“El acceso a la justicia es el requisito más
básico de un sistema igualitario moderno
que pretende garantizar y no solamente
proclamar derechos para todos.”
(
Cappelletti M. y Garth B., 1996, p. 9
).
I. Introducción
Seamos francos: socialmente los indígenas son percibidos como un grupo de segunda categoría. Les asignamos empleos de baja remuneración, obtienen una educación paupérrima y los programas gubernamentales son ineficaces para remediar problemas de grandes dimensiones ( Bello, 2002 ). Por si esto fuera poco, la vorágine de la modernidad los excluye del concierto global, relegándoles a contextos de pobreza que, lastimosamente, son trans-generacionales. Difícilmente un niño indígena podrá superar la condición de anquilosamiento social que padece su comunidad, pues sus oportunidades de crecimiento están estancadas.
Más aún, sendas violaciones a sus derechos humanos son cometidas a diario. Por vía de ejemplo, el gobierno federal otorga concesiones para que grandes corporativos exploten yacimientos minerales y en contrapartida sendas comunidades indígenas ven depredadas hectáreas de terreno donde milenariamente han habitado, desenvuelto sus rituales sagrados y producido sus alimentos.
Acontecimientos como estos son reiterados comúnmente en nuestro país y, para aminorarlos, se ha dicho con mucha razón que los indígenas deben gozar de una nueva ciudadanía que les garantice el respeto en sus formas de vida tradicionales, a la vez les aproxime a mejores estándares de bienestar.
Y aunque los atropellos que sufren provocan indignación social y el alzar de la voz indígena por respetar su dignidad, me parece que no hay medidas idóneas para hacer que su estatus jurídico se respete. Por eso, debiera ponerse un especial énfasis en que los indígenas tengan mejores mecanismos para acceder a la justicia, como una forma de conseguir el respeto y reparación a sus derechos.
Los indígenas tienen reconocidos, a nivel constitucional e internacional, sendos derechos humanos que no pueden ser arrollados sin chistar. Por eso la reforma al artículo 2° constitucional de 2001 recogió diversos derechos colectivos para los pueblos indígenas, adoptando las ideas centrales del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo ( Díaz E., 2007 ).
La noción de los derechos humanos ha permeado en el ideario social y político a partir de la reforma constitucional de 2011. Pero me parece que tal ímpetu aún no es traducido a términos reales, pues todavía no son efectivos ni reales en la vida cotidiana de las personas. De ahí que mucho se alcanzaría en el progreso y bienestar de los pueblos indígenas si se abatiera la escasa efectividad en sus derechos humanos.1
De ahí que en este ensayo se proponga fomentar el bienestar de los indígenas a través de procesos judiciales que movilicen sus derechos. Y si en el Estado de Derecho el órgano decisorio en última instancia es un tribunal que falla basado en normas jurídicas y no en cánones políticos, mucho bienestar se alcanzaría si las causas de los indígenas fueran llevadas a la justicia. Es así, porque en sede judicial las personas acceden a los organismos, derechos y beneficios que se prevén en el ordenamiento ( Cappelletti, 1993 ).
Pero como el acceso a la justicia no tiene una generación espontánea, pues los órganos jurisdiccionales no se autocuestionan problemas jurídicos ni emiten fallos protectores de forma oficiosa, la propuesta que se hace en este ensayo se enfoca en el primer presupuesto de los procedimientos: la manera en cómo el acceso a la justicia comienza mediante acciones concretas tendientes a reivindicar los derechos humanos.
Así, pugno porque exista un entramado institucional donde un defensor público indigenista procure la tutela judicial de los derechos humanos de las comunidades tribales, llevando sus pretensiones a los órganos estatales. Así, se alcanzaría una auténtica eficacia de los derechos que idílicamente se les ha proclamado en el ordenamiento, pero que en la praxis brillan por su ausencia.
Y para no ceñirme a una reflexión teórica, se hará referencia a cómo el entramado institucional del Estado de Jalisco sí permite la inclusión de este abogado público. Para ello se usará a la Procuraduría Social del Estado de Jalisco, pues su marco institucional y jurídico permite que la propuesta del defensor indigenista se materialice.
No ignoro que un problema tan profundo y multicausal como la mala calidad de vida de los indígenas no se soluciona sólo a través de normas, sino que ante todo se precisa de una política pública integral. Pero un primer paso para materializar el beneficio sería la inclusión de un defensor público especializado en su especial cosmovisión, que lleve las causas a la sede idónea para tutelar sus derechos.
II. Forjando una nueva ciudadanía para los pueblos indígenas
En México habitan 6.7 millones de indígenas (INEGI, 2000), la segunda mayor población indígena de Latinoamérica sólo superada por el Perú ( OEA, 2007 ). De tal número se desagrega que 4.5 millones de indígenas mexicanos muestran un profundo arraigo con las pautas tribales (INEGI, 2013).
Si analizamos su actual situación demográfica advertimos que los indígenas ya no habitan solo en las zonas ancestrales que de antaño ocupaban –quizá debido a ilegales despojos-. Por ejemplo, en el Estado de Jalisco la segunda municipalidad con mayor densidad poblacional indígena es Zapopan ( Pedroza, 2013 ), que paradójicamente es uno de los municipios que aglutinan mayor poder económico del país.
Esos enclaves indígenas en las urbes les provocan problemáticas variopintas que deben solucionarse, principalmente, por la vía del derecho. Por eso debemos atender su acceso a la justicia con muy finos matices, ponderando su milenaria autodeterminación a la vez que se les garantice una progresiva participación ciudadana ( Díaz Sarabia, 2013 ).
Me parece que el tránsito hacia su nueva ciudadanía, global y multicultural, que los incluya paulatinamente en la agenda pública, se lograría en la medida en que un defensor público especializado en materia indígena lleve a la dinámica judicial la sed de justicia tribal. Él como nadie podría dar cuenta al tribunal de los verdaderos usos y costumbres indígenas, pues aun reconocidas constitucionalmente, quienes nos formamos bajo las pautas de la vida moderna no somos capaces de comprender esta categoría.
Además, la institución del defensor público es propicia porque tal institución es socialmente relevante. Todos saben que hay agentes estatales que gratuitamente protegen los intereses de personas vulnerables. Empero, hemos encapsulado al defensor de oficio únicamente en el patrocinio de los inculpados en las causas penales, dejando de lado una gran veta de derechos que se contienen en otras ramas del derecho.
En materia indígena, valen dos ejemplos para verificar cómo se arrojarían beneficios a las comunidades. En primer término, la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas reconoce el derecho de que los grupos indígenas se vean restituidos de los territorios que se les desposeyeron.2 ¿Por qué no pensar en plantear acciones reivindicatorias ante los tribunales agrarios en aras de recuperar las hectáreas de tierra que les fueron arrebatadas ilegítimamente? En segundo término, la misma Declaración reconoce la oportunidad de enriquecer su patrimonio en virtud de la explotación de sus derechos de propiedad intelectual.3 O al obtener registros marcarios ante el Instituto Mexicano de la Propiedad Industrial o incentivos de la Secretaría de Economía para emprendedores, ¿no habría una derrama económica importante al comercializar a gran escala las artesanías indígenas, tan valuadas en el exterior?
Estos ejemplos valen para vislumbrar cómo cientos de derechos, al ser movilizados con finura y acuciosidad por un abogado indigenista, traerían beneficios económicos y sociales para tales poblaciones.
III. Acceso a la justicia con enfoque indigenista
El sistema jurídico mexicano reposa en el monolingüismo del castellano y en la homogeneidad en la cultura occidental, con lo cual hay barreras importantes para que los indígenas se sientan incluidos por el ordenamiento mexicano ( Diez, 2007 ). En principio, el indígena encontrará una barrera comunicativa porque no comprende de qué se está hablando en el órgano jurisdiccional; además de ignorar su especial cosmovisión en las normas jurídicas.
Ahora, si pensamos en cómo hacer llegar a los indígenas los beneficios que el ordenamiento les prevé, en principio toparemos con un escollo fonético. Toda vez que la lengua materna determina el pensamiento y el entendimiento del mundo de un pueblo, es relevante que el interlocutor con el indígena sepa comunicarse con él.
En México tenemos una estructura institucional débil comparada con nuestra abundante riqueza lingüística. Contamos con 364 variaciones lingüísticas que ameritan el tratamiento de una lengua particularizada y, en contrapartida, únicamente hay 10 defensores públicos federales conocedores de alguna lengua indígena.4
Me explico: el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas distingue tres categorías en aras de explicar qué lenguas ancestrales tenemos. En primer lugar está la familia lingüística, constituidas por aquellas lenguas que comparten un origen histórico común -existiendo un total de 11-. Luego aparece la agrupación lingüística, que son las ramificaciones de las familias según la denominación dada a un pueblo indígena, de las cuales hay 68. Finalmente está la variante lingüística, que es la forma más particularizada de dichas lenguas, habiendo un total de 364 ( INLI, 2008 ).
Me pregunto si no sería muy oportuno implementar una política de Estado donde se buscara, al menos, un profesional del derecho conocedor de la lengua y cultura de alguna de las 68 agrupaciones lingüísticas. Y una vez localizados tales profesionales, incluirlos en la dinámica institucional de la defensoría pública, pues su cultura indígena permitiría un mejor entendimiento y cohesión entre el abogado estadual y los indígenas desprotegidos.
Lamentablemente no existen estudios empíricos que permitan valorar más a fondo esta subrepresentación. Pero el dato duro de que actualmente no existen defensores aptos para patrocinar adecuadamente a los indígenas es suficiente para que se avance en una reforma para instaurar patrocinadores jurídicos ad hoc.
Ahora, reconozco que proponer a un defensor de oficio indigenista es una idea pionera en un ámbito poco explorado. Pero ello no es obstáculo para teorizar sobre su posible aplicación real, pues el inicio de toda idea sagaz consiste en una mera descripción del status quo. Ya después vendrá el momento de una explicación causal, concienzuda y sistematizada del fenómeno ( Sartori, 1984 ).
Por lo pronto, me parece que alcanzaríamos logros importantes en materia de protección a los pueblos tribales si se reforman algunos preceptos de la Ley Orgánica de la Procuraduría Social del Estado de Jalisco, y si verdaderamente se aplicaran ciertas prescripciones del Código de Asistencia Social de la entidad.
De inicio, debemos confiar en que las instituciones juegan un papel rector en la reestructuración y transformación de la realidad ( Mansalve, 2005 ). Pero las instituciones deben tener en cuenta el contexto donde actuarán, pues cada grupo social tiene necesidades específicas. Y como no hay recetas mágicas aplicables a cualquier escenario, la Procuraduría Social del Estado de Jalisco debe comenzar a poner en su agenda de trabajo la salvaguarda de los pueblos indígenas.
Y no me refiero a que exista un defensor indigenista como simple tipo ideal5 que sea válido solo por ser una idea atractiva. Más bien esta figura será útil en la medida en que verdaderamente se implementen políticas para beneficiar a este grupo social, y no en crear instituciones pomposamente ingeniadas pero inútiles.
Este tipo de defensoría debe enfocarse en innovar las formas de detectar los asuntos donde haya personas indígenas involucradas, preparar una estrategia defensiva que atienda a su especial cosmovisión, y luego presentar las acciones conducentes en los órganos decisorios, ya sea en vía judicial o administrativa.
Ni duda cabe que se trata de una labor difícil, pero es crucial que el defensor de oficio salga de su zona de confort circunscrita a los asuntos penales, sino que renueve prácticas para verdaderamente trabajar activamente en pro de las personas desventajadas.
Ahora, la renovación en las prácticas jurídicas de tal institución no debe ser unicausal, sólo a través del andamiaje normativo. Las leyes no son la panacea que, por decreto, traen de suyo un cambio social ( Gargarella, 2008 ). Pensar que una reforma pormenorizada, de técnica legislativa pulcra e instrumentalización impecable arrojará realidades perfectas es una idea infantil.
Si en serio se desea instaurar la defensoría de oficio indigenista dentro de la Procuraduría Social del Estado de Jalisco, esa modificación de normas tiene que arroparse con nuevas prácticas políticas y asignación de recursos económicos. Me refiero esencialmente a partidas presupuestales y a cursos de actualización a los defensores públicos que actualmente ejercen.
Por último, hay que acotar que el defensor público per se no dotará de efectividad todos los derechos humanos de los pueblos indígenas. Antes bien, él sería sólo un eslabón para que el Estado abata paulatinamente los niveles de retraso y desigualdad que padecen. Su labor sería más bien la de un facilitador para que el acceso a la justicia se materialice, pues pondría el foco en las causas que después necesitarán de atención judicial.
IV. Vistazo a los pueblos indígenas de Jalisco
En Jalisco habitan 72 mil indígenas (CNDPI, 2013). Este porcentaje es reducido respecto a la media nacional, pues representa apenas un paupérrimo 0.8% de la población estatal en contrapartida con el casi 7% de nacional. La tercera parte de los pueblos indígenas jaliscienses pertenecen a la comunidad huichol (34%), seguido del náhuatl (21%), el purépecha (7%) y el mixteca (3%).
Resalta que la calidad de vida de los pueblos indígenas de Jalisco no es tan desoladora como en el resto del país. Por vía de ejemplo, el 80% de las personas mayores de 15 años son alfabetos, mientras que similar porcentaje de menores de entre 6 y 14 años sí asiste a la escuela. Es decir, su adiestramiento educativo, aún en notoria desventaja con el resto de la sociedad, no es tan escandaloso como en otras entidades de la República.
Sobre su actividad económica y ocupación tenemos datos muy puntuales: su condición de ocupación es catalogada como ocupada en un 99% y el 62.5% de las personas indígenas en Jalisco se dedican como actividad económica preponderante al sector terciario.6 Es decir, tienen actividades relacionadas con la prestación de servicios creativos, y no así en actividades primarias, como lo es en el promedio nacional.
Y aunque estas cifras aparentan ser alentadoras, aún hay mucha desigualdad que debe ser paliada. En nuestro Estado el 53% de los indígenas tienen un nivel de ingreso que oscila entre la categoría sin ingresos hasta los que perciben menos de 2 salarios mínimos diarios.
Estos datos estadísticos muestran, en principio, una baja densidad poblacional indígena en Jalisco que no justificaría la implementación de una política firme para erigir una defensoría pública especializada.
Sin embargo, creo que las políticas públicas no deben guiarse únicamente por datos cuantitativos, sino también por la vocación de alcanzar mejores estándares cuantitativos. Por eso el gobierno estatal debiera cubrir las deficiencias en que están sumidos el pueblo indígena y beneficiarlos mediante una defensoría ex profeso. Basta ya de que sean agrupaciones pro bono o miembros de iniciativas ciudadanas quienes se ocupen de defender a los grupos marginados. El Estado mismo debe ser partícipe en paliar las arbitrariedades que, por acción u omisión, sus agentes generan.
V. Defensoría pública minimalista: trascendamos de la materia penal
En nuestra entidad la institución de la defensoría pública es atribuida a la Procuraduría Social, dependiente del Poder Ejecutivo.7 La ley orgánica de este órgano escinde su labor en tres ejes: defensoría de oficio (inherente a la materia penal y familiar), representación social (apersonamiento de los intereses de toda la sociedad –aun con lo problemático que es identificar a cuáles intereses se refiere) y servicios jurídicos asistenciales.8
Interesa avocarnos al aspecto de la defensoría de oficio, institución jurídica que nació junto a los sistemas acusatorios penal ( García Ramírez, 2004 ). Al eliminar el régimen bárbaro de la venganza privada, el Estado a través de un fiscal recibe el reclamo social, lo investiga y luego lo traslada a un juzgador para sostener la acusación y pedir la materialización del ius puniendi. Tal acusación se atempera por el obrar mismo del Estado, ahora a través de un defensor público, quien consigue una igualdad de armas a la luz de un proceso autónomo e imparcial. Por eso nadie puede ser juzgado en ausencia del acompañamiento de alguien que despliegue una estrategia que equilibre la acusación.
Traducida tal obligación a normas jurídicas, constitucional e internacionalmente el Estado está vinculado a proveer un defensor público, precisamente tratándose de la materia penal y aun contra la voluntad del inculpado.9 Así, en el ideario social de México ha permeado esta institución como una herramienta que patrocina gratuitamente a grupos económicamente desprotegidos.
Sin desconocer las bondades de tal institución en la materia penal, me parece que es momento de trascender a otros grupos sociales envueltos en un ordenamiento jurídico especializado, como los pueblos indígenas. Lo anterior, aprovechando la buena fama que envuelve a los defensores de oficio.
Defender no solo es ofrecer pruebas, concurrir a su desahogo, desvirtuar las de la contraria, alegar ante el juzgador e impugnar lo que no favorezca. Defender es también crear condiciones que permitan hallar la verdad material, aproximar hacia al tribunal para que explaye los contenidos normativos y, sobre todo, ser diligente y probo para conseguir una auténtica justicia.
Ahora, la Constitución mexicana prevé dos dimensiones para que los pueblos indígenas accedan a la jurisdicción del Estado. Primero, con la obligación de que se tomen en consideración sus especificidades culturales; y segundo, con que su patrocinio se efectúe a través del binomio intérprete-defensor.
Y aunque la Constitución prevé que ambas dimensiones operarán en “todos los juicios y procedimientos en que sean parte”, lo cierto es que su más pura y cotidiana expresión acontece únicamente en materia penal. Tan es así que la doctrina jurisprudencial forjada por la Primera Sala de la Suprema Corte en torno a este tema nació bajo asuntos donde personas indígenas fueron condenados penalmente sin contar con una defensa adecuada, entendida en clave de derecho del inculpado y no como un derecho particularizado al miembro de un pueblo tribal.
Empero, existen muchos más elementos jurídicos que problematizan la realidad indígena y, por estar fuera del rótulo del derecho criminal, escapan a la atención obligatoria y ex officio del Estado. Si una persona es acusada de la comisión de algún delito, ipso facto habrá un abogado pagado por el Estado que lo defienda y acompañe a lo largo de su enjuiciamiento. En cambio, si una persona vulnerable, pobre o iletrada sufre atropellos en sus derechos fundamentales, no hay un precepto constitucional ni legal que obligue al Estado a que ponga recursos humanos eficaces, léase abogados de oficio, al servicio de tal causa.
Por eso se hace imperioso fijar esta obligación en la Ley Orgánica de la Procuraduría Social del Estado de Jalisco, a fin de que en Jalisco seamos pioneros en su protección.
VI. Actualización de la normativa jalisciense: hacia un auténtico defensor público indigenista
En una dimensión estrictamente normativa, la propuesta del defensor público indigenista se materializaría al modificar la Ley Orgánica de la Procuraduría Social, para fijar la obligación estatal de representar a los indígenas en cualesquiera causas jurisdiccionales o administrativas donde estén en juego sus derechos, bien que acudan para hacer valer un interés colectivo o únicamente ventilando asuntos individuales. Asimismo, se podría reformar el orden jurídico para se estatuya el compromiso de defender con ahínco a los pueblos indígenas, poniendo un matiz proteccionista en sus derechos humanos ( Medellín, 2013 ).
Tales adiciones legislativas podrían darse agregando un inciso d) al artículo 3 y una fracción IV al artículo 14 de la ley aludida. Así, se lograría que la normativa de Jalisco se viera adelantada incluso a la Constitución federal, pues la norma suprema solo prevé en abstracto la necesidad de que se apoye a los indígenas en acceder a la jurisdicción del Estado tomando en cuenta sus costumbres y cultura variopinta, pero es silente en señalar con qué mecanismo se logrará el objetivo.
También se propone una reforma al Código de Asistencia Social del Estado de Jalisco, para que se desplieguen los alcances operativos de la Procuraduría Social en temas de defensoría indígena. Por ejemplo, el artículo 128 de tal norma prevé que la Procuraduría puede efectuar convenios de colaboración con diversas instituciones públicas y privadas. Así, formando redes de trabajo con diversas instituciones, tornará más eficaz su labor.
Una sana aplicación de este precepto sería al detectar cuántas personas con origines indígenas son estudiantes o egresados de la carrera de abogado; una vez ubicados se podría motivarlos para que ingresen a la estructura institucional de la defensoría de oficio a fin de que defiendan con ahínco las causas que afecten a sus naturales. Como se verá más adelante, en el rubro de la abogacía hay una severa subrepresentación de personas indígenas laborando para las instituciones.
Otra correcta observancia del precepto legal en comento acontecería al entablar convenios con instituciones de enseñanza o investigación y centros de litigio estratégico especializados en la materia. Ello permitirá que a los defensores públicos se les aleccione en tópicos inherentes a la cultura indígena.
Entonces, sus conocimientos jurídicos robustecidos con la especial cosmovisión indígena, logrando elevar la calidad de los planteamientos ante los tribunales, con la vocación de tutelar derechos ad hoc.
Ahora, no ignoro que pesa sobre nosotros una realidad que choca con la propuesta: hay escasez de abogados proclives en las causas indígenas o con conocimientos sobre su especial cosmovisión. Lo anterior, porque es difícil hallar indígenas que cuenten con estudios de licenciado en derecho y porque hay un déficit de preparación doctrinal en torno al derecho indígena. No hay facultades de Derecho que ofrezcan cursos sobre temas indígenas, lo cual solo acontece en algunas escuelas de posgraduados.
Ahora bien, me parece, que si se implementa correctamente la política de beneficiar a los indígenas por la vía de un defensor, sí podrían conseguirse abogados proclives en sus causas. Es así, porque de las 7 millones de personas con educación superior que hay en México, 2% de ellas hablan alguna lengua indígena ( Camus, 1997 ). Y como en las ciencias jurídicas hay 191 mil abogados en ejercicio, el foro cuenta con 2 mil litigantes capaces de parlar alguna lengua indígena ( INEGI, 2004 ). Y como lengua y cultura son inseparables, seguramente tal estadística también refleja que estos profesionistas conocen algún aspecto de la especial cosmovisión tribal.
¿No sería deseable que en México detectemos a por lo menos un abogado docto en cada una de las 68 agrupaciones lingüísticas? Esos 68 profesionistas, que seguramente se extraerían de los dos mil colegas que sí son doctos en la materia, lograrían ser más comprensivos sobre las especiales necesidades de cada población. Lo anterior partiendo del principio de que si el defensor comparte una fonética similar con su patrocinado, logrará un encuentro y reconocimiento en sus orígenes, prácticas y objetivos de vida.
Tutelarles sus derechos humanos nos conmina a actuar ex officio a fin de impulsar mecanismos más innovadores. Por eso no hay razón válida para conformarnos con que hoy día solo existan diez defensores públicos, penalistas únicamente, que sean coetáneos a los pueblos indígenas, mientras que en México hay siete millones de personas que eventualmente necesitarán los servicios jurídicos.
VII. Voluntad política nacional para beneficiar a los pueblos indígenas
A los pueblos indígenas hay que procurarles un nivel más amplio de protección porque tenemos una deuda histórica con ellos. Así lo reconoció la clase política mexicana en el llamado “Pacto por México”,10 que pretendió ser piedra angular de los trabajos del sexenio presidencial que transcurre. Según se afirmó:
“El Estado mexicano tiene una deuda histórica con los pueblos indígenas. Las últimas cifras de pobreza en México confirman lo que ha sido una constante en el desarrollo de nuestro país: los indígenas están mayoritariamente excluidos del mismo. Casi siete de cada 100 mexicanos son hablantes de una lengua indígena. De éstos, ocho de cada diez son pobres, la mitad de los cuales vive en pobreza extrema. Para revertir esta injusta situación se establecerá una política de Estado para que los indígenas ejerzan en la práctica los mismos derechos y oportunidades que el resto de los mexicanos” (p. 9).
Inclusive, en torno a la propuesta que aquí se enarbola, en el Pacto por México expresamente se dijo que es necesario implementar un servicio de defensoría pública que proteja con vehemencia a este grupo social:
“El Estado tiene la obligación de garantizar que la lengua y la cultura indígena no sean una limitante para ejercer derechos como el acceso a la justicia y a la educación. Por ello, se garantizará que la población indígena tenga acceso a defensores de oficio de calidad y a traductores bilingües para sus procesos de defensa, así como que tengan acceso a una educación bilingüe e intercultural de calidad. (Compromiso 36, p. 9).
(Énfasis añadido)
Sin duda el tema indigenista está latente en la palestra nacional y, por eso, habría que aprovechar tal ímpetu para implementar la propuesta que aquí se formula.
Pero lejos de una simple voluntad política temporal y discursiva, hay un asidero constitucional e internacional de peso que México debe soportar. Como se apuntó líneas arriba, el artículo 2, apartado B, primer párrafo de la Constitución Federal dispone que se “establecerán las instituciones y determinarán las políticas necesarias para garantizar la vigencia de los derechos de los indígenas y el desarrollo integral de sus pueblos y comunidades, las cuales deberán ser diseñadas y operadas conjuntamente con ellos”.
Mandato constitucional que nos obliga a aprobar políticas públicas serias y concienzudas que verdaderamente les solucionen sus conflictos cotidianos y, a largo plazo, les genere una esfera amplificada de garantía de sus derechos humanos. Pero reitero, no se trata sólo de modificar una dimensión normativa del problema pues ya hay suficientes normas sumamente protectoras. Hay que transitar hacia la acción e idear mecanismos para convertirlas en derecho vivo.
Por vía de ejemplo, nuestro ordenamiento legal está plagado de sendos derechos de enorme valía, como todos los idílicamente enunciados en el artículo 4 constitucional, que ofensivamente están ausentes de la realidad cotidiana. Es irrisorio que formalmente se reconozcan derechos humanos a la alimentación, vivienda digna o disponibilidad del agua, cuando millones de personas viven en condiciones paupérrimas.
Antesqueunaambiciosaproduccióndeleyeshabríaquepreocuparse porque nos aproximemos al fenómeno que doctrinariamente se conoce como la constitucionalización del ordenamiento jurídico ( Guastini, 2005 ). Esta noción apunta que no es deseable crear nuevos lineamientos de gran calado legal, sino que a las instituciones ya establecidas hay que horadarles con la convicción de que la Constitución es una norma jurídica, la más superior de todas, y por tanto debe ser acatada en sus términos.
Si desde la trinchera política se ha afirmado que los pueblos indígenas son una prioridad del Estado y, en consecuencia, una prioridad presupuestal, es menester aprovechar la voluntad política y abrir el sendero hacia una auténtica protección a tal grupo social. Por eso la inclusión de un defensor público especializado en materia indígena sería una medida precursora de más y mejores escenarios de efectividad de derechos humanos. Y como se vio en el apartado de reformas a la normativa jalisciense, su inclusión sólo precisaría de un par de modificaciones legales, pero sobre todo con una asignación presupuestal importante.
Reitero, la voluntad política de arrogarles derechos a los pueblos tribunales se ha reflejado en la normativa constitucional. Basta con leer detenidamente el artículo 2 constitucional para advertir derechos subjetivos que, hasta ahora, yacen como letra muerta esperando ser movilizados: preservación de sus lenguas y conocimientos, conservación del hábitat en que viven, respeto a la propiedad de sus tierras, representación ante los ayuntamientos, oportunidades de desarrollo regional, acceso al financiamiento público, infraestructura para sus comunicaciones más eficientes, apoyo en actividades productivas, programas sociales de educación, salud y seguridad laboral, son nociones desconocidas para las comunidades indígenas.
Románticamente enunciadas en la Constitución, están esperando que el Estado fomente que sus agentes exterioricen tal material normativo y lo conviertan en derecho vivo.
VIII .Mandatos legales ausentes de pragmatismo: Las nulas prácticas de los asesores jurídicos federales y los servidores jurídicos asistenciales locales
Implementar una política seria y pragmática donde abogados del Estado se erijan en auténticos guardianes de los intereses indígenas no es una cuestión de normas. Si bien aquí se propone hacer expresa tal obligación en una ley, ello es para cumplir con un lineamiento básico del principio de legalidad, pues ante una obligación impuesta por el ordenamiento debe actuarse en consecuencia.
Pero la experiencia muestra que aun con obligaciones legales expresas para apoyar a los pueblos indígenas, tal nivel de ayuda no se ha cristalizado. Por vía de ejemplo, la existencia formalizada de asesores jurídicos federales11 como especialistas en asuntos no penales resulta, por decir lo menos, inútil. Aun cuando legalmente están vinculados a proteger a los indígenas cuando se vean trastocados sus derechos en asuntos de diversas ramas del Derecho (pues así lo disponen los artículos 4, fracción II y 15, fracción V de la Ley Federal de Defensoría Pública), simplemente han estado ausentes cuando se trata de defender a los pueblos indígenas. Nadie ha visto que un funcionario de esta categoría alce la mano para tratar de remediar los atropellos que cotidianamente sufren.
Justo aquí se hace patente el fenómeno de que una obligación legal sin ímpetu político se desquebraja, pues tales asesores jurídicos federales no han servido para generar mayores ámbitos de protección a los pueblos indígenas. Antes bien, son grupos de litigio estratégico pro bono quienes toman la batuta en la garantía jurisdiccional de sus más elementales intereses ( Díaz E., 2007 ).
Y lo mismo ocurre en el ámbito local, pues de haber existido una férrea voluntad política para favorecer a los pueblos indígenas a través del servicio de la Procuraduría Social se habrían movilizado los servicios jurídicos asistenciales hacia grupos vulnerables, tal como lo exige el artículo 3, fracción III, inciso a) de la ley orgánica de tal ente.
En pocas palabras no ha existido una visión que innove el ámbito de operación de la institución de la defensoría pública en aras de que sea precursora de contextos de pleno disfrute. Se ha desaprovechado la gran utilidad que tienen los abogados litigantes, pues es innegable la participación que tienen los postulantes en la efectividad de los derechos humanos.
Si bien en el acceso a la justicia los órganos jurisdiccionales ostentan el protagonismo pues son las sentencias per se las que constituyen un derecho o anulan un acto de autoridad-, los fallos judiciales están determinados por lo que el abogado hizo o dejó de hacer durante el proceso. La prolijidad del litigante en acreditar hechos y argumentar con suficiencia se verá reflejada en una sentencia protectora; en sentido contrario, las deficiencias de la maquinaria judicial son correlativas a las displicencias del postulante. En pocas palabras, un abogado acucioso siempre aporta réditos plausibles.
IX. Ímpetu desde la agenda internacional y necesidad de adscribirnos a tal tendencia
En años recientes hemos asistido a una polémica sobre la posición que deben tener los tratados internacionales que México ha suscrito:
¿ocupan un rango más elevado que la propia Constitución cuando estos tengan vocación de derechos humanos? Lejos de enfrascar el diálogo en torno a una cuestión de jerarquía de normas, hay que reconocer que los instrumentos internaciones que contienen derechos humanos son una fuente de contenidos tan magnánimos como inéditos.
Se prevén derechos de enorme valor y, por ser tan variados, aún no son dominados por los operadores jurídicos mexicanos. En la medida en que las autoridades, los abogados, la academia y los particulares seamos capaces de explorarlos y explotarlos, éstos permearán en el criterio jurídico y social de nuestro país.
No se trata de esperar pasivamente a que el ideario jurídico sea regido por fallos de la Suprema Corte de Justicia de la Nación o de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Cambiemos el eje y utilicemos los derechos humanos de fuente internacional como el insumo principal de un diálogo abierto y fecundo entre todos los actores relevantes.
Pues bien, en materia indígena existe una tendencia internacional de proteger sus derechos. Según una relatoría especial encomendada por las Naciones Unidas,12 existen dos desafíos muy puntuales a resolver: la brecha de implementación de los derechos humanos en la vida cotidiana de los indígenas y la impunidad de que gozan quienes violentan tales derechos.
Además, en el plano internacional se ha impulsado la idea paradigmática de que derechos humanos son sinónimo de desarrollo; en sentido contrario, su escasez es correlativa a la pobreza estructural ( Chuecas, 2013 ). Esta tendencia reconocedora de derechos está reflejada, por ejemplo, en al menos siete de los ocho Objetivos de Desarrollo del Milenio ( ONU, 2000 ), que contienen una alta dosis de juridicidad, lo que muestra cómo a través de los derechos sí es posible conseguir el progreso de los menos favorecidos.
Verbigracia algunos de los ODM se materializarían con la plena efectividad de derechos humanos tales como la alimentación, educación básica, igualdad, salud, acceso a la seguridad social y disfrute de un medio ambiente adecuado. Así, detrás de un objetivo de desarrollo está aparejado un derecho subjetivo a favor de un grupo poblacional, y por eso su garantía jurisdiccional redundaría en un avance sustancial.
Por otra parte, abona a la política del defensor público indigenista el hecho de que un instrumento internacional, la Convención Internacional sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación Racial,13 prevé la igualdad de tratamiento procesal y sustantivo ante los órganos que administren justicia. Tal sustantividad se traduce en una oportunidad de hacer valer los planteamientos que tiendan a proteger sus derechos, y esto sería imposible en ausencia de agentes estatales que precisamente conduzcan los planteos de justicia.
Son múltiples las políticas que se han implementado para paliar las desigualdades de los indígenas y, respecto a las trabas para acceder a la justicia, los procesos jurisdiccionales prevén diversas medidas de compensación para aminorar el retraso de los grupos vulnerables.
Categorías como la suplencia de la queja prevista en el artículo 79, fracción VII de la Ley de Amparo o la recolección oficiosa de pruebas o diligencias para mejor proveer incardinada en los artículos 79 y 80 del Código Federal de Procedimientos Civiles , si bien reducen o eliminan las deficiencias que impiden una defensa oportuna de los intereses de los grupos vulnerables, éstas operan desde dentro del proceso y no permiten que los planteamientos lleguen a la sede judicial ( CIDH, 1999 ).
Así, es menester que haya medidas de compensación que operen desde afuera de los procesos, en aras de atraer demandas que tutelen derechos. Ante los altos índices de pobreza, falta de educación y empleo que padecen los pueblos indígenas, debemos compensar la desigualdad real con una desigualdad jurídica más acuciosa ( OEA, 2007 ). Desigualdad jurídica que, leída como una política de Estado, consistiría en la instauración del servicio de defensoría pública indigenista como precursor de las buenas causas.
X. Conclusión
La problemática delineada en este trabajo –y muchos otros escollos actualesdeben paliarse a través del fortalecimiento del Estado de Derecho. Hay que recordar que Estado de Derecho no es solo un tipo ideal de nación que se somete a normas jurídicas en lugar de a cánones políticos. Más que nada, se trata de reconocer derechos a favor de las personas y, sobre todo, va más allá y los garantiza, fijando mecanismos de índole procesal para dotarlos de efectividad ( Ferrajoli, 2010 ).
Justo en este punto radica el valor agregado del defensor público indígena, como incitador de los mecanismos procesales que efectivizan derechos. Basta ya de que la defensoría de oficio sólo logre el equilibrio en el due process of law y pierda de vista otras ramas del derecho que brindarían mayor calidad de vida a los indígenas. Esto, que además del obvio beneficio en la movilización de los derechos indígenas, permitiría arribar a un escenario donde ningún acto de autoridad permanezca fuera del escrutinio judicial. Hay que quebrantar los espectros de intocabilidad que aún hay en México, pues ellos sólo generan impunidad de quienes violentan los derechos de otros ( Orozco, 2008 ).
Finalizo diciendo que se equivoca quien afirma que vivimos una época de cambios; más bien asistimos a un cambio de época. Esto, más que un juego de palabras, tiene una significación profunda: ante nuevos paradigmas hay que ser más atrevidos e innovadores en las soluciones que diseñemos. ¿Porqué no pensar que algún día podría existir, como en el fuero militar, un entramado institucional especializado en materia indígena?
Un agente del Ministerio Público indígena que investigue adecuadamente a las personas tribales, un juez indígena conocedor de su especial cosmovisión y un Tribunal de Apelaciones indígena redentor de los escollos que les agravien. Un buen comienzo sería estatuir a una defensa pública, altamente especializada, proba y eficiente que proteja a tal grupo. Si nos jactamos de haber entrado en un nuevo paradigma constitucional luego de la reforma constitucional de junio de dos mil once, habrá que caminar hacia mayores rangos de protección, paulatinos, reales y progresivos.