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Anales de antropología

versão On-line ISSN 2448-6221versão impressa ISSN 0185-1225

An. antropol. vol.54 no.1 Ciudad de México Jan./Jun. 2020  Epub 15-Jan-2021

https://doi.org/10.22201/iia.24486221e.0.1.67366 

Artículos

La valoración de las culturas indígenas en el mercado turístico: ¿apropiación, despojo o resignificación?

The valuation of indigenous cultures in the tourism market: appropriation, dispossession or resignification?

Cristina Oehmichen-Bazán* 

* Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Antropológicas, Ciudad Universitaria, CDMX, 04510, México. Correo electrónico: cristina.oehmichen@gmail.com.


Resumen

Las culturas de los pueblos indígenas se encuentran inmersas en un proceso de valorización selectiva para su comercialización en el mercado turístico. Bajo los mecanismos del mercado, el turismo ha mostrado su capacidad de digerir la inmensa diversidad cultural e incluso fomentar el reavivamiento de ciertas tradiciones para atraer a los turistas. Con ello, ciertas prácticas culturales son descontextualizadas y transformadas en un producto turístico y con el nuevo valor adquirido, se convierten en objeto de reconocimiento social. No obstante, eso no significa que dichas culturas no sean subestimadas en las prácticas cotidianas de la interacción intercultural. Este artículo tiene el propósito de reflexionar en torno a la “puesta en valor” de la diversidad étnica y cultural de los pueblos indígenas por el turismo y la manera en que dicho proceso contribuye a la revaloración de sus culturas o, por el contrario, a ocultar sus aristas más conflictivas.

Palabras clave: turismo indígena; valorización; diversidad étnica y cultural

Abstract

The cultures of the indigenous peoples are immersed in a process of selective value, for its commercialization in the tourist market. Under the mechanisms of the market, tourism has shown its capacity to digest the immense cultural diversity and even encourage the revival of certain traditions with a view to attracting tourists. Thus, under the mechanisms of the market, certain cultural practices are decontextualized and transformed into a tourist product. With the new value acquired they become objects of social recognition and valuation in the market of symbolic goods. However, this does not mean that these cultures are not underestimated in the daily practices of intercultural interaction. The purpose of this article is to reflect on the “enhancement” of the ethnic and cultural diversity of indigenous peoples, and the way in which this process contributes to the revaluation of their cultures or, on the contrary, to conceal their more conflicting edges.

Keywords: indigenous tourism; valuation; ethnic and cultural diversity

Introducción

Las culturas de los pueblos originarios están atravesando por un proceso de valorización en el mercado turístico. La autenticidad y la originalidad de sus expresiones culturales, materiales e inmateriales, constituyen elementos que son centrales en este proceso. La industria turística post-fordista, desarrollada a partir de la década de 1980, tiene entre sus características la producción y el consumo de mercancías inmateriales o simbólicas cuyo valor radica en su originalidad, en su autenticidad y en una supuesta ancestralidad, valores que se ponen de relieve una vez que la cultura se ha convertido en uno de los atractivos más importantes de la oferta turística (Boissevain 2011). Este es un turismo que se basa en la puesta en valor de mercancías simbólicas y que se distingue del turismo de masas (Castellanos y Pedreño 2008), precisamente por ese carácter simbólico e inmaterial de su oferta.

En este contexto, podemos pensar que el turismo ha sido capaz de absorber y procesar la inmensa diversidad cultural y las tradiciones de los pueblos originarios de todo el mundo, para devolverla de forma re-significada y re-interpretada como atractivo turístico. Con el nuevo valor adquirido en el mercado, las expresiones más visibles de la cultura de estos pueblos son objeto de reconocimiento social. Instituciones internacionales como la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) y la Organización Internacional del Turismo (OIT), así como los Estados nacionales y el amplio universo de inversionistas, empresas de operadores turísticos, revistas de viajes, compañías de aviación, cadenas hoteleras y las industrias del espectáculo y del entretenimiento valoran la diversidad cultural y la convierten en un elemento atractivo para promover el viaje. Con ello, la actividad turística contribuye a crear la idea de que los pueblos originarios están, por fin, siendo reconocidos por sus contribuciones civilizatorias y sus aportaciones a la diversidad en un mundo multicultural. Pero ¿qué tanto este nuevo uso de la diversidad cultural incide en las políticas de reconocimiento de los pueblos originarios?, ¿este reconocimiento contribuye a transitar hacia una convivencia respetuosa de la diversidad y de los derechos de los pueblos indígenas o, por el contrario, se trata de un simulacro o de una ilusión que no se corresponde con otros aspectos de la vida social? Y ¿cómo contribuye el turismo a esta revaloración de la multiculturalidad?

Hasta hoy existe poca investigación etnográfica que nos permita obtener conclusiones al respecto. Durante décadas, la investigación etnográfica sobre la actividad turística fue un tema tabú entre los antropólogos, que no lo veían como un asunto de interés (Oehmichen 2013). En otros países de América Latina este fenómeno no fue muy diferente. La antropología latinoamericana se había enfocado a una gran cantidad de temas pero ha dejado al turismo en un segundo plano, muy lejos de los problemas centrales que se discutían en la disciplina. Al parecer, había cierta retiscencia a estudiar los procesos de turistificación y sus efectos sobre la vida y las culturas de los pueblos originarios, a pesar de la importancia creciente que había adquirido en la economía de numerosos países, así como en las inversiones y en la orientación de las políticas públicas.

En este artículo me propongo, por tanto, contribuir al debate y reflexionar en torno a la revaloración de las culturas de los pueblos indígenas por el turismo. Para tal efecto, problematizo en torno a la relación entre diversidad cultural, patrimonio y turismo acudiendo al trabajo etnográfico efectuado entre 2016 y 2018 en los estados mexicanos de Quintana Roo y Oaxaca, en el marco del proyecto “Pueblos indígenas, turismo y patrimonio cultural: un estudio de etnografía comparada” apoyado por el Programa de Apoyo a Proyectos de Investigación e Innovación Tecnológica (PAPIIT 301117) de la Universidad Nacional Autónoma de México.

La expansión turística hacia territorios indígenas

A partir de la Segunda Guerra Mundial, el turismo se fue convirtiendo en una actividad de gran importancia económica y social para numerosos países. Las conquistas de la clase obrera industrial de la posguerra logró que miles de trabajadores pudieran acceder a vacaciones pagadas. Aunado a ello, el desarrollo de las comunicaciones y de los medios de transporte permitieron que esta industria se consolidara y, a partir de la década de 1980, se expandiera hacia los rincones más apartados del planeta. La Organización Mundial de Turismo (OMT) calcula que en 2017 hubo mil 322 millones de turistas internacionales viajando por el mundo. A ellos habría que sumar a quienes viajaron al interior de cada país.

El turismo ha tenido diferentes impactos económicos, políticos y sociales en una gran cantidad de países, ha afectado la balanza comercial, la generación de empleos y de divisas, e incidido en su Producto Interno Bruto y balanza de pagos. En este proceso se han visto involucrados los pueblos indígenas, sea porque sus territorios son codiciados por el capital turístico e inmobiliario, o porque la misma expansión turística ha puesto en valor algunas expresiones de sus culturas.

Las políticas de inversión turística e inmobiliaria fomentadas por instituciones internacionales, como el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo, consideran al turismo como una palanca para el desarrollo. En las últimas tres décadas, la expansión turística apoyada por las políticas neoliberales promovidas por los Estados nacionales ha logrado llegar a las playas y franjas costeras antes ocupadas por pescadores, a las regiones boscosas, a los lagos y áreas naturales protegidas, muchas de ellas definidas hasta hace algunos años como “regiones de refugio indígena” (Aguirre 1967).

El turismo es un generador de empleos en zonas poco desarrolladas. Sin embargo, presiona hacia la integración de las pequeñas comunidades a los procesos de acumulación global y, simultáneamente, provoca la fragmentación territorial, el cambio de las actividades productivas y una nueva división social y sexual del trabajo (Pedreño 2009). Su expansión produce territorialidades vinculadas por el capital global y establece nuevos puentes de conexión entre las metrópolis y las regiones prístinas alejadas de los grandes centros urbanos. Produce, pues, enclaves turísticos interconectados globalmente, pero desvinculados del entorno regional o nacional en el que están localizados. En este proceso, las economías locales se desvinculan del territorio regional en el que están insertas y, simultáneamente, se reconectan en el espacio de los flujos globales de turistas y capitales (Pedreño 2009).

Ante esta dinámica, los pueblos indígenas tienden a proteger sus tierras y aprovechar sus recursos culturales y/o territoriales promoviendo sus propios proyectos turísticos, o bien, buscando empleo en las empresas de las cadenas hoteleras, de operadores turísticos y de servicios. El tipo de proyecto turístico comunitario que promueven varía mucho según el país o la región, la cercanía a los centros de población, la infraestructura turística, el apoyo gubernamental y de organizaciones no gubernamentales, disposición de capital y otros recursos. Por ejemplo, en Estados Unidos, “las tribus alguna vez pobres, como los pequots, los kumeyaays y los umatillas han construido complejos de casinos completos con campos de golf, hoteles de lujo, museos tribales y estacionamientos gigantes para los visitantes que vienen en bus desde las grandes ciudades” (Cadena y Starn 2009: 194). Esto lo han podido lograr porque cuentan con control sobre sus territorios y los recursos de sus reservas, lo que lleva a preguntarnos si el éxito de sus proyectos viene determinado por el reconocimiento de sus derechos colectivos al territorio y al autogobierno.

Existe una gran diversidad de experiencias sobre la relación entre pueblos indígenas y desarrollo turístico. Algunas organizaciones han sufrido la pérdida de sus territorios que han pasado a manos de grandes inversionistas (como en los casos de Quintana Roo o Acapulco), en tanto que otras llevan a cabo sus proyectos a través de una estrategia de diversificación de la producción, como ocurre en la Sierra norte de Puebla con la Tosepan Titataniske (Beaucage, conversación personal, agosto de 2017). Otros más, como los mapuche en la región de la Araucanía, en Chile, desarrollan proyectos turísticos de forma autónoma que combinan con otras actividades productivas y les permite la reafirmación étnica (Maza 2018; Oehmichen y Maza 2019). En el caso de Panamá, los kuna controlan el desarrollo turístico de su territorio, “resistiendo hasta el momento a los modelos de turismo masivo agresivos con la cultural, el medio ambiente y la estructura social de las comunidades” (Pereiro et al. 2010: 149)

No obstante la diversidad, hay un denominador común en las diferentes experiencias turísticas de los pueblos indígenas: sus proyectos son intensivos en capital social con una baja inversión en capital económico. Dichos proyectos comparten varias de las características que Patricia Arias y colaboradores (2017) han encontrado en las empresas exitosas que funcionan como franquicias sociales. Son pequeñas empresas que funcionan a partir de relaciones personales de confianza basadas en el parentesco, el paisanaje y las redes comunitarias; participan en el negocio los miembros que forman parte de la familia y/o la comunidad, donde es frecuente que el trabajo y la dedicación al negocio se convierta en “una forma de autoexplotación que da resultados” (Arias et al. 2017: 7).

A diferencia de las tiendas de abarrotes, paleterías y otros negocios exitosos a los que se refieren estos autores, en el caso del turismo indígena se trata de pequeños proyectos de baja inversión económica, donde el atractivo principal son sus recursos naturales, así como la producción cultural materializada en la música, la gastronomía, las danzas, los rituales y las artesanías entre otras expresiones. En este contexto es que la etnicidad juega un papel fundamental, al permitir a los pueblos originarios ofrecer al turista una visión de la cultura propia.

A este tipo de turismo se conoce como “turismo alternativo”, “turismo de naturaleza”, “turismo indígena” o “turismo étnico o ecológico”. Su avance ha llevado a la negociación (cuando existe) de los campesinos e indígenas con las instituciones del Estado, para ser ellos los administradores de sus propios recursos y proyectos.

Diversas comunidades indígenas son un referente en el ámbito de las representaciones colectivas en donde lo “indígena” y lo “autóctono” juegan un papel destacado en la construcción de los imaginarios del turismo, los cuales se apoyan en las imágenes como “instrumento ideológico de producción del exotismo y de la alteridad” (Pereiro y De León 2007: 61).

La producción de las imágenes del turismo ponen el acento en la “indigeneidad”, entendida como el conjunto de prácticas culturales e instituciones que “se hacen indígenas en articulación con lo que no se considera indígena” (Cadena y Starn 2009: 196). En la producción de los imaginarios del turismo, lo que se muestra y se oculta, lo que se oferta a los turistas y lo que no, está vinculado con los espacios turísticos como lugares de esparcimiento, disfrute y ocio creativo. La indigeneidad mostrada ante el turismo está atravesada por relaciones de poder y jerarquía. Los elementos culturales que se muestran y se mercantilizan no emanan de una esencia cultural inmutable, sino del diálogo que surge de la relación entre turistas y anfitriones, mediado por la industria turística, y también de los imaginarios compartidos socialmente sobre los pueblos originarios.

Mostrar los símbolos de identidad étnica con el fin de atraer a los turistas forma parte de una “economía de la identidad”. Quienes participan de ella tratan de aprovechar lo que los hace diferentes, para lo cual resignifican sus prácticas para hacerlas “universalmente reconocibles” (Comaroff y Comaroff 2011: 45). ¿Qué más universalidad reconocida que la de los mayas recreados en el cine, en la literatura arqueológica y antropológica, en los libros new age, o esa identidad en el pasado reconocida por la UNESCO como patrimonio de la humanidad?

La etnicidad resignificada por el turismo muestra que la diferencia cultural puede hacerse “…transable por medio de los abstractos instrumentos del mercado: el dinero, la mercancía, la conmensurabilidad, el cálculo de la oferta y la demanda, el precio, la marca comercial” (ibidem: 45). La economía de la identidad se sustenta en algunos aspectos de la cultura y modo de vida de los pueblos originarios, tales como sus artes culinarias, artesanías, productos alimenticios, así como en sus festividades, danzas y otros elementos que son utilizados para contar con ingresos para las comunidades, muchas veces afectadas y empobrecidas por las políticas neoliberales.

En algunos casos, la resignificación por la vía del turismo ha servido para afianzar y fortalecer la pertenencia étnica, aun en contextos ajenos, como serían los entornos urbanos de Cancún y la Riviera Maya, donde los nahuas ofrecen sus productos artesanales en hoteles de lujo, acentuando para ello su distintividad étnica. Algo similar sucede con las mazahuas que usan su indumentaria étnica para evitar ser molestadas por la policía cuando venden sus productos a los turistas en el Centro Histórico de la Ciudad de México (Oehmichen 2005).

Además, el turismo étnico e indígena se articulan con un segmento del mercado turístico internacional preocupado por la conservación y preservación del medio ambiente. “Para este segmento existe una creencia compartida, según la cual, los pueblos indígenas están más próximos a la naturaleza” (Pereiro 2015: 23), imaginario que colinda con las ideas colonialistas del “buen salvaje”, que también es aprovechado por las organizaciones indígenas para promover sus conocimientos del entorno y medio ambiente, y defender sus riquezas territoriales. En otros casos el avance del turismo ha propiciado el despojo de tierras y el desplazamiento de las comunidades indígenas a causa del desarrollo de grandes proyectos turísticos que dicen ser sustentables (López y Marín 2010).

Patrimonio cultural indígena y procesos de patrimonialización

A partir de la década de 1970, ha sido cada vez más frecuente hablar de patrimonio cultural. Esto se debe a una de las preocupaciones de organismos internacionales por asegurar la protección de aquellas obras consideradas “únicas” e irrepetibles. El patrimonio cultural ha sido objeto de atención y protección por parte de la UNESCO. La noción de “Patrimonio Cultural de la Humanidad”, aprobada en 1972 por la UNESCO, tuvo el objetivo de promover la identificación, protección y preservación de aquellos objetos considerados como “patrimonio cultural y natural” que fueran considerados especialmente valioso para la humanidad en su conjunto. En 2003, dicho organismo internacional, orientado a proteger sitios históricos y arqueológicos, reconoció la importancia de proteger también a las culturas vivas. Con ello, por primera vez se dio el estatuto de patrimonio a las danzas, ceremonias, artes culinarias, atuendos y otras expresiones vivas e “intangibles” del patrimonio.

Si partimos de un concepto descriptivo de cultura, diremos que la cultura es todo lo que es heredado y construido por el hombre. En esta definición se puede decir que la cultura está integrada por la lengua, la visión del mundo, la tecnología, las formas de pensar y concebir el mundo. En términos simbólicos, la cultura no es otra cosa que la organización de la sociedad expresada en forma de signos y de símbolos (Giménez 2005). Una danza, un sistema ritual, un conjunto ceremonial, las edificaciones tanto presentes como del pasado, son expresiones de la cultura. Sin embargo, no todas las expresiones culturales son consideradas como “patrimonio cultural”, sino solamente aquellas que han pasado por un proceso social de validación y valoración, en el cual participan diferentes actores, con diferentes visiones e intereses. Todo lo que hoy conocemos como “patrimonio” material o inmaterial ha debido pasar por un proceso público, consensual y en el que intervienen diversos actores con diferentes niveles de poder y autoridad. A dicho proceso se le llama “proceso de patrimonialización”.

Por proceso de patrimonialización se entiende la conversión de un elemento de la cultura, en un objeto de patrimonio cultural. Este puede ser un monumento histórico, un sitio arqueológico, una obra de arte, que según el lenguaje de la UNESCO formaría parte del “patrimonio tangible”. También puede ser una práctica social de sociedades vivas, como una danza, un canto, una puesta en escena, una “cocina” tradicional, que según dicha institución internacional formaría parte del patrimonio cultural “intangible”.

No sólo se patrimonializa la cultura, sino también aquellos elementos del entorno y del medio ambiente natural que parecen únicos e irrepetibles. Para algunos autores, como Lanfant (1995), la patrimonialización se refiere a la transformación de expresiones culturales, pero también de territorios y lugares que al ser seleccionados como “unicos e irrepetibles”, se convierten en patrimonio “de la humanidad”. Este proceso no está exento de tensiones y conflictos (López y Marín 2010; Flores 2017; Devallon 2014).

El reconocimiento de un elemento como patrimonio cultural involucra la participación de instituciones internacionales y nacionales, inversionistas privados, asociaciones civiles y un amplio número de mediadores entre los que se incluyen los conocedores del ámbito académico (como los arqueólogos e historiadores) y los “expertos” independientes cuya labor es de gran importancia para la toma de decisiones. También intervienen consultores independientes, profesionistas que laboran en instituciones públicas y privadas, organismos no gubernamentales y, desde luego, las agrupaciones locales y comunitarias. Por tanto, el proceso de patrimonialización puede ser visto como un campo, en el sentido de Bourdieu (1988, 2007; Bourdieu y Wacquant 1995), esto es: como un espacio de lucha en que confluyen actores sociales con diferentes formas y tipos de capital, que entran en juego con los recursos de los que disponen para obtener ciertos bienes valorados que solo este campo específico puede proveer. En este caso, el reconocimiento de lo auténtico, lo irrepetible, lo único, como bien simbólico altamente valorado.

Los criterios que se utilizan para seleccionar un elemento patrimonializable son, entre otros, su carácter único, extraordinario e irrepetible. En el caso de las expresiones culturales vivas, la “autenticidad” (la que también es una noción problemática, pues ¿quién define lo auténtico?) tiene una gran relevancia, pues su valor radica en que es un hecho irrepetible, único y, por tanto, merece ser preservado.

Adquirir y conservar la certificacion de autenticidad se convierte en un campo de disputa entre diferentes actores. Para ilustrarlo, la fiesta de la Guelaguetza y sus danzas están sometidos a un atento escrutinio por parte de un comité de autenticidad creado por las autoridades municipales de Oaxaca, México (Lira 2014). Dicho comité está integrado por “expertos” y conocedores vinculados a las distintas regiones indígenas que participan de esta fiesta y a los poderes locales y estatales. A pesar de que se trata de una fiesta indígena, se ha cuestionado el carácter no indígena de quienes integran dicho comité, así como su conservadurismo e insistencia en mostrar a los indígenas de manera estereotipada. A través de la Guelaguetza se representa a las ocho regiones del estado de Oaxaca, donde las mujeres indígenas suelen aparecer sumisas, recatadas y serviciales. Las poblaciones afrodescendientes han sido excluidas de esta celebración, al considerarse que no son originarias de Oaxaca (Montes 2005). A partir de 2006, durante la lucha de la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO), se organiza la “Guelaguetza popular” (Stephen 2016) que se festeja al igual que la anterior, los dos primeros lunes de julio de cada año. Esta última es organizada por los profesores en lucha y por organizaciones sociales independientes.

Existen muchos otros ejemplos que ilustran esa lucha por la autenticidad entre grupos que se reclaman herederos o conocedores de los saberes y tradiciones indígenas. Participan en ella incluso grupos de reciente creación que se reclaman herederos auténticos de las tradiciones. Entre ellos están “los mayas galácticos”, como así se autodefinen algunos grupos de inmigrantes extranjeros y mexicanos que en Tulum, Quintana Roo, practican religiones new age y compiten con la población nativa por el capital simbólico de la mayanidad (Elbez 2017). Los new agers se definen a sí mismos como los representantes de la verdadera espiritualidad de los mayas prehispánicos, en oposición a los mayas vivos de la región. El conocimiento de la cultura maya es la fuente de identidad de estos grupos, que dicen conocer mejor la cultura maya que los nativos y hablantes de esa lengua (Elbez ibid.).

La lucha por el capital simbólico

México tiene con una amplia riqueza arqueológica, lingüística y cultural. Para 2017, contaba con 34 lugares designados por la UNESCO como patrimonio de la humanidad. De ellos, 27 eran reconocidos como “bien cultural”, seis como “bien natural” y uno como “bien mixto”. Esto lo convirtió en el séptimo país en el mundo con mayor cantidad de sitios inscritos en la Lista de Bienes Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO, sólo por detrás de Italia, China, España, Francia, Alemania, e India; también figura como el primer país en el continente americano con mayor cantidad de sitios inscritos. Además de estos elementos de “patrimonio material tangible”, el país contaba con ocho tradiciones y fiestas, considerados como “bienes inmateriales o intangibles”.

Entre las prácticas vivas de los pueblos indígenas que han sido declaradas por la UNESCO como patrimonio de la humanidad, se encuentran: la cultural inmaterial prácticas musicales, gastronómicas, festivas y ceremoniales de Michoacán (2010); la pirekua, canto tradicional de los p’urepecha (2010); la danza de Los Parachicos, en la fiesta tradicional de Chiapa de Corzo (2010); La ceremonia ritual de los Voladores de Papantla, Veracruz (2009); los lugares de memoria y tradiciones vivas de los otomí-chichimecas de Tolimán, las fiestas indígenas dedicadas a los muertos (2008) y la gastronomía en el caso de Michoacán.

Junto con los sitios y prácticas culturales reconocidos por la UNESCO, el gobierno federal lleva a cabo una política tendiente a favorecer el desarrollo turístico del país, más allá de los sitios de turismo de “sol y playa”. Para ello, desde 2001 puso en marcha el Programa de Pueblos Mágicos (PPM), por medio del cual se patrimonializa un conjunto de lugares que se consideran valiosos por su arquitectura, sus expresiones culturales vivas, sus monumentos, zonas arqueológicas y recursos naturales. Para 2014, se contaba con 83 localidades reconocidas como “pueblos mágicos” y en 2018 estos ya sumaban 121 (SECTUR 2017, 2018).

A través de la hoy desaparecida Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), se impulsó el Programa de turismo alternativo en zonas indígenas (PTAZI) que para 2013 había apoyado a más de 286 proyectos de 203 organizaciones indígenas. Muchos de esos proyectos fracasaron porque no se les dio el apoyo suficiente. El balance de estas actividades es una tarea urgente, al ser ésta tal vez la única actividad productiva que se apoyó desde las instancias indigenistas del gobierno federal.

Lo anterior pone en relieve el patrimonio cultural y con ello las prácticas culturales de los pueblos indígenas como un recurso susceptible de ser reconocido globalmente y explotado con fines turísticos. El PPM y el PTAZI formaron parte de un proceso de terciarización de la economía en zonas rurales, en donde el paisaje, la producción de artesanías, la cercanía con la naturaleza, los monumentos históricos, zonas arqueológicas y otros elementos de la cultura material, adquieren una nueva funcionalidad y se convierten en factores de desarrollo.

A través del PPM, el gobierno federal promovió el turismo en zonas rurales, en localidades de hasta 20 mil habitantes que poseen atractivos susceptibles de ser explotados por la actividad turística. Para ello, las localidades recibieron apoyo financiero que generalmente se quedó en las cabeceras municipales y terminó favoreciendo a los grupos que en el municipio cuentan con mayores recursos. Para formar parte del PPM, las localidades debían, además, estar ubicadas a no más de 200 kilómetros o el equivalente a dos horas de distancia por la vía terrestre, de un destino turístico consolidado o situarse en una población considerada como mercado emisor (SECTUR 2018). La consideración de la distancia es importante, pues las localidades (sobre todo las indígenas) no siempre cuentan con infraestructura hotelera para albergar a los turistas.

La nominación de una localidad como “pueblo mágico” fue el resultado de un proceso de patrimonialización, que consistió en proponer una candidatura, amparada con el respaldo de los gobiernos estatales y municipales, quienes realizaban una petición formal ante la Secretaría de Turismo. Debían demostrar que contaban con el apoyo de organizaciones de la sociedad civil, mediante el cual se buscaba dar legitimidad al proceso. Para mantener su nombramiento como “pueblo mágico” y asegurar el presupuesto que le otorgaba el gobierno federal, el grupo promotor debería presentar planes de desarrollo urbano, turístico y comercial. Entre otras cosas, debería proponer un programa para fomentar el “patrimonio inmaterial”, dando mayor realce a sus fiestas, producción de artesanías y ceremonias vistosas. El poblado, además, debía procurar mantener y revitalizar la cocina tradicional de la región. Otro requisito era contar con un comité promotor que se hacía cargo de realizar todas las gestiones y garantizar el buen funcionamiento del “pueblo mágico”. En regiones indígenas, se conminaba a la población a utilizar su atuendo tradicional y hablar su lengua.

Año con año, cada “pueblo mágico” recibía del gobierno federal a través de la Secretaría de Turismo un recurso financiero para embellecer los lugares, casi siempre la plaza principal. Con este presupuesto se mejoraba la imagen física del lugar a través de la pintura de casas y edificios con colores brillantes y uso de materiales tradicionales, ocultamiento de líneas eléctricas, remozamiento de banquetas y avenidas. También se utilizaba para la integración de mobiliario urbano; señalización, que en algunos casos es bilingüe español-inglés. Se plantaban árboles y flores, se iluminaban calles y fachadas. El embellecimiento de los edificios, los kioskos en el centro del poblado, de los alojamientos, la ampliación de carreteras, estaban contemplados en el programa. Desde luego, el embellecimiento significaba también retirar a los vendedores ambulantes y a todo aquél que no contara con los permisos expedidos por la presidencia municipal para la venta, otorgados muchas veces de manera clientelar.

Algunos estados han promovido otros programas turísticos similares a los pueblos mágicos. Está, por ejemplo, el programa de “Pueblos con Encanto” y el de “Paraísos Indígenas” impulsado en 2015 como un programa que agrupa a sitios turísticos con alto valor natural, cultural e histórico bajo el resguardo de comunidades indígenas. Según el gobierno federal, el espíritu que inspiró su puesta en marcha, como un esfuerzo a nivel nacional bajo el liderazgo y atención de la CDI, es que “las comunidades indígenas, honrando sus usos y costumbres, compartan con visitantes y turistas, sus bondades, paisajes, tradiciones, cultura y algunas de sus maravillosas experiencias” (SECTUR-CDI 2015). Se tienen 105 “paraísos indígenas”. Estos sitios están certificados por la Secretaria de Turismo. Ofrecen visitas a bosques, parques acuáticos, turismo de aventura, senderismo, avistamiento de flora y fauna, actividades deportivas, ciclismo, festividades y tradiciones, y medicina “ancestral” (SECTUR-CDI 2015).

Además de lo anterior, han habido esfuerzos independientes llevados a cabo por organizaciones indígenas. Entre ellos está el caso de la Red Indígena de Turismo de México (RITA) que es una asociación civil de empresas indígenas cuyo propósito es promover y fortalecer la sustentabilidad de los servicios turísticos indígenas, como instrumentos efectivos para la conservación del patrimonio cultural y ambiental. Está integrado por una treintena de organizaciones que se plantean también la defensa de los derechos indígenas (RITA 2018).

Todo ello pone de relieve la importancia que ha adquirido el turismo en diversas regiones rurales y comunidades indígenas. Los territorios del turismo generan cambios económicos y culturales. Por ejemplo, los comerciantes de textiles, alimentos y artesanías de todo tipo esperan la llegada de la Guelaguetza, o de la Muerteada en Oaxaca para vender sus productos.

La conversión de las expresiones culturales en espectáculo confluye con lo que los antropólogos del turismo denominan “disneyzación” de la otredad (Cohen 2005; Khafash, Córdoba y Fraga 2015; Meethan 1996; Santana 2003), la cual opera a partir de la selección y posterior descontextualización de las prácticas de la cultura popular y su reinserción en contextos teatralizados.

Este es el caso del parque temático de Xcaret, ubicado en la Riviera Maya. Cuenta con paquetes todo incluido para que los visitantes puedan apreciar las tradiciones mayas, que aquí son representadas como producto de una cultura milenaria. El parque cuenta con más de 50 atracciones, entre las que destacan un aviario y un mariposario, además de diversos animales de la región como quetzales, flamencos, tortugas y jaguares. La cultura maya es recreada en ese contexto, para lo cual se construye una “aldea maya”, con el fin de que los turistas conozcan un poco sobre cómo viven los mayas sin salir del parque temático. Para ello se recrea una cocina con la figura de utilería de una mujer, que aparece hincada preparando los alimentos. Tiene además la representación de un cementerio “mexicano” en forma de caracol, pero no corresponde a ninguno del país: es un invento. La exaltación de la identidad de los pueblos mayas está presente en la toponimia del lugar, así como en sus atractivos turísticos. La empresa “Grupo Xcaret” es la más importante del país en cuanto a parques temáticos se refiere. Se promueve en las revistas que se dejan en todos los cuartos de los hoteles de Cancún y la Riviera Maya, en los autobuses, en los centros comerciales. No hay rincón en la región que no cuente con sus anuncios. Más aun: en el tramo de la carretera que va de Cancún a Tulúm, el nombre de Xcaret aparece sus anuncios comerciales en placas de fondo verde con letras blancas, confundiéndose con las señales de tránsito. En sus folletos promocionales hay una apropiación discursiva de “lo maya”, donde aluden a la ancestralidad: “Descubre paisajes ancestrales”. Otra imagen señala “Exotic Fauna & Culture”, y añade: “Nunca imaginé un pequeño pueblo donde la herencia maya sigue viva; un increíble acuario de arrecife de coral y un importante sitio arqueológico”. El sitio arqueológico que está al interior del parque temático no especifica que se trata de un vestigio propiedad de la Nación, que está a cargo del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH). El sitio se utiliza como escenario para la realización de las “bodas mayas” que se promueven por esta misma empresa. Este tipo de uso despoja el patrimonio arqueológico de su contenido histórico y cultural. Como lo señala el arqueólogo Carlos Navarrete en una entrevista realizada por Judith Amador Tello (2018) para el semanario Proceso, muchas veces los arqueólogos trabajan en un sitio, lo exploran, lo restauran y al final:

…queda en manos del turismo, cuando en realidad la arqueología nada tiene que ver con el turismo, pues la arqueología “es una ciencia histórico-social que reconstruye, rescata el pasado de los pueblos. Y el turismo es otra cosa, el turismo vende, es una cuestión de carácter económico (Amador, 2018).

Al final del día se ofrece a los turistas “La puesta en escena más grande de México”, donde participan más de 300 artistas en escena. Al respecto, el folleto promocional dice: “En la noche fui testigo de un espectacular escenario con un auténtico juego de pelota maya: una representación de la Conquista Española y una espléndida interpretación de diversas danzas folclóricas. Viví de cerca la Revolución Mexicana y canté a la par del mariachi, que a través de su música me llevó a sentir el orgullo de este glorioso país”. Entre las danzas prehispánicas que se presentan en el teatro se encuentra la de los voladores de Papantla, la “Danza del Búho” y otras. De esta manera, la historia de México desde la época prehispánica hasta la actualidad es representada y folclorizada. El choque entre europeos e indígenas, en la nueva versión del espectáculo, se resuelve a través de la reconciliación una vez que la Virgen de Guadalupe hace su aparición. Es decir, la religión católica logra conciliar a los indígenas y a los invasores europeos en un acto de amor que da origen al mestizaje y a la grandeza de México. Algo más o menos romantizado y folclorizado que poco tiene que ver con las condiciones de explotación y marginación vivida por los pueblos originarios.

En el acceso al teatro, actores vestidos cual si fueran sacerdotes antiguos, con un efecto cinematográfico por el maquillaje y las antorchas encendidas, dan la bienvenida al público. Los turistas posan a su lado y llevan el souvenir que pronto subirán a las redes sociales. Los trajes se asemejan a los que se utilizan en las danzas aztecas en esta otredad inventada para el consumo turístico. El caso más extremo es la recreación de la “Antigua Travesía Sagrada Maya”. El grupo Xcaret promueve su realización. Esta se anuncia como “un ritual que realizaban los pueblos mayas remando con sus canoas hacia Cozumel, con el fin de rendir culto a la diosa Ixchel [...] que iniciaba días antes en el mercado conocido como Kii’wik, sitio en el que se comercializaban los diferentes productos destinados a “la ofrenda” de la diosa” (Xcaret 2018).

La empresa turística inventa tradiciones y acude a textos de arqueólogos famosos para fundamentar este ritual que se lleva a cabo de manera espectacular con la participación de más de 300 personas de la región, quienes entrenan para realizar la travesía que puede durar de entre ocho y doce horas en canoas que viajan de Cozumel a Playa del Carmen en el mes de mayo de cada año. Este tipo de acciones, sin embargo, no fueron sometidos a una “consulta previa e informada” como podría realizarse si hablamos de los derechos colectivos de los pueblos mayas de la región, cuya identidad e historia son apropiadas por una empresa capitalista en franca expansión territorial.

Respecto a los derechos indígenas, se discute sobre la pertinencia de impulsar el desarrollo turístico del sureste de México, a partir del “Tren Maya”, proyecto del gobierno federal para el transporte de pasajeros a través de la Península de Yucatán. El proyecto ha sido cuestionado por diferentes grupos, pues se teme que destruirá la selva, el patrimonio arqueológico y monumental y el medio ambiente. Otros han señalado que su aprobación atenta contra los derechos indígenas y que su puesta en marcha requiere de la consulta previa, libre e informada de los pueblos mayas de la región, tal como lo establece el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, del cual México es signatario.

En este escenario, el Grupo Xcaret ha señalado que su parque temático es una empresa “con corazón verde”, sustentable y preocupada por el cuidado del medio ambiente. Para ello, señala, cuenta con un proyecto de reforestación de manglar y ha logrado reforestar más de 65 hectáreas. Se pone mayor énfasis en el cuidado del medio ambiente y en la difusión de las tradiciones, a la vez que se ignoran o eluden los derechos de las comunidades indígenas sobre sus tierras y territorios.

Además de este parque temático, el Grupo Experiencias Xcaret cuenta con otras atracciones turísticas. Además de un hotel y del parque temático, cuenta con las empresas Xel-Ha, destinado a las atracciones acuáticas, Xplor, Xochimilco, Xenses y el tour Xenotes (Excelsior 2018). A la zona arqueológica de Chichén Itzá, en Yucatán, ahora la ha rebautizado con el nombre de Xichén, y la integra como parte de sus lugares de atracción.1

El Grupo Experiencias Xcaret es la empresa más importante de Quintana Roo. Cuenta con más de seis mil empleados, y ha generado alrededor de 24 mil empleos indirectos relacionados con la operación de sus diferentes parques temáticos, atracciones turísticas y su hotel. Seguramente estará entre los principales inversionistas del proyecto Tren Maya, que ampliará el proceso de turistificación en el sureste, para abarcar cinco estados: Quintana Roo, Campeche, Yucatán, Tabasco y Chiapas.

El parque temático Xcaret es un ejemplo exitoso del proceso de patrimonialización y comercialización de los bienes y expresiones culturales de los pueblos originarios. Este proceso incluye la resignificación e invención de tradiciones por parte de un grupo empresarial. En esa ruta, el programa de pueblos mágicos, el desarrollo de rutas turísticas gastronómicas, vitivinícolas o tequileras, así como los festivales como Cumbre Tajin, forman parte de ese mismo proceso.

A manera de conclusión

Los procesos de turistificación y patrimonialización son una navaja de doble filo. Fuera de los esencialismos que pretenden mantener a las culturas indígenas congeladas en el pasado, las organizaciones han demostrado su versatilidad y su capacidad para adaptarse a diferentes contextos, incluyendo el turístico.

La folclorización y mercantilización muchas veces se impone a las comunidades por parte de las élites locales que buscan verse favorecidas por el proceso de patrimonialización y el desarrollo del turismo. Georgina Flores (2017: 41) advierte, por ejemplo, que los pireris (nombre con el que se designa a los cantautores p’urhépechas) y los músicos p’urhépechas denunciaron que, cuando se hizo la Declaratoria que incorporaba la Pirekua como patrimonio de la humanidad por parte de la UNESCO, ellos no fueron consultados. Advirtieron que los beneficiarios de tal distinción internacional serían los hoteleros, restauranteros, agencias de viajes, entre otros actores. Denunciaron la falta de consulta e información y señalaron que las agrupaciones que habían avalado el expediente enviado a la UNESCO no representaban a los pireris de las 110 comunidades p’urhépecha (Flores 2017). En su página web, los pireris señalan que:

Las declaraciones realizadas por parte de funcionarios gubernamentales -principalmente de las esferas del turismo- y profesionistas p’urhépecha a favor de dicho nombramiento en la prensa estatal y nacional, no se hicieron esperar, pero para un amplio número de músicos, compositores y pireris del pueblo p’urhépecha, el nombramiento fue visto como una violación a los derechos del pueblo P’urhépecha al no haber sido consultados para decidir si se quería o no incorporar la pirekua en la Lista de la UNESCO (http://www.pirekua.org).

Otra ceremonia reconocida por la UNESCO es el de la danza de los Parachicos, consagrada por dicha institución como patrimonio mundial de la humanidad en 2010. Amparo Sevilla (2014) plantea que este reconocimiento dista mucho de ser motivo de celebración para la población local. Por el contrario, señala, es motivo de disputas intracomunitarias por definir quienes serán las personas que habrán de representar la danza. Nuevamente, aquí se presenta la disputa por la “autenticidad”.

La autora se refiere a la opinión de personas relacionadas de manera directa con la organización de la fiesta tradicional, que sienten que han sido invadidos por masas de turistas “que sólo llegan a emborracharse”, con lo que provocan problemas de diversa índole. Sin embargo, también hay comerciantes y otros actores sociales que consideran positiva la llegada de los turistas, pues su afluencia les permite obtener ingresos económicos.

La promoción del turismo en México ha estado a cargo de la Secretaría de Turismo la cual también ha promovido la visita a los pueblos mágicos y a los paraísos indígenas. En Michoacán promueven paseos a través de rutas turísticas tales como “La ruta de don Vasco” y “La ruta minera”.

A las declaratorias que emite la UNESCO se suma la nominación de los pueblos mágicos, los pueblos con encanto, paraísos indígenas y el turismo alternativo indígena. Se trata de un nuevo uso de los lugares turísticos arqueo-genéticos (denominados así por Pereiro 2015) que se distinguen de los lugares new-genéticos por el hecho de que acuden al pasado como anclaje de identidad. En torno a ellos gravitan las empresas más diversas de tour-operadores, así como la producción y venta de artesanías, de souvenires, comida “típica” entre otras muchas cosas.

Ello ha incrementado el flujo de turistas, pero además ha contribuido a la terciarización y a una especie de reconversión económica en la cual participa la población de múltiples maneras: sea como guías de turistas, o como empleados de agencias de viajes, productores de artesanías, cocineras tradicionales que compiten con los chefs, choferes, restauranteros, cocineros, danzantes, músicos, animadores culturales, narradores de leyendas, performanceros y una amplia gama de nuevos oficios que emergen con la turistificación.

El balance es ambivalente, pues el resultado depende del contexto y la capacidad de agencia de las organizaciones indígenas. Se ha observado que las declaratorias pueden generar conflictos por la apropiación y manejo de los bienes y expresiones culturales que son objeto de la patrimonialización y el uso turístico que se les da en este contexto (Sevilla 2014; Zúñiga 2014).

Eso no significa que los pueblos indígenas estén adquiriendo derechos o que se estén respetando sus derechos colectivos reconocidos en la Constitución, en el Convenio 169 de la OIT o en la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de la ONU. La visibilización de las culturas indígenas en el contexto turístico no viene acompañada del reconocimiento político de la multiculturalidad, ni se plantea una relación intercultural horizontal. Se trata más bien de la apropiación de la diversidad étnica por el capital, con el propósito de producir ganancias. Habrá que considerar la capacidad de las organizaciones indígenas por avanzar en el desarrollo de sus proyectos colectivos de manera autónoma y autogestiva.

El turismo y el patrimonio cultural suelen confluir en un mismo punto en lo que se refiere a las personas y pueblos indígenas: se les cosifica y se les congela en el tiempo, al convertirse en diversos casos en representantes de un pasado “inmemorial”, al mismo tiempo que su identidad se convierte en un sustrato rígido e inmutable, pues solo de esa manera se puede vender como producto inmaterial en el mercado.

A la par, se les integra como fuerza de trabajo flexible donde la magia desaparece del escenario en la industria del ocio y sus empleos se asemejan con cierta frecuencia al trabajo de la servidumbre en la época de las grandes haciendas del siglo XIX (Castellanos 2010). De ahí que cualquier balance sobre los efectos del turismo en la vida de las personas y pueblos indígenas, haya que buscarla en la articulación -generalmente desigual- entre los procesos locales y los procesos globales de acumulación de capital y remitirla a la relación de poder para saber quién controla el proceso productivo: las comunidades organizadas o las empresas multinacionales mediadas por un conjunto de actores que inciden en el ámbito de lo local.

Referencias

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1 Chichén Itzá, al igual que todas las zonas arqueológicas del país, está protegida por la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos. Forma parte del patrimonio nacional que no puede ser vendido ni privatizado. Es propiedad de la nación y su administración, protección y resguardo está a cargo del Instituto Nacional de Antropología e Historia.

Recibido: 03 de Octubre de 2018; Aprobado: 05 de Noviembre de 2018

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