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Inter disciplina

versión On-line ISSN 2448-5705versión impresa ISSN 2395-969X

Inter disciplina vol.6 no.16 Ciudad de México sep./dic. 2018  Epub 24-Feb-2021

https://doi.org/10.22201/ceiich.24485705e.2018.16.65640 

Dossier

El diálogo intercultural crítico como medio para descolonizar la racionalidad hegemónica de los derechos humanos

Critical intercultural dialogue as a way to decolonize the hegemonic rationality of human rights

Matías Pérez Volonterio* 

* Licenciado en trabajo social por la Universidad de la República, Uruguay y Maestro en estudios políticos y sociales por la UNAM. Actualmente es investigador y consultor independiente en temas de derechos humanos. Correo electrónico: matipvolonterio@gmail.com


Resumen

El presente artículo parte del hecho de que los derechos humanos han estado atados, en su constitución y fundamentación histórica, a la racionalidad propia de los centros de poder del sistema-mundo, reproduciendo así en su núcleo exclusiones y desigualdades características del mencionado sistema. El objetivo de este artículo es analizar las posibilidades que abre el diálogo intercultural decolonial para destrabar esta lógica de poder que presenta a la racionalidad eurocentrada como la única posible para legitimar los derechos humanos. El diálogo intercultural decolonial posibilitaría la participación activa de cosmovisiones y racionalidades fundadas en otras lógicas y sistemas de creencias en el debate sobre los derechos humanos.

Palabras clave: derechos humanos; decolonialidad; interculturalidad; diálogo interreligioso; estudios críticos del derecho

Abstract

Human rights have been linked, since their historic foundation, to the rationality characteristic of the world system’s centers of power, thus reproducing in its core the typical exclusions and inequalities of the world system. Taking this into account, the objective of this article is to explore the possibilities that an intercultural, decolonial dialogue could contribuite to break the dominant presence of eurocentered rationality as the only one legitimate to inform human rights. The argument is that an intercultural, decolonial dialogue could help legitimate other cosmovisions and religious perspectives as valid within the human rights debate.

Keywords: human rights; decoloniality; interculturality; interreligious dialogue; critical legal studies

Introducción

Posicionados en una mirada crítica de los derechos humanos, pero reconociendo a su vez el potencial liberador que tienen para los pueblos subalternizados, el objetivo de este ensayo es aportar al cúmulo de reflexiones en torno a la construcción contemporánea de los derechos humanos y las búsquedas por potenciarlos. En este sentido, el artículo apuesta por una discusión teórica en un tema poco discutido respecto a los derechos humanos. Me refiero a los límites de la razón secular moderna eurocentrada que atraviesa los derechos humanos y la potencialidad que el diálogo intercultural decolonial acarrea para romper con dichos límites y expandir las posibilidades de los derechos humanos en su deber de garantizar, proteger y respetar la dignidad de las vidas humanas.

Parto de asumir al sistema patriarcal colonial/moderno/capitalista como uno que se impuso alrededor del globo a causa de la operación de mecanismos de violencia simbólica y material, mediados estos por la estratificación jerárquica del mundo por el sistema patriarcal y racial. Entre los mecanismos simbólicos, la supremacía mundial de las formas de producir conocimiento nacidas en Europa y la legitimidad para desde allí construir conocimientos y representaciones sobre otros pueblos, confluye en la colonialidad del saber, uno de cuyos elementos centrales es asumir la racionalidad científica, secular e instrumental como la única universalmente válida y verdadera.

Nacidos en el contexto de la modernidad colonial, los derechos humanos quedaron subsumidos, en buena medida, a este y otros rasgos de la colonialidad/patriarcal global que se inaugura como contracara de la modernidad ilustrada. Frente a esto, estimo necesario, en aras de ampliar la potencialidad de los derechos humanos, buscar caminos que paulatinamente decanten la hegemonía de la racionalidad eurocentrada y secular de los mismos. Considero que uno de estos, el que aquí exploraré, es la apertura a la convivencia de expresiones no seculares, que podrían estar relacionadas con formas religiosas y espirituales como fundamento y contenido de los derechos humanos.

Para lo anterior, ahondaré en el diálogo intercultural e interreligioso desde el paradigma de la decolonialidad como una construcción con posibilidades de erigir nuevas formas de relaciones, subjetividades y estructuras políticas y sociales. Ubicado en esta perspectiva, podría ser posible erosionar la hegemonía de la racionalidad eurocentrada presente en los derechos humanos, mediante la construcción de fisuras por donde otras formas de vida puedan estar realmente representadas en el corpus jurídico de estos derechos y no por medio de espejismos que no conciben estas formas de vida en toda su extensión.

Racionalidad moderna y derechos humanos

El proceso de conquista europea en América Latina y el violento encuentro de culturas inauguró un proceso peculiar de dominación de Europa sobre los pueblos conquistados; gracias al uso de medios físicos y no físicos. Como destaca Enrique Dussel, lo último se logró por medio de la construcción de un mito que posicionó a Europa como la civilización más avanzada y eje del mundo. Consecuentemente, la forma de vida del sujeto europeo fue la base sobre la que se asentó la única ontología legítima y digna de ser vivida, barriendo así otras formas de subjetividad (Dussel 1994).

En torno a mecanismos de este tipo, se erige lo que Aníbal Quijano llama la colonialidad del poder (Quijano 1992), la cual defino, retomando sus aportes y los aportes críticos del feminismo decolonial, como el patrón de poder desigual mundial, basado en la clasificación racial del mundo y la engenderización de las sociedades a la forma del dimorfismo sexual culturalmente construido en Europa, el cual construye mecanismos de dominación sobre los pueblos conquistados que operan en todos los ámbitos de la existencia humana, incluso terminado el colonialismo administrativo (Lugones 2008; Quijano 2000).

Es decir, la colonialidad del poder surge estructurada en torno a la idea de superioridad racial y el patriarcado heteronormado nacido en Europa. Lo cual serían los ejes que constituyen el sistema mundo moderno y las relaciones de poder desiguales que componen al mismo. Este es depositario de otras formas de colonialidad patriarcal que refuerzan la posición hegemónica de los centros del mundo, la colonialidad del saber y del ser. Me centraré en desarrollar la primera, por ser clave para ubicar nuestro problema de estudio.

Según Santiago Castro Gómez, el pensamiento humanista ilustrado tuvo como una de sus notas más marcadas la confianza en la capacidad del pensamiento del ser humano como medio para entender completa y objetivamente la realidad circundante (Castro-Gómez 2005). En este proceso fue esencial la radical separación entre observador y objeto observado, con el supuesto fin de garantizar la objetividad del conocimiento alcanzado y sentar las bases a partir de donde el observador imparcial podrá generar leyes verdaderas y universales sobre la naturaleza y la sociedad. La posición habitada por el sujeto que investiga, lo dota de poder para diferenciar los conocimientos válidos de los inválidos. Cualquier conocimiento que no responda al método analítico experimental quedará en la segunda categoría. En consecuencia, el deshecho de cualquier cosmovisión o forma de entender la realidad que respondiera a otras formas de concebir el mundo se impuso, por no portar legitimidad suficiente para ser tenida en cuenta (Castro-Gómez 2005).

Otro rasgo del pensamiento moderno ilustrado es el desprendimiento de las formas cognitivas de relatos míticos o religiosos y, por lo tanto, el abandono de estos de la arena pública. En este sentido, la ciencia moderna occidental abrió paso al proceso de secularización de las sociedades actuales (Braidotti 2015).

Durante este periodo, desde las academias de Europa se fundamentó la idea del conocimiento científico como algo universal, abstracto, atado a un avance temporal lineal y que no respondía a una situación específica de quien enunciara dicho conocimiento. Era posible, en consecuencia, que cualquier sujeto avanzara en el camino de dicho conocimiento, pero dado que muchos pueblos no lo habían hecho, se instaló la idea de que solo algunos realmente podían ejercer este tipo de racionalidad (Walsh 2005). Se sientan así las bases para la construcción de un discurso sobre el hombre y la naturaleza humana, donde Europa se posiciona en un nivel superior que las otras poblaciones conocidas y conquistadas y, por lo tanto, legitimada para fundamentar la dominación geopolítica de unos pueblos sobre otros (Castro-Gómez 2005).

Quienes habían quedado por detrás, simplemente habían permanecido estancados en estadios previos de una supuesta evolución lineal de la historia, y, otros, por su mayor capacidad, habían podido progresar en ese mismo camino. Desde la concepción dominante, se difundió la idea de que las diferentes formas de conocer se ordenan hacia un nivel más alto que es el marcado por la ilustración, en un proceso que niega y deslegitima la coexistencia espacial de diferentes saberes, pues a pesar de que los diferentes conocimientos compartían el territorio global, no compartían una misma temporalidad (Castro-Gómez 2005).

En su obra Orientalismo, Edward Said demuestra cómo todavía en el siglo xx y en los comienzos del xxi seguía presente esta idea, a la vez que operaba para generar representaciones sobre los pueblos que viven de manera distinta que tienden a denigrarlos (Said 1997). A estos mecanismos de poder entroncados en la diferencia entre las formas de conocimiento se les llama la colonialidad del saber. Esta es definida como la legitimación de la racionalidad europea como la única válida para alcanzar conocimientos relevantes, universales y verdaderos, cuya otra cara implica el rechazo de otras epistemologías. Estas últimas carecerían de potencial para acceder al conocimiento y fundamentar saberes (Restrepo y Rojas 2010).

La cimentación de la racionalidad secular ilustrada, posibilitada gracias al proceso de la modernidad colonial, se expandió junto con la extensión de los límites geográficos de Europa, permitida por la llegada a las tierras de lo que hoy conocemos como América. En una primera etapa, la evangelización jugó un rol central para la eliminación y exclusión de la otredad. El inicio de la Ilustración y del pensamiento moderno, que van de la mano, significó también el inicio de un segundo momento histórico cuyo elemento central era el imperio de la razón secular. En dicho momento, la exclusión de la otredad fue dada principalmente por su encubrimiento por la lógica propia de la modernidad secular, que arrasó con las posibilidades de existir de ciertas poblaciones. Para Enrique Dussel, se trata de una primera y segunda modernidad, sustancialmente distintas, marcadas, una, por el pensamiento católico; y, la segunda, por la racionalidad secular. Sin embargo, ambas forman un continuum en su lógica de exclusión y poder (Dussel 1994).

En este contexto de nacimiento de la modernidad y del sistema global patriarcal colonial es que se consolidaron los derechos humanos. Al igual que Europa, también ellos transitaron tanto el camino de ampliación de sus fronteras como la aceptación de la subjetividad y racionalidad hegemónica como constitutivas.

La racionalidad en el discurso de los derechos humanos

Al contrario de lo que la ciencia (que se autoproclama y se supone neutral) ha intentado imponer alrededor del mundo, no existe conocimiento que no esté situado y condicionado por contextos específicos. Los derechos humanos no escapan a este fenómeno. Como cualquier institución social, como Joaquín Herrera Flores remarca, los derechos humanos son hijos de su tiempo y de su geografía; es decir, son instituciones situadas y condicionadas por el contexto en el que les tocó nacer. Por lo mismo, reflejan las preocupaciones y formas de relacionamiento propio de dicho contexto (Herrera Flores 2005).

Para los derechos humanos, el contexto previo más emblemático es el de las revoluciones burguesas, donde se estamparon las primeras aspiraciones respecto a la protección de los derechos de las personas, principalmente en la Declaración de los Derechos del Hombre en Francia y la Carta de Derechos de los Estados Unidos. Su impronta, claramente liberal, estaba marcada a fuego por el pensamiento que dominaba la intelectualidad del momento y que hizo eco, por sus postulados, en los impulsores de dichas revoluciones (Clapham 2007). Estas, a su vez, seguían la estela del derecho natural, inaugurado como crítica a los gobiernos monárquicos y que había puesto como central la protección del individuo frente a los posibles abusos de las instituciones de gobierno (Clapham 2007).

El pensamiento que sostuvo a las revoluciones burguesas y dio cabida a las declaraciones de derechos ya citadas se perpetuaría posteriormente en las luchas independentistas de América Latina (Estévez 2015) y en la declaración universal de los derechos humanos. Como señala Josef Estermann:

Nos han dicho que la civilización, la democracia, la justicia, la autonomía individual, la libertad, el desarrollo, la universalidad de los Derechos Humanos liberales, los valores occidentales, el dominio sobre la naturaleza, la razón instrumental, el perdón incondicional, son los únicos modelos posibles y viables para la humanidad. Es claro, que “Los Derechos Humanos (en la Declaración Universal de 1948) de las Naciones Unidas”, tienen una ‘partida de nacimiento’ occidental (Revolución francesa; valores cristianos; Ilustración) y reflejan presupuestos culturales no universalizables: El valor de la individualidad y autonomía; la propiedad privada, la libertad personal; etc. La predominancia de los derechos individuales sobre los sociales refleja este hecho monocultural. (Josef Estermann, citado en Oviedo 2010, 299).

Como fruto de su nacimiento y de las estructuras jerárquicas globales de poder que margina a los sujetos/as subalternizados, se conforma una superioridad occidental en el discurso de los derechos humanos, los cuales forman parte del discurso hegemónico occidental más amplio y, además, facilitan la expansión de visiones sobre el mundo localizadas en los centros de poder global y universalizadas por medio de procesos históricos (Nader 1999).

Esto sucede así porque la idea de humanidad se ancla en una visión particularizada de lo que es ser humano, relacionada con la experiencia vital europea. Desde esta lógica de la colonialidad del poder, solo es considerado humano -y por lo tanto portador de los derechos inherentes a esta condición- quien se identifique y pertenezca al cuerpo y a la forma de ser que ha sido definida como tal, es decir: el varón, blanco, burgués, racional, heterosexual (Maldonado-Torres 2007).

En palabras de Frantz Fanon, se trata de quienes se ubican en la zona del ser. Quienes no son identificados con estos rasgos, quedarán relegados a lo que el autor llama la zona del no ser. Esta zona es un espacio en el cual las vidas son desplazadas a una categoría inferior de humanidad, lo que legítima la posibilidad de exclusión y el ejercicio de la violencia sobre las poblaciones que habitan en ella (Fanon 2009; Maldonado-Torres 2007).

A esto apunta Fernanda Frizzo Bragato, jurista brasileña, cuando afirma que los derechos humanos, a pesar de pregonar una universalidad incluyente, en su contenido y modelo de vida silenciosamente predomina el de la modernidad europea, en clara contradicción con dicha universalidad postulada. Esto va de la mano con la denigración de otras formas de existencia como parte de su contenido, por ser asumidas como irracionales. Frizzo Bragato concluye que la historia ha demostrado que los atributos definidos por los europeos para pertenecer a la humanidad siempre han sido negados a los no europeos (Frizo Bragato 2015).

Como resalta Diego Diehl, siguiendo el pensamiento del filósofo Enrique Dussel, en la etapa histórica que corre desde la llegada de Europa a América Latina hasta el siglo xvii se estableció una evolución cultural y filosófica que, en su centro, tuvo a la razón moderna de la mano del desarrollo económico, asumida como superior frente a otras formas de racionalidad (Diehl 2015). Esta racionalidad se encuentra estrechamente vinculada con la única forma imaginada como viable de ser humano que describía párrafos arriba.

Los derechos humanos han estado sometidos a esta racionalidad que niega las diferencias y, por lo tanto, niega la posibilidad de que otras cosmovisiones y racionalidades tengan un espacio en el contenido hegemónico del discurso de los derechos humanos. Desde mi punto de vista, dos fenomenos contribuyen a esta exclusión. Por un lado, como remanente del poder que jugó la religión cristiana en la primera modernidad, se efectivizan un sistema jerárquico entre religiones donde la cristiana tiene mayor legitimadad y poder en relación con otras formas de expresión de la fe (Grosfoguel 2008). Pero a la vez, con el advenimiento de la secularidad moderna, se articula la prepondernacia de la racionalidad secular sobre cualquier espiritualidad.

Una mirada crítica que apunte a desarticular dicha hegemonía interna de los derechos humanos implicaría un doble juego en el que, por un lado, los discursos que han sido hegemónicos pierdan su lugar privilegiado en el corpus de los derechos humanos y, por el otro, que otras racionalidades-saberes puedan habitar en su seno, ya no en una condición secundaria de obligada relación al “poder central”, sino con igual legitimidad y valor y sin ningún tipo de ataduras.

Durante su historia, en el seno de los derechos humanos (tanto a nivel institucional, como discursivo, legal, etc.) ha operado una lógica de exclusión e inclusión que, por un lado, resiste la aparición de nuevos contenidos y, por otro, fuerza paulatinamente a la introducción de contenidos innovadores que amplían su rango de protección (Baxi 2006). La racionalidad atada a la secularidad ha jugado principalmente el rol de limitar la intromisión de nuevas miradas en el derecho, enraizadas en subjetividades otras.

Considero que, al haberse planteado así, los derechos humanos forman parte de los monólogos que borran la diversidad, de los que Sirin Adlbi Sibai da cuenta en su estudio para el caso concreto del islam. Según la autora, el proceso de colonialidad patriarcal ha conllevado ejercicios de traducciones de las cosmovisiones de ciertas poblaciones (incluidas experiencias religiosas y espirituales) que se encuentran al margen de la modernidad, desde los parámetros de las religiones imperantes y/o la racionalidad secular (Adlbi Sibai 2016).

Un panorama de este tipo se torna problemático para pensar en una expansión realmente emancipatoria y más incluyente de los derechos humanos, que integre cosmovisiones de grupos, poblaciones y actores sociales que no se encuentren enraizadas en esta racionalidad eurocentrada.

Peter Fitzpatrick considera que, para pensar el derecho críticamente desde una mirada decolonial, es necesario, en primer lugar, pensar un derecho que parta de la pluralidad, convirtiendo a Europa en una provincia más, para que en un espacio común puedan concretarse diálogos en igualdad de condiciones. Esto conllevaría a allanar el camino para que el intercambio de experiencias se base en otra racionalidad sostenida en dichos diálogos, lo cual es, para Fitzpatrick, lo único que realmente es posible tomar como universal (Fitzpatrick 2015).

Teniendo en cuenta esto, exploraré a continuación los aportes que podrían deslindarse de pensar críticamente desde el paradigma de la descolonialidad en torno a la racionalidad secular implícita en los derechos humanos. El diálogo intercultural decolonial (reflejado fuertemente en la propuesta de Catherine Walsh) será el eje central desde donde articularé la reflexión, pues considero que la otredad-exterioridad a la modernidad conjugada por la propia modernidad, solo podría ser sobrepasada por medio de mecanismos que permitan a esa nombrada exterioridad subvertir el orden dado, invadir las zonas privilegiadas del ser y transformar radicalmente las jerarquías dadas.

Derechos humanos, interculturalidad y racionalidad

Como veíamos en los apartados anteriores, fruto de su genealogía, las concepciones respecto al ser humano y la naturaleza que permean los derechos humanos han estado influenciadas por las vertientes que la modernidad tomó históricamente. Tanto por el pensamiento teológico ordenador de la primera modernidad y por la racionalidad secular ilustrada y eurocentrada, correspondiente a la segunda modernidad.

En este contexto, infinidad de epistemologías han sido dejadas de lado por la racionalidad hegemónica, como enfatiza Catherine Walsh (2005). Al hablar de racionalidades no eurocentradas me refiero a las que se relacionan la mayoría de las veces con formas de acceder al conocimiento surgidas en la periferia del mundo, o en palabras de Frantz Fanon vinculadas a las zonas del no ser (Fanon 2009). Muchas de las veces, las racionalidades no eurocentradas se encuentran atadas a formas de expresiones religiosas, cosmovisiones y/o espiritualidades no tenidas en cuenta y denigradas debido a las jerarquías del sistema mundo.

Estas otras formas de racionalidad vinculadas a cosmovisiones, religiones y espiritualidades no hegemónicas expresan visiones radicalmente distintas de entender el mundo, las relaciones humanas, la naturaleza y la producción de conocimiento y el poder en general. Esto devela la razón del porqué no han sido tenidas en cuenta como fuentes válidas para informar a los contenidos del derecho, frente a la cerrazón que impone la epistemología dominante del sistema- mundo. Por ejemplo, estas miradas priorizan la colectividad antes que la individualidad; las obligaciones o deberes de los seres humanos hacia sus pares y otros seres vivos antes que el derecho como forma de disfrutar ciertos bienes; y concepciones radicalmente distintas de la naturaleza en donde esta no es vista como un objeto explotable sino como un ser con vida propia con el que se convive y por lo tanto debe ser respetado (Chuji 2010).

Por lo mismo, considero que la puesta en marcha de diálogos interculturales/interreligiosos desde la lógica del paradigma de la interculturalidad crítica decolonial propuesta por pensadores y pensadoras latinoamericanas y pensadoras y pensadores situados en otros espacios de enunciación también subalternizados, puede ser una bisagra para abrir el discurso en torno a los derechos humanos a la inserción de contenidos fundados en estas otras racionalidades desde posiciones simétricas entre las diferentes cosmovisiones. Asimismo, serviría para situar el origen de los derechos humanos como discurso e institución y, desde ahí, elaborar una crítica que deslocalice este centro. Se trata de una empresa urgente, ya que implicaría incluir estas perspectivas alternativas como interlocutoras válidas a la hora de construir contenidos del derecho.

Estas propuestas de interculturalidad reconocen la necesidad del diálogo entre actores con diferentes antecedentes culturales, sociales y políticos. No obstante, el reconocimiento de la necesidad del diálogo -a diferencia de propuestas como la de la multiculturalidad y ciertas vertientes de la misma interculturalidad- está mediado por otro reconocimiento: el de las diferencias de poder entre distintos actores sociales a raíz de diversos contextos históricos (Walsh 2010).

La interculturalidad crítica, como Catherine Walsh lo sugiere, más que partir de la existencia de diferencias, parte del problema de que estas diferencias sean construidas y sostenidas en el marco de una estructura global colonial, racial y patriarcal que las jerarquiza. Partir desde este lugar compromete a la interculturalidad como una propuesta teórica pero también como una herramienta y proceso que se construye desde quienes han sido excluidos y excluidas del sistema mundo colonial, con el objetivo de transformar las estructuras, instituciones y relaciones para alcanzar nuevas condiciones de estar, ser, pensar, sentir, conocer, aprender y vivir (Walsh 2010).

Construir esas otras condiciones de convivencia desde la perspectiva intercultural conllevaría a resquebrajar las estructuras instituidas gracias a la aparición de la otredad en el panorama social y político en condición de igualdad y sin resignar su ser para poder estar y vivir. Proceso que además implicaría construir otros parámetros de relacionamiento, basados en nuevas estructuras de poder, producción de saber y existir, donde se efectivizarían innovadores y equitativos marcos sociales y modos de existencia (Walsh 2010).

Por su talante, el compromiso surgido de un proyecto de este tipo no ata solamente a quienes han sido históricamente orillados al margen del sistema, sino que se amplía a todos los actores sociales, en tanto apela a una transformación radical de las estructuras sociales. El diálogo simétrico en este proceso de transformación se convierte en un elemento clave, tanto como guía de la transformación al ser un valor que se aspira a implantar en la sociedad a construir, así como al instituir los parámetros para la igualdad en los diálogos de todas las personas y sus saberes rompiendo con las jerarquías establecidas en el sistema-mundo (Walsh 2005). En consecuencia, así pensada la interculturalidad, no implica simplemente reconocer e incluir con tolerancia a los “otros” dentro de las estructuras ya establecidas. Más allá, implica transformarlas radicalmente desde esas otras formas de ser, estar y relacionarse en el mundo (Walsh 2010).

Desde mi punto de vista, el diálogo intercultural decolonial crearía una lógica que pondría a la racionalidad secular en igualdad de condiciones con otras formas de racionalidad basadas en cosmovisiones y religiosidades alternativas, así como a las religiones en simetría entre ellas. Dos vías se abren en este sentido. Por un lado, una que implicaría romper con las jerarquías históricamente existentes entre las religiones, desplazando de su lugar privilegiado de poder al cristianismo.1 Otra vía implicaría la posibilidad de construir un diálogo entre las religiones y otras experiencias no religiosas que pueda contribuir a encontrar contenidos que rompan con la hegemonía interna de los derechos humanos.

Un diálogo realizado desde la propuesta intercultural decolonial que se base en una simetría entre los diferentes interlocutores/as sería clave para informar a los derechos humanos pues, partiendo de este presupuesto, las diversas expresiones que participen de dicho diálogo se encontrarían en igualdad de condiciones, podrían buscar los puntos en común, pero sin verse obligadas a dejar de lado elementos esenciales de su cosmovisión. En primer lugar, una propuesta de este tipo estaría destinada a romper con la racionalidad hegemónica que impera en los derechos humanos, fruto de su historia local y particular. Dicha historia posiciona y presupone únicamente como válido al pensamiento que desarrollan quienes en el proceso de la modernidad han sido considerados como humanos: el varón, blanco, burgués y heterosexual. En pocas palabras, rompería con la idea de humanidad que se ha impuesto con el despliegue del sistema mundo patriarcal/colonial/moderno/racial. Además, permitiría garantizar la protección de ciertos bienes jurídicos surgidos de dicho diálogo que tradicionalmente no son tenidos en cuenta por los derechos humanos o incluso modificar la forma y las razones que dan sentido a la protección de algunos bienes desde otras lógicas, visiones y cosmovisiones, lo cual expandiría el alcance de los derechos humanos como institución.

Con esto, se busca descolonizar el discurso de los derechos humanos, por medio de evitar con ello su pretendida secularidad hegemónica y evidenciando la lógica de poder que los ha constituido históricamente. Esto abriría el escenario a lugares de enunciación y de comprensión del mundo distintos al pretendido por el conocimiento hegemónico global, impulsado en el marco de la colonialidad del saber. Por otro lado, contribuiría a expandir los alcances en las responsabilidades en torno a los derechos humanos. Por ejemplo, así lo plantea Mónica Chuji para el caso del Sumak Kawsay:

El Sumak Kawsay y los derechos humanos universalmente reconocidos, en el contexto moderno, se relacionan porque parten del respeto estricto a todos los derechos humanos. Derecho a la vida, derechos económicos, sociales y culturales, derechos civiles y políticos y derechos colectivos. Para tener un Buen Vivir se requiere que todos estos derechos sean ejercidos de manera colectiva e individual y que los Estados se encaminen a trabajar en función de los derechos y no en función de los mercados. (Chuji 2010, 235).

Como argumenta Joaquín Herrera Flores en el marco de la colonialidad del poder y del saber, los derechos humanos han obligado traducciones a la racionalidad dominante de esas otras formas de pensamiento que no son admitidas como legítimas por el poder imperante. En consonancia con el paradigma de la interculturalidad crítica, para el autor la traducción conoce sus límites cuando ya no puede forzarse más para dar a entender lo que ya no es posible por las diferencias radicales del lenguaje. Alcanzado este ámbito en el que no es posible traducir, habremos llegado al punto en el que nos encontramos en espacios de verdadero intercambio intercultural, que evite los remanentes de la herida colonial. Esto implicaría aceptar como racional lo que se escapa de los esquemas de definición de lo racional por la colonialidad del saber (Herrera Flores 2005).

Teniendo en cuenta esta perspectiva, consideramos que el diálogo interreligioso e intercultural en los derechos humanos es el camino más viable por transitar para que las diferentes formas de entender el mundo convivan y den contenido y sentido a los derechos humanos. A su vez, esto implicaría desafiar una de las facetas fundadoras de la colonialidad: la del saber, en un ámbito histórico de disputa como lo son los derechos humanos, los cuales siempre han existido marcados por una indeleble tensión que oscila entre su potencial liberador y sus impulsos hacia el conservadurismo.

La Junta de Valladolid, donde Fray Bartolomé de las Casas y Juan de Sepúlveda debatieron en torno a si quienes habitaban las tierras descubiertas por Europa en aquel momento tenían alma o no; o lo que es lo mismo, su condición de humanidad es ejemplo de esta tensión. Lo que se pretendía dirimir en la Junta era el tipo de trato que podría aplicarse sobre los pueblos conquistados por los españoles (Beuchot 2004).

A pesar de los matices en las posturas, el centro y marco de la disputa fue siempre dado por el acceso a la revelación divina de las diferentes poblaciones. Ser capaz de acceder y conocer a Dios en la forma que ha sido revelado y lo entiende el cristianismo, era elemento distintivo de ser una población civilizada. Por tanto, quienes no habían sido testigos de esta revelación no podían ser considerados como humanos, sino como seres de inferior estatus. La consecuencia fundamental de esta diferenciación racial, colonial y patriarcal es la posibilidad de decidir sobre las vidas de quienes son considerados inferiores y, lógicamente, dominarlas (Grosfoguel 2013; Lepe-Carrión 2012).

Según Enrique Dussel, las argumentaciones esgrimidas por Sepúlveda y por las Casas son dos polos opuestos. Sepúlveda representa la razón imperial-colonial que, desde la supuesta superioridad europea, pugna a favor de la eliminación de la otredad, para la inclusión de las poblaciones “encontradas” dentro de la modernidad. En cambio, siguiendo con la postura de Enrique Dussel, Las Casas parte, en su argumentación, de un respeto básico del otro y sus capacidades y, desde allí, apela a una inclusión que tiene en cuenta a la otredad, propio de un pensamiento que sobrepasa, aunque todavía con ciertos límites propios de su situación, el encuadre impuesto por la modernidad patriarcal/colonial (Dussel 1994).

Lo cierto es que cualquiera de ambas posiciones confluye, desde diferentes presupuestos teóricos y axiológicos, en las posibilidades de colonizar y dominar al otro/a en razón de la diferencia colonial, enmascarada en fines esgrimidos como de mayor relevancia: la evangelización y salvación de almas (Lepe-Carrión 2012). A los que se contrapone la irracionalidad de los cuerpos dominados. Como Grosfoguel destaca:

Tanto Las Casas como Sepúlveda representan la inauguración de los dos principales discursos racistas con consecuencias perdurables que serán movilizados por las potencias imperiales occidentales durante los siguientes 400 años: los discursos racistas biológicos y los discursos racistas culturalistas.

El discurso racista biológico es una secularización cientificista en el siglo xix del discurso racista teológico de Sepúlveda. Cuando la autoridad del conocimiento pasó en Occidente de la teología cristiana a la ciencia moderna después del Proyecto de Ilustración del siglo xviii, y de la Revolución francesa, el discurso racista teológico de Sepúlveda que podriamos caracterizar como «gente sin alma» mutó con el ascenso de las ciencias naturales a un discurso racista biológico de «gente sin biología humana» y más tarde a «gente sin genes» (sin la genética humana). Lo mismo sucedió con el discurso de Bartolomé de Las Casas. El discurso teológico de De Las Casas de «bárbaros a cristianizar» en el siglo xvi, se transmutó con el ascenso de las ciencias sociales en un discurso racista cultural antropológico sobre «primitivos a civilizar». (Grosfoguel 2013 47).

Por tanto, a través de la aplicación del poder y de discursos provenientes de las jerarquías globales religiosas, representadas en el cristianismo, articulado con la jerarquias raciales eurocentradas representadas en el poder de las poblaciones blancas, se asentó una forma de inferioridad de ciertas poblaciones que practican formas de racionalidad no modernas encastradas en espiritualidades no cristianas. Es decir, el discurso religioso fue útil, en su conjugación con el discurso racial, para asentar la discriminación de ciertas poblaciones étnicas que eran identificadas con algunas religiones no cristianas y otras lógicas de pensamiento (Grosfoguel 2013).

Un punto importante que se deslinda del debate en torno a la humanidad de los pueblos conquistados que también era necesario dirimir, es sobre su condición de derechohabientes. El debate significó un punto de inflexión en este sentido, en tanto se consolidaron las pretensiones universalistas del derecho moderno para la expansión sobre las poblaciones conquistadas. Como las Casas alcanzó a argumentar: si los pueblos conquistados eran también humanos, aunque diferentes, eran también dignos de portar derechos humanos (Beuchot 2004).

Esto implicó, como contraparte, las posibilidades de expansión de estos derechos, como parte de la maquinaria colonialista desde la perspectiva de la diferencia colonial. Creo que dicha expansión y talante liberador, se articula con lo que Upendra Baxi define como autoría difusa de los derechos humanos, coadyuvando en ampliar sus contenidos. Este concepto esclarece que no es posible encontrar autorías sólidas de los contenidos de los derechos humanos en la actualidad. Lo cual posibilita, una vez impuestos como discurso hegemónico a las poblaciones subalternizadas, el resquebrajamiento de estas genealogías eurocentradas y hegemónicas y el impulso de contenidos surgidos desde lugares de enunciación otros (Baxi 2006).

Romper con la hegemonía de la racionalidad moderna eurocentrada y así con la colonialidad del ser y el saber impuesta a los derechos humanos se hace posible gracias a lo arriba aludido. Alcanzar tal meta podría coadyuvar no solo a hacer más humanos/as los derechos inherentes a la humanidad, sino fortalecer una herramienta efectiva con miras a la liberación de los subalternizados y subalternizadas por el sistema colonial moderno y patriarcal. Asimismo, pondría en entredicho la legitimidad única y absoluta de la secularidad como principio de relacionamiento en el espacio público.

Estos diálogos podrían contribuir, sin duda, a la creación de derechos humanos “desde abajo”, desde quienes han sido siempre considerados como deshechos del sistema mundo, acercándonos, tal vez, a aportar una construcción transmoderna de los derechos humanos. Para Enrique Dussel, la transmodernidad surge del encuentro creativo entre el proyecto de la modernidad y otras culturas, lo cual posibilita un escenario en donde las culturas avasalladas por la modernidad toman lo positivo de esta y lo articulan con la interpelación innovadora a la modernidad al reconocerse en exterioridad a la misma (con esto busca señalar que dichas culturas han vivido en paralelo al proyecto de la modernidad y nunca subsumidas totalmente por este), lo que concluiría en un proyecto transmoderno (Dussel 2004).

Por ello, la transmodernidad es imaginada, por Enrique Dussel, como suscitada por el potencial creativo de las culturas que la modernidad en estruendosa expansión deja de lado, como multicultural en su afirmación positiva de las diferentes culturas, decolonial al superar las jerarquías impuestas por la matriz colonial del poder, radicalmente democrática trascendiendo los parámetros heredados de la democracia moderna liberal y no encapsulada en el Estado-nación (Dussel 2004).

Una lógica de este tipo significaría, para los derechos humanos, llenarlos de un nuevo contenido donde la voz de los y las oprimidas esté presente y donde sus reivindicaciones, demandas y anhelos sean escuchados. Como el propio Dussel señala, será, por tanto, un derecho que nazca desde abajo, desde la conciencia política de las propias víctimas y sus luchas por la liberación y construido por tanto desde la misma praxis (Dussel 2001).

Nuevos contenidos surgirán así en los derechos humanos, fruto de la construcción dialógica de las diferentes culturas desde un paradigma de horizontalidad, posibilitado por la disputa eterna por la autoría de estos (Baxi 2006). El hecho de quebrar esta racionalidad secular reinante en los derechos humanos solo podrá ser fruto de cuerpos y subjetividades que han sido empujadas a la zona del no ser, debido a sus formas de vida. Este proceso, mediado a la vez por la lógica de la interculturalidad decolonial que ayudaría a evitar la aparición de lógicas jerárquicas surgidas en el seno de algunas religiones, desembocaría en reparar en la necesidad de afirmar las expresiones críticas que han surgido en el seno de muchas religiones, además de en las religiones históricamente subalternizadas.

Lo antes expuesto permitirá, a su vez, que los derechos humanos sean apropiados y reconstruidos por los grupos subalternizados, como argumenta Boaventura de Sousa Santos. Según el sociólogo portugués, el uso de los derechos humanos por los movimientos sociales ha conducido a que discursos localizados de grupos subalternos ganen notoriedad y se constituyan como globales frente al discurso hegemónico (De Souza Santos 2010). Asumir de esta manera la construcción de los derechos humanos conllevaría a aceptar y asumir la exigencia de concebir Europa como un lugar más de enunciación en el panorama global, sin visos de superioridad, para que a su vez pueda dialogar y ser transformado por pensamientos que surgen de los márgenes (Frizo Bragato 2015).

El diálogo intercultural decolonial, que incluye al variopinto rango de racionalidades enraizadas en cosmovisiones, espiritualidades y formas de vida subalternizadas, que comportan por tanto otros cuerpos semánticos, se muestra como una estrategia factible para dinamitar críticamente la racionalidad que hegemoniza el contenido de los derechos humanos. Una empresa de este tipo es necesaria, como un aspecto, uno más entre otros, para descolonizar una de las dimensiones que estos derechos heredan del sistema colonial/patriarcal/moderno/capitalista.

Conclusiones

En un mundo eurocentrado, en el que cada vez gana más terreno la idea de su constitución post secular,2 no puede pensarse en que los derechos humanos sigan la lógica de la racionalidad-secular eurocentrada. Pero tampoco la lógica de las jerarquías impuestas por las religiones hegemónicas sobre otras religiones, espiritualidades y sobre los cuerpos en general. Menos aún si, como muchos autores y personalidades políticas han pregonado, nos encontramos en la Era de los Derechos Humanos.

En un contexto de estas características, no es posible considerar como aceptable que la aparición de la religión en el espacio público esté mediada por un proceso de traducción racional, como lo propone Jürgen Habermas (Habermas y Ratzinger 2008). Una propuesta de este tipo desplazaría los elementos centrales, las racionalidades y los valores propios de muchas de las expresiones religiosas contemporáneas. Se trata de una situación que ha dominado el accionar para la reflexión y el contenido de la construcción contemporánea de los derechos humanos, por medio de traducciones hacia la lógica imperante, a la que ya refería haciendo eco de la postura de Joaquín Herrera Flores.

Esto ha llevado a que los derechos humanos se posicionen como uno de los tantos procesos en el que cuerpos privilegiados toman la voz para hablar por quienes han sido históricamente subalternizados, creando representaciones que normalmente son exotizantes, paternalistas y compasivas. Esto, en lugar de que dichos grupos “subalternos” realmente tomen la palabra para expresar sus saberes, preocupaciones, sentires y necesidades, como sugerentemente propone Gayatri Spivak (2003).

Estoy convencido de que encarar una construcción de los derechos humanos desde el diálogo interreligioso e intercultural desde el paradigma de la interculturalidad decolonial (que se concrete y se acompañe, a su vez, de nuevas estructuras políticas y sociales, también fruto de la interculturalidad decolonial y otros procesos de transformación política radical), como aquí lo he propuesto, podría conjugar un paradigma “otro” de los derechos humanos que contribuya a saltearse los problemas reseñados en este artículo.

En este paradigma “otro” se precisaría otro tipo de traducción como medio para el diálogo y la contemplación de los diferentes sujetos de los derechos humanos. Se hace necesaria así, una traducción que no beneficie a quienes se encuentran en los centros de poder y que no funcione como un instrumento más del epistemicidio de quienes han estado siempre al margen, por medio de procesos que responden a las lógicas de los cuerpos privilegiados. A continuación, esbozo algunos de los rasgos que imagino para esta traducción-otra central en el diálogo intercultural decolonial.

En primer lugar, debería partir de un principio real de igual valor de los diferentes lugares de enunciación. Sin embargo, esto debe ir acompañado, al mismo tiempo, de una postura clara respecto a los procesos históricos que han derivado en la subalternización de ciertas poblaciones, para reparar esta deuda histórica. En paralelo, estaríamos obligados a romper con el lugar de privilegio que ostentan ciertos actores sociales por condiciones forjadas histórica y geopolíticamente. Lo anterior iría de la mano con la posibilidad seria de plantear estos diálogos desde una lógica de horizontalidad real, que propicie encuentros fructíferos entre diferentes actores sociales y que confluya en la representación democrática de las diferentes ontologías sociales.

En paralelo, lo descrito anteriormente debería tener lugar en un contexto de transformación mayor de las situaciones sociales, políticas, económicas y culturales de América Latina. Solamente desde nuevas y mejores condiciones estructurales que redefinan las relaciones entre los seres humanos/as y los pueblos, se podrá contar con un terreno fértil para el desarrollo de diálogos interculturales decoloniales que transformen la idea de humanidad y de los contenidos protegidos por los derechos humanos.

Concuerdo con la aseveración de Peter Fitzpatrick (2015) de que solo una construcción de este tipo podría dotar de verdadera legitimidad a los derechos humanos, a la vez de ser la base para construir una universalidad válida para diferentes perspectivas, como consecuencia de sus distintas formas de acercarse al mundo y de relacionamiento. En otras palabras, para apelar en pos de un pluriversalimo (como Ramón Grosfoguel (2008) sugiere) que sea verdaderamente universal para todas las personas anidadas bajo su manto.

Considero que repensar así los derechos humanos podría romper con la lógica imperante que se ha dado en estos, en la que funcionan como una herramienta para la apropiación y representación desde lugares de enunciación de poder de los grupos que son considerados como otredad. Más bien, debe plantearse como un discurso donde quepan diferentes formas de existencia y su dignidad sea protegida, más allá de diferencias contextuales.

Tal vez una propuesta de este tipo, enraizada en una lógica de pluralidades que comparten el espacio público en igualdad de condiciones, sea una de las salidas legítimas para dar un paso hacia la humanización progresiva de los derechos humanos y convertirlos en herramientas al servicio de la liberación de los hombres y mujeres que tradicionalmente han estado subalternizadas en el sistema mundo.

Referencias

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1Vale resaltar que a pesar de su rol privilegiado de poder, existen diversas corrientes dentro del cristianismo que consciente y criticamente se desplazan de dicho lugar, para tomar una opción clara por las poblaciones excluidas. Tal es el caso de la teología de la liberación (por nombrar solo un ejemplo) que, explícitamente, optó en la teoría y en la práctica por comprometerse profundamente con las causas populares, criticando así al sistema dominante que oprimía a estas poblaciones y buscando construir teologías y praxis liberadoras (Gutiérrez 1975; Ellacuría y Sobrino 1990).

2La idea de post secularidad proviene principalmente de sociólogos, filósofos y teóricos políticos críticos europeos contemporáneos. Jürgen Habermas ha sido, entre otros tantos, uno de los mayores exponentes de esta postura-diagnóstico de la sociedad. Para el filosofo alemán, la idea de la modernidad se pensaba como un fenómeno y periodo secular donde no habría cabida para la religión en el espacio público gracias al avance de diferentes hechos (por ejemplo, la predominancia del conocimiento científico y la pérdida de control sobre los diferentes ámbitos de la vida —como el político y legal— de la religión) y, al mismo tiempo, una época en la que los vínculos de las personas con las diferentes religiones se debilitarían. No obstante, esta idea ha sucumbido a costa del mantenimiento y/o reaparición con fuerza de la religión en el ámbito público. En específico y para el caso de Europa, según Habermas, son tres rasgos los que dan cuenta de lo anterior: la reaparición de expresiones religiosas fundamentalistas; el avance de empresas misioneras; y, la utilización con fines políticos de actos violentados sustentados en ciertas lecturas de preceptos de las principales religiones mundiales (Habermas 2008).

Recibido: 26 de Octubre de 2017; Aprobado: 05 de Junio de 2018

Matías Pérez Volonterio

Activista en derechos humanos. Se ha enfocado principalmente en el impulso del ejercicio de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales (DESCA), en temas como derecho a la vivienda y la ciudad, derecho a la alimentación y al medio ambiente, así como derechos de las personas migrantes. También se ha enfocado en el trabajo por la democratización y el desarrollo local comunitario. Es licenciado en trabajo social por la Universidad de la República del Uruguay, con una especialidad en derechos humanos y democracia en la línea de procesos políticos y derechos humanos y maestro en estudios políticos y sociales por la UNAM. En el ámbito académico, una de sus preocupaciones principales ha sido entender la construcción de los derechos humanos y su relación con procesos sociopolíticos desde perspectivas críticas como el feminismo decolonial, los estudios críticos del derecho y los estudios poscoloniales. Asimismo, ha trabajado en temas como democratización, participación ciudadana, desarrollo local y movimientos sociales.

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