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Connotas. Revista de crítica y teoría literarias

versión On-line ISSN 2448-6019versión impresa ISSN 1870-6630

Connotas. Rev. crit. teór. lit.  no.26 Hermosillo ene./jun. 2023  Epub 26-Jun-2023

https://doi.org/10.36798/critlit.v0i26.438 

Artículos

Literatura ancilar y canon en dos ensayos de Letras de la Nueva España de Alfonso Reyes: “Teatro Misionario” y “Teatro Criollo en el siglo XVI”

Ancillary literature and canon in two essays of Letras de la Nueva España by Alfonso Reyes: “Teatro Misionario” and “Teatro Criollo en el siglo XVI”

Ximena Gómez-Goyzueta1 
http://orcid.org/0000-0001-8733-2216

1Universidad Autónoma de Aguascalientes, México; ximena.gomez@edu.uaa.mx


Resumen:

Analizaremos dos de los siete ensayos que conforman la obra Letras de la Nueva España (1948) de Alfonso Reyes: “III. Teatro misionario” y “IV. Teatro Criollo en el siglo XVI”. Identificaremos la perspectiva sobre estos géneros en el marco de la construcción de la historia de la literatura novohispana durante el siglo XVI. Reyes categoriza el teatro misionario como “literatura de servicio”. Para el teatro criollo, identifica su doble existencia: teatro de entretenimiento y teatro escolar jesuita. Indagaremos el porqué de esto con base en las nociones alfonsinas de “literatura en pureza” y “literatura ancilar” del Deslinde (1944). Observaremos, así, cómo Reyes, al identificar, describir, interpretar y categorizar, adquiere una mirada crítica que asume ambas tradiciones de una determinada manera. Relacionaremos este análisis con las nociones de Reyes de “cultura” y “síntesis cultural”, vertidas en su ensayo Posición de América (1942) y con la idea del canon literario y su construcción a partir del periodo colonial que propone Walter Mignolo (1998). Esta relación deja patente, por una parte, la agudeza de Reyes en la valoración de estos géneros de las letras novohispanas, en una etapa aún temprana todavía para la investigación de esta historia literaria. Por otra parte, muestra la vigencia de la lectura alfonsina a la luz del actual estado de la cuestión sobre estos géneros y cómo se pueden establecer algunas pautas de relación con la mirada de Mignolo sobre los estudios literarios.

Palabras clave: géneros teatrales; literatura ancilar; hibridación; cultura; síntesis cultural

Abstract:

We will analize two of the seven essays in Letras de la Nueva España (1948) by Alfonso Reyes: “III. Teatro misionario” y “IV. Teatro Criollo en el siglo XVI”. We will identify the perspective on these genres within the framework of the construction of the history of Novohispanic literature during the 16th century. Reyes categorizes missionary theater as “service literature”. For de Creole theater, he identifies its double existence: entertainment theater and Jesuit school theater. We will investigate the reason for this treatment based on the Alfonsine notions “literature in purity” (literatura en pureza) and “ancillary literature” in Deslinde (1944). We will observe, thus, how the enunciative voice that identifies, describes, interprets and categorizes acquires a critical look that assumes both traditions in a certain way. We will relate this analysis to Reyes’ notions of “culture” and “cultural synthesis” expressed in his essay Posición de América (1942) and to the idea of the literary canon and its construction from the colonial period proposed by Walter Mignolo (1998). This relationship makes clear, on the one hand, the sharpness of Reyes in assessing these genres of New Spain literature, at a still early stage for the investigation of this literary history. On the other hand, it shows the validity of Alfonsine’s reading in light of the current state of affairs on these genres and how some guidelines can be established in relation to Mignolo’s view of literary studies.

Key words: theatrical genres; ancillary literature; hybridization; culture; cultural synthesis

El presente trabajo ofrece una revisión crítica de dos ensayos de Alfonso Reyes “Teatro Misionario” y “Teatro Criollo en el siglo XVI”, los cuales forman parte de la obra Letras de la Nueva España (1948). En esta obra, Reyes presenta una introducción ensayística y siete ensayos breves desde un panorama histórico-literario, cuya intención es poner al servicio de la sociedad su idea del origen de las letras mexicanas a través de la conformación del canon de las novohispanas.1 Se trata de un “libro donde Reyes recrea una prolongada tarea de investigación e integra una decantada reflexión sobre el pasado cultural mexicano” (Díaz 350). Reyes asume plenamente su empresa como el intelectual comprometido que era y también por petición de Jaime Torres Bodet, el entonces Secretario de Educación en México, quien tenía por meta central construir un discurso pos-revolucionario de identidad nacional para el pueblo mexicano desde referentes histórico-culturales. Estuvo en Reyes hacer una propuesta sobre esos referentes desde la literatura, la cual figuró con el título “Las letras patrias” dentro del volumen colectivo México y la cultura (SEP 1946), que a su vez se insertó dentro del proyecto enciclopédico México a través de los siglos (Díaz 350-351). Se trata de la etapa de plena madurez del pensamiento alfonsino, la cual podemos ubicar entre 1935 y 1950. Es la etapa de sus ensayos La crítica en la edad Ateniense (1941), La antigua retórica (1942), La experiencia literaria (1942), El Deslinde (1944), Capítulos de literatura española (1939 y 1945), La última Tule (1942), entre otras más (Rodríguez 184). El proyecto de Reyes era de tal interés para él que, después de la contribución al proyecto educativo nacional, retoma sus “Letras patrias” y surge la obra Letras de la Nueva España. Desde allí,

. . . se coloca en una dimensión historiográfica universal, con la cual recupera e integra las reflexiones teóricas y críticas de la literatura, y las consideraciones históricas y culturales que en ambas dimensiones había venido elaborando. Por lo tanto, Letras de la Nueva España no sólo es una síntesis de la historia literaria mexicana de los siglos XVI al XVIII, sino también es la síntesis de una propuesta crítica e historiográfica. (Díaz 352-353)

Dalmasio Rodríguez considera que:

enmarcada en este contexto, Letras de la Nueva España ciertamente representa uno de los mayores logros teóricos y críticos no sólo en la obra de Alfonso Reyes, sino en la historiografía mexicana en general y colonial en particular . . . En Letras de la Nueva España siempre pondera los rasgos distintivos y originales de la literatura novohispana. (184-185)

Los ensayos “III. Teatro Misionario” y “IV. Teatro Criollo en el siglo XVI”, igual que los demás de Letras de la Nueva España, dejan ver lo anterior. Con esta obra, Reyes traza

un amplio panorama de la cultura letrada novohispana a partir de las manifestaciones ancestrales de las lenguas indígenas (la poesía de tradición náhuatl y maya), los testimonios de la conquista militar y espiritual de las gentes indígenas, los procesos de hispanización de los nuevos reinos (instituciones político-administrativas, establecimiento de la imprenta y fundación de la Universidad), el teatro misionero,2 la cultura humanística y cortesana, y lo que llamó “el fugaz Renacimiento mexicano del siglo XVIII”. (Buxó, “Defensa” 20)

Los ensayos que revisaremos ocupan el lugar tercero y cuarto en la obra, tras la inicial “Introducción: Poesía Indígena” y los capítulos “I. La Hispanización” y “II. La Crónica”.3 Con estos títulos, podemos identificar ya algunos de los criterios de selección historiográfica y crítica: cronologías, tradiciones, culturas, procesos culturales, sucesos históricos sincrónicos y géneros que los reflejan. Al respecto, José Pascual Buxó considera lo siguiente:

una útil lección puede extraerse de esas Letras de la Nueva España, y es que la historiografía literaria, sin desatender los aspectos políticos más relevantes de una determinada comunidad histórica, ha de ocuparse ante todo de lo que le corresponde, es decir, de las corrientes estético-ideológicas, la formación y proceso de las escuelas y grupos literarios, la evolución de los géneros y, claro está, la crítica expresamente literaria de las obras que configuran un corpus homogéneo por su especificidad estilística y semántica. (“Defensa” 20)

En el presente estudio, observaré la evaluación crítica que hace Reyes de estos géneros, a partir de su enunciación en los ensayos, con base en las categorizaciones conceptuales vertidas en su obra el Deslinde (1944). Allí, las reflexiones principales se orientan justo a la delimitación de la literatura con respecto a otros géneros. Reyes considera el teatro misionario como “literatura de servicio”, según menciona en las conclusiones del ensayo “I. La Hispanización”. En cuanto al teatro criollo, se observará que Reyes identifica dos modalidades de este género: el teatro de entretenimiento popular, cuyos referentes están principalmente en el importado de España, y el teatro escolar jesuita, de índole culta, traslado directo de las prácticas universitarias hispánicas del teatro humanista. Para el caso del teatro de entretenimiento, es relevante señalar que, en una etapa de investigación todavía temprana para la identificación de sus referentes, Reyes lo clasifica como un teatro si bien criollo, remotamente influido por recursos teatrales del misionario que, al final, dejará atrás ante el imponente escenario peninsular. Esto aún se discute, puesto que hay estudios actuales que lo ubican como un teatro cien por ciento de origen peninsular y otros que advierten su relación con el de evangelización. Según la consideración de Reyes, veremos cómo ello se relaciona con su perspectiva teórica del deslinde, aspecto que le da vigencia total a su mirada en estos ensayos, en general.

La manera en la que Reyes concibe la literatura y sus relaciones con otros géneros discursivos, a propósito del Deslinde, aparece en los ensayos en cuestión y, en general, en la concepción de Letras de la Nueva España, pues “en consonancia con sus ideas acerca de la especial naturaleza y función de las obras literarias, las puso en relación con otras ‘agencias’ de la producción discursiva de un determinado entorno social” (Buxó, “Defensa” 20). De ahí que, de acuerdo con su Deslinde, Reyes haya titulado su obra “Letras” y no “Literatura”, pues, según indica José Pascual Buxó, “se trata de una reseña histórica de la cultura letrada novohispana, que [excede] lo específicamente literario” (“Defensa” 20). Así, y en el mismo sentido que Buxó, considero que, en efecto, Reyes dota a sus ensayos de su mirada teórica con base en el “deslinde” como ese dispositivo teórico a través del cual analiza e interpreta la naturaleza de los géneros discursivos que revisa en las letras novohispanas. En buena medida, esta posición será la que el mismo Buxó reflexione posteriormente, desde 1994, sobre cómo formar un corpus de la “literatura” novohispana en su estudio “Unidad y sentido de la literatura novohispana”:

Parece necesario establecer una mínima distinción entre los discursos propiamente artísticos y los textos que resultan de una práctica discursiva predominantemente doctrinal y pragmática, por más que en ellos se haya echado mano de los recursos retóricos y estilísticos aptos para el logro de sus propósitos persuasivos. . . . En cada clase textual se manifiesta, pues, un modo peculiar de interpretación de la experiencia humana, al propio tiempo, la voluntaria inserción en una larga cadena de obras paradigmáticas, que constituyen finalmente el canon literario vigente en un determinado tiempo y lugar. (Buxó, “Unidad” 22)

Y esa misma forma de concebir estos géneros es la que nos permitirá indagar en el segundo objetivo de este trabajo: observar la propuesta de Reyes y reflexionarla en relación con la idea del canon y los cánones de la literatura latinoamericana que el crítico decolonial Walter Mignolo plantea para reconfigurar las nociones de las literaturas.

Comenzaremos con el Deslinde explicando qué entiende Reyes por “literatura en pureza”, “literatura aplicada” y “literatura de servicio”, para así poder comprender desde dónde hace su valoración de los géneros referidos en los ensayos en cuestión. Pero antes citaré los fragmentos donde Reyes habla de estos géneros. Según anoté, es en los últimos párrafos de “I. La Hispanización”, el primer ensayo de Letras de la Nueva España tras la Introducción, donde Reyes anticipa el teatro que tratará en los siguientes ensayos: el teatro misionario y el teatro criollo en el siglo XVI. El primero, siguiendo la perspectiva histórica, cultural y literaria de Reyes, es pionero en las letras novohispanas y protagónico durante el siglo XVI, junto con la crónica.

El teatro misionario surge, igual que la crónica y con respecto al periodo en el que se desarrolla, de la guerra entre el ejército español y el mexica, así como del intenso e ininterrumpido periodo evangelizador que encabezaron las órdenes mendigantes (franciscanos, dominicos y agustinos) tras la caída de Tenochtitlan y hasta la llegada de los jesuitas, esto es, de 1523 a 1572, según lo registra Robert Ricard en su estudio La Conquista espiritual de México (30), una de las fuentes de Reyes. Tras la revisión explicativa e interpretativa del fenómeno de la hispanización, Reyes dice:

De esta masa se van desprendiendo los dos primeros géneros literarios que adelante examinaremos, ambos de creación propia hasta cierto punto, si no en lo formal, sí por cuanto brotan al contacto de la realidad mexicana, sólo por ella se explican y cumplen esencialmente un fin social: la Crónica y el Teatro. La primera es literatura aplicada, oscila entre el afán de narrar proezas de la Iglesia y del Trono y el afán de construir la historia: sólo nos incumbe su nacimiento. El segundo surge como literatura al servicio de la catequesis y se emancipa gradualmente, aunque sin olvidar su cuna, como cuadra a la sociedad en que alienta. (Letras 308)

Para Reyes, la emancipación gradual del teatro misionario derivará en el teatro criollo de entretenimiento, que trata en el ensayo “El Teatro Criollo en el siglo XVI”. Dice:

Es sin duda menos original e importante que el teatro misionario. Imita, con alguna pobreza y los explicables titubeos, al teatro español más ligero y fácil, su paradigma peninsular, y sufre su desigual competencia; deja caer los elementos autóctonos según va perdiendo el hibridismo; está destinado a la representación de actores y no ya del pueblo, el cual, en la etapa anterior, participaba en la acción con sus danzas y simulacros. (Letras 328)

Sobre el teatro jesuita novohispano, menciona Reyes en el mismo texto: “Pero entre los jesuitas, y en el interior de los colegios, se intenta un teatro humanístico, tanto en castellano como en latín, que llega a adoptar el extremo culto y renacentista de las cinco jornadas” (330).

En El Deslinde, Reyes aclara que su interés está en tratar aquello que distingue la literatura “en pureza” de otros géneros discursivos y de su función ancilar en relación con esos géneros:4

Nuestra atención se divide en dos series de observaciones paralelas: lo literario y lo no literario; el movimiento del espíritu, y el dato captado por ese movimiento; la noética o curso del pensar, y la noemática o ente pensado; la puntería y el blanco; la ejecución expresiva y el asunto significado. Estos haces paralelos no siempre coinciden en sus anchuras, y, aquí y allá, aún se entrecruzan. (Reyes, El Deslinde 19)

Asimismo, entre otras acepciones similares, Reyes define literatura a partir de su “deslinde” como “una agencia especial del espíritu, cuajada en obras de cierta índole. Ésta es la materia que aquí estudiamos; y para explicar en qué manera es ella una agencia especial, discernible de los demás ejercicios de la mente, se escribe este libro” (El Deslinde 25). Para Reyes, “si procuro abstraer de todas las obras una cierta esencia en común al fenómeno de lo literario, éste será el concepto de literatura al que quiero referirme. . . . Tal es la literatura según la contempla la teoría literaria” (Deslinde 25). En la literatura en pureza:

la expresión agota en sí misma su objeto. . . . La manera de expresión aparece determinada por la intención y por el asunto de la obra. La intención es una postura o, mejor, un rumbo psicológico . . . El asunto, para la literatura propiamente tal, se refiere a la experiencia pura, a la general experiencia humana. . . . La literatura expresa al hombre en cuanto es humano. La no-literatura en cuanto es teólogo, filósofo, cientista, historiador, estadista, político, técnico, etc. . . . Para nosotros, lo humano puro se reduce a la experiencia común a todos los hombres, por oposición a la experiencia limitada de ciertos conocimientos específicos”. (Reyes, El Deslinde 26-27)

Reyes sigue construyendo su noción de “literatura en pureza” fronterizamente y por oposición a la “literatura ancilar”:

Todos admiten que la literatura es un ejercicio mental que se reduce a: a) una manera de expresar; b) asuntos de cierta índole. Sin cierta expresión no hay literatura, sino materiales para la literatura. Sin cierta índole de asuntos no hay literatura en pureza, sino literatura aplicada a asuntos ajenos, literatura como servicio o literatura ancilar. . . . En el segundo caso ―historia con aderezo retórico, ciencia en forma amena, filosofía en bombonera, sermón u homilía religiosa― la expresión literaria sirve de vehículo a un contenido y a un fin no literarios. (El Deslinde 26)

Para Reyes, “la literatura ancilar es un caso de la función ancilar. Y lo que se llama literatura aplicada es un caso de literatura ancilar” (El Deslinde 30). Desde este punto de vista, “la poética, entendida como procedimiento de ejecución verbal, no se refiere solo a la literatura. . . . Que la semántica o conjunto de asuntos no pertenece solo a la literatura es cosa tan obvia que explicarla la perjudica” (El Deslinde 30-31). Así pues, dice Reyes:

lo ancilar puede aplicarse a todo discrimen y, como hemos dicho, lo ancilar literario es solo un caso, nuestro caso. Y en nuestro caso, el servicio puede ser: a) directo, préstamo de lo literario a lo no literario; y b) inverso, empréstito, que lo literario toma de lo no literario. (El Deslinde 31)

Finalmente, como expresión de la experiencia humana en pureza y de carácter universal, para Virginia Aspe “Reyes caracteriza la literatura después de haber encontrado esta operación: la literatura es integradora. Integradora de todos los motivos e intenciones; es integración de la no literatura y vive de ello porque al no ser algo en sí ejerce empréstitos constantes de campos ajenos” (22).

En cuanto a la definición de literatura aplicada, Reyes aduce:

es término que solo puede convenir: a) al préstamo de lo literario a lo no literario; b) de carácter poético y no semántico, y c) de alcance total y no esporádico. Es literatura aplicada la historia escrita con belleza literaria de estilo y forma, la historia que merece ser “considerada como obra artística”, según el discurso de Menéndez y Pelayo. (El Deslinde 32)

Respecto a la literatura de servicio, Reyes plantea que se trata de un tipo de “voluntad de servicio”, un “tipo intencional poético”, donde nuevamente tenemos los fenómenos de “préstamo” y “empréstito”. Sobre estos “tipos intencionales poéticos”, señala que: “[l]a obra no literaria tiende a adoptar la forma literaria por alguno o varios de estos motivos: 1) necesidad interna; 2) comodidad de la expresión; 3) deseo de amenidad y atractivo, y 4) amenidad pedagógica” (El Deslinde 36). Reyes clasifica al teatro misionario como “literatura al servicio de la catequesis”, obviamente, por motivos de deseo de amenidad y atractivo, y de amenidad pedagógica.

Pasemos a la revisión de la materia de estos ensayos en la voz de Reyes. El periodo naciente de las letras novohispanas es, según Reyes, entre otros autores más, el del siglo XVI:

En sólo el primer siglo de la colonia consta ya por varios testimonios la elevación de una sensibilidad y un modo de ser novohispanos distintos de los peninsulares, efecto del ambiente natural y social sobre los estratos de las tres clases mexicanas: criollos, mestizos e indios. (Letras 310)

En lo que concierne a los géneros en cuestión, esta afirmación sustenta su idea de que dichos géneros “brotan al contacto de la realidad mexicana, sólo por ella se explican y cumplen esencialmente un fin social” (Letras 308). Es decir, del movimiento histórico de las expediciones militares hacia América, en este caso, hacia el Caribe y México, y de la guerra ganada y la necesidad de conversión de los pueblos originarios se deriva el teatro misionario y, del teatro criollo, el que es de entretenimiento.

Según indica Reyes en el ensayo “III. Teatro Misionario”, según sus acepciones literarias este tipo de teatro es literatura de servicio pedagógico al servicio del catecismo. Así lo caracteriza al abrir el ensayo: “El teatro naciente fue dádiva de la evangelización y el catequismo. Sus fines distan mucho de ser puramente estéticos o de divertimento” (322). Nótese que la dádiva no es para los naturales sino para el género en cuestión, para el nacimiento del teatro en la Nueva España. La exposición de Reyes sobre este suceso cultural, en este sentido, es compleja, pues para historiar este nacimiento remite a las tradiciones de las culturas implicadas. Sobre los pueblos originarios considera lo siguiente:

Para el objeto del catequismo, se adaptó una tradición indígena. No costó trabajo a los misioneros el apoderarse de aquellas fiestas florales o “mitotes”, pantomimas, bailes, disfraces y máscaras, simulación de mutilados y contrahechos, remedo de animales, réplicas improvisadas: todo ello, mero embrión dramático según nuestro punto de vista, aunque aquel teatro poseía ya su género heroico y su género cómico, y sus sedes escénicas en el templo de Cholula o en el alcázar de Texcoco. (Letras 322)

Sobre los referentes españoles, Reyes advierte una inevitable “regresión” medieval frente a la evolución del teatro español debido al “asunto religioso, al tono, al acto único y al general anonimato”, y explica el fenómeno en términos situados:

primer contacto entre dos civilizaciones y dos lenguas muy distantes, y que hasta entonces se ignoraban del todo; fines extraliterarios del teatro; público no acostumbrado a esta forma; autores y actores no profesionales, pues aquellos son los misioneros, y estos, gente de iglesia, monaguillos e indios, y muchachos disfrazados para los papeles de mujer. (Letras 323)

Es evidente, según su explicación y registro de detalles históricos, que Reyes está planteando que el teatro fue el mecanismo elegido por excelencia por los misionarios al servicio de la evangelización y no porque estuviera comenzando su auge en España. Las razones dadas son que, en las teatralidades de los pueblos originarios, de carácter público, participativo y ritual con diversificación de géneros, técnicas y niveles actorales, a veces más desdibujados, a veces más estructurados, los misionarios vieron la forma teatral ritual como el medio más eficaz para obtener las conversiones. Así, el mecanismo de préstamo del teatro al servicio de la catequesis resulta un caso de literatura ancilar, no solo en el proceso técnico de hibridación genérica,5 sino que también se hace patente en la hibridación cultural. Esta es posible, según el punto de vista enunciativo, gracias a que en ambas culturas había referentes teatrales en los rituales religiosos, pero sobre todo porque los misionarios no solo se apropiaron de los referentes de los pueblos originarios, sino que también ellos pasaron por un proceso de aculturación (aprender la lengua y las costumbres cotidianas de los nativos, acercarse a su religiosidad, a sus símbolos), en cierto grado, para entenderlos y reproducirlos desde sus propios referentes. Esto lo observaremos a continuación.

Para ilustrar este punto, pondremos un ejemplo de la que ha sido identificada como la primera obra del teatro misionario, El Juicio final, atribuida a Fray Andrés de Olmos, cuyo paleógrafo y traductor fue Fernando Horcasitas. Fue compuesta en náhuatl y muy probablemente representada entre 1535 y 1548 (López 83). El tema general, como evidencia el título referenciado en varios testimonios cronísticos, es la llegada del Juicio final y, tras este, el descenso a los infiernos o el ascenso al paraíso, según lo determine Jesucristo. Este es un tema de cierta recurrencia en las manifestaciones proto-teatrales medievales que se hacían durante misas o en contextos de fiestas religiosas en diversos espacios públicos.

En primera instancia, por la forma en la que está construida la trama, pareciera que, antes de ser teatro, el texto hubiera sido pensado como un sermón, pues la representación va del tema general del fin de los tiempos -el Juicio final y su desbrozamiento, su anuncio por parte del arcángel San Miguel y las figuras alegóricas del Tiempo, la Santa Iglesia, la Confesión, la Penitencia y la Muerte- hacia lo particular -con el ejemplo de Lucía-; dirá Lillian von der Walde, a propósito de la estructura del sermón, trenzando y destrenzando el tema (1),6 en este caso, el anuncio y la llegada del Juicio final y su teatralización basada en la transgresión del séptimo sacramento:

San Miguel: . . . ¡Recordad esto! ¡Temedlo! ¡Espantaos! Pues vendrá sobre vosotros el día del juicio, espantoso, horroroso, terrible, tembloroso. Vivid vuestras vidas rectamente en cuanto al séptimo [sacramento] porque ya viene el día del juicio. ¡Ha llegado! ¡Ya está aquí! (El Juicio final 324)

Una vez que se representa el Juicio con el ejemplo de la transgresión del séptimo sacramento por parte del personaje de Lucía y su condenación, que más adelante comentaré, para cerrar la representación sale un Sacerdote que se dirige directamente a los espectadores, quien señala que, si bien lo visto fue teatro, el Juicio vendrá (recurrencia del tema general) y propone hacer una oratio a manera de invocación para concluir:

Sacerdote: ¡Oh amados hijos míos, oh cristianos, oh criaturas de Dios! Y habéis visto esta cosa terrible, espantosa. Y todo es verdad, pues está escrito en los libros sagrados. ¡Sabed, despertad, mirad en vuestro propio espejo! . . . Mañana o pasado vendrá el juicio. Orad a vuestro Señor Jesucristo y a la virgen Santa María para que le pida a su amado hijo Jesucristo que después [del juicio] merezcáis, recibáis la felicidad del cielo. ¡Así sea! (El Juicio final 347)

Como vemos, desde el inicio, con las advertencias del arcángel, y hasta el final hay una apelación directa a los espectadores, a quienes se les invita de manera expresa a aceptar la representación como anticipo de lo real y a orar por la salvación de su alma junto con el Sacerdote. Por tanto, gracias al dispositivo teatral, que habrá sido impresionante según se registra en diferentes testimonios de cronistas, se dispone el ánimo de los que deben pedir por la salvación de su alma para que participen de la invocación divina y logren ¿la conversión? Se pretendía activar, entonces, la participación en un gran y colectivo rezo final, Podríamos decir que es así como se configura el teatro de servicio y se activa la función ancilar del préstamo del dispositivo teatral al servicio del mensaje doctrinal.

Asimismo, en esta encarnación teatral del fin de los tiempos, se da un tratamiento particular a la transgresión del séptimo sacramento: el matrimonio. El personaje que representa dicha transgresión es Lucía, una mujer a la que le es negada la absolución a pesar de haberse confesado y que es condenada al infierno. Tras la condena de Jesucristo en pleno Juicio final, Lucía aparecerá caracterizada (el papel lo habrá representado un muchacho), según la acotación, así: “Sonarán las flautas. Subirán los ángeles, Jesucristo y los justos. Luego sacarán a Lucía hacia abajo. Sus aretes serán mariposas de fuego, su collar una serpiente. Vendrá gritando y le contestarán los demonios” (El Juicio final 344). Al ser la sociedad de los mexicas una en la que los hombres podían tener más de una esposa o mujer, adquiere sentido que sea en una mujer, obviamente indígena (tal vez su nombre es una alusión a Lucifer), donde se señale el pecado de la lujuria y la poligamia. Por un lado, sabemos que la mujer, según la concepción judeo-cristiana, es la incompleta por naturaleza, la que flaqueó ante la serpiente en el Paraíso. Por otro lado, observamos claramente cómo se toma un referente de las costumbres de organización social de los mexicas, el que los hombres tuvieran muchas mujeres bajo su tutela, y se trastoca su sentido para pasar de ser una forma de organización social, practicada incluso por el Tlatoani, a ser reconocida por parte de los indígenas como un error por ser un pecado y, por supuesto, producto del engaño del demonio. Además, como se ve en la acotación, Lucía comienza a ser atormentada por su propio fuego, es decir, por no haber advertido la presencia del demonio en su comportamiento, el cual muy probablemente se hace presente también con los adornos que la caracterizan una vez condenada: las mariposas de fuego y el collar de serpiente. Estos objetos tenían significados sagrados para los mexicas, los cuales se trastocan en la obra para convertirse en referentes infernales y pecaminosos:

Es posible que las mariposas que [Lucía] lleva en las orejas sean una representación visual que asemeja al glifo del ollin, movimiento, que además de ser un signo del calendario ritual y solar, simbolizaba una parte fundamental de la percepción del universo según los nahuas. . . . Por su parte, la serpiente es un signo calendárico también y tiene una connotación religiosa importante, pensemos en Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, que se alinea muy bien con el imaginario de la serpiente en la cosmogonía cristiana (Vargas 163)

Citamos, para ejemplificar esto, cómo Lucía reniega de la práctica social de la poligamia, así como de los que eran sus adornos al ser arrastrada al Mictlán, ahora el infierno cristiano. Todo lo reconoce como pecado:

Lucía: “¡Aaaaaaay, aaaaaaay, ya sucedió! ¡Oh, infeliz de mí, oh, pecadora! Mis merecimientos resultaron en tormentos infernales! Ojalá no hubiera nacido en la tierra. ¡Aaaaaaay, aaaaaaay, malditos sean el tiempo y la tierra en que nací! ¡Maldita sea la madre que me parió! ¡Aaaaaaay, malditos sean los pechos que me criaron! ¡Maldito sea todo lo que comía y bebía en la tierra! ¡Aaaaaaay, maldita sea la tierra que pisé y la ropa que vestí!

Todo se ha vuelto fuego. ¡Aaaaaaay, me quema mucho! Mariposas de lumbre me envuelven las orejas y señalan las cosas que me embellecían, mis joyas. Y aquí, alrededor del cuello, traigo una serpiente de fuego que me recuerda el collar que traía puesto! ¡Me ciñe una espantosa víbora de lumbre, corazón del Mictlán, la morada infernal! (El Juicio final 345)

Ahora bien, vale la pena detenernos un momento en la configuración del teatro misionario puesto que, como decíamos líneas arriba, aún se discute. De algunos de los trabajos más recientes en México respecto de este tema, está el apartado “Ojeada al teatro catequístico o de evangelización” del estudio Escenarios novohispanos (2014) de Germán Viveros, donde el estudioso retoma el criterio de Fernando Horcasitas (2004) y reafirma la conformación híbrida del teatro misionario. Al respecto, dice Viveros:

Los franciscanos estaban conscientes de la aceptación y gusto europeos por el drama litúrgico, y constataron también su efectividad, vista desde una perspectiva eclesiástica. Por otra parte, ya en Nueva España, los mismos frailes se percataron de algún grado de similitud o paralelismo existente entre el pensamiento religioso prehispánico y el español del quinientos. . . . Con tales antecedentes, además de los prehispánicos espacios abiertos utilizables como escenarios de diversas acciones y de los indios entrenados para memorizar y recitar, no resulta extraño que los franciscanos decidieran servirse del teatro para apoyar y facilitar su labor evangelizadora en Nueva España. (50)

Vemos aquí la visión compartida de la configuración híbrida del teatro de evangelización, aunque con un matiz que agrega Viveros y que se asoma en la perspectiva de Reyes, quien considera que la tradición de las teatralidades de los pueblos originarios vistas por los franciscanos es “mero embrión” de lo que en Occidente se conocía ya como teatro. Al mismo tiempo, Reyes habla de géneros ya identificables en este teatro prehispánico: el heroico y el cómico, así como de sedes para estas representaciones.7 Por su parte, Viveros habla de los “indios entrenados para memorizar y recitar”, es decir, de un entrenamiento actoral específico. Ambos estudiosos reconocen, pues, la presencia de la tradición prehispánica de teatralidades con fines rituales, religiosos y políticos para las cuales había un entrenamiento actoral específico y cuya singularidad destacable e innovadora para los evangelizadores como dispositivo efectivo de persuasión es que se trataba de un teatro eminentemente participativo. Así también, ambos estudiosos sugieren la probabilidad de que los frailes identificaran afinidades entre estructuras de creencias.

Por su parte, Michel K. Schuessler, en su artículo “Teatro misionero y pintura mural en la Nueva España” (2021), plantea que probablemente este teatro, “dramaturgia sincrética, híbrida, mestiza . . . haya surgido como uno de los productos simbólico-discursivos del encuentro entre europeos e indígenas dentro del contexto de la conquista espiritual de México” (Schuessler 477). Así, para Michael K. Schuessler:

sus principios estéticos e ideológicos no obedecen a una sola entidad cultural, sino que son fraguados a partir de dos tradiciones, por medio de una transacción intercultural que podemos calificar como palimpséstica, no sin advertir la supremacía de la expresión europea sobre la indígena. (477)

Nuevamente, El Juicio final es buen ejemplo de esta “transacción intercultural” en la que, al final se impone “la expresión europea sobre la indígena”, pues el marco de la obra es el del Juicio final que alcanza todos los rincones de la existencia, hasta el que aún no había sido encontrado (el mundo “descubierto”), y en plena escena observamos la inducción al traslado simbólico de una religiosidad a otra y, por supuesto, a una en pos de la otra. Asimismo, sobre la noción de teatro en los pueblos prehispánicos de México en la época precortesiana, Schuessler apunta que, si bien hay que ser precavidos al hablar de técnicas y manifestaciones histriónicas prehispánicas a la manera de Occidente, “también hay que tener en cuenta, como otros investigadores afirman [León Portilla, por ejemplo], la universalidad de la representación dramática como fenómeno compartido por todas las civilizaciones avanzadas” (480). Pensamos que a ello remite Reyes cuando habla de los espacios abiertos para estas representaciones, así como de los géneros cómicos y heroicos ya presentes en las teatralidades prehispánicas.

Cabe mencionar un último estudio sobre el teatro evangelizador, a propósito de su herencia. Se trata de “Teatro y dramaturgia en la Nueva España del siglo XVI” de Octavio Rivera. Aquí, Rivera considera que, en lo tocante al teatro misionario, este se realizó por parte de los evangelizadores de “versiones originales compuestas por los misioneros a partir de historias conocidas, y no traducciones al náhuatl de textos europeos” (250). Estas historias, dice el estudioso, provenían de la Biblia y se representaban para un espectador indígena, para quien:

el hecho teatral era una actividad y una experiencia nueva, y debía entenderlo como una ficción mediante la cual se enseñaban nuevas normas, nuevos hábitos, nuevas creencias. Esto presuponía, de cierto modo, un reto, ya que lo que ocurría en escena no formaba parte de su realidad referencial. En este sentido, probablemente no era simple ni comprensible para el indígena, en su incipiente educación teatral, que un concepto como la confesión se presentara como forma humana sobre el tablado. (Rivera 250)

Se observa aquí que, por una parte, Rivera no considera la tradición prehispánica en la conformación del teatro evangelizador o al menos no la menciona. Por otro lado, en consecuencia, tampoco considera las prácticas teatrales tradicionales de mayas y mexicas en función de un calendario e insertas en fiestas y rituales de carácter religioso y político, para las cuales quienes las realizaban gozaban de una preparación histriónica especial. Así, la perspectiva de Rivera es opuesta o distinta de la de Reyes, Viveros y Schuessler, quienes tienen presente la hibridación del teatro misionario a partir de formas (por ejemplo, el tema del Juicio final teatralizado), técnicas (el uso del dispositivo de la participación al final de la obra para convocar a la creencia y al rezo en nuestro ejemplo) y acontecimientos escénicos (la representación del Juicio se diluye, por tanto también se diluye el espacio entre actores y espectadores, para dar paso al acontecimiento colectivo del rezo). Lo que nos interesa de ello es observar que las ideas de Reyes aparecen en un momento aún temprano para el avance de estas investigaciones: sus intuiciones e hipótesis coinciden con las de las visiones más actuales sobre las configuraciones híbridas de muchas de las manifestaciones literarias y teatrales del mundo novohispano, y entran en discusión con otras.

Nos enlazamos ahora con el teatro criollo del siglo XVI a partir de algunos planteamientos de Schuessler, a propósito del diálogo directo que establece con los ensayos en cuestión de Reyes sobre estas dos manifestaciones teatrales. Schuessler señala que las observaciones de Reyes, al hablar del teatro misionario, tienen presentes características y motivos de herencia indígena, como el paisaje natural y sus riquezas, como escenarios de tentación en el teatro evangelizador, así como la idea de que este es “mero embrión” en el desarrollo y evolución del teatro novohispano. Schuessler dice también, “lo que no señala Reyes es la originalidad, o argucia, de emplear obras de teatro para ganar adeptos, esto es, como vehículo ideológico de la Conquista” (493). Nos interesa matizar al respecto. El teatro misionario es observado por Reyes, decíamos, como literatura o teatro de servicio, un caso de literatura ancilar. En ese sentido, ya está considerando este elemento como el principal componente. La originalidad del teatro misionario para Reyes en relación con su uso como literatura o teatro de servicio, va enlazada con otro elemento que señala y que le viene a este teatro de las teatralidades prehispánicas: la participación activa del público espectador. Alfonso Reyes aduce, citando de memoria a Rodolfo Usigli, que el uso de este elemento liminal en el teatro misionario fue un dispositivo eficaz no solo para inducir las conversiones, sino que muchas se llevaron a cabo durante las representaciones aprovechando ese servicio que proporcionaba el teatro a través de la participación:

Con la escena misionaria desaparecen posibilidades insospechadas, que no pudieron evolucionar hacia formas laicas e independientes. Los simulacros militares al aire libre, como en La Conquista de Rodas o la Destrucción de Jerusalén, anunciaban ―observa Usigli― un “teatro de masas” a lo Meyerhold; y en la participación de muchedumbres en danzas y bautismos, que a veces fueron “fin de fiesta” como prueba de la sumisión de los infieles, se aprecia que el público no se sentía del todo espectador. (Reyes, Letras 326-327)

Apunta también que este elemento de la participación fue uno de los que el teatro inmediatamente posterior, el criollo del siglo XVI, perdió. Este teatro, dice Reyes, “es sin duda menos original e importante que el teatro misionario” (Letras 328). Pensamos, en este sentido, que Reyes sí señala la originalidad del teatro misionario, cuya pérdida lamenta en el teatro posterior. Esta pérdida pareciera atribuirse a que se trataba de un dispositivo en función de las conversiones. Aunque, la cita de Usigli deja ver que Reyes considera la participación como un dispositivo teatral que el teatro criollo del siglo XVI tal vez no supo enhebrar en su beneficio y desde sus propias peculiaridades.8 Así, era un teatro que surgía de “la intención virreinal . . . de dar a la ciudadanía motivos de alegría y regocijo” (Viveros 41), así como de la intención de que este ayudara a sostener el orden político a través de actividades de divertimento.

Así pues, si había vestigios del teatro misionario en el criollo del siglo XVI, pronto se borraron, borrando con ello la naturaleza híbrida, ancilar de esta convergencia. Un ejemplo de ello podemos reconocerlo en el Coloquio Séptimo de Fernán González Eslava “De cvando Dios nvestro señor mandó al profeta Ionás que fuesse a la ciudad de Níniue a predicar su destruyción” compuesto entre 1573 y 1574 (Lorente 246). El ejemplo de la leyenda del profeta Jonás no tenía ya nada que ver con su teatralización como estrategia de conversión, pues, igual que se verá hacia el siglo XVII en la Península con el auto sacramental, se trata de reafirmar la fe católica de los creyentes (criollos y peninsulares radicados en la Nueva España principalmente). En el encuadre teatralizado de la leyenda del profeta, Gonzáles Eslava incluye elementos de carácter cómico del teatro breve peninsular del siglo XVI: el entremés de Diego Moreno y Teresa, su mujer, que antecede al Coloquio; el personaje de Diego Moreno caracterizado como uno, de igual nombre, que aparece en la obra El Truhanesco de Timoneda (Lorente 246); y lo que al interior del Coloquio, más o menos a la mitad, se puede identificar como esbozo de un paso cómico entre tres personajes populares a la manera de los Pasos de Lope de Rueda. Asimismo, al inicio del Coloquio, la nómina remite a personajes cómicos tipo del teatro breve peninsular:

SON INTERLOCVTORES

Ionás, Profeta. Vn Maestre. Vn Contramaestre. Vn Vizcaíno llamado Rodrigo. Dos grumetes. Vn Simple.

Entra con un entremés de Diego Moreno y Teresa.

TERESA. ¿Qve en México é de quedar?

No haré, assí Dios me ayude.

No lo podré soportar

que vn alguazil me desnude

sin quererme respetar.

No sé qué muger honrada

en este México queda.

Premática pregonada,

y que yo no trayga seda.

Llamaréme malograda.

¡Marido, Diego Moreno! (Coloquio Sétimo vv. 1-11)

Cabe una última observación sobre la entrada de Teresa exigiendo a Diego, quien “soporta los malos tratos de Teresa, su mujer, que sintomáticamente es una hija de conquistador con ínfulas, que le fuerza a embarcar rumbo a la China, donde piensa que no habrá ninguna pragmática real que le prohíba el uso de la seda” (Lorente 246). Como vemos, el tratamiento está ya lejos del choque o encuentro entre las dos culturas y el uso de dispositivos o estrategias para la integración de los espectadores, que a su vez implicaba la integración religiosa de una cultura en la otra. Aquí, el divertimento abre la obra y ya no se escenifica la necesidad de ninguna conversión. Lo que vemos es un reflejo del teatro cómico breve del siglo XVI peninsular de Lope de Rueda, Timoneda, Torres Naharro, entre otros. Cabe señalar que, una vez que los jesuitas se instalan en la Nueva España, el proyecto evangelizador se diluye, pues la nueva orden tenía como encomienda principal centrarse en la educación y la reafirmación de la fe de los criollos (Gonzalbo 153-154). También por ello el teatro misionario termina. Así también, hay un teatro que surge de las órdenes de dominicos y, principalmente, jesuitas “mayormente destinado a sus correligionarios, no a los indios monoligües de náhuatl, [cuyo propósito era] de exaltación de dogmas y de gente del clero, de enseñanza retórica, de celebración acorde con el calendario litúrgico e incluso de mero entretenimiento” (Viveros 49).

Estas dos modalidades posteriores al teatro misionario en la Nueva España, teatro de entretenimiento y teatro religioso universitario de los jesuitas, son las que Reyes engarza en su ensayo “IV. El Teatro Criollo en el siglo XVI” y que considera en los términos en que Germán Viveros y Octavio Rivera, entre otros, las han descrito en los últimos años. Es un teatro que, de una y otra forma, no aporta o va más allá, según el juicio de Reyes de “su paradigma peninsular”; porque este teatro de calle y de entretenimiento popular no evoluciona, digamos, naturalmente de su antecedente directo, el teatro misionario, desde un punto de vista situado. Al respecto, Reyes considera que el teatro criollo parece olvidarse de las potencialidades generadas por el de evangelización. Ello puede explicarse en la relación canónica de este teatro criollo con su paradigma peninsular, el cual se impone, pues el novohispano se centra en imitarlo e incluso se ve obligado a competir con él, según observa Reyes, en una relación obviamente desigual: “Ha llegado la hora del teatro criollo o español nacido en México . . . En suma, pronto lo conforman en el molde europeo. . . . Desde el primer instante, pues, han de competir con el teatro criollo los repertorios de la Metrópoli” (Letras 328). La idea de la imposición del canon peninsular, el cual se desarrollaba rápidamente y con una intensidad artística destacable, la advertimos con nitidez en la siguiente observación: “Y ahora, con el teatro criollo, fue mala estrella de nuestra incipiente escena libre el recibir, tan tiernas apenas, en empellón de una competencia tan formidable como lo fue el drama peninsular de la época, uno de los más vigorosos en la historia de las literaturas” (Reyes, Letras 333). Es decir, ante la presencia innegable y arrolladora de la Metrópoli en la Nueva España, en este caso, mediante el teatro, Reyes sugiere que no había manera, por un lado, de considerar la valía de las aportaciones del teatro misionario ―acaso ni siquiera consideradas por los propios misioneros― y por otro lado, de hacer teatro de otro modo que no fuera desde esa relación de dependencia.

Podemos decir, que Reyes propone una visión crítica de las razones por las cuales este teatro no se desarrolló idóneamente, es decir, no por causa del servilismo de los imitadores novohispanos, sino por el momento histórico que situaba todo paradigma a seguir desde las nuevas colonias en la Península Ibérica de modo sistemático y legal. Walter Mignolo lo vería, en términos históricos, de la siguiente forma: “No se reconoce la necesidad de cada comunidad por tener su canon” (241). Las consecuencias de ello en la colonización de las lenguas y la imposición de la cultura literaria, seguimos a Mignolo, se pueden observar en la formación de un canon “que se basó en la lengua y en los valores de las culturas colonizadoras más importantes (española y portuguesa)” (241). Así, el teatro criollo del siglo XVI ocupa el segundo lugar frente al peninsular y, acaso por estas circunstancias, relega las potenciales innovaciones del misionario, según deja ver la crítica de Reyes. Citamos un fragmento más para confirmar lo dicho hasta aquí:

Dejemos que el teatro duerma su incubación, y luego veremos que no pudo cumplir su promesa, como expresión de la amalgama entre la bronca y radiante hispanidad y aquella gama del sentimiento indígena que corre del patetismo sagrado a la melancolía. Por lo pronto, con el teatro misionario, según dijimos, se perdieron posibilidades de originalidad incalculable. (Letras 333)

En lo tocante al teatro escolar jesuita, el tono crítico e irónico del ensayo lo describe prácticamente como el mismo que se hacía en España, un mero traslado sin nada que aportar, y que, en ese sentido, ignoró su entorno dado el criterio inamovible de quienes lo trajeron con respecto a su práctica en la Península:

Por último, aquel inmenso empeño de la educación escolar ―donde la cultura era aún paideia, y no se respiraba en la calle, sino que era cosa trasplantada y sólo se la adquiría en las cátedras― desviaba sin remedio la poesía hacia el ejercicio de la retórica. La poesía se acicala de erudición. Aquella gente fue muy seria y severamente educada desde la infancia: no llegó a estallar la mezcla explosiva. Gran victoria de los tutores”. (Reyes, Letras 334)

La manera en la que se dieron estos hechos nos remite a la noción de “cultura” que Reyes propone en su ensayo Posición de América (1942) a partir de lo que considera como “las bases que garantizan la posibilidad americana”, es decir, la tradición cultural (Posición 256). No en balde este ensayo y Letras de la Nueva España son cercanos en sus fechas de publicación. Esa tradición es para Reyes la hispánica (y también la occidental), que fue la que dio sentido a la construcción de la Nueva España y que sustentaba la posibilidad de que Latinoamérica se convirtiera nuevamente en el espacio utópico del más elevado desarrollo humano entre las décadas de los 30 y 40 del siglo XX, que eran décadas de profundas crisis bélicas y, por tanto, de crisis generalizada de valores para Europa.9 Reyes hablaba de una conformación de “síntesis” entre culturas que integrara aportes por participación (pasivos) o por contribución (activos) de parte de las “nuevas culturas” a la tradición cultural hispánica y occidental. Así, decía Reyes:

la verdadera cultura sólo existe en cuanto aparece la transmisión de sus contenidos [agregamos, por contribución]. Tal transmisión se opera en el orden horizontal del espacio, por comunicación entre coetáneos, y en el orden vertical del tiempo, por tradición entre generaciones. . . . Si los focos genéticos de la cultura . . . no logran expandirse a tiempo y conservarse por reiteración educativa, acaban por desaparecer. (Posición 257-260)

A la luz de estas reflexiones de Reyes, podemos decir, entonces, que la originalidad del teatro misionario, si bien fue tal que tuvo un importante impacto en las conversiones parciales o totales de los indígenas, así como en algunos casos de aculturación en los padres evangelizadores, no fue más allá porque los componentes indígenas, en efecto, no se mantuvieron en el siguiente tipo de teatro ni trascendieron para conformarse como una tradición teatral. Por razones históricas, en su lugar, se impuso el canon teatral hispánico en un teatro criollo que no logró aportar nada más allá de la reproducción del canon.

Concluimos diciendo que, en los ensayos “Teatro misionario” y “Teatro Criollo en el siglo XVI”, Reyes habla de un género teatral naciente en un nuevo territorio, no solo para Occidente, sino en sí mismo por su reconfiguración, cuya novedad radica en los elementos culturales y su uso y aplicación en el caso del teatro misionario gracias a la coexistencia de criollos, mestizos e indígenas. Habla también de fertilización del pensamiento, así como de las formas de escritura y teatralidad europeas y peninsulares, de las que, sin embargo, en su proceso de la mano de su paradigma peninsular, el teatro criollo se alejó y que no alcanzaron a desarrollarse plenamente. La novedad es planteada con respecto a Occidente, al canon occidental y, en este caso, hispánico, al que, por supuesto, en gran medida Reyes se afilia. En efecto, si bien, la originalidad del teatro misionario, desde la perspectiva de Reyes, está en cómo se conforma a partir de dos horizontes culturales igualmente paradigmáticos ―las proto-teatralidades rituales y religiosas de carácter participativo en las culturas maya y mexica, por un lado; y las proto-teatralidades medievales hispánicas, igualmente ritualísticas, y de temáticas religiosas, por el otro―, al final, este se configura y al mismo tiempo se diluye por razones históricas que obedecen a la reconfiguración de un nuevo espacio-tiempo: el del mundo novohispano con sus referentes hispánicos y, por tanto, con sus necesidades, sus paradigmas y su cánones. El teatro misionario se conforma de esa manera tan particular porque responde a fines específicos tras la guerra de Conquista: el proyecto evangelizador al servicio de la Colonia y la Metrópoli. De la misma forma, el teatro misionario se diluye porque, una vez que el espacio-tiempo novohispano comienza a establecerse de manera más contundente, los procesos de evangelización se van diluyendo. Para el caso del teatro criollo del siglo XVI, es inevitable, entonces, el traslado o la imitación del teatro peninsular como modelo a seguir. Aunque, como vimos, esto haya supuesto el dejar fuera los elementos que le daban originalidad al misionario y que acaso podrían habérsela dado al teatro criollo, que no fue capaz de competir con el peninsular y, por ello, no trascendió.

Sin embargo, cabe destacar que, en una etapa, la del México del medio siglo XX, todavía temprana para la investigación sobre las letras novohispanas y la problematización sobre el lugar que ocuparon las culturas originarias en estas, Reyes y su peculiar estilo en estos ensayos “traen a la mesa de discusión” y problematizan ese sustrato indígena y mestizo que aportó su tradición oral y escrita hasta donde se le permitió, y fue parte integral y fundamental de la conformación híbrida para el caso del teatro misionario en técnica, estética y visión del mundo y de esta cultura, ya sea por participación directa o indirecta, pasiva o activa y, sin duda, fertilizadora de este género. El conocimiento erudito de las fuentes y las sensibles capacidades hermenéuticas y fenomenológicas en la actualidad del pensamiento de Reyes permiten que podamos advertir en estos ensayos que, en palabras de Walter Mignolo “los cánones (literarios o no literarios, occidentales o no occidentales, del primer o del tercer mundo) dependen de la comunidad” (242).

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2 Cuando hable del “teatro misionario” utilizaré el término “misionario” para seguir a Reyes. Cuando cite a otro estudioso, respetaré la denominación “misionero”.

3 He analizado ya por separado estos dos ensayos en dos trabajos anteriores. El que concierne a “I. La Hispanización” acaba de publicarse en el volumen 5 del número 2 de la Revista Bibliographica del Instituto de Investigaciones Bibliográficas de la Universidad Nacional Autónoma de México.

4 Esta mirada del Deslinde es más que compleja, pues antes que plantearse como teoría literaria, piensa Virginia Aspe, Reyes plantea una visión filosófica del tratamiento de su objeto de estudio a partir de la propia concepción de “deslinde” como el fenómeno que permitirá hacer “un viaje a las regiones indecisas” (Reyes cit. en Aspe 20), “donde no habrá conclusiones, sólo tendencias, aproximaciones” (Aspe 20). Asimismo, no es casualidad que para el espíritu ateneísta de Reyes, una, o quizá, la base fundamental del Deslinde está en la Poética de Aristóteles, pues, comenta Aspe “ha intentado analizar el fenómeno literario de la misma manera en que lo hizo Aristóteles, de las partes al todo. . . . El tema del Deslinde es el objeto literario frente a los otros objetos teóricos del espíritu; con esta temática, al igual que la Poética de Aristóteles, su obra aparecería como algo a caballo entre especialistas de filosofía y de letras” (12).

5 Si bien Reyes no define el término “hibridación” o “hibridación genérica” en El Deslinde, sí lo menciona como producto de las “fertilizaciones” que las funciones de lo literario (teatro, novela y poesía) hacen en los campos de la historia, es decir, a propósito de los préstamos de lo literario al servicio de otros discursos, o bien, de la literatura en pureza, como experiencia pura e integradora que, a través del empréstito, suma otros discursos y se fertiliza con ello. Todo esto bajo la base de la función ancilar de la literatura. Además, pone un ejemplo en el que la hibridez se da en la relación ancilar entre discurso teórico (historia, ciencia) y discurso práctico (retórica) (196). Asimismo, habla del “género híbrido de la historia novelada” (99) o de un “género híbrido, la zona indecisa, para dar, por ejemplo, más cabalmente la descripción de una época vivida mezclando los medios históricos con los recursos de lo imaginado o lo literariamente interpretado”, a propósito de El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán (165) o del “género biográfico, literario por definición, híbrido por esencia” (El Deslinde 118).

6 Lillian von der Walde señala que el sermón tiene una estructura centrípeta, como un racimo invertido, donde el Thema, la cita de alguna sentencia bíblica que abre y da el tópico del sermón, se desarrolla de modo repetitivo y recursivo mediante diversas estrategias que van de lo general a lo particular. Por ejemplo, descomponer el Thema en partes, luego explicar cada parte, luego relacionar el Thema con otras sentencias, luego usar recursos como su amplificatio o ejemplos, hasta llegar de nuevo al principio y cerrar con la conclusio invocando a la divinidad con una oratio.

7 De ello hablará unos años más adelante Miguel León Portilla en obras como Literaturas de Mesoamérica (1984), entre otras, planteando una perspectiva del teatro como medio para fines rituales y políticos, así como medio de celebraciones diversas en función de calendarizaciones cósmicas por parte de nahuas y mayas, por mencionar a los pueblos hegemónicos de México en la etapa precortesiana.

8 Cabe señalar que el dispositivo de la participación, que hizo de las teatralidades misionarias unas teatralidades liminares e híbridas, lo cual le dio al teatro su cualidad de servicio, no es más que el antecedente de los teatros comunitarios o de carácter participativo dirigidos a poblaciones específicas (personas con problemas de salud, estudiantes, entre otros) y poblaciones marginales (indígenas, campesinos, personas habitantes de zonas conurbadas en condiciones de pobreza extrema, entre otros) que se desarrollan en México durante el siglo XX y hasta nuestros días, tanto por parte de las políticas culturales de los gobiernos en turno como por parte de colectivos y agrupaciones teatrales independientes, cada uno con finalidades diversas según sus nociones de impacto social.

9 Estas ideas de Reyes son congruentes con la formación de su pensamiento intelectual como integrante del Ateneo de la Juventud y como seguidor del pensamiento arielista, y aparecen en su conferencia Notas sobre la inteligencia americana (1936), impartida unos años antes de que volviera a México, cuando ocupaba un puesto diplomático en Argentina en los años 30 y en el contexto de dos importantes reuniones de intelectuales latinoamericanos y europeos en Argentina: el XIV Congreso Internacional de los PEN Clubs y la Séptima Conversación de la Organización de Cooperación Intelectual. Más adelante retomará su conferencia, ya en México, para desarrollarla con mayor amplitud en Posición de América. Véase el tratamiento a profundidad que hace Beatriz Colombi de este panorama en su artículo “Alfonso Reyes y las ‘Notas sobre la inteligencia americana’: una lectura en red” (2011).

Recibido: 09 de Febrero de 2022; Aprobado: 29 de Septiembre de 2022

1

El presente trabajo es el cuarto de un proyecto de investigación que estoy realizando sobre la perspectiva de Reyes y su voz enunciativa en estos ensayos, y cómo pueden dialogar con algunas nociones de la lectura decolonial que Walter Mignolo hace del canon latinoamericano. Letras de la Nueva España se conforma así: “Introducción: Poesía Indígena”, “I. La Hispanización”, “II. La Crónica”, “III. Teatro Misionario”, “IV. Teatro Criollo en el siglo XVI”, “V. Primavera Colonial (XVI-XVII)”, “VI. Virreinato de Filigrana (XVII-XVIII)” y “VII. La Era Crítica (XVIII-XIX)”.

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