Introducción
Gran parte de los estudios sobre memoria y conmemoraciones públicas en América Latina parten de la premisa de ‘recordar para no repetir’ y hacen referencia a contextos de transición a la democracia desde regímenes dictatoriales (O’Donnell y Schmitter 1988). Dos modelos latinoamericanos son paradigmáticos para pensar la justicia transicional en el subcontinente: el chileno -más próximo al modelo español, en un sentido de grandes pactos que inicialmente supusieron la amnistía de facto de los perpetradores- y el argentino -que vinculó justicia con democracia y sometió muy tempranamente a juicio a los perpetradores (Jelin 2006).
Sin embargo, en contextos donde no hubo dictaduras militares o cívico-militares y en apariencia hay instituciones democráticas funcionando mientras ocurren desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales y guerras irregulares, cabe analizar lo que las conmemoraciones evidencian del estado de las relaciones políticas a nivel local, en conjunción con diversas rupturas en materia de la observancia de los derechos humanos y el inicio de la judicialización de la búsqueda de verdad y justicia en México. La primera parte hace una discusión teórico-empírica sobre la relación entre la historia, la violencia crónica, la memoria pública y las luchas por reconocimiento desde un punto de vista interdisciplinario, posicionada desde la perspectiva de la historia del tiempo presente.1 La segunda parte revisa someramente los antecedentes históricos de la configuración de la violencia crónica en Atoyac de Álvarez; por último, la tercera parte analiza las conmemoraciones del asesinato del líder guerrillero Lucio Cabañas entre 2002 y 2018.
Violencia crónica, memoria pública y luchas por reconocimiento: un planteamiento teórico e interdisciplinario
Las articulaciones entre violencia, memoria pública y luchas por reconocimiento deben considerar nociones sobre la historia, el establecimiento de desigualdades sociopolíticas y las relaciones de poder. En este sentido, la violencia debe entenderse como el producto de relaciones de poder de dominación, subordinación e insubordinación entre agentes asimétricos, como medio para mantener o subvertir relaciones de fuerza entre las partes en disputa (Foucault 1980), sea cual fuere aquello que está en disputa (Segato 2003). La historia entraña una articulación de procesos sociales y prácticas generados en distintas temporalidades, lo cual implica la confluencia de continuidades y rupturas, considerando la imbricación de procesos de larga, mediana y corta duración (Braudel 1970). Ello explica la prevalencia de prácticas y desigualdades de estatus en contextos muy distintos a los de origen, y que ciertas dinámicas socioculturales no ocurran a los mismos ritmos que otras.
Por otro lado, la historia -como res gestae, es decir, como proceso- tiene una estrecha relación con la violencia (Benjamin 2008): toda comunidad política es producto de relaciones de dominación desplegadas a lo largo del tiempo mediante guerras e invasiones, que siempre dejan vencidos y vencedores. Si inicialmente hubo violencia física directa (Scheper-Hughes y Bourgois 2011), esta trasmuta en formas más sutiles de violencia (Bourdieu 1991) como lo es la negación de los vencidos y de lo padecido por ellos. Tales heridas sociales se archivan en las memorias grupales (Ricoeur 2002) y pueden constituir verdaderas fracturas sociales, dando pie a antagonismos, latentes o abiertos, que moldean las formas de identificar los ‘nosotros’ y los ‘otros’ (Giménez 2007a). A su vez, las identidades se ligan con ideologías -posturas colectivas parciales frente al mundo-, cuya intervención produce manipulaciones de la memoria: la ideología opera tanto para denunciar como para justificar lo existente, se ubica en los sistemas simbólicos y semióticos, y es correlativa a la diferenciación de los grupos sociales (Bourdieu 1985).
La memoria también expresa los tramados de diversas temporalidades, incorporadas en las visiones del mundo y las motivaciones detrás de las acciones de los grupos, aunque siempre es determinada desde las necesidades presentes de dichos grupos. Por ello es pertinente analizar la relación entre los procesos sociopolíticos implicados en la emergencia de conflictos e intercambios políticos violentos que dejan huella en las sociedades, y su posterior condición de objetos de disputas memoriales. La dimensión colectiva de la memoria se forja más allá de la ‘experiencia directa’, pues fluye socialmente a través de los relatos de antepasados (en diversos ámbitos de socialización) y de otros artefactos que fungen como repositorios de memoria (Mudrovcic 2011). Las identidades grupales tienen una plasticidad altamente dependiente de la confluencia de procesos sociopolíticos más amplios y del intercambio con nuevos agentes. Ello explica la necesidad de analizar las expresiones de memoria pública en sus contextos sucesivos, lo cual permite visualizar el despliegue de dichas identidades y sus matices (y transformaciones) a lo largo del tiempo.
La memoria pública es producto de la intersección entre historia, las memorias grupales, los antagonismos sociopolíticos (latentes o abiertos), los contextos sociopolíticos presentes y la acción colectiva contenciosa (Tilly y Tarrow 2006) -una acción organizada, significativa y orientada a desafiar las correlaciones de fuerza existentes-. Todo ello dota de significados a personajes y acontecimientos históricos, desplegando así posturas ideológicas, pertenencias grupales, jerarquizaciones sociales y diferencias culturales (Pollack 2006). A nivel local, las disputas memoriales pueden expresar conflictos entre grupos minoritarios y la sociedad más amplia: aunque también expresen relaciones de poder, no necesariamente lo hacen a través del binomio ‘Estado/sociedad civil’, sino entre vecinos: ‘ricos’/‘pobres’, ‘detractores’/‘partidarios’, etcétera. Esto se objetiva en las fechas que resultan relevantes a nivel local que no suelen formar parte de las periodizaciones y discursos ‘oficiales’ o ‘nacionales’. Como la memoria es parte constitutiva de la identidad en los planos más profundos de las mediaciones simbólicas (Ricoeur 2004), el deber de memoria implica hacer justicia recordando a otro distinto a sí mismo, y supone la validación de las denuncias de las víctimas del Estado y la incorporación de las experiencias históricas de los grupos ‘vencidos’ (Todorov 2001).
Para que este tipo de memoria pública emerja, inicialmente ocurre una configuración y transmisión de memorias subterráneas o marginadas en el marco familiar o de asociaciones entre próximos, es decir, en “redes de sociabilidad afectiva y/o política” (Pollak 2006, 22). Su aparición pública es dependiente de coyunturas que, a su vez, condicionan los aspectos que serán resaltados y las relaciones entre quienes recuerdan. Algunos resultados de esta acción colectiva memorialista pueden ser la constitución de lugares de memoria como personajes, fechas y acontecimientos (Nora 1998), traducidos en calles, monumentos, localidades, que son espacios para la conmemoración y dan lugar a rituales. Los momentos públicos de la conmemoración se producen en contextos cambiantes donde memoria e identidad son objetos de disputa, máxime cuando existen conflictos entre las organizaciones que los realizan.
Esto último es clave, pues la presente reflexión versa en torno a las implicaciones de conmemorar en contextos de continua violencia, donde cada acto representa la ocasión para añadir nuevos agravios a los ya ‘pasados’ y luchar por reconocimiento político, como argumentaré más adelante. Este caso no forma parte de grandes discusiones memoriales nacionales como lo es la Masacre de Tlatelolco (Allier 2009);2 evidencia dinámicas locales producidas por una violencia de Estado que dañó amplios sectores de una sociedad predominantemente rural, con baja escolaridad y alejada de los reflectores públicos. El silencio en torno al aniquilamiento de la guerrilla en la Sierra de Atoyac de Álvarez (entre 1971 y 1974) fue producto de la estigmatización y la persecución, pues, en su momento, los guerrilleros fueron catalogados por la prensa local y nacional predominantes como ‘gavilleros’ o simples delincuentes -negando el carácter político de sus acciones (Cárabe 2013; Mendoza 2006).
También ha supuesto que a lo largo de las décadas pese sobre este municipio la sospecha de ser ‘cuna de la guerrilla’, algo que se vive como una fuente de orgullo o vergüenza, según los antecedentes político-familiares y las experiencias de la contrainsurgencia (Argüello 2016). Así, la visibilidad de este proceso estuvo condicionada por ser las víctimas ‘campesinos levantiscos’, algo sustantivamente distinto a ser ‘estudiantes pacíficos’ y ‘democráticos’ como en Tlatelolco, amén de no habitar en la capital y poseer escasos recursos para tener presencia constante en importantes centros políticos (Argüello 2010).3 En los libros de texto estos procesos estuvieron ausentes hasta 2014, cuando ya se habla de movimientos armados rurales y se menciona a Lucio Cabañas y a Genaro Vázquez como sus líderes,4 sin que se asumiera claramente la responsabilidad del Estado en graves violaciones de derechos humanos.
A las huellas de esta violencia de Estado, deben sumársele otras formas emergentes de violencia que se yuxtaponen y parecieran sumir a los guerrerenses en inestables y vertiginosos ciclos de conflictividad, mismos que trastocan referentes espacio-temporales (Pécaut 2000) e imposibilitan marcar los inicios o los motivos de las diversas expresiones de violencia (Feldman 1991). En este sentido, la noción de violencia crónica como la yuxtaposición de diversas violencias invita a considerar las conmemoraciones de sucesos violentos, más que como actos que buscan ‘recordar para no repetir’, como formas de reivindicar al campesinado como sujeto político. Las conmemoraciones son escenarios de la movilización de grupos y organizaciones de campesinos cuyas memorias grupales e identidades se han forjado a pesar de la estigmatización de todos aquellos asociados con los bandos rebeldes, y en la dificultad para hacer que sus experiencias sean reconocidas como actos de injusticia (Schwarzstein 2001).
A nivel local, las conmemoraciones también expresan correlaciones de fuerzas entre grupos sociopolíticamente dominantes y grupos subordinados (Bourdieu 2000), y la calidad de los vínculos sociopolíticos existentes. Estos últimos se caracterizan por la constante violencia física, la unilateralidad y la impunidad, todo lo cual evidencia un reconocimiento recíproco distorsionado (Honneth 1997) y la reproducción de estereotipos que no consideran a los campesinos sujetos políticos y, por ende, verdaderos ciudadanos con derechos (Bartra 2000). Es decir, el reconocimiento recíproco está marcado por la devaluación unilateral emprendida por sectores dominantes contra sectores subordinados (Giménez 2007b) que cuestionan las desigualdades, al tacharlos de ‘delincuentes’. Ello impide abrir canales institucionales de resolución pacífica de conflictos y da forma a antagonismos políticos que estructuran las acciones recíprocas y las identidades grupales (Melucci 1999).
Así, las protestas campesinas que ocurren en los actos públicos de memoria se estructuran en términos simbólicos, pues se trata de agentes sociales menospreciados por los sectores dominantes, constantemente despojados y explotados: indígenas ‘desindianizados’, ‘guerrilleros’ criminalizados, ‘huarachudos’ (en referencia al calzado habitual de los campesinos), etcétera. Bajo la categoría de ‘campesino’ subyacen desigualdades de estatus que remiten a la racialización de las relaciones políticas tejidas durante el dominio colonial, y persistentes durante la conformación del Estado nacional que prefiguró la idea de ‘mestizaje’ como el elemento articulador de la ‘nación’ (Machuca 1998). El siglo XX llegó cargado de una impronta desarrollista que ha implicado una extrema pauperización del campesinado y su reducción a clientela política de los caciques- empresarios en turno. En este sentido, la condición de campesino entraña tanto injusticias redistributivas como simbólicas (Fraser 1995), aunque las segundas parecen fundamentar las primeras.
La violencia, la impunidad y las brutales desigualdades sociales han promovido la configuración de memorias grupales polarizadas,5 que décadas más tarde emergieron mediante maneras de conmemorar fechas relativas al periodo contrainsurgente, como es el caso del fallecimiento de Lucio Cabañas.6 A las clásicas polaridades memorísticas entre grupos antagónicos, se suman las fragmentaciones entre quienes conmemoran: hay quienes se asumen como víctimas de la violencia de Estado y otros más como los herederos de los rebeldes a quienes no se reconoció su carácter político y se orilló a la rebelión. En este plano, resulta sugerente el planteo de Jelin (2014) en torno a la transformación de las lógicas que han seguido las diversas legislaciones internacionales para mediar conflictos: desde la firma de la Declaración Universal de los Derechos Humanos a fines de la década de 1940 hasta los años setenta, las lógicas discursivas establecían la existencia de ‘vencedores y vencidos’, y posteriormente se transitó hacia la lógica de ‘víctimas y victimarios’. Esta última postura es problemática, pues supone que unos y otros son absolutamente distinguibles, y la legitimidad se funda en la pasividad de las víctimas y la actividad de los victimarios. Como se verá adelante, estas lógicas parecen convivir y chocar en las conmemoraciones realizadas a través del tiempo, en un periodo en que los intentos por judicializar ese pasado se conjugaron con la agudización de las condiciones de violencia.
La violencia e impunidad históricas que gestaron el hecho conmemorado
Para entender cómo en el nivel local la categoría de campesino entraña un reconocimiento distorsionado por parte de los grupos poderosos, es significativo que el siglo XX guerrerense estuviese plagado de masacres, tanto antes como después de la emergencia de la guerrilla encabezada por Lucio Cabañas (Estrada 2001; Gómezjara 1976). Ello evidencia la convivencia de soberanos de facto (Hansen y Stepputat 2006) con la soberanía del Estado nacional, manteniendo amplios márgenes de acción dentro de ‘sus’ territorios (Maldonado 2010). Siguiendo a Foucault (1990 y 1980), la masacre se entiende como el castigo del soberano sobre sus súbditos ante el cuestionamiento de su autoridad. El reparto agrario de la década de 1940 fue un efecto de la soberanía del Estado nacional7 que: 1) evidenció la arbitrariedad de las soberanías de facto ejercidas por grandes terratenientes y ‘rancheros’ revolucionarios (Jacobs 1998), y, 2) produjo nuevos aprendizajes para los ejidatarios: una redignificación de la condición del campesino como sujeto político que tenía un lugar en la construcción del México posrevolucionario (Radilla 1998 y 2012). Este marco interpretativo da luz sobre el sentido que las grandes movilizaciones cívicas de las décadas de 1950 y 1960 tuvieron en Guerrero, como veremos más adelante, pero también sobre los agravios no resueltos que emergen a través de la conmemoración del asesinato de Lucio Cabañas.
Atoyac de Álvarez es un municipio ubicado a 80 km de Acapulco, marcado por la guerra de guerrillas desde el siglo XIX (Guardino 1996), pero también en la segunda mitad del siglo XX y XXI. Esto último se gestó en un proceso más amplio ocurrido entre las décadas de 1950 y 1960, cuando en México el régimen posrevolucionario atravesó por un sostenido agotamiento, abriendo un ciclo de violencia (Wolf 2006) que tuvo lugar entre 1958 y 1976 a nivel nacional. En Guerrero, tal dinámica se forjó con múltiples luchas campesinas e influencias exógenas nacionales -como la modernización del corporativismo impulsado desde la federación-8 e internacionales -una crisis ideológica profundizada por el triunfo de la Revolución cubana en 1959-. La intransigencia de los grupos gobernantes guerrerenses y su recurrencia a masacrar a opositores políticos han configurado dinámicas de intercambio político profundamente violentas. Un ejemplo de ello con repercusiones importantes fueron las grandes movilizaciones estudiantiles, campesinas y empresariales que derivaron en una masacre ocurrida el 30 de diciembre de 1960, donde murieron 20 manifestantes y decenas resultaron heridos. Esto provocó la intervención de la federación mediante la desaparición de poderes decretada por el Congreso de la Unión, el 4 de enero de 1961, y la consecuente deposición del gobernador Caballero Aburto (Estrada 2001).
A este proceso siguió una serie de intentos populares para democratizar órganos de gobierno municipales y estatales, mismos que fueron cruentamente reprimidos, pero suscitaron la creación de la Asociación Cívica Guerrerense (ACG) que participó infructuosamente en las elecciones realizadas en 1962 (Román 2008). Las movilizaciones en Atoyac buscaban acrecentar la participación social en las decisiones de gobierno, pero también eran producto de las brutales desigualdades sociales promovidas por el Estado que fomentó el enriquecimiento de políticos-acaparadores de café, con el consecuente empobrecimiento de los pequeños productores (Radilla 1998 y 2012). La represión contra manifestaciones políticas de sectores subalternos fue constante, como sucedió con la masacre en contra de productores de copra en Acapulco (1967), así como la sangrienta intervención de la policía judicial en Atoyac, donde disolvió una manifestación e intentó asesinar al profesor Lucio Cabañas9 el 18 de mayo de 1967. Esta masacre fue el trágico desenlace de protestas realizadas por padres de familia y profesores contra la directora de la Escuela Primaria Juan Álvarez -acusada de negar la educación a los hijos de campesinos, además de ponerlos a realizar labores de limpieza en la escuela-. Tal grado de violencia ejercida contra opositores políticos evidenciaba que las demandas sociales no se reconocían como válidas y, por ende, no requerían de atención, lo cual entraña una constante conflictividad.
La hoy conocida como “Masacre de Atoyac” precipitó el surgimiento de un movimiento armado organizado por profesores rurales, estudiantes universitarios y campesinos en la Sierra de Atoyac, que entre 1967 y 1970 se gestó, y entre 1971 y 1974 realizó acciones de confrontación con acaudalados políticos locales y con militares, culminando con el asesinato del profesor Lucio Cabañas el 2 de diciembre de 1974 (Blacker 2009; Bellingeri 2003). Entre 1971 y 1974 el Ejército Mexicano desplegó diversas operaciones contrainsurgentes que produjeron detenciones masivas de varones mayores de 15 años, la violación sexual de mujeres, el desplazamiento de familias a otros poblados, el desalojo de poblados señalados por apoyar a la guerrilla (Rangel 2012), la desaparición forzada de aproximadamente 450 personas -mayoritariamente habitantes de Atoyac-y decenas de ejecuciones extrajudiciales (COMVERDAD 2014). También desató una descarnada persecución de opositores políticos durante el mandato de Rubén Figueroa Figueroa10 (1975-1981), quien tuvo entre sus más cercanos colaboradores a Mario Arturo Acosta Chaparro (Bartra 2000), un militar directamente vinculado con la contrainsurgencia mediante su participación en la Brigada Blanca.11
Los procesos colectivos de memoria no ocurren de forma espontánea ni azarosa: el inicio de las conmemoraciones públicas en torno al periodo de la ‘guerra sucia’ se asoció con procesos organizativos que desestabilizaron la correlación de fuerzas que produjo la contrainsurgencia, a saber, la derrota de aquellos grupos que se insubordinaron contra el Estado y se asumían como opositores al entonces gobernante PRI. Las luchas que en la década de 1980 dieron productores cafetaleros atoyaquenses contra el acaparamiento y por la mejora de sus comunidades derivaron en la fundación en 1987 de la Coalición de Ejidos Cafetaleros de la Costa Grande de Guerrero, que tuvo un papel fundamental en la construcción del Partido de la Revolución Democrática (Bartra 2000), tras la elección presidencial de 1988 cuando Cuauhtémoc Cárdenas participó como candidato presidencial de la izquierda (Estrada 1994; Calderón 1994). En este periodo se registró una forma de conmemorar masiva y públicamente la masacre de Atoyac, mediante la creación de una colonia popular llamada “18 de mayo” por parte de campesinos procedentes de la Sierra que radicaban en la cabecera municipal.
A lo largo de las décadas, la conmemoración de la Masacre de Atoyac se ha establecido, probablemente por tratarse de un acto cometido por agentes estatales contra manifestantes pacíficos, es decir, hay fronteras claras entre cada bando (víctimas-pasivas vs victimarios-activos). La década de los años noventa del siglo XX y los inicios del siglo XXI en Guerrero y México supusieron la explosión de organizaciones de la sociedad civil defensoras de derechos humanos, pero también de una expansión de procesos autogestivos indígenas y campesinos, muy ligados a la defensa del territorio (Quintero 2010). Lo anterior permite comprender qué condiciones facilitaron conmemorar públicamente el asesinato del profesor Cabañas (2 de diciembre de 1974), un suceso más polémico por reivindicar a un líder guerrillero.12 Esto ocurrió por primera vez en 1994, año en que salió a la luz el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas (1 de enero) y días después en Guerrero surgió la Organización Campesina de la Sierra del Sur (OCSS), con presencia en Atoyac, Coyuca de Benítez y Petatlán (principal impulsora de este acto). El contexto institucional y político de México13 y de Guerrero, en particular (Rendón 2003), configuraron una dinámica de impunidad y efervescencia política que en 1995 derivó en la masacre de Aguas Blancas (28 de junio de 1995), uno de los peores episodios de violencia contra la OCSS (Gutiérrez 1998).
Sus derivaciones evidencian una circularidad en la historia de la violencia política a nivel local: la dinastía Figueroa volvía a relacionarse con Atoyac, a través de la masacre y la impunidad gozada a lo largo de décadas. Es significativo que ocurriera el día en que la OCSS convocó a una manifestación para demandar la presentación con vida de uno de sus miembros desaparecido en Atoyac: el saldo fue de 17 campesinos asesinados y 20 más heridos, tras una emboscada preparada por agentes policiales del estado. A pesar de ello, el gobernador Figueroa Alcocer -hijo del ex gobernador Figueroa- se mantuvo en su cargo aduciendo que se trató de un enfrentamiento, pues los campesinos presuntamente iban armados. Nueve meses después solicitó licencia definitiva, al revelarse la agresión policial contra campesinos sin armas y ser hallado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación como responsable de ocultamiento y protección de los responsables materiales (Morineau 1997), sin que ello tuviera alguna consecuencia penal.
Entre víctimas y rebeldes: las conmemoraciones luctuosas de Lucio Cabañas entre 2002 y 2018
Además del paramilitarismo y la ofensiva contra miembros combativos del PRD en Guerrero (Schatz 2011), una profunda crisis de la producción cafetalera y una constante migración hacia Estados Unidos marcaron el contexto regional en el que se dio el cambio de partido en el poder ejecutivo federal en el año 2000. Esta alternancia política posibilitó institucionalizar la búsqueda de verdad y justicia a nivel federal, lo cual se materializó en 2002 al crearse la Fiscalía Especial para la Atención de Posibles Delitos Cometidos Por Servidores Públicos contra Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (conocida como FEMOSPP) para indagar denuncias de hechos represivos ocurridos entre 1968 y 1981 (Dutrénit y Argüello 2011). Se atendieron viejas demandas sociales en torno a la verificación mediante análisis de ADN de los restos de Lucio Cabañas, cuyos resultados positivos fomentaron la coordinación de diversas organizaciones sociales para realizar sus funerales en 2002.14 Dichas organizaciones acordaron construir un monumento en la plaza principal de Atoyac para depositar ahí sus restos, proceso que resultó muy controversial: el entonces presidente municipal (de extracción priista) obstaculizó las obras, mientras que entre los promotores disputaron si la estatua debía representar al profesor o al guerrillero campesino,15 expresando ya la polaridad entre un personaje ‘pacífico’ (el profesor) y uno ‘rebelde’ (el guerrillero).
El 30 de noviembre de 2002 los restos del guerrillero fueron llevados a Tixtla para ser velados en la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, posteriormente fueron objeto de homenajes en Chilpancingo, y finalmente quedaron depositados en el monumento para ello dispuesto que representaba su imagen como campesino guerrillero, situado en el zócalo de Atoyac. Así, el 2 de diciembre de 2002, Lucio Cabañas volvió a esa plaza de la que huyó ‘hacia el monte’ en 1967 para quedarse definitivamente, ceremonia que expresaba una voluntad colectiva de recordar (Jelin 2002) a un campesino que desafió al Estado. La prensa local registró la asistencia de múltiples personajes vinculados con las luchas sociales, y ocurrió una yuxtaposición de símbolos de resistencia campesina: la figura de Lucio apareció al lado del Caballero Jaguar (la lucha anti colonial), Emiliano Zapata (la lucha agraria) y el Subcomandante Marcos (la lucha indígena), como si hubiese entre ellas una continuidad cuasi transhistórica.16 Con ello se instituyó esta conmemoración de forma regular, en un contexto en donde se legitimaba la voluntad de perseguir a los autores de la ‘guerra sucia’.
Ahora bien, si en un principio estos funerales unificaron a muy diversos actores y grupos sociales locales, entre 2003 y 2013 los contenidos y actos conmemorativos de este acontecimiento se fueron pluralizando y fragmentando, en parte porque el accidentado proceso de institucionalización de la búsqueda de verdad y justicia reabrió viejas heridas, sin que las estructuras sociopolíticas que les dieron lugar se transformaran (Argüello 2018). La aguda crisis de derechos humanos por la que atraviesa México profundiza la impunidad y diversifica las fuentes de violencia, lo cual cuestiona la calidad democrática de las instituciones sociales y políticas. En Guerrero, ello se ha conjugado con múltiples problemáticas sociales derivadas de la introducción de diversos proyectos de desarrollo inducido como lo es el despojo sistemático de los ejidos en zonas potencialmente turísticas, particularmente en Acapulco (Ramírez 1987), o el complejo hidroeléctrico La Parota, así como las concesiones mineras derivadas de las ‘reformas estructurales’ impulsadas entre 2005 y 2013 (Lemus 2018).
A lo largo de la última década Atoyac se ha sumido en una dinámica de violencia crónica, al yuxtaponerse diversas fuentes presentes y pasadas de violencia, produciendo contextos de conmemoración y movilización política inestables, permeados por la desconfianza y la confrontación (Argüello 2019). Además, la constante violencia política a la que muchos sectores opositores al PRI continúan sujetos aporta nuevos contenidos a las conmemoraciones, tornándolas en actos de protesta y denuncia, lo cual evidencia que el pasado conmemorado se vive como un continuum de violencia (Feldman 1995; Pécaut 2000). En este sentido, el manto de la violencia crónica cubre los intercambios cotidianos y también moldea las relaciones políticas que circundan las conmemoraciones.
Por ejemplo, las labores de FEMOSPP en Atoyac (2002-2006) estimularon el surgimiento de grupos orientados a la reparación financiera, dividiendo a los familiares de desaparecidos entre ‘víctimas politizadas’ y ‘víctimas no-politizadas’. Las primeras tendían a reconocer la importancia de la reivindicación pública de sus familiares desaparecidos, mientras que las segundas se limitaban a exigir reparaciones económicas individuales.17 Otros factores como la presencia de grupos armados en la Sierra de Atoyac y sucesos violentos ligados a la masacre de Aguas Blancas, como el homicidio de Miguel Ángel Mesino (líder de la OCSS, asesinado en octubre de 2005), produjeron tensión entre actores que conmemoraron el 31 aniversario luctuoso de Lucio Cabañas desde la reivindicación de los ‘rebeldes’, evidenciando que los conflictos armados irregulares eran fuentes de encono. El 2 de diciembre de 2005, hubo dos actos simultáneos que se interfirieron mutuamente;18 la animadversión entre la OCSS y el Comité Cívico Comunitario Lucio Cabañas Barrientos (CCCLCB) supuso que los primeros acusaran a los segundos de tener vínculos con una agrupación armada denominada Tendencia Democrática Revolucionaria-EPR, señalada como paramilitar y presunta responsable material del asesinato de Miguel Ángel Mesino.19
El cierre de la FEMOSPP a principios de 2006 -y sus limitados alcances en materia de justicia y reparación- fortaleció el curso del Caso Rosendo Radilla Pacheco,20 interpuesto en 2003 por la AFADEM y la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos contra el Estado mexicano. A partir de 2007, se inauguró una escalada de violencia en todo el país, pues el gobierno federal declaró la ‘guerra contra el narcotráfico’ y los homicidios repuntaron en Guerrero, lo cual parece haber marcado la tónica del acto conmemorativo del 2 de diciembre de 2007: una sola marcha que culminó con un mitin en que organizaciones campesinas e hijos de combatientes caídos repudiaron conjuntamente acciones represivas del gobierno estatal contra miembros de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa,21 símbolo de luchas campesinas pasadas y presentes (fue la escuela del profesor Lucio Cabañas, y es quizá la única opción de formación normal para campesinos).
Las condiciones sociales de despojo y violencia política se agravaron con la implementación de la Iniciativa Mérida en 2008 (Ribando y Finlea 2016), diseñada para contener la producción y tráfico de estupefacientes hacia Estados Unidos, pues Guerrero es el segundo productor más importante en México de goma de opio, algo iniciado al amparo de la ‘guerra sucia’ en la década de 1970 (Ospina, Hernández y Selsma 2018). Otros factores de conflictividad política en el PRD estatal incrementaron confrontaciones políticas a nivel local que emergieron en 2008, cuando la conmemoración del 34 aniversario luctuoso del profesor Cabañas concitó la realización de dos marchas de protesta y la disputa por el uso legítimo de su figura: mientras dirigentes de la OCSS sostenían que la figura de Lucio no era patrimonio de sus familiares, la hija de Lucio Cabañas participó solo en una de las dos marchas.22 Aunque la condición de familiar encauzó las demandas de verdad y justicia en toda América Latina (Maier 2001) -y en Atoyac fue el caso de AFADEM (Sánchez 2012)-, la disputa por el uso de la figura de Lucio Cabañas entrañaba confrontaciones coyunturales, más allá de la legitimidad para enunciar las demandas (Jelin 2010), lo cual volvía a expresar la tensión entre quienes conmemoraban posicionándose como ‘rebeldes’.
Ahora bien, en un contexto de creciente violencia y rumores sobre el entonces gobernador Zeferino Torreblanca -postulado por el PRD- se protegía a paramilitares y narcotraficantes que asesinaban a campesinos opositores a mega proyectos extractivos,23 la conmemoración del 35 aniversario fue ocasión de más desencuentros entre familiares de víctimas, pues, en noviembre de 2009, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CoIDH) sentenció al Estado mexicano a dar con el paradero de Rosendo Radilla Pacheco y reparar el daño causado a tres de sus hijos reconocidos como víctimas, entre quienes figuraba la vicepresidenta de AFADEM, Tita Radilla Martínez. Ello produjo que el 2 de diciembre de 2009 se realizara por primera vez un acto oficial a cargo del gobierno municipal que colocó la bandera a media asta en señal de duelo,24 y profundizó la fragmentación política de quienes conmemoraban: el segundo acto fue encabezado por el CCCLCB, mientras que el último fue convocado por la OCSS, AFADEM, estudiantes y profesores de la Preparatoria 22 de la Universidad Autónoma de Guerrero, organizaciones y estudiantes de la Ciudad de México y de otros municipios de Guerrero.
En todos los actos participaron Micaela Cabañas y Catarino Cortez Navarro, quienes llamaron a las organizaciones sociales a enfrentar unidas la represión, en referencia a la crisis por la que atravesaba la izquierda en la entidad y la violenta persecución política contra sectores opositores.25 Esto último reflejaba la preocupación por la división de los asistentes, representando ellos mismos la ambigüedad de ser tanto víctimas como hijos de combatientes, pues el fallo de un organismo internacional favorable a la familia Radilla Martínez incrementó las confrontaciones entre las dos principales asociaciones de familiares de víctimas en Atoyac: AFADEM y el Comité de Familiares de Desaparecidos de los años 70;26 ello ocurrió en medio de una creciente violencia entre narcotraficantes por el control de la producción y comercio de narcóticos en Atoyac.27
Se hace comprensible que el 2 de diciembre de 2010 hubiera cinco actos conmemorativos: uno presidido por el alcalde y regidores del PRD, el segundo fue la colocación de una ofrenda por parte del Frente de Defensa Popular (FDP); el tercero fue realizado por profesores de educación pública de la Coordinadora Estatal de Trabajadores de la Educación de Guerrero (CETEG); el cuarto fue una marcha-mitin convocada por la OCSS durante el mediodía, y el quinto fue otra marcha-mitin convocada por hijos de combatientes -entre ellos Micaela Cabañas-. En los últimos dos actos Tita Radilla intervino como oradora pero no marchó,28 con lo cual la asociación más antigua de familiares de víctimas en Atoyac, mucho más encauzada en la lógica de derechos humanos, parecía no caber en la lógica predominante que motivaba la convocatoria de los actos: la reivindicación del carácter rebelde del profesor Cabañas, en momentos de álgida confrontación política en la entidad, como lo fueron las múltiples manifestaciones de la CETEG, así como la oposición de las organizaciones de la CECOP contra la presa La Parota (Fierro 2017).
Entre 2011 y 2013 la ‘guerra contra el narcotráfico’ desenfrenó las condiciones de violencia que se vivían en Atoyac, entorno en el cual se desarrolló la mayor parte de los trabajos de la Comisión de la Verdad para Guerrero, una respuesta del gobierno estatal frente a la resolución del Caso Rosendo Radilla Pacheco, misma que inició actividades en 2012. Particularmente, en 2013, la violencia se desbordó: hubo múltiples abusos de militares contra civiles, aumentaron los secuestros y continuó la persecución de grupos guerrilleros. Hubo también polémicas entre la COMVERDAD y miembros de la dinastía Figueroa, aunados a la persecución judicial de Rocío Mesino (líder de la OCSS) y su posterior asesinato -ocurrido en Atoyac en octubre de 2013-.29 Ello fomentó que las principales organizaciones de Atoyac realizaran la conmemoración del 39 aniversario luctuoso de Lucio Cabañas en Chilpancingo, acto que reunió masivamente a campesinos, profesores, estudiantes y policías comunitarios de diversas regiones de Guerrero,
que exigieron a los gobiernos estatal y federal cesar la persecución y los homicidios de opositores políticos.30 En este sentido, se evidencia que en Atoyac de Álvarez conviven de forma más nítida ambas posturas en tensión, algo que a nivel estatal es menos claro: pareciera que la conmemoración de Lucio Cabañas concita mayoritariamente la expresión de la lógica de campesinos rebeldes y demandantes de reconocimiento político. Esto podría explicarse parcialmente porque en Atoyac la población civil padeció las atrocidades de la contrainsurgencia (Rangel 2012; Ávila 2018) y los conflictos intracomunitarios suscitados a raíz del apoyo o la defenestración de la guerrilla.
En 2014, los trabajos de la COMVERDAD se dificultaron: legisladores priistas señalaron la ‘politización’ de sus investigaciones; un grupo de familiares denunció un presunto desvío de recursos, y los comisionados padecieron hostigamientos y un intento de atentado contra dos de ellos (Argüello 2018). Ello produjo más fricciones entre las organizaciones locales, sin embargo, la conmemoración del 40 aniversario luctuoso del profesor Cabañas estuvo marcada por la desaparición de 43 estudiantes normalistas en Iguala (ocurrida entre el 26 y 27 de septiembre de 2014) y estimuló que las organizaciones campesinas locales se movilizaran en el Comité Atoyaquense en Solidaridad con Ayotzinapa para exigir la aparición de los jóvenes. Si bien el proceso organizativo de dicho Comité no estuvo libre de desencuentros, viejos rencores y mucha desconfianza, el temor del resurgimiento de una estrategia masiva de contrainsurgencia fomentó la realización conjunta de una jornada de protesta y memoria,31 que duró todo el día e involucró a muchos sectores de la sociedad atoyaquense.
Al inicio, dirigentes locales del PRD colocaron una ofrenda floral en el monumento a Lucio; a continuación participaron alumnos de la Escuela Primaria Juan Escutia (ubicada en la Colonia 18 de Mayo) y, posteriormente, una estudiante de la Preparatoria Popular de El Quemado convocó a la unidad para combatir la impunidad, tras lo cual hubo un receso. Hacia las 16 horas ocurrió una nutrida marcha y un mitin en el cual diversos dirigentes gremiales expresaron el contenido de la conmemoración: la exigencia de presentar con vida a los 43 normalistas y el castigo a los responsables de las desapariciones forzadas pasadas y recientes. Más adelante, tuvo lugar una charla sobre la importancia histórica y literaria de Lucio Cabañas; para finalizar, la banda de guerra y el grupo de danza folklórica de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa hicieron una presentación reivindicando a sus compañeros desaparecidos.
Destacan dos aspectos: 1) la gran cantidad de pobladores que acudieron era también signo de la suspensión temporal de las diferencias políticas frente a la gravedad de los sucesos,32 y, 2) la circularidad que remitía nuevamente a la contrainsurgencia y la violencia sin fin, donde pasado y presente se conectaban a través de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, un símbolo del efímero proyecto cardenista de nación que consideró a los campesinos como sujetos sociales y políticos capaces de formarse y educar a otros campesinos a lo largo de décadas.33 Además, los vínculos de parentesco entre normalistas desaparecidos y campesinos desaparecidos en los años setenta34 evidenciaban que el pasado era presente: no solo mediante el trauma, sino en la continuidad de las luchas, las cruentas formas de ejercer el poder y la re-politización de la desaparición en un contexto de estrecha relación entre intereses políticos y criminales (Robledo 2016; Argüello 2019a).
El estado de esta conmemoración en los años posteriores a los hechos de Iguala revela el impacto que esto tuvo a nivel de política local. Entre 2003 y 2007, los actos pluralizaron sus contenidos, al tiempo que había confrontaciones entre organizaciones sociales convocantes; a partir de 2008 y hasta 2013, la fragmentación se agudizó debido a la intervención de factores externos como el incremento de la violencia y la sentencia del Caso Radilla. No obstante, los hechos de Iguala han vuelto a cohesionar a los actores que conmemoran. Por ejemplo, el 42 aniversario luctuoso de Cabañas (2 de diciembre de 2016) contó con la presencia de padres de los normalistas desaparecidos y también de estudiantes de la Normal, además de los miembros de las principales organizaciones sociales locales (OCSS, FDP, Coordinación de Preparatorias Populares, etc.), quienes realizaron una marcha con el recorrido ya bien establecido: de la Preparatoria 22 (ubicada cerca de la entrada a la cabecera municipal) hasta el monumento de Lucio Cabañas.35
El 43 aniversario (2 de diciembre de 2017) ocurrió en una tónica similar: una sola marcha que aglutinó a diversas organizaciones sociales locales, y también convocó a estudiantes normalistas de Ayotzinapa y a miembros de la CETEG.36 Por su parte, en el 44 aniversario (2 de diciembre 2018) solo se realizó un mitin a cargo de organizaciones locales,37 en un contexto de cambio de partido en el poder a nivel federal -con renovadas promesas en materia de verdad y justicia-, una nueva administración municipal a cargo del PRD, y el temor en torno a la precarización de las condiciones de violencia, a causa de dos desplazamientos masivos de habitantes de un municipio vecino, forzados a dejar sus hogares debido a la violencia de grupos armados en la Sierra.
Tal conmemoración es ya un lugar de memoria (Nora y Cuesta 1998) porque está vivo: lo conmemorado tiende puentes con sucesos presentes y entonces se resignifica, pero ello no ocurre en términos de un ‘recordar para no repetir’, sino que se recuerda porque los conflictos que le dieron origen no están resueltos y fungen como base de identidades políticas grupales. Además, en el periodo analizado se hace patente que no prevalece la lógica de ‘víctimas y victimarios’, pues ello supondría una ruptura significativa con el régimen de impunidad: los episodios de violencia que se añaden a las protestas fortalecen la lógica de ‘vencedores y vencidos’; la constante represión política evidencia la persistencia de reconocimientos distorsionados hacia los sectores que reivindican la figura de Lucio Cabañas. Mientras los campesinos no sean reconocidos como sujetos políticos, la violencia física seguirá presente en los intercambios con sectores dominantes, lo cual es signo de la imposibilidad de ejercer una ciudadanía efectiva (ejercicio que podría estimular una predominancia de la lógica de ‘víctimas y victimarios’).
Apuntes finales
Entre 2002 y 2018, las conmemoraciones del asesinato del profesor Lucio Cabañas Barrientos han sido marcadas por: a) procesos de institucionalización de la búsqueda de verdad y justicia que no fueron producto de verdaderas transformaciones de las relaciones políticas y se conjugaron con una generalización de la violencia debido a la ‘guerra contra el narco’; b) intervención de factores internacionales, y, c) la desaparición de los 43 normalistas. Este periodo revela los efectos micro sociales que la yuxtaposición de diversas fuentes de violencia tiene en la configuración de identidades grupales y actos públicos de memoria, de cara a una permanente impunidad, pues condensa un proceso que se halla sujeto a discusión y es objeto de disputa por diversas razones.
En primera instancia, las razones para recordar no están plenamente insertas en la lógica de no repetición: las conmemoraciones ponen de relieve experiencias sociales de una ‘violencia sin fin’. Es decir, nuevos sucesos de violencia permiten tejer vínculos causales con los sucesos pasados, añadiendo contenidos a las conmemoraciones, que tienden a convertirse en protesta social, lo cual expresa un trastrocamiento de los referentes temporales, muy propio de contextos de violencia crónica (Pécaut 2000) donde los bordes entre la violencia pasada y la presente se diluyen debido a la impunidad. En ese sentido, las dificultades para combatir la impunidad y establecer fronteras simbólicas entre un antes y un después, marcan diferencias con casos como Argentina o Chile (Crenzel 2008; Hayner 2008; Goti 2000), que son paradigmáticos en el análisis sobre América Latina.
En segundo lugar, la institucionalización de la búsqueda de verdad y justicia produjo expectativas no cumplidas y conllevó conflictos entre los actores que lucharon a lo largo de décadas por estas causas, algo que también se exhibe en los actos conmemorativos. Esto se debe, en parte, a la convivencia de dos grandes posturas de conmemoración: 1) la de ‘vencedores y vencidos’ (centrada en el conflicto que le dio origen y constantemente fortalecida por la adición de nuevos agravios), y, 2) la de ‘víctimas y victimarios’ (ligada a la noción de derechos humanos contemporánea, centrada en sus efectos y en una pasividad de las ‘víctimas’). La conmemoración de una figura rebelde como símbolo de resistencia expresa luchas sociales por el reconocimiento de los campesinos como sujetos políticos, algo chocante con soberanías de facto que constantemente cuestionan la utilidad de los procesos jurídico-institucionales que el Estado mexicano ha emprendido para dar respuesta a las demandas de verdad y justicia, y los instrumentos legales que adopta para salvaguardar los derechos humanos.
En un sentido más amplio, la dificultad para establecer la conmemoración del asesinato de Lucio Cabañas evidencia desigualdades estructurales reproducidas: ser campesino y exigir espacios de participación en la construcción de la vida política en el país queda oscurecido bajo el manto de la sospecha de ser ‘rebelde’, ‘gavillero’, por no aceptar las condiciones impuestas de marginación, miseria e invisibilidad -lo cual contrasta con la importancia que cobran sucesos represivos en contextos urbanos-. Cuando quienes conmemoran han sido estigmatizados, las conmemoraciones públicas se constituyen como espacios sociales de afirmación social y política frente al no reconocimiento por parte de los grupos, discursos y memorias dominantes; no obstante, la dificultad para reconciliar las lógicas distintas que motivan encarnizadas disputas por los contenidos específicos parece también ser uno de los múltiples efectos de la violencia crónica: el temor, la desconfianza y la polarización se fortalecen al haber impunidad.