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Connotas. Revista de crítica y teoría literarias

versão On-line ISSN 2448-6019versão impressa ISSN 1870-6630

Connotas. Rev. crit. teór. lit.  no.26 Hermosillo Jan./Jun. 2023  Epub 26-Jun-2023

https://doi.org/10.36798/critlit.v0i26.439 

Notas críticas

Las fronteras erosionadas del lenguaje: el tercer espacio y la heterología en Desierto sonoro de Valeria Luiselli

The eroded borders of language: the third space and heterology in The Lost Children Archive by Valeria Luiselli

María del Mar Rodríguez Zárate1 
http://orcid.org/0000-0001-7040-9790

1Pontificia Universidad Católica de Chile; mdrodriguez3@uc.cl


Resumen:

Como Amilhat Szary señala, vivimos con fronteras más allá de las demarcadas por las líneas imaginarias de nuestras cartografías. En ello, el lenguaje no es la excepción: como sonido significante, es capaz de consolidar territorios y conquistar el terreno vacío del silencio, mas sin estar exento de sus propios muros fronterizos. De ello da cuenta Desierto sonoro (2019), donde la fonoteca discursiva de una familia que se desplaza hacia el desierto de Arizona cruza el léxico de la migración y los problemas fronterizos con el de la separación y la crisis afectiva de sus miembros. Así, entre el archivo de la madre sobre niños migrantes y el del padre sobre el genocidio de los pueblos originarios americanos, serán los hijos quienes comiencen a reconocer la porosidad de las fronteras léxico afectivas que los circundan, tomando conciencia de la expansión de los límites socioespaciales en el terreno de lo familiar. Por tanto, la presente nota crítica pretende explorar cómo la erosión de las fronteras de lo íntimo y lo social en Desierto sonoro hacen que el lenguaje se desterritorialice hacia la consolidación de un tercer espacio (Edward W. Soja), donde las geografías reales, imaginarias y discursivas se reinterpretan para repensar la complejidad de los fenómenos que aquejan el espacio contemporáneo (como la crisis migratoria y de derechos humanos, y la discriminación).

Palabras clave: espacialidad; territorialidad; frontera; migración; geografía humana

Abstract:

As Amilhat Szary points out, we live with borders beyond those demarcated by the imaginary lines of our cartographies. In this, language is no exception: as a signifying sound, it is capable of consolidating territories and conquering the empty terrain of silence, but without being exempt from its own border walls. This is shown in The Lost Children Archive (2019), in which the discursive library of a family that moves to the Arizona desert crosses the lexicon of migration and border problems with that of separation and the emotional crisis of its members. Thus, between the mother’s archive on migrant children and the father’s on the genocide of Native American peoples, it will be the children who begin to recognize the porosity of the affective lexical borders that surround them, becoming aware of the expansion of the socio-spatial limits in the terrain of the family. Therefore, this critical note aims to explore how the erosion of the boundaries of the intimate and the social in The Lost Children Archive (2019) make language deterritorialize towards the consolidation of a third space (Edward W. Soja), where real, imaginary and discursive geographies are reinterpreted to rethink the complexity of the phenomena that afflict contemporary space (such as the migration and human rights crisis, and discrimination).

Keywords: spatiality; territoriality; border; migration; human geography

PRESENTACIÓN

Como Anne-Laure Amilhat Szary señala, vivimos con fronteras más allá de las demarcadas por las líneas imaginarias de nuestras cartografías. De hecho, “el mundo contemporáneo está atravesado por formas diversas -y cada día más numerosas- de separaciones que tienden a territorializarse” (Amilhat 1). La concepción de la espacialidad que comprende, entonces, al fenómeno y a la problemática fronteriza supone un posicionamiento capaz de conjuntar los esfuerzos críticos de la geografía en su dimensión física, sociocultural y política. Ante ello, surge la necesidad de repensar y reconfigurar las ciudades, paisajes y zonas atravesadas por los límites internacionales para percibirlas como espacios que permanecen en constante transformación y que guardan “vínculos densos entre territorios y culturas, sin caer en una primera trampa simplista de atribuir uno a otra, o una a otro (una cultura a un territorio y viceversa), ni en una segunda, de considerar todo proceso cultural como un proceso de mestizaje” (Amilhat 13).

De ello da cuenta Desierto sonoro (2019), donde una familia que se desplaza hacia el desierto de Arizona consolida una fonoteca discursiva en torno a la migrancia, los afectos y sus fronteras. En constante tránsito, las cartografías familiares y migratorias abren una espacialidad donde la vida humana extiende sus límites y, con ello, sus alcances sensibles y críticos. Entre el archivo de la madre sobre niños migrantes y el del padre sobre el genocidio de los pueblos originarios americanos, serán los hijos quienes comiencen a reconocer la porosidad tanto de las fronteras geográficas, como de las léxico afectivas que los circundan.

La presente nota crítica pretende analizar cómo la erosión de las fronteras entre lo íntimo y lo social en Desierto sonoro (2019) hace que el lenguaje se desterritorialice (Prada Alcoreza)2 hacia la consolidación de un “tercer espacio” (Soja),3 donde las geografías reales, imaginarias y discursivas se reinterpretan para repensar la complejidad de los fenómenos que aquejan al desierto y sus fronteras políticas (como la crisis migratoria, de derechos humanos y la discriminación). Así, desde el terreno de lo familiar, el lenguaje permite dar cuenta de la expansión de los límites socioespaciales contemporáneos y reconfigurar el desierto como “heterología” (Michel de Certeau),4 dando cuenta de que las zonas fronterizas, como fenómenos móviles, atraviesan la comprensión del espacio desde la compleja y tensa superposición de sus dimensiones íntimas, sociales, culturales e históricas.

LAS FRONTERAS EROSIONADAS: DESTERRITORIALIZACIÓN, TERCER ESPACIO Y HETEROLOGÍA

Habitar la frontera implica habitar el límite, el borde, estar, simultáneamente, entre lo que se deja y lo que viene. Es un espacio complejo en constante transición y transformación, comprendiendo, además, que su localización sugiere el tránsito constante a través de múltiples territorios. No obstante, como señala Amilhat Szary, “es importante ubicar la noción de frontera en el tiempo y en el espacio” (3), atendiendo al hecho de que esta se define, de forma generalizada,5 mediante la relación de una comunidad con el espacio. Esto, por tanto, sugiere una revisión del etnocentrismo desde el cual se construyen los significantes y significados de la frontera y, con ello, una constatación de las relaciones culturales, políticas, económicas, sociológicas e idiomáticas que operan en torno a ella. Tal y como señala Salas Quintanal, “la vocación de la región-frontera contiene sentido de localidad a la vez que de globalidad, al comprender al mismo tiempo diversas nacionalidades, culturas, estilos de vida y lenguajes” (10). Así, el concepto debe nutrirse tanto de la experiencia individual como del aspecto sociológico y antropológico, reconociendo que ambas contribuyen a la construcción de una subjetividad fronteriza.

El lenguaje, entonces, ingresa en la relación comunidad-territorio como un elemento que pudiera aportar a la comprensión de los espacios e identidades fronterizas. Si bien debemos evadir la “tentación tautológica de definir identidad por territorio, y territorio por identidad” (Amilhat 6), con el objeto de no caer en los tres primordialismos (sangre, idioma y el propio territorio),6 lo cierto es que las construcciones simbólicas mediante el lenguaje -en cuanto a intercambios y mestizajes idiomáticos- juegan un papel importante en el proceso de territorialización de las comunidades e individuos fronterizos. Tal es el caso que, como apunta Rodolfo Gutiérrez, “la preservación o no de una lengua, su competencia con otras, puede ser parte fundamental del devenir de comunidades políticas e identidades culturales” (21), puesto que en la producción simbólica se constituyen las nociones políticas e identitarias del territorio. Incluso, las resistencias y negociaciones que suscitan para la comunidad migrante tanto la defensa como la adquisición de la lengua dominante del país de destino suponen “luchas materiales y simbólicas por parcelas de poder político y por la construcción de las identidades culturales” (Gutiérrez 21), lo cual complejiza la construcción de un nuevo sentido identitario y de pertenencia, siendo, entonces, el lenguaje terreno de resistencias y negociaciones.

De igual forma, Raúl Prada Alcoreza, al hablar sobre los procesos de territorialización y desterritorialización, identifica que “el territorio es para la cultura su memoria material: una escritura” (6; énfasis mío). El lenguaje, por tanto, constituye una pieza fundamental en la preservación y construcción de la memoria cultural de una comunidad o de un individuo que transita el espacio fronterizo, siendo “determinante en el proceso de desplazamiento del ethos y la cultura del sujeto migrante, porque también ésta se desplaza y se reformula” (Vilanova 84). El lenguaje permite al individuo habitar, desde sus resistencias y negociaciones, la compleja multiplicidad de los espacios sociales y culturales que ahora atañen su identificación. Aunque no es posible negar que factores etnocéntricos, como la dominación idiomática, podrían conllevar “nuevas dinámicas de reterritorialización, [que son] a veces peligrosas y que aquejan de manera violenta a los más desfavorecidos” (Vilanova 84), las tensiones y adaptaciones del lenguaje pudieran admitir, incluso, procesos contrarios como la reconstrucción de la memoria cultural de la comunidad y su fortalecimiento identitario. Cabe aclarar que los procesos de desterritorialización no se dan en el orden de la desaparición del territorio, del lenguaje o de las relaciones sociales, sino en el hecho de que, según indica Prada Alcoreza, “lo que se ha excluido del imaginario social, de la estructura social y de la organización social, es decir, de las instituciones sociales, es la pertinencia de la territorialidad” (12), por lo cual resulta necesario repensar los espacios fronterizos, territorios y comunidades a partir de los imaginarios y producciones simbólicas de quienes los habitan.

De esta forma, adhiriéndonos a la concepción de Hernán Salas Quintanal, el espacio fronterizo “adquiere un significado socialmente construido, como un objeto animado que todo el tiempo se interrelaciona e interactúa con los fenómenos que en él ocurren, como un elemento activo que influye en la estructuración misma de la sociedad” (10). Esta concepción permite reterritorializar constantemente el significado del espacio fronterizo a través de los procesos activos de la construcción de la memoria, la cultura y la identidad de quienes -desde el micro y macro aspecto- lo habitan. Además, ello también supone la desterritorialización de las nociones preconcebidas y del léxico ya asumido que identificaba a la frontera como espacio de división geográfica, cultural y política de acuerdo con los proyectos modernos de nación y sus respectivas nociones de pertenencia a partir de conceptos problemáticos tales como nacionalidad, patria y, en ocasiones, incluso, raza. Como señala Benedict Anderson, la nación se imagina como una comunidad que “independientemente de la desigualdad y la explotación que en efecto puedan prevalecer en cada caso . . . se concibe siempre como un compañerismo profundo, horizontal” (25). Desde esta perspectiva, la nación conlleva procesos de homogeneización identitaria para la pertenencia y la adhesión cultural al territorio, que terminan, entonces, por marginalizar o alienar otras formas culturales que cohabitan el espacio referido. Por tanto, aunque “la identidad nacional ha sido legitimada como identidad hegemónica, dejando de lado otras posibilidades de expresión cultural” (Amilhat 8), los procesos de desterritorialización y reterritorialización del lenguaje de la frontera empujan a reimaginar el espacio fronterizo -incluso, a repensar sus geografías y cartografías- como expresión cultural multidimensional en constante transformación y donde dialogan identidades individuales y colectivas.

Edward Soja reconoce que cuestionar conceptos como los espacios, lugares, territorios y localizaciones nos invita “a abrir y extender el alcance y la sensibilidad crítica de las imaginaciones espaciales y geográficas ya asentadas” (181). Las fronteras de lo geográfico, en torno al pensamiento de la espacialidad, van mucho más allá de las cartografías y demarcaciones físicas de la territorialidad. Lo humano, en cuanto a los entrecruces de la historia y lo social, es un factor indisoluble que comprende y consolida la ciudad, la región, el espacio y, por ende, la geografía más allá de su ámbito. De ahí que, Edward Soja identifique que “hay una creciente conciencia de la simultaneidad y de una complejidad que entrelaza lo social, lo histórico y lo espacial, de modo inseparable y, no sin problemas, a menudo interdependiente” (183), lo que resulta en un giro espacial que extiende los alcances sensibles de la imaginación geográfica hacia nuevas formas ontológicas de entender el mundo y el ser en el mundo.

La concepción del espacio, como se observa, pasa de la bidimensionalidad a la “trialéctica espacialidad-socialidad-historicalidad” (Soja 184), donde la producción social comprende la espacialidad desde lo humano, con sus territorios, sus macro y microhistorias y sus sociedades como un fenómeno en sí mismo. Estudiar las complejas interacciones entre estos últimos elementos, “conjuntamente como fuentes de conocimiento fundamentales y entrelazadas” (Soja 185), permitiría, por tanto, comprender los fenómenos y las problemáticas territoriales desde una mayor amplitud cognoscitiva. Así, las cartografías del espacio físico y mesurable, del espacio subjetivo e imaginado y del espacio vivido, constituyen un tercer espacio donde cohabitan estas y otras dimensiones en la búsqueda por comprender, en el sentido más amplio, lo humano. De esta manera es posible reconstruir el paisaje urbano contemporáneo como espacio y cartografía humana, al incorporar en su constitución, no solo sus aspectos geográficos o demográficos inmanentes, sino las vivencias individuales y colectivas que atraviesan las experiencias del territorio, como procesos igualmente significativos y relevantes para la identificación con el espacio cultural habitado, tanto a nivel personal como, incluso, a nivel histórico y sociocultural.

Considerando la mirada crítica que ofrece la trialéctica de Soja, repensar las zonas fronterizas implica enfrentarnos a una espacialidad de complejos tránsitos, encuentros y tensiones entre múltiples dimensiones socioculturales, históricas y políticas que configuran y reconfiguran constantemente su comprensión. Como espacio físico, subjetivo y experimentado, las fronteras aparecen, entonces, como zonas donde opera la différance,7 es decir, “el movimiento de juego que ‘produce’, por lo que no es simplemente una actividad, estas diferencias, estos efectos de diferencia” (Derrida 46). Esta operación supone, entonces, la deconstrucción de la diferencia como término fijo que valdría la distinción entre lo yacente y lo ausente, para así, poder abarcar el proceso, acto, tiempo y espacio continuos desde donde se producen constantemente efectos de ausencia-presencia, existencia-inexistencia, como parte de un todo que, aunque paradójico, resulta constitutivo de la experiencia. Por tanto, como cuestiona Amilhat Szary, esta constante producción de efectos de différance en la configuración fronteriza “hace cualquier tipo de caracterización territorial muy difícil: ¿cómo reproducir su cultura en medio de un movimiento perpetuo?” (11).

Entre sus reflexiones en torno al problema de la espacialidad y la discontinuidad, Michel Foucault determina la noción de “heterotopías” como espacios donde confluyen la producción y reproducción de efectos de différance, es decir:

esas ciudades, esos continentes, esos planetas [que] nacieron, como se dice, en la cabeza de los hombres o, a decir verdad, en el intersticio de sus palabras, en el espesor de sus relatos, o incluso en el lugar sin lugar de sus sueños, en el vacío de sus corazones; en pocas palabras, es la dulzura de las utopías. (El cuerpo utópico 19)

De esta forma, la heterotopía logra ampliar la reflexión crítica en torno a la espacialidad, como espacio móvil y múltiple, puesto que “tiene por regla yuxtaponer en un lugar real varios espacios que, normalmente, serían, deberían ser incompatibles” (Foucault, El cuerpo utópico 25). El espacio heterotópico yace, por tanto, justo en el límite entre el sistema que ha excluido o del que pretende emplazarse y, aunque contradictorio, de su propia relación con este. La anterior apertura permite, entonces, conjuntar el lenguaje, la subjetividad y lo humano como parte de una configuración espacial variable y discontinua, pues no hay “una sola forma de heterotopía que haya permanecido constante” (Foucault, El cuerpo utópico 22). Así, esto posibilita comprender tanto las discursividades hegemónicas, como aquellas que escapan de los espacios de poder, desde movimientos constitutivos tanto sincrónicos como diacrónicos. Sin embargo, Foucault sitúa las heterotopías únicamente como posibilidades primordialmente utópicas, puesto que no dejan de ser consideradas como “utopías realizadas que se materializan, pero están fuera de todos los lugares, no pertenecen al conjunto de los espacios físicos” (Toro-Zambrano 36), por lo que, aunque topológicamente localizables, son lugares que yacen fuera de todos los lugares.

Para Michel de Certeau, la heterología supone una configuración filosófica que sospecha del principio parmenideano de la identidad del pensamiento y del ser, por lo que “el papel más importante en la constitución de esa lógica está reservado al juego complejo, y propiamente textual, del otro con la parte más manifiesta y representativa del discurso” (Godzich vii). Bajo su concepción heterotópica, De Certeau descubre que la heteronomía de Michel Foucault en “su lúcida conciencia de las ambigüedades de la monocultura universal, o de la comunicación totalmente afectiva, centra su atención en el carácter equívoco de la continuidad histórica” (176). Por ello, De Certeau considera que los procesos de discontinuidad de Foucault aún se enmarcan en una discursividad donde prevalece la homogeneidad, puesto que sigue centrándose en las relaciones que yacen dentro y fuera del sistema hegemónico, sin considerar la existencia de sistemas otros que se constituyen desde un saber otro. De esta manera, como señala el propio De Certeau, “la heterogeneidad es para cada cultura el signo de su propia fragilidad, como también su modo específico de coherencia” (176). Así, la alteridad no surge como tal a partir del sistema monocultural o hegemónico, sino que yace como parte del sistema mismo, como ente constitutivo y coherente, como desestabilizador. Así, la différance no constituye un proceso aparte de la espacialidad, ni yace confinada al territorio de lo utópico. De hecho, a diferencia de Foucault, quien se centra en los sistemas de poder y sus fracturas en el plano de una utopía realizable, De Certeau “enfrenta los esfuerzos individuales o de pequeños grupos contra esta maquinaria como un modo de interacción que constituye la experiencia vivida de estas personas” (Godzich xiv), configurando un espacio desde el cual el otro gana cierta autonomía con respecto a la determinación hegemónica. Por tanto, como señala Amilhat Szary, Michel de Certeau “nos ofrece la posibilidad de hablar del otro, con el otro, sin reducirlo a unas representaciones, y de inserir así la alteridad en el proceso de identidad” (13), lo cual abre la perspectiva en torno a las relaciones y dimensiones que yacen en la lógica espacial, así como acerca de su configuración y reconfiguración según las relaciones entre territorio, identidad y frontera.

ATRAVESANDO EL DESIERTO: EL LENGUAJE Y LA RECONFIGURACIÓN DEL ESPACIO FRONTERIZO

En Desierto sonoro, el sur de los Estados Unidos y sus distintas ciudades no se presentan como puntos inamovibles en un mapa, ni como monumentales entes físicos estáticos. Todo lo contrario, la profesión de la narradora y de su marido, quienes se dedican a construir paisajes y archivos sonoros, los lleva a comprender el espacio circundante más allá de su materialidad evidente. En un viaje desde Nueva York hacia la frontera sur de Arizona, con el fin de documentar ella, por su parte, la cruenta ola migratoria de niños mexicanos y centroamericanos, y su marido, las huellas de los apaches y chiricahuas exterminados por el genocidio de Estado, el espacio desértico se torna una arena movediza. Poco a poco, los encuentros afectivos, junto con las grandes y pequeñas narrativas, se erosionan hasta dar cuenta de la frontera límite del silencio y la desaparición, esa espacialidad negativa o cero que ocupa un lugar indisoluble de la cartografía humana. De manera tal que, recorriendo y archivando los ecos del territorio, donde “el sonido, el espacio, y el tiempo están conectados de un modo mucho más íntimo del que solemos reconocer, aunque no entendamos del todo su relación” (Luiselli 38), la familia comienza a consolidar un mapa vívido e imaginado, un tercer espacio donde los hijos ocupan el lugar vacío que han dejado en el mapa desértico de Arizona los niños muertos por la migrancia y el genocidio apache.

De partida, el reconocimiento de pertenencia territorial y localización que la narradora construye, mediante cartografías de sus tránsitos, movimientos y desplazamientos cotidianos, da cuenta de que la novela edifica una espacialidad tan personal como física y social. A la par del territorio recorrido y los mapas físicos que carga consigo para dicha travesía, constantemente, ella traza cartografías familiares que se afilian a las demarcaciones territoriales: “si dibujáramos un mapa de la vida que llevábamos en la ciudad, un mapa de los circuitos y las rutinas que los cuatro estábamos dejando atrás, no se parecería en nada al mapa de la ruta que vamos a seguir a lo largo de este vasto territorio” (Luiselli 37). Esto da cuenta de que la consolidación del territorio, en cuanto mapa vivo y significación inagotable, se consolida, de forma tan compleja, como la pertenencia y construcción familiar y afectiva. Asimismo, el hijo, quien narrará gran parte de la segunda mitad de la novela, reconoce las dimensiones subjetivas, físicas, sociales e históricas que atraviesan la espacialidad y lo humano, cuando menciona que “las ciudades son muy difíciles de explicar porque todo está encima de todo, sin divisiones” (202), mientras reflexiona, analógicamente, en torno a la relación de sus padres y su inminente separación.

De esta forma, tal y como establece Soja, ambos narradores “más que concentrarse exclusivamente en los espacios y las geografías materialmente perceptibles, se concentra[n] y explora[n] los mundos más cognitivos, conceptuales y simbólicos” (189), con lo cual logran concebir y comprender su sentido de ser en el mundo desde el lugar habitado. De ahí que los personajes reconozcan la propia fragilidad de su experiencia y tránsito vital, mediante esos “espacios de transición, como las estaciones de tren, los aeropuertos y paradas de autobús” (Luiselli 13) que habitan y los atraviesan como sujetos condicionados a un acontecer localizable, físicamente, en los mapas de las ciudades y territorios recorridos. Pero, además, la anterior identificación ontológica y simbólica con la materialidad física del espacio implica, asimismo, la consolidación de un lenguaje capaz de ocupar el lugar donde la historicidad migrante/apache y la historicidad personal se entrecruzan como un fenómeno en sí mismo. Mediante las historias del padre, los audiolibros, canciones, fotografías, los objetos en las cajas de mudanza y las grabaciones, la narradora hace patente la existencia de un archivo personal que documenta y narrativiza el espacio:

lo que queremos es superponer, al territorio que recorremos en coche, una voz y una narrativa que se amolden de alguna forma al paisaje, y no algo que nos distraiga del todo de la realidad mientras nos movemos a través de esta húmeda amalgama de hiedras y bosques. (69)

Lo anterior, por tanto, no solo pretende “ofrecerles una narrativa” (Luiselli 6) a los niños para que comprendan los tránsitos y posiciones dentro de la cartografía familiar, sino que también supone una forma de percibir, de la manera más amplia posible, el espacio vivido y las dimensiones que abarca dicha experiencia fuera y dentro de las demarcaciones físicas.

Así, la historia personal, esta “gramática del día a día”, pronto se afiliará con “el nosotros, el ellos, el nuestro, el tuyo” (Luiselli 6), es decir, con el paisaje heterológico del desierto, desde la gran narrativa de los vestigios de los pueblos originarios americanos y las cruentas historias de los niños perdidos que migran desde México y Centroamérica. Para los cuatro integrantes de la familia, el recorrido por las áridas y yermas tierras de la frontera sur implica, por tanto, el reconocimiento del territorio -desde la noción de Raúl Prada- como un espacio constituido por la experiencia colectiva, siendo la territorialidad entendida como una “vivencia social y la conciencia del territorio” (Vilanova 83). De ahí que, más allá de habitar y transitar el espacio geográfico fronterizo, como territorio físico, fijo y localizable, sus entrecruces, tan vivenciales como narrativos, permiten dar cuenta de “una experiencia básicamente colectiva, interiorizada en la conciencia de la comunidad” (Vilanova 83) y constituida desde la complejidad de su movilidad, organicidad y multiplicidad. Así, en Desierto sonoro, la narradora reconoce que su historia familiar, desde su desplazamiento por el espacio geográfico, participa en la constitución de una territorialidad que “se lee como si estuviera marcando un territorio, conquistando vacíos mientras apila palabras en sus oraciones, ocupando todos los silencios” (Luiselli 70). El lenguaje, entonces, aparece como el sonido significante que proyecta el espacio como ente vivo y experiencial, que rebota, cual eco, en la comprensión de un territorio más allá de las fronteras físicas, sociales y políticas desde donde se demarca el primer espacio de lo geográfico.

Como reconoce la narradora, espacialidad, historicidad y sociedad se funden en un archivo que “ofrece una especie de valle, donde tus ideas pueden resonar y volver a ti transformadas” (Luiselli 41), donde el lenguaje desterritorializa y reterritorializa la significación del desierto y la Historia con mayúscula desde lo íntimo y cotidiano, donde la conquista del lugar del silencio implica la conquista del espacio fronterizo y su representación. Ahora bien, como señala Raúl Prada, cabe considerar que la reterritorialización “es el resultado de la resistencia a la pérdida de la territorialidad, a la pérdida de conciencia del territorio” (Vilanova 83), proceso que implica movimientos entre las experiencias colectivas interiorizadas y los encuentros con lo alterno, entre la construcción identitaria y el lugar geográfico ahora habitado. La memoria territorializada, por tanto, deviene íntimamente interconectada con la resignificación de la subjetividad personal, colectiva y territorial, puesto que “es aquella que enlaza a los habitantes que participan tradicionalmente de un territorio común” (Vilanova 84), permitiendo, además, la restauración del sentido identitario y espacial en torno a una nueva concepción de pertenencia simbólica que posibilite tránsitos, negociaciones y reformulaciones con el lugar otro.

Por tanto, desde el ejercicio de archivo,8 la narrativa de la protagonista y su familia entreteje la gramática de lo cotidiano con las grandes historias para, en ello, poder documentar y preservar la memoria territorializada y producir, además, una reterritorialización que, desde el lenguaje de lo propio, suma a la enunciación y a la experiencia colectiva de la territorialidad fronteriza, lugar heterotópico de enunciación capaz de hablar con el otro y no desde el otro. Ello, además, supone el reconocimiento ontológico del desarraigo humano en su devenir existencial, puesto que, al habitar la trialéctica espacialidad-socialidad-historicalidad, la comprensión del ser en el mundo conlleva una identificación y relación de los fenómenos fronterizos y migrantes con la del propio tránsito existencial, construyendo y deconstruyendo, desde las micro- y macro- historias, el espacio habitado. Desde la condición narrativa de su acontecer familiar a su paso por el sur, hasta la condición narrativa del tránsito de los niños perdidos o migrantes por los Estados Unidos, la narradora reconoce que “todas las historias comienzan y terminan con un desplazamiento; que todas las historias son en el fondo una historia de traslado” (Luiselli 32). No obstante, mediante la construcción de un archivo afectivo y social en torno a las distintas experiencias de migrancia, la protagonista también “admite el imperativo de contar, de rehacer, la experiencia de la pérdida, aunque esa experiencia sea siempre ‘una experiencia menos uno’ . . . es decir, una (re)presentación, en algún punto ciego” (Barceló, La escritura en movimiento 114), siendo entonces un espacio que, cual negativo, apertura los territorios de enunciación de las resonancias y vacíos de la memoria ahora desterritorializada, así como su búsqueda por consolidar una reterritorialización. Por consiguiente, el lenguaje y la construcción narrativa suponen una posible herramienta desde la cual es posible reterritorializar la memoria afectiva, social e histórica dando cuenta de la experiencia vivida desde una geografía más amplia. Aunque, como señala la narradora, su intrincada y compleja elaboración pueda conllevar a “la reconstrucción de la memoria en las narrativas de la diáspora, . . . perderse ‘en las cenizas’ del archivo” (Luiselli 24). Así, podemos afirmar junto con Barceló que la construcción narrativa de Desierto sonoro pareciera “situar la reflexión sobre el lenguaje en el centro de su propuesta. Las pistas que siembra en su recorrido son múltiples y traducen el movimiento de un lenguaje en una búsqueda de sí” (La escritura en movimiento 114), lo cual crea un archivo capaz de atestiguar los distintos desplazamientos y transformaciones de la memoria desde la experiencia individual, el territorio y el legado histórico.

Ahora bien, esta erosión de los límites entre lo íntimo y lo social y la desterritorialización/reterritorialización de las fronteras reales, imaginarias y discursivas se hace patente, más allá de las reflexiones y narraciones elucubradas por la narradora, en la experiencia vital de sus hijos. Inundados por las historias de los padres a lo largo del viaje en carretera, los niños comienzan a jugar a que ellos son niños apaches perdidos en el desierto como las hijas de Manuela, amiga de la narradora cuyas hijas se han extraviado en el desierto mientras intentaban cruzar la frontera. Consciente de ello, la narradora reflexiona en las implicaciones que ello tiene en la comprensión en torno al ser en el mundo de sus hijos, así como en su pertenencia al territorio y en su historicidad:

pienso en nuestros hijos y en cómo ellos, al jugar en el asiento trasero, recrean constantemente algunos fragmentos e instantes de las historias que escuchan. Y me pregunto qué tipo de mundo y qué tiempo atemporal cobra vida en sus actuaciones y rituales privados. (74)

Esto da cuenta de que los límites entre lo familiar, lo social y la historicidad conllevan a nuevas resignificaciones de los espacios y lugares recorridos, así como de la memoria ahora tan íntima como territorial. Además, a ello se suma el hecho de que el anterior desplazamiento enunciativo -de la madre al hijo, del juego infantil a la afiliación con la experiencia migrante- pone en manifiesto la existencia de “ese doble movimiento que ha recorrido toda la novela en el que se reconoce, por una parte, el borrado de sentido y, por otra, su restauración a través de una imagen-símbolo” (Barceló, La crisis de los refugiados 363). Se trata de procesos de desterritorizalización y reterritorialización donde el lenguaje, las subjetividades y los espacios vuelven a la infancia como posibilidad de reapertura de los signos, en la búsqueda de un sentido heterológico que permita la convivencia de lo ausente y lo presente, de lo racional y lo afectivo, de la diferancia.

No obstante, cuando el niño reconoce en el mapa de su madre cómo este “mostraba un espacio, como cualquier mapa, pero en ese espacio había cientos de puntitos rojos, que no eran ciudades porque algunos estaban casi encima de otros. . . . representan personas que habían muerto ahí, en ese preciso lugar” (Luiselli 210), la cartografía del territorio recorrido se erosiona por completo y le permite reconocer que, en paralelo, cohabitan los tránsitos de otros niños como él, pero que cruzan el desierto sin madre y sin padre, en las más cruentas condiciones. Entonces, cuando decide escapar con su hermana y vivir la experiencia de esos lugares, historias y niños otros, para que su madre vuelva a preocuparse por ellos tanto como lo hace por las niñas desaparecidas de Manuela,9 da cuenta de que la cartografía también implica la búsqueda y la visibilización de aquello que yace ausente, lo que alguna vez estuvo y se ha borrado de los mapas, sus resonancias. Así, el espacio heterológico habitado no solo ve disueltas sus fronteras espaciotemporales cuando el recorrido de los niños hasta el Echo Canyon supone un encuentro extratemporal con la experiencia migrante de los niños perdidos por el desierto de Chihuahua y Sonora: “ésas son las águilas, las mismas águilas que ven los niños perdidos ahora mismo, mientras caminan hacia el norte por las llanuras desérticas” (Luiselli 274), sino que, además, da cuenta de que en dichas yuxtaposiciones la enunciación también se desplaza constantemente entre los terrenos de lo nombrable y lo innombrable, de la racionalidad adulta y la imaginación infante, desde lo aparente y lo ausente.

De ahí que, como apunta Garí Barceló, quien nos habla en Desierto sonoro:

es una voz extraña, un otro infinitamente otro, no solo porque es un refugiado, un alguien que viene de otro lugar, de otro tiempo, de otra cultura, de otra tradición que parece que se nos opone, sino porque ese otro es un niño que apenas ha ingresado en el territorio del habla y la racionalidad y que, por tanto, no sabrá comunicar su experiencia. (La crisis de los refugiados 354)

Así, los espacios, tiempos, lenguajes y experiencias convergen en torno a la búsqueda de una posibilidad enunciativa tan afectiva y nuclear, como colectiva y social, sin pretensiones de ocupar o autorizar la voz alterna. Lo anterior, por tanto, implica no solo que las narrativas y tránsitos de los niños se superpongan en un mismo territorio únicamente redefiniendo su espacio y subjetividades, sino que además ello posibilita que la enunciación se dé no en el lugar del otro sino con el otro, sin reducirlo a la mera representación.

REFLEXIONES Y REMAPEOS (A MODO DE CONCLUSIÓN)

Dentro del variado archivo que la narradora en Desierto sonoro va construyendo durante su tránsito hacia el sur de los Estados Unidos, aparece un epígrafe donde se cita a Gloria Anzaldúa: “un espacio fronterizo es un lugar vago e indeterminado creado por el residuo emocional de un límite no natural. Es un estado constante de transición” (100-1). En Desierto sonoro, las zonas fronterizas y el desierto se resignifican mediante los entrecruces léxico afectivos de una narrativa familiar que transita por un espacio tan íntimo como social, siempre móvil, discontinuo y en constante crisis. Las reflexiones de la narradora, que mezcla sus angustias en torno a los niños perdidos con la de sus propios hijos, así como las experiencias vividas por los hijos cuando juegan a ser niños migrantes chiricahuas, explora la configuración de una espacialidad heterológica donde sea posible hablar del otro migrante, con él, sin reducirlo a una representación. La superposición de dimensiones, problemáticas y flujos en tránsito (como la lucha de los pueblos originarios, la migrancia mexicana y la separación familiar), consolidan, entonces, una frontera otra que, si bien es vaga e indeterminada, comprende un mapa que “es una silueta, un contorno que agrupa elementos dispares, cualesquiera que sean. Cartografiar es, además, una manera de visibilizar lo que generalmente está oculto” (Luiselli 215).

De manera tal que, como menciona Meri Torras Francès en el ensayo “La responsabilidad escritural”, Luiselli construye “una continuidad entre lo que sucede en el espacio territorial-vital y en ellxs mismos [la familia] en la interfaz de sus cuerpos . . . una participación indirecta que supone, no obstante una afectación directa” (296), constatando la formulación de voces enunciativas que, lejos de testimoniar, autorizar o someter la voz del otro, hablan desde sí mismas, situadas desde un espacio movedizo que entrecruza sus afectos más íntimos con las problemáticas de lo colectivo y lo social. Así, Desierto sonoro da cuenta de la erosión de las fronteras entre lo íntimo y lo social, mediante la comprensión de geografías reales, imaginarias y discursivas, donde las narrativas logran dar cuenta de que los tránsitos de lo humano atraviesan nuestra comprensión del mundo y de nuestro ser en el mundo. Desde el reconocimiento de las zonas fronterizas como entes móviles, el lenguaje permite dar cuenta de la expansión de los límites socioespaciales contemporáneos y su constante producción de efectos de diferancia, reconfigurando el desierto como una trialéctica heterológica que amplía la comprensión del espacio desde la alteridad y sus dimensiones íntimas, sociales, culturales e históricas.

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2 Se retoman las nociones de “territorialidad”, “desterritorialización” y “territorialización” desde la concepción de Raúl Prada Alcoreza en Territorialidad (1998), para atender los fenómenos socioculturales y colectivos que implican la constitución del espacio fronterizo, la experiencia migrante y la identidad cultural aunada al territorio como espacio vivencial, móvil y órganico. Además, se retoman sus reflexiones en torno al lenguaje como espacialidad en sí misma y que permite la identificación, pertinencia y constitución del territorio en su multidimensionalidad.

3 Se retoma la noción de “tercer espacio” de Edward Soja en La perspectiva postmoderna de un geógrafo radical (2010) para analizar las múltiples dimensiones que conlleva la constitución del espacio y del territorio, desde su dimensión física, como ente localizable, hasta su dimensión sociocultural. Se retoma, especialmente, lo que respecta al giro espacial contemporáneo en torno a la comprensión del fenómeno fronterizo como espacialidad significante más allá de su demarcación geográfico-política.

4 Se retoma la noción de “heterología” de Michel de Certeau en Heterologies: Discourse on the other (2000) en cuanto a que cuestiona el modelo de la representatividad y de la identificación para, con ello, permitir que la construcción del saber moderno habite también la ambigüedad que suponen la alteridad y la otredad. Se retoman sus reflexiones desde el diálogo con el concepto de “heteronomía” de Michel Foucault en torno a la historia de las ciencias humanas desde el saber del otro.

5 El investigador Stuart Elden, en su artículo Thinking Territory Historically (2010), indaga en torno a los orígenes del término “frontera” y, como señala Amilhat Szary, los resultados de su análisis “muestran cómo una forma de pensar la comunidad ha desembocado en la generalización de una relación con el espacio, dominada por un proceso de apropiación” (3). De manera tal que Elden identifica que: “parece haber dos definiciones dominantes en la literatura. Uno ve un territorio como un espacio acotado, un contenedor, bajo el control de un grupo de personas, hoy en día generalmente un estado. El otro ve un territorio como resultado de la territorialidad, un comportamiento o estrategia humana” (757; trad. mía). Esto implica asunciones que nos llevan a encasillar los conceptos “territorio” y “frontera” como exclusivos de las relaciones políticas internacionales.

6 Con base en la lectura de Arjun Appadurai, Amilhat Szary hace especial énfasis en el hecho de que “para trabajar el vínculo entre frontera, territorio y cultura, es bueno recordar la advertencia de no caer en tres primordialismos que ‘reifican la identidad’, siendo la sangre, el idioma... y el propio territorio” (6), ello con el objetivo de evitar que sean las propias comunidades o individuos quienes, mediante sus prácticas socioespaciales, sean quienes construyan el proceso identitario y el cultural del proceso de territorialización.

7 A partir de la publicación de La Différance (1968) en el Bulletin de la Société Française de Philosophie, el filósofo francés Jacques Derrida acuña el término de différance que, alejándose del vocablo différence (diferencia), resulta en evidentes complicaciones para su óptima traducción. Aunque si bien en ocasiones pueden encontrarse traducciones al español como “diferancia”, la presente investigación ha optado por hacer uso del término francés para evitar posibles ambigüedades. Ello, principalmente, porque el término, como tal, supone una deconstrucción del lenguaje que pretende reflexionar en torno a la producción constante de efectos de diferencia (différance) que transgreden la diferencia en sí misma, como palabra y concepto ontológico. Ante ello, Derrida apuntará, entonces, a atender la producción de différance de la différence. Como señala David Wood la différance sería, por tanto, una “diferencia con una diferencia” (x), donde se funden, yuxtaponen e interrelacionan “valores lógicos, ontológicos, (trascendentales) estéticos que pueden estar involucrados en una diferencia que no se opone meramente a la identidad” (x).

8 Se comprende la noción de “ejercicio de archivo” como la construcción tanto de la posibilidad del enunciado-acontecimiento como su imposibilidad (contra-archivo) que constituye el mismo cuerpo de la enunciación, ello desde la definición de Michel Foucault en La arqueología del saber (1970), donde se señala que: “el archivo es, en primer lugar, la ley de lo que puede ser dicho, el sistema que rige la aparición de los enunciados como acontecimientos singulares. Pero el archivo es también lo que hace que todas esas cosas dichas no se amontonen indefinidamente en una multitud amorfa, ni se inscriban tampoco en una linealidad sin ruptura, y no desaparezcan al azar solo de accidentes externos; sino que se agrupen en figuras distintas, se compongan las unas con las otras según relaciones múltiples, se mantengan o se esfumen según regularidades específicas; lo cual hace que no retrocedan al mismo paso que el tiempo, sino que unas que brillan con gran intensidad como las estrellas cercanas, nos vienen de hecho de muy lejos, en tanto que otras, contemporáneas, son ya de una extremada palidez” (117).

9 “Había escuchado las historias desde hacía tiempo. Desde hacía meses, desde hacía años se habían ido formando las imágenes de aquellos lugares y habían imaginado los rostros que, al cabo de la espera, volverían a ver allí” (Luiselli 265).

Recibido: 09 de Febrero de 2022; Aprobado: 15 de Agosto de 2022

María Del Mar Rodríguez Zárate: Acreedora a la Beca Doctorado Nacional 2021 (ANID-CONICYT Chile) Folio: 21210147.

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