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Revista interdisciplinaria de estudios de género de El Colegio de México

versión On-line ISSN 2395-9185

Rev. interdiscip. estud. género Col. Méx. vol.9  Ciudad de México  2023  Epub 08-Dic-2023

https://doi.org/10.24201/reg.v9i1.1023 

Artículos

“Resulta aberrante su actuar”: Mujeres acusadas de delincuencia organizada

“Their actions are abhorrent”: Women accused of Organised Crime

Sara Elena Velázquez Moreno1  * 
http://orcid.org/0000-0002-7608-5974

Javier Treviño Rangel2 
http://orcid.org/0000-0002-0041-6300

11Programa de Política de Drogas, Aguascalientes, México, sara.velazquez@cide.edu

2 Universidad Juárez del Estado de Durango, Victoria de Durango, México. javier.trevino@ujed.mx


Resumen

Entre 2017 y 2021 se duplicó la cantidad de mujeres acusadas de delincuencia organizada en México y, actualmente, este es el delito más común entre mujeres privadas de la libertad en centros de reclusión federales. Sin embargo, los análisis académicos acerca de mujeres acusadas por este delito son todavía marginales. Y los pocos estudios existentes sobre este tipo penal tienden a ignorar el género de la persona acusada. Si lo hacen, suelen representar a las mujeres acusadas de manera dicotómica y superficial: como “víctimas” de la organización de la que forman parte o como “perpetradoras” de actos ilícitos en los que, de manera activa y voluntaria, deciden participar en la delincuencia organizada. Este artículo es un estudio exploratorio, enmarcado en la sociología del derecho, que busca contribuir al análisis crítico de este tema. Analiza la poca evidencia disponible al respecto de 67 sentencias judiciales a 72 mujeres acusadas de delincuencia organizada, además, se utilizaron datos estadísticos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Esta investigación presenta dos hallazgos principales. Primero, el delito de delincuencia organizada sirve como sustituto de una investigación: las acusaciones por delincuencia organizada permiten detener y mantener a las mujeres en prisión sin un trabajo de investigación previo. Segundo, es insostenible la división “víctima”/“perpetradora” sobre la que se basan la mayoría de los análisis, que tienden a simplificar los roles diversos y complejos que desempeñan las mujeres en grupos de delincuencia organizada.

Palabras clave: delincuencia organizada; guerra contra las drogas; mujeres; justicia; víctimas

Abstract

Between 2017 and 2021, the number of women accused of organized crime in Mexico doubled and it is now the most common crime among women serving time in federal prisons. However, a few academic studies have focused on women accused of this type of crime, and those that do exist tend to ignore the gender of the accused. And when gender is considered, the research often offers a dichotomous and superficial perspective of women, portraying them as “victims” of their respective organizations or as “perpetrators” of illegal acts who actively and voluntarily choose to participate in organized crime. This article is a preliminary study, framed within the sociology of law, that seeks to contribute to the critical analysis of this issue. It explores the scarce evidence available about 67 court rulings for 72 women accused of organized crime, in addition, statistical data from the Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) was used. This analysis presents two main findings. First, the offence of organized crime serves as a substitute for an investigation: charges of organized crime allow women to be arrested and detained without pre-trial investigation. Second, most analyses are based on the untenable basis of the “victim”/“perpetrator” divide which to tends to over simplify women´s diverse and complex roles y in organized crime groups.

Keywords: Organized crime; war on drugs; women; justice; victims

Introducción

En diciembre de 2006, a los pocos días de tomar posesión del cargo, el entonces presidente de México, Felipe Calderón, declaró la “guerra a las drogas”. De manera formal, el gobierno federal bautizó a esta política improvisada como “estrategia frontal de combate a las drogas y el crimen organizado”. Desde entonces, esta “guerra” ha implicado, en primer lugar, la supuesta lucha de las fuerzas de seguridad del Estado mexicano, principalmente del ejército, en contra de lo que se ha llamado oficialmente “la delincuencia organizada” (Calderón [2007] en Castillo, 2013; Consejo de Seguridad Nacional, 2014; López, 2018).

Sin embargo, resulta difícil entender qué es exactamente lo que se combate cuando se combate, por medio de una “guerra”, a lo que se denomina como “delincuencia organizada”. Su definición en México como delito es convenientemente imprecisa, confusa. Desde una perspectiva jurídica, el delito de delincuencia organizada supone el castigo de la simple organización de tres o más personas para realizar ciertas conductas, sin que necesariamente estas conductas se realicen. Es decir, no se requiere que se lleve a cabo un delito para que tres personas que se reunieron sean detenidas y enviadas a prisión mientras supuestamente son investigadas; detenciones que pueden durar años sin juicio ni sentencia (y, en realidad, sin investigaciones).

Además, las conductas que, según la ley, pueden considerarse como delito de delincuencia organizada son diversas y vagas: por ejemplo, organizarse para cometer actos terroristas, delitos contra la salud, delitos ambientales o en materia de derechos de autor. En términos prácticos, una persona puede ser acusada de delincuencia organizada al planear hacer uso de sustancias tóxicas para causar “terror”; al tramar reunir flora o fauna protegida (una iguana verde o una ballena azul, por ejemplo); y al distribuir drogas en cualquier escala (compartir un cigarro de mariguana, por ejemplo). En el caso de los delitos contra la salud, la mayoría están vinculados con el uso, la posesión, la compra o la venta de sustancias ilícitas o, dicho de otro modo, con delitos de drogas (Ley Federal Contra la Delincuencia Organizada, LFCDO, 1996).

El despliegue de este combate bélico contra la delincuencia organizada ha afectado la vida de las mujeres de distintas formas. Por ejemplo, ha trastocado su manera de morir: desde 2006 es cada vez más frecuente que las mujeres sean asesinadas en espacios públicos y con armas de fuego (Atuesta y Vela, 2020). La “guerra” también se relaciona con el incremento en los casos de desapariciones de mujeres. Entre 2020 y 2021 la cantidad de mujeres desaparecidas y no localizadas incrementó en 28% (Comisión Nacional de Búsqueda, CNB, 2022).

Una de las características más perturbadoras de esta “guerra” es que se basa en el uso desproporcionado del sistema penal. Es decir, esta estrategia se funda en el incremento irracional en el número de delitos y en la severidad de las penas (Chaparro y Pérez-Correa, 2017). Esto ha resultado en el endurecimiento en la persecución de delitos relacionados con delincuencia organizada. Y lo anterior, crucialmente, ha supuesto un incremento inquietante en el número de mujeres privadas de la libertad acusadas por ello.

Muestra de lo anterior es que, entre 2017 y 2021, la cantidad de mujeres privadas de la libertad por este delito se duplicó. De manera inversa, durante ese mismo periodo, la cantidad de hombres privados de la libertad por el mismo delito se redujo en casi el triple. En 2021, la delincuencia organizada era la causa más común por la que las mujeres estaban privadas de la libertad en el fuero federal; en contraste, era la sexta causa entre los hombres en este mismo fuero (INEGI, 2021a). Así, aunque en el país hay una cantidad mucho mayor de hombres privados de la libertad que de mujeres, una gran cantidad de ellas lo está por el delito de delincuencia organizada. La persecución de la delincuencia organizada ha impactado, de manera desproporcionada y sin justificación, a las mujeres. Este es el problema central que busca atender la actual investigación.

Los análisis académicos y periodísticos acerca de mujeres acusadas de delincuencia organizada son escasos. Hay aún pocos estudios que abordan en profundidad la situación de mujeres que enfrentan procesos en el sistema judicial mexicano por haber cometido este tipo de delitos. Esto es entendible porque es difícil obtener evidencia empírica. No abundan los datos estadísticos al respecto, y el trabajo de campo es casi irrealizable porque estas mujeres están en prisión sujetas a un régimen especial que dificulta acceder a ellas -un régimen aplicado al delito de delincuencia organizada, por ejemplo, la incomunicación de personas.

Un primer análisis de los estudios disponibles evidencia que éstos no tienen en cuenta el género del acusado y si lo hacen, tienden a representar a las mujeres de manera dicotómica y, acaso, superficial. Para unos, las mujeres son sólo “víctimas” que incursionaron en grupos criminales involuntariamente, como es predecible, a causa de los hombres; mujeres cuya función se reduce al desempeño de tareas con poca capacidad de decisión y con cargos bajos en la escala jerárquica de la organización. En contraste, para otros, las mujeres son en realidad “perpetradoras”, personas con iniciativa que deciden delinquir de manera voluntaria.

Este artículo es un estudio exploratorio, enmarcado en la sociología del derecho, que tiene como objetivo central contribuir al análisis crítico de las repercusiones que tiene en las mujeres lo que conocemos como “lucha contra la delincuencia organizada”, un tema que ha sido largamente ignorado por la literatura. Una lucha que no sólo se da en la calle, con las fuerzas de seguridad, sino en el sistema de procuración e impartición de justicia. ¿Cómo afecta legalmente a las mujeres la estrategia oficial que combate el delito de delincuencia organizada? En particular, ¿cómo se investiga y se sanciona a las mujeres acusadas de este peculiar delito? Para ello, se analiza la poca evidencia disponible al respecto, misma que es de acceso difícil y limitado, es decir, sentencias judiciales a mujeres acusadas de delincuencia organizada en el contexto de la “guerra contra las drogas”.

Esta pesquisa presenta dos hallazgos centrales. Primero, con base en los datos obtenidos a través de las sentencias, mostramos que las acusaciones de delincuencia organizada sirven como método de investigación en sí mismas o, dicho de otro modo, funcionan como sustituto de una averiguación. Es decir, la autoridad investigadora acusa a las mujeres y, a veces, lleva a cabo después un trabajo de exploración que sostenga la acusación; en lugar de investigarlas para detenerlas y acusarlas con una averiguación previamente realizada. El segundo hallazgo del artículo es que, a diferencia de lo que supone la literatura existente, los roles que desempeñan las mujeres que participan en grupos criminales son diversos. Las mujeres no parecen ser sólo “víctimas” o “perpetradoras” en estos contextos, pueden protagonizar ambos papeles.

Dado el gran número de acusaciones a mujeres de ser parte de grupos de delincuencia organizada y la poca información acerca del tema a escala nacional, este estudio hace dos aportes principales. Primero, contribuye a demostrar la persecución del crimen organizado como un problema que atañe no sólo a estudios de seguridad, sino también a análisis de género y la intersección entre ambos. Por otra parte, las sentencias judiciales contienen información novedosa tanto del proceso de acusación como del papel de las mujeres dentro del grupo de delincuencia organizada al que se les señala de pertenecer, lo cual, hasta donde sabemos, no ha sido utilizada en otros análisis.

El artículo está divido en cuatro partes. La primera expone el contexto de la persecución e investigación del delito de delincuencia organizada en México, así como las razones por las que este estudio analiza casos de mujeres que fueron acusadas de pertenecer a grupos de delincuencia organizada a partir de 2006. La segunda explora los análisis académicos acerca de mujeres y el delito de delincuencia organizada. La tercera presenta una nota metodológica que pone énfasis en el proceso para acceder a las sentencias judiciales que aquí se analizan, y la última expone los hallazgos y las conclusiones principales.

La delincuencia organizada y la “guerra contra las drogas”

Desde que en diciembre de 2006 el expresidente Felipe Calderón inauguró, formalmente, lo que se conoce en México como “guerra contra las drogas” se han publicado cientos de estudios académicos y periodísticos sobre el tema enmarcados en distintas disciplinas. El enfoque de estos análisis es extraordinariamente diverso. Sin intención de hacer una taxonomía exhaustiva, gran parte de ellos cae en alguna -o varias- de las siguientes categorías: la militarización (Escalante, 2011); las estrategias de seguridad pública del gobierno, sus fundamentos legales y sus efectos en la sociedad o en la variación de los niveles de violencia (Zedillo, Pérez-Correa, Madrazo y Alonso, 2019); los abusos cometidos por las fuerzas de seguridad del Estado (Treviño, Bejarano, Atuesta y Velázquez, 2022); las causas y los resultados sociales, políticos o económicos del nacimiento, crecimiento y exterminio del crimen organizado y de su violencia (Enciso, 2015); las razones estructurales o coyunturales que facilitan que los ciudadanos se involucren en actividades criminales (García, 2020; 2021); la historia de los grandes narcotraficantes y sus organizaciones y la cultura del narco (Enciso, 2015; Valencia, 2016); los “daños colaterales” de la “guerra”, como el desplazamiento forzado (Fuerte y Zizumbo, 2022); las víctimas de la violencia criminal o estatal (Atuesta y Vargas, 2022); el vínculo entre capitalismo, neoliberalismo, y la “guerra contra las drogas” (Valencia, 2010; Paley, 2014); el papel de los usuarios de sustancias ilícitas (Ospina, 2020) y las relaciones internacionales tanto del crimen organizado como de las fuerzas de seguridad estatales, principalmente con Estados Unidos (Pérez, 2019).

A pesar de esta multiplicidad de estudios, las investigaciones académicas que tratan sobre el delito de delincuencia organizada en México son escasas y, dentro de ellas, son marginales las que consideran el género de las personas involucradas como un componente relevante. Es importante recalcar que nos enfocamos en la delincuencia organizada como tipo penal, esto es, en la literatura que lidia con este delito y en sus consecuencias sociales y políticas. Así, una clasificación, acaso prematura, de la literatura existente de delincuencia organizada permite dividirla en dos grandes grupos. En el primero están los análisis sobre este delito que no consideran al género -las categorías hombre-mujer- como un aspecto determinante o, incluso, que merezca ser mencionado. Estos estudios se centran en problematizar la regulación jurídica -la criminalización- de la delincuencia organizada y las consecuencias que acarrea en el sistema penal, así como los efectos de su persecución en los ciudadanos.

Por ejemplo, García y Rojas (2020) y Alvarado (2014) cuestionan los costos de un régimen penal, de encarcelamiento y de procesamiento de delitos más restrictivo a causa de la creación y persecución del delito de delincuencia organizada. Asimismo, señalan cómo este delito alienta las actuaciones discrecionales por parte de las autoridades policiales y cómo restringe de manera injustificada derechos como el de la presunción de inocencia. En este grupo también se incluyen análisis como el de Rodríguez, Mondragón, García y Madrazo (2016) o el de Deaton y Rodríguez (2015) que analizan cómo el arraigo -es decir, la privación legal de la libertad en cualquier sitio, incluso diferente a una prisión-, que sólo es tolerado en casos de delincuencia organizada, se relaciona con graves violaciones a derechos humanos, por ejemplo, la práctica de la tortura.

En el segundo grupo están las investigaciones que consideran al género como un factor crucial y diferenciador en la participación de personas en actividades criminales. Estos estudios se basan en información empírica proporcionada por mujeres que enfrentan procesos en sistemas de impartición y procuración de justicia por haber sido acusadas de delitos relacionados con la delincuencia organizada.

Las investigaciones que componen este grupo sugieren que el ser mujer es una categoría que marca una experiencia distinta dentro de grupos de crimen organizado. En estos estudios hay, a su vez, una clara división relacionada con el modo en que se involucran las mujeres en este delito: por un lado, están los que aseguran que la participación de las mujeres es resultado de un proceso de victimización, no están ahí por voluntad propia, parecen no haber tenido opción, fueron apremiadas por los hombres. Por otro, están los que advierten que las mujeres no son necesariamente víctimas, sino perpetradoras con iniciativa, que ven la oportunidad de delinquir y deciden hacerlo de manera voluntaria. Por último, están los análisis que cuestionan esta división víctima-perpetradora y muestran su insostenibilidad.

Las interpretaciones que se refieren a las mujeres como víctimas señalan que su involucramiento en la delincuencia organizada se explica por sus relaciones con hombres que pertenecen a algún grupo criminal. Así lo muestran, por ejemplo, el trabajo de Santamaría (2012) citado en Farfán-Méndez (2020). Esta última señala que la conclusión del análisis de Santamaría es que “mujeres de todos los estratos sociales y económicos se ven obligadas a trabajar para grupos delictivos por su relación sentimental o de parentesco con delincuentes masculinos” (Farfán-Méndez, 2020, p. 162). Esta perspectiva es reproducida por trabajos periodísticos, como el de Hernández (2021), quien señala que las mujeres que se involucran en grupos de crimen organizado “se amoldan a las reglas machistas que les son impuestas [por los hombres] y en ‘recompensa’ disfrutan del botín obtenido de masacres, corrupción y violencia, cuyas principales víctimas son otras mujeres” (p. 2).

De acuerdo con estas interpretaciones, las mujeres llegan a formar parte de grupos de delincuencia organizada a causa de su vulnerabilidad. Una vez dentro, son actores con poca capacidad de decisión y un bajo nivel jerárquico en la estructura de la organización. Por ejemplo, expertas en el tema, como Giacomello y Blass (2016), señalan que “las redes de tráfico […] reclutan a las mujeres más vulnerables para desempeñarse en los roles más bajos y peligrosos” (p. 2). Además, Giacomello (2013) dice que, en su mayoría, las mujeres fungen como mano de obra, lo que las hace así “fácilmente desechables y, por ende, remplazables” (p. 10).

Para este conjunto de estudios, ser mujer dentro de grupos criminales también condiciona el trato recibido por las fuerzas de seguridad y por el sistema de procuración e impartición de justicia. Broad (2015) ilustra lo anterior cuando señala que las mujeres son más susceptibles de ser detenidas por actividades de delincuencia organizada. Ello se debe a que, al ocupar cargos de menor jerarquía, desempeñan actividades que las exponen más fácilmente a ser capturadas por las fuerzas de seguridad del Estado: transportar drogas, por ejemplo. Su baja jerarquía las hace sencillamente sustituibles. Malinowska y Richkova (2015) y Drug Policy Alliance (2018) describen cómo las mujeres que pertenecen a estos grupos, dado que ocupan cargos bajos en el escalafón, cuentan con poca información privilegiada. Debido a que no poseen datos relevantes de la organización y sus actividades, no pueden negociar una reducción de penas durante sus procesos de acusación.

Por otro lado, los estudios que consideran que las mujeres vinculadas al delito de delincuencia organizada son perpetradoras, señalan que éstas buscaron la oportunidad de delinquir y lo hicieron de manera deliberada. Desde esta perspectiva, estas mujeres han estado en realidad presentes en estos grupos delincuenciales desde siempre, pero es hasta hace poco que han adquirido visibilidad. Ejemplo de ello es el análisis de Bonello (2021), que narra las “historias no contadas de las mujeres narcotraficantes que se convirtieron en algunas de las jefas del crimen más temidas y respetadas de América Latina” (s/p). Recientemente, las investigaciones de Farfán-Méndez (2021) le han llevado a argumentar que las mujeres también son buenas jefas criminales, con independencia de su relación con hombres dentro de estos grupos. Para Farfán-Méndez (2020), las mujeres tienen capacidad y poder de decisión cuando se involucran en grupos de delincuencia organizada, por lo que en esencia no son víctimas, pues su determinación no estuvo necesariamente condicionada por los hombres.

Por último, están los análisis que ponen en duda la frontera que separa a las víctimas y a las perpetradoras dentro de una organización criminal, una frontera porosa. Estos estudios evidencian lo insostenible que es hacer divisiones que tienden a simplificar los papeles que desempeñan las mujeres en estos grupos. Ejemplo de ello es el análisis de Wijkman y Kleemans (2019) que, después de revisar diversos expedientes judiciales, concluyen que la conceptualización del rol de las mujeres en grupos de delincuencia organizada se ha hecho de la manera equivocada, ya que éstas pueden desempeñar los papeles de víctima y perpetradora de manera simultánea. Además, señalan, el papel de perpetradora no es tan excepcional como se cree.

Del mismo modo, por medio de entrevistas a mujeres que fueron integrantes de “Los Zetas”, el grupo criminal más sanguinario de México, Méndez (2016) ha evidenciado lo frágil y equívoca que resulta la división víctima-perpetradora. Por ejemplo, entre los testimonios recopilados por el autor está el de Alma, una mujer que declaró haberse unido al grupo criminal “por hambre” y haber sido navajada por su pareja, miembro también de “Los Zetas”, lo que es acorde con el papel de “víctima”. Sin embargo, dentro del grupo, Alma era un “halcón”, diligentemente se encargaba de espiar e informar a la organización acerca de las actividades de otros grupos criminales y fuerzas de seguridad del Estado, lo que coincide con el papel de “perpetradora”.

Con base en el análisis de sentencias judiciales a mujeres acusadas de delincuencia organizada, este artículo busca contribuir a la literatura sobre el tema de dos maneras principalmente. Estas sentencias permiten: a) entender mejor los efectos del delito de delincuencia organizada en procesos de procuración e impartición de justicia por los que atraviesan mujeres acusadas de dicho delito; b) problematizar la división víctima-perpetradora, división que, como se ha dicho líneas arriba, ha sido idealizada por la mayoría de los estudios disponibles.

Metodología

Este artículo se basa en el análisis de sentencias judiciales como fuente de información primaria, así como en datos estadísticos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Particularmente, la información estadística deriva del Censo Penitenciario del Sistema Federal, que entre 2017 y 2022 documentó la cantidad de personas privadas de la libertad en Centros Penitenciarios Federales, así como su situación jurídica desagregando los datos por género. También, de la Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad, que en 2021 incorporó entre sus delitos de análisis la delincuencia organizada. Esta última encuesta es el único instrumento estadístico que provee información desagregada por género, acerca de las características de las personas que han sido acusadas judicialmente por participar en grupos de delincuencia organizada.

Con base en la Ley Federal de Transparencia y Acceso a la Información Pública, obtuvimos las sentencias judiciales por medio de una solicitud de acceso a la información. Requerimos las versiones públicas de sentencias a mujeres acusadas por delincuencia organizada entre 2006 y 2020. Una sentencia judicial es la resolución que emite un juez para decidir si una persona es responsable o no de algo que una autoridad le acusa de haber cometido. En el caso de las sentencias penales, que son las que analizamos para este texto, el juez decide, con base en evidencia presentada por la autoridad acusadora, si una persona cometió o no un delito, cuál es su grado de responsabilidad por ello y la pena que merece.

Esta evidencia empírica es útil y relevante porque, como señalamos antes, hay poca información estadística sobre mujeres acusadas de pertenecer a grupos de delincuencia organizada. Además, dadas las restricciones a derechos que permiten las acusaciones de delincuencia organizada -por ejemplo, la incomunicación de las mujeres-, adquirir evidencia testimonial por medio de interacción personal o entrevistas es poco factible.

Las sentencias judiciales contienen la narración de la autoridad acusadora acerca de lo que se le responsabiliza de haber hecho a la persona acusada -en este caso, mujeres señaladas de formar parte de grupos criminales. También incluyen los argumentos que la persona acusada tiene para negar o aceptar su responsabilidad. Asimismo, las sentencias narran la interpretación del juez sobre los hechos y las conclusiones a las que llegó. Es decir, las sentencias tienen información potencialmente valiosa para entender mejor cómo funciona en la práctica la “guerra contra las drogas”, y cómo afecta la persecución de la delincuencia organizada a las mujeres. Las sentencias ilustran cómo ser mujer supone una experiencia diferenciada tanto en el proceso judicial, como durante el involucramiento con el grupo de delincuencia organizada.

Para este análisis, pedimos las sentencias emitidas a partir de 2006 porque en ese año inició, formalmente, la “guerra contra las drogas”. Sin embargo, al recibir y analizar los expedientes, observamos que el promedio de tiempo que toma emitir una sentencia por delincuencia organizada es de cinco años. Así, es probable que en las sentencias emitidas durante los primeros años de análisis -esto es, 2006- los hechos hayan ocurrido con anterioridad a la declaración federal de la “guerra contra las drogas”. A pesar de eso, decidimos incluir en el análisis las dos sentencias emitidas en ese año, ya que, con independencia de la fecha en que tuvieron lugar los hechos, la narrativa gubernamental de combate al crimen organizado pudo ser un factor que influyó en los procesos de acusación de estas mujeres.

Derivado de una resolución de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), a partir de agosto de 2020, las sentencias judiciales federales deben ser públicas y estar disponibles para consulta. Esto es así, según la Suprema Corte, porque las sentencias “contienen información relevante o beneficiosa para la sociedad” y “su divulgación es útil para [...] fiscalizar y dar seguimiento al desempeño que tienen los servidores públicos a quienes se les ha depositado la alta responsabilidad de administrar justicia” (SCJN, 2021, párr. 8 y 9).

No obstante, lo anterior, el proceso para obtener las sentencias tomó ocho meses. Al inicio, éstas nos fueron negadas por el Consejo de la Judicatura Federal (CJF), que es la institución encargada de administrar y vigilar al Poder Judicial Federal (PJF), organismo que emite las sentencias requeridas. Para negar el acceso a la información, el Consejo argumentó “no estar en aptitud de proveer las versiones públicas de las sentencias solicitadas” (CJF, 2021a). Sin embargo, el Poder Judicial de la Federación reconoció en su respuesta que efectivamente contaba con sentencias tanto condenatorias como absolutorias de 1036 mujeres por casos de delincuencia organizada, emitidas en el periodo de tiempo solicitado. Hablar de mil sentencias puede parecer una cantidad reducida dado el gran número de personas en prisión en México que han sido acusadas en más de una década por el impreciso delito de delincuencia organizada. Esto se entiende cuando se sabe que, de acuerdo con cifras del INEGI (2021a), 73% de mujeres acusadas de este delito están privadas de la libertad sin sentencia.

Ante esto, con base en la ley en la materia, interpusimos una queja. El Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), el organismo encargado de la protección del derecho al acceso a la información nos dio la razón y estableció la obligación del CJF de proporcionar las sentencias que habíamos requerido. Pasando por alto la ley, el Consejo de la Judicatura -encargado de vigilar la calidad en la impartición de justicia en México- obedeció sólo parcialmente la resolución del INAI y entregó setenta sentencias: es decir, menos de 10% del total de las que inicialmente afirmó tener. De estas sentencias, tres fueron descartadas, ya sea porque no fueron emitidas dentro del tiempo de análisis de las mismas (2006 a 2020) o porque eran relativas a otros delitos. Esto es, se desecharon tres sentencias que no correspondían a lo que solicitamos y que tramposamente nos fueron entregadas por el Consejo de la Judicatura. Por ello, al final, se analizaron 67 sentencias. En cinco de éstas se juzgó el caso de más de una mujer, por lo que este artículo se basa en el análisis de 72 mujeres sentenciadas.

Las sentencias de estas 72 mujeres se componen de más de seis mil páginas. Sin embargo, una parte de éstas están censuradas, por lo que no pueden ser analizadas. La censura supone que partes de las sentencias -algunas casi en su totalidad- se vean de esta manera:

Fuente: PJF (2014, p. 9)

Imagen 1. Fragmento de sentencia definitiva de la causa penal 52/2013 

En México, la delincuencia organizada es el delito que permite más restricciones de los derechos de las personas privadas de la libertad. Por ejemplo, es el único tipo penal en el que se permite la detención de personas en lugares que no son formalmente centros de reclusión, o la incomunicación de la persona acusada o sentenciada por este delito. También es el único delito en el que las sentencias pueden ser censuradas más allá de datos personales -el nombre de las personas acusadas o su domicilio-, pues se argumenta que la difusión de la información que contienen “puede vulnerar la seguridad nacional o pública” (CJF, 2021b).

El argumento de la seguridad nacional se puede usar como herramienta para la arbitrariedad y la opacidad (Curzio, 2011; Treviño 2018; Treviño, Bejarano, Atuesta y Velázquez, 2022). En el caso de las sentencias aquí analizadas, la seguridad nacional se usó como excusa para la censura de información que no era estrictamente personal. Esto supuso una barrera para la consulta de información. Por ejemplo, en una cuarta parte de las sentencias no pudimos consultar si las mujeres eran usuarias de sustancias, y en 70% de los expedientes fue imposible registrar el nivel educativo de la mujer acusada. Suponemos que conocer la información sobre uso de drogas o la educación de las mujeres no representa una amenaza para la nación. Aun así, estos datos fueron censurados por causas de “seguridad nacional”.

La evidencia que no fue mutilada en las sentencias resultó, entonces, la materia prima de este artículo. Al leer y recopilar información de los textos legales, utilizamos cuatro grupos de variables: i) proceso de detención; ii) proceso de juzgamiento; iii) contexto biográfico de la mujer juzgada; y iv) participación en la organización criminal. La información recolectada y analizada en cada grupo de variables fue la siguiente: (Cuadro 1)

Cuadro 1. 

Grupo de variables Información analizada
a) Proceso de detención Autoridad aprehensora
Año de aprehensión
Entidad federativa de aprehensión
¿Detención en flagrancia?
¿Hubo tortura durante el proceso de detención?
b) Proceso de juzgamiento Año de emisión de la sentencia
Años transcurridos entre la detención y la sentencia
Entidad federativa de privación de la libertad
Modalidad de delincuencia organizada de la que se le juzgó
¿Sentencia condenatoria o absolutoria?
¿Arraigo durante la privación de la libertad?
¿La persona juzgadora reconoció tortura?
c) Contexto biográfico de la mujer juzgada Grado académico de la mujer detenida
¿La mujer acusada manifestó ser usuaria de sustancias ilegalizadas?
d) Participación en la organización criminal Tipo de función en la organización criminal

Estas variables nos permitieron reunir información esencial y suficiente para lograr el objetivo propuesto en este artículo: explorar críticamente los procesos de procuración e impartición de justicia que involucran mujeres acusadas de delincuencia organizada en el contexto de la “guerra contra las drogas”. Las variables a) el proceso de detención y b) el proceso de juzgamiento fueron útiles para alcanzar el primero de los hallazgos: evidenciar que las acusaciones enmarcadas en el delito de delincuencia organizada facilitan que las mujeres sean detenidas sin investigación, juicio o debido proceso. Las variables c) el contexto biográfico de las mujeres involucradas y d) su participación en organizaciones criminales permitió apuntalar el segundo hallazgo: ilustrar los diversos papeles que desempeñan las mujeres dentro de grupos criminales.

Mujeres acusadas de delincuencia organizada

En agosto de 2010, fue descubierta una fosa clandestina con los cuerpos de 72 migrantes indocumentados en Tamaulipas, estado altamente afectado por la violencia en el contexto de la “guerra contra las drogas”. Casi doce años después, en mayo de 2022, 18 personas fueron sentenciadas por delincuencia organizada por formar parte, supuestamente, del grupo criminal que secuestró a esas personas (Animal Político, 2022). Según el comunicado oficial emitido por la Fiscalía General de la República (FGR), entre las personas sentenciadas había tres mujeres. Una de ellas fue declarada culpable de realizar actividades de secuestro -en particular, del secuestro directo de los migrantes. Otra fue sentenciada por desempeñar tareas de distribución de sustancias a pequeña escala -es decir, narcomenudeo- para el grupo delincuencial que llevó a cabo el secuestro (FGR, 2022).

Como advertimos en páginas previas, si se siguiera la pauta trazada por estos estudios acerca de las mujeres acusadas de participar en grupos criminales, la cual sugiere una división víctima-perpetradora, la mujer sentenciada por delincuencia organizada en modalidad de secuestro podría ser etiquetada como “perpetradora”. Esta mujer fungía como secuestradora y ocupaba un cargo relativamente importante dentro de la organización. Para determinados análisis acerca de mujeres y delincuencia organizada, éste podría ser un ejemplo de cómo las mujeres desafían los mandatos de género por medio de la criminalidad como mecanismo de “empoderamiento distópico”, es decir, empoderamiento mediante el ejercicio de la violencia (Valencia, 2016, p. 257). En contraste, la mujer sentenciada por narcomenudeo podría ser clasificada como “víctima”, porque ocupaba una posición jerárquica menor. Además, los narcomenudistas son “unos de los eslabones más bajos del tráfico [de sustancias]”, pero se encuentran entre los “principales receptores del sistema punitivo organizado para combatirlo” (Giacomello, 2013, p. 11). Es decir, se tiende a hablar de los conceptos de víctimas y perpetradoras sin matices, “como si fueran dos grupos de personas completamente separados y homogéneos. Tenemos víctimas y tenemos perpetradores” (Borer, 2003, p. 1088, traducción propia).

Sin embargo, a diferencia de estos análisis académicos, el primer hallazgo de esta investigación exploratoria es que las sentencias judiciales aquí analizadas permiten evidenciar la insostenibilidad del uso de estas categorías de manera mutuamente excluyente. Las sentencias registran los argumentos planteados tanto por la autoridad acusadora (los Ministerios Públicos o fiscalías), como por la persona acusada ante los jueces que resolvieron las acusaciones. En particular, las sentencias de casos de delincuencia organizada registran las funciones que las acusadas dijeron desempeñar dentro del grupo al que pertenecían. A partir de esta información, se analizaron sus funciones dentro de estos grupos. Así, lo que encontramos es que, con base en los testimonios de las sentencias, no hay una sola forma de llevar a cabo actividades relacionadas con el crimen organizado.

Esto es entendible dado que es cada vez más notorio que los grupos de delincuencia organizada han diversificado sus actividades y, por ende, efectúan labores más allá de la producción o tráfico de drogas. Por ejemplo, el Cártel Jalisco Nueva Generación está involucrado en tareas que van desde el tráfico de equipo médico hasta el secuestro y la piratería. Incluso hay grupos criminales que trafican con agua (Atuesta y Pérez 2021; Pérez, 2021). Por lo tanto, tampoco hay una única forma de participar en estos grupos. Según la información aportada por las 67 sentencias que sustentan este artículo, es muy común desempeñar más de una actividad dentro de grupos de crimen organizado.

Es relevante reconocer que tuvimos dos limitaciones al registrar la actividad desempeñada por las mujeres acusadas de delincuencia organizada. Primero, en casi la mitad del total de las sentencias (47%), las mujeres acusadas fueron declaradas como inocentes de participar en uno de estos grupos. Es decir, en estos casos se entiende que en realidad las mujeres no formaban parte de una organización criminal. Segundo, la censura de información que señalamos líneas arriba, en la sección relativa a la metodología, porque en más de la mitad de las sentencias las tareas de las mujeres dentro de la organización habían sido borradas.

En los casos en los que se puede conocer las actividades de las mujeres sentenciadas dentro del grupo criminal encontramos que éstas podían ir de lo genérico, lo común en cualquier organización de este tipo, como la distribución de drogas, hasta lo muy específico, como fingir ser novia de determinadas personas, lo cual supone un perfil y un adiestramiento especial (PJF, 2019). Así, podemos afirmar que en casi la mitad de las sentencias (47%), las mujeres desempeñaban más de una actividad: por ejemplo, secuestro y distribución de sustancias.

Para ilustrar este hallazgo sirve el caso de una mujer que fue detenida por el Ejército en 2014 junto con seis hombres en Veracruz y sentenciada tres años después, en 2017, por efectuar lo que se conoce como “trabajo de cuidados” y coordinar las guardias de los “halcones” (turnos de los vigilantes de la organización). Desempeñar trabajo de cuidados, como hacer de comer o limpiar la casa, es una tarea que no representa una visión “desobediente” de la feminidad y supone poca capacidad de decisión. Esta es una posición baja en la jerarquía de la organización en la que las mujeres, en principio, sólo reciben órdenes (PJF, 2017). Esta actividad supone mujeres que, según la literatura revisada antes, podrían ser catalogadas como “víctimas” dentro del grupo delincuencial. En cambio, desde esta misma lógica, organizar las guardias de los “halcones” es una actividad que implica tanto capacidad de decisión, como una posición más privilegiada dentro de la jerarquía de la organización (PJF, 2017), porque consiste en establecer estratégicamente el calendario de actividades e itinerarios de hombres y mujeres dedicados a vigilar e informar. Una mujer dedicada a ello podría etiquetarse como “perpetradora”. El problema es que, en esta sentencia, la misma mujer desempeñaba ambas actividades simultáneamente. ¿Era víctima o era perpetradora?

El caso de esta mujer también evidencia que, en ocasiones, la división dicotómica de víctimas y perpetradoras es adoptada incluso por las personas encargadas de impartir justicia. En su sentencia condenatoria, el juez argumentó que quienes forman parte del grupo de delincuencia organizada, al que se le acusó de pertenecer, son “personas sin sentimientos y extremadamente violentas” por lo que “resulta aberrante su actuar” (PJF, 2017, p. 101).

También es cierto que no en todos los casos es tan evidente la catalogación de mujeres como “víctimas” o “perpetradoras”. Por ejemplo, está el caso de una mujer detenida en 2010 y sentenciada seis años después, en 2016, acusada por borrar videos para un grupo de secuestro, debido a ello pasó seis años privada de la libertad (PJF, 2016). ¿Entra en la taxonomía de “víctima” por sólo borrar videos? ¿O en la de “perpetradora” si se considera que estaba eliminando pruebas de secuestros? Como bien señala Tristan Anne Borer (2003), “¿hasta dónde podemos estirar estos conceptos [de víctima y perpetradora] antes de que pierdan su valor heurístico?” (La traducción es propia, p. 1110).

Quizá habrá quien diga, al analizar las sentencias, que sí hay expedientes en los que puede identificarse con claridad si una mujer fue “víctima” o “perpetradora” dentro de la organización de la que formó parte. Por ejemplo, está el caso de una mujer detenida en Campeche en 2008, quien fue juzgada y sentenciada dos años después, en 2010, por administrar dinero de la organización criminal, así como surtir drogas a distribuidores o “narcomenudistas” (PJF, 2010). Estaríamos aquí ante el caso de una “perpetradora”, dado que ambos cargos implican capacidad de decisión dentro de la organización.

Por otro lado, hay ejemplos en los que la categoría de “víctima” se percibe de manera patente. El caso de una mujer que, en 2019, después de ocho años de estar privada de la libertad sin una declaración judicial de culpabilidad, fue sentenciada a diez años de prisión por realizar trabajo de limpieza en una casa de integrantes del crimen organizado justo el día en el que hubo un operativo para detenerlos (PJF, 2011a). O el caso de una mujer que fue detenida en Hidalgo y privada de la libertad en una cárcel de Nayarit por la posesión de poco menos de doscientos gramos de marihuana, quien fue juzgada como parte de un grupo de delincuencia organizada y condenada a pasar diez años en un centro de reclusión (PJF, 2011b). Aun así, la posibilidad de trazar una línea recta que separe a “víctimas” de “perpetradoras” sigue siendo problemática. Con razón, Borer (2003) advierte que una sola palabra no distingue “entre los tipos de actos cometidos, las razones por las que se cometían, sus consecuencias o su contexto; tampoco distingue entre los individuos que cometían un solo acto y aquellos cuyo funcionamiento y propósito eran la comisión de tales actos” (la traducción es propia, p. 1092).

El grado de complejidad para etiquetar a una mujer como “víctima” o “perpetradora” aumenta cuando se sabe que el delito de delincuencia organizada se caracteriza por su ambigüedad: hay 27 tipos de delitos que, de ser planeados por tres o más personas, aunque nunca se cometan, son susceptibles de catalogarse como delincuencia organizada. Por ejemplo, ¿tienen el mismo grado de culpabilidad quienes trafican con personas que quienes venden marihuana?

Por otro lado, ¿qué sucede con los factores sociales estructurales que rara vez son incluidos en las sentencias? De acuerdo con la Encuesta Nacional de Población Privada de la Libertad del INEGI, 30% de las mujeres privadas de la libertad manifiestan que, antes de ser detenidas, vivían en condiciones de pobreza, pues tenían un ingreso mensual inferior a los tres mil pesos (Salgado, 2021). Además, la mitad de las mujeres sentenciadas por delincuencia organizada manifiestan haber tenido que abandonar sus estudios por tener que trabajar o no contar con dinero suficiente para continuar con éstos (INEGI, 2021b) ¿Las mujeres consideradas como “perpetradoras” de delincuencia organizada son, al mismo tiempo, “víctimas” de factores sociales más amplios como marginación y posterior precarización salarial? Más allá de la influencia de los hombres, ¿estás mujeres tienen realmente la posibilidad de decidir si participan o no en grupos de crimen organizado en un contexto nacional de precariedad y violencia?

El segundo hallazgo de esta investigación -y el más importante- es que a través de las sentencias es posible identificar cómo la autoridad investigadora usa el delito de delincuencia organizada como mecanismo para justificar detenciones de mujeres, sin trabajo previo de investigación. Es decir, en principio, una detención justificada implica investigar para posteriormente acusar y detener. En cambio, el concepto de delincuencia organizada permite hacer lo contrario: facilita la detención de mujeres en primer lugar; mujeres que, eventualmente, son investigadas.

Un estudio de Magaloni, Magaloni y Razú (2018) identificó que la tortura es un método de investigación de delitos en México. Las autoras encontraron que, en el ámbito nacional, la tortura se utiliza “como un método de investigación criminal […] para que proceda una acusación penal en contra del detenido o para dar con el paradero de otros presuntos responsables” (p. 237). De manera similar, las 67 sentencias aquí analizadas permiten identificar acusaciones de delincuencia organizada que funcionan como la tortura: como un método de investigación en sí mismas. Es decir, las acusaciones por delincuencia organizada permiten detener y mantener a las mujeres privadas de la libertad sin sentencia por largos periodos y sin trabajo de investigación previo que lo respalde.

Como señalamos al inicio, desde 2006, el combate a la delincuencia organizada ha sido parte central de la estrategia de seguridad pública en México (Calderón [2007] en Castillo, 2013; CSN, 2014; López, 2018). A pesar de eso, el delito de delincuencia organizada es en realidad poco investigado por la autoridad acusadora, al menos en casos que involucran mujeres. Esto no sólo es patente en las sentencias que recibimos del Consejo de la Judicatura, sino que es un hecho que puede confirmarse al explorar las órdenes de aprehensión utilizadas para detener a personas por este delito. Una orden de aprehensión es un indicador de que hubo trabajo previo de investigación por parte de autoridades acusadoras (Pérez-Correa y Velázquez, 2020, p. 131). La existencia de una orden de aprehensión supone que una persona acusada fue investigada antes de su detención, e implica que hay elementos probatorios que aportan un mínimo grado de certeza acerca de su posible culpabilidad.

Así, la ausencia de orden de aprehensión en una detención puede significar dos cosas: que la persona acusada fue detenida al momento de cometer un delito; o bien, que la detención se hizo de manera injustificada y, por lo tanto, ilegal. De las 221 mujeres que en 2021 se encontraban privadas de la libertad acusadas de delincuencia organizada en modalidad de secuestro, únicamente cuatro manifestaron haber sido detenidas con orden de aprehensión; en los casos de mujeres acusadas de delincuencia organizada en modalidad de homicidio, sólo dos (INEGI, 2021b).

Esto lo confirma el segundo hallazgo de esta investigación. De las sentencias a mujeres por delincuencia organizada analizadas en este artículo, en 79% de los casos no hubo una orden de aprehensión anterior a su detención. Es decir, en la gran mayoría de los casos de las 72 mujeres que aquí estudiamos, la detención se dio sin trabajo de investigación que acreditara la posible participación en un grupo de delincuencia organizada. No es casualidad que la mitad de las sentencias que recibimos del CJF hayan resuelto que, en conclusión, las mujeres privadas de la libertad en centros penitenciarios eran inocentes.

Esta falta de investigación también se ve reflejada en la baja cantidad de acusaciones por delincuencia organizada que pasan el filtro de la vinculación a proceso, que es la etapa de juicio en la que un juez decide si la autoridad investigadora cuenta con elementos suficientes para acusar a una persona de un delito (Código Nacional de Procedimientos Penales, 2014). De la totalidad de acusaciones por delincuencia organizada realizadas entre 2006 y 2019, únicamente 11% fueron vinculadas a proceso (Pérez-Correa y Velázquez, 2021). Es decir, muy pocas acusaciones acreditaron tener los elementos mínimos requeridos para argumentar la posible participación de los acusados en grupos de delincuencia organizada. Sin embargo, eso no fue una limitante para llevar a cabo la detención de las personas. Esta ausencia de elementos para acusar podría estar relacionada con la prolongación desproporcionada del tiempo de acusación. Las sentencias analizadas evidencian que en 36% de los casos el lapso entre la detención y la emisión de la sentencia fue de diez años. En 18% de los casos las mujeres acusadas de delincuencia organizada esperaron trece años la emisión de su sentencia.

En México, la delincuencia organizada es el delito que permite más limitaciones a derechos de las personas detenidas o acusadas de ello. Por ejemplo, es el único delito del país en el que está permitido el “arraigo” -privar de la libertad a las personas en lugares que no son propiamente centros de reclusión (un hotel, por ejemplo)- y autoriza la detención en centros lejanos a la comunidad a la que pertenecen los acusados. Además, admite que las personas sean retenidas el doble de tiempo antes de ser presentadas ante la autoridad judicial. También supone la posibilidad de la incomunicación parcial de la persona, así como medidas de vigilancia especiales, y la imposibilidad de conocer la totalidad de pruebas presentadas en tu contra (Alvarado, 2014). Por último, es uno de los doce delitos en los que se permite la prisión preventiva oficiosa1: la privación de la libertad sin sentencia y sin la valoración previa de un juez que lo considere necesario. Estas limitaciones a derechos no sólo son violatorias del derecho internacional de derechos humanos, sino que facilitan el proceso de acusación de los detenidos, porque permiten que la autoridad acusadora cuente con más herramientas para incriminar y con menos restricciones legales. Es decir, se recurre a las limitaciones a derechos permitidas para el delito de delincuencia organizada como un medio para facilitar la obtención de información que pueda sostener eventualmente la acusación.

Esta limitación de derechos que supone el delito de delincuencia organizada ha facilitado la comisión de graves violaciones a los derechos humanos. Esto es entendible porque se viola el debido proceso de los acusados, quienes son detenidos en lugares alejados de sus familias, pudiendo permanecer incomunicados, y sin la supervisión de un juez. Esto lo confirma otro de los hallazgos de esta investigación. En 43% de los casos aquí analizados, las mujeres acusadas manifestaron haber sido víctimas de tortura durante su proceso de privación de la libertad. Pese a la evidencia, en 77% de las ocasiones el juez no consideró estas manifestaciones de tortura como ciertas.

Un ejemplo que sirve para ilustrar lo anterior es el caso de una mujer acusada en 2008 de delincuencia organizada en modalidad de comercio de sustancias: en particular, cocaína. La mujer fue detenida por su “actitud sospechosa”: tenía una camioneta con vidrios polarizados. La autoridad acusadora la presentó como la esposa de un líder de una organización criminal en Campeche y, en consecuencia, fue privada de la libertad durante un mes en un centro de arraigo. La única prueba presentada en su contra fueron tres cuadernos con textos escritos. Esto fue suficiente para que estuviera cinco años en prisión. Eventualmente, se logró demostrar que ella en realidad no sabía leer ni escribir, por lo que los cuadernos ―la prueba principal en su contra― no eran suyos (PJF, 2013a; Comisión de Derechos Humanos de Campeche, CODHECAM, 2009).

Otro ejemplo es el de una mujer que fue presentada por un medio de comunicación como “la narcorreina tabasqueña que no conoció el miedo”, una supuesta “jefa de plaza” de una organización criminal en el estado de Tabasco (Vega, 2021). Esta mujer fue detenida sin investigación previa en 2010 y debido a que fue acusada de delincuencia organizada estuvo seis años privada de la libertad antes de que se reconociera su inocencia (PJF, 2016). Pasó una parte de esos seis años arraigada, y acusó haber sido víctima de golpes, amenazas, desnudez forzada y violencia sexual por parte de la policía estatal. Junto con este caso, están, los de dos mujeres que fueron detenidas sin orden de aprehensión y estuvieron privadas de la libertad durante siete años, acusadas de secuestro y delitos contra la salud, respectivamente. Posteriormente, se reconoció la inexistencia de pruebas que comprobaran su participación en algún grupo.

Antes de concluir, es relevante mencionar que las acusaciones de delincuencia organizada marcan a las mujeres que se han visto involucradas en estos señalamientos, quienes cargan con el estigma de los antecedentes penales y de los prejuicios, impulsados desde el discurso oficial, de haberse visto envueltas en asuntos relacionados supuestamente con el crimen organizado. Esto, además, les afecta en futuros enjuiciamientos, dado que los jueces tienen sesgos que perjudican a quienes tienen antecedentes penales (Eisenberg y Hans, 2009; Fish, 2021). Finalmente, esto impide a todas luces su proceso de reinserción social (Equis justicia para las mujeres, 2021).

Conclusión

Apuntalado por la sociología del derecho, este artículo tenía como objeto central contribuir al estudio crítico de los efectos que tiene en las mujeres lo que conocemos como lucha contra la delincuencia organizada. Una lucha que, como hemos demostrado, no sólo se trata del despliegue de las fuerzas de seguridad en las calles, sino en el sistema de procuración e impartición de justicia. En particular, este artículo buscó entender mejor cómo se investiga y se sanciona a las mujeres acusadas de este peculiar delito.

Como advertimos antes, hay pocos estudios académicos acerca de delincuencia organizada, los cuales pueden, a grandes rasgos, dividirse en dos tipos: los que ignoran el género del acusado y los que sí lo toman en cuenta. Estos últimos tienden a representar a las mujeres involucradas en actividades de delincuencia organizada desde una perspectiva dicotómica, según la cual éstas son “víctimas” de las organizaciones de las que forman parte y de los hombres que ahí laboran; o son “perpetradoras” de actos criminales que actúan de manera voluntaria, mujeres que se empoderan por medio de la violencia. Este artículo busca contribuir a estos debates académicos.

Con base en el análisis de 67 sentencias judiciales del Poder Judicial Federal, que obtuvimos por medio de las leyes de transparencia, este artículo puede concluir, principalmente, dos cosas. El primer hallazgo es que el delito de delincuencia organizada facilita la detención de mujeres en condiciones que violan el derecho internacional de los derechos humanos. Las acusaciones por este delito permiten detener y mantener a las mujeres en prisión por largos periodos sin sentencia y sin trabajo de investigación anterior. Asimismo, la falta de análisis de contexto durante estos procesos de acusación deja fuera factores decisivos para definir el grado de responsabilidad y poder de decisión de estas mujeres dentro de estos grupos. Esto se ve reflejado en las sentencias excesivas, que reciben las mujeres que fueron encontradas culpables. Esto importa, además, porque gran cantidad de las mujeres consideradas como “perpetradoras” de delincuencia organizada son, al mismo tiempo, “víctimas” de factores sociales más amplios relacionados con pobreza y precariedad laboral.

Por otro lado, el segundo hallazgo de este artículo es que las sentencias tienen información valiosa de la participación de mujeres en grupos criminales, lo que permite problematizar la visión dicotómica en la cual se han basado los estudios sobre el tema. De acuerdo con las sentencias, dentro de estas organizaciones las mujeres tienen diversas tareas que las llevan a desempeñar, de manera simultánea, papeles que coinciden con las características atribuidas por la literatura a las “víctimas” o a las “perpetradoras”.

Este análisis se basó en las sentencias de mujeres. Los hallazgos que aquí se presentan se refieren a las consecuencias perturbadoras del delito de delincuencia organizada en las vidas de estas mujeres. Sin embargo, esto no quiere decir que este delito sólo afecte a las mujeres. La delincuencia organizada es un delito que, sin duda, afecta a los hombres, pero no tenemos evidencia sobre ello, ya que no analizamos sus sentencias. En este sentido, este artículo permite entender mejor que la persecución del crimen organizado no es sólo un problema que deba ser explorado desde la óptica de la seguridad, sino también desde los estudios de género.

La “guerra contra las drogas” supone múltiples estrategias punitivas. La militarización del país es, acaso, la más visible y, por tanto, la más explorada. Pero no menos importante es la estrategia jurídica: el despliegue de leyes que permiten crear un estado de excepción permanente en el que se violan los derechos humanos de manera impune en detrimento del régimen democrático. Este artículo ha buscado echar luz en el delito de delincuencia organizada, que debe entenderse como una de estas maniobras legales que permiten la exclusión de largos segmentos de la población que son enviados a prisión sin investigación, ni respeto al debido proceso, ni juicio.

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1En total, la Constitución permite la prisión preventiva oficiosa en 12 tipos penales en particular, una modalidad de comisión de delitos y seis clasificaciones de tipos penales.

CÓMO CITAR: Velázquez, Sara Elena y Treviño, Javier. (2023). “Resulta aberrante su actuar”: Mujeres acusadas de delincuencia organizada. Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género de El Colegio de México, 9, e1023. http://dx.doi.org/10.24201/reg.v9i1.1023

Recibido: 15 de Febrero de 2023; Aprobado: 06 de Octubre de 2023; Publicado: 13 de Noviembre de 2023

*Autora para correspondencia

Sara Elena Velázquez Moreno

Es licenciada graduada con honores por la benemérita Universidad Autónoma de Aguascalientes. Actualmente se desempeña como colaboradora del Programa de Política de Drogas.

Javier Treviño Rangel

Es profesor investigador en el Instituto de Ciencias Sociales de la Universidad Juárez del Estado de Durango (UJED) como parte de una estancia de investigación postdoctoral financiada por el Consejo Nacional de Humanidades, Ciencia y Tecnología (CONAHCYT). Es doctor en Sociología y maestro en Derechos Humanos por la London School of Economics. Licenciado en Relaciones Internacionales por El Colegio de México. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores desde 2015. Su libro Policing the past fue publicado en 2022 por la editorial Palgrave-Macmillan.

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