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Derecho global. Estudios sobre derecho y justicia

versión On-line ISSN 2448-5136versión impresa ISSN 2448-5128

Derecho glob. Estud. sobre derecho justicia vol.6 no.18 Guadalajar jul. 2021  Epub 06-Sep-2021

https://doi.org/10.32870/dgedj.v6i18.461 

Derecho comparado

Estado penal: criminalización de juventud, masculinidad y ley en méxico

José Ricardo Gutiérrez Vargasa 

a Universidad Of London, Londres, Reino Unido. Correo electrónico: jose_ricardo.gutierrez-vargas@kcl.ac.uk


En estas líneas deseo problematizar la manera en que la actual prevalencia de lo que se explicará más adelante como un “Estado penal” en México, remite principalmente a la estigmatización/criminalización de jóvenes varones pobres, en el contexto de la guerra contra el narco iniciada formalmente en el sexenio de Felipe Calderón Hinojosa (2006-2012) y que hasta ahora sigue en marcha como una especie de proyecto “trans-sexenal”. Señalaré cómo la creación reciente de una batería de leyes y acuerdos, originados en la lógica del “Estado penal”, funcionan como parte de un dispositivo gubernamental que crea por medio de una criminalización la figura de un grupo poblacional punible, en vez de combatir el orden social injusto que vulnera las condiciones de vida de las juventudes mexicanas, en especial de los hombres jóvenes y pobres, quienes son los que terminan por conformar mayoritariamente las filas del crimen organizado, al mismo tiempo que son el blanco principal de la violencia estatal institucionalizada en manos del ejército, la policía y la cárcel. Estos factores son los que contribuyen a que sean los varones los principales victimarios y víctimas de las violencias criminales en México. De acuerdo con el informe Las y los adolescentes que México ha olvidado, elaborado por la organización internacional “Save the Children”, se establece que el número de muertes de adolescentes por homicidio es superior en la población masculina. En el periodo 2013-2015, 84 ciento de los casos fueron hombres y 16 por ciento mujeres (2016:5).

En ese sentido, el objetivo de este abordaje no radica tanto en un análisis técnico ni jurídico de las legislaciones que han emergido en materia de seguridad en los últimos 17 años, desde que los gobiernos mexicanos decidieron establecer una política de seguridad nacional en sintonía con los designios de la política de seguridad estadounidense regional, basada en el combate al terrorismo y narcotráfico; más bien se propone un entendimiento sociológico del carácter discursivo de la ley, que facilite comprender el modo en que un régimen penal de esta naturaleza sirve como un mecanismo, que al separar la responsabilidad individual en materia delictiva de las causas sociales y condiciones estructurales de la violencia, opera más como un entramado jurídico que normaliza el crimen en el cuerpo masculino joven/pobre, y no tanto como un camino hacia la justicia y pacificación del país.

Una problematización a partir del “estado penal”

El sociólogo francés, Loïc Wacquant, en su trabajo titulado Castigar a los pobres: el gobierno neoliberal de la inseguridad social (2010), afirma que el Estado neoliberal de nuestros días tiene tres estrategias para lidiar con la pobreza y al mismo tiempo no contribuir a mermar lo que la causa: 1. Mediante la socialización del subempleo y el desempleo, por medio de la implementación de políticas públicas asistencialistas; 2. Una medicalización de los/as pobres, es decir, dar por hecho una propensión de las poblaciones marginalizadas y precarizadas económicamente a convertirse en enfermos o potenciales drogadictos, depresivos, alcohólicos; 3. A través de una penalización que promueve la creación de decretos que tipifican e ilegalizan las formas de vida de los/as más desfavorecidos. Así, lo que me interesa aquí es destacar el rol que juega este último aspecto: la construcción de un “Estado penal”, sin dejar de reconocer que dicha estrategia se encuentra profundamente imbricada con las otras dos. Siguiendo esta idea de Wacquant, el “Estado penal” desarrolla una serie de tácticas represivas vinculadas a un discurso de inseguridad pública que se materializa en un incremento de la acción policiaca y militar, pero sobre todo en la creación de leyes que le otorgan legitimidad a su figura punitiva contra los pobres. En realidad, estas retóricas estigmatizadoras de la pobreza y su asociación a una teoría penal pueden rastrearse en Europa desde el siglo XIX, donde según Foucault, se conforma un gran temor a “una plebe que se cree criminal y sediciosa; una clase bárbara, inmoral y fuera de la ley que es una constante en los discursos de los legisladores, filántropos e investigadores de la vida obrera” (2009:320).

El marco conceptual del “Estado penal” es una propuesta útil para elaborar una interpretación en torno a cómo las políticas públicas y legislaciones, en materia de seguridad que se empezaron a adoptar en México desde el sexenio de Vicente Fox (2000-2006), fueron producto de múltiples consensos en torno a una idea de inseguridad, teniendo efectos sociales de gran calado, sobre todo en la emergencia de una especie de “enemigo interno” cuyo rostro es encarnado por medio de una estigmatización de la figura del sujeto joven, varón y pobre. A pesar de que, como múltiples investigaciones lo han demostrado (Valencia, 2016; Núñez y Espinoza,2017; Reyes, 2019; Urteaga y Moreno, 2019), la incorporación de los jóvenes varones a organizaciones criminales y/o participación en actividades delictivas se asocia a una multiplicidad de razones que no necesariamente tienen que ver con la falta de dinero y, en cambio, se vinculan a motivos de afirmación identitaria masculina, empoderamiento y de pertenencia a un grupo. Sin embargo, esas mismas investigaciones también han sostenido que es en los ambientes económicamente precarizados donde se encuentran los jóvenes más dispuestos a participar en el crimen organizado.

De esa manera, la imagen del hombre joven y pobre en México deviene predilecta para circunscribirla a una idea de peligrosidad y alerta. Un peligro que “atraviesa” el futuro de la nación y que es necesario controlar. Y es esta codificación discursiva la que anima y justifica la existencia de un corpus de leyes enfocadas en una defensa de la seguridad nacional y no en la seguridad pública de los ciudadanos. Esto se puede explicar también bajo lo que Gunther Jakobs denomina el “derecho penal del enemigo”, el cual contiene un rasgo más enérgico o coactivo de aseguramiento futuro, de manera que el enfoque es más prospectivo que retrospectivo; se dirige a la evitación de peligros futuros y precisamente porque el peligro es superior, se ha de reaccionar de manera más intensa, esto es, tiende a infligir un impedimento o sufrimiento físico de carácter asegurativo (…) en el Derecho penal del enemigo se lucha contra un peligro y en el derecho penal del ciudadano se actúa simbólicamente (en Ontiveros, 2019: 50).

A partir de lo mencionado por Jakobs, en México se puede ubicar una política de seguridad nacional militarizada, enmarcada por un “derecho penal del enemigo”. Ese enemigo, que como ya se dijo, tiende a ser un rostro joven, masculino y pobre. No pretendo aquí hacer un recuento que agote la complejidad y el impacto de las leyes y consensos que han funcionado en México para construir un “Estado penal”. Bastará con mencionarlas sucintamente en la siguiente sección para ubicar al lector/a en la genealogía de un marco jurídico que ha tenido como uno de sus mayores efectos la criminalización de las juventudes.

El entramado jurídico del “estado penal” en el mar- co de una gubernamentalidad neoliberal/bélica/an- drocéntrica

Desde 2004 se reformó la Constitución, otorgándole facultades al congreso federal para legislar en materia de seguridad nacional, a la par de la modificación al artículo 27 de la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal, con el objetivo de darle a la Secretaría de Gobernación facultades en el campo de la seguridad nacional. Posteriormente, en 2005 México firmó junto con Canadá y Estados Unidos la Alianza para la Seguridad y Prosperidad de América del Norte (ASPAN), donde se contemplan puntos de cooperación en materia de seguridad, estableciendo como objetivo incrementar la seguridad interior y exterior de los tres países, sobre todo en función de dos batallas: contra el narco y el terrorismo. Dos años más tarde, en 2007, México suscribió, junto con Estados Unidos y los países de Centroamérica, el “Plan Mérida”, un acuerdo para combatir el crimen organizado y el narcotráfico en la región. Los resultados de estas tres iniciativas no fueron compatibles con las expectativas que generaron en torno a mermar las fuerzas de la criminalidad del narco. Según Patricia Reyes Ontiveros, en 2007 aumentaron 300 por ciento los homicidios; la incidencia de cobro de piso, entre 2010 y 2012, se incrementó en un 131 por ciento, mientras que la tortura aumentó en un 400 por ciento (2019:44).

A las iniciativas anteriores es necesario añadir las modificaciones, que entraron en vigor en agosto de 2012, a la Ley General de Salud, al Código Penal Federal y al Código Federal de Procedimientos Penales, que en su conjunto se les conoció como Ley contra el Narcomenudeo. Estos cambios en la ley detonaron un incremento en la detención de jóvenes, lo cual sugiere, como lo ha afirmado Carlos Alberto Zamudio Angles, que esa política de control de la oferta de drogas basó sus resultados “en detenciones masivas que vulneran especialmente a los jóvenes que participan del mercado de las drogas en el rol de dealer, en el de clientes o ambos”(2013:120). En esa línea, Zamudio y Santos resaltan que el Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal (TSJDF) reportó que los jóvenes menores de 18 años que fueron procesados penalmente por vender drogas en la capital del país pasaron de 6 casos en 2009 a 68 casos en 2013, lo que significó un aumento del 1000 por ciento en un periodo de 4 años (en Moreno y Urteaga, 2019:16).

Finalmente, a pesar de haber sido declarada inconstitucional por la Suprema Corte de Justicia en 2018, es menester sumar a esta lista la Ley de Seguridad Interior, publicada en el Diario Oficial de la Federación en diciembre de 2017, pues representa otro índice de la configuración de un “derecho penal contra el enemigo” en México. Dicha ley construyó sus objetivos en torno a la seguridad nacional no a la seguridad pública, posibilitando imponer estados de excepción, que permitían “establecer jurídicamente quiénes son ciudadanos de pleno derecho y quiénes no” (Urteaga y Moreno, 2020:54). Así, por ejemplo, en su artículo 2º establecía lo siguiente:

La seguridad interior es la condición que proporciona el Estado mexicano que permite salvaguardar la permanencia y continuidad de sus órdenes de gobierno e instituciones, así como el desarrollo nacional mediante el mantenimiento del orden constitucional, el Estado de Derecho y la gobernabilidad democrática en todo el territorio nacional. Comprende el conjunto de órganos, procedimientos y acciones destinados para dichos fines, respetando los derechos humanos en todo el territorio nacional, así como para prestar auxilio y protección a las entidades federativas y los municipios, frente a riesgos y amenazas que comprometan o afecten la seguridad nacional en los términos de la presente Ley (en Ontiveros, 2019:58).

El párrafo anterior ilustra lo que Michel Foucault explicó como “razón de Estado” al definirla como aquello que hace referencia al Estado en sí mismo, es decir, lo que es necesario y suficiente para que conserve intacta su integridad:

La razón de Estado debe comandar no según las leyes, sino de ser necesario, las leyes mismas que deben acomodarse al estado de la República (…) esa necesidad del Estado con referencia a sí mismo llevará a la razón de Estado, en determinado momento, a barrer con leyes civiles, morales y naturales que ha tenido a bien reconocer y con las cuales ha hecho hasta ahora su juego (2006:303).

Bajo esa mirada analítica foucaultiana, podría sugerir que lo que guiaba el propósito de la Ley de Seguridad Interior es una defensa de la “razón de Estado”, al decir que este tipo de seguridad posibilita salvar la permanencia y continuidad de los órdenes de gobierno y las instituciones, apuntando a un bienestar del propio Estado, no de la población. En este artículo de la Ley de Seguridad Interior se apela a una relación del Estado consigo mismo, donde la población apenas se llega a esbozar cuando establece el respeto de los derechos humanos en todo el territorio nacional. A pesar de ello, la población no es el sujeto del artículo 2º de dicha ley, pues aunque esté presente de forma indirecta al hablar de derechos humanos, es en realidad un elemento sobre el cual no se piensa, pues todo el foco orbita alrededor de un Estado que tiene en sí mismo su ley y su fin.

La operación de este marco jurídico no puede concebirse al margen de lo que, de la mano nuevamente de Foucault, he llamado una gubernamentalidad neoliberal/ bélica/androcéntrica. Una de las principales lecciones del curso titulado, “Seguridad, Territorio y Población”, que Foucault dictó en 1978 en el College de France, fue la conceptualización de la “gubernamentalidad” como un conjunto de instituciones, procedimientos, análisis, reflexiones, cálculos y tácticas que permiten ejercer una forma compleja de poder sobre la población, teniendo como forma de saber la economía política y por instrumento técnico los dispositivos de seguridad (2006:136). Entiendo el marco jurídico relativo a la seguridad recién apuntado como parte de un dispositivo de gubernamentalidad que se encamina al control de la vida de la población en un contexto de hiperviolencia, por medio de una idea de “seguridad interior”.

Este control es logrado a través de tácticas que, para el caso mexicano, Pilar Calveiro ha identificado algunas de ellas: entrega y venta de personas por parte de instituciones estatales a las redes criminales, policías que operan como enlaces entre corporaciones del Estado y organizaciones del crimen organizado, prácticas extrajudiciales asociadas a la desaparición forzada y trata de personas, hacer pasar la obstrucción de la justicia como si fuera un error o torpeza, entre otras (2020). Este tipo de operaciones que Calveiro expone forman parte de un repertorio de tácticas de criminalización, mediante las cuales las autoridades justifican su inacción, produciendo a la vez sujetos sin ningún tipo de derechos, incluso de manera post-mortem, cuando los cadáveres que generan los enfrentamientos armados, derivados de la guerra contra el narco, son igualados al desecho y, por tanto, no hay en consecuencia ninguna investigación sobre esos asesinatos. Desde ese horizonte se ha diseñado una estrategia de seguridad militarizada con una clara tendencia a la criminalización de los sujetos varones jóvenes pobres.

Dicha militarización se ha prolongado en la administración del actual presidente Andrés Manuel López Obrador, por medio de la creación de la Guardia Nacional. Una iniciativa que da continuidad a la acción del ejército mexicano en el “combate” al crimen organizado, adjudicando a las instituciones militares las tareas de seguridad pública. Al mismo tiempo que tienen a su cargo el control de actividades estratégicas como aduanas, puestos navales, construcción de infraestructura, entre otros, estableciendo un orden bajo una lógica militarizada que se expande por todo el cuerpo social mexicano.

Se puede decir con Louise Althusser, que tanto las instituciones militares como policiacas son aparatos del Estado que posibilitan una organización de la dominación social (2014), las cuales están definidas a su vez por ideologías androcéntricas que promueven formas particulares de identidades y subjetividades masculinas. Goldstein, por ejemplo, al hablar de “masculinidades militares”, afirma que son un constructo alrededor de una cultura de la valentía y la disciplina de los soldados (2003:283). Asimismo, los discursos (nacionalistas, regionalistas y modernizadores) que dan coherencia y legitimidad a las acciones del Estado han sido sustentados, históricamente, por tropos de género (Núñez, 2006:379) que aseguran, para el caso aquí tratado, la defensa del orden estatal desde una potencia bélica masculina, amparada por la ley. Sostengo que las formas contemporáneas que tiene el Estado para intervenir y controlar la violencia también son mecanismos definidos por una retórica de género, que puede leerse en clave masculina: recurrencia en la utilización y demostración de la fuerza, promoción de relaciones antagónicas y de competencia, la construcción de una imagen protectora del Estado mediante el encarcelamiento o el exterminio de los enemigos (“hombres malos”), etcétera.

No puede entenderse la guerra formalizada durante el sexenio de Calderón como un enfrentamiento entre el Estado contra la mafia; en realidad de lo que aquí se habla es de una oposición ficticia que posibilita encubrir un modo de gubernamentalidad que anima y sostiene formaciones de acumulación económica (que son predatorias, criminales y masculinas), pues el dinero que se produce a partir de la economía criminal sería un componente funcional de una política estatal neoliberal/androcéntrica, no su anomalía. Este es el entretejido que vitaliza y define una forma de gubernamentalidad neoliberal/bélica/androcéntrica desplegada en el territorio mexicano sistemáticamente desde hace más de 15 años, teniendo a la ley como fundamento de legitimidad.

Estigma y ley: producción de corporalidades masculinas criminales

El análisis que en este apartado intento desarrollar es cómo una política de seguridad nacional militarizada y masculina, cuya base de legitimidad es la ley, produce discursivamente su contraparte criminal, también masculina, como el enemigo sobre el que se ciñe una lucha para salvaguardar la integridad del Estado, estableciendo así una dinámica guerrera (masculina) que exige en ambos bandos la demostración continua de fuerza. Por ello, opto por establecer una articulación entre estigma y ley que posibilite entender cómo la conformación discursiva de un corpus jurídico en torno a la seguridad en México, en el marco de la guerra contra las drogas, forma parte de un dispositivo de gubernamentalidad que produce corporalidades criminales enemigas a partir de marcadores como la clase, la edad, el género y la etnia. Es decir, que la ideación de estas leyes y sus efectos en la vida de las poblaciones no se escinde de la producción de una percepción social de la violencia que gira alrededor de la imagen del joven varón marginado con cierto fenotipo. La ley, en una lógica foucaultina, no solo tiene un carácter prohibitivo, sino también productivo que llega a normalizar una dinámica social, que como ya dije más arriba, en este caso hace referencia a la normalización de un estado continuo de alerta y peligro contra un enemigo preciso. La normalización de ese peligro permanente hace más aceptable y viable un sistema de control policial/militar/carcelario, que ya no se enfoca tanto en las infracciones, sino sobre los individuos, es decir, no sobre lo que ha hecho el sujeto delincuente, sino sobre lo que es y puede llegar a ser. El cuerpo del “enemigo” de la seguridad nacional no es el terreno donde se restablece la justicia por medio del castigo penal, sino el locus donde se reafirma el poder de la gubernamentalidad neoliberal/bélica/androcéntrica; un poder que no se esparce en toda la sociedad por medio de la demostración y justificación de por qué aplica sus leyes, sino más bien a través de dejar claro quiénes son sus enemigos.

Lo que me interesa en esta reflexión es señalar las condiciones estructurales de precarización, discriminación e hiperviolencia que permean sobre el paisaje social mexicano contemporáneo, y que contribuyen a afianzar la imagen del joven varón pobre como alguien permanentemente propenso a sumarse a las filas del crimen organizado, debido a su posición de vulnerabilidad social, económica y afectiva, complicando y reduciendo sus opciones para desarrollar un proyecto de vida alejado de la criminalidad. Vemos la producción de un “espanto” como efecto estigmatizador de las juventudes pobres ante un escenario que los ha despojado de cualquier esperanza de vivir una vida digna en el presente y a futuro; un estigma que como bien apuntan Urteaga y Moreno, “limita el libre ejercicio de los derechos de los sujetos jóvenes al identificarlos como habitantes de un supuesto lado oscuro de lo humano, teniendo como consecuencia la criminalización de las identidades y culturas juveniles” (2020:48). Dicha construcción discursiva ha llevado al Estado mexicano a fabricar una representación de la inseguridad por medio de estereotipos socioeconómicos, raciales, étnicos y etarios, localizados en un sector de la población, pero también en territorios específicos. El estigma criminalizador se apodera de ciertos territorios como lo ha demostrado María Herlinada Suárez en un estudio en el estado de Morelos, donde aborda cómo 43 colonias localizadas en 12 polígonos en los municipios de Cuernavaca, Jiutepec, Cuautla y Temixco han sido clasificadas por el gobierno como lugares de alta violencia. Según Suárez esta concepción ha causado daños porque constituye un estigma territorial vinculado a hechos delictivos, teniendo como consecuencia la proyección de un señalamiento negativo sobre estas colonias y sus habitantes y, por tanto, ocasionando efectos en su identidad y en una merma de su prestigio (2020).

Martha Nussbaum afirma que “desde el comienzo la ley fue inscrita sobre la superficie de los cuerpos transformándolos en portadores de estigma” (en Aguiluz 2014:25). Entonces, podría aseverarse que en las leyes y consensos recientes relativos a la seguridad en México se contiene un carácter discursivo que termina por producir corporalidades masculinas criminales a partir de una estigmatización social de los hombres jóvenes y pobres como “peligrosos”, “enemigos”. Ello hace pensar que la criminalización que se hace de esta población, vía la ley, debe leerse siempre en la yuxtaposición de un orden jurídico y un orden sociocultural e histórico, pues en ese binomio se produce un campo de significación de los cuerpos de los varones pobres y sus conductas. Hay que deshacernos, nos recuerda Rodrigo Parrini siguiendo a Foucault, de una concepción jurídica del poder a partir de la ley, a partir de la regla y la prohibición, si queremos proceder a un análisis ya no de la representación del poder, sino de su funcionamiento real (2013:67).

Las consecuencias de esta estigmatización a los jóvenes pobres se traducen en una percepción que los reduce a sujetos criminales absolutos que deben ser castigados y eliminados. Ello deriva en un fracaso en la identificación y tratamiento de la violencia criminal que llegan a ejercer, pues son juzgados desde un sistema penal que muchas veces termina por cancelar la oportunidad para modificar su comportamiento delictivo. Se convierten así en sujetos sin derechos, incluso cuando son asesinados o desaparecidos, pues el sentido común de las autoridades asume que “seguro andaban en algo malo” y por tanto no son merecedores de que se esclarezca su homicidio y/o desaparición. Por estas razones, nos vuelven a advertir Urteaga y Moreno, “se habla de criminalización y no de tipificación de ciertas conductas como delitos. La criminalización va más allá de la ley y códigos penales, se convierte en sentido común” (2019:26). Un sentido común que se sustenta desde la revelación cultural e histórica del sujeto varón, joven y pobre, como un sujeto punible a partir de su supuesta peligrosidad, y que a su vez sirve como un mecanismo invisibilizador de las condiciones estructurales que precarizan la vida de esos hombres. Quizá un camino alternativo al “derecho penal del enemigo” para tratar las violencias criminales ejercidas por los jóvenes (hombres) en México sea dejarlos de concebir como los protagonistas de todas las violencias derivadas de la “guerra contra el narco”, para empezar a escudriñar cómo su devenir “victimarios” no es algo disgregado de una violencia que implica su exclusión estructural como jóvenes, varones y pobres, y esto no por una disfuncionalidad de las instituciones del Estado, sino por su forma “normalizada” de operar, que se apareja a una falta de problematización y cuestionamiento en torno a la violencia derivada de la ley y del uso “legítimo” de la violencia por parte del Estado. Sería en pocas palabras transcender el determinismo dicotómico que crea una falsa frontera entre lo individual y lo social, a partir de un cierto discurso de la criminología que circunscribe la violencia ejercida por los hombres del crimen organizado a explicaciones y atribuciones de un comportamiento individual. Este tipo de interpretaciones además de restar complejidad a una lectura de la realidad, representan un obstáculo para entender los procesos sociohistóricos, económicos y jurídicos mediante los cuales la criminalidad entre hombres jóvenes en México se reproduce como una forma de vida.

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