipótesis es una reformulación y una generalización de una idea seminal propuesta por Émile Durkheim y Marcel Mauss en Algunas formas primitivas de clasificación (Durkheim y Mauss, 1963 [1903]), y luego también en Las formas elementales de la vida religiosa (Durkheim, 1982 [1912]).

El planteo de Émile Durkheim y Marcel Mauss consiste en sostener que los sistemas cognitivos en vigor en las sociedades primitivas derivan de sus sistemas sociales; es decir, las categorías del entendimiento que sostienen las representaciones colectivas se organizan desde la estructura social del grupo. Esto es, aun las categorías fundamentales del pensamiento, las nociones de espacio, tiempo, causalidad, etc., tienen un origen y una función social. Son representaciones colectivas que pre-existen a los individuos, los cuales las aceptan y las consideran equivocadamente universales. Son aceptadas para poder vivir en un mundo social y actuar en él de una manera coordinada.

Este planteo constituye una idea seminal, en la medida en que se sostiene que las categorías de pensamiento no son universales, sino que están histórica y socialmente condicionadas. De este modo, con Durkheim las formas de clasificación dejan de ser formas universales y trascendentales para tornarse formas sociales, lo que equivale a decir arbitrarias y socialmente determinadas.

Esta tesis de lo que puede llamarse el “sociocentrismo” de los sistemas de pensamiento es extendida en cuatro direcciones por Bourdieu (Wacquant, 1995 [1992]).

En primer lugar, Bourdieu sostiene que la correspondencia entre estructuras cognitivas y estructuras sociales que se observan en las comunidades precapitalistas, existe también en las sociedades avanzadas, donde su homologación es producto especialmente del funcionamiento del sistema cultural.

En segundo lugar, las divisiones sociales y los esquemas mentales son estructuralmente homólogos porque están genéticamente ligados: los esquemas mentales son resultado de la incorporación de los primeros. Podría decirse que los sistemas simbólicos, las representaciones, son instrumentos de conocimiento y de comunicación; es decir, pueden ejercer un poder estructurante, porque son estructurados. Tienen un poder de construcción de la realidad que tiende a establecer un orden gnoseológico, un sentido inmediato del mundo.

En tercer lugar, la correspondencia entre las estructuras sociales y las estructuras mentales cumple funciones políticas. De este modo, los sistemas simbólicos no son simplemente instrumentos de conocimiento, son también instrumentos de dominación. En la medida en que son operadores de integración cognitiva, promueven por su lógica misma la integración social de un orden arbitrario a través de un proceso de imposición de la legitimación de la dominación. Esta dimensión de la cuestión se encuentra estrechamente relacionada con la noción de ideología en el pensamiento marxista (Marx y Engels, 1970 [1845-1846]), y con la noción de teodicea en el weberiano (Weber, 1944 [1922]).

Ahora, si de este modo uno supone que los sistemas simbólicos son productos sociales que producen el mundo, que no reflejan las relaciones sociales, sino que ayudan a constituirlas, es necesario admitir que se puede, entre ciertos límites, transformar el mundo transformando su representación.

Por último, los sistemas de enclasamiento, los sistemas de clasificación, las formas simbólicas, las representaciones, constituyen un enjeu, una apuesta de las luchas que oponen a los individuos y a los grupos en las interacciones rutinarias de la vida cotidiana, tanto como en los combates individuales y colectivos que se libran en los diferentes espacios de juego en los que se producen y circulan distintas formas de sentido. Es decir, en los diferentes campos simbólicos, como el campo religioso, el campo político, el campo cultural en sentido más amplio y en los más específicos como el campo artístico, el campo literario o el campo científico (con sus subcampos, constituidos en torno a capitales culturales y simbólicos relativos a los diferentes ámbitos del conocimiento).

Podemos ver entonces que las representaciones simbólicas son, a la vez, armas y apuestas de lucha, y que los intelectuales son, de alguna manera, especialistas en su producción y circulación.

3.2. Una posición ambigua: los dominados de la clase dominante

Para responder a la segunda de las cuestiones que he planteado más arriba, es necesario tener en cuenta dos dimensiones analíticas diferentes: una refiere a los campos más o menos específicos de circulación de los intelectuales; la otra remite a la sociedad en su conjunto y, más concretamente, a un espacio social global, históricamente situado.

Desde la primera formulación plasmada en el texto “Campo intelectual y proyecto creador”, Bourdieu (1967 [1966] ) ha construido el campo intelectual en sentido amplio; pero luego, en virtud de sus investigaciones más particulares, ese campo ha cobrado especificidad bajo la forma de campo científico, campo universitario, campo artístico, campo literario, etcétera.

Y como estamos pensando el lugar objetivo de los intelectuales con motivo de hablar de sociólogos e historiadores, recordemos lo que Bourdieu plantea respecto al campo científico: “El universo ‘puro’ de la ciencia más ‘pura’ es un campo social como cualquier otro, con sus relaciones de fuerza y sus monopolios, sus luchas y sus estrategias, sus intereses y sus beneficios, pero donde todos estos invariantes revisten formas específicas” (Bourdieu, 1999c [1976]: 76).

El campo científico, entonces, es un espacio de juego como cualquier otro, donde los científicos ocupan posiciones (dominadas o dominantes) a partir del capital específico (capital simbólico, de autoridad, de reconocimiento, de consagración respecto a las apuestas presentes en ese campo) que han logrado acumular en las luchas anteriores. Y esta estructura es homóloga a las estructuras particulares de los universos más especificados aún, como puede ser el subcampo de las matemáticas, el de la filosofía o el de las ciencias sociales.

Respecto a este último, Bourdieu plantea: “Creo que las ciencias sociales, lo sepan o no, lo quieran o no, responden a preguntas extremadamente importantes; o al menos las plantean y tienen el deber de plantearlas mejor de lo que se plantean en el mundo social ordinario” (Bourdieu y Chartier, 2011 [2010]: 24).

Ahora bien, nosotros, los cientistas sociales, ocupamos una posición en el campo (o subcampo) de las ciencias sociales, a la que están asociadas propiedades que devienen tales de la posición que nuestro universo específico (como campo) ocupa dentro del campo científico. Y a la hora de desarrollar nuestra tarea todos estos aspectos objetivos inciden.

En efecto, el campo de las ciencias sociales -y sus subcampos- está en una situación muy diferente con relación al universo general del campo de las ciencias, y esa diferencia deriva del hecho de tener por objeto el mundo social y de que todos los que participan en él pretenden producir una representación científica de ese mundo: recordemos que las representaciones constituyen armas y apuestas de lucha. Entonces, quienes jugamos el juego del campo de las ciencias sociales, no sólo entramos en competencia entre nosotros (los investigadores, los profesores), sino que también luchamos con otros profesionales de la producción simbólica (escritores, políticos, periodistas) y, en un sentido más amplio, con todos los agentes sociales quienes, con capitales o poderes muy diferentes, con mayor o menor éxito, trabajan también para imponer su visión sobre el mundo social (Bourdieu, 1999d [1995]).

Por esta razón -entre otras- es que los cientistas sociales no podemos reivindicar para nosotros mismos “el monopolio del discurso legítimo” sobre nuestros objetos de investigación: nuestros competidores externos al campo, pero también algunos internos, siempre pueden apelar con sus estrategias al sentido común, e incluso también a armas que son propias de otros universos, lo que suele ocurrir cuando la autonomía de los campos científicos en general y los de las ciencias sociales en particular se encuentra limitada e incluso amenazada por la fuerza de otros campos, como el campo político.

Y en este sentido, probablemente nuestros enemigos más importantes sean los que Bourdieu denomina “los doxósofos”:

todo mi trabajo [se dirige] contra quienes yo llamo los “doxósofos”; es un nombre que he tomado prestado a Platón, [...] doxa significa opinión, creencia, pero también representación, apariencia, falsa apariencia, etc., y sofos es aquel que conoce. [...] Los doxósofos son a un tiempo los sabios de la apariencia y los sabios aparentes [...]. Para mí, los que se dedican a producir encuestas, por ejemplo, vienen a ser el equivalente actual de los sofistas, es decir, gente a quien se da dinero (los sofistas cobraban, Sócrates, no), honores, lucro, lucro material, lucro simbólico, etc., para que produzca una semblanza falsa del mundo social que todos sus destinatarios reconocen en el fondo como falsa, pero que tiene para ellos una fuerza extraordinaria debido a que permite ocultar ciertas verdades sobre el mundo social. (Bourdieu y Chartier, 2011 [2010]: 41-42)6

Pero además de una posición específica en el propio campo de conocimiento (que puede ser dominada o dominante, según la cantidad y el contenido del capital que posee y que está en juego en ese universo), el intelectual ocupa una posición determinada en el espacio social global:

En contra de la ilusión del “intelectual sin vínculos ni raíces”, que es en cierta forma la ideología profesional de los intelectuales, yo señalo que, como detentores del capital cultural, los intelectuales son una fracción (dominada) de la clase dominante y que muchas de sus tomas de posición en la política, por ejemplo, provienen de la ambigüedad de su posición de dominados entre los dominantes. (Bourdieu, 1990c [1960]: 109)

En la sociología bourdieusiana, entonces, el intelectual forma parte del campo del poder (Bourdieu, 1995 [1992]; 1988b [1979]; 2008 [1985]; 2014 [1989]), es decir, del campo de fuerzas, de tensiones y de luchas que compromete a los dominantes de los diversos universos sociales y que disputan allí el principio de dominación legítimo. Y ocupan en él una posición ambigua: pertenecen al campo del poder porque son quienes han logrado acumular en mayor medida una de las dos especies de capital que estructura el espacio social en las sociedades occidentales: el capital cultural. Ahora bien, esa especie de capital es dominada frente a la otra, el capital económico, cuyos poseedores ocupan las posiciones dominantes-dominantes, es decir, las jerarquías sociales más elevadas del campo de la lucha de clases.

3.3. Los condicionamientos sociales de los intelectuales: objetivar el sujeto objetivante

Hemos comentado que “el sociólogo es insoportable”, que “la sociología molesta”. Que la sociología incomoda a los dominantes y que también incomoda a los científicos, entre otras cuestiones, porque muestra que el mundo científico constituye el terreno de una competencia (es un campo de fuerzas y de luchas, como cualquier otro), donde hay en juego intereses específicos y ganancias específicas (premios Nobel, por ejemplo), lo que pone en tela de juicio un conjunto de creencias en las cuales participamos con frecuencia los intelectuales.7

Y con ello entramos en la problemática de la “objetivación del sujeto objetivante” y el papel de la sociología de la ciencia en la propuesta de Bourdieu.

Considero que objetivar al sujeto objetivante, consiste fundamentalmente en ubicar al intelectual de las ciencias sociales en una posición determinada y analizar las relaciones que mantiene, por un lado, con la realidad que analiza y con los agentes cuyas prácticas investiga y, por otro, las que a la vez lo unen y lo enfrentan con sus pares y las instituciones comprometidas en el juego científico.

Se trataría, pues, de un doble sistema de relaciones.

Sintéticamente, podría decirse que el primer tipo de relaciones alude a lo que Bourdieu llama “el sentido de las prácticas”, y exige reflexionar sobre las posibilidades -e imposibilidades- de aprehender la lógica que ponen en marcha los agentes sociales que producen su práctica, que actúan en un tiempo y en un contexto determinados. Esta lógica es diferente a la “lógica científica”, la lógica que el cientista social implica en su intento de comprender y explicar la problemática que le preocupa, y supone, por supuesto, captar el sentido de las prácticas que el investigador analiza (Bourdieu, 1991 [1980]).

El segundo tipo de relaciones alude, en cambio, a la problemática fundamental que se plantea en sociología del conocimiento: la de los condicionamientos sociales que afectan la producción científica. Desde la mirada de Bourdieu, esos condicionamientos cobran ciertas características, y afectan la tarea del productor de conocimiento, en la medida en que éste forma parte de un espacio de juego: el campo científico en general y/o el universo particular donde desarrolla sus tareas.

Con relación al primer aspecto señalado -separable del segundo sólo analíticamente-, diré en primer lugar que para Bourdieu, tanto el objetivismo como el subjetivismo constituyen “modos de conocimiento teórico” (savant), es decir, modos de conocimiento de sujetos de conocimiento que analizan una problemática social determinada, igualmente opuestos al “modo de conocimiento práctico”, que es aquel que tienen los individuos “analizados” -los agentes sociales que producen su práctica- y que constituye el origen de la experiencia sobre el mundo social (Bourdieu, 1991 [1980]).

Su propuesta consiste en reconocer que hay una especial relación que el investigador mantiene con su objeto (el grupo de agentes que estudia y sus prácticas) y que esa relación tiene que ver concretamente con las prácticas que se pretenden explicar y, específicamente, con las diferencias que existen entre la posición del investigador (como sujeto de conocimiento) y la de los agentes que analiza.

En ese sentido, la relación práctica que el investigador mantiene con su objeto es la del “que está excluido” del juego real de las prácticas que está analizando, de lo que allí se juega, de la illusio, de las apuestas; no tiene allí su lugar, ni tiene por qué hacerse allí un lugar: no comparte las experiencias vividas de ese espacio, ni las urgencias ni los fines inminentes de las acciones prácticas (Bourdieu, 1991 [1980]).

No se trata aquí de una “distancia cultural” (es decir, compartir valores y tradiciones diferentes), sino más bien de una “distancia diferente respecto a la necesidad”, de una separación de dos relaciones diferentes con el mundo, una de ellas teórica y la otra práctica: “El intelectualismo está inscrito en el hecho de introducir en el objeto, la relación intelectual con el objeto, de sustituir la relación práctica con la práctica por la relación que el observador mantiene con su objeto” (Bourdieu, 1991 [1980]: 62).

“Relación teórica con la práctica” y “relación práctica con la práctica” no deben, pues, confundirse si se pretenden explicar y comprender prácticas sociales.

La práctica se desarrolla en el tiempo, y tiene por ello una serie de características: es irreversible. Tiene además una estructura temporal -un ritmo, un tempo- y una orientación. Tiene un sentido: se juega en el tiempo, y se juega estratégicamente con el tiempo. El que está inmerso en el juego se ajusta a lo que puede prever, a lo que anticipa, tiene urgencias y toma decisiones “en un abrir y cerrar de ojos, en el calor de la acción”.

En relación con el tiempo de la práctica, el tiempo de la ciencia es “intemporal”. Para el analista el tiempo se destruye: puede sincronizar, puede totalizar, puede jugar con el tiempo (volver a ver lo filmado, volver a escuchar lo grabado). El analista puede darse y puede dar una visión sinóptica de la totalidad y de la unidad de las relaciones, puede sincronizar incluso lo que no lo está en “estado práctico” (Bourdieu, 1991 [1980]).

El investigador en ciencias sociales tiene, en definitiva, según las palabras de Bourdieu, “el privilegio de la totalización”: neutraliza prácticamente las funciones prácticas (pone entre paréntesis sus usos prácticos) y está dotado de instrumentos de eternización, acumulados a lo largo de su trayectoria como investigador, y a costa de tiempo, esfuerzos, etc. (teorías, métodos, técnicas de registro, de análisis, etcétera). Su construcción científica, entonces, hace sufrir un cambio de naturaleza a los principios de la lógica práctica y “convierte una sucesión práctica en una sucesión representada, una acción orientada en relación con un espacio objetivamente constituido como estructura de exigencias (las cosas ‘por hacer’) en operación reversible, efectuada en un espacio continuo y homogéneo” (Bourdieu, 1991 [1980]: 152).

Ahora bien, recordemos que ese doble sistema de relaciones en el que estamos insertos sólo es separable analíticamente: desarrollamos nuestras investigaciones también en un tiempo determinado (la lógica práctica del investigador con su investigación), con un ritmo, con un tempo, con nuestras propias urgencias. También jugamos en el tiempo y jugamos estratégicamente con el tiempo: tenemos informes, plazos y formatos; porque, como he mencionado más arriba, no estamos fuera del juego.

Jugando el juego de la ciencia, estamos objetivamente condicionados por el estado de ese juego, por la historia del juego, y por lo que hemos incorporado a lo largo de una trayectoria social general y específica del juego. Pero existen herramientas que permiten liberarnos, al menos en parte, de esos condicionamientos, proporcionadas por la “sociología de la sociología”.

He recordado anteriormente que en la perspectiva bourdieusiana, los campos de producción de conocimiento (el científico en general tanto como los universos particulares) son semejantes a los otros campos sociales. Es decir, constituyen espacios de relaciones de fuerza, campos de luchas donde hay intereses en juego (a pesar de que las prácticas de los agentes pudieran parecer y mostrarse desinteresadas), donde los diversos agentes e instituciones ocupan -ocupamos- posiciones diferentes según el capital específico que se posee, y se generan estrategias de defensa del capital -el que se ha logrado acumular en el curso de luchas anteriores-, capital simbólico, de reconocimiento y consagración, de legitimidad y de autoridad para hablar de la ciencia y en nombre de la ciencia.

Ahora bien, todos estos condicionamientos -objetivos y simbólicos- asociados a nuestra inserción objetiva, y con ello los condicionamientos sociales de las producciones ligadas a la ciencia social, no constituyen, a juicio de Bourdieu, un obstáculo epistemológico insuperable.

Sugiere que en la medida en que la sociología del conocimiento proporciona instrumentos adecuados para analizar el condicionamiento social de las producciones científicas, poniendo en evidencia los mecanismos de competencia, las relaciones de fuerza y las estrategias utilizadas por los agentes sociales que las producen, estaría también en posibilidad de señalar condiciones sociales de un control epistemológico, entre ellas, aquellas que contribuyan a un mayor fortalecimiento de la comunidad científica, sus instituciones y sus propias leyes de funcionamiento.

Por supuesto, todo ello está en relación también con el grado de autonomía relativa que logre tener el campo científico en general y el de las ciencias sociales en particular, en contextos históricos determinados. Mientras puedan obtener mayor peso sus propias leyes de funcionamiento y las instancias de consagración y legitimación específicas, mayor será su autonomía frente a la incidencia que pudieran tener otros campos (el político y el económico, por ejemplo) sobre el espacio de juego de la ciencia social, y más fácilmente se podrá jugar el juego de las ciencias sociales con las propias armas de la ciencia y no con otras.

De esta manera, la historia social de las ciencias sociales se constituye en el instrumento privilegiado de la reflexividad crítica, al proporcionar los principios de una Realpolitik científica, destinada a asegurar el progreso de la razón científica.

4. A modo de cierre: el rol de los intelectuales en la propuesta bourdieusiana

Para comenzar a plantear este último aspecto, recuerdo unas palabras de Bourdieu en Meditaciones pascalianas, luego de que aludiera a esa suerte de “esquizofrenia” a la que se ven sometidos los sociólogos, según he referido más arriba:

Tradicionalmente, historizar significa relativizar, y, de hecho, históricamente, la historización ha sido una de las armas más eficaces en todas las luchas de la Aufklarung (la Ilustración en Alemania) contra el oscurantismo, el absolutismo y, de forma más general, cualquier forma de absolutización o naturalización de los principios históricos -y por lo tanto, contingentes y arbitrarios-, de un universo social particular. Ahora bien, paradójicamente, tal vez someter la razón a la prueba de la historización más radical, en particular echando por tierra la ilusión del fundamento al recordar lo arbitrario del origen y mediante la crítica histórica y sociológica de los instrumentos de la propia ciencia histórica y sociológica, sea la manera de liberarla de la arbitrariedad y la relativización histórica [...]. Sobre todo, tratando de modo especial de comprender cómo, y en qué condiciones, pueden instituirse en las cosas y los cuerpos las reglas y las regularidades de unos juegos sociales capaces de obligar a las pulsiones y los intereses egoístas a superarse en el conflicto reglado y por medio de él. (Bourdieu, 1999a [1997]: 125-126)

Para resumirlo en pocas palabras podría decirse que el rol de los sociólogos, de los historiadores, de los cientistas sociales en general, es el de objetivar, el de historizar, el de intentar arrebatarle al dominio de la naturaleza todo aquello que es resultado de procesos históricos.

Y todo ello con un fin: el de echar luz sobre las distintas dimensiones a través de las cuales los poderes objetivos y simbólicos se imponen -se nos imponen-, el de develar los mecanismos de dominación y de hacerlos conocer (Bourdieu, 2000). Incluso, bajo pena de cometer un delito:

a pesar de las apariencias, lo que el mundo social ha hecho puede, armado de ese saber, deshacerlo. Lo que es seguro, en todo caso, es que nada es menos inocente que el laisser-faire [...] toda política que no saque plenamente partido de las posibilidades -por reducidas que ellas fueran- que son ofrecidas a la acción, y que la ciencia puede ayudar a descubrir, puede ser considerada como culpable de no-asistencia a persona en peligro. (Bourdieu, 1993: 944)

Ahora bien, como he planteado más arriba, se trata de una tarea que no puede embarcarse ya en la figura del “intelectual total”, sino que se fundamenta en una suerte de “utopismo racional”, aquel que nos permita intervenir a través de nuestros recursos específicos y con ciertas posibilidades de éxito.

Para ello contamos con nuestras propias armas: somos especialistas de la producción simbólica y estamos en condiciones de luchar por imponer representaciones del mundo y de las relaciones que consideramos más justas. Pero también tenemos nuestros límites y condicionamientos: los ligados a nuestras propias armas de conocimiento, por supuesto, y sobre todo, los asociados al hecho de que como cientistas sociales ocupamos posiciones objetivas en el universo social general y en los universos particulares donde desarrollamos nuestras actividades.

Ello nos obliga, a la vez, a objetivar nuestro objeto y objetivarnos a nosotros mismos, a recordar que nuestras prácticas también son el producto de la misma historia que, simultáneamente, está objetivada fuera de nosotros e incorporada en nuestros cuerpos como una suerte de segunda naturaleza. Desde la propuesta bourdieusiana, la sociología misma -la sociología de la sociología- puede proporcionarnos herramientas que nos ayudan, si no a eliminar por completo nuestros condicionamientos, al menos a controlarlos y hacerlos controlables para nuestros pares: reflexividad epistémica y objetivación del sujeto objetivante aparecen como los únicos caminos de libertad posibles.

En primer lugar, como una cuestión individual y a través de un proceso de autosocioanálisis, esto es, de autoexplicitación de los distintos mecanismos y condicionamientos que me separan (por la función que cumplo) de los agentes cuyas prácticas intento explicar y comprender. En segundo lugar, analizando mi posición como investigador, ligado a otros investigadores que ocupan otras posiciones y que me unen y me enfrentan en el juego científico. En segundo lugar, como una empresa colectiva: y para ello es necesario explicitar los distintos mecanismos del juego, desentrañar -hasta donde ello sea posible- las reglas que regulan el juego, y de este modo crear condiciones sociales adecuadas al desarrollo del conocimiento científico.

En estas páginas me he referido al rol de los intelectuales en la propuesta bourdieusiana, intentando superar el discurso meramente normativo y prescriptivo, mostrando que desde el propio pensamiento de Bourdieu podemos tomar herramientas analíticas para dar cuenta de nuestras posibilidades, de nuestros límites y de las maneras de superarlos como especialistas de las ciencias sociales.

Para finalizar, haré una breve referencia a tres paradojas que resumen mi planteo: la del intelectual, la sociológica del intelectual, la de la sociología.

Bourdieu nos propone que el intelectual es “un ser paradójico”; sólo existe y permanece como tal si existe en un mundo intelectual autónomo, regido por sus propias leyes de funcionamiento e independiente de la incidencia de otros poderes, como el religioso, el político, el económico; pero, a la vez, existe como tal en la medida en que sea capaz de poner en juego su autoridad específica en las luchas políticas (Bourdieu, 1999f [1992]).8

Es posible identificar además una suerte de paradoja sociológica del intelectual: aquellos que, por las armas que poseemos, estamos en mejores condiciones de develar los mecanismos de dominación, de poner en tela de juicio ilusiones y falsas creencias; sin embargo, podemos ser los más propensos a creer, mantener y defender un conjunto de ilusiones: la ilusión de la libertad, la de la autoconciencia, la de ser el dueño de nuestra propia verdad, todas ellas fundadas en la ilusión del intelectual “sin ataduras ni raíces”, como proponía Mannheim (Bourdieu y Chartier, 2011 [2010]).

Y también recuerda la paradoja de la sociología: “paradójicamente, la sociología libera al liberar de la ilusión de la libertad, o, más exactamente, de la creencia mal ubicada en las libertades ilusorias. La libertad no es algo dado, sino una conquista, y colectiva...” (Bourdieu, 1988c [1986]: 27).

Teniendo en cuenta el peso de la dimensión histórica y del conocimiento de la historia en la perspectiva de Bourdieu, ¿no podríamos pensar que esta paradoja también le concierne a la historia?

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1Este texto es una adaptación de “El sociólogo y el historiador: el papel del intelectual en la propuesta bourdieussiana”, conferencia dictada en El Colegio de México el 16 de diciembre de 2014.

2Desde una perspectiva que denomina “de fidelidad crítica”, Corcuff señala como aporte fundamental de la teoría de Bourdieu “la crítica social orientada en sentido post-marxista”, y el concepto de habitus concebido como “operador de individualización, es decir, como ‘singular colectivo’” (Corcuff, 2009: 9). En este sentido, destaca la dupla conceptual campo-habitus como herramientas teóricas valiosas para superar tanto el esquema de la conspiración (asumiendo el desafío de la complejidad) cuanto la noción de “sistema” (asumiendo el desafío de la pluralidad) y proponer una nueva problematización de las clases sociales. Entre sus límites, que retomaré más adelante, destaca la “pendiente dominocéntrica”, en la medida en que sus diversos conceptos se articulan en la idea central de dominación y la tentación de reducir lo singular a lo colectivo en algunas de las formulaciones bourdieusianas de la noción de habitus. (Corcuff, 2009). Son muchas las críticas realizadas a los conceptos de campo y habitus, algunas desde los propios discípulos de Bourdieu, como las contenidas en el libro compilado por Lahire (1999), las que —parafraseando el título de la obra— a mi juicio constituyen más “deudas” que críticas. Además de estos señalamientos que apuntan más bien a las formulaciones teóricas (en Gutiérrez —2003— he retomado los aspectos centrales de la crítica de Lahire a la noción de campo), otras enfocan su utilidad empírica. En relación con ello, es interesante la propuesta de Martín Criado (2008) que, luego de evaluar las potencialidades y los límites del concepto de campo, sugiere su utilización para ámbitos sociales específicos. Con la misma preocupación analítica, proponemos la combinación de las nociones de campo-espacio social de Bourdieu con la de “escena social” de Florence Weber (2001), con motivo de analizar espacios laborales de jóvenes de sectores populares de Córdoba, Argentina (Gutiérrez y Assusa, 2015).

3“Una ciencia que incomoda” se titula una entrevista que Pierre Bourdieu concedió a Pierre Thuillier para La Recherche, en junio de 1980. Ahí Bourdieu plantea y desarrolla esta idea, enfocando en la incomodidad que genera especialmente la sociología de la ciencia, al demostrar que la tarea de los científicos se desarrolla en un terreno de competencias, en un campo como cualquier otro, con sus leyes específicas, sus intereses y sus instancias de consagración (Bourdieu, 1990a [1980]).

4En efecto, el sociólogo toma del mundo social sus problemas, sus conceptos y sus instrumentos de conocimiento (tanto bajo la forma de modelos, métodos y técnicas, cuanto de disposiciones a utilizarlos), y frente a ellos debe adoptar una actitud reflexiva que incluye elaborar la historia social del surgimiento de esos problemas, de esos conceptos, de esos instrumentos (Bourdieu y Wacquant, 1995 [1992]).

5Es precisamente este aspecto el que lleva a Corcuff a plantear un “doble riesgo dominocéntrico” (2009: 19) en la sociología de Bourdieu: en primer lugar, en el sentido que le dan Grignon y Passeron (1989), respecto a la tendencia a percibir las culturas populares por referencia a las culturas dominantes y, en segundo lugar, “por su focalización demasiado exclusiva en la noción de dominación, y por lo tanto poco atenta a las relaciones cotidianas que no se comprenden bien a partir de esa noción (como la cooperación, la cortesía, el sentido de la justicia, el amor, la amistad, el imaginario, las diferentes pasiones, etc.)” (Corcuff, 2009: 20). Estas formas de experiencia, nos dice Corcuff, nos exigen buscar otros dispositivos conceptuales más apropiados, como los propuestos en los nuevos desarrollos de la sociología de los regímenes de acción, iniciada por Luc Boltanski y Laurent Thévenot (Corcuff, 2009; 2013 [2007]).

6En un texto anterior, Bourdieu (1999e [1972]) desarrolla in extenso su argumentación en contra de “los doxósofos”, a quienes identifica más especialmente con profesionales de la ciencia política egresados del Instituto de Estudios Políticos francés, cuya tarea consiste en devolver a la clase dirigente y a sus funcionarios políticos una suerte de ciencia espontánea de la política, adornada de las apariencias de la verdadera ciencia.

7Para desarmar estas creencias falsas y desmitificar la figura del intelectual “libre de ataduras y raíces”, Bourdieu se pregunta: ¿los intelectuales están fuera del juego? (Bourdieu, 1990b [1979]); como la respuesta es negativa, luego plantea cómo es posible desprenderse de esa falsa imagen, en “Cómo liberar a los intelectuales libres” (Bourdieu, 1990c [1960]).

8Se trata de lo que Bourdieu ha llamado también la paradoja de la “torre de marfil” (Bourdieu, 2000): es necesario proteger el universo intelectual de las amenazas de los otros campos, fortaleciendo las leyes de funcionamiento internas, pero no podemos permanecer en la torre de marfil sin comprometernos con nuestros saberes en el mundo social más amplio.

Recibido: Junio de 2015; Revisado: Septiembre de 2015

aCorrespondencia: Centro de Investigaciones “María Saleme de Burnichón”/ Facultad de Filosofía y Humanidades/Universidad Nacional de Córdoba/ Pabellón “Agustín Tosco”/Ciudad Universitaria (5000)/Córdoba/Argentina/ correo electrónico: gutierre@ffyh.unc.edu.ar

Alicia Gutiérrez.

Es doctora en sociologie (EHESS) y en antropología (UBA). Profesora titular de sociología (Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba) e investigadora independiente (CONICET). Sus áreas de interés son la perspectiva analítica de Pierre Bourdieu (traductora al español de diez libros del autor, entre ellos, La nobleza de Estado. Educación de élite y espíritu de cuerpo (Buenos Aires, Siglo XXI, 2014) y estudios sobre pobreza y desigualdad. De sus publicaciones citamos Pobre’ como siempre... Estrategias de reproducción social en la pobreza, Villa María, EDUVIM, 2015, segunda edición; y Las prácticas sociales. Una introducción a Pierre Bourdieu, Villa María, EDUVIM, 2012, quinta edición.

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