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Inter disciplina

versión On-line ISSN 2448-5705versión impresa ISSN 2395-969X

Inter disciplina vol.6 no.15 Ciudad de México may./ago. 2018  Epub 19-Feb-2021

https://doi.org/10.22201/ceiich.24485705e.2018.15.63836 

Dossier

El Estado en la encrucijada. Justicia social y paz en México

The state at the crossroads. Social justice and peace in Mexico

R. David Benítez Rivera* 

* Profesor-Investigador en el Departamento de Relaciones Sociales de la Universidad Autónoma Metropolitana, unidad Xochimilco (UAM-X). Licenciado en sociología, maestro en comunicación y política, con estudios de doctorado en ciencias sociales por la UAM-X. Correo electrónico: rbenitez@correo.xoc.uam.mx


Resumen

México atraviesa actualmente un proceso de descomposición generalizada, tanto en su economía como en sus instituciones de gobierno, que parecen incapaces de garantizar seguridad, certeza electoral y respeto a los derechos mínimos, como el libre tránsito, la libertad de expresión, la salud o la educación. Además de tomar en consideración los elementos internos que han hecho posible esta crisis, como la puesta en práctica de políticas de corte “neoliberal” y el consecuente abandono de políticas sociales, este artículo intenta enmarcar los acontecimientos nacionales en unos procesos globales de reconfiguración estatal. Ante ello, resulta necesario partir de una comprensión general de la relación intrínseca entre capitalismo y Estado, como expresiones de la modernidad, para luego poder dar cuenta del impacto que esta relación tiene en la orientación y transformación de las estructuras de gobierno y las subjetividades. En este sentido, la violencia aparece como expresión de la construcción de una nueva legitimidad en la dominación estatal y capitalista. Así, la paz no puede restringirse al mero cese de la violencia criminal. Su búsqueda necesariamente pasa por la cuestión de la justicia social.

Palabras clave: México; violencia; justicia; Estado; paz

Abstract

Mexico is currently undergoing a process of generalized decomposition, both in its economy and in its government institutions, which seem incapable of guaranteeing security, electoral certainty and respect for minimum rights, such as free transit, freedom of expression, health or education. In addition to taking into account the internal elements that have made this crisis possible, such as the implementation of “neoliberal” policies and the consequent abandonment of social policies, this article attempts to frame national events in global processes of state reconfiguration. Given this, it is necessary to start from a general understanding of the intrinsic relationship between capitalism and State, as expressions of modernity, to then be able to account for the impact that this relationship has on the orientation and transformation of government structures and subjectivities. In this sense, violence appears as an expression of the construction of a new legitimacy in State and capitalist domination. Thus, peace cannot be restricted to the mere cessation of criminal violence. Its search necessarily goes through the question of social justice.

Keywords: Mexico; violence; justice; State; peace

Introducción

EN MÉXICO, el tema de la paz es relativamente nuevo. Adquirió un grado importante de pertinencia en la última década, a raíz de que el entonces presidente, Felipe Calderón, en diciembre de 2006, decidiera declarar la llamada “guerra contra el narcotráfico”, como una forma de hacerse de legitimad luego de haber llegado a la presidencia a través de una elección altamente cuestionada. Esta llamada guerra, lejos de representar una solución real a los crecientes problemas de violencia relacionados con el crimen organizado, que desde el sexenio anterior habían comenzado, la incentivaron de una manera exponencial. Aunque si bien es cierto que la violencia creció de manera importante a partir de la declaración de guerra calderonista, la violencia relacionada con el crimen organizado había mostrado ya su crudeza en entidades como Guerrero y Tamaulipas, en el sexenio anterior. Ahora, este escenario de violencia descarnada no es la única muestra de la enorme crisis que se vive en México. El proceso de descomposición se ha generalizado. La descomposición de la economía, por ejemplo, se manifiesta en las consecutivas crisis y el impacto social que estas tienen; la inflación y la consecuente pérdida del poder adquisitivo; desempleo y reflujo migratorio debido al cierre de empresas quebradas en uno y otro lado de la frontera; crecimiento del empleo informal; así como una creciente precarización laboral. Al mismo tiempo, descomposición de las instituciones de gobierno, incapaces de garantizar seguridad, elecciones justas, respeto a los derechos humanos y las libertades básicas. En general, los distintos gobiernos parecen ir en contra de todos los derechos ganados mediante largas luchas sociales, haciendo que los derechos laborales y políticos retrocedan considerablemente.

Al igual que la “lucha contra el terrorismo”, que otorgó al gobierno de George Bush un relativo ascenso en la aceptación de su presidencia, en México, la “lucha contra el narcotráfico” buscó generar una suerte de aceptación del gobierno calderonista en medio de una vorágine de ilegitimidad, que comenzó desde la campaña electoral y se consumó con la cuestionada elección de 2006. La búsqueda de legitimidad del segundo gobierno panista no escatimó en gastos de propaganda y difusión de su imagen, como también lo ha hecho el gobierno de Peña Nieto durante su administración. De acuerdo con datos de Fundar, de 2013 a 2016, la administración peñista había gastado más de 36,000 millones de pesos en publicidad oficial, 71% más de lo aprobado por el Congreso, equivalente a un gasto de 25 millones de pesos diarios, poco más de un millón de pesos por hora. Es más, la cifra de gasto en publicidad en este periodo de cuatro años rebasó el gasto ejercido durante todo el sexenio de Felipe Calderón, ya de por sí oneroso y que ascendió a un total de más de 32,000 millones. Estas cifras son indicativas del esfuerzo que ambos gobiernos han hecho para construir una imagen de simulación respecto a la situación nacional, acorde con el relato oficial de avance positivo y cifras alegres. Pero sobre todo, para generar un discurso de justificación de la violencia, basado en la necesidad frente a un enemigo magnificado ex profeso, pero que para inicios del 2017 y después de poco más de diez años de guerra, ha cobrado más de 200,000 vidas, sin contar los poco más de 60,000 muertos por violencia criminal en el sexenio de Vicente Fox, más los que se sumarán en el último tramo de la presente administración.

El complejo panorama que atraviesa el país puede ser explicado de diversas maneras y desde distintos enfoques. En el caso de este escrito, además de tomar en consideración los elementos internos que han hecho posible esta crisis, como la puesta en práctica de políticas de corte “neoliberal” y el consecuente abandono de una política social, orientada desde un eco lejano proveniente de la Revolución de 1910, se intenta enmarcar los acontecimientos nacionales en un proceso de transformaciones a escala mundial, a partir de la reconfiguración estatal que se da en las últimas décadas del siglo XX. Ante ello, resulta necesario partir de una comprensión general de la relación intrínseca que existe entre capitalismo y Estado como expresiones de la modernidad, para luego poder dar cuenta del impacto que esta relación tiene en la orientación y transformación de las estructuras de gobierno y en las subjetividades.

En este sentido, la violencia aparece como una expresión necesaria a la construcción de una nueva legitimidad en la dominación estatal capitalista. A la par, la idea de la paz se configura como una demanda que se va ampliando y que se enuncia desde distintas posiciones. Si bien esta demanda tiene un importante sesgo en la actualidad, como exigencia del cese de la violencia subjetiva (aquella que aparece como violencia descarnada y atroz), esta paz se debe entender como insuficiente. En efecto, dicha exigencia tendría que acompañarse de una demanda del cese de la violencia objetiva, aquella que no se ve pero que opera como parte consustancial del sistema estatal capitalista. Es decir, se hace obligatorio pensar la paz no en su dimensión más básica, como paz negativa, sino elevar la reflexión y la expectativa a la obtención de una paz en sentido positivo. Este planteamiento adquiere mayor notoriedad a la luz del análisis de la realidad política en México y la forma en cómo el Estado se configuró en el siglo XX.

Modernidad, capital y Estado

La modernidad puede ser analizada y explicada desde una doble vertiente: como proyecto y, al mismo tiempo, como proceso histórico concreto. Entendida como este último, puede ser definida de distintas maneras, dependiendo del corte y la orientación del análisis. Así, la modernidad puede iniciar con la llegada de Colón en 1492, a lo que se conocerá posteriormente como América y la mundialización de la economía derivada de este acontecimiento; con el inicio del proceso de separación del pensamiento escolástico ocurrido en el Renacimiento; con la secularización de la filosofía y la afirmación de la razón como rasgo específico del ser humano individual; con la transformación del régimen político, la superación del absolutismo y el arribo de las repúblicas sustentadas en las leyes que los ciudadanos se dan; o bien, con el proceso de transformación de la forma de producción y satisfacción de las necesidades humanas mediante la maquinización del proceso productivo a partir de la Revolución industrial.

Por otra parte, la modernidad también puede ser vista como un “proyecto civilizatorio”, la construcción de una idea de humanidad que se va definiendo y delineando con el ascenso de este proceso histórico. Una idea de humanidad que tiene su sustento más importante en la noción de libertad: libertad manifiesta en lo político, garantizada por las leyes; en lo económico, expresada en la libre empresa y la libertad de intercambio; en el pensamiento, con la racionalidad que aparece como atributo que distingue a los seres humanos como facultad. La utilización de esta razón en el tratamiento del mundo natural, del que este ser humano “moderno” se ha desprendido a partir de una relación mediada por la técnica, marcará una nueva etapa en la historia, no solo por este distanciamiento, sino ante la posibilidad de extinción del mundo que aparece como uno de los resultados negativos de esta forma en que el ser humano moderno ve el mundo y se ve en él.

Sin duda, uno de los aspectos más relevantes de este proceso es el que se refiere a la secularización de la actividad política y su separación en una esfera autónoma. Separación que no existió en ningún otro momento histórico anterior, y que implicó también una separación respecto de lo social. Es precisamente en el contexto de la modernidad que esta separación se da de manera mucho más clara, manifestándose en el surgimiento del Estado. En este sentido, “no toda dominación política se configura en forma de ‘Estados’ separados de la ‘sociedad’. Lo que denominamos ‘Estado’ surgió recién con la sociedad burguesa capitalista y representa una de sus características estructurales fundamentales” (Sartori 2006, 206). Así, del Estado como forma de dominación se habla cuando se conforma un “aparato de poder autónomo y centralizado, separado de la sociedad y la economía” (Hirsch 2001, 33).

Pese a que en la actualidad, hablar de Estado es un tópico frecuentemente utilizado para describir distintas formas históricas de organización -o bien de dominación- política, el Estado es una conformación eminentemente moderna en tanto forma social, es decir, en su calidad de objeto externo y ajeno al ser humano, en el que se manifiesta su interrelación social de manera desfigurada y no reconocible de inmediato, y en el que solamente es posible la socialidad en las condiciones económicas imperantes. Para Hirsch (2001), las dos formas sociales básicas en las que se objetivan las relaciones sociales en el capitalismo son el valor, que se expresa en el dinero, y la forma política, que se expresa en la existencia de un Estado separado de la sociedad. El Estado representa la forma social de darse del capitalismo, por ello aparece como exterioridad a los sujetos, representa una esfera autónoma que no obstante define el tipo de relaciones sociales, al configurarse como una forma política y jurídica que regula a los individuos y garantiza su existencia. Así, el Estado se ha articulado como parte inmanente del desarrollo mismo de la modernidad, a tal grado que, hoy día, hablar de modernidad conlleva hablar de la forma capitalista en que se ha desenvuelto como medio de generación de riqueza y viceversa. Hablar del hecho capitalista refiere por añadidura a la modernidad como la forma histórica en la que el capitalismo ha logrado desenvolverse de manera más amplia.

El hecho capitalista, como el modo de darse de una forma histórica, no se presenta como una estructura externa a los sujetos, ni como una instancia a la que pueda accederse o sustraerse por simple decisión individual. El hecho capitalista se muestra como una realidad infranqueable, una especie de destino trágico del que ningún tipo de acción se escapa, es decir, nada puede estar fuera de él, articula todas y cada una de las relaciones de esta forma histórica denominada modernidad. Pareciera como si nada humanamente asequible pudiese existir (dentro de la modernidad capitalista) sin contribuir en mayor o menor medida a la lógica de la reproducción ampliada del hecho capitalista. Si nada escapa de dicha lógica, entonces, todo lo cotidiano se vuelve pretexto para su reproducción, como si, para que algo pueda existir dentro de esta modernidad capitalista, fuese necesario que suponga, al menos en parte, el soporte a dicha existencia de la reproducción del capital.

La sociedad capitalista se caracteriza materialmente por sostenerse y desarrollarse sobre la base de la producción privada, el trabajo asalariado y el intercambio de mercancías. Obtiene su coherencia y dinámica de la apropiación privada, mediatizada por el mercado y el intercambio, del plusvalor producido, es decir, del proceso de valorización del capital. Impulsado por la coerción de maximizar la ganancia, la acumulación del capital determina de manera esencial las estructuras y desarrollos sociales, las condiciones de la división del trabajo, la forma del progreso tecnológico, entre otras (Hirsch 2001, 35). La historia de la modernidad se ha estructurado en torno a ideas claves que se han convertido en los ejes de articulación de los discursos, la ideología, las formas de comportamiento y de actuación de los individuos a través de estos últimos cinco siglos. Los discursos sobre la razón, la secularización, la democracia, la libertad, la igualdad, se han convertido en los ejes de la discusión corriente sobre la que se yergue el proyecto moderno.

Es el Estado ese modo de darse de lo gubernativo y lo social en la modernidad capitalista. De hecho, a la relación Estado compete asegurar la existencia de los sujetos que lo conforman, regular las relaciones y sancionar a todo aquel que trasgreda dicha relación. Ahora bien, si el capitalismo es una relación basada en el interés, interés en tanto que los sujetos buscan la satisfacción de sus necesidades, es el Estado el que se encarga de regular dicha relación mediante la ostentación del monopolio de la violencia física legítima, la existencia de un aparato de gobierno, de un aparato de administración y un aparato legislativo, convirtiéndose así en un orden jurídico que aparece por encima de la sociedad (nada por encima de la ley, todo bajo ella). En esta perspectiva, los sujetos aparecen inicialmente como iguales ante la ley y como sujetos libres para intercambiar, comprar y vender dentro de los márgenes que la relación Estado define y posibilita. Posteriormente, el Estado reconocerá también las diferencias entre los sujetos que conforman las sociedades modernas, pero siempre en función de las necesidades de reproducción del capital.

El Estado, entonces, aparece como el modo de aseguramiento de la relación capital y de la relación mercado. Asegura el bienestar de los propietarios del capital, tanto de aquellos que poseen propiedad privada como de aquellos que solo se poseen a sí mismos. Así, modernidad, capital y Estado aparecen como inescindibles dentro de todo análisis. La existencia de estas dos esferas (la política, representada en el Estado, y la económica, representada en el mercado), como esferas independientes, articula una suerte de contradicción que permite, por un lado, la existencia de un régimen de intercambio, explotación y dominio organizado en torno a la creación de riqueza, y que en este proceso se amenace al ser humano al enajenarle lo que de humano tiene (su trabajo, que es, por cierto, la fuente del valor y la riqueza), y, por otro lado, la existencia de un régimen de control político que lo permite hasta cierto grado, es decir, que regula y mantiene la condición que le da sustento y en lo que adquiere esencia.

No obstante la estrecha relación existente entre modernidad, capital y Estado, sobre este último priva una visión en extremo simplista que lo reduce las más de las veces a uno solo de sus atributos. El Estado tiende entonces a ser visto, ya sea como aparato de Estado, es decir, gobierno, o como monopolio de la violencia, o, bien, solo como alguna de sus manifestaciones materiales más visibles. Intentar comprender las transformaciones ocurridas en la actualidad en el Estado, su índice de violencia, de aseguramiento de la desigualdad y su esencia contrapuesta a la paz positiva, requiere necesariamente de una revisión articulada de los tres conceptos a los que ya hemos hecho referencia y que se corresponden mutuamente como modos de soporte. El Estado, como ese modo de aseguramiento del capital, ha sufrido transformaciones de acuerdo con las necesidades propias de la reproducción del capitalismo. De aquel modo de regulación estatal conocido como fordista, keynesiano o Estado benefactor (Welfare State), figura emblemática del siglo XX, hemos arribado al denominado Estado neoliberal, “posmoderno”, o mejor llamado por Hirsch como “Estado nacional de competencia”, cuya base es el modo de regulación conocido como toyotismo. Hablar de las transformaciones del Estado requiere entonces hacer una revisión de las transformaciones históricas del capitalismo, de su adaptación y su desenvolvimiento dentro de la modernidad.

Los rostros del Estado

Pese a que la forma Estado, como medio de dominación propiamente moderna, puede ser caracterizada en lo general (como un proceso estructuralmente continuo), en su particular concreción, en su manera de darse y organizarse a lo largo del tiempo y en sus distintos espacios territoriales, muestra diversos matices o rostros. Desde sus orígenes, las diferentes maneras de manifestación del Estado se han estructurado de acuerdo con las distintas transformaciones que el modo de producción capitalista ha sufrido, muchas de ellas resultado del impacto de las sucesivas crisis, del empuje de los movimientos sociales, de las revoluciones científicas y tecnológicas, así como de las transformaciones culturales y las diferencias entre países centrales y periféricos. Así, el régimen de acumulación capitalista ha adquirido diversos modos de organización que permiten su reproducción. Dicha organización representa una transformación de la forma social Estado, es decir, una adecuación indispensable para la reformulación de las bases políticas que posibilitan la producción y el dominio del capital.

Luego de la quiebra de la bolsa de Nueva York en 1929 y del consecuente colapso del mercado financiero mundial, la caída de precios en el sector primario y la caída de la producción del sector secundario provocaron la imperiosa necesidad de reorientar la economía capitalista. La crisis económica repercutió paralelamente en una crisis mayor, que puso en entre dicho los preceptos políticos y por supuesto económicos del liberalismo. La necesaria reorganización política y económica estatal, puesta de relieve por la crisis del 29, recibió un impulso con el inicio del conflicto bélico internacional de 1939. La Segunda Guerra Mundial estimuló la industrialización de los países periféricos, particularmente en América Latina, donde el empuje generado por la demanda de productos primarios de exportación se dio aparejado de un aumento internacional de sus precios. El aislamiento de las denominadas potencias del Eje del comercio mundial, con el inicio de la guerra y la disminución de las exportaciones industriales por parte de los países aliados, redujo la competencia y aceleró la producción de los sectores primarios, permitiendo un proceso de industrialización relativo que se vio marcado por la imposibilidad de adquisición de maquinaria e insumos tecnológicos en medio de la escalada bélica, así como de una precaria infraestructura de transporte que terminó por marcar hondas diferencias entre los centros industriales y las áreas rurales dentro de países como México. En este sentido, la urbanización desigual, generada por la atracción de fuerza de trabajo frente a la industrialización concentrada, trajo consecuencias importantes en los países periféricos; la insuficiencia de servicios, así como la imposibilidad de incorporación de toda aquella fuerza de trabajo por el sector industrial comenzó a generar presión ante la demanda creciente de vivienda y servicios en los denominados cinturones de miseria. La afectación en los sectores rurales no fue menor, la crisis generó una caída de los precios de los productos primarios que se intentó controlar estatalmente mediante su disminución, lo que impidió la modernización de este sector y permitió que prevalecieran relaciones de explotación intensivas y formas de producción basadas en el autoconsumo, que difícilmente podían ser integradas al mercado nacional. Las migraciones campo-ciudad comenzaron a sucederse de manera importante en este periodo, alimentadas por el crecimiento poblacional, el aumento de la expectativa de vida y el mantenimiento de la tasa de natalidad.

El proceso de crecimiento desigual entre los distintos sectores productivos impidió a países latinoamericanos establecer una ruptura con respecto a la dependencia que ya sufrían en relación con las exportaciones del sector primario. Parte importante de estas economías seguía dependiente de su régimen de exportación, lo que las llevó a hacer fuertes concesiones a los países metropolitanos a fin de mantener esos niveles. A partir de la crisis, se hace manifiesta de manera clara la necesidad de una reorganización política y económica, a través de la transformación del modo de regulación liberal hacia uno que permitiera generar estabilidad. El fuerte impacto de la crisis había logrado socavar la forma de organización del dominio en su forma liberal tanto política como económica. La superación del proceso de crisis y sus consecuencias partía de la necesidad de reactivación del mercado internacional, pero sobre todo, de reconstrucción de los lazos de dominio y búsqueda de nuevas bases para la erosionada legitimidad estatal, es decir, de búsqueda de hegemonía.

La reactivación del mercado adquirió forma en el modelo productivo de la industria automotriz, específicamente en la línea de montaje de Henry Ford, basada en los preceptos organizativos propuestos por Frederick W. Taylor, y que no solo lograron revolucionar la forma del trabajo sino la de la sociedad en su conjunto, mediante un flujo de mercancías producidas en serie y de forma masiva, para las que se necesitaba una población con un tipo particular de subjetividad, que consumiera también de forma masiva. Dicha transformación de las subjetividades pudo lograrse en gran medida gracias al despliegue mediático, sobre todo cinematográfico, a nivel internacional del llamado american way of life. La difusión de imágenes asociadas primordialmente con la libertad y la rebeldía hicieron eco en un contexto mundial marcado por el ascenso de regímenes totalitarios. Paralelamente, Estados Unidos (EUA) comenzó a partir de 1933, bajo la presidencia de Franklin D. Roosevelt, un viraje en su relación con América Latina. De la política de expansión marítima y ocupación militar, iniciada en 1880 como medida de avance del naciente imperialismo estadounidense, se dio paso a la llamada política de “buena vecindad”. Así, de una política de “penetración abierta” se pasó a una política de “penetración pacífica” (encubierta), que no descartó la intervención abierta en casos necesarios. La correlación de fuerzas, luego del fin de la Segunda Guerra Mundial, llevó a EUA más allá de una simple posición de potencia militar hacia la hegemonía mundial, enmarcando el siglo XX dentro de una modernidad propiamente americana (Echeverría 2010).

En lo político, el giro diplomático de EUA, aunado a las pretensiones de integración panamericana y de “defensa hemisférica”, frente al ascenso del fascismo primero y luego del internacionalismo socialista (González 1979, 21), permitieron consolidar un discurso democrático en oposición al totalitarismo que justificara la política imperial en América en aras de la defensa de un “mundo libre”. En este contexto, la organización política en América Latina se revistió de un disfraz democrático, consolidándose gobiernos estables y fieles a los intereses estadounidenses. En lo social, el nuevo modo de regulación logró un crecimiento económico sólido y estable que pronto permitió el aumento de los salarios (González 1979, 108), elevando el poder adquisitivo y propiciando el consumo y la circulación de mercancías. La industria rápidamente tuvo un crecimiento nunca antes visto. Las ciudades se transformaron en polos industriales de atracción para un sinnúmero de individuos, sobre todo del sector rural. El sector obrero, ocupado en el ámbito fabril dentro de las ciudades, se acrecentó considerablemente debido al aumento de la demanda de fuerza de trabajo. Como resultado de esta incorporación masiva, producto de la industrialización, se consolidó, al menos en apariencia, una especie de igualdad social dependiente en lo absoluto del desenvolvimiento mundial del capital.

La estabilidad lograda hizo necesaria la aparición de un sistema de seguridad social promovido desde el aparato estatal. No en aras de proteger a los trabajadores frente al capital, tendiente siempre a la sustracción de plusvalor para su reproducción ampliada, sino en pro de la conservación del nivel de consumo como medida de estabilidad y crecimiento económico. La ampliación de las masas de trabajadores ocupados en las fábricas permitió el surgimiento de sindicatos que, tras largas luchas, lograron incidir de manera positiva en los derechos y las garantías laborales. Por su parte, el aparato estatal se vio en la necesidad de ceder ante las demandas obreras y frente a la presión indirecta que el bloque socialista ejercía. Se hizo necesario el despliegue de un aparato de tipo corporativo que servía de mediador de la relación capital y salvaba de los peligros de las diferencias de clases existentes, así como medida para regular el mercado interno al que se le daba prioridad como medio de reactivación de la economía mundial.

En el caso particular de México, la expresión de este modo de regulación post-liberal se estructuró con características sumamente específicas, que a su vez encuentran sus cimientos en dos procesos: por un lado, el de la Revolución mexicana, y los orígenes de esta lucha armada marcada por la incursión de sectores populares con demandas sociales que terminaron por ser incluidas constitucionalmente, sobre todo aquellas referentes a la educación, la tierra y el trabajo (manifiestas en los artículos 3, 27 y 123, marcando un avance importante en lo que respecta a los derechos sociales), y, por otro lado, el proceso de reconfiguración estatal y de cambio de modo de regulación, de uno liberal a uno más intervencionista. En su particularidad, tres son las características principales que definieron el sistema político mexicano en la época postrevolucionaria y que, de cierto modo, lograron garantizar un alto grado de legitimidad a la dominación gracias a la creación de un poder estatal hegemónico: el surgimiento de una figura presidencial constitucionalmente fortalecida, y que de hecho adquirió facultades metaconstitucionales al convertirse en la fuente de toma de decisiones en última instancia, en todos los niveles de gobierno, al grado de transformar la presidencia republicana en una especie de “principado sexenal” (Roux 2000); un régimen oficial de partido único; y, la organización para su control de los sectores productivos al Estado dentro de una forma corporativa.

En efecto, la existencia de un partido oficial (Cosío 1982, 35) permitió, entre otras cosas, una salida a la crisis política posrevolucionaria, que amenazaba con el desmembramiento del grupo revolucionario fragmentado en diferentes grupos (Garrido 1982, 71). El partido oficial logró el sometimiento de los diferentes caudillismos a un poder central e instaurar un sistema “civilizado” en las luchas por el poder, además de oficializar la Revolución mediante el discurso y la creación de un sistema de seguridad social amplio, acompañado de una estabilidad económica y política creciente y sostenida. A su vez, permitió la consolidación de un ejército federal y el desarme de los campesinos revolucionarios (Garrido 1982, 221), así como la desaparición de los múltiples partidos políticos regionales que solo representaban un brazo de la extensión del poder político de los caudillos.

En términos generales, dos características fundamentales para la constitución del Estado mexicano postrevolucionario han sido: un poder ejecutivo altamente fortalecido y un partido con carácter de oficialidad, que al menos en pretensión, quiso incorporar la totalidad de las masas campesinas y obreras organizadas, de manera subordinada al poder ejecutivo por medio del partido oficial. En gran medida, el poder adquirido por el partido oficial y el sustento de su legitimidad se debieron a la transformación del partido en una organización de masas. La incorporación de los líderes sindicales, obreros y campesinos al aparato partidista, mediante la promesa incumplida de sesión de puestos públicos y la puesta en marcha de reformas sociales, como la reactivación del reparto agrario o la nacionalización de los ferrocarriles y del petróleo (procesos por demás acordes con la permisibilidad que generó la entrada a la Segunda Guerra Mundial de EUA y su vuelco de una injerencia política de intervención abierta a una de “buena vecindad”). Convertido en un aparato de masas, el partido oficial logró su consolidación como un poder hegemónico, gracias a la búsqueda de satisfacción de las reivindicaciones aún pendientes que la Revolución había incumplido.

Este proceso de consolidación hegemónica del poder estatal permitió generar una economía nacionalista ad hoc, con políticas económicas proteccionistas que buscaban revertir la crisis económica mundial de 1929. Para la segunda mitad del siglo XX, la incentivación de la inversión privada aumentó, se limitó el reparto agrario, se dio por terminada la aplicación de la “educación socialista” y se llevó a cabo una política de oposición sistemática de las demandas de los trabajadores (Garrido 1982, 461). Paralelamente se abrió paso a la conformación de un proyecto “integrador”, que buscaba subordinar los sindicatos obreros y campesinos. Evidentemente, las masas populares continuaron relegadas de toda participación política real. Incluso los cargos de elección popular fueron atribuciones correspondientes al presidente a partir de este proceso.

La consolidación del dominio político se fortaleció a partir de factores externos, como la imposibilidad de los países participantes en la Segunda Guerra Mundial de satisfacer la demanda de productos del sector secundario. Esto permitió el desarrollo de una política interna de “sustitución de importaciones” y de fomento a las exportaciones que impulsó una industrialización relativa en el país, sobre todo a partir de la participación del Estado en sectores considerados estratégicos y en el rescate de empresas a fin de conservar los niveles de empleo. Entrada ya la segunda mitad del siglo XX, México experimentó un crecimiento industrial importante tanto en el sector público como en el privado -en parte derivado del aumento de la inversión extranjera y el auge en los precios del petróleo-, aumentando con ello los índices de exportación. La industria, a la par que crecía, se diversificó y, para la década de 1970, este crecimiento re percutió en el sector rural, aunque de manera diferenciada entre el norte y el sur del país.

Sin embargo, para el último tercio del siglo xx, el crecimiento económico se desaceleró considerablemente. El aumento de precios, la pérdida del poder adquisitivo y la devaluación del peso frente al dólar, fueron algunos de los signos que ponían fin al llamado “milagro mexicano” y dejaban en entredicho el modo de regulación que con éxito había logrado revertir la severa crisis de 1929. Nuevamente, la necesidad de reorientación económica y de reconfiguración estatal surgió ante la crisis económica y de legitimidad que se presentaba. En México podemos marcar el inicio de esta nueva crisis a partir del inicio de la década de 1980 -pese a que ya había sido anunciada por el hito que representó el movimiento estudiantil de 1968-. Para el sexenio de Miguel de la Madrid, el arribo de los denominados tecnócratas hizo inminente la aplicación de políticas neoliberales que terminaron por sepultar la ideología revolucionaria que había sostenido y fundado los cimientos más fuertes de la dominación, pero, además, abrió un nuevo episodio en el que la violencia no ha dejado de ir en aumento.

Crisis y reconfiguración estatal

La reorganización estatal en un nuevo modo de regulación, basado en la idea del Welfare State, pese a tener pretensiones universalistas de instauración, no logró afianzarse a lo largo y ancho del mundo. A lo sumo, el modelo fue exitoso en Europa occidental, donde incluso la hegemonía estadounidense se vio fuertemente cuestionada. Sin embargo, en países de América Latina, el modelo fue copiado solo parcialmente a fin de proteger el mercado interno, sustento de la economía -como en el caso mexicano-. Paralelamente se dio inicio a un creciente endeudamiento por parte de los países latinoamericanos como medida para mantener las economías nacionales y el impulso de la industrialización. No obstante, se realizaron concesiones democráticas como la universalización del voto y la extensión del sistema de seguridad social, paralelamente acompañado de un ascenso de las dictaduras militares impulsadas desde la Casa Blanca. Para los países de África, el modo de regulación de la posguerra jamás pudo ser introducido, siendo su papel mantenido como meros proveedores de materias primas (Hirsch 2001, 16). En cada una de las naciones donde el modelo fue adoptado, este se configuró de acuerdo con las características sociopolíticas, económicas, culturales e históricas específicas.

En gran medida, la etapa de mayor crecimiento y solidez de este modo de regulación se dio durante la llamada Guerra Fría. Su crecimiento y expansión fue impulsado inicialmente por la industria armamentística y militar que EUA encabezaba. El gran potencial productivo y de competencia que dicha potencia ofrecía, paulatinamente, fue convirtiéndose en factor de presión para la liberalización de los mercados y el libre tránsito de mercancías en regiones donde antes no existía inversión. Esto fue poniendo fin a la regulación del mercado interno por parte del Estado e impulsando su apertura y gradual desarticulación. Ante la importancia que fue adquiriendo el mercado externo, el sector exportador se fortaleció. Pronto las empresas multinacionales, capaces de movilizar flujos considerables de mercancías a escala global, se vieron beneficiadas con la liberación de los mercados y comenzaron a adquirir importancia económica para las naciones.

En general, la crisis de este modo de regulación fue provocada por “un retroceso estructural en la rentabilidad del capital en todas las metrópolis capitalistas” (Lipietz 1987, 29), es decir, la disminución de la tasa de ganancia y la detención de la acumulación que se inició con la pérdida del liderazgo económico por parte de EUA, gracias al éxito obtenido por parte de países de Europa occidental y de Japón, que aplicaron un modo de regulación altamente competitivo, pero más efectivo en su apertura al mercado mundial. El liderazgo militar de EUA representó un gasto enorme, lo que le produjo un endeudamiento que terminó por debilitar al dólar. Por lo tanto, este último dejó de fungir como la moneda de referencia para las transacciones internacionales, lo que finalmente obligó al gobierno de EUA a desistir de la garantía en oro de su moneda, llevando al colapso del sistema Bretton-Woods a comienzos de los años setenta. Con ello, se sustrajo un sustento decisivo a la regulación política del mercado mundial. El sistema de cambios fijos, controlado por instituciones internacionales, se disolvió (Hirsch 2001).

El colapso del sistema estabilizador de los tipos de cambio permitió que el manejo internacional del dinero cayera en manos de los bancos, creando una subordinación económica creciente de los Estados a los intereses privados. El Fondo Monetario Internacional (FMI) dejó de fungir como órgano regulador para convertirse en una especie de “cancerbero” del capital financiero, sobre todo frente a las naciones deudoras, ante las que logró imponer condiciones para negociar la deuda. Entre estas últimas se encuentran la reducción del sistema de seguridad social, con todo lo que ello implica, y la cancelación de derechos laborales ganados a partir de largas luchas, hasta llegar a la denominada flexibilización laboral. Asimismo, se comienza un férreo desmantelamiento de las aún sobrevivientes estructuras campesinas tradicionales. Este proceso de restructuración estatal, definido como “Estado nacional de competencia”, se caracteriza por la mundialización dirigida por el capital financiero (Almeyra 2002, 300).

Contrario a la idea de globalización -que implica esencialmente una referencia a la idea de una aldea global donde las fronteras se diluyen, las identidades se unifican en la conformación de una identidad global-, la idea de mundialización implica una referencia al proceso de transnacionalización de los flujos de capitales y del libre tránsito de mercancías, sin que por ello desaparezcan las diferencias culturales existentes. Por el contrario, la diferenciación cultural, racial y nacionalista tiende a marcarse de un modo radical por dos motivos. El primer motivo es que la estabilidad del sistema político de las naciones comienza a fundamentarse en la apelación a los intereses generales de la nación en contra de los competidores frente al capital trasnacional. Las otras naciones se convierten en competidores por conseguir los favores del establecimiento del capital en sus territorios. Así, los intereses ajenos se convierten en los enemigos de la nación, como se puede ver actualmente en la posición de EUA frente al Medio Oriente, en la guerra por el petróleo o contra Venezuela.

En segundo lugar, el resurgimiento de los racismos, nacionalismos, etnicismos y chauvinismos es resultado del quiebre del viejo sistema de negociación y cooptación corporativista, de la desregulación y del prácticamente nulo control de lo social por parte del Estado. La búsqueda de un posicionamiento óptimo frente al capital mundial hace que las naciones adopten medidas de escasa regulación en lo que a flujos mercantiles e instalación de industrias se refiere. Se reducen las políticas sociales, aumentan las privatizaciones, se minimizan los estándares ecológicos a cambio de que el capital se establezca dentro del territorio nacional, lo que tiene costos sociales altísimos. Las conquistas laborales logradas a partir de largas luchas se tiran por la borda (como la reducción de la jornada laboral a ocho horas). Se pone fin a la protección del trabajo femenino e infantil. Los bajos salarios se vuelven cada vez más precarios. En suma, la dominación y la explotación se radicalizan. La política misma, otrora dedicada a salvaguardar la soberanía de las naciones, se somete casi absolutamente a las fuerzas del mercado mundial. El crecimiento económico deja de estar vinculado con el bienestar de las mayorías. Se crean grandes zonas de pobreza y marginación en todo el mundo, en comparación con las islas de bienestar o pequeños sectores que disfrutan realmente de los beneficios de esta mundialización. Esta tendencia a la radicalización de las diferencias en el acceso a los beneficios, así como el grado de explotación y marginalidad, impulsan con mayor fuerza los flujos migratorios hacia los núcleos industriales o de servicios.

Ahora bien, este proceso de transformación estatal hacia un nuevo modo de regulación, donde la intervención gubernamental se reduce casi a su mínima expresión, no implica la necesaria desaparición del Estado. El mercado, pese a poseer sus propias leyes y su lógica particular de existencia, no puede sustentarse por sí mismo, mucho menos ocupar el lugar de un aparato de Estado y efectuar funciones de seguridad social y prevención. El mercado, por más libre que pueda parecer, necesita del aparato estatal como medio de aseguramiento, regulación y creación de las condiciones mínimas necesarias para posibilitar su reproducción. En efecto, el Estado cumple funciones específicas dentro de la lógica de reproducción del capital, tales como regular las relaciones comerciales, controlar los precios de algunos productos, el tránsito de mercancías, evitar las prácticas monopólicas, etcétera. Es decir, el Estado no desaparece ni se reduce, simplemente se transforma en un Estado que posibilita y permite, como nunca antes, la reproducción ampliada del capital, mediante la creación de las condiciones necesarias para ello.

El Estado, al igual que siempre, funge hoy día como posibilitador de las condiciones para la reproducción ampliada del capital. La entrada en vigor de tratados de libre comercio multinacionales, firmados y aceptados desde los mismos gobiernos; la creación de leyes que revierten los logros de las luchas obreras y que flexibilizan el trabajo a favor de las grandes empresas; la mínima regulación ecológica; la condonación de impuestos a empresas y al tránsito de mercancías, son parte de las labores que realiza el Estado como expresión política de la modernidad capitalista. En este sentido, debemos tener en cuenta que el capital no es una cosa, sino una relación: “si el capital no es una forma económica sino una forma de vida humana, entonces el Estado y la política se forman o constituyen desde y en la totalidad del capital” (Ávalos 1996, 201). En otras palabras, “los mercados no son fenómenos naturales, sino circunstancias construidas política e institucionalmente” (Hirsch 2001, 144). La mundialización “adelgaza’’ y desgasta a los Estados, pero no los hace desaparecer sino que los somete francamente al capital financiero internacional. La pérdida de soberanía internacional y, al mismo tiempo, de consenso popular, debilita los Estados, convirtiéndolos cada vez más en maquinarias burocráticas autistas (Almeyra 1997).

La descentralización y la desregulación adoptadas por una mayoría de gobiernos, por recomendación (forzada) de instituciones políticofinancieras como el FMI, la Organización Mundial de Comercio (OMC) o el Banco Mundial (BM), junto con la presión de los gobiernos de los países centrales sobre los países dependientes (Almeyra 2004), apuestan por la reducción del papel del Estado en la economía y la apertura de los mercados nacionales, en los que las proyecciones a futuro dependen del comportamiento de los mercados mundiales. Paralelamente a este proceso, surgen nuevos productos, nuevas tecnologías de producción y de comunicación; cambian las formas de organización fabril; se flexibilizan las relaciones laborales, dentro de una continua transformación industrial (Hirsch 2001, 122). Del mismo modo, y con la finalidad de restablecer la acumulación de capital y la generación de riqueza, los organismos financieros internacionales han presionado a los países dependientes para lograr una reducción de los costos salariales, un incremento de los tiempos de trabajo y una intensificación del uso de las plantas fabriles. Estas condiciones han dado pie a una fuerte crítica en contra de los efectos negativos del proceso de paulatino desmantelamiento del viejo sistema de seguridad del Welfare State. La agudización de las desigualdades ha ido en constante aumento, dando paso a procesos como el que actualmente vive México, donde la violencia se hace presente de un modo crudo y descarnado. A la violencia objetiva, inherente al modelo de desarrollo capitalista neoliberal, se ha sumado el surgimiento de nuevos actores, de poderes fácticos que de manera directa o indirecta, han sido incentivados desde el aparato estatal, al ser funcionales con su dominio.

Crisis estatal, violencia y paz

El fenómeno de transformación estatal abrió paso a un creciente retroceso en la cesión de derechos sociales y laborales para favorecer la acumulación del capital. Este repliegue estatal de sus funciones de protección social permitió la incursión del capital privado en la satisfacción de demandas de salud, educación, seguridad, pero de igual manera abrió la puerta a la expresión de diversas identidades que, en la forma estatal postliberal, habían sido integradas corporativamente como parte de los diferentes sectores productivos. En México, la legitimidad del dominio estatal descansó en la representatividad que ligaba al partido en el poder con los ideales de la Revolución. La herencia discursiva basada en la reivindicación del proceso revolucionario, la generación de un sistema de seguridad social y una Constitución política que parecía dar cuenta de esta heredad, garantizaron una relativa estabilidad al régimen y hasta cierto punto, un alto grado de hegemonía que se expresó en un pacto de dominación relativamente estable. Este pacto adquiere forma y contenido, particularmente en el periodo presidencial de Lázaro Cárdenas, quien a través de su política de masas, fortalecimiento del corporativismo y de la institución presidencial, así como de una serie de políticas públicas, buscó dar solución a las demandas planteadas por los sectores populares durante el movimiento revolucionario.

Este pacto de dominación, no obstante su efectividad, fue roto a partir de una serie de procesos que pueden identificarse en cinco momentos que si bien, no son los únicos, sí pueden ser representativos de esa ruptura que termina por poner al país en una situación de agravada violencia. El primero de ellos puede identificarse con la puesta en práctica de políticas neoliberales en los años ochenta del siglo xx, proceso acompañando por el abandono del discurso reivindicativo de los ideales revolucionarios y el inicio del desmantelamiento del Estado de bienestar. A partir de este momento comienza a gestarse eso que se ha dado en llamar “adelgazamiento estatal” y que representa una disminución de la presencia del Estado y sus instituciones en la seguridad social para dar paso a la participación de los privados en la oferta de servicios como la seguridad, la salud y la educación, quitándole, por ende, al Estado, el papel de interventor en la economía y los mercados para permitir que sea la ley de la oferta y la demanda la que regule al mercado.

El segundo momento lo representa la fuerte crisis que al interior del partido oficial se da en la segunda mitad de la década de los 80. Esta crisis comenzó a gestarse como una fractura resultada del cuestionamiento a la forma de elección de los candidatos presidenciales. Encabezada por Cuauhtémoc Cárdenas y un grupo de organizaciones sociales y sectores de izquierda, la ruptura dentro del PRI deriva en el surgimiento del llamado Frente Nacional Democrático, que postuló en aquel entonces a Cuauhtémoc Cárdenas (hijo del tata Cárdenas) a la presidencia en las elecciones federales de 1988, frente al candidato oficial, Carlos Salinas de Gortari. Este Frente consiguió aglutinar un amplio espectro de las organizaciones de la izquierda mexicana, desde sectores moderados hasta sectores radicalizados, pero que en la coyuntura lograron unificarse primero en el Frente, y posteriormente en la creación del Partido de la Revolución Democrática (PRD). Este momento es muestra de la crisis al interior del partido oficial, pero también marca el inicio del fin de la hegemonía priista frente a la sociedad en México, aunque este proceso no represente el fin del partido revolucionario.

El tercer momento importante lo marca el alzamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) el 1 de enero de 1994. Este suceso atrajo la atención de la opinión pública nacional e internacional al exponer la miseria y la serie de injusticias que afectan a los pueblos indígenas en el país justo en el momento en que desde el discurso oficial del gobierno salinista, México estaba en el umbral del primer mundo, muestra de ello era la firma del Tratado de Libre Comercio con América del Norte. La aparición del EZLN mostró al mundo la realidad que en México los distintos gobiernos habían pretendido ocultar u obviar, la situación de miseria y atraso social que viven las comunidades indígenas desde hace siglos y que representa una deuda histórica no saldada, pero sobre todo, exhibió la indolencia de los distintos gobiernos priistas, que aún, arrogándose la herencia de los ideales revolucionarios, no habían logrando hacer la mínima justicia a estos sectores de la sociedad, mostrando que el pacto de dominación solo fue parcial, que el arribo de México al primer mundo era un ardid propagandístico y que en el país había un hondo abismo de marginalidad en los sectores rurales e indígenas.

El cuarto momento se da para las elecciones del año 2000, cuando el entonces presidente, Ernesto Zedillo, renuncia públicamente a su capacidad de designar a su sucesor como había sido tradición dentro del presidencialismo de corte priista. Esta renuncia a la tradición, sumada a un hartazgo social consecuencia de las sucesivas crisis, la inflación, la caída del peso y el aumento del desempleo, la posibilidad de alternancia -que comenzó a gestarse con la serie de reformas que en materia electoral se realizan después de la controvertida elección de 1988-, y la campaña del voto útil para “sacar al pri de los Pinos”, permiten que por primera vez después de poco más de 70 años un partido distinto al Revolucionario Institucional ocupe la presidencia de la República. La llegada de Vicente Fox al gobierno federal de la mano del Partido Acción Nacional (pan) generó una serie de expectativas que no lograron cumplirse. El cambio de partido en el gobierno no implicó un cambio en la estructura de poder creada por el PRI, así, el rumbo fijado desde la lógica del neoliberalismo, no solo se mantuvo, sino que se acentuó como lo demuestra el intento de implementación del Plan Puebla Panamá que pretendía extender el modelo de la industria maquiladora a todo el sur y sureste del país, además de impulsar el modelo extractivista de los recursos naturales (Ornelas 2002). La estructura de gobierno basada en la corrupción, el clientelismo y el control corporativo se mantuvo intacta, de hecho resultó funcional al partido en el gobierno. Las promesas de investigar los nexos de políticos con el narcotráfico quedaron solo en eso, al igual que dar solución al conflicto en Chiapas, por mencionar únicamente dos de los muchos casos. La continuidad y la frustrada transición democrática no abonaron para restituir el pacto de dominación desgarrado por los tres gobiernos neoliberales anteriores, así, la alternancia del partido en el poder a partir del año 2000, no logró generar una nueva base de legitimidad.

Finalmente, un quinto momento puede identificarse en el fraude electoral de 2006, que llevó a otro panista, Felipe Calderón, a la presidencia. La controversial elección del 2006, en la que el candidato del pan se hace del Poder Ejecutivo frente al candidato de la Alianza por el Bien de Todos, Andrés Manuel López Obrador, con una mínima diferencia de menos de un punto en el porcentaje de votos, así como la negativa por parte del Instituto Federal Electoral (IFE) y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), de abrir los paquetes electorales para realizar un conteo de los votos boleta por boleta ante los reclamos y señalamientos por las irregularidades detectadas durante el proceso de campañas y la elección, terminaron por derrumbar la ya de por sí frágil legitimidad estatal. Así, la presidencia de Felipe Calderón, desde su inicio estuvo marcada por la sombra del fraude electoral y un enorme vacío de legitimidad. Frente a esta ausencia de legitimidad, el nuevo presidente panista se lanzó a una aventura bélica. Como uno de sus primeros actos como presidente, Calderón declara la “guerra contra el narcotráfico”, con esta declaración designa a los narcotraficantes como el enemigo interno a vencer. Despliega al ejército a lo largo y ancho del país para realizar actividades de tipo policial, claramente contrarias al papel que constitucionalmente tienen reservadas las fuerzas armadas. Con el ejército en las calles comienza a darse un fenómeno doble, no solo la violencia vinculada con el narcotráfico no disminuye, sino que crece exponencialmente, a la par que crecen también las violaciones a los derechos humanos de la mano del ejército, que sin ningún marco legal claro que acote sus funciones, comienza a actuar de manera discrecional afectando a la población civil y particularmente a luchadores sociales y miembros de organizaciones de defensa de los derechos humanos.1

La llamada “guerra contra el narcotráfico” lejos de acabar con la violencia, la exponenció a tal grado que en el sexenio calderonista la cifra de muertos llegó a más de 120 mil (de acuerdo con datos del INEGI) y en el sexenio de Enrique Peña Nieto, esta se continuó, sumando un número de muertos relacionados con hechos violentos que para el último año del sexenio, ronda cifras similares a las del sexenio anterior. La fallida estrategia de combate al narcotráfico se ha mantenido pese a su evidente fracaso. Así, al desmantelamiento del Estado benefactor, o lo que fue su expresión mexicana, se suma la creciente violencia, generando una combinación de elementos que dificulta poder pensar la paz como una aspiración posible a corto plazo.

Pensar en la construcción de paz en el contexto mexicano implica pensar en las condiciones que han posibilitado su inexistencia. Implica pensar esa posibilidad atravesada por una doble condición. Por un lado, aquella que deriva de lo que se denomina violencia objetiva y que tiende a no ser percibida de igual manera que como la violencia subjetiva lo es (Žižek 2007). La violencia objetiva, por su condición sistémica, tiende a ser naturalizada e integrada rápidamente en el paisaje, al grado de pasar inadvertida y considerarse como normal. Este tipo de violencia está representada para este caso, en el desmantelamiento del Estado benefactor y la orientación neoliberal de los últimos seis gobiernos federales, que han logrado dar al traste con una parte importante de los derechos sociales recién conquistados hace menos de un siglo, convirtiendo estos derechos en mercancías valorizables en el mercado como cualquier otro producto, accesibles solo para aquellos que pueden pagarlos. Este proceso de desregulación estatal debe reconocerse en el marco de una de las fases del capitalismo más agresivas y violentas, la de la acumulación por desposesión (Harvey 2003), que desde los años 70 del siglo pasado comenzó a implementarse bajo la presión de organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional (FMI), Banco Mundial (BM) y el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), como una medida de renegociación de la deuda externa. Este viraje, implicó una feroz privatización de las empresas paraestatales y los servicios públicos, así como la privatización y explotación de los recursos naturales, lo cual ha representado una seria presión y amenaza a las tierras comunales de los pueblos originarios y comunidades campesinas. Este proceso, a la par que representó una fractura en el pacto de dominación, abrió la puerta para la organización de la Sociedad Civil, que abandonada ante el retiro estatal quedó a expensas de los intereses del capital privado, así como de poderes locales que frente a este abismo gubernamental se fortalecieron, como el caso de los cacicazgos y los grupos de poder del crimen organizado, sin más opción que tener que organizarse.

Por otro lado, la violencia subjetiva representa esta segunda condición que dificulta la posibilidad de pensar la paz en un sentido que rebase la reflexión sobre la paz negativa. La violencia subjetiva, como esa violencia sangrienta ejecutada por un agente identificable (Žižek 2007), visible y que genera un alto grado de indignación no puede entenderse sino como una consecuencia de la violencia objetiva. La violencia criminal tiene en gran medida su origen en un contexto de desigualdad, crecimiento de la pobreza, pérdida de derechos, aumento del desempleo, es decir, de la enorme injusticia social que se ha fomentado desde los distintos gobiernos en este país. Aunque si bien, la desigualdad no es por sí sola y de manera directa el origen de la violencia, en proporciones como las que existen en México, no deja de ser un caldo de cultivo para la propagación de la actividad criminal.

Para el caso mexicano, el crecimiento de la violencia, como ya se mencionó con antelación, puede marcarse con el inicio del sexenio calderonista, pero la decisión del entonces presidente no debe entenderse solamente en un contexto nacional de búsqueda de legitimidad ante la controversial elección federal del 2006. Juega en esa decisión la iniciativa Mérida, adoptada por los gobiernos de México y Estados Unidos en 2007 y que representa un acuerdo en materia de seguridad y, particularmente, de lucha conjunta contra el crimen organizado transnacional. Dicha iniciativa representó un aporte por parte de Estados Unidos de 1,400 millones de dólares en equipo militar y tecnología con la pretensión de que México mejorara su programa de combate a las drogas y de vigilancia de su territorio, equipara a las agencias para las tareas de vigilancia y combate al crimen organizado, dotara de tecnología para coordinación conjunta de las fuerzas de seguridad de ambos países, contribuyera a un hemisferio más seguro y protegido donde las organizaciones criminales no fueran una amenaza para los gobiernos ni la seguridad regional, y, finalmente, impidiera la entrada y propagación de drogas ilícitas y amenazas transnacionales en toda la región y hacia Estados Unidos (Arámbula 2008).

Bajo el amparo de este acuerdo bilateral, la violencia subjetiva en México creció. El establecimiento de una política represiva so pretexto del combate al narcotráfico con el apoyo de los Estados Unidos, hizo estallar el número de muertes relacionadas con armas de fuego, mismas que, como lo mostró el caso de las operaciones “Receptor Abierto” y “Rápido y Furioso” fueron introducidas a México por parte de agencias estadounidenses, como la Agencia Norteamericana de Control de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos (ATF, por sus siglas en inglés), de manera ilegal, bajo la intención de seguir las rutas que el mercado negro de armas en México tenía para poder dar con los líderes de los grupos criminales. No obstante, estas armas, lejos de permitir la captura de los líderes de los cárteles, fueron usadas contra civiles, como lo reveló la cadena Univisión en el caso de la masacre de Villas de Salvárcar, Chihuahua, en enero de 2010, cuando hombres armados irrumpieron en una fiesta de estudiantes y asesinaron a 16 personas e hirieron a otras 12.

La violencia subjetiva en México no es un resultado azaroso, por el contrario, se ha convertido en una estrategia gubernamental, una razón de Estado para ejercer control sobre el territorio, los recursos y las personas desde diciembre de 2006. Con esta apuesta, la implementación del neoliberalismo entró en una nueva fase, de mayor agresividad y violencia. Desde la llegada al gobierno de Calderón y continuando con el sexenio de Peña Nieto, se ha dado prioridad en el gasto de los recursos públicos al supuesto combate al crimen organizado, sacrificando el gasto social en salud y educación por la compra de armamento y el despliegue de un dispositivo castrense por todo el país. La “lucha contra el narcotráfico” se ha convertido en el pretexto perfecto para enviar al ejército a las calles a realizar labores anticonstitucionales, en franca violación de los derechos humanos, como medio de amedrentamiento y de instauración de un régimen de miedo que busca desmovilizar a la sociedad civil, como puede verse en el número de violaciones, abusos, muertes y la desaparición de líderes sociales, miembros de movimientos sociales, defensores de los derechos humanos y periodistas.

Frente a este escenario, la necesidad de paz no se puede restringir al mero cese de la violencia criminal, sino a la búsqueda de una paz más amplia, en su sentido positivo, pues tanto la violencia objetiva como la subjetiva son las dos caras de una misma moneda. El rezago social existente en diferentes regiones del país, particularmente en las zonas habitadas por poblaciones indígenas y campesinas, así como los miles de pobres que se concentran en las zonas urbanas, representan una deuda que el Estado tiene para con su población. La complacencia con la que los gobiernos, en una actitud neoliberal, han dado carta abierta a la inversión privada y han dejado hacer y pasar, niega las condiciones para toda justicia social, pero también ha abierto el camino para la aparición y operación de poderes extra-gubernamentales que de facto operan como instancias paraestatales.

Pensar la paz en un sentido positivo no es tarea fácil en el contexto que priva en México. La búsqueda de paz debería atender esa violencia objetiva que genera los otros tipos de violencia como la subjetiva, es decir, pensar la paz implica pensar más allá del neoliberalismo y por lo tanto del capitalismo. Por ello, requiere no solo pensar en una transformación política profunda, también de una transformación de las subjetividades colectivas en su conjunto, no únicamente de los funcionarios públicos. La ausencia de paz no podrá resolverse de arriba hacia abajo, por decreto o desde las instituciones. Se requiere del empuje de los movimientos sociales, de la sociedad civil organizada, de una salida de esa pasividad y apatía que durante tanto tiempo han caracterizado al país, pero que afortunadamente comienzan a retroceder en aras de la urgencia por resolver la actual situación. En este sentido, la exigencia, que en algunos sectores movilizados comenzó por el simple cese de la violencia, ha escalado y ampliado sus objetivos, bajo el entendimiento de que no habrá paz verdadera y duradera, sin justicia social real.

Referencias

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1 Un excelente análisis y recopilación de casos sobre estos abusos de militares contra la sociedad civil y luchadores sociales es el texto de Carlos Fazio (2016), Estado de emergencia, en el que Fazio no solo hace un recuento de los abusos militares durante dos sexenios, el de Calderón y el de Peña Nieto, sino que enmarca esta violencia en el marco de una estrategia de Estado para el control de territorios, recursos y regiones.

Recibido: 30 de Noviembre de 2017; Aprobado: 18 de Enero de 2018

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