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Inter disciplina

versión On-line ISSN 2448-5705versión impresa ISSN 2395-969X

Inter disciplina vol.8 no.21 Ciudad de México may./ago. 2020  Epub 14-Ago-2020

https://doi.org/10.22201/ceiich.24485705e.2020.21.75145 

Dossier

Leonardo da Vinci

Leonardo da Vinci

Beatriz Espejo Díaz* 

* Instituto de Investigaciones Filológicas-UNAM.


Resumen

Leonardo da Vinci es uno de los miembros más notables de nuestra civilización. Erudito sin par, fue un excepcional pintor, arquitecto, inventor y científico en una época donde la humanidad despertaba del largo letargo de la Edad Media y estaba ávida de conocimientos y desarrollo. En este trabajo, que sirve de introducción a los restantes de este número, se hace una apretada síntesis de los aspectos más destacados de su vida y su obra.

Palabras clave: Leonardo da Vinci; Renacimiento

Abstract

Leonardo da Vinci is one of the most notable members of our civilization. Unparalleled scholar, he was an exceptional painter, architect, inventor and scientist at a time when humanity woke up from the long lethargy of the Middle Ages and was hungry for knowledge and development. In this work, which serves as an introduction to the rest of this issue, a tight synthesis is made of the highlights of his life and his work.

Keywords: Leonardo da Vinci; Renaissance

Introducción

Leonardo nació en 1452. No se sabía la fecha exacta; pero en los archivos florentinos se halló una hoja escrita: “Me ha nacido un nieto, hijo de Ser Piero, mi hijo, el 15 de abril, un sábado a las tres horas de la noche.” Corresponde al catorce de abril y a las veintidós horas de nuestro tiempo y el dato se debe a Ser Antonio da Vinci, cuyos antepasados habían sido notarios. Título de gran estimación, fuente de honores y riquezas. Ser Antonio había renunciado a eso; prefería vivir cultivando sus tierras en compañía de su mujer y de aquel nieto suyo, concebido por una labradora, que llegó a su casa tan pronto lo destetaron; a esa casa aislada en el cerro, entre olivares y sauces, un poco granja y un poco vivienda burguesa, donde desde muy pronto el niño se embelesaba observando animales y plantas y arrobado veía que arriba el aire arrastraba las nubes de distintas figuras o a la araña tejiendo su tela magistral para guardar sus presas o a la oruga dejando su capullo para ascender al cielo aleteando. Leonardo con ojos adormecidos de soledad miraba todo, comulgaba con la naturaleza y prestaba oído a sus voces, a sus potencias confusas, enemigas y fraternas.

Se tienen pocas noticias respecto a su juventud; sin embargo, en uno de sus escritos se halla esta confidencia: “En el más remoto recuerdo de mi infancia acude a mi memoria el que estando todavía en mi cuna, vino un águila, me abrió la boca con la cola y repetidas veces me golpeó con ella entre los labios. Tal era mi sino.” Se apoyaba en ello para considerarse excepcional. Esa águila lo protegía como una mensajera de Júpiter o como la que Cristo mandó a San Juan en la isla de Patmos. Siempre tuvo dos sentimientos, temor a lo desconocido y deseo de ver lo que tenía de misterioso y extraordinario. Hasta el final, conservó esa dualidad.

Un colono llevó a Ser Piero una rodela tallada en una antigua higuera pidiéndole que mandara pintarle algún ornamento. El notario se la dio a su hijo que juntó una extraña colección de animales repugnantes e inspirado en ellos hizo un motivo extraño y lo colocó en un rincón donde se iluminaba con un rayo de luz. El padre horrorizado al verlo, se pegó contra la pared. Leonardo lo tranquilizó diciendo: “Pensé que un escudo debía inspirar miedo y logré mi propósito.” Ser Piero entregó al sonriente campesino otro ornamentado con un corazón traspasado por una flecha y vendió en cien escudos el que pintó Leonardo, por el que más tarde el duque de Milán pagó trescientos.

Ser Piero siempre sagaz notó las cualidades de Leonardo que estudió latín y griego, anonadaba a sus maestros con razonamientos matemáticos, tocaba el laúd, dibujaba con ardor de adolescente, era bello, discreto y tenía una buena voz. Andrea del Verrochio, uno de los artistas más famosos de Florencia, notó tales prendas y lo tomó como aprendiz en su taller. Por entonces, el principiante vivía en casa del maestro, aprendía a moler los colores y fundir los metales, de manera que Verrochio, sin haber cumplido los treinta, fue en el más amplio sentido de la palabra el maestro de Leonardo. Le enseñó pintura, escultura, filosofía y contestaba las múltiples preguntas de su discípulo: ¿En qué consiste el cuerpo umbroso? ¿Qué es la sombra primitiva? Y otros principios de los que era necesario echar mano: tinieblas, iluminación, cuerpo, figura, lejanía, proximidad, movimiento, reposo. Mientras tanto, estudiante y mentor solían pasear juntos admirando el entorno del que formaba parte el San Jorge de Donatello, ese escultor que acababa de morir muy joven. A veces se nutría el grupo con la presencia del Perugino y Boticelli. Todos tenían el anhelo de universalidad característico de su siglo. Y Leonardo asentaba: “Yo digo a los pintores que nadie debe imitar la manera de otro, pues siendo tal no sería sino el sobrino y no el

El bautismo de Cristo, ordenada por los frailes del convento de San Salvi. Se representa a Jesús asistido por dos ángeles para ser bautizado por San Juan. Se deduce que Leonardo pintó uno de ellos que presenta un perfil purísimo, mejillas de fruta, boca de doncella y profusa y encrespada cabellera. Algunos meses después, Verrochio terminó su David, un joven hermoso con la misteriosa sonrisa que aparecerá luego en La Gioconda, La Santa Ana, el San Juan Bautista, porque para ambos artistas un rostro solo es bello cuando expresa pasiones del alma. Y se ha comentado con insistencia que el David era el propio Leonardo, rubio, con ojos azules que a los veinte años podía dominar las riendas de su caballo, romper una herradura y dibujar con enorme rapidez. Se ha comprobado que era ambidextro. Cantaba acompañado de su laúd no solo las melodías de su época, también inventaba una serie de canzoni a la fecha perdidas. Reunía pues el concepto renacentista de las ideas y la pluralidad de hijo de la naturaleza en lo que al arte respecta.” Y también: “Los que no toman por modelo a la naturaleza que es la educadora de todos los maestros, se empeñan inútilmente en hacer arte.” Seguramente conocía la leyenda de Dibutada que inventó la pintura al dibujar la sombra de su amante que partía para la guerra. Porque Da Vinci dijo: “La primera pintura no fue sino la sombra de un hombre reflejada por el sol en una pared”. Y: “El objeto primero de la pintura consiste en mostrar un cuerpo en relieve, destacándose de una superficie plana. Quien en este punto sobrepasa a los demás merece ser tenido por el más hábil en su profesión.” Y: “La perspectiva es la guía y es la entrada; sin ella nada bueno puede hacerse en obras de pintura”.

En aquel tiempo, otro artista, Baldovinetti, llamaba la atención por sus investigaciones, destacando uno de los principios formulados por Leonardo. Además, despertaba interés con un barniz líquido que según creía respetaba la humedad. No fue así. Desdichadamente, Leonardo se aficionó desde temprano por aquellas propuestas creyendo que él las haría mejor. A pesar de sus largos y minuciosos intentos los resultados fueron también deplorables.

Entre 1468 y 1470, Verrochio lo asoció a una de sus obras más importantes: El bautismo de Cristo, ordenada por los frailes del convento de San Salvi. Se representa a Jesús asistido por dos ángeles para ser bautizado por San Juan. Se deduce que Leonardo pintó uno de ellos que presenta un perfil purísimo, mejillas de fruta, boca de doncella y profusa y encrespada cabellera. Algunos meses después, Verrochio terminó su David, un joven hermoso con la misteriosa sonrisa que aparecerá luego en La Gioconda, La Santa Ana, el San Juan Bautista, porque para ambos artistas un rostro solo es bello cuando expresa pasiones del alma. Y se ha comentado con insistencia que el David era el propio Leonardo, rubio, con ojos azules que a los veinte años podía dominar las riendas de su caballo, romper una herradura y dibujar con enorme rapidez. Se ha comprobado que era ambidextro. Cantaba acompañado de su laúd no solo las melodías de su época, también inventaba una serie de canzoni a la fecha perdidas. Reunía pues el concepto renacentista de las ideas y la pluralidad de los oficios. Tenía una enorme cultura filosófica en la que destacaban las obras de Marsilio Ficino, así como El Banquete y El Fedro de Platón.

Junto con su sensibilidad abierta a lo circundante era afamado por mantenerse invulnerable al sufrimiento ajeno y propio porque afirmaba: “Es preciso quitarle la llave al corazón y guardarla en el bolsillo. Los que dejan la llave en la cerradura son unos necios.” Aunque sus complejidades contradecían esta sentencia, lo llevaban a oponerse a la crueldad, durante largas temporadas no comía carne deseando no perturbar el ciclo de la vida y compraba pájaros enjaulados para soltarlos y dejarlos libremente. Desde entonces, la idea de volar se convirtió en una de sus obsesiones y se le considera el padre de la aviación.

En 1472, se inscribió en la sociedad de pintores florentinos sin abandonar su tendencia a perseguir por las calles caras desconocidas o personajes extraños aprendiéndolos de memoria, interpretando sus cambios al expresarse, queriendo leer en sus rasgos pensamientos internos. Al llegar a su casa trasladaba todo al papel. Se conservan muchos de tales apuntes. En algunos, la fantasía del creador parece aprisionarse en los laberintos del cabello, en la profundidad insondable de los ojos, en los labios que tanto dicen y callan, en las temblorosas ventanillas de la nariz, porque la belleza lo inquietaba al descubrir un sentimiento oculto.

De sus primeros años como pintor solo quedan unas cuantas obras: La madona Bonois, una tabla que representa el sentido divino de la maternidad, el San Jerónimo, del Vaticano, la Adoración de los reyes magos, de Florencia, el Paisaje de los oficios, la Anunciación de los oficios y el bajo relieve de Escipión del Louvre. El más reciente descubrimiento de su trabajo lo titularon El hacedor del mundo, está en la Galería Nacional de Londres y se desconoce la fecha de su factura. Al analizarlos se advierte que el creador logra la hondura psicológica que caracteriza sus obras dándoles esa universalidad propia del Renacimiento.

Cuando dejó a Verrochio, se encaminó a Milán para regalarle a Ludovico el Moro una lira con forma de cráneo de caballo, lo cual sirvió para que se le atribuyera, sin mayor fundamento, la invención del violín. El ducado de Milán era uno de los más ricos de Italia y, en una carta donde ofrece sus servicios, Leonardo se propone como ingeniero de guerra y enlista muchos de sus inventos: pontones ligeros para perseguir o evitar al enemigo, bombardas fácilmente transportables, medios para sacar agua de los pozos durante el asedio de una plaza, carros cubiertos con los cuales penetrar en las filas enemigas, catapultas, balistas y otros pertrechos de efectos insospechados. Y en tiempos de paz, desempañar el puesto de constructor para edificios públicos o privados. Luego añadía: “Asimismo puedo ocuparme del equino en bronce que será memoria del señor su padre y de la casa de los Sforza”.

Sin dudarlo, Ludovico le confió la construcción del monumento; pero en vez de iniciarla inmediatamente, el artista se entretuvo analizando una serie de caballos en distintas posturas y en las diversas maneras de fundir bronce. Mientras tanto, hizo un retablo notable que contribuye a su fama, La virgen de las rocas, con ilusión tan perfecta que la música parece resonar dentro de una cueva. Todo estructurado en forma piramidal, como la Santa Ana luego. La virgen de las rocas revolucionó la pintura. Antes, se representaban las figuras superpuestas al paisaje, a partir de aquí se fusionaron ambos elementos.

Los años pasaban y Leonardo tomó su turno. Se preocupó por los talentos jóvenes, recibió a varios ayudantes y adoptó a Andrés Salaino como hijo espiritual. Dormía hasta tarde y combatiendo esta tendencia inventó un despertador muy complicado. Caminaba a las orillas del lago Como o subía montañas captando las difusas visiones del amanecer que luego incluyó a su arte. Se interesaba en las deformaciones del terreno, por los fósiles y concluyó que en siglos remotos existía un golfo de mar ocupando todo el valle del Po. Los geólogos modernos confirmaron esa tesis.

Ludovico el Moro pidió a Leonardo que pintara la Santa Cena en el refectorio del convento dominico de Santa María de las Gracias. Tres años le llevó terminarla. Juntó a los apóstoles en grupos de tres en torno a Cristo quien ocupa una parte de la mesa y el drama se plantea al momento en que dice: “Uno de vosotros me traicionará”. Los apóstoles adoptan distintas posturas alegando inocencia, Simón se inclina hacia Juan y Judas aprieta una bolsa de dineros. La actitud apasionada de los presentes contrasta con la tranquilidad de Jesús. Esta creación revela como ninguna las observaciones del autor con el realismo de algunos gestos. El tercer apóstol comenzando por la izquierda abre la palma protestando pureza, otro levanta un dedo con igual intención. Se advierte un momento de inquietud generalizada.

La Cena cobró reputación desde sus orígenes. Se ha dicho que es la suma detodos los estudios y escritos de su autor y cronológicamente se considera la primera obra de arte del Renacimiento en el periodo de su apogeo. Por desgracia se realizó con procedimientos técnicos que no dieron resultado y ha sido objeto de serias restauraciones. Un prior desafecto la mutiló abriendo una puerta en la parte baja y sin embargo a la fecha despierta una curiosidad reverente. Para conocerla precisa apuntarse en una larga lista de visitantes que solo pueden verla quince minutos.

En 1493, el modelo del caballo de bronce ya estaba terminado, se expuso en la plaza pública y causó admiración, pero nunca logró fundirse, fallaron todos los procedimientos. Entre tanto, la situación política de Milán se volvió difícil, Ludovico necesitó prepararse para la guerra y desentenderse del arte. Leonardo abandonó el viejo palacio con el laboratorio donde ya se había iniciado en sus estudios anatómicos. Envolvió sus dibujos, unos cuantos libros y mandó sus ahorros a Florencia. Con sus discípulos Boltraffio y Salaino se encaminó a Venecia y se supone que en esa ciudad acuática diseñó un traje de buzo que permitía acercarse a los barcos enemigos para hundirlos. Se negó a descubrir su invento temiendo la pérdida de vidas humanas. Y en un párrafo escribió: “Pienso qué crimen es quitarle la vida a un hombre cuya composición parece ser tamaña maravilla; pienso en el respeto que le debes al alma que habita esa arquitectura, la cual es en verdad cosa divina”. Estos pensamientos explican su interés por la anatomía que no lo abandonó nunca, visitaba el hospital, el depósito de cadáveres, disecó más de diez cuerpos siguiendo atentamente el desarrollo de las venas, el curso de los músculos, con lo que legó a la posteridad innumerables dibujos, conservados muchos en el castillo de Windsor o en la Academia Veneciana. La verdad es que modificó el concepto de la anatomía más allá de Della Torre, al tiempo que redactaba para el taller monetario del Papa, hermano de Julián de Médicis, su protector en Roma, un informe sobre la acuñación, realizó experimentos mecánicos y se dedicó a fabricar espejos ustorios. Pensaba publicar un Tratado de la pintura, compilación de notas y manuscritos que no se conocieron sino hasta 1651.

Con la Gioconda modificó el concepto mismo del retrato. Aconsejó a los otros pintores que no se preocuparan demasiado por la semejanza física de sus modelos atendiendo a la armonía. Esta pieza, como otras de su mano, marcó una serie de innovaciones por la sencillez del atuendo, los dedos sin anillos y las dimensiones casi naturales. Se dice que mientras la pintaba mandaba traer músicos que distrajeran a su modelo y ello explica su vaga y sutil sonrisa símbolo del misterio universal que Leonardo persiguió desde que un águila llegó a su cuna.

León X desconfiaba de aquel espíritu inventivo que se dejaba arrastrar por su pasión a las máquinas y no lo nombró arquitecto de San Pedro. Para tal cargo designó a Rafael que solo tenía treinta y uno, Leonardo se sintió postergado, aceptó un ofrecimiento del rey de Francia, tomó la ruta de los Alpes y llegó hasta su nuevo protector que lo albergó en el hermoso palacio de Cloux. El autorretrato que se encuentra en Turín es un documento elocuente realizado por entonces. Con la mano izquierda mojó la pluma en una sanguina más oscura que la de Italia. Dibujó la rebeldía, el dolor de sus ojos hundidos expresando el sufrimiento hecho de infinidad de sufrimientos olvidados que le plegaron los párpados, grabaron las mejillas y acusaron las sienes. Sin precisar la fecha, se admite que fue ejecutado en Francia. Al contemplarlo se piensa ¿Qué fue del bello joven Leonardo? ¿Qué de su brazo derecho domador de caballos luego paralizado por la gota? ¿Qué de su rubio pelo rizado? La sanguina representa a un hombre calvo, sin dientes ¿Causa de una existencia esforzada por alcanzar la superación? ¿O un castigo por intentar descubrir los secretos del infinito? Con una mueca de asco adelantó el labio inferior, un pliegue de amargura le estiró la boca hacia abajo, se contempló en un espejo. Captó la imagen de un viejo e insaciable Prometeo.

A los sesenta y siete años, después de recibir la extremaunción, murió probablemente con la única compañía del leal Francesco Melzi. Leonardo conoció por fin al operador de tantas maravillas que anonadan a los hombres. Su discípulo comunicó la noticia a Francisco I que se puso a llorar por este genio que representa en toda su gloria los conceptos de una época.

Recibido: 11 de Junio de 2019; Aprobado: 20 de Octubre de 2019

Beatriz Espejo

Ensayista y narradora. Estudió el doctorado en letras españolas en la Facultad de Filosofía y Letras (FFyL) de la UNAM. Ha sido profesora en colegios particulares, la Escuela Nacional de Maestros, la UIA y la FFyL de la UNAM; investigadora del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM; directora fundadora de la revista El Rehilete. Miembro de la Asociación Mexicana de Escritores y del PEN Club de México. Creó el Premio Nacional de Cuento Beatriz Espejo (2001-Yucatán); ha traducido a Katherine Anne Porter 181 y Katherine Mansfield, y ha colaborado en publicaciones como Castálida, Cuadernos del Unicornio, Cuadernos del Viento, El Rehilete, Estaciones, Kena, La Gaceta del FCE, La Vida Literaria, México en la Cultura, Ovaciones, Semanario Punto, Revista de la Facultad de Filosofía y Letras, Revista de la Universidad de México, Sábado, Siempre!, entre muchas otras. Recibió el Premio Magda Donato 1978 por Julio Torri, voyerista desencantado. Premio Nacional de Periodismo 1983 por sus colaboraciones en diarios y revistas. Premio Nacional de Narrativa Colima para Obra Publicada 1993 por El cantar del pecador. Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí 1996 por Alta costura. Veracruzana distinguida, 1998. Medalla al Mérito Literario Yucatán 2000. Premio Universidad Nacional en el área de Creación Artística y Extensión de la Cultura, 2006. En 2009, recibió la Medalla de Oro de Bellas Artes, como reconocimiento a sus más de 50 años de trabajo literario. Premio Bellas Artes de Literatura Inés Arredondo 2018 (primera emisión).

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