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Connotas. Revista de crítica y teoría literarias

versión On-line ISSN 2448-6019versión impresa ISSN 1870-6630

Connotas. Rev. crit. teór. lit.  no.20 Hermosillo ene./jun. 2020  Epub 15-Feb-2021

https://doi.org/10.36798/critlit.vi20.317 

Entrevistas académicas

El poema nos dice y nos desdice. Conversación con el poeta cubano Octavio Armand

Poetry defines and undefines us. A conversation with the Cuban poet Octavio Armand

1Universidad de Colima, México. sanchezp@ucol.mx


Resumen:

En el marco de la poesía latinoamericana, el poeta cubano Octavio Armand (1946) representa una voz sólida y audaz que ha apostado, desde muy joven, por la exploración lúdica del lenguaje y la resignificación del silencio y el espacio en blanco dentro del poema. Ensayista, traductor y poeta cuya obra fue motivo de atención por parte de autores imprescindibles como Severo Sarduy y Javier Sologuren, Octavio Armand ha vivido en el exilio desde la adolescencia: primero en Nueva York y luego en Caracas, donde actualmente reside.

La presente entrevista indaga acerca de la estética del poeta, sus temas recurrentes, los vínculos que establece entre poesía y ensayo, lecturas personales y recursos estilísticos. Asimismo, esta conversación recupera el tópico del exilio y las transformaciones poéticas que el autor ha experimentado a lo largo del tiempo y a raíz de la vivencia de la diáspora.

Palabras clave: Octavio Armand; poesía cubana; estética; exilio

Abstract:

In the context of Latin American poetry, Cuban poet Octavio Armand (1946) represents a solid and bold voice that has bet, from a very young age, on the ludic exploration of language and the resignificance of silence and blank space within the poem. Essayist, translator and poet ―whose work received the attention of essential authors such as Severo Sarduy and Javier Sologuren―, Octavio Armand has lived in exile since his teenage years: first in New York and then in Caracas, where he currently resides.

This interview explores the poet’s aesthetic, his recurring themes, the connections he establishes between poetry and essay, his personal readings and his stylistic resources. Likewise, this interview discusses the topic exile, and the poetic transformations that Armand has experienced through time, as a result of the experience of the diaspora.

Keywords: Octavio Armand; Cuban poetry; aesthetics; exile

En diciembre de 2017, por el tiempo en que preparaba un artículo sobre la poesía de Octavio Armand (Guantánamo, Cuba, 1946), le solicité al poeta una entrevista por correo electrónico. Para mi sorpresa, contestó de inmediato que estaba dispuesto a atender mis preguntas, dejando entrever su sencillez y un especial -enigmático a veces- sentido del humor.

Octavio Armand, radicado en Venezuela, desde 1985, es autor, entre otros libros clave para la lírica hispanoamericana, de Horizonte no es siempre lejanía (1970), Piel menos mía (1977), Cómo escribir con erizo (1979), Biografía para feacios (1980), Origami (1987), Clinamen (2011) y Concierto para delinquir (2016). En Canto rodado. Poesía reunida (1970-2015), publicación en dos tomos bajo el cuidado de Federico de la Vega (2017), se concentra gran parte del universo poético de quien fundara, en 1978 en Nueva York, la emblemática revista de poesía escandalar. Tras publicar Contra la página. Ensayos reunidos (1980-2013), en 2015 dio a conocer El lugar de la mancha (2018), el último de sus libros de ensayo. En El ocho cubano (2012) reúne sus “memorias del olvido”, una serie de crónicas periodísticas en que rememora, entre otras etapas, la infancia idílica en la playa azul añil del Uvero y el doloroso exilio neoyorkino. Incluido en el volumen II de la Antología de la poesía hispanoamericana moderna (1993), coordinado por Guillermo Sucre y editado por Ana María del Re; en Twentieth-Century Latin American Poetry (A Bilingual Anthologyk) (1993), editado por Steven Tapscott; Poesía cubana del siglo XX (1996), con selección y notas de Jesús J. Barquet y Norberto Codina ; y en Prístina y última piedra (2003), compilado por Eduardo Milán y Ernesto Lumbreras, por citar algunos trabajos antológicos, Octavio Armand -como bien apunta Johan Gotera, su crítico más sistemático- se inscribe en el “cuestionamiento radical de las relaciones del lenguaje” y, desde esta perspectiva, finca una poética de profunda apelación al lector.

Traductor de Mark Strand, “bilingüe esquizoide” como se define a sí mismo, Armand va desarmándose en cada poema-ensayo o ensayo-poema que escribe, no solo por las pistas cuasi biográficas que en ocasiones ofrece a sus lectores, sino también por la lúdica energía lingüística que imprime a sus versos, proyectados, siempre, en un espejo de infinitas referencias culturales, festivas paranomasias y bordes liminales. La presente entrevista, en su primera versión, se concretó en diciembre de 2017, pero se reactualizó en septiembre de 2019, tras nuevos intercambios de correos electrónicos con el poeta cubano que, siempre atento, prodiga con facilidad el disfrute de su charla y las recomendaciones bibliográficas.

Su concepción acerca de la poesía, ¿ha sido más o menos la misma desde el principio de su trayectoria literaria? ¿Qué se mantiene igual y qué ha cambiado con respecto a ese “canto rodado” que son sus versos?

El canto ha rodado mucho. Existen ruinas de mis doce a quince a. C. enterradas bajo las que ahora construyo. No hay tiempo presente, solo tiempo ausente, parecen decir estos escombros del futuro hechos en el pasado durante una época de fuertes conmociones: la lucha contra Batista, la revolución, las muchachas que insinuaban la gramática del cuerpo.

Entonces conocía algo de la poesía cubana del XIX -sobre todo Martí, y por supuesto el Martí de los versos sencillos. A la sombra de tan escasa lectura, fui una redondilla, un octosílabo, no tan sencillo como francamente pobre; algo así como un círculo trazado sin compás y sin Euclides. Sentimientos nobles, vastos pero con b, y realidades más deseadas o adivinadas que vividas; luego vertidos con prisa en poemas cívicos o de cardio enamoradizo; todos de mármol mal desbastado y peor tallado por el cincel de la rima. Ni canto ni cántaro: cantera para estatuas ecuestres y cupidos manuscritos o mecanografiados. ¿Poemas cívicos? Banderas sin ondeo, inertes como el vuelo de pterodáctilos en la Caliza de Solnhofen. ¿Poemas de amor? Muchos versos por pocos besos. Total: cero, nada, rien, niente, nothing.

Luego un cambio profundo, que me llevó, ya no a la arqueología de mi cero no ser, sino a la geología de la intimidad. Para resumirlo con literatura: durante mis veinte años no es nada descubro las vanguardias europeas. Eso mientras leo poesía española, tanto medieval como renacentista y barroca; y poesía latinoamericana, desde Grandeza mexicana y sor Juana, Othón y Díaz Mirón, Villaurrutia y Paz, en el norte, hasta los cielitos de Hidalgo y el juego por fuego del Martín Fierro, Lugones, Girondo y Borges, en el sur. Años universitarios en que pude contar con dos profesores amigos: Luis Mario Schneider, un argentino muy mexicano, y José Vázquez Amaral, un mexicano muy mexicano, de Jalisco, nada menos. Con ellos aprendí mucho y mucho más fuera de clase; les debo lecturas, libros, orientación.

Con Luis Mario conversaba la vanguardia, incluyendo a los estridentistas, y a los Contemporáneos; eso en cuanto a la tradición piramidal (primera piedra, esta palabra, del Primero sueño de sor Juana, esa sombra sobre la que se empina el canto mexicano, que luego -en otra pirámide y con Octavio Paz- estallará en un carajo); pero discutía también a Huidobro, Vallejo, Moro… José Vázquez Amaral me obsequió las Memorias de fray Servando Teresa de Mier, una edición en dos volúmenes, de Porrúa, del año en que yo nací, 1946. La vida de este rebelde marcó la mía, como lo hicieran, por otros motivos, el Walden de Thoreau y los ensayos de Emerson. Con Amaral tomé un curso de un año sobre gauchesca, pero me comentaba, sobre todo, los Cantos de Pound, que él tradujo pound for pound con el poeta, quien corregía de su puño y letra los manuscritos de Vázquez Amaral José, como con cariño al revés le decía a su traductor.

Simultanear la vanguardia y la poesía medieval, renacentista y barroca fue un azar y un azor. Cetrería de tradición y ruptura, clinamen que me alejó de ismos sin tensión y de los alardes más mecánicos que conceptuales de los nietos y bisnietos de Duchamp. Yo no he dejado de celebrar los Milagros de Berceo por disfrutar los de Apollinaire, iniciáticos, exultantes y tan asombrosos como los de su ADN en Villon.

¿Cómo define su estética literaria? ¿Qué principios la alientan?

De la poesía ya yo solo espero realidades y milagros.

Las estéticas suelen resultar estíticas. Quizá por eso he planteado una estética invertebrada. Flexibilidad hacia dentro; hacia fuera, armaduras medievales, blindaje, pinzas, formas que dan la cara y hasta seis caras, como los dados, transparencia o acuarela para agitar alas, telas que desvisten al viento, tejidos suspendidos como irresistibles hamacas para incautos, laberinto de espirales calcáreas, seda durísima, progresiones logarítmicas, zumbidos, antenas, aleteos, pasión por andaduras y devoción a pétalos, cera para Dédalo y fotutos para el taíno, aguijones, miel.

No tengo principios, a menos que entre estos se incluya el zumbido de las moscas, tan tenaces, según Homero, como los guerreros aqueos y troyanos.

Creo que la poesía es tan real como ese otro sueño llamado realidad. Que hay que mentir menos. Que hay que entregarse al verbo y desconfiar de todas sus conjugaciones. Que el laberinto del oído es cretense y poesía eres tú, porque el poema leído se oye y se reescribe -ojalá se reavive- en cada lector y con cada lectura. Que el poema es antiguo y moderno; que si razona a corazón abierto -como cirugía a corazón abierto- tiene algo de eucaristía y cuauhxicalli. Que hay una complicidad entre mi mano y tus ojos: yo ando a tientas, ciego, palpando las paredes húmedas del laberinto; tu mirada es lo único que veo y solo veo con tu mirada.

¿Cuáles son los poetas que siente más cerca de su visión de mundo?

Entre ellos hay un ángel y un diablo: San Juan de la Cruz y François Villon. Siento el silbo de los aires amorosos cada vez que logro prescindir del verbo; pero sé conjugarlo con insolencia y rabia cuando en alguna taberna de buena vida y mala muerte, poeta vuelto profeta por el vino, Villon me asegura “pronto sabrá mi cuello lo que mi culo pesa”.

Siento cerca a los poetas de la lengua que saben sacarle la lengua a la lengua. Que sirva de ejemplo el “Ejemplo” de Salvador Díaz Mirón:

La desnudez impúdica, la lengua que salía

y alto mechón en forma de una cresta de gallo,

dábanle aspecto bufo; y al pie de mi caballo

un grupo de arrapiezos holgábase y reía.

Como lector de primera instancia siento la raíz medieval del exemplum; como lector cómplice, me uno a los arrapiezos y río la breve hazaña de este Mirón escultor de palabras y rimas: el poema se burla de mí, me desafía, me saca la lengua, para que de una vez por todas sepa reconocer el cielo de la boca.

Desde su punto de vista, ¿cuáles son las principales vertientes de la poesía latinoamericana hoy en día? ¿Hay una vertiente poética que usted distinga como propia? ¿Se ve conversando con otros poetas, en la misma ruta? ¿O es usted un poeta solitario?

Soy un solitario. Vivo aislado -algunos también me han hecho el favor de aislarme- de cuanto sucede más allá de mi círculo inmediato: lecturas, amistades, cuerpos, voces, sombras que la vida me regala. Por eso no sabría señalar esas vertientes de la poesía latinoamericana, que con toda seguridad existen. Como vivo sin vivir en mí, y solo tengo espacio para lo pequeño y tiempo para lo breve, no me vierto, me di/vierto.

Desconfío de modas, vertientes y corrientes. ¿Por qué? Valga otro ejemplo, aunque no tan pendular y provechoso como el de Díaz Mirón. In illo témpore en Cuba se impuso como moda la poesía conversacional. Había quienes conversaban como loros donde no se podía hablar. Cumplían así, acaso inconscientemente, con el papel que les asignaba el todopoderoso estado. Habían quedado en estado del estado. Su misión como supuestos intelectuales era equivocarse, engañándose y engañando al conversar sobre cualquier cosa sabiendo que no podían decir nada, pues la censura y la propaganda, la autocensura y la desinformación creaban en torno a ellos, y con ellos, una sociedad solo capaz de creer en mentiras.

El espíritu lúdico, inquebrantable, de su trabajo poético, ¿nace con Horizonte no es siempre lejanía, o con otros poemarios que no se publicaron, pero que estaban alentados por las exploraciones lingüísticas, la urgencia de “sacudir” el lenguaje?

Sacudo el lenguaje y soy sacudido por el lenguaje. Me hago, me deshago y me rehago para buscar a otros y a otras en mí que soy tú. Relincho como el caballo de madera aqueo y aro en Troya con la sombra de un buey egipcio. Sé no sé quién soy; buscándome en espejos que no me multiplican, mi propia imagen me divide, me da vida, me da viudas. En fin…

Algo de mi naturaleza esquizoide sin duda se debe a mi condición bilingüe. Quizá porque en el Colegio Sarah Ashhurst de mi pueblo estudié en inglés, no inglés, podría ser espía de Shakespeare en Cervantes y de Miguel en William. Durante años los dos idiomas se movieron como placas tectónicas bajo el cielo de la boca, provocando sismos que nunca cuajaron en ismos ni silogismos, pero que, implacables, se solían sacar chispas al deslizarse. No sé si en aquella plaquette horizontal quise arrancarme la lengua o sacarle la lengua a una lengua con la otra. Al fin y al cabo, ¿fue aquello una Babel de papel? ¿Fui ahí el Caín de Babel o solo caí de mi papel? Adán y nada, da lo mismo decir todo al revés.

Tuve que ser lúdico para no derrumbarme. Crisis traducida a juegos malabares donde sentía -sabía- que era yo quien daba tumbos en el aire, no las bolas de palabras que lanzaba. Clásico in vino veritas y barroco burlas veras, he conservado por instinto, no por razonamiento, algo de esa techné, solo que los malabares ahora son telas de araña. En uno y otro caso se trata de quedar suspendido en el aire, a merced del viento, atrapando o atrapado, atrapando y atrapándome en el laberinto de seda y nada, siamés en Minotauro y Teseo.

Por eso, de nuestro hangar, me ha acompañado siempre el vuelo de Altazor, paracaidismo en picada cuyo vértigo arranca -todavía- desde los concurrentes vértices de la pirámide que llamamos poesía.

Observo que en su ensayística e, incluso, en sus propios poemas, hay claves para leer su poesía. ¿Le preocupa que los juegos experimentales, el sacar al lector de su zona de confort, le impidan un diálogo con sus receptores?

Podría citar el “Romance del Conde Arnaldos”: “Yo no digo mi canción/ sino a quien conmigo va.” Lo haría para acercar a los lectores, no para alejarlos. Desearía que el poema, como la galera del marinero, fuera imán de arriba y abajo; para que

las aves que van volando

al mástil vienen posar

los peces que andan al fondo

arriba los hace andar.

Pero tienes razón, hay algo así como un Diccionario de la Real Academia de mi Propia Lengua en ciertos ensayos y poemas. ¿Serán claves para que yo mismo pueda reencontrarme? ¿Claves para perderme? Soy, quiero ser tú, él, ella, segunda, tercera persona de mí mismo, que eres tú, lector que al tutearme te tuteas.

Estas claves, en cierto modo, ¿son “migajas de pan” para que los lectores reconozcan el camino de vuelta a casa, como en el cuento de Hansel y Gretel?

Claves, señales, huellas, signos: hay que hacer el camino con migajas de pan, y también con el hilo de Ariadna, y con pájaros, y ríos, nubes, voces, sabores. ¿Acaso la vuelta a casa no cuenta con letter en G y lezna en H, bilingüe orden alfabético invertido, desorden H, G que regresa agujereado a la A de asa que tanto sujeta al vacío que nos sostiene?

¿“Volver a casa” es volver a un Armand más transparente?

Más transparente sería invisible. Bromeo pero no tanto. Al pulir la piedra el remoto antepasado que nos inicia en la techné de cazar la casa, no solo pretendía darle mayor dinamismo a la flecha, haciéndola aerodinámica; como tampoco solo pretendía darle mayor estabilidad al rematar el astil con plumas. La techné tenía magia, creaba un gavilán, un azor, un águila, arma infalible de instintivo blanco en el tiro. Y me atrevo a conjeturar también que, al pulir la punta de flecha, afilándola como un pétalo hasta sacarle brillo, la arrancaba del mundo mineral, despojándola de solidez, de lo pétreo, grávido. Mito de Sísifo al revés, descarga la piedra, pues el artero propósito de su arte era desmaterializarla, volviéndola velocidad, zumbido, viento.

En Entre testigos hay un poema cuyo título y ritornello reza “Un niño me llevará a casa.” No sé si esa casa es la definitiva, la ruina futura y permanente enterrada para mí, por mí, en la otra orilla. Pero presiento que ese niño algo profético, mesiánico, soy yo, solo que nunca sabré si ese yo soy yo que escribo o tú que me lees. En todo caso, y pese a la advertencia que deja López Velarde en “El retorno maléfico”, aquel niño va apareciendo y reapareciendo en algunos poemas recientes, como si yo lo estuviera buscando o él me estuviera buscando a mí para llevarme a casa. Está -¿estoy?-, por ejemplo, en el poema “Álbum de Clinamen”. Pareciera, pues, que el ritornello de Entre testigos es un retorno que no puede ser vuelta atrás. Para volver tendría que convertirme en punta de flecha pulida, lograr la velocidad del viento y zumbar como aire atravesado. Un Armand más transparente, como dices.

¿Dónde ha dejado usted más señales para ir tras la cas(z)a de Armand?

Soy el bisonte de Niaux. Vivo, revivo ese episodio que me asombra. Me petrifica. Imagen que me intriga, me sobrecoge, me define. Búscame bajo las gotas de agua que desde hace miles de años me matan con las flechas que aún no han llegado ni jamás llegarán. Sé non mío y seremos par. Cada palabra que digo me oculta y me dice. El poema, como el niño que se esconde y grita, tiene algo de inocencia; nos dice y nos desdice; y quizá al preguntar ¿estás ahí? diga aquí estoy.

Salvo un par de veces, creo que la palabra “exilio” no aparece explícitamente en su poesía. Sin embargo, sí está presente de muchas otras formas. Tal pareciera que se trasluce en todas aquellas imágenes poéticas que sobrevuelan el sentido de la fragmentación, de la carencia, del “ya no”. ¿Es así? ¿Ha evitado conscientemente la palabra exilio? ¿Exilia al exilio?

Conscientemente, no. Repito algo que dije hace tiempo: ser cubano como a mí me ha tocado serlo es una vocación tan difícil como la poesía. No me siento cómodo en el exilio, que es un sitio bastante incómodo, como tampoco me sentiría cómodo en Cuba, patria que me va resultando muy ajena. A veces me siento como un muñeco de nieve en Kamchatka, y disfruto el frío, con el cuerpo redondo segmentado como el de un insecto, pero aplomado, fijo en un bloque de hielo que no se derrite.

Mi exilio ha ido perdiendo su rostro político, ese que mira hacia el territorio de cuya historia presente me arrancaron, y que ya no me pertenece. No estoy exilado en el espacio sino en el tiempo; y en el tiempo me siento más guantanamero que cubano. Mi bandera es el Guaso, la Punta de la Mula, El Uvero, los amigos que quise y me quisieron, mis padres, Alfonso, el fufú de plátano que me hacía Nestora, en fin, las teselas sueltas del mosaico que en vano trato de armar. En lo disperso, lo fragmentario, la insuficiencia, en mi cero como límite, en la extrañeza de sentirme más al ser menos, ahí donde tú sientes mi exilio, ahí estoy en otra parte, aquí, allá, donde digas que yo dije ya no.

¿Exilia al exilio?, preguntas. Es lo que planteé hace décadas, en 1980, en el PEN Center de Nueva York en la polémica que sostuve con Ángel Rama, cuando cierta izquierda excluía a los cubanos exilados del exilio latinoamericano. Hablé entonces de un doble exilio para referirme a esta particular clasificación que lamentablemente se debía a líneas políticas, no a Linneo.

¿Cuál es el eco terrestre, más profundo, de la geografía que se anidó en los albores de la primera memoria, por el cual sigue habiendo un puente -a pesar de los años- entre usted y Guantánamo? ¿Es una geografía física o humana la que se evoca en primer término?

Entre el paisaje y yo está mi padre como una puerta abierta, como una ventana. Fíjate: en la terraza de El Uvero él tiene los brazos abiertos y la mirada perdida en el horizonte, que son dos azules; desconcertado, oigo que me ofrece el mar y el cielo. Recuerdo sus palabras, las oigo como si aún estuviera junto a él aquella mañana: -Hijo, todo esto es tuyo. Me regala esos añiles profundos, altísimos, remotos y yo los acepto como herencia. Sin comprender cómo, ni por qué, ni para qué, me quedo con ellos como si fueran el color de mis ojos.

Otra escena: mi padre está en lo que llamaban la roca de Luis Armand. Parado en el dienteperro, equilibrando bien el cuerpo, lanza el cordel. Me enseña a pescar pero yo aprendo otra cosa: aprendo a pintar con aquella acuarela que es el mar. Lección de colores, solo de colores, que me permitió un aprendizaje oblicuo, quizá para evitar que me convirtiera en el pez que todavía agoniza muy cerca de mí, a mis pies, las agallas tratando de sobrevivir tanta intemperie, la arena adhiriéndose como una costra a la respiración imposible.

Mi padre es el puente entre aquel niño que fui y su paisaje imposible; y yo soy el pez que en la dura orilla va entregando la reluciente humedad de las escamas a la arena que poco a poco lo cubre, lo opaca, como si se enterrara una acuarela. Mi mundo simbólico nace ahí, entonces. En ese preciso dónde y cuándo. Por eso he dicho que nací del vientre de mi padre. Ese vientre son los dos azules que me regala y yo soy la rabirrubia que él acaba de sacar viva de ellos; y soy también el senserenico que en otro ritual de mar y cielo mi padre entrega a esos dos colores: el pajarito sacado de la jaula al final del verano, y que ahora él sujeta en su puño sin apretarlo, y cuya cabecita beso antes de que lo lance al aire, al viento, para que vuelva a ser libre, mucho más libre que nosotros, que lo habíamos atrapado y enjaulado para luego liberarlo y por un instante, con él, ser tan libres como él.

Lo que se revela en escenas como estas constituye el puente hacia el paisaje guantanamero. La geología de la geografía que a veces todavía me sacude. El epicentro que está allá pero late rojo en mi sangre y negro en la noche del pulmón.

Vuelvo a tu pregunta ¿acaso para dejarla en suspenso? Trato de señalar al horizonte que no siempre es lejanía. Trato de morder y saborear una fruta mientras cae del árbol. La fruta sabe a sombra, a vuelo, a precipicio. Porque carezco de geografía física, porque soy mapa sin territorio y paisaje sin país, mi geografía física es humana. Lo mío no es el país, que perdí; mío es el paisaje que no me pudieron ni me podrán quitar. Algo así como La guantanamera cantada en polaco o en swahili. Una guantanamera que no se entona en Guantánamo.

Mi isla, AA, está en el Libro de Isaías y en el Cántico espiritual de San Juan. Soy su mar. La llevo incorporada. Reúno lo disperso y repito: soy sumar: la llevo dentro.

¿Qué dicta la forma del poema?, ¿qué el ritmo? ¿Cómo decide la espacialidad de los versos? ¿Alcanza a decidir todo esto o el poema llega/llaga, sin que se le piense de antemano?

El poema se piensa y me piensa mientras yo lo siento y lo pienso. La respiración es el puente entre voz y escritura y la noche del pulmón es el blanco de la página. Respiro las palabras, escribo el aliento. Porque no quiero enmudecer en lo que escribo, callo en lo que escribo. O sea, trato de ser voz y callarla para así poder decir no solo lo que digo sino lo que callo: lo que digo en lo que callo y lo que callo en lo que digo, como si cada labio me interpretara al hablar, uno lengüilargo y otro literalmente deslenguado, uno parlanchín y el otro sin parla, taciturno, melancólico. Silencios como los silencios musicales, ausencias presentes, imprescindibles para que resuenen las notas.

Espacio y tiempo se funden d,e,s,p,a,c,i,o. Espacio despacio: el centro de la página; o los márgenes, donde me siento a gusto, puesto que soy marginal, y sé que los márgenes pueden perder su inercia y sumarse al movimiento de la escritura, fijándola con arbitrariedad para obligar al lector a leer con un ojo sí y otro no. Confieso que preferiría pasar del margen al filo de la página y escribir ahí, solo ahí, con precipicios a cada lado de cada palabra. Sería como aprovechar el filo de la guillotina que cae para decapitar a las palabras y decapitarme, pasando, gracias a las decapitaciones, al Tao del cuerpo y de la mente, a la sombra, al vacío, a ese tú que tanto le falta al yo. El Reino del Terror en minúsculas, convertido en reino del error y del errar.

El margen corta las líneas y las palabras. Aprovechándolo al escribir, el marginal puede cortarlo y así incorporarlo. La decapitación como incorporación. Los aztecas tenían un recipiente de piedra para los corazones que arrancaban, el cuauhxicalli; en su pobretón cuauhxicalli de madera, los franceses recogían las cabezas que cortaban. Los primeros adoraban al sol que se alimentaba de soles que latían; los otros adoraban a la razón que en sí misma se saciaba.

En Canto rodado, tomo I., hay poemas, del tipo deLa palabra como periferia (fragmento)”, que pueden leerse como ensayos. Y viceversa: ensayos - pienso en Contra la página- que pueden leerse como poemas. ¿Por qué se presenta tan natural esta simbiosis en Octavio Armand?

Quítale los signos de interrogación a esta pregunta. El arcángel puede blandir la espada sin necesidad de ese marco encorvado. Tu observación es válida. De hecho puede ser una afirmación. ¿Por qué?

Desde mi oficio aventuraré algo que quizá sirva de respuesta a esos signos de interrogación que te acabo de quitar para clavármelos como banderillas.

Sin prosa no hay poesía. La poesía es una intensidad de la prosa, una prosa sin prisa. Los poetas de brío conjugan ambos verbos a la par. Buenos ejemplos, tres de los nuestros: Jorge Luis Borges, José Lezama Lima y Octavio Paz. Cuando no se da la conjunción entre prosa y poesía hay altibajos aun en poetas fuertes. Piensa en Neruda. Residencia en la tierra es clave en la historia de la poesía. Pero hay mucho Neruda prescindible, ¿no crees?

Mi prosa nace de la conversación con los amigos y conmigo. Prosa es esto que ahora mismo hacemos tú y yo. Es lo que llamo conversaciones con escalera, que arrancan en cualquier punto y giran 360º, pero empinándose, poniendo punto y aparte en los escalones de una catedral o de una pirámide, en la escalinata invisible de los pájaros o dando revueltas espirales en una escalera de caracol.

Algunos temas asoman lo mismo en prosa que en poesía. “La partida de nacimiento como ficción”, de forma más espontánea, menos elaborada, es un autorretrato sin mí. Llamo refracciones a estas convergencias: como la luz al pasar de la atmósfera al agua, el tema se refracta al pasar de un medio a otro, de la poesía a la prosa o viceversa. En 1994, en el inglés de Carol Maier, se publicó una selección de estas convergencias en un volumen titulado precisamente Refractions.

Usted ha escrito: “creo en las cicatrices que llamamos música, pintura, poema”, ¿son las cicatrices artísticas que más lo han marcado?

Cada nota en su herida, cada color en su herida, cada palabra en su herida, dejan cicatrices. Nos abrimos como puertas y alguien entra. Abrimos una puerta en el fuego y nos quemamos para abrir otras puertas en el agua, en el viento, en la tierra; y así entrar transparentes en la brisa o cobijarnos, pétreos, en el centro de una piedra. Morimos un poco para vivir más. He usado la expresión cicatriz sin cuerpo. Pero en cada cicatriz puedo sentirme ajeno y evocar otro cuerpo, también mío. Cada cicatriz es huella de una separación, un ombligo: donde haya herida hay madre, y es posible nacer, renacer. Conocer es conacer. ¿Optimismo? Tal vez.

¿Practica alguna otra disciplina artística, además de la literatura? ¿Qué hay del dibujo o la pintura?

Vivir y escribir, escribivir, así, con b de burro y v de vaca, ha sido lo mío. Tiempo atrás, entre el 86 y el 87, hice ensamblajes de madera, con cerraduras antiguas y otros elementos en metal y tela. Luego el apartamento se me convirtió en una cajita de fósforos y perdí el espacio de que disponía para eso. Pero siempre he tratado de dibujar y hasta de pintar con palabras, que no otra cosa son mis espejos y autorretratos. Por cierto, uno de los mejores retratos del barroco español, tenso, intenso, como los de Velázquez, se lo debemos a la mano de un escritor. Un sevillano que murió allá en México: Mateo Alemán. Recuerda la escena del pícaro mirándose en el espejo. “Estáte como te estás, Guzmán amigo,” se dice cara a cara. Dramático autorretrato, esas pocas palabras. Óleo de un puñado de palabras, de un puñal de palabras, que a mí me conmovió a tal punto que en más de una ocasión me he sentido Guzmán, aunque no de Alfarache sino de Guantánamo.

Ni ego ni ergo: ergon. Ser yo lo mejor posible siendo yo lo menos posible. Mi disciplina ha sido la vida. Con ella me dibujo y me pinto. Con ella me retrata el canto donde ruedo.

El tema de la amistad, en poemas como “Cuchillo tairona”, “Enrique Gay García” o “Todas las palabras se llaman Juan”, está presente. ¿En su trabajo poético es más fuerte el tema de la amistad que el del amor? ¿La amistad es un sentimiento superior al amor?

He sido devoto del dios Eros. Según mi credo paganísimo la atracción entre los cuerpos rige en la tierra tanto como en el cielo, donde los cuerpos estelares se arraciman en constelaciones para soñar encuentros que tardan millones de años. Nosotros no contamos con plazos tan dilatados, sobre todo para rendirle culto a Eros. Otros tipos de amor, como la amistad, resultan más duraderos, sin duda porque en su caso la atracción se fundamenta en un crecimiento más pausado, donde los flechazos de Cupido, si los hay, se demoran en su trayectoria, como si fueran disparados por Zenón.

No me atrevo a jerarquizar estos sentimientos, ni siquiera con ayuda de los griegos. Pero tu impresión me parece justificada. En mi caso hay enlaces entre ellos que sugieren un posible empate. Nada sentimental, o más físico que sentimental, sumo las cifras del amor a la amistad, ya que mis compañeras del cuerpo a cuerpo también son amigas. O por lo menos yo las considero así. ¿Cómo? ¿Por qué?

Quizá pueda solucionar el problema complicándolo, distinguiendo, como suelo hacer, entre enamorarse y querer.

Hace unas cuantas décadas un doblemente viejo amigo -era mucho mayor que yo y nuestra amistad era añeja- me confesó que de nuevo estaba enamorado. No lo critiqué. Me alegré por su renovado brío y lo felicité, señalándole que él siempre se enamoraba y nunca quería, mientras que yo siempre quería y nunca me enamoraba.

Sigamos complicando el asunto, dejándolo en manos de un personaje. Siguen tres párrafos de un ¿cuento? titulado “Piropos”, que si convence al editor aparecerá en la segunda edición de El ocho cubano. A mí ese ¿cuento? no me convence del todo. Es el intento de narrar que me ha acercado a la ficción; y yo, lamento decirlo, no sé mover piezas en ese tablero, pues al hacerlo siento que miento. En otras manos, la ficción revela difíciles, complejas verdades; en las mías, temo, digo la verdad a medias, lo cual equivale a mentir.

Va la cita, pues. Y disculpa la escabullida:

Al soltar los dados, una escena de la infancia asomó en el tumbo de las cifras. Ahí vislumbró el posible origen del vicio que lo arrastraba como una sombra hacia las mujeres, a quienes rendía un culto que nunca quiso o pudo creer recíproco. Prestaba su cuerpo como un juguete; y en el cuerpo poseído encontraba, más allá del placer compartido, una razón para empatar sus días, cuyas horas, contadas en la soledad, le pesaban como lustros, décadas, siglos. P, Q, R, S, T, todas, eran una mentira que se inventaba a diario para vivir, para sobrevivir, apostando a un fin próximo pero elusivo.

Recibía la absolución de la carne para apuntalar su mayor vicio, el orgullo, que era tan frágil como su voluble envés, la rabia, la amargura. Pero rechazaba cualquier transigencia con eso que llamaban el amor, pues siempre le parecía demacrado y falso, por inmerecido. Para él bastaba el placer, lo único que conocía, lo único que deseaba. No solía ser así para ellas, que al tachar los días en el calendario de los vaivenes pasionales empezaban a insinuar otra cosa, como si hubiera algo más que el cuerpo y la sombra, el deseo y luego otra vez el deseo.

A gritos, o balbucientes, lloriqueando, hasta sorbiéndose los mocos como si estuvieran de regreso en el kínder, ofrecían fidelidad y ternura en crescendo, o amor sin ningún empacho; y lo pedían, lo suplicaban, dándose cabezazos contra un lamentable muro de imposibilidades, como si intuyeran que él había roto ese otro juguete tiempo atrás, y que ni siquiera como limosna lo podría dar. Era un semental, no un sentimental. Era cuerpo, amistad, complicidad, o nada.

Si hablásemos del Armand en Nueva York y del Armand en Caracas, ¿cuáles son las semejanzas y las diferencias temáticas en uno y otro? ¿Es la forma, más que el tema, lo que cambia? ¿El segundo Armand experimenta con el lenguaje desde formas más “reposadas” del lenguaje?

En Nueva York era un animal bilingüe. Vivía el español en otra lengua y con otra lengua. En casa de mis padres, que es donde escribía, predominaba la materna; pero en los apartamentos que compartía con amigas americanas, o en el más allá que comenzaba justo al abrir la puerta, el inglés se imponía, disfrazado por innumerables acentos, o francamente babélico, apenas deslindado de algún dialecto italiano o chino, del catalán o el árabe, o del griego pasado por francés.

En Caracas me rodea la lengua nuestra. No hay tensión entre el laberinto del oído y el cielo de la boca, no me retan otras lenguas, ni yo reto a interlocutores turcos, japoneses o eslavos con un inglés que no logran entender porque lo hablo bien, sin panderetas guturales ni resoplidos ni aldabonazos importados de Transilvania.

He atribuido posibles diferencias de mi quehacer al tiempo, o sea a mis años, a los desvíos o la sedimentación de los impulsos iniciales. Pero cabe considerar el cambio geográfico, que me ha llevado del trópico a la nieve y de la nieve al trópico, acaso para recordarme la página en blanco de Mallarmé. ¿Cambio climático o cambio climatérico? La menor tensión debida al cese del constante paso de un idioma a otro, ¿determinaría un declive en cuanto a la convulsión de la forma? Si este declive no es solo conjetural, ¿tendrá que ver más bien - además- con el faltante acicate de lo bilingüe en lo esquizoide?

¿Qué escribe ahora? ¿Hacia dónde va? ¿Qué superficies poéticas pisa?

En mi poco a poco y mi más o menos intento seguir con mi ¿qué hacer? hacia allá, ese dónde que siempre estoy por descubrir en algún rincón de la tierra o el cielo. O en mí.

Digo cielo y suenan las alarmas. ¿A qué cielo me refiero?

Está el cielo de los cielitos de Hidalgo, tan firme, promisor y confiable como la tierra; uno que se puede pisar, sobre el que se puede bailar:

Si de todo lo criado

es el cielo lo mejor,

el cielo ha de ser el baile

de los Pueblos de la Unión:

Cielo, cielito y más cielo,

cielito siempre cantad

que la alegría es del cielo,

del cielo es la libertad.

Cielito lindo, este, para decirlo en mariachi, que es el de mi prehistoria, el que cubría los poemas cívicos y amorosos o nemorosos de mis doce a quince, y que pronto se fue nublando, desdibujando, al acompañarme al segundo exilio. También se ensombreció el cielo de la boca, pues el celaje celado, de palabras teñidas de azul, escondido pero infinitamente maleable, se fue haciendo sospechoso. No se trataba de una alternativa a la realidad, ni siquiera constituía un sueño contrapuesto a lo real, sino una supuesta o impuesta realidad añadida, improvisada, precaria. Y así tuve que arrimarme a una melancólica conclusión: tanto como el celado y cincelado firmamento, nos engaña ¿el verdadero?, ese repleto de constelaciones y dioses que quisiéramos tocar: “Porque ese cielo azul que todos vemos - cito a Argensola- ni es cielo ni es azul.”

No solo los retratos son engaños coloridos; el lenguaje también lo es. O puede serlo. Esto que ahora mismo digo, ¿será un engaño? ¿Acaso solo podremos tener fe en la duda? Con estas cautelas recorro las superficies vertiginosas que me atraen. Superficies del espacio o del tiempo con escalones a veces amenazantes como garras y colmillos. Lo señalo -guiñando de paso la etimología de ‘climaterio’: del gr. кλιμαкτηρ klimaktēr ‘escalón’- para cerrar con otro cielo, uno aún más barroco: el zafiro soberano de Góngora.

En este occidental, en este, oh Licio,

climatérico lustro de tu vida,

todo mal afirmado pie es caída,

toda fácil caída es precipicio.

¿Caduca el paso? Ilústrese el jüicio.

Desatándose va la tierra unida;

¿qué prudencia, del polvo prevenida,

la rüina aguardó del edificio?

La piel no solo, sierpe venenosa,

mas con la piel los años se desnuda,

y el hombre, no. ¡Ciego discurso humano!

¡Oh aquel dichoso que, la ponderosa

porción depuesta en una piedra muda,

la leve da al zafiro soberano!

Por último, ¿qué acróstico podría escribir con la palabra poesía?

Al derecho y al revés van los únicos que he escrito.

Poesía

Para AA

1

Por el sendero bailan los perritos colimotes,

Orientando tus pasos hacia la otra orilla.

En las faldas del volcán los cristeros

Saludan al pasar a tu lado;

Inmutables entre una vida y otra se persignan, Adivinando en lo que callas lo que dices.

2

Al revés de la aldaba que vuela de par en par

Izo otro arcoíris como bandera y juro nubarrones

Sembrando gotas vacías en la sed que tuve

Encuentro surtidores de verbos sin futuro

Ocurro en plural cuando no me esperas

Para que al callar yo digas tú nosotros ellas

Recibido: 29 de Septiembre de 2019; Aprobado: 25 de Febrero de 2020

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