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Inter disciplina

versión On-line ISSN 2448-5705versión impresa ISSN 2395-969X

Inter disciplina vol.6 no.15 Ciudad de México may./ago. 2018  Epub 19-Feb-2021

https://doi.org/10.22201/ceiich.24485705e.2018.15.63842 

Dossier

Violencia y salud pública: reflexiones en torno al enfoque de riesgo**

Violence and public health: reflections regarding the risk approach

María Guadalupe Alvear Galindo* 

* Departamento de Salud Pública, Facultad de Medicina, Universidad Nacional Autónoma de México. Doctora en ciencias biológicas. Correo electrónico: alvear@unam.mx


Resumen

Los resultados obtenidos mediante el Enfoque de la Salud Pública (ESP) para el estudio de la violencia son limitados y, en la práctica, conducen a la estigmatización y criminalización de la pobreza. En este texto se reflexiona sobre dicho marco interpretativo para explorar sus alcances y límites. Desde el ESP, la violencia se entiende como un simple acto violento pero no como un fenómeno social. Su categorización reduce el estudio a su medición y asociación con factores de riesgo, a partir de quién es el receptor del acto violento o cuál es el tipo de acto ejercido, imposibilitando su contextualización. Como resultado, la interpretación de la violencia pierde de vista los procesos sociales de los que ella forma parte.

Palabras clave violencia; enfoque de salud pública; modelo ecológico; tipología

Abstract:

The results obtained through the Public Health Approach (PHA) for the study of violence are limited and, in practice, lead to the stigmatization and criminalization of poverty. This text reflects on this interpretive framework to explore its scope and limits. From the PHA, violence is understood as a simple violent act but not as a social phenomenon. Its categorization reduces the study to its measurement and association with risk factors, from who is the recipient of the violent act or what is the type of act exercised, making impossible to contextualize it. As a result, the interpretation of violence loses sight of the social processes of which it is a part.

Keywords: violence; public health viewpoint; ecological model; type of violence

Introducción

DESDE EL ENFOQUE de la Salud Pública (ESP) han sido sugeridas algunas explicaciones y prácticas preventivas de la violencia, pensadas casi siempre desde la conducta individual y a partir de atributos personales. La Organización Mundial de la Salud (OMS)1 afirma que “es posible prevenir la violencia y disminuir sus efectos, de la misma manera en que las medidas de salud pública han logrado prevenir y disminuir las complicaciones relacionadas con el embarazo, las lesiones en el lugar de trabajo, las enfermedades infecciosas y las afecciones resultantes del consumo de alimentos y agua contaminados en muchas partes del mundo” (Krug 2003, 3). Los resultados obtenidos desde esta propuesta son desalentadores. Es evidente la necesidad de reformular esta problemática y construir nuevas miradas. Buscamos plantear maneras de acercarnos al estudio de la violencia desde el campo de la salud para ejercer posturas que no descarten el carácter político del problema.

En este sentido, el objetivo de este trabajo es pensar el marco explicativo que se utiliza para estudiar la violencia desde el ESP y explorar sus alcances y limitaciones; intentar otras maneras de acercarnos a esta como problema de salud pública, y, traducir su carácter político y su práctica, para lo cual primero es necesario entender el marco interpretativo que se utiliza para estudiar la violencia desde la salud pública. Del extenso planteamiento que se hace de la violencia desde dicho enfoque, se consideraron como elementos de análisis la definición adoptada de violencia, el modelo ecológico desde el cual se busca explicarla y sus clasificaciones como categorías centrales para entender el marco conceptual de su abordaje.

Violencia y salud pública: el problema de su definición

La violencia se define desde el ESP como “el uso intencional de la fuerza o el poder físico, de hecho o como amenaza, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones” (Krug 2003, 5). Este planeamiento da la posibilidad de considerar, además de los actos violentos, las amenazas y la intimidación, donde el poder proviene de las relaciones interpersonales, incluyendo así el descuido o los actos por omisión, el suicidio y otros actos de autoagresión. Al mismo tiempo, se reduce el resultado del acto violento a lesiones, muerte, daños, trastornos o privaciones, es decir, a la parte visible y cuantificable de la violencia. También se introduce la probabilidad como única encargada de explicar la ocurrencia de daños o lesiones a partir de modelos que usan asociaciones estadísticas construidas con base en el riesgo.

Dicho enfoque señala que uno de los aspectos más complejos consiste en precisar la intencionalidad. En este punto, se especifica que, aunque “la violencia se distingue de los hechos no intencionales que ocasionan lesiones, la presencia de la intención de usar la fuerza no significa necesariamente que haya habido la intención de causar daño […]. En efecto, puede haber una considerable disparidad entre la intención del comportamiento y las consecuencias intentadas” (Krug 2003, 6). En la definición adoptada en el ESP, se vincula la intención con el ejercicio del acto violento mismo, y su relación con las consecuencias que este acto asume a partir de la probabilidad. Entonces se hace un amalgamiento entre el acto violento y la persona que lo realiza. Si bien señala que la intencionalidad del actor de la acción violenta puede ser con o sin la intención de causar daño, esta se realiza por una motivación “interna”. Desde su definición es operada una simplificación teórica del problema. En efecto, pensar en la violencia como el uso intencional de la fuerza o del poder físico equivale a considerarla como un acto y no como un fenómeno situado en un contexto específico. Al perpetrador, se le pone en la misma escala de intervención en todos los hechos. Con esta idea, se contribuye a obviar y desvanecer las posibles responsabilidades que podrían tener factores de orden estructural así como instituciones sociales concretas.

Por otro lado, se advierte en el ESP que “la definición lleva implícitos otros aspectos de la violencia que no se enuncian en forma explícita. Por ejemplo, tipifica los actos violentos como públicos o privados, reactivos o activos, con carácter delictivo o no, asumiendo que “cada uno de estos aspectos es importante para comprender las causas de la violencia y elaborar programas de prevención” (Krug 2003, 6). Desde esta óptica son elaborados programas de prevención bajo una lógica de criminalización. Por ejemplo, en estudios empíricos sobre violencia, “la intencionalidad de las lesiones de causa externa tiene una fuerte asociación con consumo de alcohol y otros psicotrópicos” (Castro, Rendón, Rojas, Durán y Albornoz 2006, 2), como si las sustancias por sí mismas fueran el motor que impulsara al sujeto a ejercer la acción violenta, desligándola de los procesos sociales que en realidad la originan.

En cambio, consideramos que explicar la violencia con el enfoque de riesgo, como sugiere Skolbekken (1995, 291), equivale a “enmarcarla desde la “epidemia del riesgo”, la cual refleja las construcciones sociales de una cultura en particular en un momento determinado de la historia”. A su vez, es otorgarle a la probabilidad y a la técnica la capacidad de explicar el origen de la violencia e identificar los elementos sociales que entran en juego para que esta ocurra y se proyecte en la sociedad. Como señala Ulrich (1998, 504), “el riesgo no parece ser más que parte de un cálculo esencial, un medio de sellar fronteras a medida que se invade el futuro. El riesgo vuelve previsible lo imprevisible”.

No se valora la violencia como un acto sistémico, resultado de un entramado fenomenológico y contextual. Mucho menos se relaciona la violencia en su dimensión política, es decir, con la cuestión de su monopolio por parte del Estado y sus instituciones, a pesar de que “la violencia estatal desempeña un papel central en el proceso de reconfiguración hegemónica, a su vez, ella misma se reorganiza y lo hace principalmente bajo dos modalidades, que se han caracterizado como guerras: a) la llamada guerra antiterrorista […], y, b) el combate contra la inseguridad y el crimen organizado, que ha proporcionado la extensión y reorganización del sistema penitenciario” (Calveiro 2012, 59). En suma, el acto violento desde el ESP se muestra como parte del crimen. Considerar la violencia desde este enfoque es partir de la epidemiología, en términos generales. Es identificarla con el enfoque de riesgo, desde la probabilidad como determinante del daño a la salud. Sin duda alguna, la explicación de lo que es la violencia desde este enfoque implica enmarcarla y contenerla bajo ciertas formas que, a su vez, desconocen otras visiones.

Por lo tanto, resulta fundamental adoptar un concepto de violencia que exprese el problema desde una mirada política y reconocer que, como lo señala Foucault (1993, 6), “es necesario proceder a un análisis del poder, no desde su representación, sino desde su funcionamiento”. Coincidimos en que, si queremos hacer un análisis del poder, debemos hablar de poderes o intentar localizarlos en sus especificidades históricas y geográficas. “El poder es esencialmente lo que reprime” (Foucault 2006, 28), y el enfoque de riesgo precisamente deja de lado este análisis.

El modelo ecológico y la violencia: límites explicativos

En el modelo ecológico, la salud/enfermedad resulta de la interacción entre agente, huésped y ambiente, en un contexto tridimensional que descubre tanto las relaciones de factores causales entre sí, como las relaciones directas con el efecto. A partir de este modelo, “comprender la naturaleza polifacética de la violencia” (Krug 2003, 13) pasa por dar racionalidad y objetividad al problema y manifestar que se tiene las herramientas teóricas y técnicas para abordarlo, partiendo de afirmaciones basadas en factores de riesgo y probabilidades de peligro. Así, para ser peligroso solamente es necesario cubrir un “perfil de riesgo”, funcionando al mismo tiempo como soporte teórico y sustento empírico. Es a partir de estos elementos que se tasa la probabilidad de ser víctima o perpetrador de actos violentos, tratando de explicar el origen de la violencia. Para ello, se parte de que ningún factor por sí solo explica por qué algunos individuos tienen comportamientos violentos hacia otros, o el motivo por el cual la violencia es más prevalente en algunas comunidades que en otras. Se asume que bajo el modelo ecológico, el origen de la violencia se produce en cuatro niveles de análisis: el individual, el relacional, el comunitario y el social. En este sentido, “el modelo explora la relación entre los factores individuales y contextuales y considera la violencia como el producto de muchos niveles de influencia sobre el comportamiento” (Krug 2003, 13).

En el primer nivel (individual), se pretende identificar factores biológicos y personales en general, “como la impulsividad, el bajo nivel educativo, el abuso de sustancias psicotrópicas y los antecedentes de comportamiento agresivo o de haber sufrido maltrato” (Krug 2003, 14). En este nivel, la violencia se sitúa en cada persona o para una persona, se destacan los factores biológicos y se centra la atención en las características del individuo, las cuales aumentan la probabilidad de ser víctima o perpetrador de actos violentos. Se conjuga el ingrediente biológico resumido en “predisposición a la agresión”, materializado en factores de riesgo. El contexto social lo transforma en características personales, como, por ejemplo, ser pobre. En general, la explicación se centra en “conductas de riesgo”, como conductas patológicas o conductas delictivas. “Abordar el problema a nivel individual tiene implicaciones distintas de las que tienen los estudios a nivel poblacional. Es considerar las variables tratadas como características de individuos y no de grupos” (Pellegrini 1999, 220). En consecuencia, el nivel individual termina apuntando hacia la predisposición de las personas a ser violentas, criminalizando y estigmatizando la pobreza.

En el segundo y tercer nivel, el modelo ecológico indaga el modo en que las relaciones sociales cercanas -por ejemplo, con los amigos, con la pareja y con los miembros de la familia- aumentan para el individuo el riesgo de convertirse en víctima o perpetrador de actos violentos. “En general, el estrato socioeconómico bajo de la familia se asocia con violencia futura” (Krug 2003, 14). Finalmente, a nivel social, el análisis incluye las políticas sanitarias, educativas, económicas y sociales que mantienen niveles altos de desigualdad económica o social entre distintos grupos. Socialmente, se “crea un clima de aceptación de la violencia que reduce las inhibiciones contra esta, y que crean y mantienen las brechas entre distintos segmentos de la sociedad o generan tensiones entre diferentes grupos o países” (Krug 2003, 14). Bajo este razonamiento, la violencia se tornará en conductas patológicas/conductas delictivas. El modelo ecológico reduce el componente social en factores familiares, comunitarios, culturales y “otros agentes externos”, haciendo hincapié en que la socialización es un elemento clave. Asimismo, postula que la violencia comprende dimensiones organizativas, institucionales y culturales que pueden conducir a la selección de estrategias violentas por parte de ciertos actores sociales.

Ahora bien, si explicar la violencia desde el modelo ecológico contribuye a conocerla, este sigue siendo insuficiente. En efecto, al dividir las causas de la violencia en individuales, relacionales, comunitarias y sociales, da la posibilidad de sistematizar todos los factores que la determinan, al mismo tiempo que estos cuatro niveles acaban abreviándose en su “influencia sobre el comportamiento”. Al seccionar la violencia en niveles, al particularizarla en riesgos, al igual que el ESP del que es parte, el modelo ecológico descontextualiza y despolitiza la violencia. Describe algunas asociaciones pero no comprende el fenómeno social en toda su complejidad, pues bajo esta óptica, el problema de la violencia se traslada hacia el comportamiento, y más específicamente, al comportamiento de las clases más precarizadas, en el sentido de que, “si la pobreza se debe principalmente al comportamiento de los pobres y no a las barreras sociales, lo que hay que cambiar es entonces ese comportamiento y no la sociedad. […] La política social abandonó progresivamente la meta de reformar la sociedad y ahora se preocupa, en cambio, por supervisar la vida de los pobres (Wacquant 2010, 54).

Con el modelo ecológico, se convierte al individuo precarizado en responsable de la violencia, contribuyendo a una lógica de “criminalización de la pobreza, derivada, por un lado, de la restructuración de los mercados económicos y del progresivo desmantelamiento del Estado social y, por el otro, de un proceso de construcción social de las clases marginales como clases peligrosas” (Tinessa 2010, 39). Desde este planteamiento, el ESP coincide con la función de “la inseguridad como discurso social privilegiado [que] se ha convertido en la herramienta que legitima un accionar” (Vázquez 2014, 224), en el que la seguridad social es sustituida por la seguridad pública, uniendo pobreza con delito e inseguridad con delincuencia. En otras palabras, “la masificación del miedo en el imaginario social [...] bajo la gubernamentabilidad neoliberal [...] resulta ser un argumento lo suficientemente plástico y amenazante como para desviar el foco de preocupación hacia el supuesto comportamiento maligno de ciertos individuos, sacando del centro del debate a las políticas y las lógicas neoliberales” (Codoceo y Ampuero 2016, 27).

En este mismo sentido, hablar de riesgos desde el ESP es contribuir a considerar que “la causa del delito es el mal comportamiento de los individuos y no la consecuencia de condiciones sociales [...]. Su objeto aparente, justamente demasiado aparente, dado que en estos últimos años tiende a invadir el debate público hasta la saturación: la delincuencia de los “jóvenes”, las “violencias urbanas”, los múltiples desórdenes cuyo crisol serían los “barrios sensibles”, y las faltas de urbanidad de los que sus habitantes son presuntamente las mayores víctimas y, a la vez, los primeros culpables” (Wacquant 2010, 28). Estas formas de entender la violencia, la salud pública las asumió como propias, en calidad de desasosiegos por resolver.

Tipos de violencia: su clasificación

La OMS clasifica la violencia en tres categorías generales: la auto­infligida; la interpersonal y la colectiva; planteando las diferencias de los tipos de violencia a partir del número de personas involucradas en el acto considerado violento. Por lo tanto, esta visión continúa centrando el problema sobre los individuos, sin incorporar una visión contextual/histórica. Además, pretende explicar “los tipos de violencia que existen en todo el mundo en la vida cotidiana de las personas” (Krug 2003, 21). Los riesgos son presentados como categorías científicas, sin la necesidad, para quienes las traen a la discusión, de explicar la naturaleza de las relaciones apenas descritas empíricamente. Solamente “se establece que las causas han de buscarse al mismo nivel en que se produce el problema y se procede a la cacería afanosa de factores individuales de riesgo” (Silva 2005, 310).

Sin embargo, la violencia constituye un problema complejo que invariablemente se abordará desde una posición política e ideológica. Entonces, más vale reconocerlo. Por eso, Butler (2011, 16) afirma que, en todo análisis, “no hay un solo marco y los marcos no son precisamente estáticos [...]. El marco no simplemente contiene o exhibe lo que contiene, sino que participa activamente en una estrategia de contención, produciendo y haciendo cumplir de un modo selectivo lo que se contará como realidad”. Bajo esta idea, desde el ESP podemos decir que la elección de los factores de riesgo y su asociación con la probabilidad están permeadas por cuestiones ideológicas (como por ejemplo, pensar en violencia de pareja y no en violencia de género, o separar la violencia de pareja de la violencia sexual). Al clasificar “causas” o “riesgos” de violencia en grupos, se contribuye a imaginar que, “como todos los fenómenos sociales, los enemigos simbólicos son construidos y reconstruidos cada día en la interacción cotidiana siguiendo no una lógica racional, sino la lógica del discurso social, del sentido común, de la mitología social (Tinessa 2010, 40).

Con la tipología de la violencia propuesta por la OMS, los factores individuales y contextuales se sintetizan en comportamientos organizados en diferentes “cajones”. Se establecen como los causantes de la violencia y se adecuan los factores de riesgo al tipo de violencia del que se trate, sin más. Partir de esta clasificación es formar parte de la política desde donde “las estrategias de control social radican, en suma, en la gestión de determinados grupos, de determinadas categorías de sujetos hacia los cuales se dirige la vigilancia, la incapacitación y la intimidación. [...] Se ubica al mismo nivel de importancia y complejidad a “todas las violencias”, distinguidas entre sí no por su carácter o naturaleza sino por los factores de riesgo que cada una de ellas entraña. Así, el esp termina colocando, en un mismo plano de análisis probabilístico y estadístico, un suicidio y un genocidio, o un linchamiento popular y una masacre militar. Aquí, “el individuo, el sujeto desviado como “caso”, solo tiene relevancia en cuanto sea posible clasificarlo en una categoría, sobre la base de una valoración probabilística y estadística del riesgo […]. Después se procede a una clasificación de los sujetos dentro de grupos homogéneos de riesgo. [...]. (Giorgi 2005, 70).

El control no se ejerce ya tanto sobre individuos concretos desviados (actuales o potenciales), cuanto sobre sujetos sociales colectivos que son institucionalmente tratados como grupos productores de riesgo. […] La meta es redistribuir un riesgo de criminalidad que se considera socialmente inevitable. (Giorgi 2005, 39).

Desde la salud pública, en particular en el estudio de la violencia y, en general, de los problemas de salud colectiva, se contribuye a construir lo que Wacquant (2001, 46) denomina como el “estatus de infra­clase” con el cual se estigmatiza a los pobres y que se establece desde afuera (y desde arriba), o sea, desde la sociedad “oficial” donde, los especialistas de la producción simbólica -periodistas, políticos, académicos y expertos gubernamentales- lo asignan con finalidades de etiquetar a los presuntos miembros de tal clase y poder ejercer un poder de control y disciplinamiento sobre ellos. A su vez, esta forma de organizar la violencia sirve para encubrir que su origen está en:

la expansión de la mercantilización de los recursos naturales, así como de las empresas y servicios públicos nacionales, [que] le han quitado a los Estados de los países en desarrollo su base material para legitimar sus funciones de protección social y civil, […] desplegar programas y políticas destinados a “enjugar” las consecuencias más evidentes de la pobreza y amortiguar (o no) su impacto social y espacial. También contribuyen a determinar quién queda relegado, cómo, dónde y durante cuánto tiempo. (Wacquant 2001, 175).

Desde el ESP, se responsabiliza a los sujetos de ser los violentadores/violentados, eclipsando así la violencia estructural y la lógica general del sistema social en las que ellos enmarcan sus acciones. Aquí, la pobreza no es calificada como un problema resultado de la economía de libre mercado, ni por la ausencia de políticas públicas. En contraposición con ello, resulta necesario “plantear el problema de la pobreza como un fenómeno de violencia que se manifiesta como violencia estructural en el proceso de exclusión de grandes sectores de la población de las posibilidades de acceder a los bienes sociales y culturales que ofrece el sistema social” (Rodríguez 2004, 42). Solamente desde esta perspectiva alternativa, la salud pública dejaría de condenar a los pobres, desviados y enfermos, señalados como los principales responsables de todas las violencias.

Consideraciones finales

A partir de la definición misma que da a la violencia, la OMS toma una postura ideológica que contribuye a considerarla como resultado del accionar del sujeto individual, aislado de su contexto político y económico, y no de determinismos sociales, hoy caracterizados por “el ahondamiento de las desigualdades y la generalización de la precariedad salarial y social como consecuencia de las políticas de desregulación y de la deserción económica y urbana del Estado” (Wacquant 2010, 73). En general, el Enfoque de Salud Pública oscurece el hecho de que el origen de la violencia es ante todo estructural. Al utilizar factores de riesgo como manera de explicar la violencia, “las causas colectivas se rebajan aquí al rango de “excusas” para mejor justificar sanciones individuales que, en la seguridad de carecer de influencia sobre los mecanismos generadores de conductas delictivas, no pueden tener otras funciones que las de reafirmar en el plano simbólico la autoridad del Estado (en procura de legitimación) y reforzar en el plano material su sector penal, en detrimento de su sector social” (Wacquant 2010, 66). Es decir, el modelo dominante de salud pública, en torno al Estado y sus instituciones de salud, contribuye a la construcción de la lógica de castigar al pobre­violento/delincuente.

Como ejemplo de ello, el modelo ecológico, como representación explicativa del hecho violento, da lugar a plantear niveles progresivamente incluyentes de factores involucrados, basados en la noción de riesgo, y resulta sumamente atractivo para el ESP en la medida en que se presta para construir sofisticadas ecuaciones que establecen relaciones estadísticas que, a su vez, pulverizan la participación de otros factores que no se establecen dentro del terreno de la conducta individual violenta. Por lo tanto, explicar la violencia desde dicho modelo es encontrar las razones de la violencia, pero de manera totalmente desarticulada, al fragmentar la realidad social y encubrir los factores de la violencia sistémica, como principal determinismo político, económico y social de la simple violencia directa. De esta manera, “se invierten […] las causas y las consecuencias para mejor suprimir cualquier vínculo entre delincuencia y desocupación, inseguridad física e inseguridad social, aumento de los desórdenes públicos e incremento de las desigualdades” (Wacquant 2010, 65).

Colocar la responsabilidad de la violencia sobre los individuos y plantearla como inmanente trae como efecto una fractura en los lazos comunitarios, al convertir al otro en posible agresor y a uno en posible víctima, arrojándonos a un espacio de desamparo total, en el que el miedo nos convierte en policías obligados a la vigilancia del vecino. Desde la salud pública, resulta imprescindible reflexionar sobre cómo entender y abordar el problema de la violencia dentro de un contexto social, so pena de reproducir en nuestras prácticas profesionales, inclusive de manera inconsciente, una lógica de criminalización afín a la ideología neoliberal hoy dominante.

Referencias

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** Agradezco a Juan Manuel Outón Alvear y Valeria Gutiérrez Vega por su participación en la discusión y preparación del manuscrito, a Juan José García García y Rafael González Guzmán por la lectura y comentarios del texto, así como a Pierre Gaussens por la revisión y corrección de la versión final del trabajo.

1En este trabajo, se analiza parte del amplio planteamiento propuesto por la OMS y se resumen algunos elementos y actores relevantes para la discusión. El informe completo se puede encontrar en Krug (2003).

Recibido: 27 de Noviembre de 2017; Aprobado: 12 de Diciembre de 2017

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