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Connotas. Revista de crítica y teoría literarias

versión On-line ISSN 2448-6019versión impresa ISSN 1870-6630

Connotas. Rev. crit. teór. lit.  no.26 Hermosillo ene./jun. 2023  Epub 26-Jun-2023

https://doi.org/10.36798/critlit.v0i26.419 

Artículos

Demetrio Macías en un lugar de La Mancha: las ediciones ilustradas españolas de Los de abajo, de Mariano Azuela

Demetrio Macías in a village of La Mancha: The Spanish illustrated editions of Los de abajo, by Mariano Azuela

Daniel Avechuco Cabrera1 
http://orcid.org/0000-0003-0969-9340

1Universidad de Sonora, México; daniel.avechuco@unison.mx


Resumen:

El presente trabajo explora las dos ediciones ilustradas españolas de Los de abajo (1915), del novelista mexicano Mariano Azuela: la primera publicada en 1927 por Ediciones Biblos, con ilustraciones del pintor manchego Gabriel García Maroto, y la segunda publicada en 1930 por Espasa-Calpe, con ilustraciones del pintor valenciano Manuel Benet. En estas ediciones, las convergencias y divergencias entre la palabra y la imagen sugieren un diálogo complejo en el que intervienen tanto la perspectiva individual de los artistas como los respectivos horizontes culturales de dos países que en aquel momento compartían ciertas preocupaciones políticas, sociales y ontológicas. En ambas ediciones ilustradas, hay un diálogo interartístico trasatlántico mediado por la imagen de una Revolución mexicana más utópica que real, más anhelada que existente, y condicionado por una España en transición que ya oye el rumor de la guerra civil. El análisis de las ilustraciones parte fundamentalmente de dos conceptos: las enciclopedias icónicas, propuesto por Diego Lizarazo, y el ilustrador como crítico, propuesto por Lorraine Janzen.

Palabras clave: ilustración; interartisticidad; Revolución mexicana; pintura española; novela mexicana

Abstract:

This work explores the two Spanish illustrated editions of Los de abajo (1915), by Mexican novelist Mariano Azuela: the first one published in 1927 by Ediciones Biblos, with illustrations by Manchego painter Gabriel García Maroto, and the second published in 1930 by Espasa-Calpe, with illustrations by Valencian painter Manuel Benet. In these editions, the convergences and divergences between word and image suggest a complex dialogue in which both the individual perspective of the artists as well as the respective cultural horizons of two countries intervene that at that time shared certain political, social, and ontological concerns. In both illustrated editions, there is a transatlantic inter-artistic dialogue mediated by the image of a Mexican Revolution more utopian than real, more yearned for than existing, and conditioned by a Spain in transition already hearing the rumor of civil war. The analysis of the illustrations is based on two main concepts: iconic encyclopedias, proposed by Diego Lizarazo, and the illustrator as critic, proposed by Lorraine Janzen.

Keywords: illustration; interartisticity; Mexican revolution; Spanish painting; Mexican novel

INTRODUCCIÓN: LA REVOLUCIÓN MEXICANA EN ESPAÑA

Sabemos por palabras del propio Mariano Azuela que el arribo de Los de abajo a tierras españolas, en 1926, no hubiera sido posible sin la mediación de su amigo el periodista estridentista Gregorio Ortega, cuya diligente intervención también había sido clave para la publicación de la novela en El Universal Ilustrado, un año antes. Dice Azuela en sus Páginas autobiográficas: “[Gregorio] hizo un viaje a Europa y se llevó muchos ejemplares de la obra, la dio a conocer a muchos distinguidos escritores españoles” (138). Ya en España el estridentista le había escrito a Azuela para decirle: “usted no imagina las posibilidades que existen si, como creo, los escritores españoles encuentran en la novela la fuerza que para mí tiene” (cit. en Ruffinelli 239). La creencia de Ortega pronto se convirtió en certeza: quienes han estudiado la recepción crítica de Los de abajo, especialmente Jorge Ruffinelli y Aurora Díez-Canedo, dan cuenta de la buena acogida de la obra en un sector intelectual español que por entonces aún miraba con cierto descreimiento la producción literaria de la América hispanoparlante.

Las interpretaciones madrileñas de la novela no distaron mucho de las mexicanas: en ultramar también vieron en Los de abajo una epopeya moderna. A principios de 1927, Enrique Giménez Caballero, una de las cabezas de la generación del 27, publicó en La Gaceta Literaria un texto breve sobre la novela titulado “Un gran romance mexicano”, con el siguiente planteamiento: “Los de abajo es esa cosa auroral, donde la novela se confunde con el poema épico, donde es más bien un poema épico devenido novela” (cit. en Ruffinelli 246). Eduardo Gómez Baquero, el crítico y periodista mejor conocido como Andrenio, secundó la lectura de Giménez Caballero: “Escrita a la manera de las novelas rusas posteriores a la Revolución . . . Los de abajo ofrece los valores sencillos e internos de la épica que pueden darse en la novela moderna, heredera, en obras de esta clase, de las gestas y romances de antaño” (cit. en Azuela, Epistolario 203). Por su parte, el granadino Fabián Vidal celebró que la obra le quitara protagonismo a la aristocracia (cit. en Díez-Canedo 86) y se lo diera a los campesinos, lo mismo que Julián Zugazagoitia, quien destacó que la novela lograba introducir las masas en la literatura (cit. en Delgado 45).

La orientación de estas interpretaciones y el aparentemente desmedido entusiasmo del sector intelectual madrileño con Los de abajo se comprenden mejor si tomamos en cuenta el clima sociopolítico instalado en ciertos círculos letrados españoles durante los años veinte, producto de la dictadura de Miguel Primo de Rivera y del achecho del republicanismo. Se trata de un clima de socialismo moderado que, como ocurriría en casi toda Iberoamérica, había seguido primero con júbilo y luego con ansiedad la deriva de la Rusia postzarista. Estas circunstancias explican que en la península la Revolución mexicana adquiriera unas “dimensiones políticas que iban más allá del análisis y la mera observación informativa” (García-Caro 13) y se llegara a concebir como el movimiento que inauguraba “un nuevo ciclo histórico caracterizado por la democratización de los regímenes políticos no sólo de Hispanoamérica, sino del mundo” (Delgado 18). Más concretamente, parte de la intelligentsia española, estupefacta todavía por la fractura comunista luego de la revolución rusa, vio en los gobiernos posrevolucionarios de México la concreción de los ideales del socialismo (Mateos 246) y la prueba fehaciente de que la doctrina marxista no estaba necesariamente condenada a la utopía o a ser manchada de sangre en una lucha cainita. México, pues, de pronto fue erigido como modelo de Estado democrático y valores republicanos, es decir, un espejo donde mirarse:

La peculiaridad de las izquierdas españolas no radica tanto en su admiración, teñida de orientalismo, hacia el México post-revolucionario, como en su convicción de que su experiencia podía -y debía- importarse. Encontraban en México un contra-modelo a la España de Alfonso XIII y Primo de Rivera; un prisma desde el que imaginar la revolución que creían necesaria para destruir la España “de charanga y pandereta, cerrado y sacristía” denunciada por Antonio Machado, y construir en su lugar una nación moderna, abierta al mundo y socialmente justa. De ahí su tendencia a idealizar los aspectos autóctonos de la revolución y la sociedad mexicanas y a condenar, en cambio, su herencia española. (García 9)

Esta percepción de la Revolución, condicionada por la oceánica distancia y por el anhelo de unos cambios políticos y sociales que no terminaban de materializarse, tuvo varios efectos, pero quisiera destacar dos. En primer lugar, consiguió anular o por lo menos atenuar las imágenes que sobre el movimiento armado habían circulado en la década anterior, en las cuales se hacía énfasis en el caos y la barbarie mexicanos, y en las que Pancho Villa y Emiliano Zapata aparecían como bárbaros y salvajes (Delgado 65). Por otro lado, tamizó la recepción de los productos culturales mexicanos que llegaban cada tanto a la península, como es el caso de Los de abajo, cuya valía quedó cifrada más en la lucha social que encabeza la cuadrilla de Demetrio Macías, el protagonista, y menos en la revolucionaria propuesta estética de la novela, de la que poco o nada se habla en las reseñas de Giménez Caballero, Gómez Baquero, Vidal y Zugazagoitia.

Este es el escenario en el que surgen las dos ediciones españolas de Los de abajo de la década: la de Ediciones Biblos (fig. 1), publicada en 1927 con ilustraciones de Gabriel García Maroto (1889-1969), pintor manchego de tendencias socialistas y perteneciente a la generación del 27; y la de Espasa-Calpe (fig. 2), publicada en 1930 con ilustraciones de Manuel Benet Ponce (Valencia, 1896-1988), por entonces un veinteañero pintor devoto del republicanismo y que en 1931 ganaría el Premio Nacional de Grabado. Ediciones Biblos, que había abierto sus oficinas apenas unos meses antes de publicar la novela de Mariano Azuela, fue un proyecto del propio García Maroto junto con el militante comunista Ángel Pumarega García, “uno de los editores más cultos y finos de España”, diría Mariano Azuela, “hombre de izquierdas, avanzado, entusiasta” (Epistolario 207), fundador en 1922 de la Unión Cultural Proletaria. El perfil de sus creadores explica que Ediciones Biblos se constituyera como una de las primeras iniciativas culturales rusófilas de la capital española (Civantos 122): en su efímera existencia -el proyecto duró poco más de un año-, editó a Trotsky, Lenin, Marx, Fedin, entre otros. Respecto de Espasa-Calpe, no podría decirse que tuviera un acento ideológico tan específico y transparente como el de Biblos, pues su catálogo era más amplio y heterogéneo, pero sin duda supo explotar la rusofilia madrileña: lo mismo publicó a Iván Chmelov, escritor ruso no soviético defensor de valores tradicionales, que al periodista socialista Julio Álvarez del Vayo o al periodista anarquista Luis Araquistáin.

García Maroto, Madrid, Ediciones Biblos, 1927.

Fig. 1 Portada de Los de abajo, de Mariano Azuela. Ilustraciones de Gabriel 

Benet, Madrid, Espasa-Calpe, 1930.

Fig. 2 Portada de Los de abajo, de Mariano Azuela. Ilustraciones de Manuel 

Como se advierte, la coyuntura sociopolítica de la España de los años veinte, reforzada por la orientación ideológica o las estrategias comerciales de Biblos y Espasa-Calpe, esclarece el interés por publicar la novela de un escritor por entonces desconocido en las tierras de Don Quijote.

Los de abajo se ajustaba al programa político o mercadológico de algunas de las casas editoriales madrileñas que buscaban o bien hacerse un espacio, como Biblos, o bien afianzar su poder, como Espasa-Calpe, a la vez que la obra de Azuela contribuía a difundir en Madrid imágenes e ideas sobre la Revolución mexicana.

En el presente artículo me interesa explorar las ediciones españolas de Los de abajo a partir de un análisis de las propuestas iconográficas de Gabriel García Maroto y Manuel Benet, partiendo de la idea de que las ilustraciones son una manifestación más de los discursos que acerca de la Revolución mexicana articuló un grupo de intelectuales españoles de los años veinte y treinta, es decir, la etapa previa a la Guerra Civil. El análisis se basa en dos premisas. La primera es que toda enunciación y toda recepción de imágenes se vincula con lo que Alberto Carrere y José Saborit consideran conjuntos consolidados culturalmente (119) y Diego Lizarazo Arias denomina enciclopedias icónicas, conformadas por tres componentes:

un archivo ejemplar del tipo de imágenes que participan del imaginario que reporta; unos principios sintácticos específicos sobre las formas elementales de articulación entre sus íconos, y un sistema de rasgos pertinentes en los que se definirían las propiedades icónicas características del imaginario. (61)

Las enciclopedias icónicas, pues, no son sino repositorios mentales de modelos de representación que inciden en los procesos creativos, en tanto que la figuración visual no es producto solo de la imaginación individual, y de recepción, en la medida en que le permiten al espectador relacionar el estímulo sensible con un referente y con ello propiciar una comprensión más plena. En segundo lugar, asumo la propuesta, formulada por Lorraine Janzen, de que las ediciones ilustradas son dispositivos bivocales, lo que implica que la ilustración no es un paratexto ni su sentido depende de la fuente verbal, sino que tiene autonomía, sin que ello impugne su naturaleza relacional.Asimismo, sigo el supuesto de Janzen de que la labor del ilustrador es análoga a la de un crítico, por lo que las ilustraciones han de entenderse como interpretaciones del texto. Para descifrar esta interpretación, debe tenerse en cuenta que la mirada del ilustrador, como la de cualquier crítico, está condicionada por su propio horizonte cultural. Este punto resulta capital cuando la relación ilustración-palabra literaria es asincrónica, o sea, cuando el momento de la enunciación literaria y el de la génesis visual son distintos, como sucede con las ediciones ilustradas españolas de Los de abajo, en las cuales, además, el factor geográfico es determinante.

No está de más aclarar que la confrontación que hago de las ilustraciones con el material literario en ningún momento pretende derivar en un balance de similitudes y diferencias, ejercicio por demás improductivo, ni mucho menos valorar si las imágenes “están a la altura” de las palabras. De hecho, he emprendido este trabajo con la certeza de que las ilustraciones necesariamente se distancian de la expresión literaria, pero no tanto por la tan comentada irreductibilidad semiótica entre los sistemas visual y verbal, cuanto porque el escritor y los ilustradores enuncian desde lugares -geográficos, ideológicos, culturales, éticos- profundamente distintos, y esos lugares suelen ser más determinantes incluso que la voluntad de “respetar” la novela, como intentaré demostrar a continuación. Dadas las limitaciones espaciales de un artículo, para explicar los desvíos de las ilustraciones con respecto al material literario, me centro en un aspecto concreto en cada edición ilustrada: en el caso de la de García Maroto, exploro la resolución visual del sustrato indígena de Demetrio Macías; en la de Benet, me enfoco en la significativa ausencia de una representación visual de la Pintada.

ROSTROS DE PIEDRA, CORAZÓN DE MAGMA: LOS DE ABAJO SEGÚN GABRIEL GARCÍA MAROTO

Fustigador de la España primorriverista y artista multifacético, Gabriel García Maroto se destacó en varios momentos de su trayectoria por su labor como ilustrador y cartelista. Ya desde principios de la década de los veinte, el manchego obtuvo el premio de accésit del Concurso de Carteles del Círculo de Bellas Artes madrileño y el del Concurso de Portadas para la revista madrileña Nuevo Mundo, a la que le diseñaría cinco cubiertas, estilo art decó (Cabañas 47). Antes de fundar Ediciones Biblos junto con Ángel Pumarega, además, dibujó para publicaciones como Revista de Occidente, Post-Guerra, Nuevo Mundo, Revista de las Españas y La Gaceta Literaria, donde esporádicamente también escribió críticas de arte y otros textos sobre política y cultura.

La relación de Gabriel García Maroto con México fue mucho más estrecha que la de la mayoría de sus colegas de pluma y pincel, empezando por que se casó en 1915 con la mexicana Amelia Narezo Dragonné. Con todo, el evento que marcó decisivamente su vínculo artístico e ideológico con tierras mexicanas fue la itinerante Exposición de la joven pintura mexicana (1926), que supuso para el manchego “el salto desde la vanguardia formal al ámbito de una alternativa artística de directriz política” (Brihuega 268), además de inspirar su texto utópico La nueva España 1930 (1927). Como presentación, García Maroto dictó una conferencia en la que llamaba a los jovencísimos pintores “hijos de la revolución” y en la que describía su obra como “la riqueza más depurada que la revolución mexicana supo adelantar” (10). La exposición consistía en dibujos de alumnos que asistían a uno de los espacios imprescindibles en la renovación de las artes plásticas mexicanas: las Escuelas de Pintura al Aire Libre, que pretendían democratizar la educación y la creación artísticas llevándolas a sectores indígenas y obreros (Bolivar). Sembrado en 1913 por Alfredo Ramos Martínez, el llamado pintor de las melancolías, este proyecto no empezó a consolidarse sino hasta 1920, como parte de los programas de reconstrucción cultural del país emprendidos por el presidente Álvaro Obregón. Por las escuelas al aire libre pasaron artistas como Francisco de León y Fernando Leal, con quienes Gabriel García Maroto coincidiría más tarde en Forma, la fugaz revista de artes plásticas dirigida por el aguascalentense Gabriel Fernández Ledesma, cuando dos años después viajara a México.

Además de mostrarle las posibilidades sociales de la plástica, que ya para entonces era una inquietud del manchego, la Exposición de la joven pintura mexicana le proporcionó una muestra de las tendencias de representación iconográfica de la Revolución mexicana, específicamente en lo tocante a sujetos subalternos. La Exposición, en ese sentido, sería determinante para las ilustraciones de Gabriel García Maroto sobre Los de abajo en la medida en que fungió, muy probablemente, como único modelo de representación de campesinos e indígenas mexicanos, pues para entonces la enciclopedia icónica revolucionaria era embrionaria en México, con mayor razón en España; debe tenerse en cuenta que antes del arribo del nuevo arte mexicano a tierras peninsulares a mediados de la década de los veinte, los únicos referentes visuales de la Revolución eran las fotografías que de cuando en cuando publicaron periódicos y revistas ilustradas.

Antes de comentar las ilustraciones, es pertinente hacer algunos apuntes sobre los cuatro paratextos que incluye la edición, los cuales ofrecen pistas sobre cómo se entiende y se inserta Los de abajo en el escenario de la España descrita en el apartado de introducción. El primero es una semblanza sobre Mariano Azuela, a cargo de Gregorio Ortega, al final de la cual se describe la obra como “la única novela . . . fruto de la revolución mejicana” (4). El segundo paratexto consiste en un breve prólogo, también a cargo de Ortega, en el que se esboza un cuadro maniqueo del pasado mexicano reciente -el movimiento armado como respuesta liberadora a la etapa oscura del porfiriato-, donde se entiende la Revolución como un edificio institucional gestionado por “el Gobierno del Presidente Calles” y se habla de las “virtudes epopéyicas” de la novela (9), lectura que entronca con la que poco antes habían hecho los españoles Díez-Canedo, Gómez de Baquero, Giménez Caballero y Vidal. El libro cierra con otros dos paratextos: la letra del corrido revolucionario “La Adelita”, el más popular dentro y fuera de las fronteras mexicanas, y su correspondiente partitura. En la edición de Biblos, pues, la novela se encuentra abrazada por dispositivos preparatorios y complementarios: los primeros inducen a una interpretación oficialista-estatalista, acorde con la forma como algunos políticos, intelectuales y artistas madrileños de la época concebían la Revolución mexicana, mientras que los segundos llevan a una interpretación folclórica-popular.

La propuesta de Gabriel García Maroto se concreta en las modalidades típicas del libro ilustrado de tradición occidental y se distribuyen de la siguiente manera: una ilustración de portada, cuatro láminas en página independiente (tres en la primera parte, una en la segunda y ninguna en la tercera), tres viñetas de cabecera (una en el primer capítulo de cada parte) y cuarenta y una viñetas de letra capitular (una por cada capítulo, más la viñeta de la letra capitular del brevísimo prólogo). Las ilustraciones, elaboradas con la técnica del dibujo, son muy similares a las que gestaría en 1929 Diego Rivera para un proyecto que no prosperó: con un estilo algo naíf, los dibujos apuestan por líneas interrumpidas y pocos detalles, lo que da pie a imágenes relativamente difuminadas, casi como si fueran bocetos, aunque cuidadosamente sombreadas.

La ilustración de la portada (fig. 1) consiste en el busto de un campesino armado, probablemente Demetrio Macías. Las láminas reproducen alguna escena de la novela, no necesariamente representativas de los núcleos temáticos o dramáticos, como puede verificarse en las figuras 3 y 4, ambas ubicadas en la primera parte de la novela. En la terminología empleada por Lorraine Janzen, las láminas establecen con el texto una relación de cita textual:

The artist produces a picture which is a visual doublé for the word in much the same way that literary critics copy a section of the work under investigation into their own texts, marking its status as a representation of another’s words by the visual frame of quotation marks. (15)

Ediciones Biblos, 1927, p. 17.

Fig. 3 Dibujo de Gabriel García Maroto en Los de abajo. Madrid 

Ediciones Biblos, 1927, p. 33.

Fig. 4 Dibujo de Gabriel García Maroto en Los de abajo. Madrid 

Por su parte, las tres viñetas de cabecera apelan a una figuración sintética no denotativa sino simbólica, específicamente de carácter metonímico, con el fin de que la ilustración encierre, por asociación, el “espíritu” del capítulo. En la primera viñeta, la metonimia visual descansa en la lógica causal: la imagen muestra al hijo de Demetrio Macías y su perro, el Palomo; el bebé sonríe ajeno a lo que parece ser un cañón: pertenezca al rifle de Demetrio o bien al de uno de los federales que irrumpen en la casa de este, lo importante es que sugiere la presencia de la violencia en un entorno doméstico (fig. 5), con lo que la ilustración consigue condensar el detonante de la trama novelesca. La segunda viñeta representa el primer plano de unas manos que parecen tomar unos collares de perlas de un joyero, y también se alcanza a percibir un libro abierto en la parte superior izquierda (fig. 6); es decir, con una imagen de robo -un “avance”, en la jerga de los propios revolucionarios-, Gabriel García Maroto compendia los excesos y transgresiones con que la novela cuestiona la integridad de los movimientos armados populares, lo cual parece esclarecedor sobre su postura ante la Revolución mexicana. Finalmente, la tercera viñeta de cabecera anticipa la emboscada federal que acaba con la cuadrilla de Demetrio (fig. 7). Respecto de las ilustraciones que acompañan a las letras capitulares, no aportan nada sustancial: la gran mayoría están compuestas con motivos naturales y en general representan escenarios al aire libre.

Ediciones Biblos, 1927, p. 16.

Fig. 5 Dibujo de Gabriel García Maroto en Los de abajo. Madrid 

Ediciones Biblos, 1927, p. 111.

Fig. 6 Dibujo de Gabriel García Maroto en Los de abajo. Madrid 

Ediciones Biblos, 1927, p. 179.

Fig. 7 Dibujo de Gabriel García Maroto en Los de abajo. Madrid 

Quiero detenerme en la composición de la primera lámina (fig. 3) con el objeto de ahondar en el modo como se relacionan las ilustraciones con el texto en la propuesta garciamarotiana. Lo primero que salta a la vista es que el pintor manchego decide componer un Demetrio Macías con gesto circunspecto, lo cual contrasta con la “sonrisa insolente y despreciativa” (Azuela, Los de abajo 6) con que presenta el texto al protagonista; lo mismo sucede con la esposa, que en la lámina muestra un semblante pétreo que poco dice de la mezcla de miedo y rabia que experimenta cuando le pide a Demetrio que mate a los federales (6). Esta composición gestual es reiterativa, como podemos constatar en el resto de las láminas. Con esta decisión artística, García Maroto hace converger su imaginación plástica con la tradición iconográfica en la que el rostro del indígena americano parece siempre esculpido en piedra, en una severidad facial perpetua. Esta tradición de representaciones es la formalización estética de la supuestamente ontológica impasibilidad del indígena, como a la que la cultura letrada mexicana apeló en su momento con el objetivo de explicar no solo la idiosincrasia nacional, sino también la posición subalterna que históricamente han ocupado las culturas autóctonas del país. Quien mejor llegó a exponer estas ideas es Samuel Ramos, que en El perfil del hombre y la cultura en México (1934) acuñó el concepto de egipticismo para referir la impasibilidad del indígena, el cual se “dejó conquistar tal vez porque ya su espíritu estaba dispuesto a la pasividad” (36).

Muchas de las ideas vertidas en El perfil en realidad son recicladas del discurso letrado positivista finisecular, en el que ya encontramos la idea de que el carácter del indígena, como señalara en 1901 el filósofo Ezequiel Chávez, se define por su “flema imperturbable . . . su estoica taciturnidad, su impasible inercia” (27), atributos del “carácter interno y centrípeto de [su] sensibilidad” (37). Es imprescindible aclarar que estas características generalmente tuvieron una lectura ambivalente: para unos la impasibilidad del indígena explicaba su histórico servilismo y su incapacidad para integrarse a la modernidad; para otros, ese carácter era la base de su resistencia, su ánimo inquebrantable, su tenacidad. Sobre este último punto, Ezequiel Chávez deja unas líneas emblemáticas:

el indio es comparable a menudo a un volcán coronado de nieves; es superiormente impasible aunque esté profundamente llagado: ni una sola contractura rompe la soberana armonía de las líneas de su rostro por más que la raza entera como el semidiós haya tenido las plantas de los pies y las palmas de las manos consumidas a fuego lento. (33-34; énfasis mío)

Véase cómo el semblante opera como un signo que permite descifrar, o por lo menos columbrar, el interior del indígena.

Desde fases tempranas de la construcción de la memoria canónica de la lucha armada, el estoicismo del indígena y del campesino mestizo fue evocado con frecuencia para enfatizar la resistencia del mexicano ante las adversidades. Es decir, la imperturbabilidad se asumió ya no como el síntoma de un espíritu aletargado, sino como una virtud idiosincrática que permitió que la Revolución triunfara, idea que sin duda definiría una de las tendencias más marcadas de las representaciones iconográficas del indígena y el campesino mestizo. Son paradigma de esta tendencia los indígenas circunspectos de Fernando Leal (fig. 8), de Francisco Díaz de León (fig. 9) y del propio Alfredo Ramos Martínez (fig. 10), cuya obra muy probablemente conoció García Maroto antes de viajar a México.

Colección Andrés Blastein, Fondo Francisco Díaz de León.

Fig. 8 Indio y cactus, de Fernando Leal, ca. 1922. 

Colección Andrés Blastein, Fondo Francisco Díaz de León.

Fig. 9 En Ozumba, de Francisco Díaz de León, 1922-1923. 

Fig. 10 Grabado de Manuel Benet en Los de abajo. Espasa-Calpe, 1930, p. 13. 

De acuerdo con la interpretación dominante que de la Revolución mexicana hizo el sector ilustrado madrileño durante la década de los veinte, y de acuerdo con la visión idealista -y orientalista, diría Hugo García Fernández- del indígena por parte de la élite letrada española de los años veinte, es lógico que García Maroto se inclinara por el rostro severo antes que por la sonrisa despreciativa e insolente que describe el narrador, gesto este último que evoca otra vertiente de la tradición letrada mexicana, la del campesino arrogante y deslenguado, siempre dispuesto a mofarse de la delicadeza del catrín y de su nulidad en las faenas del campo. Mientras que Mariano Azuela configura al protagonista a través de una serie de cuadros verbales yuxtapuestos (de despreciativo e insolente pasa a ser descrito como pensativo y meditabundo) que permiten diversificar su gestualidad, el pintor manchego se aferra a las “mejillas cobrizas de indígena de pura raza” (48-49) que verbaliza la novela para componer un Demetrio de ojos achinados y bigote ralo, amén de una inexpresividad y un gesto corporal severo, no dinámico, que propician una representación estatuaria. Ciertamente la novela autoriza esta interpretación icónica, como sugiere Mónica Mansour: “Los personajes suelen tener el rostro inmutable, pétreo y la piel morena, a veces hasta relucientes; se les equipara con la piedra, con el bronce y con el hierro por impenetrables (o, a veces, insensibles para Azuela), morenos y fuertes” (309). Sin embargo, en Los de abajo también abunda la chanza, el jolgorio y la verborrea malsonante y obscena, nada de lo cual queda registrado en las ilustraciones, empeñadas en imprimirle a la camarilla la “incontrastable fuerza” y la “pertinaz durabilidad de los sentimientos del indio” de las que habla Ezequiel Chávez (34), no obstante que algún campesino armado, como Pancracio, sea descrito más bien como “agüerado” (22).

La incorporación de la burla y el guateque a las ilustraciones no hubiese armonizado con la Revolución que Gabriel García Maroto y los de su círculo imaginaban: solemne y mítica y por ello seria, grave. El manchego representó a los campesinos revolucionarios en parte como los leyó en Los de abajo y en parte como se los habían mostrado Rivera, Leal, Díaz de León y la obra de los jóvenes pintores mexicanos que Alfredo Ramos Martínez había paseado por la Europa mediterránea: todos ellos contribuyeron a establecer un modelo de representación del indígena y del campesino mestizo que pocos artistas eludieron. A esto debemos añadir la asincronía entre la enunciación verbal y la génesis visual: cuando Azuela escribe la novela, el campesino armado es un sujeto polémico, lo mismo pretexto para hablar del arrojo del mexicano que materia de diatribas de raigambre criminológica, un sujeto, pues, propicio para las figuraciones ambiguas; en cambio, cuando García Maroto produce las ilustraciones, el revolucionario de campo ya se encuentra en un proceso de reivindicación. Este proceso implicó no solo una habilitación sociopolítica del campesino, sino también su inserción en la épica y la mitología mexicanas, donde solo podía aparecer con el rostro circunspecto, el cual connotaba tanto su histórico padecer como su entereza.

Los señalamientos de este apartado de alguna manera corroboran la figura del ilustrador como un crítico, de acuerdo con el planteamiento de Lorraine Janzen. Condicionado por su ideario socialista en un momento transicional de España, por su contacto definitorio con la incipiente plástica mexicana posrevolucionaria, por la distancia geográfica respecto de México e histórica respecto de la Revolución, y por los marcos perceptuales y valorativos españoles sobre la figura de indígena, García Maroto opta por una interpretación en la que el estoicismo anula plásticamente la faceta festiva, arrogante, lenguaraz y obscena del campesino armado, que acapara la mayor parte de la obra. Esta faceta no hubiera sido admitida entre el sector ilustrado madrileño, admirador de una Revolución que solo existía en su imaginación y sus anhelos.

MUJERES TRANSGRESORAS FUERA DE CUADRO: LOS DE ABAJO SEGÚN MANUEL BENET

Manuel Benet Ponce fue un pintor, grabador, ilustrador y cartelista valenciano que sería conocido sobre todo por pertenecer al Grupo Z. A principios de la década de los veinte migró a Madrid, pensando que solo sería un lugar de paso, pues su pretensión era llegar a París (García Medina 839-840). Casi todo lo que se sabe de su vida en la capital española es de índole estrictamente artística: presentó obra en las primeras ediciones del Salón de Otoño, en 1920 y 1921, e ilustró para las revistas La Esfera y Blanco y Negro, y para editoriales como Renacimiento, Mundo Latino, Aguilar y por supuesto Espasa-Calpe. A diferencia de García Maroto, Manuel Benet no tenía un vínculo con México, por lo que sus ilustraciones de Los de abajo deben entenderse solo como una muestra más de su fructífera relación con Espasa-Calpe, casa editorial para la que realizó decenas de trabajos.

Cuando Benet encaró la tarea de ilustrar Los de abajo, en 1930, la enciclopedia icónica revolucionaria había crecido: además del antecedente de Biblos y las ilustraciones de Gabriel García Maroto, ya era común que los periódicos y las revistas ilustradas de Madrid difundieran muestras de la producción iconográfica que se estaba gestando en México. Respecto de la difusión en publicaciones periódicas, vale la pena comentar el caso de La Esfera, la revista ilustrada en la que participó Benet a partir de 1929. En junio de ese año, la revista publicó un número especial dedicado a México, en el que, como es lógico, se destinaron numerosas páginas a las expresiones artísticas, en particular a la plástica. Sobresale la portada del célebre dibujante y pintor Ernesto García el Chango Cabral, pero también se incluyó obra de Diego Rivera, Isabel Villaseñor, Carlos Mérida, Carlos Orozco, Roberto Montenegro y Carlos González, y fotografía paisajística y neocostumbrista. Además, la exhibición de obras mexicanas se complementó con producción de la casa, a cargo de artistas habituales como Lourdes Armas Alfonso, Enrique Martínez de Echeverría Echea, Salvador Bartolozzi y Máximo Ramos, de los cuales los dos últimos ilustraron cuentos de José Vasconcelos y Mariano Azuela respectivamente. El número especial de La Esfera es solo una muestra de cómo circulaban por Madrid imágenes sobre la Revolución y de cómo se robusteció el imaginario que posiblemente brindó al valenciano modelos de representación de una realidad que le resultaba ajena, modelos que puso en diálogo con las imágenes verbales que le ofrecía la novela y con su propia trayectoria como ilustrador.

La propuesta de Manuel Benet para la edición de Escasa-Calpe sigue la estela de su homólogo manchego en términos cuantitativos, si bien con distribución ligeramente distinta: la ilustración de portada, cuatro láminas en página independiente (una en la primera parte, dos en la segunda y una en la tercera); tres viñetas de cabecera (una en el primer capítulo de cada parte), cuarenta viñetas de letra capitular (una por cada inicio de capítulo) y dos viñetas de final de capítulo (una en el último capítulo de la primera parte y otra en la última página). En lo que sí se diferencian Benet y Maroto de forma más notoria es en la técnica: mientras que el primero apostó por el dibujo, el segundo optó por una de sus especialidades, el grabado en madera. Esta natural decisión artística en gran parte determinó que las ilustraciones del valenciano prefiguraran una de las tendencias de representación plástica mexicana de la Revolución, que ya despuntaba en los años veinte y que dominaría el panorama nacional durante las siguientes tres décadas de la mano de los miembros del Taller de Gráfica Popular.

Como vimos en la figura 2, para la portada Benet apostó por una suerte de naturaleza muerta revolucionaria, que reúne en un pequeño recuadro muchos de los elementos más emblemáticos del conflicto armado mexicano, lo cual confirma el grado de folclorización a que había llegado la Revolución en apenas unos pocos años. En cuanto a las cuatro láminas, su reparto es proporcional a la extensión de cada parte de la obra, por lo que puede decirse que se apega al ritmo que propone la novela; con todo, más importante todavía es que las ilustraciones de página independiente parecen haber sido ideadas para expresar, sin el auxilio de la palabra, una historia de ascenso y caída, contada en cuatro momentos clave: la partida (fig. 10), la lucha (fig. 11), el triunfo y los excesos (fig. 12), y la muerte-redención (fig. 13). Como las de García Maroto, las viñetas de cabecera buscan anticipar, sintética y metonímicamente, el “espíritu” de cada parte de la novela: la primera viñeta pone el foco en la violencia estatal, estampada en la casa de Demetrio Macías en llamas (fig. 14); la segunda representa un joyero abierto y un reloj, en una lectura sobre los excesos revolucionarios idéntica a la de Maroto (fig. 15); y la tercera, de nuevo en la línea del pintor manchego, muestra lo que parece ser la humareda que provocan las detonaciones (fig. 16). En cuanto a las letras capitulares y las viñetas de final de capítulo, estas incorporan motivos naturales y caseríos provinciales. No es necesario insistir en las claras correspondencias entre las propuestas de García Maroto y Benet, lo que permite barruntar que el segundo conoció las ilustraciones del primero. Lejos de ser un mero apunte anecdótico, esta suposición, de ser cierta, corrobora un incipiente tejido de discursos visuales españoles sobre la Revolución mexicana.

Fig. 11 Grabado de Manuel Benet en Los de abajo. Espasa-Calpe, 1930, p. 91. 

Fig. 12 Grabado de Manuel Benet en Los de abajo. Espasa-Calpe, 1930, p. 119. 

Fig. 13 Grabado de Manuel Benet en Los de abajo. Espasa-Calpe, 1930, p. 221. 

Fig. 14 Grabado de Manuel Benet en Los de abajo. Espasa-Calpe, 1930, p. 7. 

Fig. 15 Grabado de Manuel Benet en Los de abajo. Espasa-Calpe, 1930, p. 117. 

Fig. 16 Grabado de Manuel Benet en Los de abajo. Espasa-Calpe, 1930, p. 195. 

Es visible que la propuesta de Manuel Benet se caracteriza por un mayor detallismo en el atavío de los revolucionarios, en comparación con las ilustraciones de García Maroto, además de que la configuración de los espacios denota una integración más consciente de elementos “mexicanos”, como montañas, barrancos, riachuelos y una tríada florística imprescindible en casi cualquier representación visual de la Revolución mexicana: el maguey, el nopal y el sahuaro. De estas tres plantas, la primera nunca es mencionada por el narrador de Los de abajo, lo cual prueba que la penca de maguey fue una aportación de la enciclopedia icónica, de la que se nutrió Benet durante el proceso de creación de las ilustraciones (sin ir más lejos, el dibujo del Chango Cabral que encabeza el número especial de La Esfera, titulado “Alegoría mejicana”, incluye las tres plantas). Niveles de detallismo aparte, en lo que sí coinciden el valenciano y García Maroto es en la figuración estatuaria del campesino armado: como podemos constatar sobre todo en las figuras 10 y 12, Demetrio Macías destaca por una inexpresividad que no está condicionada por el exterior, pues se halla presente lo mismo en situaciones de recogimiento que de recreo.

De la propuesta benetiana me interesa centrarme en la representación de la figura femenina. En principio, que en la tercera lámina (fig. 12) se ratifique la ortodoxia de género no tendría por qué causar asombro, dado que la trama de la novela se desarrolla en entornos profundamente masculinos, donde la ley del macho alfa se instala con normalidad y, por consecuencia, donde la mujer -como la “muchacha de rara belleza” de Luis Cervantes, en cuya mirada se nota un “vago temor infantil” (83)- suele ser posesión o mero objeto de esparcimiento sexual. La formalización plástica de la ortodoxia de género no debería causar asombro, decía, de no ser por que la segunda parte de la obra está dominada por la imponente presencia de un personaje femenino que aglutina en su configuración y en las escenas que protagoniza una gran parte de la carga de ambigüedad de la novela. Me refiero a la Pintada, mujer de agresiva virilidad en su performance pero a la vez consciente de su magnetismo sexual femenino, construida a partir de opuestos que interactúan estruendosa pero armoniosamente. Se trata, en ese sentido, de un personaje reacio a ser descifrado mediante la lógica binaria propia de la ortodoxia de género.

La Pintada aparece por primera vez en una cantina: emerge de entre un grupo de mujeres “con revólveres a la cintura [y] cananas apretadas de tiros cruzados sobre el pecho” (Azuela, Los de abajo 96). La descripción corporal se singulariza en el capítulo IV de la segunda parte, en un retrato ecuestre: “Perniabierta, su falda se remangaba hasta la rodilla y se veían sus medias deslavadas y con muchos agujeros. Llevaba revólver al pecho y una cartuchera cruzada sobre la cabeza de la silla” (113). Nótese cómo el cuerpo femenino se halla inscripto por elementos tradicionalmente asociados a la masculinidad castrense: revólveres a la cintura, cananas entre los pechos. Esta representación del cuerpo de la Pintada encuentra correspondencias con sus acciones, que expresan una fluida y natural oscilación entre la feminidad más convencional y una masculinidad acorde con el contexto revolucionario; la escena que quizás mejor expresa esta oscilación es en la que asesina a Camila: exhibe una fuerza inusitada en los personajes femeninos de la tradición mexicana, pero el móvil, el despecho, no puede ser más convencional. En el primer bosquejo de la Pintada, el narrador recurre a la tradición de la mujer coqueta, tan rica en la cultura mexicana, pero pronto la desafía -sin renunciar a ella- apelando a un vigor y un atrevimiento que le permiten establecer una relación de horizontalidad con el cabecilla de la tropa, Demetrio Macías, a tan solo unos segundos de haberlo conocido. La comparación animal es ilustrativa: “[Demetrio y la Pintada] se miraron cara a cara como dos perros desconocidos que se olfatean con desconfianza. Demetrio no pudo sostener la mirada furiosamente provocativa de la muchacha y bajó los ojos” (101). Nada ejemplifica mejor la caracterización de la Pintada que la frase adjetival furiosamente provocativa, la cual, al margen del juicio de la voz narrativa implicado en el segundo elemento, hace ostensibles la fuerza, la iniciativa y la determinación del personaje, así como el control de su cuerpo, que no emplea solo como instrumento, sino también como morada del goce.

La configuración de la Pintada ha suscitado interpretaciones muy disímiles. Pese a la variedad de lecturas, podemos organizarlas en dos grupos, contrarios entre sí: para unos, sus rasgos transgresores constituyen una ratificación de la imagen tradicional de la mujer en la medida en que son manifestados como cualidades negativas (Salas; Lyttle; Kay); para otros, el personaje expresa oblicua y tal vez inconscientemente la determinación de algunas mujeres que aprovecharon el vendaval de la Revolución para romper con la imagen tradicional femenina (Lorente; Baker; Monsiváis). Hay evidencias para sostener cualquiera de las dos posturas; lo importante, en todo caso, es que la Pintada es susceptible de leerse de estas dos formas tan contrarias, lo que habla de un personaje escurridizo, asible solo hasta cierto punto, que representa no únicamente a una mujer que “se comporta como hombre” -lo que implica una agencia amenazante-, sino también a una que personifica una especie de fuerza del caos, que pone en entredicho el orden cultural, social, moral y genérico de su horizonte histórico, un horizonte histórico transicional.

Ante la peculiaridad del personaje de la Pintada, increíblemente plástico, resulta sorprendente que Benet no le haya dedicado una lámina, como tampoco lo hicieron los otros tres ilustradores de Los de abajo.1 El valenciano elude la ambigüedad de la mujer soldado2 y opta por la prostituta, inofensiva encarnación del desfile de excesos y transgresiones que ocupan varios capítulos de la segunda parte de la novela. Encima, durante la gestación plástica de la prostituta, el valenciano desoye los retratos verbales que ofrenda la novela, de modo que, en lugar de las “jovencitas pintarrajeadas de los suburbios” (Azuela, Los de abajo 77) de las que habla el narrador, traza una mujer pulcra y peinada a la perfección, de cejas impecablemente delineadas, de barbilla y nariz puntiagudas y dueña de una anatomía fina, cuya sexualidad se reduce a un candoroso hombro descubierto. ¿Por qué Benet renuncia al potencial transgresor y a la plasticidad de la Pintada y, en su lugar, se decide por un retrato convencional?

Podemos especular con una respuesta apelando, de nuevo, a la asincronía entre el momento de enunciación literaria y el de la génesis visual. Cuando Mariano Azuela empezó a escribir Los de abajo, en el muy incipiente imaginario de la Revolución ya habitaba la figura de la mujer soldado, producto de un estado de excepción que dio pie a prácticas de sociabilidad impensables en contextos de paz; así nacieron Apolinaria Flores alias la China, Luz Crespo y Carmen Leyva, por mencionar solo algunas de las mujeres soldado de mayor renombre. Eran figuras que atrajeron pronto la atención de la prensa porque, además de suponer una estampa pintoresca, llevaban en la espalda una reputación de nota roja.

La popularidad inicial de la mujer soldado, con todo, menguó de manera notable durante la posrevolución: los constructores de la memoria revolucionaria la sustituyeron por la Adelita, figura tan combativa y vigorosa como convencional, complemento del campesino armado. La Historia gráfica de la Revolución (1960), uno de los baluartes del canon oficial y oficioso de dicha memoria, llegaría abiertamente a desairar a aquellas indómitas e incómodas mujeres: “En las columnas volantes, la soldadera necesita masculinizarse, en el exterior y en lo interior: vestir como hombre y conducirse como hombre, ir a caballo, como todos . . . La auténtica soldadera es la que va en las columnas pesadas sin perder su carácter de mujer, de esposa, de madre y hasta de víctima” (263; énfasis mío). Así pues, la reconstrucción discursiva de la Revolución, proceso marcado por un paradójico y acendrado conservadurismo, supuso el silenciamiento de las mujeres soldado.

Esta etapa de México tuvo su paralelo en España, detalle indispensable, me parece, para entender que Manuel Benet haya renunciado a concretar plásticamente la fuerza transgresora de la Pintada y optara por una figura femenina ordinaria y convencional, convalidante de la ortodoxia de género. Como ha explicado Nerea Aresti, la Primera Guerra Mundial provocó “un estado de incertidumbre sin precedentes con respecto a las fronteras que separaban los conceptos de mujer y hombre” (“Masculinidad”). Además de la ruina material y el estrago emocional, el conflicto armado, junto con los movimientos feministas de principio de siglo, movieron las bases sobre las que se asentaban las nociones y prácticas tradicionales relativas a los géneros. Especialmente en los países angloeuropeos, estos acontecimientos precipitaron el arribo de la mujer moderna, representada sobre todo por la flapper y la garçonne, tan requeridas como reclamo visual pero no por ello menos temidas. Este nuevo estado de las cosas evidentemente causó inquietud en España, país tradicionalista que por entonces buscaba insertarse en la modernidad a la vez que se resistía a abandonar los rancios valores de antaño. En 1928 la revista madrileña Estampa, aun cuando se vanagloriaba de darle espacio al feminismo, se quejaba así: “Las universidades españolas son rápidamente invadidas por las mujercitas de ahora, dispuestas a todo, menos a la vida de renunciamiento de otras épocas” (cit. en Aguado y Ramos 9). Es decir, el cambio de las prácticas femeninas fue un arma de doble filo: por un lado, espoleó el morbo y robusteció la cultura visual de la época, y por otro, avivó los más recónditos miedos masculinos: “Lo que sucedía era que, obviamente, las ansiedades acerca de la crisis del modelo de feminidad tradicional eran indisociables de una profunda inquietud relativa al ideal de masculinidad” (Aresti, Médicos 102). El miedo masculino español, por supuesto, reaccionó con una copiosa producción de discursos de naturaleza diversa que buscaban restituir la ortodoxia de género, o por lo menos ralentizar la marcha del cambio de modelos.

En este contexto, transcontinental, deben ubicarse las ilustraciones de Manuel Benet. Partimos de la premisa de que las ilustraciones surgen del diálogo que el artista plástico entabla tanto con el libro como con el horizonte cultural en que está inserto. En este caso, hay una clara discrepancia entre el horizonte en que se escribió la novela -concretamente, durante una cruenta guerra civil- y el momento en que el valenciano encaró la tarea de ilustrarla: Mariano Azuela había necesitado construir a la Pintada para darle forma literaria al caos que su mirada masculina y pequeñoburguesa había captado como médico de las filas villistas, mientras que en la Revolución canónica que concibió Benet no encajaba la mujer soldado, como no cabría, unos años más tarde al otro lado del Atlántico, en las páginas de La historia gráfica de la Revolución. Esta discrepancia explica que la estilizada figura femenina de la tercera lámina, tan lejos de las mujeres animalizadas y carnavalescas que imaginó literariamente el mexicano, se parezca menos a una prostituta del inmundo extrarradio urbano que a las que estampó Manuel Benet en portadas de la revista Blanco y Negro (fig. 17 y fig. 18) antes y después de que Espasa-Calpe lo requiriera para la edición de Los de abajo.

Fuente: Hemeroteca del periódico ABC.

Fig. 17 Portada de Blanco y negro. 14 mar. 1926, con obra de Manuel Benet. 

Fuente: Hemeroteca del periódico ABC.

Fig. 18 Portada de Blanco y negro. 18 abr. 1926, con obra de Manuel Benet. 

A los horizontes discrepantes de enunciación debemos agregar la falta de modelos de representación: ninguna obra plástica mexicana sobre tema revolucionario que las publicaciones periódicas comenzaron a difundir en España desde principios de la década de los años veinte incluyó estampas de la mujer soldado, aunque sí de la soldadera. Y no las incluía porque en México nadie tuvo interés en darle trascendencia, ni plástica ni verbal.3 Ya por falta de modelos, ya instado por la ansiedad causada por el cambio de paradigmas femeninos propios de su época, la realidad es que Manuel Benet, como los otros tres ilustradores de Los de abajo, rehuyó la representación de la Pintada. La figura 12, en ese sentido, plantea un intercambio dinámico con la palabra de Azuela y motiva un combate interartístico silencioso con el propósito de fijar una interpretación sobre el papel de la mujer en escenarios bélicos: a la ambigüedad y la fuerza transgresiva del referente literario, el valenciano responde con una imagen convencional y transparente que sacrifica la densidad perturbadora de la Pintada, pero que al mismo tiempo se aclimata mejor a las necesidades de su horizonte, amenazado por los cambios de modelo genérico.

CONCLUSIONES

Bastante se ha escrito acerca de la irreductibilidad entre la imagen y la palabra como sistemas de expresión, idea a partir de la cual se suelen explicar las diferencias entre las ilustraciones y el texto literario que acompañan. Con todo, dicha irreductibilidad -siempre supuesta, siempre en debate- me parece tan importante como las enciclopedias icónicas, proveedoras de modelos para el artista plástico y de anclajes para el receptor, y la asincronía entre el momento de enunciación de la palabra literaria y el de la génesis visual. Ambos aspectos han resultado fundamentales para examinar algunos de los rasgos de las ediciones ilustradas españolas de Los de abajo.

Respecto de la edición de Biblos, he querido subrayar cómo para su propuesta de ilustración Gabriel García Maroto se alimentó del contacto decisivo y definitorio que tuvo con la temprana plástica mexicana con temática revolucionaria y de tendencia popular; este contacto, enmarcado por una noción muy idealista de la Revolución mexicana, basada en una visión algo pesimista de la situación de su propio país, lo llevó a interpretar a los campesinos armados en clave indígena y particularmente en la línea de su figuración estoica, egipticista. El resultado son ilustraciones de inclinación solemne, en las cuales, es decir, queda ausente el componente festivo, obscenamente humorístico y dicharachero de la novela. Este componente, pilar de la idiosincrasia mexicana que obras como Los de abajo contribuyó a propagar y ratificar, era discordante de la Revolución mexicana que García Maroto, como tantos otros integrantes de los grupos republicanistas del periodo, había imaginado impelido por el anhelo.

En cuanto a la edición de Espasa-Calpe, el propósito fue poner en evidencia que las ilustraciones de Manuel Benet respondieron tanto a una imagen folclorizada de la Revolución, que hacia finales de los años veinte se había comenzado a difundir por España con mayor frecuencia y por canales más masivos, como a una fase de la cultura española de ansiedad y zozobra masculinas, cuando los modelos tradicionales de feminidad se hallaban en crisis. Las ilustraciones benetianas de Los de abajo pueden verse como parte de las reacciones discursivas al arribo de la mujer moderna, portadora de un atractivo visual explotado hasta la saciedad en publicaciones periódicas ilustradas, pero también de una agencia que resultaba amenazante incluso para los sectores más progresistas. Así, la soez, vigorosa y dinámica Pintada del texto literario queda silenciada por una lámina donde domina un inmovilismo pasivo y una feminidad ultraconvencional, convalidante de la ortodoxia de género.

En ambas ediciones ilustradas, asistimos a un diálogo interartístico trasatlántico mediado por la imagen de una Revolución mexicana más utópica que real, más anhelada que existente, y condicionado por una España en transición que ya oye el rumor de la guerra civil. Este diálogo, pletórico de convergencias pero sobre todo de disonancias, densifica aún más la trayectoria de una de las obras más importantes de la literatura mexicana.

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ARCHIVOS

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Fondo Francisco Díaz de León [ Links ]

Hemeroteca Digital Nacional de México [ Links ]

Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España [ Links ]

1 Ni siquiera lo hizo José Clemente Orozco, artista de mirada cínica, osada y para nada complaciente.

2 Empleo el término mujer soldado para referirme a las mujeres con mando militar. Con ello pretendo hacer una distinción entre mujeres con cierto poder y autonomía y las soldaderas, que tradicionalmente han tenido una connotación de elemento auxiliar, de asistente, en cualquiera de sus modalidades: esposa, concubina, prostituta, cocinera. Si bien, como apunta Elizabeth Salas, no es posible establecer una diferencia categórica entre ambas figuras en la medida en que entre ellas hubo muchas veces continuidad (cit. en Baker), me parece pertinente el término mujer soldado no solo por razones de claridad expositiva, sino también porque en el propio contexto revolucionario se hacía una diferencia entre la soldadera, vista más como un soporte femenino, y la mujeres con mando militar, ocasionalmente tratadas “como hombres”.

3 La prensa contrarrevolucionaria fue un espacio donde sí se difundieron imágenes y crónicas sobre la mujer soldado, lo cual funcionó como una vía para deslegitimar la Revolución. En los periódicos de la época, así, encontramos los retratos -deformados hasta la figuración monstruosa- de Carmen Leyva, Luz Crespo, Apolinaria Flores alias la China, María Quinteros de Mera, entre otras revolucionarias que discuerdan del estereotipo de la Adelita. Por fortuna, gracias a la labor de los investigadores de la fotografía de la Revolución, cada vez se descubren más imágenes de mujeres soldado sin marcos textuales, como las notas periodísticas del periodo, que condicionan la mirada y la valoración. El conocimiento de estas fotografías es muy necesaria, pues las mujeres soldado son una muestra más de la complejidad de la Revolución; y es que debe tenerse en cuenta que casi la única vía de expresión visual de la mujer soldado que pasó el filtro de la memoria canónica de la Revolución fueron los personajes encarnados por María Félix en películas como La cucaracha (1959) y Juana Gallo (1961), en los cuales, sin embargo, poco o nada queda de aquella figura transgresora que nutrió algunos bandos revolucionarios.

Recibido: 15 de Noviembre de 2021; Aprobado: 24 de Junio de 2022

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