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Derecho global. Estudios sobre derecho y justicia

versión On-line ISSN 2448-5136versión impresa ISSN 2448-5128

Derecho glob. Estud. sobre derecho justicia vol.5 no.15 Guadalajar jul. 2020  Epub 04-Ago-2020

https://doi.org/10.32870/dgedj.v5i15.311 

Artículos de investigación

Las antinomias de la unión europea: los problemas de una integración definitiva

The antinomies of the european union: the problems of a definitive integration

Daniel Guerra Sesmaa 

a Universidad Nacional de Educación a Distancia, España. Correo electrónico: guerdaniel@gmail.com


Resumen:

La Unión Europea tiene una doble cara: una positiva, como una organización supranacional fuertemente integrada y con personalidad propia. Otra negativa, en la medida en que no alcanza el nivel de integración requerida por diversos sectores sociales y políticos. La Unión se encuentra en un punto de inflexión en el que parece no avanzar hacia un modelo de mayor soberanía, mientras que por otro lado se entiende que ha avanzado demasiado en detrimento de la soberanía nacional. Es un punto de permanente debate en el que no se plantea claramente la cuestión central: si la Unión puede avanzar más en su integración sin llegar a ser un Estado propio, y cómo puede conseguirse eso.

Este trabajo pretende ser una reflexión sobre la situación en que se encuentra la Unión Europea, en qué medida podemos definir su naturaleza federal o confederal, atendiendo a las categorías jurídico-políticas clásicas, y a partir de aquí tratar de marcar unas perspectivas de futuro y ver cuál es el sentido de éstas, o ver si es necesario considerar nuevas formulaciones.

Palabras clave: Europa; integración; federalismo; confederación; democracia; sobernía

Abstract:

The European Union has a double side: a positive one, as a strongly integrated supranational organization with its own personality. Another negative, to the extent that it does not reach the level of integration required by various social and political sectors. The Union is at a turning point where it seems not to move towards a model of greater sovereignty, while on the other hand it is understood that it has advanced too much to the detriment of national sovereignty. It is a point of permanent debate in which the central question is not clearly raised: if the Union can make further progress in its integration without becoming a State of its own, and how that can be achieved.

This work aims to be a reflection on the situation in which the European Union is, to what extent we can define its federal or confederal nature, taking into account the classic legal-political categories, and from here try to mark future perspectives and see what is the meaning of these, or see if it is necessary to consider new formulations.

Key words: Europe; integration; federalism; confederation; democracy; sovereignty

Introducción

Como es conocido, el gran motivo de la integración europea fue construir un espacio común de paz y seguridad, después de las dos guerras mundiales, que tuvieron su epicentro en el continente. Los dos grandes focos de tensión e inestabilidad eran la zona de los Balcanes y la tradicional enemistad entre Francia y Alemania. La resolución del primero quedó al margen de las nuevas élites europeas y en manos del mariscal Tito, quien constituyó un nuevo Estado federal yugoslavo que, bajo su autoridad, mantenía formalmente unidos a los diversos pueblos balcánicos históricamente enemigos, especialmente serbios y croatas. La nueva Europa sí quiso, en cambio, establecer un nuevo espacio pacífico y seguro forzando a las dos potencias enemigas, Francia y Alemania, a una nueva cooperación económica y pacífica en la producción de carbón y acero, de lo que surgiría la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (ceca) en 1951.

Otro elemento económico que contribuyó notablemente al nacimiento de la idea de integración fue la cooperación entre los diversos países para gestionar la ayuda de los Estados Unidos en la postguerra (Plan Marshall, 1947). Como consecuencia surgió la Organización Europea para la Cooperación Económica (oece), en 1948, y formada inicialmente por Portugal, Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo, Austria, Dinamarca, Noruega, Grecia, Suecia, Suiza, Turquía, Irlanda e Islandia. En 1958 se incorporó España, y en 1961, con la entrada de eeuu y Canadá, se transformó en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (ocde) actual.

Podemos decir que la Unión Europea (ue), en la actualidad, avanza hacia un modelo de confederación implícita con un importante pero desigual nivel de integración política y económica. Es implícita porque no se define así en los tratados, aunque progresa con algunos mecanismos federales de coordinación, pero sin llegar a un proceso constituyente (Ruipérez, 2000). Es una organización supranacional -no simplemente internacional- de naturaleza compuesta al estar conformada por Estados soberanos con los que comparte poder político y legislativo, y sobre los que ejerce una cierta soberanía. Para cámara (2013:4), se trata de “una unión de diversos Estados con fines de integración y que no pierden su condición de tales, creando una estructura institucional común a la que dotan de unas competencias y medios de actuación jurídico-políticos bastante similares a los de un Estado”. Este es un esquema inicialmente federal, más allá de la forma de constitución y de la existencia o no de mecanismos de control sobre las partes integrantes. Pero en esa dualidad entre una “unión de Estados” que “no pierden su condición de tales” está una de las bases del problema de la integración europea: dónde reside la soberanía.

Necesariamente un Estado o una organización federal está más integrada que una confederación, donde normalmente las partes mantienen su soberanía originaria, por más que hayan cedido competencias a una autoridad central. Aquí el pacto entre las partes soberanas sigue siendo el tratado, mientras que en la federación se expresa en una Constitución como documento común para todos los territorios y ciudadanos, representando una única soberanía y un solo pueblo. Pero el confederal no es un mero un tratado internacional entre Estados, sino el constitutivo de una nueva entidad política: la confederación. En él constan las competencias atribuidas por los Estados. Si la centralización es creciente, la confederación puede convertirse en un Estado federal mediante el acuerdo correspondiente entre las partes integrantes. En sentido contrario, un Estado unitario o regional puede, a través de una creciente descentralización y de una reforma constitucional, llegar al mismo punto, el Estado federal.

En este momento, la Unión Europea tiene un grave problema de definición que se expresa en cuatro factores interrelacionados entre sí:

  • La ausencia de un proceso constituyente;

  • La dualidad entre el Consejo y la Comisión;

  • La falta de una identidad común;

  • Derivado de lo anterior, el déficit democrático.

Todas las propuestas de reforma que se han presentado hasta la fecha inciden en una mayor integración pero soslayando el paso necesario: el del proceso constituyente hacia un nuevo Estado, sustituyendo a los actuales. Desde el principio, tras la II Guerra Mundial, el proceso europeo ha estado protagonizado por élites nacionales, no por una europea, que han ido avanzando progresivamente mediante sus acuerdos, pero sin poner en riesgo la existencia de sus Estados y siendo remisas a ceder competencias en determinadas materias. Esta dinámica de integración interestatal limitada ha generado una dualidad de poderes, que se ha traducido en la consolidación de los órganos intergubernamentales, Consejo y Consejo Europeo, en detrimento de los centrales de la Unión, como son la Comisión y el Parlamento. Esta dualidad impide una mayor integración, pues refleja la voluntad de los Estados de apoyarla siempre que la dirijan ellos a través los órganos que conforman.

La cuestión de la identidad

Dicha situación genera escepticismo entre la ciudadanía, y aleja la posibilidad de construir una identidad común, ya sea cultural o política. ¿Es posible una identidad supranacional? Hasta ahora, la Unión siempre ha insistido en defender su unidad basada en la diversidad. A la hora de forjar una identidad común, ¿es posible conciliar ambas variables?

Hasta la fecha, la construcción política más evolucionada que conocemos es el Estado, por más que en el contexto actual está limitado por otras formas de poder. Pero políticamente no hay otra construcción que lo haya sustituido, porque las organizaciones internacionales, o incluso supranacionales, ni pueden ni tienen esa vocación, por muy integradas que estén. Pues bien, los Estadosnación se han construido o bien sobre una identidad nacional previa, o bien se han legitimado a través de fuertes políticas posteriores de nacionalización, ya por la enseñanza, el servicio militar, la simbología oficial o los medios de comunicación. Modernamente, por el desarrollo de las infraestructuras o los servicios públicos, lo que alude a la idea más reciente de patriotismo constitucional.

El historiador alemán Friedrich Meinecke (1911) propuso la distinción entre nacionalismo político y nacionalismo cultural en “Weltbürgertum un Nationalstaat”. Aceptándola conceptualmente, en la práctica normalmente van ligados: un nacionalismo cultural previo favorece un nacionalismo político capaz de construir un nuevo Estado. No siempre ha sido así. El nacionalismo alemán, de raíz cultural (sobre todo lingüística, literaria y musical), convivió muchos años con la existencia de un batiburrillo de principados, estados y ciudades-libres, antes de llegar a la unión política de Alemania en 1870. Asimismo, el movimiento euskalerriaco, entre el carlismo y el primer nacionalismo vasco, defendió la lengua y literatura vascas y una cierta identidad cultural, pero nunca se transformó en una propuesta política seria. Eso lo haría Arana Goiri hacia 1895.

Asimismo, es posible que, partiendo del concepto modernista y voluntarista de la nación que planteaba Renan (1882) en su famosa conferencia de La Sorbona, se pueda construir un Estado desde una conciencia nacional colectiva que no se base en criterios culturales sino en la voluntad de formar una comunidad política con unas leyes y un sistema institucional común. Incluso esa conciencia política común puede acoger distintas identidades culturales en una identidad federal superior. Así lo cree HABERMAS (2002: 56-63), partiendo del concepto de nación cívica y de patriotismo constitucional, con el refuerzo de la sociedad civil y de un espacio público europeo. Pero la realidad histórica apunta más bien a que las naciones se han basado en identidades únicas o dominantes previas.

Las identidades nacionales y regionales siguen predominando sobre la europea en nuestro continente. Y si bien son una riqueza por la oportunidad de conocer otras culturas e idiomas, suponen también un obstáculo para la formación de una identidad común. Compartir un mismo idioma y una misma cultura ayudaría a conformarla. La comunidad iberoamericana comparte idioma y cultura, pero no ha conseguido una comunidad política por falta de voluntad y porque las rivalidades nacionales son superiores. De ahí la dificultad en culminar algunos proyectos regionales, como la Comunidad Andina, Mercosur o el Parlamento Centroamericano (Parlacen). Sin embargo, en Europa sí hay voluntad política de integración, pero la diversidad cultural la dificulta.

Realmente, la diversidad cultural no puede presentarse como una identidad, sino como una seña de identidad, una característica europea que está ahí y es incuestionable. Para encontrar elementos que puedan definir una identidad común suelen citarse los que son comunes a los países europeos y que han ido pergeñando la propia historia del continente: valores como la ilustración, la autonomía de la razón, el liberalismo, la separación entre las ideas y la fe, los derechos fundamentales, o el cristianismo para muchos. Todos ellos valores que han determinado la historia de Europa y han contribuido a forjarla. Podemos actualizar esta lista, desde los primeros tratados de 1951 y 1957, añadiendo la paz y la seguridad, los derechos sociales, el constitucionalismo o la democracia. No se puede ser miembro de la UE sin asumir los criterios de Copenhage: libertad económica, libertad política y acervo comunitario.

En efecto, son valores tan característicos de Europa como, de manera más genérica, de la civilización occidental. Y han sido la base de la formación histórica del continente, que si se presentaba como un sueño durante siglos, empezó a convertirse en realidad durante los siglos xix y xx. Como señala Vara (2017), “El Eurobarómetro confirma que los europeos continúan considerando los valores democráticos como uno de los elementos principales de la identidad europea, al mismo tiempo que estiman prioritaria la reducción de la pobreza y de la exclusión social”. Pero estos valores democráticos han sido nacionalizados y constitucionalizados durante los dos últimos siglos y hoy en día forman parte del frontispicio ideológico de los Estados europeos a ojos de sus ciudadanías. Su base está en la historia de Europa, pero hoy se perciben más como valores constitucionales de ámbito nacional. Algunos de ellos, como el Estado social y democrático de Derecho, se expresan en las constituciones, pero no en los tratados. Un ciudadano alemán, sueco, austriaco o español se puede preguntar, entonces, qué valores europeos no son ya los de su país. Más bien, la imagen actual de la ue es la de un enorme tinglado burocrático, elitista, poco transparente y cuyos centros de decisión no son fácilmente perceptibles por la ciudadanía, lo que Enzensberger (2014) llama “el gentil mosntruo de Bruselas”. Como señala Havel (2000): “Hasta ahora, la unificación europea y su significado dentro del contexto más amplio de civilización, ha quedado oculto detrás de cuestiones técnicas, económicas, financieras y administrativas”.

El marco político de Europa ha evolucionado, pero no ha alcanzado el grado de democracia y representatividad que tienen los sistemas nacionales. No es de extrañar que, como apunta Castells (2019), siga habiendo un 57% de ciudadanos europeos que se identifican en primer lugar con su Estado, por un 14% que lo hacen directamente con la Unión. En su opinión, la identidad europea es aún “débil”, en parte porque “en el fondo, no existe base material para la existencia de una identidad europea común en términos de práctica compartida, que es el origen de las culturas e identidades”. Es decir, no hay identidad europea fuerte porque los ciudadanos europeos no se identifican con la Unión ni con los demás ciudadanos europeos en la misma medida que con su Estado o con sus paisanos nacionales. Presentándose aquí un círculo vicioso: las limitaciones de la construcción política de Europa limitan el alcance de la identidad europea, y al mismo tiempo la falta de una identidad europea fuerte limita el alcance del proceso de integración política.

Como también el de una respuesta común, rápida y efectiva ante los diversos retos que la Unión tiene por delante, que no pueden seguir el paradigma de respuesta, o más bien de falta de la misma, ante crisis vividas como la financiera o la de los refugiados. En tiempos de crisis, si no hay una respuesta clara europea, el repliegue nacional es un riesgo difícil de evitar. Así, el propio Castells (2018) señala que “en ausencia de una identidad europea fuerte, y en condiciones de déficit democrático y de crisis de legitimidad política, la ue fue incapaz de gestionar sus crisis como una única entidad institucional, y fue incapaz de reaccionar eficaz y flexiblemente ante los múltiples incendios que empezaron a declararse en el seno de la Unión”.

Cabe preguntarse a estas alturas si realmente es necesario que la ue tenga una identidad concreta para legitimarse, y de qué tipo debe ser. Hay quien, como Habermas, propone sustituir una improbable identidad cultural común por una identidad política firme, un patriotismo constitucional europeo, que se vaya conformando con la integración. Pero eso exige unas instituciones democráticas y representativas más transparentes que las actuales, por lo que volvemos al punto de partida. Se apunta también a la propia diversidad como identidad, expresada en la multiculturalidad, aunque este concepto está en debate permanente. Para De lucas (2003) la clave es “la capacidad para transformar esa diversidad cultural en un marco jurídico y político que podríamos definir en términos de democracia plural e inclusiva”. En este sentido, quizá los eeuu nos ofrezcan un modelo de fuerte identidad nacional de tipo político por encima de su enorme multiculturalidad, por más que la misma ofrece algunas contradicciones de tipo étnico (negros, hispanos) y, aún de manera embrionaria, también lingüístico ante el avance del idioma español.

Los dos valores que puede ofrecer la ue al margen de los que ya están consagrados en las constituciones nacionales son la unidad en sí misma y la seguridad, que va ligada a la anterior. La unidad garantiza las libertades de circulación de los ciudadanos por los veintiocho estados, uno de los logros más destacables del proceso de integración. Asimismo, en el contexto actual, dominado por actores nacionales, pero de vocación imperial como eeuu, Rusia y China, y con el norte de África y Oriente Medio como zonas fronterizas de tensión permanente, la ue debe encontrar el medio de ofrecer la adecuada seguridad para todos los ciudadanos europeos ante las diversas amenazas que se presentan, ya sean conflictos regionales o el terrorismo internacional (Beck, 1998; Held & Mcgrew, 2003). Esto no lo pueden garantizar los Estados europeos aisladamente, sino la unidad y la cooperación entre ellos. Lo mismo debería servir para conformar definitivamente una política exterior común y representativa de la Unión como actor singular en el concierto internacional.

Federalismo y déficit democrático

En el año 2000, Larry Siedentop escribió:

Un gran debate constitucional no implica necesariamente un compromiso previo en favor del federalismo como la salida más deseable en Europa. Es posible que Europa esté a punto de inventar una nueva forma política, algo que sea más que una confederación pero menos que una federación; se trataría de una asociación de Estados soberanos que no unirían su soberanía sino en diversos grados, en esferas muy restringidas, asociación que no buscaría poseer un poder coactivo destinado a actuar directamente sobre los individuos, de la manera como lo hacen los Estados-Nación.

Dos mensajes deja este párrafo: Europa no tiene obligación de convertirse en un Estado federal, y puede que el destino no sea ni la federación ni la confederación, sino quedarse en un mercado único o formar una estructura política nueva. Algunos autores se han decantado por intentar definir la futura UE combinando las categorías constitucionales clásicas con nuevas formulaciones de signo funcionalista, dada su naturaleza ambigua.

La pérgola (1994) apunta a una Confederación moderna o constitucional, que preserve para los Estados las competencias que mantenían tras la conversión de los tratados constitutivos actuales en un tratado único, sobre la base del principio de subsidiariedad. El politólogo italiano parte de una premisa clara: la Unión Europea “está destinada a no convertirse, en ningún caso, en un ente estatal” (La pérgola, 1994: 133). Eso no significa que el horizonte confederal sea por no poder llegar al federal, sino que puede tener un contenido concreto: “puede constituir el definitivo punto de llegada de un proceso de integración” que aún está por definir (La pérgola, 1994: 171). Pérez royo (2007: 837), en cambio, señala que el Estado federal es, “en sus orígenes, el resultado de un proceso de transformación de una Confederación de Estados independientes”, una transición inevitable que también puede decantar el horizonte de la ue.

La Pérgola propone no ya un mero tratado internacional entre los Estados federados, sino una constitución para una confederación, con separación de poderes y carta de derechos. Lo segundo está en el TUE (art. 6 y Protocolo 8), pero lo primero no, más allá de una enumeración de las instituciones de la Unión entre los artículos 14 y 19 del TUE.

No es fácil adaptar una constitución a una confederación, por muy integrada que sea. La Pérgola intenta superar el esquema de tratado entre Estados confederados por el de una constitución iniciada por una Asamblea constituyente, que puede crearse ex novo o habilitar al Parlamento Europeo para ello, en lugar de recurrir a una Convención como la de 2003. Como ya se ha dicho, los veintiocho Estados europeos no son las trece colonias británicas, con todas las discrepancias que tuvieron que superar hasta llegar a los eeuu (Nicolaidis y Howse, 2001; Barón, 2014:41-43). Tampoco es claro que estemos en la fase previa a la estatal que representaron las confederaciones germánica y suiza. Son, ya se ha dicho, naciones antiguas con historias y culturas muy distintas, y con criterios de convergencia heterogéneos, lo que se ha reforzado con la ampliación de 2004 a los países del Este. Es difícil plantear una construcción federal clásica con tales mimbres, pues exige una relativa igualdad general entre los territorios. No obstante, incluso para alcanzar esa especie de Confederación moderna, es necesaria la fuerza del federalismo para impulsar toda la integración posible. El federalismo europeo, pues, no tanto como objetivo sino como medio.

A partir de aquí, han surgido diversas formulaciones para intentar definir la ue más allá de las categorías constitucionales clásicas. Delors hablaba de “Federación de Estados-nación” y Barón (2014:110-119) de “Unión federalizante de Estados”, una Staatenverbund a medio camino entre la Staatenbund (Federación de Estados) y la Bundestaat (Estado federal). Algo parecido al “algo más que una confederación pero menos que una federación” de Siedentop (2000), o al “menos que una federación, más que un régimen internacional” de Wallace (1977: 403, 409). Majone (1994) y Caporaso (2015), desde los eeuu, definen la ue como un “Estado regulador” (“regulatory State”) con un grado de integración superior al de una organización internacional, al tener un derecho propio aplicable a Estados y ciudadanos, así como competencias económicas y sociales. Pero nada más.

A partir de esta definición, Majone y Moravcsik (2002; 2008) niegan el déficit democrático. Consideran que no hay que exigirle a la UE ni federalismo ni los estándares de una democracia parlamentaria (Moravcsik, 2002: 7-8), sino eficacia en los resultados. La democracia politizaría sus decisiones y perdería eficacia e independencia, mejor garantizadas en manos de personal técnico o experimentado, al margen de su filiación ideológica. Para ellos, su función principal es la de regular y gestionar bien las competencias atribuidas para el mejor funcionamiento de la organización con respecto a los Estados miembros, al margen de parámetros democráticos propios de Estados nacionales. En todo caso, constatan que la propia ue cuenta con ciertos mecanismos de control (Moravcsik), y abogan por una mayor transparencia en la toma de decisiones para ganar legitimidad entre los ciudadanos (Majone).

Éste apunta que la crítica al déficit democrático no es realmente popular, sino elitista o de sectores informados de la sociedad civil, pues no hay realmente una demanda ciudadana en favor de un Estado europeo, como sí lo hubo en su día en favor de los Estados nacionales. En su opinión, sería precisamente la supuesta víctima del déficit la que menos se queja por ello (Majone, 1998: 6-7). Asimismo, cree lógica la distinción entre una supranacionalidad federal económica y un marco político intergubernamental, negando que deban tener la misma naturaleza (Majone, 1998:14). En realidad, el proyecto europeo es económico y social, no político.

Ahondando en esta tesis, añade:

El plan de rescate de 750000 millones de euros reunidos por la UE en mayo de 2010 con el importante apoyo del FMI será recordado como un momento crucial en la historia de la integración europea como el acontecimiento que refutó, de manera definitiva, la tesis neofundamentalista de que las instituciones supranacionales tienen una capacidad superior para resolver problemas. La crisis actual ha demostrado que las instituciones europeas, carentes de legitimidad democrática y apoyo popular, no tienen suficiente fuerza para operar de manera eficaz en situaciones políticamente delicadas (Majone, 2010:15).

Sin embargo, se obvia el hecho de que si las instituciones centrales de la ue no funcionan en tiempos de crisis es porque los Estados no les han atribuido las competencias suficientes, como se demostró también en la crisis de los refugiados. Los Estados son, entre sinceras proclamas europeístas, remisos a avances reales en la integración si ésta no está controlada por ellos conformando lo que el propio Majone (2010: 15) denomina “límites de la gobernanza supranacional”. Con las crisis financiera y de refugiados, no quisieron dar más poderes a la Comisión sino intentar resolverlas con una especie de “comunitarización del método intergubernamental”. Pero ni lo resolvieron ni lo dejaron resolver, actuando como el perro del hortelano. No se explica de otro modo las loas a la coordinación de las políticas económicas, y sobre todo las exigencias del cumplimiento de déficit, sin crear fondos comunes anticíclicos.

Esta tesis es contestada por Follesdal y Hix (2006), quienes, siguiendo a Weiler (1999), señalan que el proyecto europeo siempre ha tenido un trasfondo federalista, pues ya Schuman hablaba en su declaración de una federación europea. Otra cosa es que las élites estatales, tras conseguir el mercado único, se hayan apropiado del proyecto en su provecho, dándole un alcance más intergubernamental del inicialmente previsto, y consolidando una élite gobernante en la Unión alejada de los ciudadanos pero cercana a sus intereses estatales.

Así, la actividad de los principales actores europeos, los ministros del Consejo y los comisarios propuestos por los distintos gobiernos, escapan al control de los parlamentos nacionales, no suplido por el control de un Parlamento Europeo que ha ganado competencias pero no representa una soberanía europea. Más allá de que la Comisión actúa como un órgano colegiado y no como un conjunto de representantes nacionales, sí es cierto que la tendencia es la de consolidar los ejecutivos nacionales en detrimento de sus respectivos parlamentos, pero más como miembros del Consejo que como tales. Es decir, actúan más como delegados del Consejo hacia sus países, que como representantes de éstos en aquél. Ello supone un paso más hacia el intergubernamentalismo, lo que da pie a Barón (2014: 118) a observar que el Consejo Europeo actúa a veces como Gobierno de la ue más que la propia Comisión. Los partidarios de ralentizar el proceso de integración buscan, desde un prisma funcionalista, la eficacia sobre la democracia, mientras que los federalistas no entienden legitimidad sin representación democrática.

Al respecto, Rodríguez-Aguilera (2015: 43-44), reconociendo que la ue tiene un “carácter genéricamente controvertido”, señala:

La construcción europea nunca tuvo en sentido estricto un pleno desarrollo democrático, ni en su fundación (fue una decisión de reducidas élites) ni en su despliegue práctico posterior. La democracia no fue una de las preocupaciones fundamentales de los “padres fundadores” de la integración europea y sería la transformación de la cee en la actual ue lo que acabaría acentuando el debate al respecto [...] La ue no fue fruto de un “pacto social originario”, sino de un acuerdo intergubernamental entre estados nacionales soberanos, y nunca fue objetivo de los mismos crear una democracia supranacional, aunque el desarrollo posterior haya obligado a abrir el debate e incluso a implementar algunas reformas institucionales parciales.

Habermas (2012a, 2012 b) sostiene, en cambio, que la integración europea es en sí misma un “proyecto constitucional”, es decir, político además de económico. En su optimismo europeísta, considera la posibilidad de que exista un demos europeo teniendo en cuenta los criterios cívicos y no culturales (patriotismo constitucional o constitucionalismo cosmopolita), así como la extensión a nivel europeo de un proceso de Nation-building al contar con un sujeto constituyente (Núñez, 2018). Habermas cree que para que este proceso sea viable, se tienen que dar tres condiciones: que haya una sociedad civil europea activa, un espacio público -político y comunicativo- de ámbito europeo, y una cultura política -no una identidad cultural- compartida. Todo ello contribuiría a la “creación circular del Estado y de la sociedad que ha dado forma a la historia moderna de los países europeos”, pero a nivel continental.

En cuanto al demos, Habermas reconoce la fuerza de los pueblos nacionales como protagonistas de los distintos Nation-buildings, pero rechaza que se descarte la opción de un pueblo europeo que protagonice el mismo proceso en un nivel superior, siempre que se le pueda considerar con elementos distintos a aquéllos, con un componente identitario de tipo cultural. Aceptando que ese ingrediente no puede serle exigible al pueblo europeo, señala que sí puede formarse a partir de criterios más políticos o cívicos -también presentes en los nacionales-, en la medida en que las decisiones de la ue sean más conocidas y compartidas por todos los ciudadanos. Lo que propone es, pues, sustituir la identidad de tipo políticocultural de los pueblos nacionales, por otra estrictamente política del posible pueblo europeo, que daría la legitimidad democrática necesaria a la unión. Todo ello dentro de una dinámica de creciente “eurocentralidad”, que iría sustituyendo progresivamente al papel que los Estados aún representan:

Podemos suponer que entre más autonomía financiera adquiera la Unión Europea y más amplias atribuciones pueda ejercer el Parlamento, el centro de gravedad de las prácticas nacionales, que hasta ahora solamente han sido establecidas en sociedades civiles diversas, se desplazará él también. Las actividades de los partidos políticos, de los grupos de cabildeo y de los grupos de interés público, de las organizaciones de comercio, de los sindicatos y de los grupos profesionales, de las asociaciones cívicas y culturales, de las comunidades religiosas, de los movimientos sociales y de las formaciones de protesta serían, en mayor medida, transferidas de las capitales nacionales a Estrasburgo y a Bruselas.

Lo que los críticos de este planteamiento objetan es precisamente si este movimiento se está produciendo. Si la sociedad civil, los partidos, los medios de comunicación y el tejido asociativo en general están llevando adelante un proceso activo de europeización general, o más bien siguen adaptados al ámbito nacional. Especialmente Dominique Schnapper y Claus Offe no creen, en la línea de Majone, que haya un proceso de unión europea impulsado desde la base, equiparable al de los pueblos nacionales que impulsaron los procesos de reconstitución de sus Estados tras la II Guerra Mundial, empujando con ello a sus élites políticas.

Schnapper (2004: 44) no cree que la ciudadanía europea se pueda convertir en una nacionalidad europea, y ve un riesgo pretender sustituir la legitimidad democrática alcanzada a nivel nacional por una nueva a nivel europeo cuyo horizonte no está tan claro. En este sentido, señala:

La construcción de Europa corre el riesgo de tener como efecto perverso el debilitamiento de la voluntad política a escala de las naciones, antes que pueda expresarse a través de las instituciones políticas de Europa. La construcción de Europa, gran proyecto político, comporta el riesgo de contribuir involuntariamente a despolitizar las sociedades democráticas. No más que la ciudadanía, la defensa no es necesariamente nacional, pero ha de haber la voluntad de defenderse y de afirmar los valores colectivos en alguna parte, ya sea desde el punto de vista nacional o desde el punto de vista europeo.

En su opinión, pues, sería aventurado construir un hipotético proyecto democrático europeo eliminando o superando el marco democrático nacional, por lo que propone un marco “de inspiración federal”, que “no será la simple extensión del espacio público nacional, sino una nueva organización política, que tendrá totalmente en cuenta las naciones históricas” (SCHNAPPER, 2004: 45).

En este sentido, FERNÁNDEZ-ALBERTOS (2018: 30) señala, a partir de los datos aportados por el Eurobarómetro en 2007 (antes de la crisis) y 2016 (después), que

serían los ciudadanos que con más temor viven estas transformaciones estructurales en el plano económico y cultural los más reacios a la construcción europea, al asociar el proceso de integración con el debilitamiento de las estructuras nacionales que supuestamente garantizaban el añorado orden económico y cultural del pasado. En segundo lugar, es posible que la desconfianza hacia la UE esté asociada a la percepción de impotencia democrática que sienten muchos europeos. En un momento en el que las decisiones que emanan de las instituciones supranacionales son más visibles y han permeado los debates nacionales, el hecho de que una parte de la ciudadanía se perciba como políticamente alejada o irrelevante en el conjunto de la Unión podría estar contribuyendo a aumentar la desconfianza hacia esta estructura política.

Habría que añadir que los sectores poblacionales más reticentes son también los de menor nivel adquisitivo o con una situación laboral inestable, como parados y autónomos (Fernández-Albertos, 2018: 26-28). Son sectores que han experimentado un alto nivel de protección del Estado social y democrático o que son recelosos ante los cambios.

En esta línea, offe (2006: 173) considera que en el proceso europeo ha habido más una “integración negativa” (económica) que “positiva” (política), y de acuerdo con Schnapper entiende que la verdadera identificación colectiva es nacional, no directamente europea, sobre todo por el desarrollo democrático y social de los Estados-nación. Así, entiende que más que la resistencia de las élites estatales a ceder más soberanía a la Unión, el problema reside en la ausencia de una “idea carismática” en la que se puedan reconocer los ciudadanos europeos para crear un demos propio. Una idea relacionada con el concepto de “libertad”, que sí se dio en los distintos procesos nacionales, pero del que carece el europeo, más ligado al concepto de bienestar material. Así, los pueblos europeos se sienten más destinatarios que protagonistas de este proceso, al no participar en la toma de decisiones como sí lo hacen, ni que sea de manera indirecta, en sus propios Estados.

Finalmente, offe (2006: 185) cree que a lo más que se puede llegar sería no a un proceso de Nation-building europeo, sino acaso de un State-building, no tanto para constituir un Estado sino para lo que llama una “unión” con legitimidad y efectividad dentro de unas reglas políticas aceptadas por los ciudadanos, lo que no ha sucedido en la integración negativa. Donde históricamente se ha producido algún proceso de unidad ha sido porque se ha creído que la unión proporcionaba más libertad que la separación. En este sentido, y como se ha señalado anteriormente, cabría preguntarse qué valor específico puede ofrecer la unión europea que no puedan ofrecer ya los Estados europeos en sus constituciones.

A modo de conclusión

Entre 1945, final de la II Guerra Mundial, y el Congreso de La Haya de 1948, que supone el punto de arranque del proyecto de unión europea, los Estados europeos ya habían iniciado su reconstitución en nuevos Estados sociales y democráticos. El final de la conflagración pudo ser la oportunidad de reconstituir conjuntamente Europa sobre la base de un demos europeo. Truyol (1972: 64) señala que “el federalismo funcional o sectorial que inspiró la configuración de las Comunidades de los Seis fue (...) el sucedáneo de la incapacidad de erigir desde un principio un Estado federal de la Europa Occidental, pero tal Estado es la meta que sus instauradores perseguían”. Sin embargo, fueron los demos nacionales, con sus respectivas élites, los que decidieron recuperar sus Estados. En realidad, el final de la guerra no consistió en una “liberación de Europa”, sino más bien en varias liberaciones nacionales, cada una con sus características, que darían lugar al nacimiento de los nuevos Estados. La idea de unir Europa se dejaría para más tarde.

Ese momento fundacional determina los problemas de la Unión Europea actual, una organización supranacional, más que internacional, con importantes competencias cedidas por los Estados, pero cuya integración está controlada por éstos. Se ha llegado a un punto intermedio en el que los Estados por su cuenta no pueden atender las demandas sociales en una economía globalizada, pero en el que la Unión tampoco puede actuar al margen ellos. Como afirma Porras (2014: 209), “la Unión se muestra, cuando menos a día de hoy, como una organización jurídico-política compuesta, en proceso paulatino de conformación, que aspira a ser complementaria, que no alternativa o sustitutiva, de las comunidades políticas estatales existentes”.

Europa está, pues, en una encrucijada democrática y de legitimidad, y no sabe muy bien hacia dónde dirigirse, si hacia una mayor integración en detrimento de los Estados, o, como piden los nuevos actores nacional-populistas, hacia la recuperación de los poderes estatales en detrimento de una Unión Europea que no acaba de ser plenamente democrática. El paso de la democracia nacional a la europea se convierte para muchos ciudadanos en un ejercicio de alto riesgo, por lo que se puede perder en el Estado social y democrático que ya se tiene y que está claramente identificado.

La pregunta es: ¿puede la Unión Europea avanzar hacia la federación sin la disolución o transformación de sus Estados? Y si no se plantea realmente un proceso constituyente federal, ¿hacia dónde puede dirigirse la integración?

Hay quien afirma, como Majone o Rodríguez-Aguilera, que no hay ninguna obligación de que Europa se convierta en un Estado federal. El proceso de integración se ha visto cruzado por tres tendencias: la federalista - que quiere añadir la unión política a la económica-, la confederal o estatalista -centrada en la integración económica y en el liderazgo de los Estados-, y la funcionalista o materialista -basada en la atribución de competencias comunes sin prejuzgar el modelo político-. Sin embargo, no es menos cierto que el proceso europeo, como ya se ha dicho, ha sido posterior y ha ido a remolque de los procesos de reconstitución nacionales tras la II Guerra Mundial. Ello ha dado a los Estados un protagonismo superior al de las trece colonias norteamericanas en el proceso, lo que ha frenado las expectativas de la unión federal. Hasta los decididos mecanismos anticíclicos, como el Mecanismo Europeo de Estabilidad (Mede), derivan de un tratado internacional y son interestatales. Esto plantea un doble problema:

  • primero, los tratados como el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (Pec, 1997), el Tratado del Mede (Tmede, 2011), y el Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza (Tecg, 2012) están fuera del Due;

  • segundo, estamos ante un “federalismo ejecutivo”, no democrático, protagonizado por los Estados. Al respecto, closa (2014: 76) afirma: “La paradoja es que la UE tiene alergia a construir un sistema federal en las dimensiones políticas, pero el modelo de control fiscal sobre los Estados, tal y como se ha construido mediante el tecg, crea un modelo federal fiscal mucho más fuerte que el que existe en la Constitución americana”. Modelo federal fiscal y financiero al que ha contribuido la acción del Gobernador del Banco Central Europeo (bce) en apoyar a los países endeudados del Sur ampliando sus competencias hacia la adquisición de deuda pública en los mercados secundarios, con el aval del tjue. O con la ampliación de las competencias supervisoras de la Comisión sobre los presupuestos de los Estados miembros, dentro del Semestre Europeo.

Hay mucha regulación de la Comisión, hay due y hay jurisprudencia del tjue, pero los grandes pasos y las grandes decisiones siguen dependiendo de los Estados. Éstos, ciertamente, han perdido soberanía en beneficio de la ue, pero sobre todo en beneficio de los órganos interestatales de la ue, en los que ellos siguen decidiendo colectivamente, como se ha señalado antes. Los Estados no han perdido soberanía por la integración europea, sino para controlarla. De hecho, más que un traspasar sus competencias a la Unión, lo que hacen es compartirlas en el seno del Consejo.

El nudo gordiano hace que la ue tenga serias dificultades para alcanzar la legitimidad democrática de los propios Estados. La muerte del sistema de spitzenkandidaten para la elección del presidente de la Comisión es muy clarificadora. Salvando las distancias, hay que atender lo dicho por Dominique Schnapper sobre el riesgo de que una ue indefinida pueda sustituir la legitimidad democrática de los estados, históricamente contrastada. Porque, desde otros parámetros, el discurso de la recuperación de las competencias estatales por parte de los nacional-populismos puede percibirse por parte de la ciudadanía como la de la recuperación de esa legitimidad perdida.

Quizá Schuman y Monnet, cuando en su declaración de 1950 soñaban con una “federación europea”, no se estuvieran refiriendo exactamente a un Estado federal, sino acaso a algún tipo de acuerdo entre Estados. De ahí que propusieran ir paso a paso, mediante realizaciones concretas, en un sentido funcionalista. Sabían que no había bases para un proceso constituyente a la vista, y la historia de la integración lo demuestra. Habermas cree que las bases, en parte, ya existen y que es realista plantearse la extensión de la democracia nacional a una democracia europea. El presente nos indica que es mucho suponer. La unión federal de Europa implicaría la integración de los Estados en el nuevo Estado europeo, luego su desaparición o su transformación. Es difícil que eso ocurra. En este contexto, cualquier apelación a la soberanía europea, como la que propone Macron, debe entenderse en un sentido funcionalista como una mayor atribución competencial en aquello que los Estados pueden compartir. No, desde luego, como la adquisición de una soberanía propia entendida como fuente originaria de poder, que seguiría residiendo en aquéllos. Previsiblemente veremos una mayor integración dubitativa protagonizada por los Estados más que por la Comisión y el Parlamento. Serán las partes, y no el centro, quienes marquen la evolución federal de la Unión. Serán los Estados los que decidan atribuir más competencias a la Unión pero residenciadas en el Consejo y el Consejo Europeo, o bien en Agencias o mecanismos autónomos pero de composición intergubernamental como el Mecanismo Europeo de Estabilidad (Mede) o la nueva Agencia Europea de la Guardia de Fronteras y Costas (Frontex), al margen del control de la Comisión. Y dentro de un esquema de integración diversa, de geometría variable, con más cooperaciones reforzadas, a las que incluso se les flexibilice los requisitos actuales.

Si la historia del federalismo nos muestra su creciente centralización, la de la Unión será la de un federalismo, sí, pero descentralizado, porque los Estados consentirán en seguir cediendo poder pero solo a los órganos de la UE que ellos controlan. Federalismo, pues, en el Consejo y Consejo Europeo, no en la Comisión y el Parlamento. Será un federalismo intergubernamental más que un claro federalismo europeo. La guerra de los Estados del norte con el Banco Central Europeo (bce) muestra que no quieren autoridades dentro de la ue que escapen a su control. Y la muerte del sistema de spitzenkandidat es algo más que el fin de un sistema de elección del Presidente de la Comisión.

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Recibido: 27 de Noviembre de 2019; Aprobado: 26 de Marzo de 2020

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