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Connotas. Revista de crítica y teoría literarias

versión On-line ISSN 2448-6019versión impresa ISSN 1870-6630

Connotas. Rev. crit. teór. lit.  no.26 Hermosillo ene./jun. 2023  Epub 26-Jun-2023

https://doi.org/10.36798/critlit.v0i26.451 

Artículos

La simbólica del mal en “El hombre” de Juan Rulfo: un cuento paradigmático

The symbolism of evil in “El hombre” by Juan Rulfo: a paradigmatic tale

Lilia Leticia García Peña1 
http://orcid.org/0000-0002-2386-3058

1Universidad de Colima, México; llgarcia@ucol.mx


Resumen:

La obra de Juan Rulfo es una de las más grandes y potentes en el panorama de la literatura mexicana. Destaca no solo por abordar en su narrativa aspectos sociales y culturales esenciales de la realidad mexicana sino también por plasmar asuntos de orden amplio y universal desde ángulos filosóficos, metafísicos y ontológicos. El mal es, así, un tema constante en la obra de Juan Rulfo. En este artículo se estudia su representación, a través del análisis de las imágenes y los símbolos poéticos en el cuento “El hombre” que, por sus cualidades paradigmáticas en el marco de la narrativa rulfiana, permite proyectar la configuración de una simbólica del mal a través de un complejo sistema de metáforas en la poética de Juan Rulfo. Serán para ello fundamentales, como base teórica, los estudios de Paul Ricoeur “La simbólica del mal”, recogida en Finitud y culpabilidad, y “La simbólica del mal interpretada” incluida en El conflicto de las interpretaciones. Ensayos de Hermenéutica.

Palabras clave: simbología del mal; Paul Ricoeur; narrativa mexicana; trágico

Abstract:

The work of Juan Rulfo is one of the greatest and most powerful in the panorama of Mexican literature. He stands out not only for addressing essential social and cultural aspects of the Mexican reality in his narrative, but also for capturing issues of universal order from philosophical, metaphysical and ontological perspectives. Evil is thus a constant theme in the work of Juan Rulfo. This paper studies the depiction of evil through the analysis of the images and poetic symbols in the story “El hombre” which, due to its paradigmatic qualities within the framework of Rulfo’s narrative, allows to cast the configuration of a symbolic of evil through a complex system of metaphors in the poetics of Juan Rulfo. Fundamental to this, as a theoretical basis, are the studies by Paul Ricoeur “The Symbolism of Evil”, collected in Finitude and Guilt, and “The Symbolism of evil interpreted” included in The Conflict of Interpretations. Essays in hermeneutics.

Key words: symbology of evil; Paul Ricoeur; Mexican narrative; tragic

Este mundo, que lo aprieta a uno por todos lados,

que va vaciando puños de nuestro polvo aquí y allá,

deshaciéndonos en pedazos como si rociara

la tierra con nuestra sangre.

¿Qué hemos hecho?

¿Por qué se nos ha podrido el alma?

Pedro Páramo

El mal está aludido de muchas formas en la obra de Juan Rulfo: Pedro Páramo es “Un rencor vivo” (8) y es también “la pura maldad” (89). Los robos, los asesinatos, los incestos, el parricidio, el maltrato de padres a hijos y de hijos a padres, la ira, la venganza, el odio y la crueldad cruzan constantemente las páginas de la narrativa rulfiana. Leemos, por ejemplo, el doble asesinato de los hermanos Torricos en “La cuesta de las Comadres”, la venganza del hijo de Guadalupe Terreros muchos años después del crimen cometido por Juvencio Nava. Así también, nos enteramos de que el padre maldice a Ignacio, el asaltante de caminos, en “No oyes ladrar los perros”, por haberse convertido en un ser abyecto: “Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: «¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!» Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente...” (227). Conocemos la historia de una familia destrozada por la violencia en “Acuérdate”, donde Urbano Gómez “desde niño, comienza a convertirse al mal” (Trejo 80) y, después de una golpiza del tío, se aleja del pueblo lleno de coraje para regresar convertido en un policía que “siempre estaba en la plaza de armas, sentado en una banca con la carabina entre las piernas y mirando con mucho odio a todos” (223) y que termina matando a su cuñado “mandándole un culatazo tras otro con el máuser . . . rabioso, como perro del mal” (224).

Se pueden distinguir cinco rasgos que están siempre presentes en la generación y experiencia del mal representado en la narrativa rulfiana -tomando en cuenta El Llano en llamas y Pedro Páramo-. Estos son: la transgresión de un límite como detonante del mal, la violencia extrema que esta conlleva, la monstruosidad del ser que comete la transgresión, la culpa y la confesión del acto cometido a la par de una imposibilidad de justicia y, finalmente, la inevitabilidad trágica de la experiencia del mal. El cuento “El hombre” es especialmente interesante para analizar el problema del mal porque, además de presentar estos cinco rasgos, sintetiza y proyecta las constantes estilísticas, simbólicas y ontológicas de la obra de Rulfo. En este artículo estudiaré, así, la experiencia del mal en “El hombre” a partir del análisis de las imágenes y símbolos poéticos que refieren a estos cinco elementos. Serán para ello fundamentales, como base teórica, los estudios de Paul Ricoeur “La simbólica del mal”, recogida en Finitud y culpabilidad, y “La simbólica del mal interpretada”, incluida en El conflicto de las interpretaciones. Ensayos de Hermenéutica.

En cuanto al enfoque del trabajo mantendré la perspectiva paradigmática señalada para aproximarme a la configuración de una simbólica del mal en la poética de Juan Rulfo: El Llano en llamas y Pedro Páramo son imagen y visión de la realidad mexicana en la que fluye una simbólica del mal, pero más allá de ceñirse a un espacio determinado, constituyen “la visión de un poeta de lo que es el hombre, su vida, su sufrimiento y su morir; visión del hombre sobre esta tierra, bajo este cielo, en México y dondequiera, hoy y siempre” (Frenk 53).

EL LÍMITE TRANSGREDIDO

En “El hombre” la transgresión de límites es clara y queda explícitamente declarada por el perseguido cuando se dice a sí mismo: “«No debí matarlos a todos -dijo el hombre-. Al menos no a todos ». Eso fue lo que dijo” (135). Es relevante que el personaje subraya una y otra vez lo que considera la línea que no debió haber pasado, ya que la expresión se repite tres veces en el cuento: “No debí matarlos a todos” (135, 136, 137).

La diégesis de “El hombre” es sencilla: Urquidi mata a un hombre de apellido Alcancía en presencia de su hermano José Alcancía, quien en ese momento no hace nada. Sin embargo, al pasar el tiempo, decidido a vengarse, José va en busca de Urquidi a su casa, en medio de la noche, e intentando asesinarlo a él, mata a toda la familia de este. Ignorando que el asesino de su hermano se ha salvado al haber estado ausente, José emprende una larga y tortuosa huida del lugar del crimen, seguido sin saberlo por Urquidi. Paralelamente, un borreguero se encuentra con José y es testigo de que aparece muerto en los linderos del río. La forma y organización del relato es, en cambio, enormemente compleja y llena de sutilezas discursivas y narrativas. Es relevante que no se conozcan las identidades de los personajes hasta muy tarde en el desarrollo del texto, cuando en realidad, el lector los ha identificado ya como un perseguido y un perseguidor, ambos de algún modo, anónimos, y entre los cuales, además, se suscita una confusión y equivalencia constante desde la perspectiva de quien lee, de tal modo que como advierte James Holloway:

La inconsecuencia de algo tan individualmente distintivo como los nombres de los personajes, junto con la continuación cíclica de actos similares de violencia perpetrados por antagonistas tan idénticos en actitudes y conflictos de consciencia como para hacerlos frecuentemente indistinguibles excepto para el lector más discriminante, sugiere un foco en la identidad arquetípica, un foco que el título del cuento, “El hombre”, confirma. Como el perseguidor, el lector cuidadoso está en búsqueda de “el hombre” también, y la presa última, filtrada por el lente de Rulfo, es la esencia eterna del hombre. (167)

Las primeras líneas del cuento tienen una perspectiva indefinida de los personajes: “Los pies del hombre” (133), “Pies planos -dijo el que lo seguía-” (133); y también confusa, imprecisa: “Oyó allá atrás su propia voz” (134). Este estilo narrativo inicial, sumado al título genérico del cuento y a la revelación tardía de los nombres y las identidades, configura un nivel de abstracción respecto al ser humano, apunta a una dimensión ontológica. En ese sentido, Holloway también advirtió: “Otros han observado el número de actitudes y características que los dos antagonistas comparten, como si, salvo el hecho de ser enemigos mortales, fueran virtualmente la misma persona” (167).

En las narraciones de Juan Rulfo, los espacios aparecen determinados por líneas, por límites que son cruzados por los personajes y a partir de ese evento sus vidas quedan sometidas al mal. Así, cuando Miguel, el hijo reconocido de Pedro Páramo, encuentra la muerte declara: “Sólo brinqué el lienzo de piedra que últimamente mandó poner mi padre” (25). En “Es que somos muy pobres”, el narrador se pregunta sobre la vaca de Tacha: “No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pasar el río este, cuando sabía que no era el mismo río que ella conocía de a diario” (129). Macario es apedreado si cruza la puerta de su casa: “En la calle suceden cosas. Sobra quien lo descalabre a pedradas apenas lo ven a uno. Llueven piedras grandes y filosas por todas partes” (165). En “Diles que no me maten”, el ganado de Juvencio Nava, al que Guadalupe Terreros ha prohibido el paso hacia la pastura, atraviesa el límite desafiando así al dueño de la “Puerta de Piedra”, desatando un mundo de ira, muerte y venganza: “entonces fue cuando se puso a romper la cerca y a arrear la bola de animales flacos hasta las paraneras para que se hartaran de comer” (190). Otro límite transgredido es el que supone el incesto que Rulfo aborda en varios momentos de su obra: los cuñados Tanilo y Natalia en “Talpa”, Donis y su hermana en Pedro Páramo o Justo Brambila en el cuento “En la madrugada”. El parricidio también aparece como la gran transgresión de un límite en Pedro Páramo: “Desarmaron a Abundio, que aún tenía el cuchillo lleno de sangre en la mano” (130).

El desplazamiento y movimiento de los personajes entre las líneas y límites en la narrativa de Juan Rulfo, como ha advertido Pablo Brescia, “con frecuencia deviene transgresión territorial, moral, social o cultural” (130). Es importante señalar también que, en el universo rulfiano, los umbrales cobran una gran importancia, marcan la línea del bien y del mal, los seres y sus experiencias se definen en él: “Afuera en el patio, los pasos, como de gente que ronda. Ruidos callados. Y aquí, aquella mujer, de pie en el umbral; su cuerpo impidiendo la llegada del día. . .” (Pedro Páramo 27). Los umbrales son zonas inciertas, ser víctima o victimario es algo impreciso, fluctuante, relativo. Nadie está libre del mal, los roles de bondad y maldad son difusos, como también lo destaca Sergio López Mena: “el intercambio de papeles entre la víctima y el victimario, representa, como ha señalado Arturo Trejo, un acto de justicia literaria. El hombre es uno y el mismo, sea que mate o que muera, parece decirnos el filósofo Juan Rulfo” (92).

Transgredido el límite, los personajes se adentran en el terreno del mal. Paul Ricoeur en El conflicto de las interpretaciones. Ensayos de hermenéutica, señala que “no hay lenguaje directo, no simbólico, del mal padecido, sufrido o cometido” (263). Así, los símbolos del mal se multiplican en “El hombre”: “las imágenes de la desviación, el camino torcido, la transgresión, el error, en la concepción más ética del pecado; o de las imágenes del peso y la carga, en la experiencia más interiorizada de la culpabilidad” (Ricoeur, El conflicto 263). La argumentación de Ricoeur sobre la simbólica del mal continúa así:

El mundo de los mitos está polarizado en dos tendencias: la que localiza el mal más allá de lo humano y la que lo concentra en una mala elección, a partir de la cual comienza la pena de ser hombre . . . Pero esto no es lo más notable: el conflicto no se plantea únicamente entre dos grupos de mitos, se repite también en el interior del mismo mito adánico. En efecto, este mito tiene dos aspectos. Por un lado, constituye el relato del instante de la caída . . . pero es al mismo tiempo, el relato de la tentación . . . Por ese motivo, el mito adánico . . . introduce en el relato la figura altamente mítica de la serpiente. Ésta representa, en el corazón mismo del mito adánico, la otra cara del mal . . . el mal que ya está ahí, el mal anterior, el mal que atrae y seduce al hombre. La serpiente significa que el hombre no comienza el mal; lo encuentra. (El conflicto 268)

Este conflicto puede verse en “El hombre”. El símbolo de la serpiente aparece en múltiples ocasiones. Primeramente, en la forma del arma homicida: “Soltó el machete que llevaba todavía apretado en la mano cuando el frío le entumeció las manos. Lo dejó allí. Lo vio brillar como un pedazo de culebra sin vida, entre las espigas secas” (135). Después el río, que adquiere las cualidades del funesto animal, acentuando simultáneamente la eternidad del mal que encarna, es como una serpiente que se arrastra silenciosa:

Muy abajo el río corre mullendo sus aguas entre sabinos florecidos; meciendo su espesa corriente en silencio. Camina y da vueltas sobre sí mismo. Va y viene como una serpentina enroscada sobre la tierra verde. No hace ruido. Uno podría dormir allí, junto a él, y alguien oiría la respiración de uno, pero no la del río. La yedra baja desde los altos sabinos y se hunde en el agua, junta sus manos y forma telarañas que el río no deshace en ningún tiempo. (135)

Más adelante, el perseguidor compara al perseguido con la serpiente: “Te esperé un mes, despierto de día y de noche, sabiendo que llegarías a rastras, escondido como una mala víbora” (137).

Es importante mencionar que Rulfo nos muestra la amplitud del símbolo de la serpiente porque las imágenes serpentinas asoman en otros momentos fundamentales de la obra, pero asociadas a las nociones de luz, azules, viento, claridad, esperanza. En el cuento “En la madrugada”, antes de que estalle la violencia, Esteban “mira las serpentinas de colores que corren por el cielo: rojas, anaranjadas, amarillas. Las estrellas se van haciendo blancas. Las últimas chispas se apagan y brota el sol, entero, poniendo gotas de vidrio en la punta de la hierba” (146). En el cuento “Es que somos muy pobres”, la vaca perdida en la inundación del río se llama “La Serpentina”. Es una vaca amada, hermosa, que vive con la niña desde que es una cría: “la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy bonitos ojos” (129). Rulfo dinamiza el símbolo, aquí no se trata de la maligna figura viperina, sino de aquella que refiere en la cultura tradicional mexicana a la celebración y a la fiesta.1 Es como si Rulfo quisiera, de algún modo, capturar también aquellas imágenes y símbolos que pudieran conjurar el mal cometido o padecido encarnado en la mítica serpiente. En este orden de ideas, en la narrativa de Juan Rulfo se plantea la pregunta constante sobre el mal y la miseria humana, sobre “lo podrido” (El Llano en llamas 128, 132, 154, 170, 179, 195, 228; Pedro Páramo 6, 90, 96) del mundo que denota la miseria y el mal del universo humano: “Tengo mi corazón que resbala y da vueltas en su propia sangre, y el tuyo está desbaratado, revenido y lleno de pudrición” (138), le dice el perseguidor al perseguido en “El hombre”.

Los límites transgredidos en “El hombre” encarnan en símbolos de miseria y podredumbre, ya que además de vincularse a la serpiente, el perseguido come animales crudos y muertos como una imagen de descomposición y maldad. El borreguero afirma haberlo visto comer ajolotes del río: “Lo vi beber agua y luego hacer buches como quien está enjuagándose la boca; pero lo que pasaba era que se había tragado un buen puño de ajolotes, porque el charco donde se puso a sorber era bajito y estaba plagado de ajolotes. Debía de tener hambre” (141). Ciertamente, en México, el ajolote como alimento tiene antecedentes prehispánicos, sin embargo, para ser comestible debe ser cocinado y elegido por su tipo.2 El pastor agrega:

Todavía ayer se comió un pedazo de animal que se había muerto del relámpago. Parte amaneció comida de seguro por las hormigas arrieras y la parte que quedó él la tatemó en las brasas que yo prendía para calentarme las tortillas y le dio fin. Ruñó los huesos hasta dejarlos pelones.

«El animalito murió de enfermedad», le dije yo.

Pero como si ni me oyera. Se lo tragó enterito. Tenía hambre. (142)

Comer animales crudos, muertos y de “mal agüero” equivale a nutrir simbólicamente las potencias malignas y execrables del ser que ha infringido los límites del mal.

LA IRRACIONALIDAD DE LA VIOLENCIA

El asesinato de seres cercanos y amados, así como la consecuente secuencia de venganzas sustentan el fondo de “El hombre”. El horror de la violencia extrema se manifiesta reiteradamente. Se muestra cuando Urquidi mata al hermano de José: “[n]o los buscaba a ustedes, simplemente era yo el final de su viaje, la cara que él soñaba ver muerta, restregada contra el lodo, pateada y pisoteada hasta la desfiguración. Igual que lo que yo hice con su hermano . . .” (137); cuando José asesina a la familia Urquidi: “«Discúlpenme», les dijo. Y comenzó su tarea. Cuando llegó al tercero, le salían chorretes de lágrimas. O tal vez era sudor. Cuesta trabajo matar. El cuero es correoso” (136); cuando el perseguidor imagina cómo aniquilará al perseguido: “[s]e arrodillará y me pedirá perdón. Y yo le dejaré ir un balazo en la nuca... Eso sucederá cuando yo te encuentre” (134); y cuando, finalmente, Urquidi asesina a José: “[p]rimero creí que se había doblado al empinarse sobre el río y no había podido ya enderezar la cabeza y que luego se había puesto a resollar agua, hasta que le vi la sangre coagulada que le salía por la boca y la nuca repleta de agujeros como si lo hubieran taladrado” (143).

La irracionalidad de la violencia es un rasgo constante en la irrupción del mal en la obra de Rulfo. “Pero no parecía malo. Me contaba de su mujer y de sus chamacos” (142), señala el borreguero sobre la apariencia de José Alcancía. Rulfo habló sobre esa potencia violenta que puede yacer agazapada en los seres:

Es impresionante conocer a esta gente que de pronto la considera uno pacífica, tranquila, apacible como decía antes y de pronto sabe que detrás de él hay una historia muy grande de violencia, de todos esos personajes se me han grabado y los he tenido que recrear no pintar como ellos eran sino que he tenido que revivirlos en alguna forma imaginándolos. (cit. en Soler)

Como señalan Calabrese y Junco, en el universo rulfiano “la violencia es la atmósfera natural de los hombres y sus circunstancias, es el modo de ser de los acontecimientos” (67). La narración de asesinatos despiadados y cruentos es cuantiosa en El Llano en llamas y Pedro Páramo. Además, la violencia no solo es física, también es social, emocional, psicológica y afectiva. En el mundo rulfiano la vida es una guerra: la vida es contienda, lucha, choque; en este mundo violentamente feroz del que Rulfo da testimonio, las innumerables venganzas y traiciones dan lugar a lo que Monsiváis llama “la normalización de la tragedia” (“Juan Rulfo: declaración de bienes”).

En particular, en “El hombre” el despliegue de la ira, la venganza y la violencia es un remolino aterrador en el que Urquidi mata al hermano de José, José Alcancía asesina a toda la familia Urquidi y Urquidi lo asesina a él. Estas prácticas de venganza refieren a un plano ontológico, en el sentido de un carácter fundamental de los seres como una determinación metafísica (Abbagnano 708), y también a una dimensión histórica del mundo narrado y sus circunstancias; es como si el espacio social se detuviera en una fase primitiva de la resolución de conflictos que no trasciende a formas evolucionadas de hacer justicia. La venganza en “El hombre” es individual, pero también, de algún modo, queda sustentada por una sociedad con limitaciones para ejercer otras alternativas. Como explica Foucault, “[e]n realidad se trata siempre de una batalla para saber quién es el más fuerte” (La verdad 73). Se presenta un mundo detenido en el círculo de la violencia: “Una violencia repetida y mudable ejerce el movimiento axial que sostiene vida-muerte-vida, mientras margina a los personajes del genuino orden familiar, comunitario y trascendente” (Calabrese y Junco 80).

LA MONSTRUOSIDAD DEL MAL

Los personajes rulfianos relacionados con la experiencia del mal son personajes marcados, tienen una huella o señal que perciben los otros e incluso ellos mismos: “estoy hecha un mar de lodo” (55), gime la hermana incestuosa en Pedro Páramo. Ciertamente, la narrativa del escritor mexicano parece en momentos frisar lo monstruoso, muertos aparecen aquí y allá con sus gestos atroces, como el personaje agonizante de “Talpa”: “Desde aquel día en que amaneció con unas ampollas moradas repartidas en los brazos y las piernas. Cuando después las ampollas se le convirtieron en llagas por donde no salía nada de sangre y sí una cosa amarilla como goma de copal que destilaba agua espesa” (152); o Juvencio Nava en “Diles que no me maten”: “Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote, cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron” (196). El mal y lo monstruoso se enlazan, las imágenes del mal aparecen como un “desfile de figuras oscuras” (246), como explica Tranquilino Herrera, el narrador de “La herencia de Matilde Arcángel”.

En “El hombre”, cuando el perseguidor asume la falta, simbólicamente señalada a través del camino desviado, percibe su propia monstruosidad:

«No debí haberme salido de la vereda -pensó el hombre-. Por allá hubiera llegado. Pero es peligroso caminar por donde todos caminan, sobre todo llevando este peso que yo llevo. Este peso se ha de ver por cualquier ojo que me mire; se ha de ver como si fuera una hinchazón rara. Yo así lo siento. Cuando sentí que me había cortado un dedo, la gente lo vio y yo no, hasta después. Así ahora, aunque no quiera, tengo que tener alguna señal. Así lo siento, por el peso, o tal vez el esfuerzo me cansó». Luego añadió: «No debí matarlos a todos; me hubiera conformado con el que tenía que matar; pero estaba oscuro y los bultos eran iguales... Después de todo, así de a muchos les costará menos el entierro». (136)

El perseguidor ubica al perseguido porque está marcado, los pies de José Alcancía van dejando en la vereda huellas que parecen de un animal: “se hundieron en la arena dejando una huella sin forma, como si fuera la pezuña de algún animal” (133). Así lo identifica el perseguidor: “Pies planos -dijo el que lo seguía-. Y un dedo de menos. Le falta el dedo gordo en el pie izquierdo. No abundan fulanos con estas señas. Así que será fácil” (133). La marca de la transgresión adquiere dimensiones genéricas, no solo atañe a la historia particular del personaje en cuestión, sino al destino humano. La mancha, la impureza de acuerdo con Ricoeur, es “el más arcaico de los símbolos” (El conflicto 264). Más adelante, cuando lo encuentra el borreguero, este también percibe la mancha simbólica: “Parecía venir huyendo. Traía una porción de lodo en las zancas, que ya ni se sabía cuál era el color de sus pantalones” (139).

Rulfo despliega, en la elaboración de los símbolos de lo monstruoso, su poderoso talento visual, articulando imágenes de incomparable energía plástica. Las figuras deformes constituyen una representación icónica de la figura humana desde la visión de una corporeidad alterada y violenta. Como en otros proyectos poéticos o visuales que se fundan en la estética de lo monstruoso, vemos la deformación del cuerpo humano como expresión de la condición existencial de los seres representados; se puede identificar así “la importancia de la deformidad como un proceso gradual que va desplazando a los individuos que la padecen de su contexto social, hasta dejarlos en el abandono y la soledad” (Luna 264). En estos procesos de deformación, el cuerpo humano aparece con rasgos que lo acercan a una corporeidad animal o bien a una corporeidad alterada, mutilada o desarticulada ¿Qué es El Llano en llamas?, se pregunta Monsiváis: “Temáticamente, un desfile monstruoso” (Escribir 261).

DE LA CULPA A LA CONFESIÓN, LA JUSTICIA IMPOSIBLE

La marca monstruosa del infractor se vincula desde luego a la culpa: “Por allá ya hubiera llegado -señala José Alcancía- Pero es peligroso caminar por donde todos caminan, sobre todo llevando este peso que yo llevo” (136). El personaje no sabe que el señor Urquidi ha sobrevivido, el peso que siente no obedece, entonces, a la amenaza de un persecutor sino al reclamo de su propia conciencia: lo atormenta su propia culpa. La tríada falta-culpa-confesión empapa la experiencia del mal en el mundo rulfiano: Comala está “en la mera boca del Infierno” (Pedro Páramo 8), “[l]as luces se apagaron. Entonces una mancha como de tierra envolvió al pueblo” (“En la madrugada” 144), “-¿No me ve el pecado? ¿No ve esas manchas moradas como de jiote que me llenan de arriba abajo?” (Pedro Páramo 55). El pecado en el mundo rulfiano se muestra como la expresión, por excelencia, de la transgresión, de la desviación del orden, del camino quebrado: “Como resultado de esta culpabilidad, el hombre se desenvuelve en un ambiente casi estático, sin poder progresar o mejorar, sin poder escapar de ese pasado al que está condenado” (Lyon 116).

“Yo fui criado en un ambiente de fe, pero sé que la fe allí ha sido trastocada . . . en realidad su fe está deshabitada. No tienen un asidero, una cosa de donde aferrarse”, explica Juan Rulfo (cit. en Sommers, “Los muertos” 21). En los personajes rulfianos, la noción de pecado conduce a la culpa. En este sentido: Macario vive obsesionado con la culpa, el pecado y el infierno; en “La herencia de Matilde Arcángel”, el padre culpa al hijo de la muerte de la madre: “Todavía viviría -se puso a decir él- si el muchacho no hubiera tenido la culpa” (242); el padre Rentería declara una culpa asumida: “Y éstas son las consecuencias. Mi culpa” (Pedro Páramo 33); y en “Talpa”, Natalia se derrumba ante su madre por el peso de la culpa y el pecado de haber empujado, junto con su cuñado, a Tanilo a la muerte: “Vino a llorar hasta aquí, arrimada a su madre; sólo para acongojarla y que supiera que sufría, acongojándonos de paso a todos, porque yo también sentí ese llanto de ella dentro de mí como si estuviera exprimiendo el trapo de nuestros pecados” (151).

Como bien ha advertido Violeta Peralta: “Todos los personajes de Rulfo parecen vivir aplastados por la conciencia del pecado que los marca con una señal externa, cuyo origen se está permanentemente investigando” (51). Así, en la obra rulfiana el mal se vincula a la soledad de la culpa y a la confesión desesperada e irredenta: “El Yo pecador se oía más fuerte, repetido, y después terminaba: ‘por los siglos de los siglos, amén’, ‘por los siglos de los siglos, amén’, ‘por los siglos…’” (Pedro Páramo 79). Asimismo, en la obra de Juan Rulfo, la culpa y la confesión están frecuentemente vinculadas al discurso religioso católico en versión sincrética con las creencias de los pueblos originarios de México. Thomas Lyon ha analizado en El Llano en llamas y en Pedro Páramo “el carácter religioso . . . el sentimiento de culpabilidad, el deseo de confesar y recibir perdón y la imposibilidad de cualquier clase de salvación espiritual para los personajes” (97). Por su parte, Mariana Frenk señala: “Y es una gran confesión en voz baja del hombre anonadado por la culpa, una culpa sin culpa, fatal. Todos sus personajes son culpables, y todos saben de su culpa. Hasta Pedro Páramo, tan soberbio, mismo, exclama ante su hijo muerto: ‘Estoy comenzando a pagar’” (53).

Como señala Francoise Perus, “no son pocos los cuentos de El llano en llamas que descansan en el monólogo de un personaje abismado en sus recuerdos o pensamientos” (20). En ese contexto, los personajes rulfianos se confiesan:

Porque la cosa es que a Tanilo Santos entre Natalia y yo lo matamos. Lo llevamos a Talpa para que se muriera. Y se murió. Sabíamos que no aguantaría tanto camino; pero, así y todo, lo llevamos empujándolo entre los dos, pensando acabar con él para siempre. Eso hicimos. (“Talpa” 152)

En el cuento “En la madrugada” el arriero confiesa los eventos trágicos que llevan a la muerte de “su patrón” Justo Brambila y su encarcelamiento:

Yo tenía el ombligo frío de traerlo al aire. Ya no me acuerdo por qué. Llegué al zaguán del corral y no me abrieron . . . Y ya estaba yo quitando la tranca del zaguán cuando vi al patrón don Justo que salía de donde estaba el tapanco, con la niña Margarita dormida en sus brazos y que atravesaba el corral sin verme. Yo me escondí hasta hacerme perdedizo arrejolándome contra la pared, y de seguro no me vio. Al menos eso creí. (146)

“A Remigio Torrico yo lo maté” confiesa crudamente el arriero de “La Cuesta de las Comadres” (121). “Diles que no me maten” es una larga confesión de Juvencio Nava quien narra cómo todo lo ha perdido y se ha quedado completamente solo al dedicar su vida a la interminable huida: “Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el monte, corriendo del exhorto” (190). El Pichón confiesa en “El Llano en llamas”: “Yo salí de la cárcel hace tres años. Me castigaron allí por muchos delitos; pero no porque hubiera andado con Pedro Zamora. Eso no lo supieron ellos. Me agarraron por otras cosas, entre otras por la mala costumbre que yo tenía de robar muchachas” (187).

En “El hombre” puede verse claramente la tríada falta/pecado-culpa-confesión. La culpa corroe y devasta al “perseguido”: “Lo señaló su propio coraje -dijo el perseguidor” (134). En “La simbólica del mal”, precisa Ricoeur: “[o]bjetivamente, el pecado es transgresión; subjetivamente, la culpabilidad es la pérdida de un grado de valor: es la perdición misma” (Finitud 284). Es en el abismo de la culpa en donde “el perseguido” encuentra la soledad trágica del mal, sufre la inmensa soledad del arrepentimiento y sucumbe a la definitividad de sus actos que quedan materializados en una marca indeleble de culpa.

El perseguido también se confiesa en medio de la tortura del arrepentimiento: “«No debí matarlos a todos -dijo el hombre-. Al menos no a todos». Eso fue lo que dijo” (135). La confesión en la obra de Rulfo adquiere distintas tonalidades: emocional, afectiva, jurídica, social, íntima, religiosa; pero en cualquiera de sus formas la confesión rulfiana, sea resultado de un mal cometido o sufrido, aparece como un ritual. En “El hombre”, a través de la confesión del “perseguido”, podemos ver paradigmáticamente la función de la confesión: los personajes hablan solos, hablan con alguien que escucha en silencio o con alguien a quien se imaginan presente, rumian palabras entre murmullos o no las dicen, son monólogos en su mente.

Foucault sugiere que no hay acto de confesión que no se vincule de algún modo a la conciencia de una falta cometida y, por eso, no hay confesión que no sea costosa:

se puede reconocer igualmente el tema de que decir la verdad purifica (y de que el mal se arranque del cuerpo y del alma de aquel que, al confesarlo, lo expulsa). E incluso el tema de que decir la verdad acerca de una cosa anula, borra, conjura esa verdad misma (mi alma se vuelve más blanca si confiesa que es negra). (Obrar mal 23)

De ese modo, el perseguido habla solo, para sí mismo, murmura, parece querer cumplir el ritual de purificarse confesándose, de conjurar sus actos declarándolos: “la confesión es un acto verbal mediante el cual el sujeto plantea una afirmación sobre lo que él mismo es, se compromete con esa verdad, se pone en una relación de dependencia con respecto a otro y se modifica a la vez la relación que tiene consigo mismo” (Foucault, Obrar mal 27). El personaje expresa una verdad que, de acuerdo con las reflexiones de Foucault, se supone lo es porque es confesada y solo se confiesa una verdad. No obstante, esa certeza queda en la hondura de la incertidumbre en el mundo rulfiano.

En la narrativa rulfiana, si bien la culpa atormenta al sujeto y este lo confiesa, se pone de manifiesto el fracaso e imposibilidad de la justicia en lo privado y lo público. Son numerosos los personajes en la narrativa rulfiana que son acusados y están en la cárcel sin pruebas contundentes, y simultáneamente abundan aquellos que han escapado, ante evidencias indiscutibles de su culpabilidad, al orden y la justicia:

Y que dizque yo lo había matado, dijeron los díceres. Bien pudo ser, pero yo no me acuerdo . . . Pero desde el momento que me tienen aquí en la cárcel por algo ha de ser, ¿no cree usted? Aunque, mire, yo bien que me acuerdo de hasta el momento que le pegué al becerro y de cuando el patrón se me vino encima, hasta allí va muy bien la memoria; después todo está borroso. (“En la madrugada” 147)

En “El hombre” la confesión, paradigmáticamente, se relativiza. Se cuestiona su limitado valor como discurso para producir la verdad, una verdad que en las narraciones rulfianas se vuelve, imprecisa, inaccesible y restringida:

¿De modo que ora que vengo a decirle lo que sé, yo salgo encubridor? Pos ora sí. ¿Y dice usted que me va a meter en la cárcel por esconder a ese individuo? Ni que yo fuera el que mató a la familia esa. Yo sólo vengo a decirle que allí en un charco del río está un difunto. Y usted me alega que desde cuándo y cómo es y de qué modo es ese difunto. Y ahora que yo se lo digo, salgo encubridor. Pos ora sí. (143)

En El Llano en llamas y Pedro Páramo predominan los espacios encerrados, los laberintos sin salida, los cuartos estrechos y asfixiantes, las cárceles, las tumbas, los paisajes áridos y desnudos que queman el alma y la ahogan en atmósferas irrespirables. Los personajes se debaten encerrados ahí, entre la soledad y la culpa, el dolor y la venganza, el destino y la fatalidad. La resolución de la justicia parece imposible en el reino del mal.

LA INEVITABILIDAD TRÁGICA DEL MAL

En “El hombre”, el perseguidor cuenta que el día de la matanza de su familia él no estaba ahí por la fuerza de las circunstancias: “Me acuerdo. Fue el domingo aquel en que se me murió el recién nacido y fuimos a enterrarlo. No teníamos tristeza, sólo tengo memoria de que el cielo estaba gris y de que las flores que llevamos estaban desteñidas y marchitas como si sintieran la falta del sol” (136). La muerte y entierro del recién nacido crean la atmósfera de una expectativa funesta. La inevitabilidad de los sucesos se ahonda cuando el perseguidor reflexiona que la tragedia se anuncia antes de que él la sepa: “Y yo también llegué tarde. Llegué detrás de ti. Me entretuvo el entierro del recién nacido. Ahora entiendo. Ahora entiendo por qué se me marchitaron las flores en la mano” (137). La simultaneidad entre los hechos violentos desatados en su casa, de los que aún no tiene noticia, y el marchitarse de las flores en su mano constituye no una simple coincidencia sino una sincronicidad trágica.

En la obra de Rulfo, el desencadenamiento del mal parece inevitable. En “El hombre” el río también se comporta como un símbolo del destino: “Caminaré más abajo. Aquí el río se hace un enredijo y puede devolverme a donde no quiero regresar ” (137). El río determina el trayecto del personaje: “El hombre vio que el río se encajonaba entre altas paredes y se detuvo. «Tendré que regresar», dijo” (138). Finalmente, lo enfrenta a su única posibilidad: la muerte: “Estás atrapado -dijo el que iba detrás de él y que ahora estaba sentado a la orilla del río- . . . Tendrás que regresar en cuanto te veas encañonado. Te esperaré aquí. Aprovecharé el tiempo para medir la puntería, para saber dónde te voy a colocar la bala” (138).

El mundo rulfiano está sometido a un implacable destino trágico que hunde a los seres en el mal. Rulfo sugirió creer en una cualidad atávica del destino: los personajes son presa de fuerzas que se les imponen, internas o externas; sus deseos y expectativas se estrellan inevitablemente con una realidad aciaga. José Alcancía se encuentra con su destino y queda atrapado en las redes del mal, pues al verse encajonado en el río admite que tiene que regresar. El mal se torna un imperativo. Sea porque el individuo cruza la línea voluntariamente o porque azarosamente se ubique en la encrucijada fatal, el ser siempre se encuentra tarde o temprano con el mal: José ha matado a toda la familia de Urquidi dejando azarosamente vivo al asesino de su hermano y ahora, él mismo, encontrará una muerte violenta y sanguinaria.

Desde Aristóteles sabemos que uno de los grandes resortes de lo trágico es, según indica Foucault, “el reconocimiento, es decir, la revelación de la identidad real de un personaje previamente desconocido o ignorado . . . y por lo general la peripecia, es decir, la inversión de la situación es la que permite reconocer la verdad de cada quien” (Obrar mal 74). En ese sentido, en la obra de Rulfo el desarrollo narrativo devela un lado maligno imprevisto, inesperado de los personajes y también incalculable: el perseguido es capaz de asesinar a una familia completa sorpresivamente en medio de la noche. Las encrucijadas iconizadas en la arquitectura narrativa rulfiana, que da vuelta, regresa, se detiene, ostenta vacíos, se encajona como los ríos, como las veredas tortuosas, como la vida misma, sugiere una decisión del personaje, pero también un impulso incontrolable de cruzar las líneas funestas: “Estamos en un mundo que es, desde luego, el de la fatalidad . . . el mundo, por tanto, de la verdad, el mundo inevitable . . . que urde a la vez el destino” (Foucault, Obrar mal 80).

La de Rulfo es en lo esencial una visión fatalista de la existencia y del problema del mal: “como lo han visto Joseph Sommers y el mismo Rulfo. Ni la vida ni la muerte representan progreso; son círculos de angustia continua” (Lyon 110). Como afirma Sommers: “[e]l cielo está más allá del alcance de todos. Ni fe religiosa ni solidaridad humana ofrecen ningún antídoto contra un modo de existir en el cual el hombre está condenado a sufrir y a hacer sufrir a los otros” (“A través de la ventana” 164).

CONSIDERACIONES FINALES

El mal en la obra de Juan Rulfo no es un concepto que pueda definirse. Hemos podido ver, sin embargo, al analizar detenidamente su representación en “El hombre”, cinco rasgos que se manifiestan cuando se desencadena la experiencia del mal: la transgresión de un límite, la violencia extrema, la monstruosidad del mal, la culpa y la inevitabilidad trágica de la experiencia del mal. Gracias a las cualidades paradigmáticas del cuento pudimos vislumbrar que esta red de elementos está siempre presente en la representación del problema del mal en la narrativa de Rulfo, lo cual nos permite aproximarnos a la configuración de una simbólica del mal en esta última.

Queda por decir que en este escenario la posibilidad del perdón desaparece junto con la posibilidad de una justicia real: “Se arrodillará y me pedirá perdón. Y yo le dejaré ir un balazo en la nuca” (134), afirma el perseguidor. El perdón y la justicia quedan excluidos, mientras la venganza y la violencia imponen su orden. Hanna Arendt explica en La condición humana que:

el perdón es el extremo opuesto a la venganza, que actúa en forma de re-acción . . . Dicho de otra manera, perdonar es la única reacción que no re-actúa simplemente, sino que actúa de nuevo y de forma inesperada, no condicionada por el acto que la provocó y por lo tanto libre de sus consecuencias, lo mismo quien perdona que aquel que es perdonado. (260)

Nos hemos acercado así a una poética del mal en la obra de Juan Rulfo. Si prestamos atención a aspectos como la modelización de “La Serpentina”, la vaca amada de la pequeña Tacha, que desde la inocencia de su infancia puede tal vez significar la posibilidad de la esperanza; o bien, a un cielo que, a pesar de todo, se abre, como lo describe el escritor mexicano en “La noche que lo dejaron solo”: “Lo despertó el frío de la madrugada. La humedad del rocío. Abrió los ojos. Vio estrellas transparentes en un cielo claro, por encima de las ramas oscuras” (209), entonces podemos observar que, si bien en la obra de Juan Rulfo el mal parece instaurar su imperio, queda tenue, entre líneas, apenas apuntada, la posibilidad de la justicia, del perdón como liberación de la venganza, así como de la solidaridad y la preocupación por el otro, de la esperanza y la conjuración del mal.

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1 Las serpentinas de colores son en México “tiras delgadas de papel enrollado, que se lanzan en reuniones festivas, sujetando un extremo para que se desenrollen” (DEM).

2 “[s]e tiene conocimiento de dos tipos de ajolotes, los sordos de un color café y los de arete de color negro, siendo estos últimos los que comúnmente se comían o comen, ya que los primeros y en la actualidad son consideraros de mal agüero” (Favila et al. 84).

Recibido: 11 de Marzo de 2022; Aprobado: 07 de Noviembre de 2022

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