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Inter disciplina

versión On-line ISSN 2448-5705versión impresa ISSN 2395-969X

Inter disciplina vol.10 no.26 Ciudad de México ene./abr. 2022  Epub 04-Abr-2022

https://doi.org/10.22201/ceiich.24485705e.2022.26.80969 

Dossier

La alimentación-salud de las mujeres en el campo mexicano del siglo XXI: desafíos para la soberanía alimentaria desde una mirada decolonial feminista

The nutrition-health of women in the Mexican countryside of the 21st century: challenges for food sovereignty from a feminist decolonial perspective

Ivonne Vizcarra Bordi* 

* Instituto de Ciencias Agropecuarias y Rurales, Universidad Autónoma del Estado de México (ICAR-UAEM). Correo electrónico: ivbordi@yahoo.com.mx


Resumen

El objetivo del artículo es recapacitar sobre algunas problemáticas sociales sobre la alimentación, y los fenómenos de transición nutricional y epidemiológica (TAN-E) que confrontan las mujeres del campo mexicano ante el avance del dominio capitalista en los sistemas agroalimentarios. Debido a la diversidad de contextos rurales que definen el campo mexicano, el escrito aborda una gran pregunta que guía la reflexión sobre los dilemas de tener acceso a los alimentos, alimentarse y alimentar sin poner en riesgo su salud: ¿la alimentación actual de las mujeres del campo mexicano compromete el resarcimiento de la soberanía alimentaria en términos del buen comer? Para responderla, se eligió el problema del sobrepeso y obesidad asociado con la malnutrición registrado en multicasos situados alimentarios. A través de una mirada decolonial, se analizan las narrativas dominantes capitalistas que han producido conocimientos de este problema, fortaleciendo la mercantilización de los procesos de vida, lo cual complica la liberación del patriciado y su instrumentalización que someten a las mujeres rurales, indígenas, campesinas a nuevas relaciones de poder. Al reconocer estas relaciones en los mecanismos o instrumentos de la razón que explican la TAN-E y sus efectos en la salud de las mujeres, el artículo rescata elementos que pueden contribuir a la formación de masa crítica femenina, y, con ella, podría elaborarse una propuesta de rescate de la soberanía alimentaria en su justa dimensión ética, amigable con la naturaleza, y promotora de una cultura de cuidado y paz.

Palabras clave: alimentación; soberanía alimentaria; malnutrición; decolonial; mujeres rurales; México

Abstract

The aim of this paper is to rethink some social problems about food and the phenomena of nutritional and epidemiological transition (FNT-E), that Mexican rural women confront, face at expansion of capitalist domination on global agro-food systems. Due to the diversity of rural contexts that define the Mexican countryside, the paper addresses a major question that guides the reflection on the dilemmas of having access to food, feeding oneself and feeding oneself without putting one’s health at risk: Does the current diet of Mexican rural women compromise the redress of food sovereignty in terms of good eating? To answer this question, the problem of overweight and obesity associated with malnutrition was chosen as a topic for discussion, in the multihazard-food focus method. With the experiences that illustrate the answer, it is intended, at the same time, to debate if the current diet of rural women puts at risk the redressing of food sovereignty in terms of good eating. Through a decolonial look, the dominant capitalist narratives that have produced knowledge of this problem are analyzed, strengthening the commodification of life processes, which complicates the liberation of the patriarchy and its instrumentalization that subjects rural, indigenous, and peasant women to new power relations. By recognizing these relationships in the mechanisms or instruments of reason that explain FNT-E and its effects on women’s health, the article rescues elements that can contribute to the formation of a critical mass of women and with it, a proposal could be developed to rescue food sovereignty in its just ethical dimension, friendly to nature and promoting a culture of care and peace.

Keywords: feeding; food sovereignty; malnutrition; decolonial; rural women; Mexico

Introducción

Una de las primeras lecturas que me llenó de angustia y dirigió mi camino de investigación fue la de Susan George: Comment meurt l’autre moitié du monde (Cómo muere la otra mitad del mundo), escrita en 1978. Entre sus interrogantes, llamó mi atención una en particular: ¿existe alguien más desnutrido y desesperado que un pobre ubicado en los peldaños más bajos de la escala social? Y la respuesta fue: sí, las mujeres y sus hijos rurales del tercer mundo. Obviamente, no fui la única en adentrarme en los estudios agroalimentarios con perspectiva de género, al contrario, desde entonces, las investigaciones sobre la alimentación y el hambre de los países pobres dieron cuenta de los procesos de invisibilización de las mujeres rurales en todos los sistemas de producción agroalimentarios, dentro de los cuales, al menos tres factores constituyentes analizaron este proceso: la división sexual del trabajo (asignación de tareas reproductivas con su respectiva desvalorización social); la falta de acceso a recursos productivos (anclada al sistema de creencias patriarcales que limitan el acceso a la tierra, el bosque y el agua), y, las desigualdades basadas en las clases sociales (estrechamente relacionadas con los procesos históricos de colonización asentados en la explotación, discriminación y exclusión) (Michel 1984).

Por su parte, los reportes de la Organización Mundial para la Agricultura y la Alimentación (FAO, por sus siglas en inglés) daban cuenta de que los problemas del hambre, la desnutrición infantil y de las mujeres rurales (principalmente embarazadas) de las regiones pobres, estaban ligados a la inseguridad alimentaria, de tal manera que ameritaban una intervención institucional, sobre todo con una perspectiva de política dirigida a romper con el círculo de la pobreza (Vizcarra 2008). En el documento El género en la seguridad alimentaria (FAO 1996), las mujeres rurales comienzan a ser visibilizadas discursivamente, subrayando que son ellas las que producen hasta el 70% de los alimentos en el mundo y sostienen la agricultura familiar a pesar de su limitado acceso a los recursos (productivos, crediticios, de educación y capacitación, toma de decisiones) y su insuficiente poder adquisitivo. Asimismo, los informes de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe definieron los determinantes sociales de la desnutrición y del hambre que padecen los menores de cinco años y las mujeres rurales de hogares pobres que habitan en la región. Además de la pobreza rural, destacan la escasez de recursos, las condiciones de género, edad y de etnicidad, entrelazados con un bajo nivel educativo, lo cual exigua su capacitación laboral en perjuicio de las pocas oportunidades de empleo rural (Jiménez-Benítez et al. 2010).

Ciertamente, la mayor parte de estos reportes y discursos no se han preguntado qué comen las mujeres rurales, ni cuáles son las causantes que condicionan las posibilidades de comer con dignidad o el buen comer, y cómo ello afecta su estado de salud y de nutrición, e, inclusive, los procesos de empoderamiento para implicarse en estrategias agroecológicas y movimientos más amplios de lucha por la soberanía alimentaria (Lewis 2015; Pérez-Neira y Soler 2013). Aun el papel de las mujeres como responsables de la alimentación y nutrición de los miembros del hogar sigue pesando en el constructo social sobre el ideal del género femenino; un ideal que, sin duda alguna, es difundido y reforzado por sistemas agroalimentarios dominados por tres ejes de poder indisolubles del patriarcado, y que han sido motivo de denuncia feminista: andro-etnocentrista, colonialista y capitalista (Vizcarra 2019).

Varios estudios antropológicos y sociológicos han señalado que estos sistemas de dominación patriarcal producen conocimientos que estigmatizan a las mujeres sobre lo que comen y sobre sus cuerpos de “los otros y las otras”, mediante varios mecanismos de control o instrumentalizaciones de la razón, siendo uno de ellos la diferenciación social con fines de sostener las desigualdades existentes (Pérez Neira y Soler-Montiel,2013). Por un lado, como cualquiera otra práctica cultural, la alimentación obedece a distintos juegos de diferenciación social en función del género, de la posición que ocupan los individuos y los grupos en el espacio social (rural, urbano, pobre, migrante, entre otros) y ello, a su vez, en función del origen sociocultural (étnico) e inclusive del nivel educativo y de las propias actitudes sobre sus cuerpos y apetitos (Counihan 1998). Para Bourdieu (1998), ello corresponde a un esquema de distinción de diferentes clases sociales, donde los gustos son «clasificadores sociales», pero también las prácticas y hábitos alimentarios pueden considerarse como marcadores jerárquicos que originan desigualdades sociales y de género (Vizcarra, 2008). Es decir, la inequidad en el acceso a recursos y oportunidades sociales influye en gran medida en lo que comen hombres y mujeres según sus posiciones sociales interseccionadas históricamente en sus cuerpos (género-sexo, clase, etnia, raza, edad, religión, migrante) (Counihan 1999; Demos y Texler Segal 2016; Parker et al. 2019).

En México, es relativamente reciente el interés de estudiar las prácticas alimentarias y la percepción de los cuerpos de las mujeres rurales pobres e indígenas. Destacan los trabajos sobre imagen corporal, salud, alimentación y deseo de Pérez-Gil y Romero (2008, 2010), de Pérez I. y Damaris (2014) y los de Pérez I. et al. (2012), quienes coinciden, generalmente, en que entre más cercana se encuentra una comunidad a los centros urbanos y procesos de industrialización, peor comen las mujeres, en términos de malnutrición1 y presentan sobrepeso y obesidad. Asimismo, Moreno et al. (2014) encontraron que las mujeres campesinas ‘rur-urbanizadas’ en el Valle de Toluca, a pesar de pertenecer a hogares productores de maíz cacahuazintle, comen cada vez menos alimentos basados en el maíz y más alimentos ultra procesados, en cambio, las mujeres campesinas de hogares mazahuas de San Felipe del Progreso que aún mantienen el maíz como base de su alimentación tampoco pueden evitar introducir en su dieta alimentos ultra procesados; en ambos casos, las mujeres presentaban sobrepeso y obesidad.

Estos problemas están íntimamente relacionados con la expansión capitalista a través del llamado fenómeno de la globalización agroalimentaria, que ha acelerado los consumos culturales y alimentarios hacia dietas que tienden a la homogeneización, con la consecuente pérdida de diversidad biocultural de los repertorios locales alimentarios (Messer 2006; Meléndez y Cañez 2008; Rebato Ochoa 2009). Junto con ello, los procesos de urbanización rural, la migración, la dependencia de ingresos para acceder a alimentos por lo general procesados y de fácil acceso, han llegado a formar parte de las estrategias alimentarias de los hogares pobres que aún siguen luchando por conservar la agricultura de subsistencia y sacar del estado de desnutrición a sus hijos e hijas (Pelcastre-Villafuerte et al. 2006).

En efecto, empujados por el modelo neoliberal agroalimentario y el avance de las biotecnologías, los sistemas productivos de autoabasto campesinos tradicionales resultaron ser un campo oportuno para la explotación de la mano de obra en beneficio de la expansión de esa agricultura comercial capitalista (véase Rubio 2013), la cual ha crecido mundialmente para satisfacer esas dietas globalizadas-occidentales que emanan de los modelos neoliberales, mismas que son asociadas con el aumento de prevalencias de enfermedades crónicas degenerativas no transmisibles (ECNT) de las poblaciones que han dejado de producir sus propios alimentos (Otero 2018).

La transición alimentaria-nutricional (TAN), que emana de estos modelos, no solo ha modificado prácticas alimentarias locales (Bertran 2010) y trastocado el gusto y las preferencias culturales al secuestrar los paladares con azúcares, grasas y sodio, sino que también ha acelerado la transición epidemiológica, pasando de la desnutrición al sobrepeso y obesidad, o ambas coexistiendo en un solo hogar, o bien transitando en el mismo cuerpo (Popkin 1993 y 2000). Para el México rural, este problema se ha convertido en un gran desafío político y económico, pues habrá que diseñar políticas de salud pública que combatan tanto la desnutrición como la obesidad, pero que también den atención a todas las personas que al presentarlas estén dando como resultado el desarrollo de ECNT con altos costes sociales y económicos para el sector salud, como lo son la diabetes mellitus tipo II (DMII), la hipertensión arterial (HAS), la insuficiencia renal y enfermedades cardiovasculares (ECV), principalmente (Cecchini et al. 2010). Comorbilidades consideradas como factores de riesgo para agravar a los pacientes hospitalizados por la nueva enfermedad pandémica Covid-19, que ha paralizado al mundo entero en el 2020 (Acosta et al. 2020).

En estos contextos de dominio patriarcal, de amenazas sanitarias e incertidumbres (derivadas del cambio climático, las pandemias del siglo y el avance biotecnológico), las mujeres no solo continúan confrontando restricciones estructurales en el acceso a los alimentos para cumplir con las responsabilidades de cuidar la alimentación de sus familias y preservar la cultura alimentaria tradicional, sino que también se encuentran inmersas en la TAN con sus consecuencias epidemiológicas (TAN-E), anclada al modelo neoliberal de expansión de capitales.

Son dilemas que no han sido reflexionados en la búsqueda de una soberanía alimentaria basada en el derecho de los pueblos para producir sus alimentos saludables en sus propios socio-territorios y mucho menos, tal y como lo señala Aníbal Quijano: bajo un esquema de pensamiento de “liberación social de todo poder organizado como desigualdad, discriminación, explotación y dominación” (Quijano 2007, 178). De aquí que me pregunto: si la alimentación actual de las mujeres del campo mexicano pone en riesgo su salud y la de sus familias ¿cómo pueden ellas contribuir al resarcimiento de la soberanía alimentaria en términos del buen comer?

Para responderla, se eligió el problema del sobrepeso-obesidad asociado con la malnutrición registrados a través del método de multicasos situacionales alimentarios (Miller y Deutsch 2013, 14). Recupero también los estudios en los que he participado en el Estado de México y en mis experiencias de viaje y trabajo de campo a lo largo y ancho del país, donde no he podido evitar intercambiar experiencias alimentarias ni dejar de abordar el tema de la salud ‘de y con’ mujeres rurales, indígenas y campesinas.

De esta manera, se pretende conducir el debate hacia la pertinencia de redefinir la soberanía alimentaria con una mirada feminista decolonial, que pueda aportar elementos para la formación de masa crítica necesaria en la contribución de un mundo antipatriarcal, anticapitalista y no etnocentrista. Para ello, el artículo está dividido en tres partes: en la primera se pretende, brevemente, y a través de las perspectivas decolonial y de interseccionalidad, reflexionar sobre la importancia de reconocer que la malnutrición es consecuencia de los sistemas alimentarios más amplios de dominación patriarcal y capitalista, que imponen esquemas de mercado y reglas de sometimiento a sistemas alimentarios locales, en su mayoría campesinos, con los cuales cada vez es más difícil subsistir, alimentarse sanamente y lograr la soberanía alimentaria sin desigualdades libres de sujeciones de poder. En la segunda parte, y aunque parezca desarticulada de la primera, se exponen seis experiencias de investigación que tratan distintas problemáticas alimentarias y nutricionales relacionadas directamente con esos sistemas globales de dominación. En cada experiencia, se reconocen mecanismos colonizadores de los cuerpos de las mujeres campesinas que, sin una lectura decolonial, difícilmente se avanzaría a la formación de la masa crítica feminista. La tercera, aunque de manera inacabada, retoma los elementos de esas experiencias que puedan conducirnos al resarcimiento de la soberanía alimentaria en términos del buen comer.

Una mirada feminista decolonial sobre los sistemas alimentarios globales

Los grandes capitales que dominan el sistema agroalimentario global insisten en que la malnutrición, la desnutrición, el hambre, las pandemias y la degradación ecológica de las vidas de millones de personas del Sur, no son consecuencia de la expansión del capitalismo sino problemas políticos derivados precisamente “por la incipiente penetración de este en muchas partes del mundo. No resultan de fallas de mercado, sino del hecho de que el mercado no está aún suficientemente implantado” (De Sousa Santos 2010, 55). Es evidente, señala Boaventura de Sousa, que la causa de un problema no puede ser su solución y de ahí la debilidad del sistema dominante. Si bien existe un debate entre posturas que buscan decolonizar esos pensamientos abismales legitimados en relaciones de poder capitalistas y las que reclaman una cierta trascendencia epistémica que pueda servir de osadía para construir un marco analítico enriquecedor de las luchas emancipadoras del Sur, las feministas latinoamericanas han emprendido el camino de las desobediencia epistémica.

Desde hace más de una década, las feministas del Sur han nutrido este gran debate sobre las epistemologías que dominan los pensamientos e ideologías hegemónicas políticas, económicas y socioculturales de los movimientos emancipadores. Este debate busca un nuevo reposicionamiento de conocimiento, para redefinir un sujeto político femenino desde las reivindicaciones de las mujeres indígenas, mujeres campesinas, mujeres negras (que provienen de procesos de esclavitud), mujeres chicanas, y desde las otras de las otras, desenmarcadas del universalismo etnocentrista (Bidaseca y Vázquez 2010).2 Ello ha generado crisis y rupturas epistémicas, poniendo en la mira la necesidad de decolonizar conocimientos y procesos que invisibilizan la diversidad de realidades con las que se relacionan las mujeres del Sur (según la etnia, raza, clase y edad), como son los sistemas alimentarios localizados, impregnados de conocimientos tradicionales, costumbres, mitos y rituales, leyendas, legados ancestrales, prácticas alimentarias y organización propia del trabajo, y que, constantemente, se confrontan con esas perturbaciones etnocentristas y capitalistas del sistema alimentario global, que definen las condiciones de (in)seguridad alimentaria de pueblos enteros (Lewis 2015).

Stedile y Martins (2010) muestran cómo tan solo 50 grandes empresas trasnacionales tienen el control mayoritario de la producción de semillas, de insumos agrícolas y de la producción y distribución de los alimentos en todo el mundo. Estas imponen, con leyes capitalistas-patriarcales, el acceso a los alimentos, sosteniendo una elevada productividad a través de procesos agrícolas de alta tecnología, y así lograr distribuir sus alimentos por casi todo el planeta, gracias al desarrollo de técnicas de almacenamiento y transporte. Subrayan que ahora se producen muchos más alimentos que podrían alimentar a toda la población del mundo, pero también hay muchas más personas que viven situación de hambre e inseguridad alimentaria.

Galindo (2011) apunta que no se puede decolonizar sin despatriarcalizar efectivamente todos los sistemas de dominación; esto es, se requiere de un mayor esfuerzo para ver más allá de las relaciones de dominación que impregnan la concepción occidental de lo agroalimentario, e, inclusive, de la nueva ruralidad donde se desdibujan los ámbitos rurales como productores de alimentos y los ámbitos urbanos como consumidores de los mismos (Pérez-Neira y Soler-Montiel 2013).

Últimamente una de las vías para despatriarcalizar los sistemas alimentarios y hasta el concepto de seguridad alimentaria, fundado con ese sesgo patriarcal que domina la concepción de lo agroalimentario occidental que difunde la FAO,3 ha sido sin duda la propuesta de la interseccionalidad. Si bien la Vía Campesina opta por un concepto de soberanía alimentaria4 que conduce un movimiento político de lucha anticapitalista, no mira su propio sesgo patriarcal, el cual ha sido denunciado por las mismas mujeres que conforman la Vía Campesina (Vizcarra 2019).

En efecto, tal y como lo revelan las contribuciones de las feministas decoloniales, una de las muchas consecuencias de adoptar la interseccionalidad es reconocer la comida como un lugar de lucha, y contribuir así a expandir la atención de los teóricos a la soberanía alimentaria, en lugar de a la seguridad alimentaria. Lewis (2015, 424) retoma la propuesta de Sachs (2013) como una nueva visión sobre la soberanía alimentaria, donde ‘’muestra que los recientes estudios interdisciplinarios feministas de alimentos confrontan, en los niveles locales y en los más amplios, las constantes luchas por el control y el acceso a los recursos y en torno a la representación y atribución de identidades”. Siguiendo a Lewis (2015), tales luchas son multifacéticas, por lo que encontramos desde resistencias de mujeres campesinas a las multinacionales y a la monopolización de imperios corporativos que imponen las reglas del mercado, hasta ciertos esfuerzos de las y los consumidores de alimentos de clase media para procurase una alimentación saludable, al “buen o bien comer”.

El conocimiento situado se ha convertido hoy en día en una de las herramientas que nos permite escuchar las voces de las mujeres indígenas y campesinas que luchan por la vida (Mohanty 2003), asimismo, nos da pie para delinear la forma en que su posicionamiento de doble o triple subalternidad (opresión: patriarcal, capitalista y etnocentrista) y su ubicación (geográfica: Sur) se convierten en campos de batallas dentro de los cuales se resisten y se trabajan campos políticos para construirse a sí mismas como feministas del “tercer mundo”, defensoras de la vida (Bidaseca y Vázquez 2010).5

De cierta manera, son luchas que encaran tanto esfuerzos individuales como colectivos para controlar la representación y definición de lo que significa el buen comer en todas las sociedades, aunque sus bemoles están diferenciados precisamente en la interseccionalidad. Ahí, donde la resistencia desde el género atraviesa sus cuerpos, sus cocinas, sus saberes, los prestigios y sus propias historias que buscan la autonomía cultural o social, es decir, otras soberanías. Tales luchas de liberaciones sociales, individuales y creativas deberían ser cruciales para un análisis que evite las clasificaciones y estereotipos de “víctimas” en los sistemas alimentarios actuales. En este sentido, una mirada feminista decolonial no solo nos conecta con una mirada alternativa de sistemas de creación de significado sobre la comida, sino también conecta esas micro-luchas individuales, comunitarias y regionales con otras más amplias sobre el hambre y la defensa de los territorios y de las otras soberanías (Vizcarra 2019).

La malnutrición y el sobrepeso-obesidad de las mujeres pobres del campo

Varios mecanismos colonizadores de los cuerpos pueden explicar el fenómeno de la TAN-E que padece cada vez más la población femenina del campo mexicano. Son mecanismos basados en conocimientos o epistemes positivistas y funcionalistas de la ciencia moderna de la salud-nutrición. Basadas en narrativas de dominación capitalista, estos mecanismos no solo instrumentalizan, sino que buscan mercantilizar todos los procesos de vida de las mujeres del campo. Entre los mecanismos se encuentran: los métodos de detección de la obesidad, la dependencia de un ingreso monetario para acceder a alimentos, las formas insidiosas de la intervención, la deslocalización de las dietas, la doble carga de la malnutrición y el determinismo bio-científico nutrigenético. De Sousa (2010) propone que, para decolonizar estos conocimientos y mecanismos, hay que comprender su debilidad y así abrir la posibilidad de consolidar un valor mayor o un concepto de compromiso que le sea incomprehensible a la ciencia moderna. Se puede decir que se trata de un proceso de despatriarcalización, y, como tal, en este apartado se buscan al menos comprender los procesos y debilidades que puedan asentar elementos necesarios para la formación de masa crítica feminista decolonial.

La estandarización

El primer mecanismo que instrumentaliza los cuerpos es la definición del sobrepeso y la obesidad como factores de riesgo para la salud.

La obesidad se define como el exceso de masa grasa en el tejido adiposo en relación con el peso corporal. La Organización Mundial de la Salud (WHO, por sus siglas en inglés) clasifica el sobrepeso y la obesidad de acuerdo con el índice de masa corporal (IMC), el cual, cuando es ≥ a 25 se determina como sobrepeso y un IMC ≥ 30 se determina como obesidad (WHO 2000).6 Este cálculo es inexacto, pues la masa grasa y la masa magra en el cuerpo de niños y niñas cambia mientras maduran (Duelo Marcos et al. 2009).

Si bien el IMC ha recibido muchas críticas porque universaliza todos los cuerpos humanos del mundo sin considerar cargas epigenéticas y culturales, y pese a que aún sigue siendo el referente institucional para determinar el estado de nutrición en las encuestas nacionales, lo que permite seguir el trazo epidemiológico de las poblaciones, vale la pena mencionar que, en el año 2000, México realizó un ajuste en el parámetro de diagnóstico para determinar obesidad en personas de estatura baja (menos de 1.50 m), siendo ahora igual al de sobrepeso en población “normal” (IMC ≥ 25).7 Este ajuste tuvo sus resultados de inmediato, observando cambios alarmantes de una encuesta a otra, pues la mayoría de las mujeres rurales indígenas, que están por debajo de la estatura baja, pasaron, en dos décadas, de tener estado de desnutrición a un estado de sobrepeso y obesidad por razones de malnutrición. Pese a que se han incorporado otras mediciones para completar el diagnóstico antropométrico, como la circunferencia de cintura, el índice cintura-cadera (ICC), la grasa corporal y el índice cintura-estatura (Zhang et al. 2015), al parecer las mujeres mexicanas rurales no logran escaparse del sobrepeso y la obesidad, que ya caracteriza a la población adulta en todo México.

Muchas de ellas han conocido la desnutrición cuando eran niñas, de hecho, la Encuesta Nacional de Nutrición de 1999 e incluso en la de 2006 destacaban que la desnutrición crónica era muy alta en la población indígena y en la población de la región sur del país, así como la presencia de anemia en niños, mujeres embarazadas y personas de la tercera edad; pero ya desde entonces se anunciaba que la obesidad continuaba en ascenso en todas las edades, regiones y grupos socioeconómicos.

Sometidas a las estadísticas nacionales, la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición (ENSANUT) de 2012 (INSP 2012) dio cuenta de las prevalencias de sobrepeso y obesidad en la población adulta por el tipo de localidad de residencia, siendo, para la categoría de sobrepeso, muy similar en ambos tipos de localidades: rural (39.1%) y urbana (38.8%). Para la categoría de obesidad se encontró una diferencia de 7.5 pp (puntos porcentuales) mayor en las urbanas (34%) en comparación con las rurales (26.5%). Las diferencias por género también se dejan ver por grupos de edad y por grandes regiones. La ENSANUT de Medio Camino de 2016 reportó que tanto en mujeres como en hombres rurales mayores de 20 años, la prevalencia de sobrepeso ha aumentado, pero la de obesidad se ha mantenido en relación con la del 2012. Claro, leer que la prevalencia de sobrepeso reportada en las localidades rurales fue un 11.6% más alta que en las urbanas resulta alarmante, aún más si se considera que vamos caminando hacia un país obesogénico,8 con aumentos no solo de las prevalencias de sobrepeso y obesidad, sino también de obesidad mórbida (IMC > 40), afectando más a mujeres que a hombres, principalmente en el norte del país y en Yucatán (INSP 2016). Cabe mencionar que la obesidad en todas sus manifestaciones es un factor de alto riesgo para desarrollar DMII, HAS y ECV, todas ellas llamadas ECNT.

Con estas cifras, el medio rural se ha convertido en un foco epidémico al constatar que la población de 12 a 19 años pasó de presentar una prevalencia combinada de sobrepeso-obesidad de 26.8% en 2012, a 35% en 2016. Pese a que, para el mismo grupo de edad a nivel nacional, las mujeres pasaron de 35.8% a 39.2%, donde el aumento de prevalencia de sobrepeso-obesidad en la población rural fue de 8.2 pp., más del doble que en todo el país. Asimismo, la población rural mayor de 20 años pasó a una prevalencia de sobrepeso de 38.8% en 1999 a una de 46% en 2016, y, aunque la población urbana bajó su prevalencia de sobrepeso de 42.9% a 40.3% en el mismo periodo, su prevalencia de obesidad aumentó 16 pp, donde una vez más las mujeres reportaron los mayores niveles (INSP 2016).

En nuestros estudios en comunidades periurbanas, rurales e indígenas del Estado de México, encontramos varias explicaciones a estos fenómenos. El más reportado es que a pesar de la TAN de la población de los últimos 20 años, las mujeres indígenas son quienes siguen padeciendo una alimentación insuficiente en cantidad, pero no en ‘calidad’.

Ciertamente, las mujeres matlatzincas, mazahuas y otomíes consumen muchos más alimentos biodiversos que producen y recolectan de los socioecosistemas que sostienen. De la milpa obtienen maíz (nativo), frijol, haba, quelites, papa, zanahorias, chícharos, calabazas del monte (bosque y laderas), insectos, hongos, animales y frutos silvestres comestibles. Del traspatio, disfrutan de sus cuidados de hortalizas, plantas, frutos, gallinas, pollos, huevo, y en ocasiones crían puercos y borregos y más rara vez obtienen leche de ganado vacuno. Al menos 110 especies diferentes están disponibles en diferentes épocas del año, conformando así la dieta, la cual nombramos MMT (Milpa-Monte-Traspatio) (Guzmán et al. 2018; García et al. 2019), sin embargo, esta dieta no logra cubrir los requerimientos promedios calóricos y proteicos que requieren diariamente (Guzmán et al. 2018; Morales 2017; Moreno et al. 2014; Conzuelo y Vizcarra 2009).

Ahora bien, nos preguntamos: ¿por qué, entonces, a pesar de la biodiversidad de la que disponen estas mujeres, registramos en distintos estudios socio- alimentarios (prácticas alimentarias y patrones dietéticos) y nutricionales (antropometría y marcadores bioquímicos) entre 2009 y hasta el 2018, que alrededor del 80% de ellas presentaba sobrepeso y obesidad combinada?, cifras que, como ya ilustramos, se comportan similarmente en las encuestas nacionales.

La monetización

La mercantilización de los procesos para ganarse la vida, y de ahí comer, es uno de los mecanismos más insidiosos de la vida cotidiana de las mujeres rurales. De las principales razones atribuibles, y de las más documentadas en varios estudios, son la falta de políticas de apoyo a la producción campesina de subsistencia y a la conservación de estas dietas, así como el restringido acceso a recursos productivos para decidir por ellas mismas qué cultivar. Ambas han propiciado que cada vez más dependan del ingreso extra-agrícola familiar o remesas en caso de migración internacional, y de los programas sociales de transferencia monetaria directa para complementar la comida del hogar (Vizcarra y Lutz 2010). Por lo general, compran alimentos y bebidas disponibles a través de tiendas establecidas o puestos ambulantes en los últimos 30 años, a las mismas personas de las localidades que invierten sus pocos ahorros para emprender sus propios negocios. Ahí venden arroz, frijol, aceite, pastas, galletas, pan y pastelillos industrializados, enlatados, golosinas, frituras de marcas, bebidas azucaradas, cervezas y otras bebidas alcoholizadas. Son productos de fácil acceso con alto contenido de azúcares, grasas y sodio que provienen del circuito comercial del mercado global de alimentos ultra procesados. Como parte de sus estrategias, cuando la cosecha fue baja por causa de la variabilidad del clima, compran maíz para seguir haciendo tortillas, atole y tamales, aunque casi siempre lo compran a un precio más caro que el que lo puedan vender en caso de excedentes (Cárdenas et al. 2019).

Igualmente, algunas mujeres ven como oportunidad para ganarse la vida, la venta de alimentos preparados en algunos puestos claves de la vida en comunidad como son: fuera de las escuelas, centros de salud, oficinas delegacionales e iglesias (Carmona y Vizcarra 2009). Venden tortillas, tamales, tostadas, tortas, golosinas, refrescos, otras bebidas azucaradas industrializadas, o, en la última década, venden una nueva gama de alimentos llamados chatarra o fritangas, como son los snacks baratos que constan de chicharrones y cheetos de harina de trigo fritos e inflados con sabores y colores artificiales (picante, queso, puerco; naranja, rojo, amarillo) fabricados a granel en industrias alimentarias regionales.

A esta gama, se reinventan nuevas golosinas como dori-locos y gomi-boings que combinan esos snacks o bebidas azucaradas con golosinas, cacahuates, salsas ácidas y picantes, hasta salchichas, cueritos de puerco, frutas y verduras. Son productos con muy alto contenido de hidratos de carbono, grasas, sodio, y aditivos que potencian su sabor. Cabe destacar que la mayoría de las mujeres que participaron en nuestros estudios indicaron no consumir cotidianamente esta comida chatarra y bebidas inventadas.

No obstante, constatamos que niños, niñas y adolescentes del campo mexiquense incorporan estos alimentos y bebidas de mala calidad a sus dietas habituales, por lo cual representan también otro gran reto para las políticas que buscan corregir los destrozos de la TAN por malnutrición (Ceballos et al. 2012), pues ya no tendrán que esperar la edad adulta para presentar alguna ECNT (Morales 2017).

En lo que respecta a las bebidas azucaradas-carbonatadas (refrescos), ya forman parte del paisaje alimentario de sus cocinas y fiestas, y si bien constituyen un símbolo de progreso y prestigio en sus comunidades, siendo uno de los grandes males que afectan la salud de todos por su consumo excesivo en comunidades pobres y rurales en México (Ochoa 2017), al parecer, ellas, mazahuas, matlatzincas y otomíes mayores de 40 años, prefieren sus tés de monte (con ‘poca’ azúcar) y asientan que solo de vez en cuando y en fiestas consumen refrescos (Guzmán et al. 2018; Morales 2017; Moreno et al. 2014; Conzuelo y Vizcarra 2009). No obstante, la colectividad de mujeres jóvenes en edad reproductiva afirmó que el refresco ha llegado a sustituir algún almuerzo o cena. Para el caso de las mujeres campesinas que viven cerca de las ciudades, el consumo de refrescos se asoma con mayor frecuencia y aporta un porcentaje importante de las calorías de la dieta cotidiana, hasta en un 30% (Moreno et al. 2014).

La mayoría de las mujeres indígenas y campesinas coincidió en que en sus casas toman refrescos porque cada vez hay más escasez de agua de calidad para uso y consumo humano. Este problema lo atribuyen tanto por sobrexplotación de pozos como por la deforestación y afectación en el caudal hídrico de manantiales, y, recientemente, comienzan a sospechar de la calidad del agua, porque cuesta arriba, productores emplean agroquímicos en sus parcelas que han optado por monocultivos y agricultura intensiva.

Por otro lado, en uno de los grupos focales que realizamos con mujeres mazahuas (Loza y Vizcarra 2014), se discutió sobre los refrescos en la comunidad y su relación con la aparición de la DMII y obesidad. Concluyeron que las autoridades, refiriéndose a los gobiernos estatal y federal, deberían exigir a estas empresas refresqueras, que se hagan responsables de los daños a la salud humana y ambiental, pagando los tratamientos de la DMII y recogiendo ‘su basura’, es decir, todas las botellas, pero también empaques de plásticos, que ahora forman parte de su paisaje rural.

Las ‘ayudas’

La instrumentalización de intervenciones que buscan remediar las debilidades del sistema capitalista que produce desnutrición, hambre y pandemias, sigue sirviendo, a pesar se sus duras críticas anti-desarrollistas, como eslabón entre la política pública agroalimentaria y el derecho a la alimentación. En México, los programas sociales tomaron el lugar de las políticas de impulso de la agricultura campesina, comenzaron a tener vigor en todo el país escasos cuatro años después del levantamiento armado indígena en 1994 (léase el surgimiento del EZLN). Antes del Programa de Educación, Salud y Alimentación (Progresa 1998), a las comunidades rurales e indígenas se les asistía con despensas Conasupo, sobre todo en vísperas electorales; sin embargo, por su eventualidad no se puede decir que el contenido de las despensas haya modificado los hábitos alimentarios de esos hogares. En cambio, cuando llega Progresa, el paisaje alimentario de comunidades y hogares rurales pobres del campo comenzó a transformarse y, coincidentemente, se conoce la TAN-E. El paquete del programa consistía en una transferencia monetaria directa condicionada. Cada dos meses, las mujeres madres (mujeres-progresa) recibían una cantidad de dinero, variable según el número de hijas e hijos en edad escolar, mediante el cual se esperaba que compraran alimentos para mejorar la salud de los miembros del hogar. A cambio, se veían obligadas a asistir a pláticas de nutrición e higiene, a llevar a toda la familia a revisión de salud en clínicas locales y a vigilar que sus hijas e hijos no dejaran de asistir a la escuela (Vizcarra 2008).

A la par que llegaban las ayudas monetarias, se iban instalando, progresiva mente, tiendas y puestos de comida y de snacks, y aumentó el consumo de refrescos, sopas de pastas y galletas. El programa fue tan bien evaluado por expertos internacionales, que fue acogido por los gobiernos posteriores, aunque fuesen de otro partido. Con el PAN pasó a llamarse Oportunidades, con oportunidades de desarrollo humano, y con el PRI se convirtió en Prospera. Para el gobierno de la cuarta transformación del partido Morena, ya veremos si las tarjetas de ‘Bienestar para Todos’ cambian la esencia de las ayudas alimentarias.

Las despensas de ayuda alimentaria de los gobiernos en turno (estatales, principalmente), de fundaciones altruistas (‘un kilo de ayuda’, por ejemplo) u otras organizaciones nacionales e internacionales, son despensas o canastas que contienen productos enlatados, leche en polvo, azúcar, harina de maíz, arroz, soya deshidratada, aceite, entre otros productos que no han dejado de llegar a los hogares, aunque de manera irregular. Ciertamente no todos los productos se consumen en casa pues no son del agrado cultural de las personas, como, por ejemplo, la soya; no obstante, se convierten en alimentos de pollos, gallinas o puercos; de hecho, se puede decir que de alguna manera se introducen en la cadena alimentaria de subsistencia (Guzmán et al. 2018).

Con la estrategia nacional de la Cruzada Nacional Contra el Hambre, los comedores comunitarios se instalaron a lo largo del país. Fuertemente criticados, desaparecieron al cabo de dos años. Entre las razones de su desaparición estuvo la dura presión de la opinión pública sobre el papel de las grandes empresas transnacionales y multinacionales alimentarias (Pepsi Co, Nestlé, Gruma), que contribuían directamente a redireccionar los hábitos alimentarios de los hogares pobres, pues sus productos eran la materia prima subsidiada de esos comedores. Cierto, muchas mujeres de las comunidades participaron en ellos cocinando, y lo que no se vendía se lo llevaban a sus hogares, repartían a sus vecinos, o hasta lo vendían para obtener alguna ganancia (García y Vizcarra 2018).

Como parte de todos esos programas, ha habido un acompañamiento del sistema de salud pública, el cual, intranquilo por el aumento de la prevalencia de obesidad y DMII en esas comunidades, imparte asesoría nutricional y pláticas preventivas para que las mujeres de manera individual sean responsables de su dieta y de la de la familia. A veces son consejos absurdos que resultan formar parte de un proceso de colonización del cuerpo y de la alimentación, por caso, difunden que la tortilla, los tamales y el atole que ellas comen “las engorda”, y a cambio les diseñan dietas con base en pescado como el salmón, quesos bajos en grasas, preferentemente de cabra, frutas no locales, y granos y oleaginosas inaccesibles (quinoa, almendras, nueces). Lejos de ser incompresibles para las mujeres rurales que se alimenta principalmente del sistema MMT, estos discursos las someten en estrés, “si me quitan la tortilla entonces qué vamos a comer”.

Sin lugar a duda, las relaciones de las mujeres rurales con la ayuda alimen taria gubernamental, les ha dado una experiencia de agencia y negociación, pero también de conciencia ambiental. Critican constantemente los alimentos que llegan por esa vía porque generan basura que daña el ambiente y la salud, y sobre todo porque menosprecian sus conocimientos y relaciones con la naturaleza.

La deslocalización

Messer (2006) señala que una de las consecuencias de la globalización de las dietas es la deslocalización, principalmente porque las personas que tienen restricciones para alimentarse con productos locales, o la producción local no satisface sus necesidades nutrimentales, buscan en los mercados accesibles, abastecerse con la oferta del momento.

Se sabe que la deslocalización alimentaria está propiciando cambios en los modos de producción, distribución-comercialización y consumo de alimentos, y, en consecuencia, modifica los patrones dietéticos y acarrea problemas de salud a personas en distintas regiones del mundo, más que nada donde se presenta el fenómeno de deslocalización, entendida como la disminución de la producción de alimentos a nivel local y mayor dependencia de los alimentos importados, industrializados, o que corresponden a otras culturas ajenas a las locales (Ezzahra Housni et al. 2016).

En esos contextos narro mi experiencia deslocalizada: en un viaje de trabajo de campo reciente a San Quintín, Baja California, en 2018, para estudiar las nuevas relaciones de género en sistemas de producción de agricultura por contrato, y la economía agroalimentaria anclada a la globalización, me di cuenta de un fenómeno que hace años la población mexicana percibe y participa en su expansión, la oxxomanía. En cada km encontramos al menos un establecimiento (mini- súper de autoservicio) OXXO, que a veces forma parte de estaciones de gasolineras, pero prácticamente se instalan en las esquinas en casi todas las ciudades de 50 mil habitantes y más. Son parte del paisaje alimentario urbano y se han convertido en la tiendita de la esquina que abastece de menesteres, a cada vez más población mexicana e inclusive a turistas. Son la cadena más imponente de comercio de al menos cuatro compañías transnacionales de alimentos ultraprocesados y bebidas azucaradas y alcoholizadas. Además de que en sus anaqueles se encuentran productos industrializados, también ofrecen comida rápida, como perros calientes, donas y, últimamente, tacos.

Por sugerencia de una colega de la Universidad Autónoma de Baja California, convertí los estacionamientos del OXXO en un lugar privilegiado para realizar algunas entrevistas a jornaleras y jornaleros de origen de los estados de Guerrero, Oaxaca y Chiapas, y que migraron a esta región a trabajar en empresas agrícolas que producen hortalizas y frutos todo el año para satisfacer la desestacionalidad de las dietas globales. De esos campos salen alimentos frescos a bajo precio, ge neralmente a Estados Unidos, y, después, en las tiendas OXXO, se consumen esos alimentos, pero en diferentes procesos industrializados, enlatados y mucho más caros.

Desde las 7 de la mañana hasta las 11 de la noche, llegan en camionetas los y las jornaleras al OXXO, ahí toman un gran café, una dona o un paquete de galletas para desayunar. Se llevan al trabajo su Coca-Cola “para aguantar”, además de sandwiches o burritos. Saliendo de sus jornadas de hasta 12 horas de trabajo, ahí están de nuevo comprando un hotdog, y por las noches regresan por cervezas. De paso compran huevos, frijoles enlatados, salsas picantes, tortillas de harina de maíz empaquetadas, entre otros productos que compensan las ‘necesidades’ del hogar.

Para satisfacer la nostalgia de la deslocalización alimentaria, también se han establecido tiendas donde se venden productos de Oaxaca, principalmente. Las mujeres jornaleras son quienes insisten en seguir cocinando la comida de sus pueblos, como parte de no abandonar sabores ni saberes. Por lo general, en esos hogares hay una suerte de intra-cultura alimentaria hipercalórica que, si bien se requiere de energía para realizar trabajos agrícolas en cientos de hectáreas, también es cierto que estos nuevos hábitos aumentan el riesgo de obesidad y de ECNT. Desafortunadamente, eso no es una preocupación prioritaria, las jornaleras están más alarmadas por las infecciones de piel, ojos y vías respiratorias, asociadas con el exceso de uso de agroquímicos, que por la obesidad y la DMII presentes entre las y los trabajadores del campo de San Quintín.

Cambiando de contexto, y siguiendo con la trama de la deslocalización, en los últimos 20 años y como parte de mi quehacer académico-docente, he recorrido con estudiantes y familiares los mercados semanales (tianguis) y ferias de fiestas patronales en distintas comunidades del Estado de México, muchas de ellas con alto índice de migración nacional e internacional (Temascalcingo, San José del Rincón, San Felipe del Progreso, Sultepec, Tenancingo, Ixtlahuaca, etc.). El propósito ha sido documentar las dinámicas y transformaciones alimentarias influenciadas por el fenómeno migratorio.

Desde hace una década, hemos percibido que los productos locales conviven cada vez más con comida “norteamericanizada”, como pizzas, hotdogs, hamburguesas, donas rellenas y pollos rostizados. De hecho, en algunas ferias estos alimentos están desplazando sigilosamente a los alimentos tradicionales (tamales, tostadas, tacos), pues como nos indica una persona entrevistada en 2015 (en San José del Rincón), “cuando viene la chamacada (jóvenes de ambos sexos), es lo que les gusta. Pero cuando están en ‘el otro lado’, nada más andan buscando las tortillas y los frijoles”.

La comida mexicana en Estados Unidos es otro tema que por ahora no abordaré. Sin embargo, podemos resumir que las mujeres que ya radican en ese país tienen un papel importante en el mantenimiento de la narrativa que sostiene la cultu ra alimentaria mexicana típica, y a veces regional, dependiendo de su lugar de origen. Cocinan y alimentan a familiares, amigos, vecinos y migrantes recién llegados, en ocasiones ordinarias, pero también en festividades, convirtiéndose en agentes claves de la conservación de tradiciones mexicanas (véase Counihan 2010).

El hambre oculta

Las ciencias de la salud explican que la obesidad también puede obedecerse a la pobreza por otras razones diferentes al exceso. Una de ellas es el ayuno prolongado que las mujeres indígenas casadas, con hijos pequeños y adultas mayores, dicen que acostumbran. Para ellas no existe el desayuno. Solo toman té de monte con azúcar y a veces lo acompañan de algún pan o galleta. No es hasta medio día, cuando ellas realizan su almuerzo y la comida o cena, la ingieren alrededor de las seis de la tarde, justo después de atender la alimentación de la familia.

Las investigaciones de Morales (2017) y Guzmán (2019) nos indican que estos hábitos alimentarios, esto es, pasar muchas horas sin ingerir alimentos o tener muy prologados los tiempos entre una comida y otra, puede ser uno de los causantes de sobrepeso, obesidad y ECNT, ya que este fenómeno está estrechamente relacionado con la doble carga de la malnutrición o llamada también hambre oculta.

Según Shrimpton y Rokx (2012), la doble carga relacionada con la malnutrición puede definirse en tres niveles: individual, hogar y poblacional. En la individual, se evidencia la coexistencia de exceso de peso y deficiencia de hierro (situación más común en personas de bajos ingresos), así como el exceso de peso junto con estatura baja. En el hogar, se evidencia en la coexistencia de retraso en el crecimiento lineal en niños y niñas y sobrepeso u obesidad en la madre. A nivel poblacional, se evidencia con la presencia de desnutrición y exceso de peso en una misma población. Actualmente, se habla incluso de la triple carga nutricional, entendida como aquella situación donde un menor de cinco años presenta retraso en su estatura, su madre sobrepeso u obesidad y, en cualquiera de los dos, anemia (OMS 2018).

Por su parte, cuando el exceso esconde la escasez, surge el hambre oculta, a la cual, además de la doble carga de la malnutrición individual (obesidad por exceso de energía proveniente de azúcares y grasas, y deficiencia de hierro en sus patrones dietéticos), se le suman otras carencias de micronutrimentos esenciales (vitaminas y nutrimentos inorgánicos) para el desarrollo del bienestar físico y para la prevención de ECNT (Guzmán 2019). Ambos fenómenos nutricionales están estrechamente relacionados con el consumo de alimentos que no cumplen con las necesidades requeridas de nutrimentos de los individuos (OMS 2018).

En estudios recientes en la comunidad matlatzinca de San Francisco Oxtotilpan, municipio de Temascaltepec (2014-2018), registramos que 80 de 90 mujeres entre 18 y 78 años de edad tienen estatura baja, pero presentan un IMC > 28, es decir, tienen obesidad, registrando principalmente exceso de grasa en el área ab dominal, a pesar de que sus patrones de consumo alimentario se diferencian en tres dietas, todas deficitarias. El patrón MMT, cuya producción y colecta provee el 70% de los alimentos (predominan el consumo de cereales (maíz), verduras, tubérculos y leguminosas), es consumido preferentemente por mujeres mayores de 50 años de edad y corresponde a la dieta tradicional campesina de la región; el patrón Prudente, llamado así porque todos los grupos de alimentos están presentes, aunque sobresalen las frutas y los lácteos, y es el menos consumido por el difícil acceso a ellos; el patrón Occidental se conformó por el alto consumo de azúcares, grasas, carne roja y huevo. Este patrón dietético se registró sobre todo en hogares con mujeres entre 20 y 40 años. En promedio, las tres dietas y sin importar su variabilidad, proveen 1,300 kcal al día a estas mujeres. El problema es que el 35% de esta energía lo aportan los alimentos procesados o ultra procesados, teniendo como resultado serias deficiencias nutricionales de calcio, fósforo, hierro, zinc y vitamina B12 que tienen, entre otras funciones, mantener la presión osmótica y son vitales para fines metabólicos, aunque cubran sobradamente con los requerimientos de sodio y adecuadamente sus necesidades de vitaminas A, C y D (Morales 2017; Guzmán et al. 2018; Guzmán 2019).

Por su parte, en el estudio en la comunidad mazahua de San Francisco Tepeolulco, municipio de Temascalcingo (2006-2008), caracterizada por tener un índice de alta migración masculina hacia Canadá y Estados Unidos, evidenciamos que casi el 90% de los hogares presentaban la doble carga. De los 85 hogares que participaron en el estudio, 87.3% de las madres contaban con estatura baja (una media de 1.47 m.). El 72% (61) de ellas presentaron obesidad, el 11% (9) sobrepeso, el 14% (12) peso normal y el 3% (3) bajo peso. Con base en el indicador estatura para la edad, las madres con obesidad tienen el mayor porcentaje de niños y niñas con estatura baja (54%); sin embargo, la desnutrición infantil, conocida como leve en el indicador peso para la edad, resultó ser el más común y coexiste tanto con madres con y sin obesidad. En todos los casos encontramos que están subalimentados. Así, por ejemplo, en promedio, los menores de cinco años consumen 700 kcal al día, muy por debajo de las recomendaciones deseables para su edad, las cuales son entre 1,100 y 1,500 kcal al día. Asimismo, sus madres con obesidad consumen en promedio 1,585 kcal y quienes no tuvieron obesidad 1,230 kcal. En cualquiera de los casos, se encuentran igualmente por debajo de la recomendación para la población femenina mexicana con actividad física liviana, la cual es de 1,950 kcal (Conzuelo y Vizcarra 2009).

En estos estudios encontramos que a mayor edad (más de 50 años) de las mujeres que presentan obesidad, es más probable que desarrollen HAS (hipertensión arterial descontrolada). Así también, al utilizar biomarcadores, se identificó más intolerancia a la insulina (Guzmán 2019).

El gen ahorrador

Si bien podemos hallar varias explicaciones al fenómeno de la doble carga de la malnutrición o el hambre oculta que caracteriza la salud femenina del México rural, tales como la TAN (de una dieta tradicional a una occidental) y los largos periodos de inanición, existen otras hipótesis que pueden ser sensibles a generar nuevos determinismos biológicos y sociales, y profundizar el reduccionismo sobre el origen de las desigualdades sociales y de género, tales como la genética ahorradora o el gen ahorrador.9

Garduño-Espinosa y colaboradores (2019) mencionan que el concepto de genotipo ahorrador mantiene una amplia capacidad explicativa en el marco de la evolución. Sin embargo, también se sustenta en la base teórica que fundamenta la visión reduccionista en la que descansa la principal forma de entender la epidemia de obesidad en sociedades que viven pobreza. Esta hipótesis, por demás polémica por su empirismo etnocentrista, intenta proporcionar una base nutrigenética que permita entender los mecanismos por los cuales el transporte y absorción de nutrimentos favorece el almacenamiento preferencial de reservas de energía y grasa en entornos con restricción de alimentos. De esta manera, nos confrontamos a que el desarrollo de las diferenciaciones evolutivas de ADN fue selectivo teóricamente, y para quienes portan el gen ahorrador hoy en día, debido a la abundancia y disponibilidad de alimentos con alto contenido calórico, este ha dejado de ser un gen protector contra el hambre y se ha convertido en un factor de riesgo para desarrollar obesidad y DMII, por su capacidad de almacenar energía como tejido adiposo.

Desde este punto de vista, no hay más que esperar para que la investigación nutrigenética busque la forma en contrarrestar los efectos negativos de este gen para prevenir la obesidad y las enfermedades relacionadas con ella (ECNT). No obstante, desde el pensamiento decolonial y subalterno, es posible provisionar alternativas para confrontar estas formas de sujeción de poder y conocimiento biocientífico.

Por un lado, este reduccionismo biologicista además de volver a colocar en desventaja a las poblaciones oprimidas por género, raza, etnia, como son las mujeres rurales e indígenas que se encuentran en situación de pobreza y que aún sufren hambre, escasez de alimentos o inseguridad alimentaria, pero que también corren el riesgo de la doble carga de la malnutrición o hambre oculta, imposibilita que otras capacidades humanas como la concientización, el libre albedrío y la acción colectiva de estas mismas poblaciones, se vuelvan en armas desvinculantes de los sistemas de poder dominantes, para corregir y transformar los procesos socio-alimentarios que las han colocado en situación de vulnerabilidad nutricional.

Por otro lado, la responsabilidad de cuidar la alimentación y la salud no debe recaer únicamente en las personas, ni en las mujeres encargadas de ello por asignación, sino que esta debe ser socializada, compartida y expandida a todos los sectores de la sociedad, comenzando por el Estado y sus instituciones, las cuales, bajo el discurso de combate a la pobreza alimentaria, han permitido la difusión de patrones de consumo alimentario deslocalizados, dando lugar a que empresas agroalimentarias sustituyan el sentido del buen comer tal y como se define en las comunidades rurales, campesinas e indígenas, por técnicas persuasivas de la mercantilización de los procesos de vida con fines de aumentar la rentabilidad.

Algunas consideraciones finales sobre la soberanía alimentaria desde y con las mujeres del campo

Las mujeres del campo mexicano son sujetos sensibles al cuidado de los y las demás por sus asignaciones socioculturales, con las cuales ellas se reconocen con más de una categoría: campesinas, indígenas, jornaleras, jóvenes, cocineras, posesionarias, sin tierra, hijas, madres, abuelas, viudas, jefas de hogar, parteras, curanderas, migrantes y hasta pobres, entre otras tantas categorías asociadas con sus condiciones de género, clase, etnia y edad. Sin importar sus asignaciones, la mayoría de ellas están íntimamente entrelazadas con la responsabilidad de alimentar, aunque descuiden su propia alimentación poniendo en riesgo su salud.

En este artículo se observó que, en las últimas dos décadas además de las interseccionalidades, se les han adjudicado patologías que se inscriben en sus cuerpos, ahora enfermos, al seguir insertas en la colonialidad racional del avance del dominio capitalista de los sistemas agroalimentarios. Las patologías derivadas de la modernidad de las dietas alimentarias llamadas neoliberales o globales, que se expanden en casi todo el país, corresponden al fenómeno de la transición alimentaria, nutricional y epidemiológica (TAN-E): es decir, la desnutrición por falta de alimentos, el sobrepeso y obesidad por malnutrición, sin haber superado las condiciones de pobreza e inseguridad alimentaria, son los nuevos estigmas que se suman a las ya categorías subalternas y subordinadas que definen a las mujeres del campo.

Así, la malnutrición, la pobreza y la obesidad son consideradas factores de riesgo para presentar enfermedades crónicas degenerativas no transmisibles (diabetes, hipertensión arterial, la insuficiencia renal) y enfermedades cardiovasculares que, por consecuencia, se han convertido en un grave problema de salud pública. No tanto por el impacto que ello tiene en las estrategias de reproducción social del medio rural al tener generaciones que van perdiendo la capacidad en su fuerza de trabajo para producir sus alimentos y cosificar la condición humana amenazando el derecho a la alimentación saludable y a la buena salud tal y como lo definen las propias culturas de los pueblos, sino por los costes que implican su atención para los sistemas de salud.

En el 2020, el sistema capitalista ha puesto al descubierto sus grandes debilidades al perder las promesas liberadoras de la modernidad (Quijano 2007) en al menos dos grandes mercados donde intenta sostener su poder colonizador: el de la alimentación y el de la salud.

En efecto, ante las múltiples crisis mundiales acentuadas con la pandemia sanitaria del coronavirus (SARS COV-2) que ha paralizado al mundo por su eficiente propagación de contagio y su alto índice de letalidad a causa de la enfermedad que este desarrolla (Covid-19), los primeros factores de riesgo asociados con condiciones de comorbilidad son precisamente la hipertensión arterial, la obesidad, la diabetes y el enfisema pulmonar de obstrucción crónica que padecen miles de mujeres rurales que aún preparan sus alimentos, principalmente tortillas, en fogones dentro de habitaciones con poca ventilación. Todos estos factores están relacionados directamente con su alimentación. Aunque también existen otros factores de peso de orden social para morir por Covid-19 como el género y la edad (por lo general ser hombre mayor de 65 años), en países como Estados Unidos, la raza, la etnia y la clase se han posicionado en esta amplia lista, colocando a la población mexicana migrante en un grupo de alta vulnerabilidad en esta crisis.10

Bajo esta realidad un tanto utilitarista, la pregunta planteada de si las mujeres del campo con estas condiciones de alimentación-salud podrían contribuir a resarcir la soberanía alimentaria en México, no cabría la menor duda de que encontraríamos una respuesta negativa. Sin embargo, una lectura decolonial feminista abre otras posibilidades que pueden ser aprovechadas en estos tiempos de crisis mundial, que pone al descubierto las debilidades narrativas patriarcales que han mercantilizado todos los procesos de la vida.

Entre esas narrativas se observan la individualización de los problemas de alimentación-salud, donde las personas son responsables de su situación, y la falta de políticas más agresivas para incidir en esquemas de producción-consumo de mayor rentabilidad.

En este artículo, exploramos el reconocimiento de algunas instrumentalizaciones y sus mecanismos de estas narrativas que producen conocimientos sobre el binomio alimentación-salud de las mujeres del campo cuando se les diagnostica sobrepeso y obesidad: la estandarización epigenética y fenotípica, la monetización como satisfactor de necesidades; la ayuda compasiva y compensatoria; la deslocalización de la disponibilidad y el despojo de la cultura alimentaria regional; el hambre oculta de las relaciones de género dominadas por la ideología patriarcal, y, el gen ahorrador que fundamenta el positivismo racional.

Con este reconocimiento, es posible contar con algunos elementos indispensables en la formación de masa crítica que, desde el feminismo, pueda propiciarse una nueva soberanía alimentaria. Una masa crítica que parte de la conciencia hacia la destrucción de la colonialidad global del poder alimentario en complicidad con la salud.

Con la propuesta de la Vía Campesina, Pérez Neira y Soler Montiel (2013), Siliprandi (2010) y Gliessman (2007), entre otras y otros autores, concuerdan en que la agroecología es la mejor alternativa alimentaria para derrocar los imperios agroalimentarios occidentales, mejorar la salud humana y recuperar el daño ambiental que la dieta global está propiciando. De hecho, en la actualidad se están multiplicando prácticas agroecológicas centradas en autoempleo, autogestión, producción orgánica o ecológica e inclusive organización de mercados alternativos ‘verdes’ para vender alimentos saludables, inocuos, locales y sustentables (García Roces y Soler Montiel 2010). Asimismo, la agroecología se ha convertido en el paradigma central del movimiento campesino por la soberanía alimentaria que posiciona su lucha política en el buen vivir (cuerpo, mente y espíritu). Sin embargo, en esta lucha, las mujeres campesinas se manifiestan con diversos posicionamientos, dependiendo de su interseccionalidad, pero, en general, coinciden en impulsar formas creativas de despatriarcalización de cualquier movimiento alternativo agroalimentario (Siliprandi 2010).

Rescribir las relaciones de poder desde este posicionamiento de reivindicación significa, sobre todo, revertir y reconsiderar todas las estructuras sociales y culturales que ponen en riesgo su dignidad humana a través de lo que comen, alimentan y enferman. No es fácil desnormativizar a la sociedad patriarcal, pero tampoco es imposible revisar sus modelos de progreso para construir otros modelos del buen comer y de emancipación de género, etnia, raza y clase, a través de su vida privada, su reproducción, la cotidianidad y desde abajo-desde ellas.

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1Según la OMS (2018), el término malnutrición se refiere a las carencias, excesos o desequilibrios en la ingestión de energía, proteínas y/u otros nutrimentos. Aunque el uso habitual del término «malnutrición» no suele tenerlo en cuenta, su significado incluye, en realidad, tanto la desnutrición como la sobrealimentación.

2 Grosfoguel (2011) explica que la etnocentralidad cultural occidental se refiere al “yo imperial”, el cual se ha construido históricamente en torno al mundo moderno y el progreso urbano industrializado europeo y norteamericano, y el estatus de clase burgués que se complejiza con las jerarquías sociales de raza (blanca), orientación sexual (heterosexual), de opción religiosa (cristina), y de sexo-género (hombre/masculino).

3En 1996, en la cumbre de Roma, la FAO reposicionó la noción de seguridad alimentaria como un derecho donde a nivel de individuo, hogar, nación y global, todas las personas, en todo momento, tienen acceso físico y económico a suficiente alimento, seguro y nutritivo, para satisfacer sus necesidades alimenticias y sus preferencias, con el objeto de llevar una vida activa y sana (FAO 2011). Por supuesto, ello no implica en ningún momento, autonomía ni autodeterminación para decidir sobre la producción, distribución y consumo de los alimentos, por lo contrario, deja establecido el acceso a través de la compra de los alimentos (léase dependencia según Stedile y Martins 2010).

4La ‘Soberanía Alimentaria de la Vía Campesina’ fue propuesta en 1996 como alternativa de recampesinización del sistema agroalimentario y defendida como el derecho de los pueblos a controlar sus alimentos y sus sistemas alimentarios, definiendo sus formas de producción, uso e intercambio para garantizar a toda la población el acceso a alimentos de calidad, adecuados, accesibles, nutritivos y culturalmente apropiados (Vía Campesina 2013).

5En este sentido, el feminismo decolonial atrae otros feminismos, como el ecofeminismo latinoamericano, que buscan supeditar las diferentes realidades de mujeres indígenas y campesinas que luchan por salir de la dominación patriarcal porque se les “dificulta y/o impide lograr un locus de enunciación, y su entrañable vínculo con la naturaleza (la Pachamama, la madre-tierra; naturaleza como salvaje, incontrolable, asociada con el carácter emocional de las mujeres vs la cultura, la racionalidad masculina)” (Bidaseca y Vázquez 2010, 11).

6El índice de masa corporal (IMC) es igual a peso en kilogramos entre el cuadrado de la estatura en metros (kg/m2).

8Factores externos que los individuos no pueden controlar pero que influyen directamente en el desarrollo de sobrepeso y obesidad. En la homogeneización de patrones de consumo y comportamiento social se puede decir que un ambiente obesogénico es aquel que estimula el sedentarismo por estar colmado de tecnología que facilita el “no esfuerzo humano” o, bien, aquel que nos incentiva a comer más productos de fácil acceso, por lo general, ultra procesados con altos contenidos de carbohidratos, que no son consumidos en su gasto energético cotidiano.

9Neel, en 1962, introdujo la hipótesis del genotipo ahorrador como un factor predisponente para DMII y obesidad, argumentando que las variaciones genéticas desarrolladas favorablemente para guardar energía en el pasado permitieron a poblaciones de cazadores-recolectores enfrentar episodios de hambruna (Garduño-Espinosa et al. 2019).

10Información obtenida de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) en su sección: “Comunicación, riesgos y brotes”. https://www.paho.org/hq/index.php?option=com_content& view=article&id=5456:risk-and-outbreak-communication&Itemid=3950&lang=es. 1 de mayo de 2020.

Recibido: 03 de Febrero de 2020; Aprobado: 07 de Septiembre de 2020

Ivonne Vizcarra Bordi

Doctora en antropología social y maestra en economía rural por la Universidad Laval en Quebec, Canadá. Fundadora, profesora-investigadora, desde 1986, del Instituto de Ciencias Agropecuarias y Rurales de la Universidad Autónoma del Estado de México (ICAR-UAEM). Miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel III. Fundadora del Programa y Centro de Investigación en Estudios de Género en la UAEM. Premio de Ciencia en la categoría de Sociales del Consejo Mexiquense de Ciencia y Tecnología 2010. Premio Ignacio Ramírez Calzada 2011; Premio Josefa Ortiz de Domínguez 2009; Premio Nacional a la mejor investigación del campo mexicano 2001; Premio Nacional al mejor ensayo sobre estudios agrarios 2001. Líneas de investigación: estudios agroalimentarios y género en seguridad y soberanía alimentaria, medio ambiente y sustentabilidad. Desarrollo de metodologías para el estudio de la conciencia femenina. Miembro de las redes: Internacional Transdisciplinaria para la Educación e Investigación en Soberanía Alimentaria; Diálogos para la Cooperación entre Universidad y Comunidad; Maíz: Alimentación, Tecnología, Ecología y Cultura, y, Programa Mexicano del Carbono. Miembro honoraria de la Asociación Mexicana de Estudios Rurales. Publicaciones recientes: coordinadora del libro Volteando la tortilla. Género y Maíz en la alimentación actual en México. Artículos: “Mad Max y las defensoras de las semillas: Mujeres indígenas y campesinas en los movimientos sociales de lucha por las soberanías, en Revista Latinoamericana de Estudios Rurales. Correo-e: ivbordi@yahoo.com.mx

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