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Inter disciplina

versión On-line ISSN 2448-5705versión impresa ISSN 2395-969X

Inter disciplina vol.10 no.27 Ciudad de México may./ago. 2022  Epub 03-Oct-2022

https://doi.org/10.22201/ceiich.24485705e.2022.27.82144 

Dossier

Escenas lesbianas. Miradas disidentes y comunidades afectivas en torno a Victoria Ocampo

Lesbian scenes. Dissident views and affective communities around Victoria Ocampo

Laura A. Arnés* 

* CONICET/IIEGE, Universidad de Buenos Aires. Correo electrónico: arnes.lau@gmail.com


Resumen

A partir de la relectura de ciertas escenas presentes en la revista Sur y en la Autobiografía de Victoria Ocampo (VO), este artículo sostiene que Ocampo, violentando el mandato patriarcal a ser objeto, fijó, a través de su mirada, un régimen afectivo alternativo que fue, también, un modo de conocimiento diferencial. Pero, además, a partir de la lectura de la correspondencia de VO, procuro darle cuerpo a un archivo cultural y afectivo que pasó desapercibido para la crítica hegemónica. Plantear el matiz de una afectividad disidente en la mirada de Ocampo y reflexionar en torno al modo en que los afectos que circulaban en su red internacional de amistades feministas y lesbianas quedaron plasmados en la escritura, implica no solo proponer un posible foco de disrupción en el sistema de representación sino, también, dar cuenta de los modos en que esta percepción diferencial moldeó formas de visibilidad que renmarcaron el entretejido de prácticas, maneras de ser y modos de sentir. Implica, también, leer los modos en los que en el cruce entre lo privado y lo público, entre lo psíquico y lo social, los cuerpos sexuales y textuales resultan inseparables. Las escenas lesbianas aparecen así interrumpiendo no solo los recorridos normativos de nuestros imaginarios sino, también, de nuestras prácticas críticas hegemónicas.

Palabras clave: siglo XX; afectos lesbianos; redes feministas; Victoria Ocampo

Abstract

From the rereading of certain scenes present in Sur magazine, in Victoria Ocampo’s Autobiography and in her correspondence, this article proposes that Ocampo, violating the patriarchal mandate to be an object, established, through her gaze, an alternative affective regime that involved a differential way of knowledge. Raising the nuance of a dissident affectivity in Ocampo’s gaze and reflecting on the way in which the affects that circulated in her international network of feminist and lesbian friendships appear in a varied number of texts, poses not only a possible focus of disruption in the representation system but also accounts for the ways in which this differential perception shaped forms of visibility that reframed the interweaving of practices, ways of being and ways of feeling. It also implies reading the varied ways in which, at the intersection between private and public, between psychic and social, the sexual and textual bodies are inseparable. Lesbian scenes thus appear, interrupting not only the normative paths of our imaginary but also of our hegemonic critical practices.

Keywords: 20th century; lesbian affections; feminists networks; Victoria Ocampo

A decir verdad, no es simpático el tipo de la literata, de la marisabidilla,

de la cultilatiniparla de nuestro tiempo. Ni la de tiempo alguno. En todo caso,

quedémonos con las cortesanas artistas de la antigüedad (...) pero en ningún

caso con lo que significa la palabra española marimacho (…).

Lo que no es aceptable son las ridículas impertinentes (…) la snob, la decadente,

la wagnerista, la partidaria del amor libre, la Eva nueva,

la doctora escandinava ibseniana y la estudiante rusa que tira balazos.

Confieso que prefiero las preciosas.

Rubén Darío (1906, 87)

Todo relato se inscribe en una disputa sobre el significado de la cultura: en ellos se observan los síntomas -los rastros- del pasado en el presente y se presentan, o se discuten, los paradigmas -las lógicas, los archivos, los géneros- que aún permanecen vigentes. Pero todo relato es también producto de quien mira, de quien lee, de quien sabe o entiende. En este sentido, dado que las convenciones culturales tienden a posicionar la mirada en el marco de la heterosexualidad, resulta necesario reorientar el punto de vista para poder vislumbrar el efecto desviado que provocan ciertas textualidades; para poder leer las preguntas que algunas ficciones liberan o los modos en que ciertas pasiones violentan y cuestionan los sentidos de los códigos culturales. Bajo esta perspectiva, y como parte de una investigación más extensa, me interesa, esta vez, repensar algunas escrituras y relaciones que se dieron alrededor de Victoria Ocampo, directora de ese gran proyecto cultural y editorial que fue Sur (1931-1992).

Mucho se escribió sobre Sur (revista y editorial) y sobre VO, lo que no se dijo es que las políticas de traducción y de publicación que llevaron adelante dieron cuerpo a una serie que en una zona no menor se evidencia sexualmente disidente.1 En este sentido, y como ya he sostenido, considero que la omisión relativa a la inscripción de sexualidades disidentes en las interpretaciones sobre la revista Sur no se origina en los materiales sino en los modos de lectura. A partir de esto, y continuando la propuesta crítica que comencé en artículos anteriores, en este texto propongo trabajar, puntualmente, sobre una serie de “escenas” que recorto de la escritura de Victoria Ocampo -de sus libros, de algunas zonas de la revista y de la correspondencia que mantuvo con algunas mujeres escritoras e intelectuales-. La intención es darle espesor y politizar un archivo que fue o que es, indudablemente, feminista y disidente; que está atravesado por las voces de mujeres pero también por sus cuerpos y sus contactos.

La propuesta que estoy desarrollando podría pensarse, perfectamente, en términos de “atlas”, si entendemos este concepto como una colección de imágenes que en su relación narran una historia de la memoria cultural, personal pero también nacional. Porque el material seleccionado provee un pretexto para contar la historia argentina (nacional, literaria, sexual) de otro modo, en el cruce de experiencias íntimas, escrituras y hechos políticos. En otras palabras, en este artículo continúo con el armado de un “archivo de sentimientos” (Cvetkovich 2018, 22), con una exploración de ciertos textos culturales que considero depositarios de sentimientos y emociones codificadas no solo en los contenidos de los textos sino en las prácticas que rodean su producción y recepción. Así, bajo este prisma lo hasta el momento marginal se vuelve central. Y en ese mismo movimiento se vuelve evidente que ciertas experiencias afectivas pueden proporcionar la base para nuevas “culturas públicas” (Berlant y Warner 1998) -porque no hay nada más público que lo privado.

Los sentimientos, eventos y textos, las “escenas” que llaman mi atención no fueron lugar común de la crítica. Pero ante un escrutinio que abreva en los campos de la disidencia sexo-genérica y feminista, resulta evidente que a través de ellas se impone una instancia de reflexión que no responde a las coordenadas culturales ni espaciales impuestas por la subjetividad masculina, heterosexual y blanca. Pero además dan cuenta de los modos en que la sexualidad habilita la reflexión sobre la vida del cuerpo y las narrativas que (se le) proyectan, sobre los saberes, las tradiciones y las genealogías. De hecho, creo que es viable pensar que Ocampo reconfiguró los mapeos hegemónicos de la literatura en Argentina proponiendo una lectura y una escritura de mundo en el que pudiera inscribir su propia diferencia. Y en el hacerlo, estableció contactos que dieron cuerpo, a lo largo de varias décadas, a una red feminista, genérica y/o sexualmente disidente que, no exenta de contradicciones, se brindó cuidados, acompañamientos y ayuda material, además de nutrirse de intercambios literarios y de debates políticos de diversa índole.

Como se sabe, la heteronormatividad, sus instituciones y su ideología, provee la matriz para la construcción de la vida en común y, justamente por eso, interviene de forma central en el modo en que construimos los relatos -a nivel de tópicos y tramas, en las estructuras narratológicas que usamos y en los modos de lectura-. Pero además, son una serie de prácticas, aparentemente ligadas a la intimidad y cargadas de sexualidad, las que le dan cuerpo a lo público. Victoria Ocampo, sostengo, consciente de esto, en ciertas zonas de su escritura pone en crisis las narrativas heteronormadas y las hace tambalear: propone líneas no sistematizadas de relaciones y conocimientos y construye otro tipo de intimidades ficcionales.

Con esto en mente, en este artículo propongo lo lesbiano en tanto signo político: locus en el que que se articulan y generan una serie de vínculos, afectos, deseos e identidades diferenciales; enclave donde se activan imaginaciones inesperadas y donde se desestabiliza la estructura canónica del deseo y los modos hegemónicos del eros ficcional. Bajo esta perspectiva, se vuelven reconocibles “escenas” literarias saturadas de deseo. Estas escenas, sustentadas sobre las pasiones, se sitúan justo en el borde: entre texto y contexto, entre literatura y cultura o entre la literatura y la vida. Y desde esas zonas liminales alteran las gramáticas sociales y sus narrativas, corren fronteras y límites, proponen otras imaginaciones y travesías que horadan los relatos constitutivos del hetero-capitalismo (como el amor romántico, la raza o la familia nuclear y sus herencias).

Como he sostenido en otro artículo (Arnés y Saxe 2019), la “escena” parte de una diferencia: designa un espacio particular que escapa a las leyes de lo cotidiano para sustituirlas por otras. La escena no es ni práctica ni dialéctica, es lujosa, ociosa: tan inconsecuente como un orgasmo perverso, escribía Barthes (2008). Y si “inconsecuente” es ilógico o inestable, bien podría Barthes estar hablando de una escena lesbiana. Porque es, justamente, en ese espacio imaginario que la escena lesbiana delinea, en ese acto contra-natura, donde se alteran las gramáticas de la cultura. Es en ellas donde se producen pequeñas crisis ideológicas que apuntan hacia modos de vida alternativos pero también alertan sobre convenciones de toda índole. Esas pequeñas crisis, podría pensarse, cobran cuerpo en el momento en que un orden recibido es remplazado por un orden producido; en el momento en que se hace titubear (balbucear, trastabillar, oscilar, vacilar) la matriz heterosexual que articula y arrastra el resto de los sentidos.

Escenas de infancia: el deseo en femenino

En la Autobiografía de Victoria Ocampo, el eros aparece, siempre y ante todo, como un desborde o, en palabras de Pascal Quignard (2005), como una historia que busca darle sentido al azar de un arrebato. La afectividad lesbiana de la narradora fija al eros tal como se le aparece: no hay reivindicación más allá de eso. Es decir, pone al descubierto un estado afectivo. En ese instante que no tambalea bajo la presión del afecto sino que se detiene en una imagen, en un fulgor, en un cuerpo, Victoria abre el lenguaje a la metáfora y a tropos amorosos cristalizados, al tiempo que sus palabras se tiñen de afectos impropios e inapropiables.

Pero antes de continuar con la escritura de Victoria, hay una escena en Una habitación propia que merece ser citada porque, estoy segura, forma parte del imaginario, de las imaginaciones, que mueven su escritura:

¿Me aseguráis que somos todas mujeres? Entonces, puedo deciros que las palabras que a continuación leí eran exactamente estas: «A Chloe le gustaba Olivia…» No os sobresaltéis [...]. A veces a las mujeres les gustan las mujeres [...]. Se han dejado tantas cosas de lado, tantas cosas sin intentar [...] casi sin expepción se describe a la mujer desde el punto de vista de su relación con los hombres [...]. Y me puse a leer de nuevo el libro y leí que Chloe miraba a Olivia colocar un tarro en un estante y decía que era hora de volver a casa donde la esperaban los niños. [...] quería ver cómo se las arreglaba [...] para captar esos gestos jamás plasmados, estas palabras jamás dichas [...] que se forman [...] cuando las mujeres están solas y no las ilumina la luz caprichosa [...] otro sexo. (Woolf 2015, 55-56)

Woolf reflexiona acerca de la posibilidad del lenguaje para hablar sobre otras formas de relaciones entre mujeres. Ocampo lo retoma en ciertas zonas de su escritura autobiográfica que, como se sabe, es también, en diversos sentidos, una puesta crítica. Si la heteronormatividad -y la mirada masculina que implica- tiñe la literatura y la vida; si se produce en las convenciones imaginarias y si las formas de las relaciones están pautadas por fórmulas retóricas, es factible desviarlas. Frente a esto, Ocampo ensaya posibilidades para la aparición de afectividades diferenciales entre mujeres. En una investigación previa me ocupé de las escenas de encuentro entre Woolf y Ocampo (Arnés 2016), ahora, en continuidad con ese análisis, retomo el primer tomo de la Autobiografía de VO, ese que corresponde a los años de niñez:

En Martínez, en una casa rodeada de jardín [...] vivían dos parientas nuestras [...] de una belleza perfecta: María Florentina y Lita. [...] Yo prefería a Lita y hubiese pasado horas enteras contemplándola [...]. Para mí era diferente de las demás y solo comparable con las diosas de la mitología. Su olor era delicioso [...]. Yo hubiese querido decirle: “No sabés lo linda que sos. Sos lo más lindo que he visto en el mundo”. Pero ni qué pensarlo [...]. No me sentía con derecho a mirarla como tenía ganas. (Ocampo 1979, 132)2

y continúa:

Lita se paseó por el jardín conmigo. Si Venus (estábamos en plena era mitológica) hubiese bajado del Olimpo y la Virgen María del cielo para complacerme, no hubiera sentido más emoción. Al pasar junto a un rosal, quiso cortar una rosa para mí. Veo su gesto, su cabeza inclinada y su pollera que se enganchó en unas espinas. Paralizada por el espectáculo ni atiné a librarla del traicionero rosal. Con reverencia hubiese tocado el ruedo de esa pollera beige y me hubiese pinchado los dedos desenganchándola. Hubiese querido detener el sol [...], inmovilizar el tiempo y que Lita se quedara siglos cortando una rosa, y yo, siglos mirándola cortarla [...]. Puse mi rosa en el libro de misa. Estas cosas no eran terrenales. (Ocampo 1979, 134)3

La mirada de Ocampo-niña sustrae a quien desea y admira de lo familiar y la convierte en expresión de otro mundo (im)posible. El afecto se construye en ese intervalo entre alcanzar y aferrar, entre una mirada y su no devolución y, por supuesto, en el borde de la carne. Victoria queda anclada en su propio anhelo entre tocar y no tocar. Pero es que, justamente, en ese margen, en espacio intermedio, en ese movimiento suspendido (como el de Olivia de Woolf), en ese exceso sin palabras, es donde se encuentra el placer. Es decir, el saber.

Resulta bastante evidente el linaje que el texto arma con el de Woolf, pero además el último párrafo citado parece ofrecer también como clave de lectura el cuento “El pecado mortal” (1961); ese texto de Silvina Ocampo, su hermana menor, que relata el despertar sexual de una niña, una relación de estupro (otras de las formas desviadas del afecto) y que presenta el “haber mirado” como el mayor problema: “Los símbolos de la pureza y el misticismo son a veces más afrodisíacos que las fotografías o que los cuentos pornográficos (…). Con una flor roja llamada plumerito (…), con el libro de misa de tapas blancas, conociste en aquel tiempo el placer -diré- del amor (…)” (Ocampo 2007, 444). El amor, nuevamente, sinónimo del placer y el hambre.

Pero volviendo a la Autobiografía, en ese haber mirado lo prohibido, en la aparición de ese deseo al que no se tiene derecho, el relato de Victoria se enfrenta al tiempo no solo porque finalmente vence a la fluidez temida plasmándose para siempre en letra, sino en el sentido que confronta su propio tiempo: lo reconoce en su moral y en sus expectativas -como sostiene en el prólogo del libro-, y lo desafía. Sin escándalo, como Ocampo seguramente prefería, este ojear no azaroso y elocuente amplifica la capacidad escoptofílica de la literatura y delinea los contornos de un cuerpo imaginario (el de ella, el de la otra e, incluso, el de la literatura) que adquiere materialidad al ser convertido en escritura. Porque tanto la imaginación como la escritura, en tanto sitios donde Lita no está, solo pueden configurarse como resquicios de desposesión. Y, sin embargo, cada imagen, cada trozo de ficción, dialoga con los saberes y los lenguajes propios de su tiempo: los del amor, los de la mitología, los del deseo. Resulta evidente, al leer la producción de Ocampo en su conjunto, que son las mujeres quienes estimulan su imaginación, aunque los hombres estén siempre rondando, ostentando autoridad.

Escenas cíticas: pasiones literarias y amistades electivas

En el segundo tomo de su Autobiografía, ese en el que Ocampo comparte destellos de su adolescencia, confesaba: “Siempre me fascinó la belleza femenina, pero el lesbianismo ha sido una tentación o una comarca desconocida para mí. El hombre fue mi patria.” (Ocampo 1980, 39). En el siguiente tomo repite esa primera afirmación con una leve, pero no menor, variación: “El lesbianismo (a pesar de mi emoción ante la belleza femenina) fue siempre ajeno a mi naturaleza. Desde la infancia me enamoraba de los rostros y poco importaba el sexo. Pero era un enamoramiento especial, de orden estético, creo.” (Ocampo 1981a, 125). Como ya se puede intuir, la belleza ocupa un lugar central en la vida de Ocampo, en su sensibilidad y en sus reflexiones. Sin embargo, también es cierto que desde Platón o quizás, incluso, desde Safo (porque es en su tradición que las mujeres escriben y piensan y miran), la contemplación de la belleza no es solo condición necesaria para el advenimiento del eros sino que es parte fundamental del conocimiento. Podría decirse, incluso, que en la genealogía occidental el amor logra su plenitud en la contemplación, que es siempre, y al mismo tiempo, posesión de la verdad. O, como sugieren Deleuze o Barthes en un giro más contemporáneo, enamorarse querría decir sensibilizarnos a los signos que la otra persona emite; hacer de ellos no solo un aprendizaje sino una instancia promotora de obra.

Algunos años antes, en el número “La mujer” de la revista Sur, Ocampo había sostenido: “Pronostico que me atacarán como feminista y hasta insinuarán que soy sáfica (...) Dudo que me importe demasiado.” (Ocampo 1971b, 6). Lo que tampoco me importa, particularmente, es la sexualidad (pensada en tanto práctica) de Ocampo. Lo que quiero proponer es que violentando el mandato patriarcal a ser objeto, la autora fija, a través de su mirada, un régimen amoroso alternativo que es también un modo de conocimiento diferencial. Sus ojos provocan una redistribución de afectos y sentidos y, en su mismo contemplar, delinean políticas estéticas y afectivas pero también éticas. Lo que mueve mi interés, entonces, es la intuición de que, tal vez, si los hombres fueron la patria de Victoria, las mujeres fueron su exilio. Un espacio de huída de la sociedad patriarcal en el que se configuraron otras expresiones y otras formas de los afectos y del conocimiento; donde el eros si no excluía el principio masculino por lo menos lo desviaba; un espacio en el que es posible encontrar un sistema de citas (en los dos términos de la palabra) que tal vez abran otro recorrido en nuestra historia intelectual.

Al indagar en la escritura de Victoria, una serie de textos habilita pensar ciertos modos de producción de referencia y de sentidos que requieren de la construcción de una mirada encantada y “hambrienta”, de un interés “vital” -como ella misma lo describía frente a Virginia Woolf (1934)- que se detiene una y otra vez sobre rostros y letras en femenino y que, aferrada al deseo (de belleza, de escritura, de inteligencia) se reformula en producción literaria: María Elena Walsh, Leda Valladares, María Rosa Oliver, Mildred Adams, Gabriela Mistral, Palma Guillén, Doris Dana, Alicia Moreau de Justo, Teresa de la Parra, Lydia Cabrera, María de Maeztu, Victoria Kent, Louise Crane, Elizabeth Bishop, Virginia Woolf, Marianne Moore, Vita Sackville-West, Marguerite Yourcenar, Grete Stern, Gisele Freund, Gertrude Stein, Marguerite Moreno, Colette, Anita Loos, Sylvia Beach, Adrienne Monnier..., estos nombres, por citar algunos, que se repiten al examinar el archivo de Ocampo llaman la atención en tanto huella afectiva, sexual e ideológica. Estas mujeres se reciben en sus casas -algunas, incluso, vacacionan juntas-, se traducen, se publican; opinan sobre sus textos inéditos, intercambian contactos, discuten sobre política, se mandan cariños y se reprochan desencuentros. El afecto impregna tanto las esquelas y elegías que publican en diversos medios sobre las otras pero también sus cartas: el dolor por conocidas muertas o la empatía cuando las enfermedades las aquejan se reitera, el deseo de pasar tiempo juntas es constante; los besos de las parejas de algunas se cuelan en las epístolas, agregados a mano y con apuro; otras, como Adrienne Monnier siempre firman en plural: “Sylvia [Beach] y yo le enviamos nuestros mejores deseos y le mandamos un beso de corazón, querida y bella Victoria.” (1936).4 El lesbianismo o la bisexualidad está ahí, visible y presente: no se esconde, no se explica, no precisa salida del armario. En este sentido, y como contexto, cabe citar un comentario que Anita Loos le hace en una carta de 1954 a VO. Loos estaba por encontrarse con un director de teatro para hacer una comedia musical basada en las historias de Claudine (de Colette)5 y entonces agrega: “esto no va a ser fácil porque no tiene trama dramática (…) pero además, para U.S.A., no se puede usar la complicación lesbiana (...) veremos.”6

Como explicaba en el párrafo anterior, estas mujeres que habitan, en muchos casos, continentes diferentes, se comparten sus escritos y se comentan:

los consejos, las sugerencias, los contactos de editores y traductores proliferan. También, por supuesto, se publican entre ellas dándole cuerpo a una serie literaria que disputa el campo intelectual y sus valores. En 1934, Virginia Woolf le escribiría a Ocampo: “Hasta ahora, muy pocas mujeres han escrito autobiografías veraces (….). Espero que escriba un libro entero de crítica (...)” ([1934] 2020, 48). Como nota Irene Chikiar Bauer (2014), al año siguiente Ocampo -continuando el diálogo a la distancia- publica su primer libro de críticas o, dicho de otro modo, el primer tomo de Testimonios (algunos años después vendrá también la Autobiografía), y lo comienza con una “Carta a Virginia Woolf” donde afirma: “todos los artículos reunidos (…) son una serie de testimonios de mi hambre” (Ocampo 1981b, 8). En una carta dirigida a la escritora, en 1934, ya le había escrito: “Soy una persona muy voraz y creo que el hambre lo es todo. No me avergüenzo de estar hambrienta. ¿No cree usted que el amor es nuestra hambre de amar? (Estoy hablando del amor con mayúsculas).” Ese amor, esos amores, me interesa indagar.

En esta misma línea, entre las largas cartas que la librera Monnier, dueña de La Maison des Amis des Livres, le escribe a Ocampo, quisiera rescatar una en la que pasa página por varios textos escritos por VO. En un momento, después de esta hermosa frase: “todos los días, mirando su retrato, me pregunto: ‘Quién es esta mujer tan bella, tan sorprendente’”, le llama la atención:

¿Por qué tantas citas? Por qué no avanza en sus ideas personales en vez de mantenerse atrás de las ideas de los grandes hombres. Yo creo que puede ser una de los mejores escritores de su país, uno de los espíritus más bellos del mundo entero (usted ya lo es). Pero es necesario cortar la tutela de sus maestros, hay que hablar ahora solamente en su nombre. Cuando usted venga a París trabajaremos un poco juntas. (Monnier 1935)7

La comunidad femenina, los generosos intercambios que en ella se activan, se revela fundamental para habilitar otras formas del decir y del conocer. La admiración recíproca, la belleza y el saber se superponen, y la sorpresa, esa emoción que instala el desorden, una y otra vez aparece como condición del conocimiento femenino o, mejor dicho, feminista.

En serie con estas citas traigo un fragmento de una carta posterior (1977) que la periodista feminista, crítica y traductora, Mildred Adams, le escribe a VO.8 Los halagos no faltan y el afecto tiñe la escritura:

¡Gracias por mandarme la copia de tus últimos TESTIMONIOS DÉCIMA SERIE 1975-1977! Los estoy disfutando enormemente y creo que el modo en que manejas los problemas de las mujeres estos días es invaluable. Así también lo es tu modo de tratar libros y lugares. Llevas este tipo de ensayo a un gran nivel de perfección y envidio tanto tus conocimientos como tu escritura. (Adams 1977)9

Resulta evidente al adentrarnos al archivo de Victoria Ocampo, que más allá del poco reconocimiento que la crítica hegemónica le brindó como intelectual, las miradas admiradas de muchas mujeres de diferentes generaciones y nacionalidades se posaron sobre ella, porque sus palabras también alimentaron a otras tan “hambrientas” y “voraces” como ella. Ese mismo año, probablemente después de que Ocampo hubiese sido nombrada como primera mujer miembro de la Academia Argentina de Letras, la poeta entrerriana Emma de Cartosio le escribía:

de pie […] desde el fondo de la sala, contemplando -afortunadamente- su rostro: la escuché […]. Gracias en nombre de una muchachita […] provinciana, que tuvo que luchar para que la dejaran ser ella misma. Gracias en nombre de una joven que -tímida y hambrienta de admirar no solo literariamente sino humanamente- llegó a Buenos Aires […]. Gracias en nombre de una mujer madura a quien ayer le dolían los pies […]. Gracias por emocionarme, por estimularme, por su “adelante” […]. La quiero, la pienso, la admiro, la estimo […] Gracias. Suya.

A lo largo de las décadas, Victoria Ocampo envía flores de regalo a todas sus amigas y las plantas funcionan por momentos casi como códigos entre ellas. Pero más allá de los regalos, de los “dones” -como los propuse en mi libro (Arnés 2016)- es importante considerar cómo a partir de estos intercambios que siempre incluyen la palabra escrita se va constituyendo una comunidad transnacional: amistades sí, pero sobre todo, genealogías o series literarias femeninas y feministas; espacios desmarcados de las lógicas y valores masculinos; filiaciones que, como sostuvo Spivak al “insertar a las mujeres como mujeres en la cuestión de la amistad” (Spivak 2009, 55) provoca consecuencias impredecibles.

La escena de las mariposas y orquídeas que Victoria envía a Virginia Woolf desde Buenos Aires (y que esta última usaba para darle celos a Vita) es ya conocida. Pero a pesar del menosprecio o burla de la crítica, las múltiples escenas afectivas teñidas de matices botánicos que pueden encontrarse en la correspondencia de VO arrastran sentidos y relaciones que vale la pena indagar. Hay una que hoy me gustaría recordar. En una carta dirigida a Victoria, Emma Barrandeguy, poeta entrerriana, comunista y bisexual, termina diciendo: “Me atrevo a enviarle dos poemas de tono semi-vegetal y una hoja que recogí hace un tiempo...” (Barandeguy 1959). Traigo esta anécdota a colación porque es bella -el don se hace escritura, recuerdo y presente- y porque, nuevamente, me remite a una cita que en este caso se convirtió en familia.

Como mencionaba, en las primeras página del primer tomo de su Autobiografía, Ocampo había escrito lúcidamente: “Tenemos un juego nuevo de costumbres, de ideas, de prejuicios, de tabúes, aunque nos halague creer que nos hemos librado de ellos sin remplazarlos” (Ocampo 1979, 13). Y continúa: “Aquellos hombres y aquellas mujeres (…) han vivido su hora de acuerdo con su conciencia. Yo vivo de acuerdo a la mía (...). Y viviendo mi sueño traté de justificar mi vida. Casi diría de hacérmela perdonar” (Ocampo 1979, 15).10 Muchos años después, en su propia ficción autobiográfica, en una novela que también se puede ubicar en la tradición memorialista nacional y que rescribe la historia sobre un tejido erótico-sentimental disidente y transnacional,11 Emma Barrandeguy cita a Ocampo sin citarla, es decir, evoca un cuerpo y una letra ausentes: “Toda mi tarea literaria no tenía, pues, otro móvil que verme mejor, perdonarme, hacerme perdonar, aceptarme, hacerme aceptar” (Barandeguy 2002, 43). En ese mismo gesto de citar, se superponen ficciones y se establece una serie de textos, cuerpos y afectos desviados. En este sentido, el rastro lesbiano, pensado en términos de afectividad que circula en los espacios intermedios, se renueva, a través de los años, y a través de los textos, en producción expresiva que insta a ser leída.

Escenas para entendidas: transgredir el género, cuestionar la herencia

Si creemos que imaginación, deseo y pasión son inseparables dado que la función de la primera es brindar imágenes del objeto deseado como deseable, hay otro detalle en la Autobiografía que no se puede pasar por alto. Son dos los amores de Victoria a los que dedica decenas de páginas: L.G.F, un joven de quien la pequeña Victoria estaba enamorada y a quien tenía prohibido ver (la saludaba desde la vereda bajo su balcón y le dejaba rositas) y J., el gran amor de Victoria, también prohibido, a quien conoció pocos meses después de casada.

Pascal Quignard (2005, 33) propone que detrás de una pintura antigua siempre hay un libro o, al menos, un relato condensado como instante ético. En este caso es al revés: detrás de los relatos de Ocampo lo que hay es un retrato que condensa un instante ético pero, sobre todo, afectivo. Como sostenía en párrafos anteriores, para quien ama, en general, pero para Victoria en particular, en el rostro se cifra la belleza de las personas. Llamativamente, en la imaginería de la autora, los rostros de los dos varones amados se superponen con dos femeninos: el de Juana de Arco y el de Virginia Woolf:

Había descubierto una fotografía de una estatua de Juana de Arco con la cara de LGF. La tenía en tarjeta postal. En vista del extraordinario parecido, le pedí a una prima, que estaba en París, que me consiguiera una fotografía de tamaño mayor. Cuando llegó, me inquieté bastante. Creí que era imposible no ver a quién se parecía y descubrir la razón oculta de mi fervor por este personaje histórico. Pero nadie había mirado a LGF como lo había mirado yo […]. Pude, a vista y paciencia de los mayores, colocar ese verdadero retrato de LGF en mi dormitorio. (Ocampo 1979, 165)12

Los ojos de Victoria se desvían hacia un lugar inesperado, hacia una figura histórica, mística y mítica que, al igual que el Orlando de Woolf, atravesó géneros y órdenes establecidos. Así, ese verdadero retrato no es sino una ficción - su ficción apasionada- o, como diría Monique Wittig (1975, 10), la ficción que la valida y le permite un tímido desvío de la hetero-normatividad establecida. En el tercer tomo, después de describir las alteraciones en la percepción temporal y en su propio rostro que produce la mirada de J., resume: “La arquitectura de su cara era de una sorprendente belleza que no he vuelto a encontrar hasta conocer a Virginia Woolf.” (Ocampo 1981a, 20).

Sobre la amistad entre Woolf y Ocampo, la crítica argentina tendió a hablar solo para burlarse. Lo cierto es que Victoria visitó a Virginia un par de veces, se escribieron bastante. La correspondencia, continuó, luego de su muerte, con Leonard, el esposo de Virginia y el epistolario con Vita Sackville West, amante de Virgina, se prolongó por lo menos unos diez años después de la muerte de la escritora. Ambas, por supuesto, fueron citadas y publicadas en la revista y por la editorial Sur.13 Pero, además, escribir sobre el rostro de Virginia, ese rostro que a pedido de Victoria y a disgusto de Virginia, la fotógrafa lesbiana Giselle Freund retrató, le implicó a Victoria decenas de páginas. En “Virginia Woolf, Orlando y Cía.”, un artículo publicado en Sur en 1937, Victoria relata: “Les contaré cómo vi ese rostro por primera vez (…). De pronto oí su nombre y el mío pronunciados por un amigo, y al volver la cabeza hacia esa voz, el rostro maravilloso ya estaba vuelto hacia el mío” (Ocampo 1937, 60).14 Ese rostro maravilloso, extraordinario y admirable, mueve el deseo de Ocampo, su escritura. A partir del momento en que Virginia se cruza en su camino, la escritura de Victoria se funda en esa figura arrobadora que saca a Victoria de sí y la reubica.15 Los códigos textuales propios del discurso amoroso se reiteran a menudo:

La vi. Y más de una vez, para mayor felicidad mía. A menudo, después del frío brumoso de la calle, entré yo en el “confort” de ese cuarto y sobre todo de esa presencia. Pues en cuanto Virginia estaba allí, lo demás desaparecía […]. Con esto les estoy confesando que yo no podía, sin esfuerzo, irme de su lado […]. (Ocampo 1937, 63-67)

Lo que queda claro al leer a Ocampo es que escribe siempre acerca de lo que la apasiona, de lo que desea. Es así que en su escritura, el eros lesbiano siempre pone en escena, en un gesto que casi sin querer es afirmación sobre la literatura, el hecho de que el deseo (como la memoria, como la escritura) se construye en esa relación nunca resuelta entre presencia y ausencia que da lugar a un reconocimiento imaginario.

A pesar de la extensa red feminista que tejió a lo largo de más de tres décadas, recién en el año 1971 Ocampo pudo satisfacer un deseo y editar el número bianual de Sur titulado “La mujer” en el que muchas de sus amigas feministas participarían: “Hace años que deseaba dedicarle un número de Sur a la mujer, a sus derechos y a sus responsabilidades (...) pero no era un tema “literario” y poco interesaba a los hombres que conmigo compartían las tareas revisteriles. Eran mayoría. Y aunque yo hubiera podido (…) imponer el tema, no lo hice quizás por pereza (...)” (Ocampo 1971, 5). El número está dedicado a Woolf, por supuesto. Pero también a su antepasada guaraní Agueda. Nuevamente, un retrato -una imagen del rostro- de cada una abre el número. En el prólogo, su admiración se dirige hacia Virginia Woolf, pero agradece, además, a Sylvia Beach el haberla introducido a las lecturas de la inglesa: “Desde nuestro primer encuentro [Sylvia] me habló de Virginia Woolf y me recomendó Un cuarto propio, publicado hacía poco”. “Estoy segura de que con este libro sueña usted”, me dijo. Además, me aconsejó que fuera a visitar a la señora Woolf si iba a Londres. El libro me gustó tanto que lo elegí como uno de los primeros que publicaría Sur.” (Ocampo 1971, 7)16

Y es que, si hay algo que marcó a la revista, como vengo sosteniendo, fueron las pasiones de Victoria. De hecho, creo que, justo ahí, es posible encontrar los indicios que permiten repensar las apuestas literarias y los criterios estéticos que promovió la revista y que según la crítica hegemónica nunca fueron explicitados claramente (Gramuglio 2004, 117). “En mi vida solo he sabido ‘preferir’ con violencia. Para mí las cosas que no son ‘preferidas’ se obliteran”, había escrito en 1935. En Ocampo los afectos no están separados de sus lecturas, de su escritura ni de sus publicaciones. Su contacto con la letra -con los cuerpos de la literatura- es vital.

En el prólogo en cuestión, una Victoria ya madura relata esos primeros encuentros con la inglesa desde una perspectiva diferente -tal vez menos enamorada, menos arrobada- a la presentada en la década de los años treinta y cuarenta en sus ensayos, aunque insiste: “Ella [Virginia] fue para mi “a beautiful thing to look at, a wonderful thing to talk to”. Yo fui para ella un fantasma sonriente y poco verosímil, a imagen de mi remoto país” (Ocampo 1971, 11). Supongo que como respuesta a esto, Doris Meyers, biógrafa de Ocampo, le envía, años después, una copia de la entrada del diario de Woolf datada el 26 de noviembre de 1934, en la que la inglesa había escrito sobre ella y le dice: “No creo que sea justo decir exactamente que usted no existió para ella. Sin duda, ella la vio romantizada, pero se ve que su conversación le impresionó mucho y que quedaron en ella tanto como su aspecto físico... más, diría yo” (Mayers 1978).17 De nuevo la imagen y la palabra.

Pero volviendo al prólogo, escribe Victoria, recordando épocas anteriores:

Ella no era un persona de fácil acceso. Mi procedencia de un país lejano en el que abundan las mariposas (así veía a la Argentina, dato que habría recogido, sospecho, de un libro de Darwin) me resultó utilísimo [...]. Recordé oportunamente que Darwin, cuando se encontró entre mujeres de Buenos Aires escribió: “al principio me sorprendí tanto como si me encontrara ante un grupo de sirenas. No les podía quitar los ojos de encima.” Digo que lo recordé oportunamente porque me puse, para ir a comer a la casa de los Woolf, un traje bordado con medias lunas de lentejuelas plateadas y doradas, lo más aproximado a las escamas que corresponden a la mitad pez de toda sirena respetable. Fuera de las lentejuelas en nada podía darle yo a Virginia la idea de que sentaba a su mesa un animal fabuloso [...]. Y yo [...] agitaba para interesarla un mundo de insectos, de pumas, de papagayos, de floripondios, de señoritas (mis bisabuelas) envueltas en mantillas [...]. En fin, la rodeé del torbellino humano, animal y vegetal de Hispanoamérica. He dicho que no podía darle a Virginia la idea de que sentaba a su mesa un animal fabuloso. Pero hubiera justificado esa aureola un antecedente de familia auténtico, aunque ignorado por mí entonces. Lo traigo a colación porque hubiera deleitado a la famosa escritora inglesa y a su amiga, Vita Sackville-West, como me deleita a mí. (Ocampo 1971, 8)

Ocampo parece saber que no hay imagen que produzcamos ni imagen que nos afecte que no recuerde gestualidades anteriores. Así, busca repetir, de modo desviado, una escena originaria, un origen de la especie, si se quiere. Convencionalmente son los hombres quienes se constituyeron como portadores activos de la mirada. Sus ojos delinearon, en una economía erótica o sexual, el cuerpo femenino. Sin embargo, Ocampo subvierte la expectativa, al pretender el encantamiento de otra mujer. La mirada de Darwin -no hay que restarle a este movimiento su cuota de ingenio burlón- se superpondría con la de Woolf. Y, justo ahí, se evidenciaría una identificación que no solo delata la actividad de la vista mera posición, sino que abre posibilidades en términos de percepción erótica y de subjetivación. Y, justo ahí, la sirena, imaginación occidental por excelencia de la seducción, deja de ser una simple figura retórica que nombra una diferencia y se construye como una ficción que tensa los modos de percibir y hacer cuerpos.

La sirena, como sabemos, es una figuración que arrastra la marca de los márgenes de la civilización y la cultura y tientan con el desvío, al tiempo que pone en contacto mundos que de otro modo hubieran permanecido separados. Pero, además, la sirena reaparece constantemente en la imaginería lesbiana porque, justamente, salirse del género o de la sexualidad normativa implica un necesario salirse de la especie. Si como dice el crítico Daniel Link (2009), las palabras de las sirenas son las que no se pueden decir no solo porque son todo lo que quien oye desea sino porque escapan a la lógica establecida, la construcción de Ocampo en términos de sirena -su transmutación en pura potencialidad-, pone en evidencia, sobre todo, el deseo de quien la observa. Deseo que, además, es enfatizado al nombrar a Vita (mención, a primera vista, irrelevante). En este sentido, el párrafo citado pone en funcionamiento un juego de miradas, imaginaciones y deseos que no traen a escena, sencillamente, el deseo de alcanzar un objeto inalcanzable (Virginia) sino la creación de un nuevo sujeto. Nuevamente, la figuración que da espesor al cuerpo de Ocampo desintegra la textura misma de la realidad y juega con la ficción de todo saber.

Tras el despliegue de ficciones aparece el recuerdo o la memoria. Porque como decía antes, el número “La mujer” abre con una foto de Virginia y una de Agueda. Justo después del recuerdo del primer encuentro con la inglesa, aparece la genealogía familiar femenina y guaraní. Hecha una breve reseña de su árbol familiar, Victoria cuenta que es descendiente de una criada: “(...) el asunto tiene que ver con el status de la mujer india en la época de la conquista. Y ante todo importa porque quiero poner otro nombre, insignificante en sí, junto al brillante nombre de mi amiga [Virginia]. Con cierto orgullo lo saco del anonimato, llevando a cabo un acto de justicia retrospectiva” (Ocampo 1971, 8). Al poner estos dos nombres uno al lado del otro, se inaugura una serie, una genealogía y también de un archivo diferencial marcado por el género y la raza. Agueda hace su entrada como algo negado o desconocido, como un anacronismo que solo resulta accesible desacompasadamente y a través de la mediación, del gesto amoroso, de la letra de una mujer. Pero, además, en un gesto que rompe con el orden falogocéntrico, edípico, blanco y literario, Victoria reafirma unos párrafos más adelante: “En lo que a mí toca me siento solidaria de la criada [Agueda] y no del patrón.” (Ocampo 1971b, 9). En este linaje que arma familia no solo con un mujer sino con una indígena (¿hay algo más relegado, más subalterno, que este posicionamiento en el campo cultural?), que se separa de esas familias históricas y literarias construidas por figuras como Jorge Luis Borges; Victoria esta visibilizando e instalando otras herencias -otros pasados y otros futuros- para las intelectuales latinoamericanas.

El restablecimiento de una genealogía femenina se hace presente como necesidad de un orden simbólico y social. Esta reapropiación del pasado, conlleva un exilio de los relatos de origen, es decir, de la familia paterna y del paternalismo literario y responde, por tanto, a una reinvención de la historia y de las historias. Genealogía quiere decir, en este caso, revalorizar el origen y establecer otro origen de los valores. Para Victoria es claro que no hay universalismo posible: el discurso, las ideas, resultan siempre situadas e incardinadas, integran datos familiares, culturales, geográficos e históricos. De hecho, también resulta claro en los fragmentos que no cité, que Ocampo critica -y saca provecho- del colonialismo del pensamiento eurocéntrico. Así, construye un relato racializado e historizado que absorbe del feminismo europeo lo necesario para legitimar la existencia de saberes minoritarios.

Cuando ingresa a la Academia Argentina de Letras vuelve a hablar de estas dos mujeres, pero agrega, como era de esperarse, a Gabriela Mistral en su discurso. Ese mismo año, Emma de Cartosio le escribe: “Salí sola, bajo la llovizna (…). Era París y venía de escuchar a alguien vivo, ¡VIVO! En la Academia. Una extraordinaria mujer que se declarase autodidacta y así nos protegía a las que realmente lo somos. Una estupenda mujer que posee, ¡qué envidia! sangre indígena y lo declarara, entre orgullosa y divertida, en público (…). Una mujer valiente.” (Cartosio 1977).

Escenas de duelo: la comunidad afectada18

Fue María de Maeztu19 quien le presentó a VO tanto a Gabriela Mistral como a la abogada Victoria Kent.20 Las malas lenguas sostienen, y hay alguna carta llena de confesión arrepentida para probarlo, que Maeztu sentía una gran pasión por Ocampo y que, por esta razón, la profunda amistad entre las dos Victorias le despertaba celos.21 Otro dato de color que viene al caso: en el año 1929, Maeztu organizó una cena privada a la que asistieron ambas y Caroline Bourland, catedrática del Smith College. Al respecto del encuentro, Bourland habría escrito: “Todas estas mujeres superan en radicalidad a las radicales. Su conversación fue altamente entretenida y me hizo sentir que el amor libre y un estado completamente comunista estaban ahí, a la vuelta de la esquina” (López-Ríos 2013). Pero estas corrientes afectivas, presentes en la intimidad entre mujeres, estas conversaciones resultado de la amistad confiada, se ven atravesadas también por el dolor de la muerte y la enfermedad.

Si los nacimientos y las muertes, sus celebraciones y sus duelos, son dos estrategias centrales a través de las cuales la hegemonía de la cultura heterosexual se asienta, me interesa pensar cómo son representadas las escenas lesbianas marcadas por la pérdida y la nostalgia. Porque si, como sostienen Berlant y Warner (1998), la heterosexualidad adquiere su inteligibilidad en una serie de prácticas e instituciones de la intimidad -tácitamente sexuales- ligadas a los relatos que constituyen la familia, y si la comunidad es imaginada a través de escenas de intimidad, ¿cómo se hace presente este dolor, el dolor lesbiano, tanto en la escritura como en la escena pública?, ¿qué lugar tiene?, ¿qué reconocimiento?

Gabriela Mistral y Victoria Ocampo mantuvieron correspondencia por más de treinta años pero solo se encontraron ocho veces. De estas ocho reuniones, Ocampo dará cuenta en una elegía a la muerte de Gabriela que publicó en la revista Sur:22

En Madrid (cuando me la presentaron).

En Mar del Plata (donde vivió feliz).

En Buenos Aires (con sus amigos, en mi casa).

En Niza (con su sobrino).

En Roma (con su angustia).

En Washington (aquella noche, de vuelta de Estocolmo, después de recibir el Premio Nobel, cuando me contó el suicidio del sobrino […]).

En Rosslyn (entre los árboles sin hojas de la casa de Doris Dana).

En el sanatorio anónimo de Hempstead (viéndola pasar por el momento ya previsto y descrito por ella):

Cuando mi cuello roto no pueda sostenerme

(pero ahí estaba el brazo filial y no previsto de Doris). Y mi mano tantee la sábana ligera

(“Tómale la mano”, me dijo Doris. La débil mano quedó inerte

entre las mías […]) (Ocampo 1957, 75).

Tómale la mano, insiste Doris, entrega o autoriza Doris. Porque es ella, Doris Dana, quien posee los derechos afectivos sobre el cuerpo de Mistral. El tacto es el sentido del placer y del dolor; marca la condición de la existencia: ineludible e impostergable.23 La esencia del tacto (esa sensación epidérmica pero también del interior del cuerpo propio) es afectiva, y la superficie de los cuerpos -como vengo insistiendo- está moldeada por la heternorma. Por eso, son también estos contactos sutiles en los que dos o más cuerpos se acogen, y que inscriben desvíos en los regímenes perceptuales, los que permiten movilizar la mirada, cambiar las preguntas; habilitar zonas de circulación de libido (porque aunque el amor nace a partir de un objeto bello, nada puede lograr sin el tacto). Tener tacto es también saber “tocar” ciertos temas con delicadeza, es saber afectar. Estos contactos, entonces, se configuran como locus de percepción de lo erótico y también espacios de inscripción de la sensibilidad. Pero me interesa además como el dolor, vuelto público en la elegía escrita por Ocampo, una escena más entre tantas otras, no se presenta como una experiencia solitaria: por el contrario, las mujeres, las confidentes, las amigas, están siempre ahí, en la palma de la mano.

Ni en su correspondencia ni en sus ensayos Gabriela habló alguna vez de su sexualidad o de su vida amorosa. Y sin embargo, en la elegía a su muerte, Victoria Ocampo dejó algún rastro. Y no solo porque nombra a Doris Dana (pareja de Mistral desde 1946) y la reubica en el lecho de muerte de la poeta sino, porque, como le relata en una carta a su hermana Angélica (Ocampo 1956), en esa última visita Victoria no estaba sola: había ido con su gran amiga filántropa Louise Crane y su pareja, Kent. La familia lesbiana llora la pérdida y, a pesar de escaparse de las codificaciones afectivas tradicionales, encuentra el modo desviado de contarlo. El privilegio del duelo no puede ser heterosexual. De hecho, en un tono dirigido a una amiga y ya no a un amplio público, el mismo año de la muerte de Mistral, Doris Dana le escribe a Ocampo (noto con simpatía el apelativo cariñoso que encabeza la misiva):

Querida Votoya: Victoria [Kent] me dice que pedís un poema inédito […] y una foto de Gabriela para publicar en una edición especial de Sur dedicada a ella. Te adjunto una foto que puedes usar para Sur. Pronto te enviaré la foto que te sacaron con Victoria y Gabriela […]. Pero esa foto DE NINGÚN MODO ES APTA PARA PUBLICAR, cuando la veas lo entenderás […]. Con respecto a “Poesías inéditas” […]. Tenés que entender, Victoria, que yo no puedo darte el permiso para publicarlas “gratis” como me gustaría […]. Queridísima Votoya, tenme paciencia. Porque tratar de entender un mundo sin Gabriela es la “prueba” más difícil para mí. Este mundo exterior de cosas, gente y eventos no significa nada para mí ahora. Así que perdona mis silencios […]. Pienso mucho en tí. Gabriela te quería mucho […] y yo también. (Dana 1957)24

El secreto de una imagen atraviesa los tiempos: ¿Qué habría en esa escena del pasado no apta para los ojos del futuro? Dana, en esta carta que da voz a ese dolor que solo será visible para quienes entendían, también da cuenta de sus responsabilidades en tanto “heredera”. Una disputa por lo decible en público, por los límites y los pactos de lo mostrable se hace, así, evidente. ¿Qué memorias se pueden recuperar? O mejor dicho, ¿qué recuerdos pueden contarse? Y ¿qué escenas se pueden ver?

La primera nota de Mistral en la revista Sur fue sobre Victoria Kent (1936) y la segunda intervención es “Sobre Teresa de la Parra” (1036, 65): dos mujeres, dos lesbianas. En el segundo texto se vuelve evidente que la pérdida -o incluso el duelo- se hacen visibles como condición y necesidad al momento de armar cierto sentido de comunidad (lesbiana o feminista) o, incluso, como señalaba anteriormente, para dar cuerpo a una genealogía femenina. “Admirándola mucho y queriéndola más”, relata Mistral en el artículo mencionado, “poco nos escribíamos, manteniéndonos siempre cogidas como de la mano, en una alianza de criaturas que sirven al dios secreto de la América, que andan la misma ruta y truecan de tarde en tarde los trances de gozo o de pena que da la extranjería” (Mistral 1936, 68).25 De nuevo la mano, el contacto afectivo, como metáfora de una lealtad, de un compañerismo en la diferencia; la alianza que -como sortija- va de mano en mano. Y, por supuesto, la extranjería.

La experiencia de la diáspora, como ya sostuvo David Foster (1997), marcó a lo largo de todo el siglo XX a muchos escritores latinomaericanos con sexualidades disidentes. En estos casos, la reflexión sobre ciertas experiencias de exilio debe ser siempre considerada en relación con otras formas posibles de la exclusión y el descentramiento. Quiero pensar en esta línea la figura de la outsider (que Virginia Woolf construyó y que Ocampo abonó). A esa figuración femenina que escapa de las convenciones pero que arrastra memorias y mandatos, que establece el fuera de lugar y, al mismo tiempo, la ubicuidad como modo de habitar el mundo, se le agregan los rastros de esos vínculos (amistades, romances, pasiones) que se dan en un exilio asociado con la disidencia sexual y que, desde esa marginalidad, ponen en cuestión las normas de sociabilidad.

El exilio, la presencia de la muerte y los legados (materiales y literarios) es algo que, con el correr de los años, aparece, en tonos cada vez más íntimos y cercanos, en la correspondencia de Ocampo. A modo de ejemplo, en 1969, Giselle Freund le escribe a Victoria en un femenino inclusivo:

Estamos muy afligidas por la súbita muerte de Sylvia Beach […]. Su cuerpo fue encontrado algunos días más tarde, dado que vivía sola […]. Recién había vuelto de vacaciones, pero se había roto su mano en la Savoie (…) donde tenía una pequeña casa (el lugar donde la familia saboyana de Adrienne vive). Estaba allí con Rinette, la hermana de Adrienne […]. (Freund 1962)26

En todos los fragmentos seleccionados se hace evidente cómo la letra -y también sus silencios, vibraciones entre palabras- articulan cierta estructura de afectos: cruce entre lo privado y público, entre lo psíquico y lo social, pulsaciones de lo sensible. Los cuerpos sexuales y los cuerpos textuales resultan, indudablemente, inseparables. Las escenas lesbianas aparecen así interrumpiendo los recorridos normativos de nuestros imaginarios y proponiendo desvíos o detenciones inesperadas. En ellas, la literatura, en su sentido amplio, se vuelve un mapa de impulsos, de encuentros personales y ficcionales, de sentimientos que intervienen tanto la historia hegemónica de la literatura como de lo social.

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1Este tema lo desarrollé un poco más extensamente en el artículo “Afectos y disidencia sexual en Sur: Victoria Ocampo, Gabriela Mistral y cía.”, Revista Badebec, 6(12), marzo 2017.

2El subrayado es mío.

3El subrayado es mío.

4La traducción es mía.

5Colette había sido pareja de Marguerite Moreno, confidente y profesora de teatro de Victoria Ocampo. Gigi, la novela de Colette, adaptada por Anita Loos, fue traducida y publicada por Victoria Ocampo en la editorial Sur (1955) el año después de la muerte de la autora.

6La traducción es mía.

7La traducción es mía.

8Mildred Adams fue también quien mantenía actualizada a Victoria Ocampo en relación con los debates feministas que se producían en Estados Unidos de la ‘Segunda ola’.

9La traducción es mía.

10El subrayado es mío.

11Para más información ver Ficciones lesbianas. Literatura y afectos en la cultura argentina (Arnés 2016).

12También en una carta sin fechar, Marguerite Moreno firma como Jeanne D’arc y agrega:“Sin duda usted juega, yo juego pensando en usted” (La traducción y el subrayado son míos).

13En la revista pueden encontrarse varios textos de Vita, pero también la editorial Sur publicó su novela Toda pasion concluida, en 1963.

14El subrayado es mío.

15Este tema lo desarollé un poco más extensamente en mi libro Ficciones lesbianas. Literatura y afectos en la cultura argentina (2016).

16Los subrayados son míos.

17En una carta posterior a la publicación de Victoria Woolf en su diario, Vita Sackville-West le escribe a Victoria: “No creo que sea verdad que no tuviste real existencia para ella [Virginia], porque ella solía hablarme de vos incluso antes de que yo te conociese.” (Sackville-West 1954). (La traducción y el subrayado son míos).

18Una primera versión de este apartado, que incluye un material un poco diferente, puede encontrarse en mi texto, antes citado, publicado en la Revista Badebec.

19Pedagoga de origen vasco, feminista militante, fundadora de la Residencia de Señoritas y del primer Club de Mujeres (1926-1936) en Madrid.

20Victoria Kent fue la primera mujer en ingresar al Colegio de Abogados de Madrid, en 1925, y la primera mujer del mundo en ejercer como abogada ante un tribunal militar. En 1931, como directora general de prisiones —retomando el legado de Concepción Arenal— introdujo profundas reformas en el sistema penitenciario.

21Entre Ocampo y Kent la correspondencia sería fluida a lo largo de muchas décadas y, además, las memorias de esta última, Cuatro años en París (1940-1944), fueron publicadas por la editorial Sur en 1947. Por otro lado, la primera nota que Gabriela Mistral publica en Sur se titula “Recado sobre Victoria Kent” (1936).

22Tambén fue publicada en el diario La Nación, Buenos Aires, 3.3. 1957.

23Para un análisis completo sobre el tacto ver El sentido olvidado (Maurette 2015)

24La traducción es mía.

25El subrayado es mío.

26La traducción es mía.

Recibido: 31 de Agosto de 2020; Aprobado: 03 de Febrero de 2021

Laura Arnés

Doctora en letras por la Universidad de Buenos Aires (UBA). Investigadora del Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género (UBA) y del CONICET. Profesora en la maestría en estudios y políticas de género (UNTREF) y en el Taller de Retórica en la licenciatura en artes de la escritura (UNA), dicta, también, seminarios de grado en la licenciatura en letras (UBA). Publicó Ficciones lesbianas. Literatura y afectos en la cultura argentina (Madreselva, 2016). Su tesis de doctorado analiza las ficciones lesbianas de la literatura argentina. Actualmente, se encuentra trabajando la violencia de género y sus representaciones en la literatura argentina y, por otro lado, está proponiendo lecturas sobre la revista Sur bajo la perspectiva de las sexualidades disidentes.

Correo-e: arnes.lau@gmail.com

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