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Inter disciplina

versión On-line ISSN 2448-5705versión impresa ISSN 2395-969X

Inter disciplina vol.8 no.21 Ciudad de México may./ago. 2020  Epub 14-Ago-2020

https://doi.org/10.22201/ceiich.24485705e.2020.21.75149 

Comunicaciones independientes

La modernidad “americana” y el nuevo despojo espiritual en América Latina

“American” modernity and the new spiritual dispossession in Latin America

Wilmer Simbaña Lincango* 

* Doctorante del Programa de Posgrado en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Docente de la Universidad Central del Ecuador (UCE). Correo electrónico: willopi@hotmail.com


Resumen

La modernidad, como proyecto civilizatorio surgido en el siglo XVI, se perfecciona en la propuesta de la modernidad de los Estados Unidos, la cual configura un ethos altamente compatible con las lógicas del capitalismo/colonialismo. Al igual que las anteriores versiones de la modernidad, la estadounidense tuvo un importante soporte en un sistema específico de creencias religiosas. Así, del protestantismo puritano “americano” se pasará al nacimiento del pentecostalismo, en donde la práctica religiosa con fines de despojo se afina en la teología o evangelio de la prosperidad. Esta doctrina, que se encuentra en auge en América Latina, mantiene la continuidad del despojo y colonialidad en la región.

Palabras clave: modernidad americana; evangelio de la prosperidad; ethos religioso; despojo espiritual; colonialidad

Abstract

Modernity, as a civilizational project that emerged in the sixteenth century, was perfected in the proposal of modernity of the United States, which forms an ethos highly compatible with the logic of capitalism/colonialism. Like the previous versions of modernity, the “American” version had an important support in a specific system of religious beliefs. Therefore, the “American” Puritan Protestantism was transformed through the birth of Pentecostalism, where the religious practice for dispossession is refined in the theology or gospel of prosperity. This doctrine, which is on the rise in Latin America, maintains the continuity of dispossession and coloniality in the region.

Keywords: American modernity; prosperity gospel; religious ethos; spiritual dispossession; coloniality

Antecedentes: espiritualidades encontradas

Con el arribo europeo de 1492 al territorio de Abya Yala1 inició un largo proceso de despojo de materias primas y de diferentes formas de sentir, pensar y conocer. Para los peninsulares, el saqueo material y ontológico tenía el aval de su sistema de creencias sagradas: el cristianismo católico romano. Este catolicismo, que había jugado un rol fundamental para la cohesión ideológica y política de España para fines del siglo XV (Pérez 2014), le otorgó un papel mesiánico a los conquistadores. En ese entonces circulaba la idea de que la unificación (nación-Iglesia) cumpliría un plan divino, “siendo la nación hispánica el instrumento elegido por Dios para salvar el mundo. Esta conciencia de ser la nación elegida -tentación permanente de Israel- está en la base de la política religiosa de Isabel, de Carlos y Felipe” (Dussel 1992, 80).

De tal forma, el encuentro religioso-espiritual entre Europa y Abya Yala se realizó en términos de absoluta asimetría. El invasor-colonizador impuso su sistema de creencias. Tenía la verdad, tenía la misión y tenía a Dios de su lado. Así lo podemos notar en los diálogos de 1524, entre los primeros evangelizadores cristianos y los tlamatinime (sabios y filósofos) indígenas de la Nueva España. Ante la postura descalificadora de los prelados franciscanos, los indios responden:

Ansí mismo dezis que los que adoramos no son dioses. Esta manera de hablar hácesenos muy nueva y esnos muy escandalosa; espantámonos de tal dezir como este, porque los padres antepasados que nos engendraron y regieron no nos dixeron tal cosa; más antes ellos nos dexaron esta costumbre que tenemos de adorar nuestros dioses, […] ellos dixeron que estos dioses que adoramos nos dan todas las cosas necesarias a nuestra vida corporal: el mayz, los frisoles, la chía etc.; a estos demandamos la pluuia para que se críen las cosas de la tierra. (Sahagún 1986, fol. 37 r.).

Los pobladores originarios contaban con su propio sistema de creencias, fruto de un valioso proceso histórico, social y cultural de larga data. ¿Por qué debían abandonarlo? ¿El dios de los españoles era mejor que las divinidades nativas? ¿Podían convivir las divinidades nativas y el dios extranjero? Para los indígenas no era extraña ni problemática la diversidad de creencias. La tolerancia y el pluralismo religioso eran parte de las lógicas de relacionamiento en Abya Yala (López Austin y Millones 2008). No obstante, para los precursores de la modernidad occidental, la rica y compleja espiritualidad india solo era magia y superstición. Entonces, había que negarla y anularla; y a sus practicantes invalidarlos como sujetos, evaporando su alma, en nombre de la civilización cristiana.

Por ello, ante las férreas creencias ancestrales demostradas por los indígenas, se desató el ardor de los catequistas hispanos:

La raçón que ay para que vosotros no queréis dexar a vuestros dioses, sino todavía queréis perseuerar en su culto y adoración, no es otra sino no haber oydo las palabras y doctrina de Dios […] y viuís como ciegos entenebrecidos, metidos en muy espesas tinieblas de gran ignorancia, […] de aquí adelante nuestros errores no tienen escusa alguna y nuestro Señor Dios que os [ha] començado a destruir por vuestros grandes pecados, os acabara. (Sahagún 1986, fol. 38 r.).

Fue un error contar con dioses distintos al de los blancos y el designio fue su destrucción. Con la aniquilación de la sociedad indígena, el colonizador sometió a las poblaciones dominadas a un nuevo patrón de poder. Bajo esta nueva lógica, las comunidades “Fueron compelidas, bajo represión, a abandonar las prácticas de relación con lo que originalmente consideraban sagrado, o a realizarlas solo de modo clandestino con todas las distorsiones implicadas” (Quijano 2011, 15).

Así, la conquista material y espiritual de Abya Yala se hizo con la imposición de una única religiosidad que, utilizando distintas estrategias,2 resquebrajó la diversidad de creencias sagradas del nuevo continente. No obstante, la resistencia indígena puso su marca en el catolicismo que empezaba a fraguarse en la región, dando paso a un colorido proceso de sincretismo religioso.3 “Durante cuatro siglos y medio los pueblos de América Latina vivieron como lo habían hecho desde siempre, con un panteón ricamente poblado, donde los santos habían reemplazado a las divinidades de la naturaleza” (Bastian 1997, 8).

Más tarde, traída por los vientos de la modernidad, la presencia de la fe protestante evangélica supondría una riesgosa competencia en el mercado espiritual de América Latina. Situación que, sin embargo, no detendrá la (neo)colonización espiritual que vive la región.

Modernidad, ethos y sistemas religiosos

La organización del “Nuevo Mundo”, a cargo de la cosmovisión etnocéntrica de los ibéricos, introdujo principios y valores occidentales que impulsaron un nuevo orden de vida. Se insertó el dinero como mecanismo de intercambio, se cultivó la posesión material e individual, se valoró lo “blanco” como raza ideal, entre muchas otras cosas. Este proyecto no solo incluyó las poblaciones del continente americano, sino que con el tiempo logró imponerse a escala mundial. Este nuevo ordenamiento social, que inicia en el siglo XVI y permanece en la actualidad, es el que llamamos modernidad occidental. El horizonte de vida donde hoy se producen, distribuyen y consumen las significaciones que les damos a nuestras interacciones humanas.

De acuerdo con Enrique Dussel (2015), el desarrollo histórico de la modernidad da cuenta de al menos tres momentos. Una “primera Modernidad”, ubicada entre 1492 y 1630, fue liderada por la nación española, con una fuerte herencia musulmana, inspirada en el renacimiento humanista italiano y la cultura barroca jesuítica. Germinaría de manera simultánea e interrelacionada con la invención del sistema colonial y con el origen y desarrollo del capitalismo. Aquí aparece la primera divisa mundial que “es la moneda de plata de México y de Perú, que pasaba por Sevilla y se acumulaba finalmente en China. Se trata de una Modernidad mercantil, preburguesa, humanista, que comienza la expansión europea” (Dussel 2015, 277). La segunda y tercera modernidad van consolidando y perfeccionando el modelo heredado por el impulso ibérico. La “segunda Modernidad” (1630-1688) está asociada con el desarrollo propiamente burgués de las Provincias Unidas de los Países Bajos. Mientras que la “tercera Modernidad”, con el despliegue inglés y francés; que alcanzaría su plenitud con la Revolución industrial y la Ilustración. Momento en el cual, la razón y la técnica pulirán el ordenamiento social que nos hoy nos cobija.

Esta forma de llegar a ser modernos fue impulsada, principalmente, por fuerzas económicas que buscaron incrementar su productividad y sus ganancias. Estableciendo como eje movilizador de la vida moderna la acumulación del capital. Por esta razón, el adjetivo que mejor califica a esta modernidad es la de capitalista. “La modernidad fue descubierta por el capitalismo, el que la fomentó, formándola a su imagen y semejanza y creando con ello un tipo de ser humano desconocido hasta entonces en la historia” (Echeverría 2016, 235).

Pero… ¿Qué conexión existe entre este desarrollo de la modernidad capitalista y las creencias religiosas? ¿De qué manera los sistemas religiosos han configurado la sociedad latinoamericana? ¿Cuál es la relación entre la fe y la construcción de la realidad? Como se observó anteriormente, la evangelización española implantó un nuevo sistema de creencias sagradas para legitimar el despojo y el sometimiento del otro. Así, la religión fungió como elemento ideológico, filosófico y ontológico, que dio sentido a la existencia humana. Gestó un imaginario social dominante que permitió una manera de comprender y vivir el mundo. “Recordemos ante todo que en la península ibérica la religión, garantizada por el rey, fue, desde la Edad Media, una ley que regía todos los aspectos de la vida” (Mazín 2010, 63-64).

De esta forma, el inicio del proyecto moderno está marcado por el aval y el acompañamiento de un sistema religioso. Las creencias sagradas resultaron ser un dispositivo aglutinante en la configuración de la sociedad colonial. No es gratuito que, durante los tres siglos que duró la colonia en América, haya prevalecido la figura de un imperio confesional (Pérez 2014) cuya íntima articulación entre el mundo sagrado y profano diera paso a rasgos culturales que persisten en el espacio que hoy llamamos Latinoamérica.

El despojo espiritual, la evangelización católica y el consecuente sincretismo fueron elementos constitutivos de la nueva religiosidad en la América hispana. Hoy no se puede comprender América Latina sin analizar el desarrollo histórico de esta religiosidad.

Para Bolívar Echeverría (2008), el desarrollo de la modernidad capitalista tiene conexión con determinadas matrices religiosas, que contribuyeron a la formación de identidades y ethos colectivos. En principio, se tendrían dos variantes: una modernidad del sur europeo o mediterránea, bajo la influencia de la cristiandad hispana; y una modernidad de la Europa noroccidental, estructurada gracias a las ideas del protestantismo. “La primera es una modernidad ‘católica’, la segunda, una modernidad ‘protestante’, no tanto en el sentido teológico de estos calificativos cuanto en su sentido identitario-político…” (Echeverría 2008, 22). Es decir, Echeverría no insinúa que el origen de un tipo de modernidad se deba a un sistema de creencias determinado, sino que busca analizar cómo lo religioso caracterizó dichas variantes modernas.

Así, señala que la modernidad europea católica o mediterránea (que comprendería del siglo XVI al XVIII) fue un proyecto débil. Esta no cuajó debido a un bajo nivel de cristianización, como resultado de su política evangelizadora, que fue destructiva sobre las identidades y culturas paganas, las mismas que ofrecieron fuertes resistencias. Si esta modernidad católica mediterránea dominó en un principio “fue gracias a que, cediendo a estas resistencias, siguió una ‘estrategia’ peculiar de tolerancia ante las idolatrías, de integración o mestizaje de las mismas en una identidad y una cultura cristianas relativizadas y ‘aflojadas’ para el efecto” (Echeverría 2008, 22).

Por otro lado, la modernidad europea protestante o noroccidental (siglo XVII) fue más contundente, gracias a que alcanzó un alto nivel de cristianización. Echeverría señala que no hubo gran oposición al proyecto evangelizador, debido a que fue construido sobre las ruinas de las culturas noreuropeas y con la imposición de una identificación eclesial “puristamente cristiana” (Echeverría 2008, 23). La lógica de una sociedad moderna, entonces, se torna más coherente y cohesionada, con la colaboración del nuevo sistema de creencias que germinó con la Reforma protestante y que no encontró resistencias a su paso.

¿Por qué fue más decisiva esta modernidad europea noroccidental? Hay que recapitular aquí, la clásica vinculación que encontró Max Weber (2011) entre los ideales calvinistas y la configuración de un comportamiento social que sintonizara con el “espíritu” del capitalismo.4 No se trata, pues, como equivocadamente se cree, de ubicar al protestantismo como causa originaria del capitalismo, sino de analizar la afinidad que tuvo con una mentalidad económica. De esta forma, Weber afirma:

[…] desde el momento en que el ascetismo abandonó las celdas monásticas para instalarse en la vida profesional y dominar la eticidad intramundana, contribuyó en lo que pudo a construir el grandioso cosmos de orden económico moderno que, vinculado a las condiciones técnicas y económicas de la producción mecánico-maquinista, determina hoy con fuerza irresistible el estilo vital de cuantos individuos nacen en él (no solo de los que en él participan activamente), y de seguro lo seguirá determinando durante muchísimo tiempo más. (Weber 2011, 247-248).

En efecto, el grado de cristianización de cada una de las modernidades europeas configura una identidad y un ethos específico, que resulta favorable o no a los intereses del capital. En el caso de la modernidad católica mediterránea, Echeverría detecta un ethos “barroco”. Es decir, un modo de comportamiento societal que “no afirma ni asume la modernización en marcha, que no sacrifica el valor de uso pero tampoco se rebela contra la valorización del valor” (Echeverría 2000, 176). Por ello, este ethos es catalogado de ineficaz e impotente con el proyecto moderno. Por su parte, la modernidad noroccidental protestante desarrolló un ethos más “realista”. O sea, contó con un tipo de comportamiento más positivo y dócil al “espíritu del capitalismo”, moldeando un “ser humano capaz de ser funcional con la acción que subsume la vida humana al capital” (Echeverría 2008, 23).

No obstante, ese ethos “realista” llega a su madurez fuera del continente europeo. Entre los siglos XVI y XVII surgió un movimiento protestante que buscó purificar la Iglesia de Inglaterra, a través de una lectura fundamentalista de las Escrituras y de acuerdo con los principios calvinistas. A estos creyentes se los llamó puritanos, quienes, al ser perseguidos por sus ideas, iniciaron viajes migratorios hacia las colonias inglesas en América. Fue así como en 1620, en las costas de Virginia, desembarcó el histórico Mayflower con los padres peregrinos.

Y aunque no todos los protestantes que arribaron al norte del continente fueron puritanos, su ethos dejó huellas imborrables en la sociedad de los Estados Unidos. A ellos se atribuyen aportes sustanciales a la educación, a la filosofía, así como a la construcción de los ideales nacionales como el origen de la doctrina del “Destino Manifiesto”, por medio de la cual creen ser el pueblo escogido por Dios para construir un nuevo Israel y llevar la libertad y la democracia a las naciones. Se trata de una idea de superioridad con la cual justifican, hasta hoy, su expansionismo e intervencionismo (Ortega y Medina 1989). Este es un fenómeno que, junto a otras variables, le han convertido en una potencia política y económica a nivel planetario.

Así es como la modernidad europea noroccidental, al proveerse de un ethos “realista” sin obstáculos, más puro, decantó en una nueva forma: la modernidad “americana” (Echeverría 2008), que refiere a la versión elaborada por los Estados Unidos de América. En el siglo XIX, podemos observar cómo se ejecutan estas dos modernidades. Mientras en Europa el proyecto moderno vive un estado crítico y es cuestionado por el comunismo, la modernidad “americana” ha llegado a un estado de realización plena, está en crecimiento y expansión y se ha hecho claramente visible durante el siglo XX.

Insisto, no se trata de una naturalización causal entre protestantismo y capitalismo, sino de examinar cómo el fenómeno religioso contribuyó a la formación de un ethos específico que sintonizó con los intereses del capital y de cómo esto sustentó la modernidad occidental. El mismo Weber comprendió que, una vez cumplida su misión, el ropaje religioso puede quedar de lado: “En el país donde tuvo mayor arraigo, los Estados Unidos de América, el afán de lucro, ya hoy exento de su sentido ético-religioso, propende a asociarse con pasiones puramente agonales, que muy a menudo le dan un carácter en todo semejante al de un deporte” (Weber 2011, 248).

De acuerdo con Echeverría, la “americana” sería la modernidad más acabada, más acorde con el capitalismo radical y la que actualmente se está imponiendo en el mundo:

Más que la idiosincrasia de un imperio, el “americanismo” ha sido el imperio de una “idiosincrasia”: la del ser humano cortado a imagen y semejanza de la mercancía-capital. El “americanismo” no es una característica identitaria de la nación “americana” que haya sido impuesta en el planeta por los Estados Unidos de América, sino un modo peculiar de vida civilizada que “se sirvió” casualmente de la historia y la “sustancia” norteamericanas para alcanzar su universalización; eso sí, impregnándose al hacerlo de ciertos rasgos del comportamiento “natural” de la población norteamericana. (Echeverría 2008, 38-39).

De esta forma, la americanización de la modernidad guarda una diferenciación con sus variantes europeas (mediterránea y noroccidental), así como una ruptura con el mundo anterior a la conquista, considerado como premoderno. Desde su noción particular de progreso,5 el modo de vida “americano” se presenta como superior al de las civilizaciones ancestrales de Abya Yala, así como a las versiones de modernidad que le precedieron y le alimentaron. Esto, con la complicidad del ethos protestante puritano, totalmente funcional a la modernidad capitalista.

En consecuencia, este ethos “realista” nutre un apetito excesivo por incrementar ganancias, para lo cual reproduce el fenómeno del consumismo que promueve la modernidad “americana”, lo que posibilita una generación y acumulación exorbitante de riquezas siempre a resguardo de muy pocas manos. Así, hallamos un planeta saturado de mercancías que procuran satisfacer las necesidades, artificialmente creadas, de los habitantes de la modernidad contemporánea. Es el tiempo de la modernidad al estilo “americano”. Es la era del american way of life.

Etnocentrismo y activación religiosa en la modernidad capitalista

Debido a su sesgada noción sobre el “progreso” humano, la modernidad capitalista (especialmente en su estilo “americano”) se autodenomina como el modelo de vida a seguir para todas las naciones. Este complejo de superioridad históricamente ha favorecido el etnocentrismo de las sociedades occidentales,6 quienes se consideran portadoras de los principios y valores más elevados de la humanidad y con lo cual justifican la descalificación de los otros: bárbaros, atrasados, incivilizados, premodernos. Evidentemente, esto despierta la “sensibilidad” moderna por los “menos favorecidos” y la lleva a posicionar su exclusiva mirada del mundo en los demás, recurriendo a métodos conscientes e inconscientes, siempre investidos de violencia, desde la socialización de su ciencia y tecnología hasta la intervención política y militar. Así es como se llega a la aniquilación material de quien es diferente y deja al descubierto su verdadera prioridad, legada desde el siglo XVI: la acumulación del capital.

Por lo tanto, no es conveniente ser el “otro”. Es mejor ser un humano moderno. ¿Y, cómo es este sujeto? La modernidad (norte)americana, al igual que la europea, está atada a una preferencia identitaria: la blanquitud; “según la cual no basta con ser moderno-capitalista sino que también hay que parecerlo” (Echeverría 2008, 23). Este fenómeno inicia con la conquista española, continúa en la modernidad del norte de Europa y se perfecciona en el proyecto “americano”. Aquí, la identidad humana propuesta consiste en “el conjunto de características que constituyen a un tipo de ser humano que se ha construido para satisfacer el ‘espíritu del capitalismo’ e interiorizar plenamente la solicitud de comportamiento que viene con él” (Echeverría 2016, 58). Esto da como resultado una búsqueda incesante, a nivel individual y colectivo, por parecerse al blanco, anglosajón, protestante.

Bajo esta lógica, se anula al sujeto que es diferente, lo “no blanco” podía ser considerado como “no humano”. Esto explica el desprecio, el racismo y el genocidio ocurrido en diferentes poblaciones de las zonas coloniales con cuyas complejas problemáticas continuamos lidiando hasta hoy día. Este poder de la blanquitud justificó el esclavismo en los territorios sometidos. Los negros de Guyana y Haití, por ejemplo, al no ser considerados humanos, no fueron “sujetos de los nuevos derechos humanos universales proclamados por una revolución metropolitana burguesa y colonialista en Francia (que interpretaba reductivamente como iguales, fraternos y libres a los ciudadanos metropolitanos, pero como desiguales, dominados y esclavos a los no-humanos del Sur)” (Dussel 2015, 88).

Ante esta maquinaria de negación, los no-humanos de la modernidad han tenido que idear estrategias de supervivencia social. La principal ha sido el blanqueamiento, adoptando conductas, prácticas, sentires y estéticas, que permitan parecerse al blanco. Entre ellas se encuentra el blanqueamiento religioso, que busca imitar las prácticas de fe del sujeto dominante. Esta mimesis puede obtenerse con mecanismos coactivos u otros de forma voluntaria, sin una aparente violencia. Digo “aparente”, dado que en ambos casos la espiritualidad es aprovechada para consolidar una modernidad que valora más al capital antes que al ser humano; por ello, la blanquitud no requiere siquiera de una blancura racial, sino que basta con adoptar el ethos que es funcional al proyecto moderno.

Así pues, resulta deseable activar la dimensión espiritual de los sujetos. Como se ha observado, desde 1492 la modernidad occidental se ha apalancado en la potencia de los sistemas religiosos (aunque después los abandone en el camino).7

Para esto recurre a técnicas como el despojo, la reconversión y el avivamiento espiritual. Observamos esto, respectivamente, en la obligatoriedad del catolicismo hispano, luego en la socialización del cristianismo protestante y, finalmente, en la búsqueda de santidad del protestantismo puritano estadounidense.

Con el catolicismo hispano tenemos un caso de coacción espiritual, a fin de borrar el universo sagrado ancestral y reemplazarlo por uno completamente nuevo (despojo). En cambio, en la modernidad del norte europeo sucede una afinación (reforma) del sistema de creencias católico, por lo que no requiere de una anulación total del dogma anterior. Más bien solicita una actualización espiritual del individuo (reconversión). Por último, en la modernidad (norte)americana, ante la “frialdad” del protestantismo europeo, se insiste en una purificación del sistema religioso, que demanda un despertar de la comunidad espiritual (avivamiento).

El despojo, la reconversión y el avivamiento, como técnicas para la activación espiritual, no siempre son puras. Aunque dominan momentos específicos en el desarrollo de la modernidad, también pueden tejerse entre sí para dar mayor soporte al proyecto religioso. Así lo constatamos en la modernidad “americana”: aunque le otorgamos un mayor ímpetu a la demanda de avivamiento, no se puede esconder el despojo material y espiritual que ha realizado en comunidades musulmanas del Medio Oriente.8

Aunque la colonización espiritual de hoy trata de no incurrir en el despojo, esto no significa que haya desaparecido. Su estrategia es esconder la violencia. Por ello, la modernidad “americana” no obliga, no amenaza; ahora invita. Una vez que la civilización occidental asentó su construcción cultural en el cristianismo, es más fácil convencer al creyente por una reconversión libre y voluntaria. Y cuando el entusiasmo se apague, será el momento de atizar el fuego espiritual para mantener un firme avivamiento.

Estas dinámicas de activación religiosa siguen presentes. Las instituciones que las materializan las presentan como estrategias para el encuentro y conexión con el Dios occidental. Sin embargo, la gran mayoría de ellas y sus seguidores no perciben su vinculación ontológica con la modernidad capitalista, especialmente con la estadounidense.

Los inicios de la “reconversión” protestante en América Latina

El catolicismo de las colonias españolas no fue el mismo que se vivía en la península. Hay rasgos que las diferencian. Entre ellas destacan el sincretismo religioso y el arte barroco, que solidificaron una identidad y cultura colonial que se interpuso al devenir de la modernidad europea (Bastian 1997). Así, las sociedades coloniales “ancladas en una modernidad subordinada y a la defensiva, quedaron cerradas. Las ideas modernas y democráticas fueron prohibidas y perseguidas” (Bastian 1997, 33). Además, esto supuso el monopolio de una cristiandad que legitimó una sociedad segmentada y desigual (similar a la que vendrá posteriormente).

Esta sociedad tradicional tuvo un gran remezón a partir de la segunda mitad del siglo XIX, con el surgimiento de movimientos liberales, donde el sistema de creencias hispano encontró un obstáculo para eternizarse. Así, con las luchas de independencia y la introducción del liberalismo, llegan los primeros protestantes europeos a Latinoamérica. Pero estos arribaron en calidad de refuerzos para la lucha armada y no como emisarios para propagar su fe. Es decir, este primer protestantismo no está ligado a ninguna agencia o sociedad misionera que busque hacer proselitismo religioso.9

Sin embargo, su práctica espiritual forma parte de un imaginario religioso distinto al convencional, atado a un nivel de “progreso” considerado como “ideal” para las nuevas naciones. Así lo deja entrever Vicente Rocafuerte, propulsor de las independencias hispanoamericanas, en sus escritos de 1831, a favor de la tolerancia religiosa en las nuevas naciones: “Es natural que los protestantes sean generalmente más ricos que los católicos, pues: trabajan más, cultivan más su inteligencia por medio de la Biblia y del Evangelio, en donde encuentran que el principio de la sabiduría es el temor de Dios (…)” (Rocafuerte 1831, 28).

Aunque los gobiernos liberales incentivaron la ruptura Iglesia/Estado y en muchos países se consideró el principio de la libertad de cultos, la batalla contra la cultura conservadora católica fue monumental. No se encontró “un camino hacia una reforma religiosa que hubiera facilitado el acceso a un pluralismo religioso y cultural. El anticlericalismo fue la expresión de este destino trágico del liberalismo latinoamericano (…)” (Bastian 1997, 36).

Posteriormente, a principios del siglo XX, llegaron los primeros evangelizadores protestantes a América Latina. Pero, estos no vinieron de Europa, en su mayoría descendieron de Estados Unidos, a través de empresas misioneras. Para entonces, los protestantes de Estados Unidos estaban divididos en dos bandos: los que tenían una interpretación más libre de La Biblia y quienes preferían una lectura más literal, en defensa de los fundamentos de la fe cristiana. Los primeros fueron denominados liberales y los segundos, conservadores o fundamentalistas, quienes más tarde abanderarían el nombre de “evangélicos”. Precisamente, son estos protestantes conservadores quienes promovieron viajes misioneros, para recristianizar el mundo, y llegaron a los países latinoamericanos. Por esta razón, los protestantes de nuestra región son más conocidos como evangélicos.

Así, los protestantes evangélicos tomaron distancia de los denominados protestantismos históricos (los que nacieron en Europa con la Reforma), tachándolos de iglesias viejas, con valores seculares nefastos (Kepel 1995). Por su lado, los evangélicos, siguiendo el dispositivo del avivamiento, guardan la firme convicción de que el ser humano necesita de una verdadera conversión personal, a través de la fe en Jesucristo y teniendo a La Biblia como máxima autoridad de fe.

Con ello, América Latina importó un nuevo sistema de creencias, más afinado y en sintonía con el ethos que requiere la modernidad contemporánea. Tanto así que, los evangelizadores arribaron con claras ideas mesiánicas, pensando que “ellos eran el pueblo elegido y que iban a gobernar sobre las otras naciones. Aunque nunca fue su objetivo principal, los misioneros también a veces se convirtieron en agentes del imperialismo occidental” (Bullón 2014, 2).

Los protestantes latinoamericanos o evangélicos

Como consecuencia del auge misionero estadounidense, la población protestante evangélica empezó a crecer en América Latina a partir del siglo XX. Para ese entonces llegaron misioneros de varias denominaciones, como los bautistas, presbiterianos, metodistas, pentecostales, entre otros,10 quienes, orgullosos de anunciar el evangelio (buenas noticias) de Jesús, no tenían problema en ser llamados evangélicos.

Sin embargo, no todos los evangélicos piensan igual. En este sentido, el protestantismo latinoamericano está constituido por tres vertientes bien diferenciadas: a) los protestantes históricos, que son congregaciones trasplantadas, que surgieron en la Reforma Protestante; b) los evangélicos, que son fruto del protestantismo conservador de EUA, y, c) los pentecostales, que nacen al interior de EUA, movidos por la renovación y el mover del Espíritu Santo (Simbaña 2012). Sin embargo, el término evangélico es el que más se popularizó en el siglo XX para referirse a estas tres variantes. “Tan influyentes son estas denominaciones que ‘evangélico’ es hoy prácticamente sinónimo de ‘protestante’ en América Latina” (Deiros 1997, 43).11

La volátil presencia de los evangélicos marca un hito trascendente en la historia religiosa de nuestra región. “Los datos históricos sugieren que, durante la mayor parte del siglo XX, desde 1900 hasta la década de 1960, al menos el 90% de la población de América Latina era católica” (Pew Research Center 2014, 24). No obstante, este porcentaje empezó a decaer en la década de los años setenta del siglo XX, a causa de la proliferación evangélica.

Hoy día, el porcentaje de población católica llega al 69%; mientras que el protestantismo al 19% (Pew Research Center 2014). Por ello, los evangélicos se han convertido en la segunda fuerza religiosa de la región. Su nivel de penetración no es homogéneo. En países como México, Ecuador y Argentina, su crecimiento es bajo y el porcentaje de personas identificadas con el catolicismo supera el 70%, mientras que en la zona centroamericana se ubican las naciones con mayor presencia evangélica: Honduras (41%), Guatemala (40%) y Nicaragua (37%). De mantenerse el ritmo de crecimiento en estos últimos países, la población evangélica podría igualar y/o superar a la católica en algún momento (Latinobarómetro 2014).

Esto nos permite aseverar que, aunque el catolicismo sigue siendo dominante, está decreciendo de forma progresiva. Su caída contrasta con el repunte evangélico, lo cual, además, sugiere que en nuestros países no se vive una secularización, sino “un proceso de emigración entre las religiones” (Latinobarómetro 2014, 8). Esto nos habla de la enorme importancia y practicidad de las creencias sagradas para los latinoamericanos. No somos sociedades atrasadas e incompetentes, como la modernidad nos quiere convencer, sino que en la religión encontramos una manera de vivir la espiritualidad, de trascender y encontrarle sentido a la existencia; lógica que es compartida por más del 90% de la población (Pew Research Center 2014). Por lo tanto, la religiosidad se mantiene como un elemento fundante en la construcción del sujeto latinoamericano.

El influjo pentecostal

El pentecostalismo fue producto de un avivamiento espiritual que se vivía en el mundo protestante, a nivel global, a fines del siglo XIX e inicios del XX. Sin embargo, se considera que el momento detonador aconteció en la ciudad de Los Ángeles,12 en 1906, en la iglesia Apostolic Faith Mission,13 donde el movimiento encontró las condiciones para su reproducción y expansión a nivel mundial (Synan 2005) y donde surgió el término de “movimiento pentecostal”.14

No es menor señalar que el pentecostalismo se origina en medio de creyentes afroamericanos, en unos años en los que Estados Unidos vive un racismo abierto.15 William Seymour, pastor de origen metodista y descendiente de esclavos liberados, lideró la nueva expresión de fe, acompañado de lavanderas, trabajadoras domésticas,16 obreros y migrantes;17 con una mayoritaria presencia de negros, pero también de algunos blancos (Owens 2005). La cultura afrodescendiente influyó decididamente en la formación del pentecostalismo, en aspectos como la música, la liturgia oral, testimonios narrativos, el trance, la participación en el culto, entre otras peculiaridades. Asimismo, se puede considerar que este primer pentecostalismo estadounidense “fue un movimiento revolucionario donde los marginados y desposeídos pudieron hallar igualdad independientemente de su raza, género o clase social” (Anderson 2007, 61). Es decir, la iglesia proveyó espacios para dignificar la vida; para asegurar ciertos derechos que el Estado desconocía. Son todas ellas condiciones que lo hicieron un movimiento alternativo y contracultural.

Los cultos de esta congregación se caracterizaron por la práctica del “Bautismo del Espíritu Santo”. Con este ritual, el creyente obtenía poder espiritual (para predicar, sanar, profetizar, etc.) y la evidencia bíblica de esta investidura fue la capacidad de hablar en lenguas extrañas (don de lenguas o glosolalia). Entre gritos, lloros y cuerpos sacudiéndose, el Espíritu Santo lograba desatar milagros de sanidad, visiones y profecías entre sus asistentes. Este pentecostalismo inicial, conocido también como pentecostalismo clásico,18 estuvo enmarcado en una profunda experiencia vivencial, sobrenatural y de éxtasis que continúa hasta la fecha.

Este sería el inicio del pentecostalismo, que hoy en día cuenta con alrededor de 600 millones de creyentes (CMI 2018) y representa “la expansión mundial más importante de un movimiento cristiano producido a lo largo de los dos mil años del cristianismo” (Anderson 2007, 59). En la actualidad, el 65% de los evangélicos latinoamericanos se identifican como cristianos pentecostales (Pew Research Center 2014).

Pero el pentecostalismo tampoco es uniforme. Aparte de que existen iglesias con la denominación institucional de pentecostal, también hay congregaciones que sin tener este rótulo realizan prácticas pentecostales. Es decir, el pentecostalismo tiene la capacidad de incidir en otras comunidades religiosas, como la católica o las protestantes históricas, a quienes se las denomina carismáticas19 (Hollenweger 1997). Por ello, el pentecostalismo puede percibirse como un movimiento y no solo como un grupo de iglesias.

Esta ductilidad religiosa hace que el pentecostalismo pueda adquirir diferentes presentaciones. Por mencionar algunos ejemplos en América Latina, tenemos el pentecostalismo autóctono, como el que nació en Chile, sin conexión con las empresas misioneras norteamericanas20 (Sepúlveda 1992); pentecostalismo indígena, como el que ocurre entre las comunidades quichuas de Ecuador (Andrade 2004); pentecostalismo iurdiano,21 generado por la célebre Iglesia Universal del Reino de Dios de Brasil (Campos 2000); entre otros.

Es decir, la experiencia pentecostal originada al interior de la modernidad (norte)americana es absorbida y reelaborada por las poblaciones latinoamericanas, quienes le agregan sus bienes simbólicos y materiales locales, enriqueciendo su liturgia y diversificando aún más esta expresión de fe. Contrariamente a lo que persigue la modernidad, este pentecostalismo ha resultado, en muchos de los casos, un espacio de reivindicación para las poblaciones menos favorecidas pues aquí encuentran inclusión, vínculos de solidaridad, una nueva identidad, atención a sus demandas materiales y físicas, entre otras cosas. Se trata de elementos que ya se consideraron en las teorías explicativas del inusitado crecimiento pentecostal, en el marco de la industrialización, urbanización y transición que vivía la sociedad latinoamericana en el siglo XX. Christian Lalive d’Epinay (1968), por ejemplo, tras investigar el caso chileno, dedujo que el incremento pentecostal respondía “al abandono de grandes capas de población; abandono provocado por el carácter anómico de una sociedad en transición” (Lalive d’Epinay 1968, 47). Por ello, el pentecostalismo era visto como un “refugio para las masas”.

Sin embargo, la misma modernidad capitalista se encargaría de pervertir este refugio de las masas, al contaminar el ritual evangélico con los principios del libre mercado, como ha ocurrido con el evangelio de la prosperidad, que analizaremos más adelante. Pero antes, concluyamos este apartado señalando que las múltiples adaptaciones de la fe pentecostal también dificultan su conceptualización. Al respecto, el investigador Cecil Robeck (2011) afirma que el movimiento no puede ser representado por un único nombre (pentecostalismo) ni con una única definición. “Es necesario pensar en una pluralidad de pentecostalismos” (Robeck 2011, 1). Esto permite, además, entrever que el pentecostalismo es un fenómeno multidimensional, pues se construye desde diferentes escenarios integrando elementos históricos, culturales, doctrinales, entre muchos otros, y se mantiene en un constante proceso de evolución y adaptación.

El evangelio según la prosperidad “americana”

De todas las adjetivaciones que recibió el pentecostalismo en Latinoamérica, durante las últimas décadas los investigadores han destacado el término “neopentecostal”,22 haciendo de esta categoría un saco en el que se puede arrojar todo aquello que resulta “nuevo” o “novedoso”, sin percibir que se trata de la maleabilidad del pentecostalismo latinoamericano contemporáneo.

El rasgo más característico de este mal llamado “neo” pentecostalismo es la teología o evangelio de la prosperidad. Pero, como observaremos, la doctrina de la prosperidad no solo es parte de algo “neo” (que a propósito tiene alrededor de 70 años), sino que debe comprenderse como fruto de la alta adaptabilidad del pentecostalismo. A diferencia de otras prácticas religiosas, este evangelio demuestra una gran ductilidad; resultando de una convergencia entre el protestantismo conservador norteamericano (en su fase de avivamiento) y la mercantilización de la vida capitalista. Esta es la clave propuesta para su abordaje y lo que pretenderemos examinar a continuación.

El evangelio de la prosperidad fue importado desde Estados Unidos, a través de congregaciones pentecostales o líderes independientes latinoamericanos (seducidos) por ese país. Según la investigadora Catherine Bowler (2010), aunque su origen se remonta al siglo XIX, esta enseñanza se consolidó en el siglo XX:

[…] el evangelio de la prosperidad echó raíces en los avivamientos pentecostales de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Alcanzó la madurez a fines de la década de 1970 como un movimiento pandenominacional robusto, obteniendo una plataforma nacional y una sólida red de iglesias, ministerios, publicaciones y medios de comunicación. (Rowler 2010, 3-4).

En la actualidad, este tipo de evangelio está incrustado en el mercado religioso latinoamericano y se propaga raudamente con el aval de los medios de información, de las TIC, pero sobre todo de la mercantilización de la vida que genera la fase actual de la modernidad occidental.

¿En qué consiste esta influyente doctrina? La teología o evangelio de la prosperidad es un conjunto de creencias y rituales que establecen una relación directa entre Dios y el bienestar material del creyente. Entonces, siguiendo este razonamiento, “una buena relación con Dios conduce a una condición de prosperidad material” y las manifestaciones de “enfermedad y pobreza material como resultado de una relación deficiente con Dios” (Piedra 2005, 3). Por lo tanto, la prosperidad no se limita al área financiera. También implica un estado de bienestar/felicidad gracias a la ausencia de enfermedades, el incremento de la autoestima y la eliminación de preocupaciones y sufrimientos.

Por estas razones, para los seguidores de esta doctrina es indispensable la entrega de recursos monetarios y/o materiales a fin de obtener la prosperidad económica, la sanidad y el éxito. Tal cual una transacción mercantil: se da un importe y se recibe algo a cambio (Simbaña 2012). Estos ingresos no solo sirven para asegurar el favor divino, también permiten sostener la estructura administrativa y logística de las iglesias. Así, los miembros pueden disfrutar de auditorios bien acondicionados y programas hechos a su medida con una organización y eficiencia impecables que nos recuerdan el modelo de la gerencia por resultados, tan comunes en la modernidad neoliberal.

En este sentido, muchas congregaciones se vuelcan a planificadas tácticas de marketing religioso para la captación de sus feligreses. El ejemplo más conocido de esta práctica empresarial es la Iglesia Universal del Reino de Dios (IURD),23 de origen brasileño, popularmente conocida como “Pare de Sufrir”. Pero no es la única, otras grandes transnacionales de la fe son: Iglesia pentecostal Dios es Amor (Brasil), Misión Carismática Internacional o G12 (Colombia), Iglesia Cristiana Casa de Dios (Guatemala).

Pero, como habíamos señalado antes, el pentecostalismo no es solo iglesias o instituciones. Es una corriente o un movimiento que fluye y asienta sus ideas donde le permitan. Por ello, aunque su discurso está anclado en gran parte de las congregaciones pentecostales, el evangelio de la prosperidad también ha sido acogido por otras comunidades del campo evangélico y el católico.

Todo revela que la lógica espiritual se sincroniza con la lógica de mercado, para dar respuesta a las incertidumbres del sujeto latinoamericano. Sujeto que, como vimos, está inmerso en una sociedad tradicional de origen hispánico, junto con valores, principios y espiritualidades “premodernos”. Esta convergencia entre el campo religioso y el campo económico no es algo natural. Resulta por la presión que ejerce el nuevo orden social, la modernidad capitalista, sobre los individuos y consecuentemente sus interacciones, configurando un ambiente donde se prioriza más al capital que al ser humano.

Se ha conformado un complejo ethos religioso que supera y distorsiona las premisas de Max Weber (2011). Porque, si Weber detectó conexiones entre la fe y el capitalismo, gracias a una moral donde el ocio se ve como pecado y se valora el trabajo como elemento para glorificar a Dios, en el evangelio de la prosperidad hay veces en que se deja de lado la condición del trabajo. El esfuerzo humano remunerado no es indispensable para generar y acumular riqueza, el motor principal es la fe del creyente. Basta con entregar una ofrenda material a Dios, orar con fe y ese recurso puede duplicarse. El creyente puede ser un desempleado, pero activando la fe (con esa que da el avivamiento) uno puede recibir más de lo que le entrega a Dios.

Al igual que en las comunidades calvinistas que analizó Weber, la riqueza sigue siendo una muestra de la bendición de Dios. Sin embargo, en la “ética protestante” esta se produjo ante la falta de seguridad por la salvación del alma (predestinación). En cambio, en el evangelio de la prosperidad se deja en segundo plano el recurso de la salvación y se hace énfasis en la solicitud de riquezas a Dios, para satisfacer las necesidades materiales presentes. Es decir, de una angustia por la salvación y la vida eterna, pasamos a una angustia por el dinero y el aquí y el ahora.

Para la búsqueda de esta prosperidad no hay distinciones. Aunque la mayoría de los devotos proviene de sectores pobres y deprimidos, también hay presencia de las capas medias y altas. En todos estos segmentos poblacionales se percibe la violencia del despojo, con la diferencia de que quienes más tienen solo entregan una pequeña parte de su patrimonio, mientras que los que menos poseen son expropiados de lo poco que tienen. En definitiva, el despojo es más brutal con los más oprimidos.

Por lo tanto, la violencia, que es inherente a la práctica de despojo, sigue presente en la modernidad “americana”. Como vieja estrategia, no descarta la intervención bélica, pero ahora busca que este despojo se haga de manera imperceptible. En este caso, camuflando su discurso bajo el ropaje religioso. Con lo que también se obtiene un despojo espiritual, pues el evangelio de la prosperidad arrasa con el dogma cristiano protestante y lo reemplaza por el dogma del capital. Los seguidores de este evangelio no van al templo en busca de la salvación eterna, sino en su desesperada sed por la prosperidad material.

Esto es parte del ethos realista, donde existe un comportamiento totalmente compatible con el “espíritu del capitalismo”. Tanto así, que hoy cuenta con su propio evangelio: el de la prosperidad. Con la irradiación de esta nueva fe, se inicia un nuevo colonialismo espiritual que busca hacer más discreto el proceso de despojo material. Es una expresión más de la colonialidad del poder.

Este neocolonialismo religioso, como se dijo, no está presente solo en el campo evangélico pentecostal ni todos los pentecostalismos predican el evangelio de la prosperidad. Pero cada vez gana mayor recepción en el mundo, debido a su versatilidad para introducirse estratégicamente en la cultura moderna. En Latinoamérica se aprovecha de un derruido catolicismo otrora oficial, para apoyarse en sus dogmas básicos (pecado, salvación, Cristo, vida eterna, etc.) y activar una reconversión y/o avivamiento del sistema de creencias cristiano. Reproduciendo, por debajo, el ethos apropiado al mercado-mundo.

Asimismo, el evangelio de la prosperidad busca atender la “angustia existencial” en la que nos ha sumergido la crisis civilizatoria de la modernidad capitalista (Bartra 2013), en la que el Estado es cómplice y la organización social inexistente o incompetente. En consecuencia, la fe sigue siendo un refugio para los excluidos de la sociedad, pero no para salvarlos del extravío, sino para despojarlos y afinarlos a las necesidades del consumo. De esta manera, los templos de la prosperidad han sacado de contexto el evangelio del Cristo histórico y lo han transformado en un discurso del éxito, en un coaching motivacional para sobrevivir en la modernidad “americana”. Época en que no se busca liberar al sujeto, sino condenarlo a una constante autoexplotación productiva (Han 2014).

A diferencia del primer pentecostalismo, el que nació hace un siglo, que acogió a los sectores oprimidos de nuestras sociedades, tratando de dar respuestas a la anomia provocada por los procesos de modernización, hoy, el evangelio de la prosperidad no busca protegerlos de los torbellinos del “progreso”. Al contrario, los vientos de la prosperidad los arrastran sin contemplación hacia la despiadada maquinaria del desarrollo capitalista. Es la espiritualidad al servicio de la modernidad “americana”.

El neocolonialismo espiritual del american way of life

El ethos de la modernidad “americana” se sintetiza en el american way of life (Echeverría 2008). Este es el imaginario de vida que busca imponerse a los distintos tipos de modernidad contemporánea. Como modelo se consolidó después de la Segunda Guerra Mundial, pero debido al proceso globalizador y al derrumbe del Muro de Berlín, se instaló como el ideal de vida planetario a fines del siglo XX.

Este imaginario es el horizonte existencial al que se desea llegar por la vía de la acumulación y el consumo. Cualquier mecanismo es válido, lo importante es no desviarse del camino. Uno de estos vehículos son los sistemas de creencias religiosos. En este sentido, hemos observado que la mejor sintonía y creatividad hacia este anhelo es la demostrada por el evangelio de la prosperidad. Así, la fe se ha convertido en recurso utilitario para consumir y acumular aquellos bienes y servicios que caracterizan al sujeto de la modernidad “americana”.

El american way of life es un potente ideal movilizador. Sobre todo, para aquellas sociedades donde la pobreza y desigualdad rampantes obligan a establecer nuevos referentes de vida. De ahí que los “otros” busquen parecerse al sujeto (blanco/hombre/heterosexual/exitoso) de la modernidad “americana”. No por nada, el modelo del wasp (blanco, anglosajón, protestante) haya sido tan influyente dentro y fuera de Estados Unidos. “La identidad propia del wasp aporta decisivamente a la definición del ‘americanismo’ que ha caracterizado a la modernidad dominante en estos últimos cien años” (Echeverría 2008, 38).

Esta americanización de la cultura se expresa claramente en el campo religioso. No se trata de un mero acto de reconversión (en protestante o pentecostal) para copiar y acceder al estilo de vida yanqui; se trata de instrumentalizar la fe para acceder al american way of life. De otra forma, no se explicaría la amplia aceptación del evangelio de la prosperidad en América Latina. Y, por otro lado, valga la aclaración, no se debe reducir la explicación del crecimiento pentecostal exclusivamente a esta vía. Por supuesto, la aspiración a un estilo de vida estadounidense, principalmente acumulador y consumista, no está inmersa solo en la religión ni tampoco ella es la responsable. El sueño americano lo respiramos en todos lados, no obstante, el sistema religioso resulta un valioso dispositivo para mantener y profundizar esta neocolonización del proyecto moderno. Así, llegamos a un tipo de blanqueamiento por la vía espiritual, dando continuidad al histórico despojo espiritual y material occidental, que esta vez no llega por una imposición física y material, sino por una vía más sutil y poderosa: la creencia religiosa.

Dicho esto, la opción religiosa se torna un “atajo” fabuloso para alcanzar la casa soñada, el auto del año, el trabajo esperado, los artefactos de moda, por mencionar algunos; y mimetizar así el american way of life. Cosa que, a propósito, no lo consigue la enorme mayoría de creyentes. Pues se trata de una ilusión que seduce, que atrapa, que enamora; pero que, como tal, se queda en puro espejismo. Al ser una opción rápida y fácil, el evangelio de la prosperidad hace lo mismo: seduce al creyente e incluso hasta al incrédulo más recalcitrante. Porque, al fin y al cabo, esta nueva conquista espiritual no es otra cosa que la conquista del capital donde el Dios judeocristiano ha sido suplantado por el Dios dinero, donde la mano invisible del mercado es el nuevo Espíritu Santo que lo mueve todo. Se trata de cuestiones por las cuales, seguramente, Walter Benjamin (2018), diría que el capitalismo hay que entenderlo como un fenómeno esencialmente religioso.

Para terminar, esta forma de neocolonialismo espiritual no debería inducirnos a renegar de todo acto religioso. La potencia de la creencia religiosa también puede resultar liberadora si se emplea con otros fines, como nos lo demuestran la teología de la liberación, la teología india o la teología feminista, que son formas descolonizadas de vivir la religiosidad y empoderar a los creyentes para la gestión de una existencia armónica e integral. El mismo pentecostalismo y otras iglesias evangélicas empezaron así: como espacios para dignificar a los grupos menos favorecidos, desde la opción de la fe; pero que, hoy, movidos por los vientos de la modernidad, muchos acaban desviado su trayecto.

Conclusiones

Las diferentes propuestas de modernidad que buscaron ser hegemónicas (la mediterránea, la del norte europeo, la “americana”) llegaron acompañadas de una dimensión religiosa que proporcionó el discurso necesario para configurar un ethos compatible con el proyecto moderno. De esta forma, la cristiandad latinoamericana se nutrió de dos grandes vertientes: la católica romana y la protestante (europea/estadounidense), sistemas religiosos que acompañaron y justificaron la modernidad/colonialidad. Estas sostienen las lógicas de despojo que aparecieron desde el siglo XVI, a favor del capital, ahora con técnicas mucho más sutiles y eficaces, como el evangelio de la prosperidad.

Apoyándose en las bondades éticas entre el protestantismo puritano y la promoción del capital, la modernidad “americana” ha reelaborado esta conexión y puesto en marcha un nuevo despojo espiritual. Con una sociedad seducida por el modelo del american way of life, el evangelio de la prosperidad ingresa al mercado religioso de manera esperanzadora y silenciosa, tratando de ocultar su inherente violencia. Así, se está imponiendo una nueva fe. Se trata de la fe en el dinero y en las cosas que se pueden adquirir con él, donde la acumulación de materialidades y sensaciones nos encierran en un nuevo tipo de trascendencia. Esto, a su vez, constituye un desafío enorme para la comunidad pentecostal, siendo que es la que más prolifera en la región, para retomar sus orígenes reivindicativos y empoderar a sus seguidores hacia una genuina liberación espiritual y material, especialmente cuando América Latina se sitúa entre las regiones más desiguales del mundo.

Aunque el pentecostalismo latinoamericano abrió las puertas para profundizar la colonización del american way of life desde una perspectiva espiritual, a través del evangelio de la prosperidad, esta práctica no se ubica exclusivamente en el mundo evangélico. La doctrina de la prosperidad se moviliza por toda la cristiandad del continente. No es que las iglesias o comunidades religiosas sean un vehículo conspirado, diseñado y ejecutado por la “mano invisible” de la modernidad “americana”, sino que esta se inmiscuye en los espacios que le permiten filtrarse, como el religioso. Lo anterior, aunado al hecho de que el pentecostalismo es quien mejor acogió las sugerencias del sueño americano, en una Latinoamérica desigual y pobre, ha favorecido, en parte, su inusitado crecimiento.

El evangelio de la prosperidad promueve el ideal del “sueño americano” sin incentivar una travesía hacia la nación del norte. Por el contrario, se trata de cumplir los deseos acumuladores y consumistas en el aquí y el ahora, en la misma patria inequitativa en la que viven los creyentes: Latinoamérica, para quienes no es indispensable un cambio de estructuras sociales o de políticas redistributivas para gozar de un mayor índice de empleo o salarios mejor remunerados. Son suficientes la voluntad de Dios, la fe de los devotos y los autodespojos materiales para obtener una mejor situación financiera, la salud física y emocional o el más extravagante deseo, por lo que se desvía el esfuerzo de las demandas sociales hacia el Estado en pro de la fe en Dios.

La modernidad norteamericana, revestida del protestantismo puritano, que se explaya por el orbe, no es benigna. Tiene la apariencia de benefactora, porque definitivamente guarda algunos elementos positivos, pero al final solo nos lleva a la perdición:

La modernidad es un proyecto civilizatorio y, como dicen los(as) pensadores(as) críticos indígenas del planeta, constituye una civilización de muerte porque ha destruido más formas de vida (humana y no humana) que ninguna otra civilización en la historia de la humanidad […] La descolonización de la visión occidentalo-céntrica del cosmos hacia visiones más holísticas es fundamental para el futuro de la vida en el planeta. (Grosfoguel 2016, 129-130)

A pesar de la riqueza liberadora que pueda tener un sistema de creencias religioso, también puede ser utilizado para la destrucción del planeta y la vida. Por ello, es imprescindible y urgente trabajar en un proceso descolonizador de las religiones. La teología de la prosperidad, que no es otra cosa que una teología neoliberal, requiere ser detectada y extirpada a favor de la apropiación y recreación de una espiritualidad saludable, en tolerancia y diálogo con la diversidad de creencias que siempre nos han acompañado. Porque solo la construcción de esos espacios de diálogo intercultural e interreligioso nos ayudará a asumirnos como diversos, sin necesidad del miedo a la diferencia ni la violencia del despojo.

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1Abya Yala era el nombre con en el que los pueblos ancestrales conocían a lo que hoy es el continente americano. En lengua Kuna, significa “tierra noble que acoge a todos” y “tierra joven en plena madurez”.

2Las estrategias para el despojo espiritual fueron eficaces. Entre ellas destacaron la encomienda, las misiones y la inquisición. Posteriormente, en los territorios de lo que hoy conocemos como Latinoamérica, la cristiandad hispánica se consolidó gracias a acuerdos como el Patronato, en el periodo colonial, y el Concordato, con las nuevas repúblicas americanas.

3Más adelante, el sincretismo proveniente de los esclavos negros hace más complejo el catolicismo popular. Como ejemplo, se puede analizar el sincretismo caribeño en el libro Sobre muertos y dioses de Joel James Figarola (2016).

4Max Weber analizó a los puritanos europeos y estadounidenses. En ambos casos rescata la alineación de las prácticas religiosas calvinistas con el espíritu del capitalismo. No obstante, señala que en Estados Unidos es donde tuvo mayor arraigo (Weber 2011, 211-250).

5Esta noción de progreso es descrita ilustrativamente por Walter Benjamin (2008), en su tesis IX sobre el concepto de historia. Donde el progreso es un huracán que nos arrastra irreversiblemente hacia el futuro, pero por cuyo paso solo va dejando ruinas sobre ruinas.

6No significa que solo la modernidad occidental sea etnocéntrica. Esta es una característica presente en los grandes grupos humanos, que empieza por lo local y regional. No obstante, el etnocentrismo europeo es el primero en obtener un carácter global, a partir del colonia lismo del siglo XVI.

7Esto implica el uso utilitario del campo religioso, por parte de la modernidad capitalista, hasta cuando le ofrezca réditos. No obstante, una vez debilitado este matrimonio, las huellas de lo religioso permanecen.

8Basta recordar los bombardeos en Irak, Afganistán o Libia, donde se profanaron y erradicaron varios lugares sagrados. Además, muchas ONG evangélicas de Estados Unidos aprovecharon la coyuntura para entregar Biblias y hacer proselitismo religioso.

9Aunque el célebre Diego Thompson, distribuidor de biblias de la Sociedad Bíblica Británica, recorrió Latinoamérica a principios del siglo XIX, este no realizó un proselitismo explícito. Esta actitud era de esperarse debido a la reticencia de la Iglesia Católica. Thompson se limitó a despachar biblias y socializar el sistema educativo lancasteriano, que utilizaba el libro sagrado como texto de lectura en las escuelas.

10Para entonces, ya existían algunas iglesias protestantes históricas en Latinoamérica (como la anglicana o luterana), pero siempre fueron una minoría en relación con las iglesias protestantes evangélicas, que se implantaron con una clara visión proselitista.

11En los últimos años, muchos evangélicos prefieren presentarse como “cristianos”. Esto, desde su postura de fe, como una manera de diferenciarse y de recuperar el “verdadero sentido” del cristianismo.

12Para entonces, ya habían brotado experiencias pentecostales en otros sitios, muchos sin interconexión entre sí. Con los estudiantes de Topeka, Kansas (1901); el avivamiento de Gales (1904-1905); en la Misión Mukti de la India (1905); entre los misioneros metodistas de Corea (1907). No obstante, en ninguno de estos lugares el pentecostalismo se consolidó y expandió, como sí sucedió con la experiencia de la calle Azusa (Anderson 2007, 47-53).

13Congregación que funcionaba en un antiguo almacén rentado en la calle Azusa No. 312, en Los Ángeles, California.

14A principios del siglo XX, se aplicaron tres nombres comunes para referirse al pentecostalismo: “movimiento pentecostal”, “movimiento de la lluvia tardía” y “movimiento de la fe apostólica”. Los términos fueron acuñados por Charles Fox Parham (1873-1929), quien es considerado el fundador teológico del movimiento (Owens 2005, 57-60).

15Entre 1876 y 1965, Estados Unidos instituyó las denominadas Leyes de Jim Crow, que establecían la segregación racial, para afrodescendientes y otras minorías no blancas.

16El rol de la mujer es fundamental en el pentecostalismo original (Anderson 2007, 55-62).

17Se debe tomar en cuenta que, para entonces, Los Ángeles ya era una zona portuaria importante y, por lo tanto, un centro de mucha movilidad humana. Ver: http://www.ucl.ac.uk/dpu-projects/Global_Report/pdfs/LA.pdf No es extraño que entre los migrantes se encuentren italianos, chinos o mexicanos (Owens 2005, 66-72).

18Según el teólogo Peter Wagner (1988), existen tres olas pentecostales. La primera, también conocida como pentecostalismo clásico, surgió a inicios del siglo XX y dio lugar a las primeras iglesias y denominaciones pentecostales. La segunda, corresponde al movimiento carismático de los años 50, que introdujo prácticas pentecostales en el protestantismo histórico y el catolicismo. La tercera ola aconteció en la década de los años 80 y se manifestó al interior de las iglesias evangélicas independientes.

19Esto corresponde a la segunda ola del pentecostalismo. Se le denominó movimiento de renovación carismática por el enfoque en los carismas o dones del Espíritu Santo, como hablar en lenguas, profetizar, realizar milagros, etcétera.

20Este pentecostalismo llegó por la vía metodista europea.

21Acojo este adjetivo para referirme al pentecostalismo desarrollado por la Iglesia Universal del Reino de Dios (IURD) en el mundo entero, que no solo está vinculado con el Evangelio de la Prosperidad, sino con rituales y símbolos únicos en el mundo pentecostal como el uso de la sal, velas, cruces, mantos, entre otros. Véase Simbaña (2012, 55-90).

22La palabra “neopentecostal” ya había aparecido en los años 50, en Estados Unidos, cuando se percibieron rasgos pentecostales en el catolicismo y en el protestantismo histórico. Es decir, durante la segunda ola pentecostal: el movimiento de renovación carismática. Sin embargo, el primero en utilizarlo en Latinoamérica fue el sociólogo brasileño Ricardo Mariano, en la década de los años 90, para explicar las novedosas prácticas de las iglesias pentecostales brasileñas, relacionadas con la búsqueda de la prosperidad material mediante la contribución financiera de los creyentes; así como la guerra contra el demonio (Mariano 2005).

23La Iglesia Universal del Reino de Dios (IURD) es hija del pentecostalismo brasileño. Inició en Río de Janeiro, en 1977. Su fundador y obispo principal es Edir Macedo, un antiguo funcionario público de la Lotería de Estado. Por su colorida liturgia, donde mezcla la doctrina de la prosperidad con prácticas del pueblo afrodescendiente, la IURD es una de las iglesias más estudiadas de la región. Hoy está presente en más de 100 países alrededor del mundo.

Recibido: 12 de Octubre de 2018; Aprobado: 11 de Septiembre de 2019

Wilmer Simbaña Lincango

Es licenciado en comunicación para el desarrollo por parte de la Universidad Politécnica Salesiana (UPS) de Quito y maestro en ciencias políticas por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales - FLACSO, sede Ecuador. Actual mente, realiza sus estudios de doctorado en el Programa de Posgrado en Estudios Latinoamericanos de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y es docente en la Facultad de Comunicación Social de la Universidad Central del Ecuador. Además de los estudios mencionados, realizó una especialización en comunicación para el desarrollo en la Universidad Nacional de Tucumán (Argentina) y un diplomado en historia y antropología de las religiones en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), en la Ciudad de México. Wilmer Simbaña comenzó a explorar el fenómeno religioso desde su adolescencia, al participar en diversos grupos de jóvenes cristianos de la ciudad de Quito; más tarde, se acercó a la diversidad espiritual de América Latina. En 2012, entregó su tesis de maestría, titulada El ciudadano para de sufrir. El movimiento neopentecostal y la construcción de sus actitudes políticas. Ha colaborado con las revistas digitales Lupa Protestante (Barcelona) y América Latina en movimiento (Quito), y es autor de los capítulos “Supersticiones y fetiches en la fe” y “Con la mirada en el cielo, pero con los pies en la tierra”, del libro Con sed por lo sagrado. Hacia una reforma en la Iglesia Evangélica Ecuatoriana (Balarezo Pérez (comp.) 2017), publicado por la Sociedad Bíblica Ecuatoriana en el marco de los 500 años de la Reforma protestante.

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