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Inter disciplina

versión On-line ISSN 2448-5705versión impresa ISSN 2395-969X

Inter disciplina vol.6 no.15 Ciudad de México may./ago. 2018  Epub 19-Feb-2021

https://doi.org/10.22201/ceiich.24485705e.2018.15.63833 

Dossier

Cuando hablar de violencia es violento: los problemas del discurso dominante sobre el crimen organizado

When talking about violence is violent: The problems of the dominant discourse on the organized crime

Pierre Gaussens* 

* Programa de Becas Posdoctorales en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Becario del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades (CEIICH), asesorado por la Dra. Alba Teresa Estrada Castañón. Doctor en sociología por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Correo electrónico: pierre.gaussens@gmail.com


Resumen

El discurso dominante sobre la crisis de seguridad en México se basa en una representación oficial que equipara los grupos criminales con mafias, como supuestos “poderes paralelos” cuyos intereses “infiltran” el Estado. En contra de esta visión mediática, es preciso deconstruir las categorías que hacen del “cártel” un enemigo fantasmal, la “plaza” un territorio imaginario y el “narco” un mito, para poder entender de manera crítica un fenómeno delictivo cuyo nexo político-criminal es funcional, tanto para el orden social en el Estado como para la acumulación del capital en el mercado.

Palabras clave: Estado; grupo criminal; tráfico de drogas; nexo político-criminal

Abstract

The dominant discourse on the security crisis in Mexico is based on an official representation that compares criminal groups with mafias, as some “parallel powers” whose interests “infiltrate” the State. Against this vision, it´s necessary to deconstruct the categories that make the “cártel” a phantom enemy, the “plaza” an imaginary territory and the “narco” a myth, in order to be able to understand critically a criminal phenomenon whose political nexus is functional to the social order in the State and the accumulation of capital in the market.

Keywords: State; criminal group; drug trafficking; political-criminal nexus

Contra el discurso dominante

EN EL MÉXICO del siglo XXI, el llamado crimen organizado es omnipresente. Su acrónimo “narco” se encuentra en la prensa, discursos oficiales, noticias o Internet. También se escucha en el transporte, las reuniones o en la calle. Tarde o temprano, las pláticas diarias terminan refiriéndose a ello, sea con respecto a la ocurrencia de alguna situación o la suerte de algún individuo. El “narco” se ha constituido en uno de los principales ejes de la vida pública del país. En forma difusa, está en la mente de muchos. Por lo general, su sola mención suele bastar para concluir una discusión o dar por sentada la demostración de cualquier argumento. Su recurso retórico se ha convertido en una especie de sentencia lógica. Si “fue el narco”, todo queda sobrentendido. Se cierra la explicación, no hay más vuelta atrás y el silencio se torna cómplice. Hablar más se pone peligroso. Con solo mencionarlo, todo queda con la apariencia de ser resuelto, entendido, explicado, aunque no se diga nada en realidad. “Fue el narco”, “el narco lo hizo”, “está con el narco”, “aquí manda el narco”, “la mano del narco”, son unas entre tantas otras expresiones con las que los discursos ordinarios cierran el análisis sobre lo cotidiana que se ha vuelto la violencia, la frecuencia con la que se dan los homicidios, la recurrencia con la que salen a relucir las armas, la banalidad de que una persona desaparezca, o la facilidad con la que termina derramándose la sangre.

Esta situación no es fortuita, sino producto de un largo y sistemático trabajo mediático de propaganda. Si hoy el “narco” está en nuestras cabezas, es porque primero estuvo en los discursos oficiales y apareció en las primeras planas de los periódicos. Si ahora estructura las conversaciones diarias, es porque allí se repite lo anunciado día tras día por los noticieros televisivos y radiofónicos. En este sentido, el tratamiento de la información dado por los medios masivos de comunicación, en México en años recientes, mucho tiene que ver con esa omnipresencia del “narco”. “Se ha establecido una especie de arquetipo del mal, reproducido de manera insistente por los medios de comunicación, y, además, se ha creado un dominio de significación donde el significante “narco” funciona como un multiplicador lexicológico […]. Ese multiplicador lingüístico ejerce tal fascinación, que quienes caen bajo su embrujo no diferencian ya las designaciones con fundamento en la realidad de la pirotecnia verbal” (Astorga 1995, 41).

Esta última es distintiva del discurso mediático actual. Sus fuegos multicolores brillan en las numerosas declinaciones del prefijo “narco-”, que ya no se restringe solamente a los narcóticos y, sobre todo, al tráfico de drogas y quienes lo administran (los “narcos”), sino que ahora, también se aventura en los terrenos de la cultura (“narco-video”, “narco-corrido”, “narco-novela”, “narco-fiesta”), la técnica (“narco-menudeo”, “narco-manta”, “narco-ruta”, “narco-túnel”, “narcofosa”), la economía (“narco-lavado”, “narco-dólar”, “narco-tienda”), la política (“narco-voto”, “narco-democracia”, “narco-campaña”) y el Estado (“narco-guerra”, “narco-imperio”, “narco-terrorismo”). No obstante, el prefijo contribuye menos a definir que a ser definido. A menudo es más cercano al insulto que al concepto. Es parte de la polémica periodística y no del debate científico. “El prefijo “narco” opera de manera mágica y adictiva en el lenguaje cotidiano: basta usarlo con cualquier palabra para imaginar que se comprende lo que se dice” (Astorga 2015, 215). Como taparrabo teórico, nuevo ersatz del pensamiento conservador y medio de una auténtica colonización mental, el “narco” no da cuenta de lo realmente existente por la carga fantasiosa que conlleva.

Fuente: Elaboración con base en (Castañeda, Henao 2011, 9)

Palabras encontradas en el periódico Excelsior

Este discurso mediático en torno al “narco” no es más que el corolario de un nuevo discurso oficial. En este punto, cabe recordar que, como lo advierte Hegel, la ilusión no es ilusoria, es decir, que lo oficial, aunque no deje de ser una ficción, no es nada ficticio. Que la propaganda no es un simple arsenal ideológico para justificar el dominio de los dominantes, sino que constituye el discurso mediante el cual los dominantes legitiman su dominación sin nunca tener que justificarse, imponiendo así el desconocimiento de la lógica de su dominio en cuanto capital, así como de la violencia arbitraria que reside en el origen de su acumulación. Por lo tanto, el discurso oficial es mucho más que una propaganda de acompañamiento. Es un logos performativo, como discurso constituido y constituyente de la materia del mundo social, que contribuye a hacer existir lo que tiende a hacer ver y creer, bajo la apariencia de enunciar lo que es. A su vez, este efecto de realidad, siempre relativo,1 que hace advenir lo enunciado (y anunciado), corresponde con la labor de profecía auto-realizada (self-fulfilling prophecy) de la que se encargan los artífices del discurso dominante, hoy periodistas y académicos, todos presentados como “expertos”, quienes ponen sus ideas de éxito al servicio del éxito de sus ideas.

En México, desde esta labor es construida la imagen de un nuevo enemigo para la “seguridad nacional”. Con el cambio de siglo es operado un giro discursivo cuyo centro es ahora ocupado por la figura del “crimen organizado”. Si bien el tema del tráfico de drogas en sí no era nada nuevo dentro de la política nacional, en el contexto de la política exterior estadounidense de los años 2000, la traducción e imposición de la agenda del llamado “combate al terrorismo y al narcotráfico” vuelve a poner énfasis en esta segunda cuestión, sobre todo a partir de las administraciones federales panistas. De allí en adelante empieza a ser producido desde el Estado, de manera sistemática, un discurso centrado en la construcción de la figura del nuevo enemigo: los “cárteles” de la droga. La estadística oficial es manejada para tal fin.2 Las cifras avanzadas parecen escandalosas. La retórica debe ser avasalladora. Los informes oficiales, deliberadamente vagos e imprecisos, se multiplican. “Ofrecen precisamente la clase de material que puede alarmar la opinión pública, es decir, la imagen de una amenaza terrible, pero imposible de asir definitivamente” (Escalante 2012, 102), pues de lo que se trata, al fin, es justificar la mano dura de la represión.

Producto de esa labor propagandística, hoy existe una especie de saber estándar, de sentido común acerca del fenómeno delictivo, basado en una lengua franca para referirse a la crisis de seguridad pública, a su vez hecha de términos cuyo tecnicismo aparente solo esconde una profunda ignorancia. Estos últimos conforman una precaria mezcla, proveniente de diversas fuentes, desde el argot popular y la jerga penitenciaria hasta las consultorías empresariales, los manuales militares y los procedimientos penales, pasando por las notas periodísticas de la crónica roja y las actas del ministerio público. Además del “narco”, allí se encuentran el “cártel”, la “plaza”, su “jefe”, los “lugartenientes”, “operadores financieros”, “sicarios” y otros “halcones”, los “cuernos de chivo”, el “cobro de piso” y los “levantones”, entre muchos más. En definitiva, “no es propiamente un lenguaje, ni un género de habla, sino apenas un vocabulario o poco más, pero de enorme atractivo, sobre todo para los medios de comunicación. Porque permite resumir, ahorrar detalles, obviar lo que no se sabe, y ofrecer explicaciones para cualquier público” (Escalante 2012, 57).

Ante esta situación, es preciso desacralizar el discurso dominante, con el fin de poder anular la capacidad performativa del “narco” y romper con la función de despolitización que cumple este término, al entenderlo como el caballo de Troya de una permanente acción de propaganda. Sin embargo, “lo más difícil en sociología es enfrentarse a las certezas del sentido común, sobre todo en un terreno donde un fenómeno social sumamente complejo es reducido a una simple lucha de buenos contra malos” (Astorga 1995, 13). En consecuencia, el presente texto se enfrenta al reto de romper con las certidumbres primeras, con las evidencias intrínsecas al rótulo del “narco”, en la medida en que el distanciamiento que esta necesaria ruptura fomenta, en un inicio, tiene todas las apariencias en su contra. Dicho de otro modo, las estrategias de ruptura necesariamente paradójicas que el pensamiento crítico se impone (e impone a sus lectores) suelen aparecer al sentido común como desencantadas y, al mismo tiempo, cercanas a la burla. Sus constataciones “implacables” pueden pasar inclusive por una provocación, un cinismo o una especie de radicalismo irresponsable, suerte de política de lo peor que se complacería en tomar contrapiés gratuitos sobre los temas más polémicos.

En cambio, creemos que si los agentes que tienen interés en el orden establecido no gustan de la crítica científica, es porque esta última introduce una libertad en contra de la adhesión primaria al orden social, que hace que la conformidad misma tome formas de herejía, ironía o sarcasmo. Los lectores también pueden sentirse atacados a nivel de sus más íntimas convicciones. Por lo tanto, una de las estrategias que ellos utilizan contra los efectos de desmitificación del pensamiento crítico consiste en invocar la sensatez contra el desafío al sentido común y así, intentar reducir la crítica científica al estado de una simple sátira o de un chisme malicioso. Esta reducción es facilitada, además, por las dificultades inherentes a la comunicación de la empresa de desmitificación hacia unos lectores parcialmente mitificados. Y este obstáculo, ilustrado por la atmósfera de permanente sospecha que rodea a la empresa sociológica, es aún más grande cuando la investigación tiene como objeto espacios sociales dominantes, como en el caso de los espacios del nexo político-criminal, los cuales se caracterizan, tanto por el hecho de pensarse a sí mismos como excepciones de sus propios análisis, como por su pretensión al monopolio de su propia objetivación, es decir, por su pretensión a la imposición de su propia “verdad histórica”, lo que constituye la defensa más férrea contra toda producción de críticas científicas.

Ahora bien, si dejamos de lado las declinaciones del prefijo “narco-” así como los términos semi-doctos del discurso dominante, ¿cómo entender los fenómenos reales a los que se refiere comúnmente la expresión “narco”? ¿Cómo definir y construir pistas de explicación en relación con los ámbitos del narcotráfico y la criminalidad? Desde la ciencia social, a grandes rasgos han sido tres los principales enfoques teóricos para tratar la cuestión de la organización criminal, cada uno de ellos poniendo énfasis en una dimensión particular del fenómeno: 1) el enfoque organizacional, de corte institucional, que estudia la estructura interna de los grupos criminales, entendidos como burocracias clandestinas sobre el modelo dominante de la mafia; 2) el enfoque empresarial, de índole económica, que se enfoca en los negocios ilícitos y las relaciones de mercado para la provisión de los bienes y servicios prohibidos por ley, y, 3) el enfoque de redes clientelares, desde una visión antropológica, que analiza las relaciones de poder en las que se enmarca la actividad criminal, como parte de un sistema más amplio de relaciones sociopolíticas.

Estos tres grandes enfoques son los que movilizaremos en este texto, el cual se dividirá entonces en tres partes: en un primer momento, desde el ámbito organizativo, defenderemos la idea de una delincuencia en realidad desorganizada, lejana a la ficción que representa el modelo dominante de la mafia; en un segundo tiempo, desde la esfera económica, mostraremos que los fantasmales “cárteles” se asemejan en los hechos a pequeñas empresas familiares; y, en un tercer momento, trataremos de explicar por qué el fenómeno delictivo no puede entenderse contra el Estado, sino al contrario, a través de la importancia creciente que adquiere el nexo político-criminal que une a funcionarios con delincuentes.

Delincuencia desorganizada: el modelo ajeno de la mafia

De manera genérica, lo que suele entenderse por “narco” se refiere a la llamada “delincuencia organizada”. Esta última es una expresión derivada del término inglés “crimen organizado”, proveniente de las políticas de seguridad de Estados Unidos, y que ha sido consagrado en el derecho público internacional por la ONU con la adopción de la Convención de Palermo en el año 2000, y retomado en el derecho mexicano con las sucesivas reformas a la Ley Federal contra la Delincuencia Organizada. Por lo tanto, cabe subrayar que esta última constituye un término jurídico-legal. Es el resultado de las políticas de seguridad de los principales Estados a nivel mundial y de su coordinación para la armonización de las legislaciones nacionales y la construcción de herramientas penales com partidas frente a la transnacionalización de los mercados ilegales. Es decir, “la necesidad de generar puentes de entendimiento y colaboración práctica, entre los distintos Estados participantes, ha favorecido la generación de conceptos amplios con una finalidad eminentemente práctica” (Flores Pérez 2009, 75).

En México, el término legal de “delincuencia organizada” es entendido sobre el modelo estadounidense, como idea de contra-sociedad o, inclusive, “Estado paralelo”. Fue sustituyéndose poco a poco a “la antigua imagen, más o menos folclórica, de los narco-traficantes, un poco rancheros, un poco caciques, un poco bandidos populares” (Escalante 2012, 104). A partir de las reformas legales, se consolida en los imaginarios colectivos una nueva imagen de tipo mafioso, con base en el prototipo de la Cosa Nostra italiana, al estilo hollywoodense. Apoyada en las cifras fantasiosas que lanzan sin pudor algunos funcionarios, periodistas y otros “expertos autorizados” en la materia, sobre todo con respecto al dinero de las drogas, la mitología del “narco” como auténtica mafia va ganando cada vez más fuerza. Debido a lo anterior, en la actualidad, “la distancia entre los traficantes reales y su mundo y la producción simbólica que habla de ellos es tan grande, que no parece haber otra forma […] de referirse al tema sino de manera mitológica […]. Nada más fácil y cómodo que abordar problemáticas como la mencionada con esquemas maniqueos, que se ignoran como tales, alimentados por el pensamiento sustancialista y las categorías de percepción del sentido común. Sin duda, una especialidad rentable para escribas de “empresarios morales” y aspirantes al mandarinato en el campo académico” (Astorga 1995, 14).

Si en lo básico, se trata de delinquir para lucrar, esta nueva imagen se construye dando por hecho una serie de presupuestos: la existencia de una organización interna; una estructura burocrática; una división del trabajo; control territorial; trabajo en redes; disciplina en la cadena de mando; códigos de honor; tecnología de punta; producción industrial; economías de escala; estrategias de diversificación; alianzas regionales; mercadeo; ramificaciones globales, y, sobre todo, ganancias multimillonarias. Estas son las partes del mito del “narco”. El modelo dominante de la mafia, al equiparar los grupos criminales con burocracias clandestinas, “tuvo un gran impacto en la percepción pública de la delincuencia profesional. Su influencia persiste hasta ahora y puede apreciarse en el tratamiento que frecuentemente brindan a este fenómeno los medios de comunicación” (Flores Pérez 2009, 73).

En contra de esta visión mediática, planteamos que no existe ese llamado “crimen organizado”, sino que, en la realidad concreta de los territorios locales donde pueden operar grupos criminales, estos conforman más bien una delincuencia desorganizada (Reuter 1983). Esto por varias razones. La primera de ellas, la más obvia, es que el carácter ilícito de las actividades criminales hace que sus condiciones de realización presenten altos costos de transacción, debido, tanto a la volatilidad de la escasa confianza que caracteriza las relaciones comerciales en los mercados ilegales, como a la contingencia e incertidumbre que implica toda posible represión u oposición en su contra. Es decir, la condición ilegal de las actividades delictivas afecta dramáticamente la forma en la que ellas son llevadas a cabo, en la medida en que tiende a frenar automáticamente toda posibilidad de consolidación o proceso de expansión, hacia una mayor sostenibilidad o mayor escala de las operaciones criminales.

Clandestinidad implica invisibilidad. La ilegalidad condena lo micro. Entonces, “los grupos que se dedican a actividades delictivas suelen ser relativamente pequeños, inestables y de escasa organización; las condiciones en que actúan, la precariedad de las relaciones predatorias y la naturaleza de los mercados ilegales, hacen difícil la existencia de organizaciones mayores, de estructura compleja” (Escalante 2012, 107). Es así como difícilmente pueden llegar a integrarse organizaciones que logren tener una membresía numerosa y estable, una burocracia interna y un control real sobre amplias zonas geográficas. Los miles de participantes atribuidos a los “cárteles” son fantasmas, sus códigos unas fábulas y sus “plazas”, espejismos de los tiempos actuales.

En cambio, son reales los pequeños grupos criminales con condiciones mínimas de operación, sin burocracia ni jerarquía establecidas, que por la naturaleza rudimentaria de las tareas delictivas, presentan una escasa división del trabajo, una falta permanente de coordinación y frecuentes conflictos. Los grupos criminales son desorganizados porque la mayoría de los miembros que los integran están momentáneamente reunidos por vínculos ocasionales, a menudo accidentales y sobre todo oportunistas. Carecen de organicidad para su integración solidaria. Lejos de constituir pequeñas sociedades, expresan lo pequeño de una sociedad cuyos individuos se asocian en agrupamientos fortuitos en los que, de manera serial, llegan a yuxtaponerse en su afán compartido por el lucro. En este sentido, si en México los grupos criminales se han potenciado, se debe más a factores exógenos que a su propia capacidad organizativa. Con ello, no queremos decir que la criminalidad sea un problema imaginario sino que, siguiendo a Escalante (2012, 69), “hay una dimensión imaginaria del crimen organizado”.

MiPyMEs y tráfico de drogas ilegales: la ficción de los “cárteles”

La demostración sobre el carácter desorganizado de los grupos criminales se ve reforzada por todo análisis económico sobre los mercados ilegales donde ellos operan. Si en un principio, podría parecer exagerada la comparación entre grupos criminales y empresas, no obstante, mercados legales e ilegales son homólogos en su funcionamiento. También lo son los empresarios del lado y del otro lado de la ley. En ambos casos, por igual se encuentran mercancías, costos, precios, vendedores y compradores, impuestos, intermediarios, mayoristas y minoristas, ganancias, consumidores finales, importadores y distribuidores. Es más, “el gran traficante como símbolo empresarial parecería una herejía y, sin embargo […], son los grandes traficantes quienes encarnan el ethos empresarial idealizado por el neoliberalismo en boga y han sido también los pioneros de la apertura comercial “moderna”. En esta lógica, el tráfico de drogas viene a ser una forma contemporánea de acumulación originaria” (Astorga 1995, 32).

Entre los mundos empresariales y criminales, la principal diferencia es marcada por la sanción de la ley. Solamente. Mientras que en los mercados legales, para su rentabilidad las empresas buscan las rentas que genera la constitución de monopolios, en los mercados ilegales, las rentas diferenciales descansan en el costo de la ilegalidad, es decir, es la prohibición en sí la que hace rentables los negocios ilícitos. Ahora, los posibles productos sancionados por la ilegalidad son diversos y varían de un país a otro. En México, “aunque los delitos tipificados por la ley son varios, hablar de delincuencia organizada es referirse generalmente a organizaciones cuya renta criminal se obtiene principal pero no exclusivamente del tráfico de drogas ilegales” (Astorga 2015, 153).

En el país, la historia del tráfico de drogas es relativamente larga. Hoy es vieja de al menos un siglo (Astorga 2016). No cabe aquí adentrarnos en esta historia, sino simplemente recalcar la importancia que tienen para los grupos criminales las rentas generadas por el tráfico de las drogas ilegales.3 Se trata de la marihuana, la amapola (y sus derivados), la cocaína y las drogas sintéticas, como las metanfetaminas. En las últimas décadas, el auge del tráfico de drogas ilegales se explica por un complejo conjunto de factores, presentes en tres escalas de análisis: en lo local, con la permanencia de estructuras caciquiles de gobierno,4 conjugada con los flujos migratorios del éxodo rural; a nivel nacional, con la crisis de la economía campesina provocada por la apertura al capital transnacional, y, a nivel global, con el crecimiento del consumo de drogas, en particular en el país vecino del norte.

En relación con esta situación, el discurso oficial retoma la expresión de los “cárteles de la droga”, originalmente acuñada por la política exterior estadounidense hacia Colombia. Es a partir de allí que se ha popularizado el término de los “cárteles” para referirse a los grupos criminales en México. Sin embargo, en términos estrictos, o sea, entendiendo la definición propia de un cártel como un acuerdo pactado entre varias empresas similares con el fin de evitar la competencia y regular los precios en el mercado, entonces los llamados “cárteles de la droga” no existen como tales, sino que son ficciones inventadas por el discurso dominante, el cual sobrestima de manera sistemática la capacidad estratégica de mercadeo de los traficantes, así como la solidez organizativa de las redes comerciales que estructuran los mercados ilegales.

Al igual que el “narco”, el “cártel” no es más que otro fetiche lingüístico. En primer lugar, porque “no existe, ni ha existido, un modelo único, universal, trasplantable a todo lugar y experiencia histórica particular, que pueda ser capturado de manera simbólica con una etiqueta mágica y adictiva, como la de “cártel”, especie de camisa de fuerza epistemológica, que subsumiría todas las modalidades posibles de organización criminal y les daría la ilusión, y la tranquilidad de espíritu, a quienes la utilizan, sin mayor reflexión, de haber definido de manera adecuada y entendido el fenómeno que pretenden describir y explicar” (Astorga 2015, 215).

En segundo lugar, porque los mercados ilegales, debido a su carácter fragmentado, al mismo tiempo que dificultan la cooperación e impiden el monopolio más allá de la escala local, fomentan la competencia entre unas empresas criminales que son más tomadoras que fijadoras de precios. El hecho de la ilegalidad hace que estos mercados presenten una tendencia antimonopólica intrínseca. Por lo tanto, en ellos las estructuras de precios tienden a escapar al control de los agentes económicos. Contrariamente a lo que se suele pensar, “los mercados ilegales no tienen ninguna tendencia inmanente hacia el desarrollo de empresas criminales a gran escala, es decir, a constituirse en organizaciones criminales tal y como sugiere la expresión de crimen organizado” (Paoli 2013, 146). Con unos negocios ilícitos en permanente disputa, dentro de unos mercados sumamente competidos y con numerosos eslabones en las cadenas de valor, “no hay grandes organizaciones cuyos tentáculos abarquen hasta el último vendedor callejero de la droga, y, por lo mismo, carecen de capacidad para controlar la violencia más allá de ciertos límites e intereses estratégicos […]. Atribuirle decenas de miles de miembros a una organización determinada es una simple fantasía de las autoridades, lo que a su vez alimenta las fantasías populares, las mitologías. Hay mucha gente que se dedica al negocio ilícito, pero no todos pertenecen a las organizaciones más grandes y fuertes. […] Hay subcontratación de servicios y organizaciones más pequeñas dedicadas a labores propias” (Astorga 2007, 52).

Por lo general, la sanción de la ilegalidad implica toda una serie de fuertes limitaciones para la organización empresarial del delito, que hacen que las empresas criminales carezcan de los elementos más básicos de la microeconomía, tales como: escrituras, garantías contractuales, seguridad jurídica, representación legal, burocracia central, reglamentación, contabilidad, entre otros. Además, en los mercados ilegales, las estrategias comerciales de diversificación en la comisión de los delitos, mediante la integración de las empresas criminales (vertical u horizontal), pronto se ven frustradas por el aumento exponencial que estas estrategias pueden implicar para los costos de transacción de las actividades delictivas, debido a los mayores niveles de exposición pública que requiere la coordinación de tareas entre múltiples niveles, áreas y zonas. En este sentido, “no es sencillo ni frecuente el salto de una clase de delito a otro, ni la articulación de diferentes clases de delito en una misma organización; […] ese denominador común es relevante para el código penal, nada más” (Escalante 2012, 109).

La amenaza permanente de la represión u oposición en su contra impide que las empresas criminales puedan contar con una inversión a largo plazo, condenándolas a lógicas cortoplacistas menos rentables. También pasa lo mismo con la escala en el espacio, pues el riesgo proporcional a la distancia de las comunicaciones tiende a restringir el alcance de las actividades delictivas a lo local. A pesar de los avances de la técnica, particularmente en los medios de comunicación y transporte, “los cambios tecnológicos no han sido lo suficientemente importantes como para modificar las limitaciones impuestas por el hecho de la ilegalidad” (Paoli 2013, 153). De igual manera, la imposibilidad de toda publicidad comercial, orientada a la construcción de marcas, limita fuertemente el potencial de las economías de escala para las mercancías ilícitas. Por todas estas razones y otras más, a diferencia de la economía formal, “es poco probable que emerjan grandes empresas provistas de una organización jerárquica al servicio de las transacciones económicas dentro de los mercados ilegales” (Paoli 2013, 149).

En suma, la ilegalidad condena los mercados de bienes y servicios ilícitos a un estado tan lejano de la industria como cercano al pequeño artesanado y la manufactura, con unidades de producción y comercio limitadas, siempre localizadas, no diversificadas, fragmentadas y efímeras. “De allí la inutilidad de la insistencia obsesiva y estéril de etiquetar como “cárteles” a grupos que no lo son y nunca lo han sido. […] Lo que hay son simples organizaciones criminales de diferente tamaño y capacidad” (Astorga 2015, 181). Es más, si la sanción de la ley condena la pequeñez, los grupos delictivos que operan en los mercados ilegales, en los hechos, integran un complejo mundo de micro, pequeñas y medianas empresas del crimen. A su vez, estas MiPyMEs son profundamente familiares, en la medida en que la confianza y reciprocidad que caracterizan los vínculos del parentesco pueden compensar la incertidumbre propia a las transacciones en los mercados ilegales. Muy lejos del arquetipo mafioso-industrial, esta es la cruda realidad de la delincuencia desorganizada en el México profundo.

Nexo político-criminal: el mítico antagonismo con el Estado

Otra dimensión de la representación oficial del “narco”, al equipararlo con el modelo de la mafia, descansa en la idea de una oposición fundamental entre el Estado y los grupos criminales. En este punto, el discurso dominante moviliza un conjunto de premisas falsas que es preciso develar: a) el Estado es por principio hostil a las actividades criminales; b) la mayoría de los funcionarios encargados de la persecución de los delitos es ajena a ellos, salvo en casos extraordinarios (las “manzanas podridas”); c) estos últimos son el producto de prevaricaciones individuales y de ninguna manera obedecen a prácticas institucionalizadas; d) en todo caso, es el crimen que infiltra al Estado y el delincuente quien corrompe al funcionario.

Siguiendo estos postulados, la acción mafiosa de los grupos criminales representaría una amenaza que en consecuencia debe ser combatida para que no “infiltre”, “contamine” o “penetre” al Estado, ni se convierta en un “poder paralelo”, una “contra-sociedad” o un “Estado en el Estado”. Desde esta visión, como lo revela Astorga (1995, 33), “es común encontrarse trabajos [académicos] que parecen emanaciones directas de asesores gubernamentales… sin nombramiento. Apologías de las medidas gubernamentales centradas en la utilización del ejército y la policía […] para combatir principalmente al último eslabón de la cadena”, sean campesinos, pobres, marginados o desempleados, es decir, a los principales condenados por delitos “contra la salud”. Asimismo, son escasos los análisis sobre la criminalidad que incluyen en su perspectiva el vínculo con la función pública.

En este sentido, el “narco” funciona como supuesta “fórmula conceptual detrás de la cual está la idea de un poder corruptor externo que mina las instituciones políticas y civiles, y olvida que, desde el interior de algunas instituciones, especialmente las orientadas hacia la coacción, se ha organizado sin “contaminación” exterior el funcionamiento exitoso de lo que se combate” (Astorga 1995, 10). Quienes hablan de “penetración” del crimen en lo político, quienes sostienen la tesis de un poder “paralelo” enfrentado con el Estado o quienes advierten sobre la “mano invisible” del narcotráfico, “tendrían primero que explicar cómo en un país de centralismo político y presidencialismo exacerbados, un dominio tan importante ha escapado de su control” (Astorga 2016, 199). Luego, tendrían que demostrar el fundamento empírico de la idea de pureza virginal que tienen del Estado. Finalmente, tendrían que exponer por qué, hoy, el campo de la delincuencia estaría en condiciones para subvertir y hasta revertir la antigua relación de subordinación estructural que presenta frente al campo burocrático del Estado. Sin embargo, no lo logran ni lo hacen.

En contra del maniqueísmo resulta indispensable adoptar una perspectiva crítica que nos permita entender el complejo sistema de relaciones que une las instituciones del Estado con la criminalidad y el tráfico de drogas. En efecto, la sostenibilidad de las actividades delictivas y de los mercados ilegales requiere unos niveles mínimos de protección política, sin la cual no podrían operar. Es lo que Roy Godson (2003) denomina como nexo político-criminal (political-criminal nexus), según el cual toda organización delictiva no es más que un sinónimo forzoso de corrupción estatal (entendida como el uso ilegítimo del poder del Estado para fines particulares de lucro). Es simple: sin corrupción institucional en el Estado, no es posible la organización de grupos criminales, debido a que, “a lo largo de las distintas etapas que implica el desarrollo del negocio ilegal, las actividades de la organización pueden ser detectadas por las distintas instituciones del Estado, en la medida en que este reglamenta muchos de los rubros legales imprescindibles para la operación del tráfico de drogas” (Flores Pérez 2009, 128).

Sin embargo, en el terreno minado del nexo político-criminal, no se trata de buscar la “verdad” de la corrupción o el “ser” de la criminalidad, ni de romper el sello del secretismo para descubrir los vínculos precisos, con nombre y apellido, que unen a los delincuentes con los funcionarios, siendo este conocimiento reservado a los iniciados y pudiendo ser mortal para los profanos. Más bien, desde la ciencia social, se trata de explicar los procesos históricos que subyacen a las contradictorias relaciones que mantienen las instituciones del Estado con los grupos criminales. Así, en el caso mexicano, “de norte a sur, de frontera a frontera, de principios de siglo a finales del mismo y en lo que va del nuevo milenio, de gobernadores hasta la familia presidencial, lo que ha permanecido es el señalamiento constante de la relación entre el poder político, policiaco, o ambos, y el tráfico de drogas” (Astorga 2016, 228-229). Entonces, debe partirse del reconocimiento del hecho histórico de que en el país, desde sus orígenes a inicios del siglo xx, en la época de la adopción de las primeras políticas prohibicionistas, el tráfico de drogas “nació a la sombra de intereses del campo político y supeditado a él. Así continuó durante décadas” (Astorga 2016, 203). En México, el narcotráfico es ante todo un asunto político. Más que a los grupos delictivos que operan en este mercado, el tráfico de drogas ilegales remite al Estado y sus instituciones, y en particular, a las oficialmente encargadas de combatirlo: la policía y el ejército.

Ahora bien, la naturaleza del nexo político-criminal es variante. Depende tanto de la configuración general del Estado y las políticas instituidas en él, como de las características propias a las actividades criminales. Por lo tanto, la polaridad del nexo entre delincuentes y funcionarios varía siguiendo el estado cambiante de las relaciones de fuerza que los une y al mismo tiempo los opone. En general, la fuerza de los grupos criminales siempre será inversamente proporcional al poder político de las instituciones del Estado: más fuertes serán los grupos criminales y menos necesaria se hará la protección de las autoridades estatales; en cambio, más fuerte será un Estado y menos indispuestos se mostrarán los delincuentes ante las directrices políticas.

El nexo político-criminal constituye una relación dinámica en la que funcionarios o delincuentes pueden indistintamente predominar. Sin embargo, históricamente, esta relación ha beneficiado más a los primeros que a los segundos, en la medida en que a diferencia de estos, aquellos permanentemente pueden contar con el poder del capital simbólico del Estado para respaldar sus acciones. Mientras que los recursos de poder de los delincuentes son personales, los de los funcionarios son institucionales. Esta ventaja fundamental, que hace del nexo político-criminal un intercambio desigual, es la que permite a los funcionarios extorsionar a los grupos criminales a cambio de su protección. Aquí los papeles se invierten. Son los delincuentes los extorsionados, y el delito pasa a ser cometido por quienes deben combatirlo, los funcionarios.

Por esta razón, las expectativas de estos últimos para imponerse en la relación de protección del negocio ilícito son, en principio, superiores […]. De ahí se deriva la probabilidad de que las reglas informales de operación de diversos negocios ilícitos puedan imponerse desde las estructuras del aparato estatal. Esta consideración no presupone tampoco que, cuando los funcionarios públicos prevalecen en el vínculo de contubernio, se encuentran necesariamente dirigiendo todos los aspectos de la cadena de producción y mando del negocio ilícito. Se trata únicamente de la capacidad de imponer lineamientos generales de desarrollo de la actividad ilegal […]. [Al contrario], un delincuente poderoso puede coaccionar a un determinado grupo o grupos de ellos. Puede incluso eliminarlos. Sin embargo, tarde o temprano, las fuerzas del Estado suelen imponerse a ese criminal, sea con un propósito legal o de extorsión. Ejemplos sobran. (Flores Pérez 2009, 134-135).

La principal contradicción del nexo político-criminal radica en que, dependiendo de la polaridad de la relación y de su dinámica, ambas partes pueden tener al mismo tiempo intereses comunes o antagónicos, lo cual provoca tanto su probable acuerdo como su posible disputa. Debido a la extorsión por parte de los funcionarios y su necesaria clandestinidad, los pactos que llegan a celebrarse con los delincuentes siempre serán precarios. El delito en el que aquellos incurren desde su posición de autoridad impide la institucionalización de la extorsión y vulnera su permanencia en el tiempo. Su vigencia dependerá entonces del mantenimiento de los intereses comunes que estructuran la correlación de fuerza entre las partes. Mientras que para los grupos criminales, la búsqueda de ganancias hace que la cooperación sea más rentable que la confrontación con las instituciones del Estado, en cambio, estas últimas, y en particular las que cumplen con funciones represivas, están obligadas a la presentación de resultados mínimos, productores de cierta conflictividad, para legitimar públicamente su razón de ser, reforzar su autoridad y justificar los medios, fondos y efectivos puestos a su disposición.

Como es de esperar, dentro del Estado mexicano son las instituciones encargadas de la persecución del delito las más afectadas por los efectos corruptores del nexo político-criminal, en particular, la función judicial, el sistema penitenciario, las fuerzas militares y, sobre todo, las policías en todos sus niveles (Martínez de Murguía 1999). A nivel de gobierno, debido a su debilidad institucional, es el municipio el que representa el orden más propenso para el desarrollo de este nexo. En lo local, el posible financiamiento de las campañas electorales por el dinero del tráfico de drogas hace más vulnerables a los funcionarios del cabildo municipal. Inclusive, el nexo puede ir más allá de un apoyo puntual, al utilizar la estructura partidaria local para promover la candidatura de algún individuo directamente vinculado con actividades ilícitas. Frente a esta situación, el discurso dominante presupone un interés de los grupos criminales para la política. Esta es la última parte del mito.

Como a menudo pasa con el “narco”, aunque falten datos y pruebas, “hay campo libre para los rumores, los ataques, las descalificaciones, las sospechas, la imaginación, las fantasías, los mitos, la literatura. Este tipo de financiamiento no es improbable, pero dada la reconfiguración del poder político en México y la menor concentración de poder en partidos y funcionarios, parecería ser más útil, menos costosa y más rentable como estrategia de los traficantes, la de invertir en instituciones operativas, como las policiacas y militares, y no en el terreno político” (Astorga 2007, 43-44). Aunque hasta la fecha, no se ha publicado nunca ningún manifiesto político por parte de ningún traficante o grupo criminal, la mitología necesita atribuir a los grupos criminales una voluntad natural de competir en el terreno de la política. Para operar plenamente, el mito del “narco” requiere presentar a los grupos delictivos como, respectivamente: unas empresas transnacionales con ingresos multimillonarios que compiten con los mercados legales; unos referentes culturales que orientan las subjetividades colectivas, y, sobre todo, unos poderes fácticos opuestos al Estado, que llegan a controlar territorialmente unas amplias geografías.

Con este relato, los delitos son convertidos en los medios ilegítimos de nuevas elites que, en su insaciable búsqueda de poder, estarían disputando al Estado la soberanía sobre el territorio nacional. De allí la necesidad de fortalecer el poder estatal sobre regiones enteras cuyos territorios estarían controlados por los poderes fácticos del narcotráfico. Aquí, la idea de una supuesta disputa por el control territorial es clave. Por un lado, da una apariencia de explicación a la violencia desatada entre los grupos criminales, quienes “pelean plazas”. Por el otro, queda justificada la militarización como única opción y último recurso en el combate al crimen, pues ya no se trata de mantener el orden público o perseguir la comisión del delito, sino de llevar a cabo una guerra para reconquistar el territorio usurpado por un enemigo llamado “narco”.

México hacia un nuevo nexo político-criminal

La combinación de los tres enfoques analíticos movilizados en este texto, al mismo tiempo que permite deconstruir los principales elementos que estructuran la mitología del “narco”, da otras pautas de intelección crítica acerca de la agrupación delictiva y la sociabilidad criminal. Resumiendo, no hay “narco” sino tráfico de drogas ilegales. Su administración es operada, no por las “mafias” del “crimen organizado”, sino por las agrupaciones de una delincuencia que resulta ser desorganizada debido a su fragmentación por las tendencias anti-monopólicas de los mercados ilegales, los mismos que condenan a los grupos criminales a la pequeñez en su tamaño, a lo local en su escala y a lo artesanal en su acción. Lejos de los “cárteles” oligopólicos, en su funcionamiento los grupos criminales se asemejan a pequeñas empresas familiares. A su vez, para poder operar en los mercados ilegales, estas últimas requieren cierta protección política por parte de las autoridades estatales. Este nexo político-criminal da lugar a la constitución de un campo social de la criminalidad, en el que se reproducen redes clientelares de cooperación antagónica entre delincuentes profesionales y funcionarios públicos, para la distribución de unas ganancias ilícitas cuya obtención, en última instancia, será determinada por el uso de la violencia. En definitiva, cuando hablamos de criminalidad, no solo nos referimos a delincuentes profesionales, que viven de las actividades ilícitas e hicieron de los mercados ilegales el lugar de su profesión, sino que hablamos también de funcionarios que cooperan con ellos, dándoles la protección del Estado a cambio de su corrupción.

En el México de hoy, la omnipresencia del “narco” como mito es sintomática de una profunda transformación del nexo político-criminal. A partir del giro neoliberal de los años ochenta, el vínculo entre los grupos delictivos y las autoridades estatales ha perdido la relativa estabilidad de la que gozaba hasta ese entonces, con base en el control centralizado y piramidal del Estado, para pasar a una nueva configuración, de tipo “atomizado-multidireccional-incremental” según Flores Pérez (2009), que se caracteriza por: 1) la dispersión del poder del Estado, en el marco de unas políticas neoliberales de descentralización administrativa que agudizan la competencia institucional de los diversos niveles de gobierno por el control sobre la protección política a las actividades criminales, y por las ganancias derivadas de este vínculo corrupto; 2) la contienda permanente y dinámica entre funcionarios y delincuentes para la definición de las reglas del juego a favor de unos u otros en la relación clientelar que los une, y, 3) el aumento de los niveles generales de violencia, entendida como el último recurso y medio coactivo de regulación de los crecientes conflictos que oponen, tanto a los funcionarios entre sí como a los funcionarios con los delincuentes, para el control sobre el mercado de los negocios ilegales y sus rentas diferenciales.

El fortalecimiento de los grupos delictivos radica en la crisis de legitimidad del Estado mexicano. Después de varias décadas de implementación sistemática de políticas neoliberales, el profundo descrédito al que llegó el sistema político nacional permite que, en la actualidad, exista una dinámica que está reorientando la polaridad del nexo político-criminal en un sentido favorable a los intereses criminales. La autonomía relativa respecto del poder político que están ganando los agentes de los mercados ilegales tiene mucho que ver con la desarticulación contemporánea, en el cambio de siglo, de los viejos mecanismos de control e intermediación que habían sido construidos a lo largo del siglo anterior desde el Estado posrevolucionario. En efecto,

[...] se dan las condiciones para que los traficantes expresen de manera más abierta su espíritu de revuelta, su voluntad de poder y autonomía, su voluntad de sacudirse la tutela histórica, pero no para tomar el lugar de la fuerza política al amparo de la cual crecieron y se fortalecieron, sino para ser considerados bajo nuevas reglas del juego, dada la modificación de las relaciones de fuerza. Esto con el fin de lograr las mejores condiciones posibles en la reorganización y repartición del negocio, pues saben que este no desaparecerá mientras siga imperando la visión jurídico-policiaca, y ahora militar. (Astorga 2000, 112).

El ocaso del régimen de partido único, sumado al giro neoliberal de las políticas económicas, provocó la transformación del nexo político-criminal desde una tradicional subordinación hacia una nueva autonomía relativa de los grupos criminales con el Estado. En las dos últimas décadas, esta reconfiguración se ha expresado en el aumento generalizado de los niveles delictivos, los homicidios, la violencia armada y la violación a los derechos humanos. Hoy, lo que tenemos es un campo de delincuencia más fragmentado que nunca, pero también más libre, cuyas luchas intestinas se reproducen a lo infinito en ausencia del arbitraje de las intermediaciones tradicionales. La mano invisible del mercado, en toda su crudeza.

Referencias

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1 “Sin lugar a dudas, esta disponibilidad no es infinita, y sería falso conferir al lenguaje político el poder de hacer existir arbitrariamente lo que él mismo designa: la acción de manipulación tiende a circunscribirse a determinados límites, puesto que se puede estar en condiciones de resistirse a la argumentación sin ser capaz de argumentar la resistencia y, menos todavía, de formular explícitamente los principios de la misma.” (Bourdieu 2012, 543).

2En relación con las estadísticas de incidencia delictiva, cabe anotar que “el problema con la construcción imaginaria del crimen organizado, y del delito en general, es que resulta particularmente difícil contrastar la versión oficial, porque no hay otras fuentes de información. La estadística delictiva, por mencionar lo más obvio, depende en última instancia de la policía —que no puede llevar un registro objetivo de los números que sirven para justificar su presupuesto o para evaluar su estrategia—. No hace falta pensar que se inventen las cifras o que se oculte algún dato: basta con un cambio en los criterios de clasificación para que aumenten o disminuyan asaltos, agresiones, lesiones o amenazas, por ejemplo. De nuevo, sucede en México lo mismo que en cualquier otro país: la estadística delictiva es problemática” (Escalante 2012, 152).

3A diferencia de la economía nacional, en la que el peso del dinero del narcotráfico es marginal. “No son pocos los estudios que consideran que la economía mexicana es dependiente de las exportaciones de drogas ilegales […]. Pero incluso en sus mejores años, a finales de los ochenta, las exportaciones de drogas ilegales nunca llegaron a representar más del 3% del pib mexicano” (Resa Nestares 2003).

4“Los orígenes del narcotráfico son profundamente rurales y se conectan con procesos de intermediación social de cierta “clase” de campesinos acomodados, quienes tuvieron un papel importante en las relaciones con el comercio, los aparatos del Estado y el poder regional. […] No es, por tanto, entre terratenientes ni campesinos donde arraiga el narcotráfico: los primeros se sirven de él, los segundos son su instrumento. Los narcotraficantes se encuentran fundamentalmente en las clases intermedias situadas entre campesinos y propietarios” (Maldonado 2010, 339).

Recibido: 27 de Noviembre de 2017; Aprobado: 15 de Enero de 2018

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