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Revista interdisciplinaria de estudios de género de El Colegio de México

versión On-line ISSN 2395-9185

Rev. interdiscip. estud. género Col. Méx. vol.9  Ciudad de México  2023  Epub 20-Oct-2023

https://doi.org/10.24201/reg.v9i1.1018 

Artículos

Cuerpos violables, cuerpos descartables. Mujeres que se inyectan drogas y prohibicionismo en México

Bodies to Be Raped, Disposable Bodies. Women Who Inject Drugs and Prohibitionism in Mexico

Angélica Ospina-Escobar1 
http://orcid.org/0000-0003-0768-5252

1Programa Investigadoras e Investigadores por México, Conahcyt, Aguascalientes, México. angelica.ospina@conahcyt.mx


Resumen

Este artículo analiza cómo la lógica prohibicionista y punitiva, frente al consumo de sustancias ilícitas, opera como condición estructural que naturaliza la violencia sexual que viven mujeres en condición de pobreza usuarias de dichas sustancias. El análisis se basa en diecinueve entrevistas en profundidad realizadas a mujeres que se inyectan drogas en Ciudad Juárez y Hermosillo. Los resultados muestran que el uso de sustancias aparece al mismo tiempo como estrategia de sobrevivencia, y como espacio de experimentación de placer y autonomía en un contexto extremadamente violento. El punitivismo frente al uso de sustancias ilícitas en los relatos de las mujeres se presenta por medio de la violencia sexual extrema, la negación del acceso a la justicia y la psicologización del uso de sustancias. Mediante estos mecanismos se instaura una gramática cotidiana de violencia feminicida hacia las mujeres usuarias, se refuerza la desechabilidad de sus cuerpos y se logra su desmovilización social y política. Reconocer la violencia sexual como efecto y consecuencia de la construcción de las mujeres que viven en pobreza y son usuarias de sustancias como cuerpos descartables, es fundamental para avanzar en el reconocimiento de sus derechos como ciudadanas.

Palabras clave: punitivismo; estigma; violencia sexual; uso problemático de sustancias; política de drogas

Abstract

This article analyzes how the punitivism y and prohibitionism in relation to drug use function as structural conditions that naturalizes the sexual violence experienced by poor female who users. The analysis is based on nineteen in-depth interviews with women who inject drugs in Ciudad Juárez and Hermosillo. The results show that drug use appears both as a survival strategy and as a space for experiencing pleasure and autonomy in an extremely violent context. The punitivism associated with substance use among women is represented by extreme sexual violence, the denial of access to justice and the psychologization of problematic drug use. These mechanisms establish a daily grammar of cruelty against drug users, reinforcing the disposability of their bodies and achieving their social and political demobilization. Recognizing sexual violence as an effect and consequence of the construction of women living in poverty and drug users as a disposable population is fundamental to progress in the recognition of their rights as citizens.

Keywords: punitivism; stigma; sexual violence; problematic drug use; drug policy

Introducción

Una de las reivindicaciones fundamentales del movimiento feminista en México ha sido visibilizar las distintas formas de violencia, incluida la sexual, que enfrentan millones de mujeres en el país. Sin embargo, en este importante proceso de reivindicación, las voces y experiencias de las mujeres usuarias de sustancias ilegalizadas han sido acalladas, tanto por la magnitud del fenómeno de la violencia sexual1 en contra de las mujeres como por la perspectiva punitiva, desde la cual se representa socialmente a estas mujeres como “mujeres caídas2” que, como tales, “merecen” las violencias que enfrentan por sus estilos de vida.

En México 49.7% de las mujeres ha vivido violencia sexual alguna vez en la vida (ENDIREH, 2021)3. La literatura internacional muestra que las mujeres usuarias de sustancias psicoactivas y que viven en contextos de exclusión social son más proclives a vivir violencia sexual debido, principalmente, a que la prohibición del uso de sustancias convierte los espacios de compra-venta-uso en entornos sociales peligrosos y violentos (Chermack, Walton, Fuller y Blow, 2001; El-Bassel, Gilbert, Wu, Go y Hill, 2005; Epelé, 2002; Golinelli, Longshore y Wenzel, 2009; Lorvick, Lutnick, Wenger, Bourgois, Cheng y Kral, 2014; Marshall, Fairbairn, Li, Wood y Kerr, 2008; Wenzel, Tucker, Hambarsoomian, y Elliot , 2006).

La mayoría de los estudios que analizan la violencia sexual contra mujeres que usan drogas en México se centran en la violencia en la pareja (El-Bassel, et al., 2005; Golinelli, et al., 2009) y aquellos que estudian el tema de la violencia sexual por parte de personas distintas a la pareja son principalmente cuantitativos (Chermack, et al., 2001; Lorvick et al., 2014; Marshall et al., 2008; Ulibarri, Hiller, Lozada, Rangel, Stockman, Silverman y Ojeda, 2013). Este artículo analiza las experiencias de ataques sexuales que vivieron mujeres usuarias de sustancias en contextos distintos a las relaciones de pareja. En particular, en el artículo se analizan -desde el punto de vista de las mujeres que se inyectan drogas (MID) y que han vivido experiencias de violencia sexual- las características de estos ataques en términos del contexto donde ocurrieron, las particularidades biográficas de las mujeres al momento de la agresión y las acciones de resistencia frente a ésta. Recuperar la voz de las mujeres respecto de las violencias vividas, a lo largo de su curso de vida, permite generar procesos de empatía entre las personas lectoras. Lo anterior, las acerca a las realidades que enfrentan las mujeres del estudio, y a la necesidad de confrontar las narrativas hegemónicas, en torno al uso de sustancias entre mujeres, para imaginar otras formas de intervención social que garantice sus derechos fundamentales. “Sólo si somos capaces de pensar en el dolor producido por la violencia en el cuerpo de los otros, podemos reactivar nuestra relación con ellos en un nivel real” (Valencia, 2016, p. 211).

El argumento central es que la invisibilización de las mujeres que usan drogas y la naturalización de las violencias que viven son efecto y consecuencia de la lógica punitiva desde la cual se aborda el uso de sustancias ilegalizadas. Este punitivismo deviene en un doble estigma, primero, dentro de la sociedad en general por usar sustancias ilícitas y, segundo, dentro de los grupos de personas que usan estas sustancias debido a la masculinización de esta práctica, y los mandatos tradicionales de género que construyen el ideal del cuerpo de las mujeres como cuerpos limpios.

En este contexto, la violencia sexual contra las mujeres usuarias de drogas es entendida como una estrategia de disciplinamiento de los cuerpos (Foucault, 2008) que se resisten a asumir los roles que imponen el patriarcado, el capitalismo y el prohibicionismo. Por patriarcado, entiendo un régimen de organización social de las relaciones de poder entre hombres y mujeres, donde los primeros detentan el poder y gozan de privilegios y ellas ocupan una posición de subordinación (Eisenstein, 1999; Vega y Marugán, 2002). Por capitalismo, comprendo que es un sistema económico basado, entre otras dimensiones, en la acumulación de capital a través de la apropiación de las ganancias que genera la fuerza de trabajo, bajo el cual es fundamental controlar el rol asignado a las mujeres en la reproducción social y biológica de dicha fuerza de trabajo (Fraser y Jaeggi, 2019).

Por prohibicionismo, por su parte, entiendo el régimen global que clasifica las sustancias psicoactivas en legalizadas e ilegalizadas, lo que dota de posiciones sociales subalternas a las personas que usan estas últimas. Bajo estos regímenes, “el cuerpo queda prendido en un sistema de coacción y de privación, de obligaciones y prohibiciones” (Foucault, 2008, p. 18), que se encarnan en los roles tradicionales de género, en el llamado a la sobriedad y en el discurso individualista respecto del uso de sustancias como una falla individual del ser. Desde la confluencia de estos regímenes, el uso de sustancias es construido socialmente como un problema -reflejo de placeres disruptivos (O’Malley y Valverde, 2004) que requieren ser controlados- y frente al cual las mujeres que viven en pobreza y tienen un uso problemático de sustancias son forzadas a encontrar soluciones individuales a las complejidades estructurales que afrontan (Watson, 2011).

La superposición del prohibicionismo, el capitalismo y el patriarcado conllevan a la exaltación de un sujeto liberal, varón, blanco, racional, vinculado al mercado laboral formal, disciplinado y que controla sus emociones. En el caso de las mujeres, el patriarcado y el prohibicionismo refuerzan su rol central en la reproducción y, dado que un cuerpo intoxicado es representado como no apto para engendrar, parir o criar hijos(as), el uso de sustancias resulta doblemente estigmatizante en el caso de las mujeres (Ettorre, 2015). Por lo anterior, las mujeres que usan sustancias ilegalizadas ocupan el nivel más bajo en la escala moral creado por la superposición de ambos regímenes de poder sobre los cuerpos. Este doble estigma se potencia con la condición de pobreza de las mujeres participantes del estudio, conformando sus cuerpos como desechables o descartables, en tanto -aparentemente- no participan de las formas de intercambio que plantea el capitalismo, lo que los convierte en objeto de violencias.

El discurso clínico hegemónico acerca de la adicción como enfermedad4 contribuye a invisibilizar cómo las condiciones estructurales de vida en las que se configuran las biografías de las mujeres del estudio, y las violencias machistas que enfrentan facilitan la formación de patrones problemáticos de uso de sustancias, y dificultan el tránsito hacia dinámicas de consumo menos riesgosas. Por medio de este discurso se institucionalizan prácticas para tratar la adicción que se centra en la coacción de los cuerpos intoxicados y la sustracción de sus autonomías, por ejemplo, el internamiento forzado que afecta de manera desproporcionada a mujeres menores de edad (Ospina-Escobar, 2021).

Sin embargo, la estructura institucional diseñada para disciplinar los cuerpos femeninos intoxicados, a través del aparato médico y de técnicos sociales, coexiste con los viejos suplicios que se aplican a los cuerpos de las mujeres, en particular la violencia sexual como muestra última de poder y sujeción de cuerpos femeninos rebeldes. La tortura como castigo busca, por un lado, salvar el alma en tanto la falta cometida por estos cuerpos (la intoxicación con sustancias ilegalizadas) es principalmente una falta moral. Y por otro, el daño corporal procura una venganza que “es a la vez personal y pública” (Foucault, 2008, p. 53), busca vengar el desprecio hacia la autoridad y reconstituir el poder ultrajado y, en ese sentido dice Foucault (2008), el suplicio no restablece la justicia, sino que reactiva el poder y, por ello, requiere desplegar una fuerza invencible y aterrorizante.

La violación, en tanto la forma más extrema de violencia sexual, puede entenderse como una de suplicio que se obliga a pagar a las mujeres por la transgresión que supone el uso de sustancias. Para Rita Segato (2003), la violación se configura en la sociedad patriarcal como un acto necesario de restauración del poder; en este caso, del poder patriarcal y prohibicionista frente a ciertas sustancias psicoactivas. Bajo el régimen prohibicionista, la violación a mujeres usuarias se constituye en una herramienta de represión y dominación de mujeres, al tiempo que es un medio para la reafirmación social de la jerarquía moral y de género de los violadores.

Este artículo busca aportar a la crítica feminista frente al punitivismo como lógica de respuesta estatal a diversas problemáticas, en este caso el consumo de sustancias. En particular, por medio de la descripción de experiencias de violencia sexual de un grupo de mujeres usuarias de sustancias ilegalizadas, se propone mostrar que el punitivismo, materializado en la guerra contra las drogas en México, favorece representaciones simplistas frente al tema del uso problemático de sustancias e instaura una gramática de la violencia que se inscribe en los cuerpos de estas mujeres, representándolos como descartables5.

Estrategia Metodológica

Las participantes del estudio son diecinueve mujeres que se inyectan sustancias ilícitas y que han vivido al menos una experiencia de violación. Catorce residían en Ciudad Juárez y fueron entrevistadas en 2013 y cinco residían en Hermosillo y fueron entrevistadas entre 2013 y 2014. Este estudio responde a un muestreo de casos críticos (Patton, 1990), aquel donde las personas participantes tienen más probabilidad de brindar información relevante acerca del tema que se investiga. En este caso, esta probabilidad está dada por los patrones intensos de consumo de sustancias de las participantes y el contexto de vulnerabilidad social en que viven. Los casos extremos permiten visibilizar los mecanismos a través de los cuales se configuraron las experiencias de violencia sexual en las participantes, y relacionarlas con la lógica punitivista imperante frente al uso de sustancias ilegalizadas.

Ante la falta de información acerca de las experiencias de violencia sexual que viven otras mujeres que usan sustancias ilícitas -en contextos menos adversos y con dinámicas menos intensas de uso de sustancias-, la descripción de estas experiencias, en una población que enfrenta condiciones extremas de violencia, busca llamar la atención en la necesidad de cuestionar el discurso clínico hegemónico frente al uso de sustancias, así como incitar lecturas estructurales frente a este tema, y diseñar mecanismos que promuevan el ejercicio de derechos fundamentales en esta población.

En Ciudad Juárez, las entrevistas fueron posibilitadas por la organización civil Programa Compañeros A.C., versaron acerca de trayectorias sexuales y reproductivas y de acceso a servicios de salud. En Hermosillo, las entrevistas fueron realizadas a partir de un ejercicio etnográfico previo en lugares de compra-venta-uso de sustancias llevado a cabo durante 2014. En este caso, las entrevistas se centraron en las trayectorias de uso de sustancias ilícitas6 y se realizaron en dos sesiones de 60 minutos en promedio cada una.

Los criterios de selección de las participantes fueron: ser mayores de edad; residentes por más de seis meses en la ciudad de referencia; usar drogas inyectadas al momento de la entrevista; y consentir a participar de manera voluntaria. Todas las participantes ofrecieron un consentimiento informado verbal al momento de iniciar la entrevista. El comité de ética del Colegio de Sonora aprobó el protocolo para la realización del estudio.

Las entrevistas fueron audiograbadas, transcritas y codificadas usando AtlasTi. Se utilizaron las secciones de las entrevistas a modo de categorías analíticas y se crearon códigos para facilitar el análisis de los datos emergentes en cada una de las categorías preestablecidas. Las experiencias de violencia sexual se analizaron usando los siguientes códigos: contexto biográfico, contexto socioeconómico, características del agresor y acciones emprendidas. Con estos códigos se identificaron regularidades y diferencias según las características de las participantes. En este texto se utilizan seudónimos para proteger la identidad de las entrevistadas y la confidencialidad de la información proporcionada.

Una primera limitación de este análisis es que la guía de entrevista no estaba diseñada para ahondar en el tema de la violencia sexual, sino que fue un asunto emergente. En consecuencia, la información es muy desigual entre las participantes. A pesar de las diferencias en los relatos, la riqueza de las experiencias compartidas permite realizar aportes sustantivos al análisis de las características que toma la violencia sexual en el caso de las mujeres con uso intenso de sustancias ilícitas según el contexto y el momento del curso de vida en que tiene lugar.

La literatura señala que dejar hablar a la persona sin interrumpir el relato y mostrar compasión y calidez al momento de la entrevista son buenas prácticas para explorar temas de violencia sexual (Campbell, Adams, Wasco, Ahrens y Sefl, 2009). En este sentido, el que las participantes hayan narrado de manera espontánea sus experiencias de violencia sexual sugiere la necesidad que tienen de hablar de éstas.

Una segunda limitación es el tiempo transcurrido desde la realización de las entrevistas. Si bien han pasado 10 años desde las primeras entrevistas, la situación de violencia y estigmatización que viven las mujeres usuarias de sustancias en Ciudad Juárez y Hermosillo no ha cambiado de manera sustantiva como lo evidencia la información reportada en estudios más recientes (Fleiz-Bautista, Domínguez-García, Villatoro-Velázquez, Vázquez-Quiroz, Zafra-Mora, Sánchez-Ramos, Resendiz-Escobar, Bustos-Gamiño y Medina-Mora, 2019). Asimismo, la falta de análisis de las experiencias de violencia sexual que enfrenta esta población y la ausencia de mecanismos institucionales para atenderla y prevenirla torna relevantes los hallazgos que aquí se presentan, a pesar de no estar basados en datos más recientes.

Una tercera limitación es que la mayoría de las mujeres participantes en este estudio provienen de contextos socioeconómicos pauperizados. Por lo tanto, los casos que aquí se analizan no pretenden ser generalizables a las experiencias de todas las mujeres que usan drogas. El análisis sólo busca subrayar cómo la invisibilidad de estas experiencias, a pesar de su brutalidad y reiteración, es producto del punitivismo a través del cual se trata el tema de uso de sustancias en México y que se exacerba en contextos de marginación social.

Hallazgos. Las participantes del estudio

Las participantes son en su mayoría de origen mexicano (n=15), con un promedio de edad de 33 años al momento de la entrevista. Cuatro participantes fueron de nacionalidad norteamericana. En los relatos no se encuentran alusiones a cómo su nacionalidad las hace más o menos vulnerables que las nativas a eventos de violencia sexual. Por otro lado, el trabajo informal y la baja escolaridad (secundaria completa como máximo nivel) fueron elementos comunes en la muestra.

Todas las participantes reportaron patrones de uso intenso de drogas inyectadas (diariamente, más de tres veces al día), principalmente heroína y metanfetamina. Mientras las participantes de Ciudad Juárez tenían historia de trabajo sexual, sólo una de las participantes de Hermosillo reportó haber tenido esta ocupación a lo largo de su biografía.

Ninguna de las participantes se identificó como indígena y tampoco reportaron tener alguna discapacidad al momento de la entrevista. Las entrevistadas tenían variedad de rasgos fenotípicos y distintos tonos de piel que no permiten clasificarlas dentro de un perfil particular. Sin embargo, su condición de pobreza en conjunto con sus trayectorias de uso de sustancias y su estado actual de uso intenso de heroína y metanfetamina inyectadas, ha devenido en cuerpos caracterizados por su delgadez extrema, cicatrices en sus brazos y en sus cuellos debido a inyecciones fallidas o por las venas “quemadas” o cicatrizadas por el mismo uso de las sustancias. Estas marcas específicas configuran una construcción particular de la corporalidad que encarnan literalmente los procesos de exclusión y violencias vividas a lo largo de sus biografías, convirtiéndolas en cuerpos violables por su condición de subalternidad en los diferentes escenarios de intercambio social en los que participan.

Violencia estructural. El nicho de las violencias posteriores

Aunque el uso de sustancias es una práctica social transclasista, en los relatos de las participantes de este estudio están sobrerrepresentadas historias de precariedad económica, abandono y violencia al interior de sus familias de origen. En un espectro que va desde situaciones de violencia física excesiva7, hasta contextos de extrema precariedad en las condiciones de vida, donde las niñas desde muy temprano (antes de los siete años) asumen responsabilidades domésticas, de cuidado o de proveeduría económica de sus hogares. En estos contextos, el capitalismo aparece como una forma de violencia desde muy temprano en las biografías de las participantes y está al centro del concepto de violencia estructural, definido como “situaciones en las que se producen daños a necesidades humanas básicas, como resultado de los procesos de estratificación social” (La Parra y Tortosa, 2003).

Cuando mi papá murió, Al mes mi mamá nos dejó. Se fue con otro señor, no pasó ni el mes de haber enterrado a mi papá, cuando se fue. Y ese señor dijo que él no iba a criar a los hijos de otro, que la quería sola. Entonces ella nos dejó. Yo era la mayor, tenía nueve años y me tocó hacerme cargo de mis hermanos más chicos, ¿verdá?, en total somos seis. A veces venía y nos traía algo de comer, pero a veces pasaban días y ya se nos acababan las cosas. Los vecinos se daban cuenta y nos daban comida, pero así fue como yo empecé a agarrar la calle, para sobrevivir (Zule, 30 años, Ciudad Juárez).

La mitad de las participantes (n=9) reportó que sus padres/madres tenían patrones de uso intenso de drogas cuando ellas eran niñas, de modo que las situaciones complejas alrededor del uso de sustancias (lícitas e ilícitas), no son una característica biográfica que inicia con su consumo, sino que es una experiencia vivida desde la infancia y común en su familia extensa. Así, la relación entre uso de sustancias y situaciones problemáticas se construyó en estas mujeres desde mucho antes de que iniciaran sus trayectorias de consumo y aparecen en los relatos como patrones apre(he)ndidos de relacionamiento con el mundo. En otras palabras, el consumo recurrente de sustancias aparece en los relatos incrustado en el contexto precario de origen y en las relaciones primarias de sociabilidad al interior de los hogares de las participantes del estudio. Por lo tanto, forman parte de un ciclo de violencias que las trasciende como individuos, pero las incorpora como familias, lo que constituye un factor de desventaja biográfica que potencia la conformación de patrones problemáticos de consumo durante la juventud.

La economía fronteriza de Ciudad Juárez, en torno a las maquilas y los intercambios transnacionales, y su construcción narrativa desde principios del siglo XX como edén narcótico y erótico, como “frontera del abismo entre la miseria del exceso y la miseria de la falta” (Segato, 2016, p. 35) pareciera imponer unas condiciones de vida más liminales para las participantes de este estudio, tanto en términos de exposición a violencias como de condiciones más lacerantes de exclusión social. La migración, la falta de redes de apoyo y la vinculación temprana al contexto del trabajo sexual son elementos comunes de las biografías de las mujeres de Ciudad Juárez, y que no están presentes en los relatos de las participantes de Hermosillo. En estas últimas, la familia extensa aparece como una importante red de apoyo frente a diversas situaciones contingentes.

Yo me metí en esto por rebelde. Yo siempre tuve todo lo que quise porque siempre fui la consentida de mi abuela, hasta que murió. Si mi amá no me daba algo, yo iba con mi nana y ella sí me lo daba, porque era alcahueta y porque tenía su pensión, entonces tenía la forma. Me pasaba temporadas con ella, porque mi amá sí era más dura, no me dejaba salir y me traía corta, con mi abuela no, no había reglas, y eso me gustaba (Raquel, 30 años, Hermosillo).

El agresor en casa

En concordancia con los hallazgos de la literatura acerca de violencia sexual (Frías y Erviti, 2014; González-López, 2019; Marshall et al., 2008; Wenzel et al., 2006), la mitad de las mujeres participantes de este estudio reportaron que su primera experiencia de violencia sexual tuvo lugar en sus casas, siendo el agresor un familiar8 (abuelo, tío, padre, hermano o padrastro). Así, si bien la familia extensa operó en algunos casos como red de apoyo económico y emocional para algunas de las participantes, sobre todo para las de Hermosillo, la familia extensa también aparece en los relatos como un escenario de riesgo frente a la violencia sexual.

En una de esas que estaba con mi nana, me agarró un tío. Yo tenía doce años, él era chavalo también, yo creo que tendría por ahí diecinueve años. Yo estaba viendo la tele, se puso enfrente y me preguntó si quería ser mujer, que se me notaba que era muy madura. Yo como que no entendía de que hablaba el cabrón, hasta que se sacó la verga, agarró mi mano y la puso encima para que lo masturbara. Ahora lo veo como una película, y me digo, “sí que estabas bien pendeja”. Es que me quedé como congelada. ¿Si sabes cómo? Y después me empezó a tocar, después me penetró. Si me dolió bien cabrón y me puse a llorar, entonces él paró y se fue, me dejó ahí, después de eso no volví a casa de mi nana. Tenía mucho miedo que él le contara a mi nana o a mi amá. Después de eso me hice, no sé, como más ingobernable, ya no volví con mi nana (Raquel, 30 años, Hermosillo).

En las experiencias relatadas los elementos que definen la relación poder/sumisión de los agresores con las entrevistadas se evidencia en la condición de minoría de edad de éstas al momento de la agresión, la diferencia de edades entre ellas y los agresores, la subordinación en la relación de parentesco9 y las condiciones de precariedad económica en las que viven. En cinco de los nueve relatos las violaciones tuvieron lugar en la vivienda del agresor donde ellas estaban en calidad de visitante.

Ninguna de las mujeres que experimentaron violencia sexual en su familia de origen habló del hecho con alguien. El silencio y el ocultamiento fueron comunes en todos los casos. Las situaciones de uso de sustancias por parte de su madre/padre y la recurrencia de las experiencias de violencia física en el hogar fueron explicaciones que dieron las participantes para ocultar la experiencia de violencia a sus familiares, por el temor a ser castigadas. En dos casos el agresor las amenazó a ellas, a sus madres o hermanas si decían algo.

González-López (2019) plantea que las creencias morales y las prácticas influidas por el catolicismo son fundamentales para comprender el silencio, la culpa y las interpretaciones que las mismas mujeres construyen entorno a sus experiencias de violencia sexual en el contexto familiar. En el centro de estas creencias está la idea, sustentada por el sistema patriarcal, de que los cuerpos de las mujeres pertenecen a los hombres de las familias y en esa medida al violarlas, “sólo están tomando lo que es suyo por derecho”.

Por otro lado, el contexto de violencia generalizada que vivieron algunas de las participantes durante su primera infancia, principalmente en Ciudad Juárez, aunado a la situación de uso de sustancias en sus cuidadores y la ausencia de otros adultos que pudieran proveer alguna protección, normalizó sus experiencias de violencia sexual, lo que favoreció el silenciamiento. En estos casos, ante el desamparo, escapar del hogar fue la principal estrategia de sobrevivencia de las participantes, para refugiarse en redes de pares o parejas sexoafectivas.

El primero que me violó fue mi padrastro, tenía ocho años cuando lo hizo por primera vez hasta los doce. Empezó a tocarme cuando estaba borracho, después ya me penetraba, si me resistía, me pegaba, me agarraba como saco de box y después me violaba. Lo hizo varias veces, hasta que me harté y me fui a vivir con unos chavalos, ahí por la Bellavista.Yo creo que mi amá si hubiera querido me hubiera encontrado, porque yo no me escondía, pero creo que ella nunca me buscó. Éramos muy pobres y a lo mejor pensó, “una boca menos”. Era adicta a la heroína también. El vato este la golpeaba y la obligaba a prostituirse para comprar la dosis de los dos, ella le tenía mucho miedo, por eso cuando él empezó a violarme, yo no dije nada. ¿A quién le iba a decir?, Yo me sentía invisible (Paloma, 31 años, Ciudad Juárez).

Estas experiencias tempranas de violencia estructural y sexual configuraron un contexto proclive que exponía a las participantes a nuevas experiencias de violencia sexual a lo largo de su vida. En estos contextos, el uso de sustancias es narrada como una estrategia para lidiar con el trauma y para enfrentarse a los nuevos contextos de vida10 (Ulibarri et al., 2013), pero también un espacio para experimentar placer y diversas formas de autonomía en relación con sus cuerpos, así como para acceder a fuentes de estatus y pertenencia (O’Malley y Valverde, 2004).

Desde que probé el Resistol me gustó. Está bien loco, pero me gustó ese saborcito que te queda en la garganta, como que quema tantito, está bien chilo [risas] Me gustó alucinarme, como desconectarme de mi realidad tan culera y el ambiente con los cholos era otro pedo. Se reían de todo, pura bobería, pero bien a gusto, compartían todo también, la soda, el cigarro, lo que había. Me hacían sentir como en una familia, se sentía bonito (Karla, 30 años, Hermosillo).

El uso de sustancias como contexto de nuevas agresiones sexuales

El contexto de uso de sustancias es un escenario altamente masculinizado, donde además se detentan unas formas de masculinidad caracterizadas por la disposición a ejercer la violencia, la alta resistencia al dolor y la capacidad para usar drogas de manera intensa (Ospina-Escobar, 2020). Estas características configuran un contexto de vulnerabilidad frente a la violencia sexual que estuvo presente en la mayoría de los relatos de las mujeres participantes. La familiaridad con los agresores es otro elemento común en los relatos. Diez de las diecinueve participantes del estudio reportaron haber sido violadas alrededor de los espacios de compra-venta-uso de drogas por varones usuarios de sustancias con quienes, si bien no eran cercanas, en el sentido de que no los consideraban amigos, sí habían compartido intercambios superficiales (un saludo, esperar al distribuidor, consumir alguna sustancia juntos).

Yo iba por mi quinina, así le decíamos a la mota en esa época. Por allá por donde están las maquilas del cinco, pa’tras. Yo siempre iba caminando, y cuando iba cruzando las vías me encontré a esos dos chavos, no eran compas, sólo así de quiúbole, no me juntaba con ellos ni nada, sólo que también conectaban ahí. Y, fíjate que yo usaba pantalones guangos, así de cholilla, y ese día, me acuerdo tanto que me había puesto un pantalón de pana bien apretado y una pantiblusa de esas que se ponían desde acá, así. Como si presintiera lo que me iba a pasar. Entonces me dijeron “fíjate que no hay” y se me acercaron, y yo “¿cómo qué no hay?” y cuando llegué a los tubos, hay unos tubotes por el cinco, ¿si has ido? Ahí por arriba pasan las vías del tren y pues uno de los chavalos vio que no había nadie y me empezó a golpear y a punta de fregadazos me metió a uno de esos tubos y pues yo al principio sí me levantaba, pero ya después de tantos fregadazos se le van a uno las fuerzas y ya fue cuando me hizo lo que quiso, sí batalló para quitarme la pantiblusa y el pantalón. Batalló mucho, pero ya después me hizo lo que quiso. Ya a lo último, agarré una piedra, quién sabe cómo le hice, nomás que ya me había fastidiado que me hiciera lo que él quisiera. Y agarré la pura piedra y le di en la cara, así y salí corriendo por el otro lado del tubo, toda llena de tizne, toda sucia. No más recuerdo que llegué a la casa de mi amiga, ahí por las vías vivía ella, y ahí me metieron a bañar. Ya no supe nada, cuando desperté fue a los dos días después, no sé qué me pasó, pero hasta los dos días desperté. Quién sabe qué me pasó. Yo creo que de tanto golpe. ¡Me desperté y dije, “¡ay! ¿Qué hago aquí?” Y me preguntaban quién me había hecho eso, pero no sabía, sólo los conocía de vista (Zule, 30 años, Ciudad Juárez).

En estos contextos, la literatura da cuenta de lo común de las prácticas de violaciones colectivas como una forma de refrendar la masculinidad a los otros varones que comparten el espacio, ejerciendo así un autoritarismo patriarcal articulado en torno a la promiscuidad, las manifestaciones públicas de autoridad masculina y la preocupación por la fidelidad sexual de las mujeres (Bourgois, 2010). Las violaciones en este contexto grupal se configuran como prácticas rituales que generan intimidad, solidaridad y cohesión social entre varones (Collins, 2004).

De acuerdo con Epelé (2002), la ideología patriarcal que rige las interacciones en los espacios de compra-venta-uso de sustancias ilícitas, establece que las mujeres no pueden estar solas y sólo obtienen respeto a través de un hombre que las respalde. De este modo, la posición subordinada que ocupan las mujeres en los espacios de sociabilidad de personas que usan drogas normaliza y justifica las experiencias de violencia sexual que viven en estos espacios. La transgresión del mandato de género que dicta que las “buenas mujeres” no usan sustancias o no asisten a los lugares de compra-venta-uso de sustancias, justifica el ejercicio de las violencias que enfrentan las participantes del estudio en estos escenarios.

Pues es que así es la vida de una como adicta. A mí me pasó por confiada, porque me quedé camareando allá con los cholos, porque si nomás hubiera ido por lo mío y tantán, seguro no me pasa nada, pero me quedé ahí. Por pendeja que es una de morrilla, ya sabes, que quieres estar con los chilos y así. Me sentía muy acá porque ellos me saludaban y todo eso, pero ahí fue cuando me di cuenta de que, como morra estoy debajo de ellos, soy menos, ¿me entiendes?, que como morra me tengo que someter y lo que me hicieron ese día, fue la peor forma de someter a una persona. Me agarraron entre todos, fue horrible lo que me hicieron, me dejaron toda lastimada. Después de eso mi familia me internó y si dejé de loquear un tiempo (Isabel, 32 años, Hermosillo).

La desconfianza construida hacia las instituciones a consecuencia del punitivismo que éstas suelen detentar, frente al uso de ciertas sustancias, y al doble estigma de la ilegalidad de su uso y de ser una mujer usuaria, aparecen en los relatos como barreras infranqueables para acceder a las instituciones públicas en búsqueda de atención o de denuncia. La identidad construida de adicta sella esta imposibilidad al saberse excluida de mecanismos institucionales de protección y atención ante estas experiencias. Saberse “malas víctimas”, es decir, saberse transgresoras del orden de género, impide que las participantes busquen atención y hablen de sus experiencias con familiares o con otras personas no-usuarias. Las violencias recurrentes a lo largo de su curso de vida en escenarios de pauperización, y exclusión social grave refuerzan la idea de que no son sujetos de derecho. El miedo a la revictimización refuerza el silenciamiento.

Es que me han pasado tantas cosas, que ya sé que como adicta nadie nos cree, nadie nos atiende. Si yo voy a un hospital diciendo que me acabaron de violar, de volada van a ver las marcas de mis brazos y me van a dar pa’bajo, no me atienden o me dicen que eso me pasa por andar donde no debía, y con los mulas, ni pa’ que decirte. Es peor la humillación y en esas condiciones uno no está pa’recibir más mierda. Por eso mejor te vas a tu casa, te lavas, lloras tu coraje, te curas y ya está (Vivi, 22 años, Ciudad Juárez).

Así, el contexto de ilegalidad en el que se usan ciertas sustancias, el punitivismo con que se aborda, el estigma asociado a esta práctica y los mecanismos de consolidación de las masculinidades en contextos violentos son elementos estructurales que favorecen que la violación de mujeres usuarias en los espacios de compra-venta-uso de sustancias sea algo relativamente común, particularmente si son mujeres pobres que no cuentan con espacios propios donde realizar estos consumos de manera más segura. Nuevamente el silenciamiento y el dejar de frecuentar dichos espacios es la respuesta común ante los eventos de violencia.

En estos escenarios, tener una pareja heterosexual es la estrategia que la mayoría de las mujeres participantes estableció para evitar situaciones de violencia sexual en la calle. A través de la pareja se aprovisionan de las sustancias que necesitan de modo que reducen su presencia en espacios de compra-venta-uso y realizan sus consumos en espacios privados (sus casas o cuartos de hotel). Tener una pareja es una señal de respetabilidad entre el grupo de varones usuarios de sustancias. En efecto, ser la novia/vieja/morra/mujer de ‘X’ le da un lugar distinto en el grupo de usuarios, pues ahora hay un hombre dispuesto a defender su honor. Vogelman (Citada en Segato, 2003, p. 30) plantea que “las mujeres que no son propiedad de un hombre (las que no están en una relación sexual excluyente) son percibidas como propiedad de todos los hombres, perdiendo su autonomía física y sexual”. Así, las mujeres en espacios de compra-venta-uso de sustancias son significadas como cuerpos violables; instrumentos para la demostración del poder, estatus, intimidad y solidaridad social de los varones.

Estudios acerca de mujeres en situación de calle, muestran que el sexo por sobrevivencia11 y tener una pareja sentimental varón es una estrategia de protección frente a los riesgos de vivir violencias en contextos de posiciones estructurales inseguras (Bourgois, 2010; Lorvick et al., 2014; Huey y Berndt, 2008; Watson, 2011) como los que enfrentan las mujeres de este estudio.

Pese a la construcción idealizada de la pareja heterosexual como estrategia de protección, los relatos dejan ver que tener una pareja varón no evita que las mujeres enfrenten nuevas situaciones de violencia sexual, particularmente en el escenario del trabajo sexual. En este sentido, las parejas como una forma de protección frente a la violencia sexual pueden ser entendidas también como parte de un plan de administración de riesgos o la mejor perspectiva entre la escasez de opciones disponibles (Watson, 2011).

El trabajo sexual

Si bien no todas las participantes han ejercido el trabajo sexual a lo largo de sus biografías, esta industria se ha convertido en una opción de vida para muchas mujeres con uso intenso de sustancias, en tanto ofrece la oportunidad de independencia económica, flexibilidad horaria y la posibilidad de usar sustancias (Bucardo, Semple, Fraga-Vallejo, Davila y Patterson, 2004; Cepeda y Nowotny, 2014). Las pruebas antidopaje que exigen muchos trabajos también reflejan el punitivismo con que se castiga a estas mujeres frente al uso de sustancias. Adicionalmente, muchos trabajos no son compatibles con los roles de madre o cuidadora, o bien no ofrecen el nivel de ingresos que estas mujeres requieren para satisfacer sus necesidades y las de sus dependientes económicos.

Nuevamente, la economía fronteriza de Ciudad Juárez, caracterizada por empleos de baja cualificación y salarios exiguos (Vega-Briones, 2011), favorece la incorporación de las mujeres con uso intenso de sustancias a formas precarizadas de trabajo sexual, por el flujo transnacional de clientes y con ellos de dinero (Patterson, Semple, Fraga, Bucardo, Davila-Fraga, y Strathdee, 2005), de modo que mientras en Hermosillo sólo una de las mujeres participantes (20%) reportó haberse vinculado al trabajo sexual alguna vez en su vida, entre las participantes de Ciudad Juárez, esta vinculación laboral estuvo presente en once de las catorce mujeres entrevistadas. Al final esta vinculación laboral refleja como en el régimen patriarcal-capitalista la fuerza de trabajo de las mujeres usuarias pobres queda reducida al uso de sus cuerpos como material de intercambio económico y como objeto de violencias.

La alta vinculación al trabajo sexual puede leerse como un factor adicional de estigma que se entrecruza con el uso de sustancias, el género y la pobreza. Por un lado, el género y la pobreza limitan las posibilidades laborales de las mujeres pobres a ciertos oficios, en general, con salarios bajos; por otro, el trabajo, entendido como institución social otorgante de estatus según la ocupación, refuerza la inferioridad moral de las mujeres “adictas-putas”, exacerbando su distancia social de las mujeres no usuarias (Ospina-Escobar, 2020a). Por tal motivo, las condiciones sociales en las que las participantes del estudio ejercen el trabajo sexual favorecen nuevas experiencias de violencia sexual, que se configuran en los relatos de las participantes como “normales”, al encarnar la identidad de “mujer adicta-prostituta”.

En particular, los relatos evidencian que vivir en Ciudad Juárez constituye un contexto de riesgo en sí mismo, especialmente para las mujeres usuarias de sustancias vinculadas al trabajo sexual. “Ser mujer en Juárez implica vivir en cuerpo y construcción de género en un sistema de relaciones en desventaja, en una ciudad y un espacio público que vulneran”. (Limas Hernández, Citado en González-Rodríguez, 2002, p. 31).

Así, mientras la participante de Hermosillo con experiencia de trabajo sexual no relató experiencias de violación en este contexto particular, ocho de las once participantes de Ciudad Juárez que habían estado vinculadas al trabajo sexual reportaron haber sido violadas en este escenario. Las experiencias de violencia sexual van desde ser levantadas en la vía pública, hasta violaciones de clientes ante el rechazo de ellas frente a una práctica no prenegociada.

La organización socioespacial del trabajo sexual en Ciudad Juárez es un factor adicional que expresa mayor estigma y aislamiento social de las mujeres usuarias de sustancias que ejercen el trabajo sexual, y que contribuye a exponerlas a expresiones más brutales y recurrentes de violencia sexual. La literatura académica muestra que las mujeres que trabajan en hoteles o en calles no cuentan con estrategias de protección frente a diversos tipos de violencia perpetrada por diversos actores como clientes, transeúntes y fuerzas de seguridad pública (Cepeda y Nowotny, 2014; Epelé, 2002; Katsulis, Lopez, Durfee y Robillard, 2010; Ulibarri et al., 2013).

En la geografía del trabajo sexual en Ciudad Juárez, las mujeres que usan sustancias ilícitas son expulsadas de los sitios más seguros (hoteles y bares) por las otras mujeres que ejercen el oficio y por los dueños de estos lugares, aduciendo que ellas son “problemáticas”, que acceden a tener sexo sin condón y que cobran menos por los mismos servicios. De esta manera, ocupan espacios más precarizados y con menores dispositivos de seguridad. Los clientes de trabajo sexual saben de esta organización social del trabajo, del menor estatus con el que cuentan las mujeres usuarias de sustancias y de la menor red de protección a su disposición, por lo que acuden a ellas para explotar estas condiciones de vulnerabilidad.

Estaba en el talón, ahí donde siempre me hago y de la nada, se bajaron dos vatos, uno me golpeó bien fuerte en la cabeza y el otro me metió al coche, fue bien rápido. En el camino me iban golpeando y diciendo de cosas, que pinche drogadicta y quién sabe qué más. Me quitaron mi cartera, sacaron mi dinero y tiraron mis cosas por la ventana. Ya después me llevaron a un baldío, no sé ni dónde era y ahí me empezaron a violar, uno me agarraba y otro me violaba, me hicieron lo que quisieron. No paraban de gritarme: “esto te pasa por puta y por adicta” [llanto] Ellos me volaron mis dientes [llanto] Me golpearon tanto que por ratos como que me desmayaba, ahí fue cuando me metieron un palo por atrás. Me mordieron todas mis partes y después me tiraron con el carro andando, por allá por el Cereso me aventaron. Me levanté como pude y me vine caminando, caminando, desde allá, porque me robaron todo mi dinero. Y ya con eso que traía, no más como que no era yo. Caminé hasta que llegué allá con una señora que yo le digo amá, que me quiere mucho, ya cuando llegué ya estaba amaneciendo. Ellos me levantaron en la tarde, porque yo en la noche no trabajo, por lo mismo pues. Allá me bañaron porque llegué toda llena de sangre, me bañaron y me dieron unas pastillas para que me acostara y duré como tres días sin poder trabajar porque no me aguantaba, me dolían mucho mis partes. Estuve un mes sin poder trabajar (Ruby, 36 años, Ciudad Juárez).

En el relato de Ruby, destaca que fue levantada a plena luz del día, en una calle del centro de la ciudad repleta de transeúntes y negocios. La forma en que Ruby fue sometida a golpes por una pareja de varones que “aparecen de la nada”, deja ver cómo estos actos, lejos de ser acciones individuales, hacen parte de unos patrones culturales construidos socialmente que sustentan y son sustentados en y por las relaciones inequitativas de género en las estructuras de poder y control que tienen ciertos hombres sobre mujeres y niñas (Monárrez, 2009). Estas violencias, como lo anota Monárrez (2009), no existen en el vacío, sino que son parte de una sociedad que permite, legitima y naturaliza la violación y la tortura de las mujeres, particularmente de aquellas en contextos de exclusión social.

La doble transgresión de las reglas del género que encarna Ruby en su condición de trabajadora sexual y de usuaria de sustancias sella su inferioridad moral y, como tal, es ubicada en una posición de subhumanidad en la que no amerita compasión y en la que su cuerpo puede ser tratado como desecho, en este caso, arrojado a la calle con el auto en movimiento de la misma manera que hicieron con sus escazas pertenencias. Como bien lo plantea Fragoso (2020) “el odio y el desprecio expresan de manera contundente juicios morales sobre el valor y las acciones de las otras personas respecto del acatamiento o transgresión de un orden hegemónico, en este caso, un orden patriarcal [prohibicionista y punitivo]” (p. 67).

Es la vida de la tecata […] son los gajes del oficio. Para la sociedad nosotras somos una basura y así nos tratan, como basura, porque yo creo que a los animales los tratan mejor que a nosotras las adictas (Ruby, 36 años, Ciudad Juárez).

El estereotipo de la mujer “adicta-prostituta” pareciera encarnar a Lilith, “la mujer rebelde y desobediente por antonomasia, poseedora de una desenfrenada sexualidad e independencia” (Fragoso, 2020, p. 69). El cuerpo torturado y desechado de Ruby se erige como mensaje aleccionador para las otras Liliths, como el castigo por renunciar a la obediencia, la sumisión y la reclusión en el espacio doméstico que exige a las mujeres el régimen patriarcal (Monárrez, 2009).

La transgresión que realizan estas mujeres al pararse en el espacio público con sus corporalidades de “adictas” confronta la invisibilidad, docilidad y vergüenza que debemos sentir las mujeres. En ese sentido, la expresión violenta del odio frente a estos cuerpos podría entenderse como una reacción desesperada por reposicionar el orden patriarcal-prohibicionista que resulta cuestionado o fracturado por la sola presencia de la “adicta-prostituta” en el espacio público. No es un asunto menor que las fuerzas de seguridad del Estado sean uno de los principales agresores sexuales de estas mujeres.

Las fuerzas de seguridad del Estado

Aunque el trabajo sexual es semiilegal en las ciudades del estudio, dado que no hay una ley que lo prohíba, el transgredir la organización espacial de la economía del trabajo sexual de la zona, o no contar con los documentos necesarios12 aumenta el riesgo de vivir eventos de violencia sexual por parte de las autoridades (policías o militares) (Cepeda y Nowotny, 2014). Independientemente de la condición de trabajo sexual, portar la corporalidad de “adicta” las hace fácilmente identificables por estos actores que, bajo el discurso de la seguridad pública, ejercen violencia sexual contra estos cuerpos que merecen ser disciplinados.

Todas las mujeres entrevistadas reportaron tener que lidiar diariamente con el acoso policial. Sin embargo, entre las mujeres que ejercen el trabajo sexual, el acoso fue más sistemático porque están obligadas a estar visibles y permanecer en un mismo espacio por más tiempo para poder acceder a su clientela.

Ellos saben que esta es la zona de las tecatas y vienen directo por nosotras […] Otra vez vino uno y me dijo que si le daba sexo oral me dejaba ir. Yo le dije que costaba $50 el servicio y entonces me llevó atrás del callejón, me pegó con la pistola en la cabeza, “¿quién te crees?”, me decía “te callas y obedeces, pedazo de mierda, si quiero te mato ya mismo”. Me hizo poner de rodillas, pensé que me iba a matar porque me puso la pistola en la cabeza, me la clavó tan fuerte que me dejó una marca en la frente. Y así, temblando me tocó hacerle el oral, ni así me dejó de apuntar. Me decía “No eres más que una pinche puta adicta, deberías estar muerta, no mereces ni una bala, y que esto y lo otro”. Es algo de todos los días acá. Te golpean, te maltratan, te humillan, con decirte que hasta me han hecho encuerarme en la calle, enfrente de todos [llanto]. Por eso es mejor quedarse callada, yo he aprendido eso, no mirarlos, porque si no “qué me ves pinche puta” y va el fregadazo. A veces ni así la libro, son los gajes de este oficio (Susy, 30 años, Ciudad Juárez).

En Hermosillo no encontré reportes de esta violencia extrema por parte de fuerzas de seguridad. En esta ciudad, la mayor invisibilidad de las participantes fue un elemento que evitó este tipo de encuentros con policías o militares. El mayor agravio reportado por las participantes de Hermosillo, por parte de policías municipales, fue la destrucción de documentos y su detención administrativa, pero ninguna reportó haber sido objeto de violencia sexual por parte de éstos. La invisibilidad ha sido conceptualizada como estrategia de sobrevivencia en contextos de subalternidad (Velasco, 2016; Huey y Bernt 2008)

En el contexto militarizado de Ciudad Juárez, la guerra contra las drogas se convierte en una estrategia eficiente de control de estas mujeres; al mismo tiempo, la violación y la tortura sexual son herramientas de represión y subyugación y por ello son una práctica reiterada (Pérez-Correa y Azaola, 2012; Silva-Forné y Padilla Oñate, 2020). En este escenario, el punitivismo frente al uso de sustancias ilícitas y el discurso militarista con el que se implementa deja a las mujeres usuarias desprotegidas y a merced de la violencia estatal.

Yo iba a ese yongo [espacio de compra-venta-uso de sustancias ilícitas] porque como no tengo venas, batallo mucho para curarme. Allá había un vato que era bien bueno encontrándome la vena y ahí estaba cuando cayeron los federales. ¡Pum!, tumbaron la puerta y todo, destruyeron el lugar. A los hombres se los llevaron. Yo era la única morra ahí. Eran como veinte federales, me dijeron que si colaboraba me dejaban ir, pero la neta yo no quiero broncas. Me empezaron a dar de cachetadas y ya después me violaron entre varios. Me golpearon, casi pierdo este ojo, por eso me quedó así [su párpado izquierdo está un poco caído sobre su ojo]. Me violaron por todos lados, ahí me dejaron. Cuando desperté, me fui corriendo al hotel, ahí vivo con un señor que me hace el paro, él me ayudó a bañarme y me llevó al doctor. Tenía mucha sangre y el señor este tenía miedo de que me fuera a morir. Me revisaron y me dijeron que me habían desgarrado por detrás [llanto] (Julia, 30 años, Ciudad Juárez).

La convergencia del patriarcado como sistema de ordenamiento del sexo-género y el régimen global de prohibición como sistema clasificatorio de los placeres lícitos e ilícitos, configura a la violencia sexual, contra mujeres usuarias de sustancias ilícitas, como acto posible para el perpetrador y como experiencia inevitable para las Lilith libertarias que se atrevieron a experimentar la autonomía de sus cuerpos. En ese sentido, no es una práctica aislada, sino un elemento estructural a través del cual se construye la subjetividad de las mujeres usuarias como sujetos subhumanos y desechables. El lugar liminal, que toman en algunos relatos las expresiones de violencia, se relaciona con la respuesta que algunas mujeres construyeron frente a estas experiencias.

Y me harté

Estuve toda la noche con el ruco y cuando amaneció, ya estaba fastidiada y le dije que me pagara, pero el cabrón me cayó a golpes. Salí corriendo, pero ya para ese entonces era bien cabrona, ya sabía pelear con cuchillos porque camareaba con unos cholos que me daban quebrada. Entonces regresé con un camarada, nos metimos y él le rompió toda su madre con un bate, yo no sentí nada, sólo miraba. Después se me ocurrió que lo metiéramos en un horno que tenía porque era panadero el ruco y sí, ahí lo dejamos. Con tan mala suerte que no se murió, sí se achicharró tantito, pero sobrevivió el cabrón y me mandaron a la cárcel. Estuve doce años por el pinche ruco ese, no me importó, sí sufrí, porque en el bote se sufre, pero te adaptas también […] Valió la pena, porque estoy segura de que el pinche ruco asqueroso se acuerda de mí. En mi vida aprendí que, si de todas formas voy a sufrir, entonces también voy a pelear (Lucía, 40 años. Ciudad Juárez).

Los contextos de vida de las participantes y la dimensión de las violencias acumuladas a lo largo de sus biografías explican en parte el tipo de respuestas que algunas construyeron frente a sus experiencias de violencia sexual que, como evidencian los relatos, es significada como una práctica que supone extrema humillación y denigración de sus personas y sus cuerpos. Una tercera parte de las participantes expresaron estar hartas y haber tomado la decisión de no permitir que estos eventos se repitan en sus vidas. Por ello ahora portan armas (principalmente cuchillos), han aprendido a utilizarlas y han enfrentado a sus agresores, poniendo en juego sus vidas y exponiéndose a ser detenidas, como en el caso de Lucía, o a ser objeto de mayor violencia policial.

La complicidad y la impunidad que caracterizan los reiterados eventos de violencia sexual, vividos por las participantes, han configurado unas subjetividades en las que la única manera de ganar respeto y autonomía es por medio del ejercicio de la violencia, con lo anterior han logrado exorcizar la imagen y condición de víctimas. En algunas de las participantes los relatos dejan ver una acumulación de rabia y resentimiento que, les permite reposicionarse frente a sus historias como agentes de cambio y con control de sus vidas, al tiempo que legitiman la violencia como única alternativa de vida con alta probabilidad de ser castigadas o asesinadas.

Otras participantes construyeron nuevos lugares de enunciación a partir de los cuales resignificaron su experiencia como usuarias de sustancias, lo que a su vez les ha permitido encontrar espacios más seguros de sobrevivencia y de uso de sustancias, reconfigurar sus familias y resignificar su relación con los varones. En estos casos, abrirse a otras formas de pareja distintas a las heterosexuales les ha permitido construir nuevos espacios de autonomía y de cuidado de sí.

Conocí a mi morra en un anexo, ella también era adicta, pero más que nada le ponía al cristal. Ahí nos conocimos y pues me latió. Ahora ella está limpia y yo ando en la metadona. Taloneo poquito, cuando necesitamos algo o queremos comprarnos algo. Ella me enseñó a talonear por WhatsApp. Tengo unos clientes fijos y ya no me arriesgo, siempre es un riesgo, pero no tanto como estar en la calle. Los rucos que tengo son confiables, poquitos, pero seguros [risas]. Con esta morra volví a la vida, recuperé a mis hijos y entendí que los vatos son pura mierda, no hay nada ahí, sólo te usan para que les mantengas su vicio (Vicky, 33 años, Ciudad Juárez).

Reflexiones finales

En este análisis presento los relatos de violencia sexual que me confiaron un grupo de mujeres con uso intenso de drogas inyectadas. Es relevante que las entrevistas no estaban enfocadas en este tema, y que los relatos emergieron de manera espontánea para hablar de acceso a servicios de salud y trayectorias de uso de sustancias, lo que da cuenta de la necesidad de estas mujeres de contar sus experiencias.

Los relatos dejan ver que la violencia sexual no es un evento aislado que ocurre en el vacío. Lejos de ello, las historias evidencian que estas experiencias se enmarcan en contextos más amplios y complejos de violencia estructural y de marginación social, lo que posibilita que estas expresiones de violencia sexual se reiteren en la vida de las mujeres, en diferentes escenarios y por parte de diversos agresores, y que sean vividas en silencio, aislamiento, con alto grado de crueldad y sin acceso a servicios básicos de salud ni de justicia.

En ese sentido, las experiencias de violencia sexual aquí narradas son expresiones de una violencia altamente contextualizada que es legitimada y naturalizada por el régimen punitivista-patriarcal que predica la inferioridad física, moral y social de las mujeres usuarias y que es aceitada por las maquinarias de impunidad y corrupción del Estado mexicano. La eficacia simbólica de la impunidad, parafraseando a Segato (2003), crea una realidad donde la violación a mujeres usuarias de sustancias es un hecho posible y no-punible y donde sus cuerpos son significados como descartables (Bauman, 2015).

En la mayoría de los relatos las agresiones sexuales hacen parte de un patrón que inicia muy temprano en el seno del hogar nuclear, en contextos de alta precariedad económica y responde a configuraciones íntimas del patriarcado en las que los cuerpos de las hijas/nietas/sobrinas/hermanas/primas aparecen como dominio del pater. Sin embargo, las experiencias de violencia sexual que narran las participantes durante su vida como mujeres adultas, usuarias de sustancias y en el contexto del trabajo sexual, dan cuenta de otro tipo de violencia que, como plantea Segato (2016), busca por medios sexuales la destrucción moral del otro, y comunica la ilimitada capacidad de violencia del agresor y sus bajos niveles de sensibilidad humana. Lo anterior, configura una “pedagogía de la crueldad” que se erige en nuestros tiempos como una estrategia de reproducción del régimen patriarcal y prohibicionista. En este estudio muestro en particular cómo la violencia sexual perpetúa la existencia de una jerarquía de género en el contexto del consumo de sustancias.

En concordancia con la literatura, los relatos biográficos de las participantes de este estudio no exhiben una trayectoria única en la que se vincula violencia sexual, trabajo sexual y uso intenso de sustancias. Sin embargo, en concordancia con estudios previos (Chermack, et al., 2001; El-Bassel, et al., 2005; Frías y Castro, 2011; Golinelli et al., 2009; Lorvick, et al., 2014; Marshall et al., 2008; Wenzel et al., 2006), los relatos evidencian que estas condiciones acrecientan el espiral de exclusión social y la mayor exposición a violencias de todo tipo. Esta asociación muestra el efecto acumulativo de las violencias en las biografías individuales, lo que construye un entramado complejo de revictimización a lo largo de la vida de las participantes, que va estructurando formas particulares de subjetividad donde el uso intenso de sustancias se torna central como estrategia de sobrevivencia (Ospina-Escobar, 2020a), pero también de búsqueda de placer.

En el contexto de mayor militarización y respuesta punitiva frente al tema de las drogas en México, es necesario reconocer que, parafraseando a Malheiro (2018), no es el uso de sustancias lo que destruye la vida de las mujeres participantes de este estudio, sino las violencias sistemáticas, crueles y deshumanizantes a las que se han enfrentado a lo largo de sus vidas. Es necesario revisitar críticamente los discursos clínicos que responsabilizan a las mismas mujeres de su uso problemático de sustancias, aduciendo fallas en su carácter. Este discurso invisibiliza los factores estructurales de violencia que en muchos casos condicionan estos consumos. El uso intenso de sustancias, en estos contextos se convierte en una estrategia para seguir viva en un ambiente de muerte y terror (Malheiro, 2018).

Si “la historia del capitalismo es la historia del control de las fugas” (Moulier-Boutang, 2006, p. 12), el uso intenso de sustancias psicoactivas es una práctica de autonomía que les permite a las mujeres de este estudio no sólo sobrevivir y lidiar con sus traumas, sino también escapar, aunque sea por instantes, de las experiencias de violencia abyecta que viven, y del control que sobre sus cuerpos ejercen los hombres que las rodean. También huyen del Estado que las criminaliza y las viola y, sólo así consiguen experimentar el placer de ese espacio de transgresión que ofrecen las sustancias.

Otras estrategias de sobrevivencia encontradas incluyen: tener una pareja varón, ya que ofrece protección física y apoyo material, construirse como lesbianas o defenderse por medio del uso de la violencia contra sus agresores. Lo común en estas estrategias es apelar a los recursos individuales para sobrevivir a las desigualdades estructurales que enfrentan en una sociedad altamente individualizada, en la que las dificultades sociales, como el uso problemático de sustancias y la violencia sexual, son despolitizadas y convertidas en fallas personales y donde el énfasis es puesto en la responsabilidad individual (Watson, 2011).

Si bien, la visibilización de las violencias que enfrentan las mujeres y la caracterización de los feminicidios han sido fundamentales para mover los umbrales de aceptabilidad y naturalización de estos hechos, a la fecha se sigue invisibilizando cómo la condición de uso de sustancias es una característica que expone a las mujeres de manera excesiva a todo tipo de violencias y particularmente a la violencia sexual. En respuesta a este vacío, este trabajo describe cómo se superponen los regímenes patriarcal y prohibicionista frente a las sustancias, con sus formas particulares de distribución del estatus y poder entre hombres, mujeres, usuarios(as) y no usuarios(as), ubicando a las mujeres usuarias de sustancias en el lugar más bajo de la escala social-moral aumentando su vulnerabilidad a experiencias de violencia sexual. El análisis muestra cómo la violencia estructural confluye con la violencia física, simbólica y sexual construyendo unas corporalidades particulares: el “cuerpo de la adicta”. Un cuerpo que sangra, que es convertido en descartable, pero también que resiste y se levanta, que se niega a la invisibilidad, que regresa de la muerte.

Los datos muestran cómo el Estado aparece en la vida de las mujeres participantes para criminalizar y violentar, pero no para proteger y garantizar sus derechos. En los relatos, no hay institución escolar ni de bienestar que ofrezca una mediación frente a las violencias que vivieron estas mujeres en su temprana infancia. El Estado aparece durante la juventud y la adultez bajo la forma de policías para castigar, bien por medio de la cárcel o por prácticas sistemáticas como el acoso callejero y la violación. En estas condiciones, la guerra contra las drogas se configura como una estrategia que difunde e institucionaliza la violencia hacia las mujeres usuarias de sustancias, lo que consolida la gramática cotidiana de la violencia feminicida y refuerza la desechabilidad de los cuerpos de las mujeres precarizadas.

Ante el desamparo, la principal alternativa frente a las experiencias de violencia sexual es la solidaridad, casi siempre entre pares, una vez que la agresión ha sido consumada, o bien, defenderse por medio del uso de la violencia contra sus agresores, lo que a su vez supone poner en riesgo su vida para evitar ser violentada sexualmente. Ante las instituciones sociales que las culpabilizan, humillan y las convierten en sujetos de sospecha, las y los pares con quienes cohabitan brindan refugio, consuelo y contención. El silencio aparece aquí como práctica de acción consciente frente a un Estado cómplice y punitivo. Por medio del silencio, las mujeres participantes construyeron con sus pares y parejas una comunidad emocional (Jimeno, Varela y Castillo, 2019) en la que se reconocen como sujetos marginales que comparten el estigma de ser usuarias de drogas y sobrevivientes de violencias múltiples debido a esa condición. En esta comunidad emocional las mujeres aprenden estrategias de autodefensa y autocuidado, sin embargo, el peso del estigma les impide convertir su rabia en una indignación colectiva que, a diferencia de lo que han hecho otras agrupaciones de mujeres, las lleve a movilizarse para exigir justicia y reparación (Silva-Londoño, 2020).

La construcción de la indignación y la movilización por la defensa de sus derechos supondría que ellas mismas se reconozcan como sujetas de derechos. Las políticas de disciplinamiento y control de sus cuerpos las han convencido a fuerza de golpes y vejaciones que ellas no merecen vivir. Por ello, reconocer el estigma que estas mujeres encarnan y visibilizar las formas de violencia abyecta que enfrentan, así como las graves consecuencias derivadas de la tolerancia social, es fundamental para avanzar en el reconocimiento de sus derechos como ciudadanas.

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1Definida como “cualquier acto que degrada o daña el cuerpo y/o la sexualidad de la víctima y que por tanto atenta contra su libertad, dignidad e integridad física. Es una expresión de abuso de poder que implica la supremacía masculina sobre la mujer, al denigrarla y concebirla como objeto” (INEGI, 2021).

2El término ha sido utilizado por Mirta Núñez (2003) para hablar de la manera cómo eran representadas las mujeres trabajadoras sexuales en el contexto del franquismo en España. La idea de la "mujer caída” es aquella que se atreve a salir del espacio doméstico, a atender sus malestares individuales a través del uso de sustancias ilícitas y aprende a disfrutar de ellas. Las mujeres caídas son aquellas que, a pesar de su marginalidad trasgreden los mandatos de género y “en un acto de egoísmo (inaceptable) se ocupan de sí mismas” (Lagarde, 2015, p. 523)

3Según la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad (ENVIPE, 2022) los principales delitos cometidos en contra de las mujeres son los relacionados con el abuso sexual (42.6%) y la violación (37.8%). En la Encuesta Nacional de Juventud, el 14% de las jóvenes reportó haber sido forzado a tener relaciones sexuales (Lanzagorta Bonilla, 2019).

4Entendido como el conjunto de prácticas, saberes y teorías generadas por el desarrollo de la medicina y las ciencias del comportamiento (Menéndez, 1990), cuyos rasgos centrales son el biologicismo y la atomización en la manera de comprender y atender la “adicción” y la subordinación del “adicto” al saber-poder del especialista.

5La expresión es tomada de Zygmunt Bauman (2016) en la que se refiere a personas descartables como aquellas que no encajan en el orden proyectado, y personas que son redundantes —sus habilidades ya no son utilizables.

6A partir de la pregunta abierta “cuéntame tu historia con las drogas desde que iniciaste hasta ahora”, se buscaba que las mujeres organizaran el relato de su experiencia a partir de sus propios criterios.

7Lucía reporta una serie de actos violentos reiterativos que su madre le infringía a ella y a su hermana, por ejemplo, inyectarles heroína para que se durmieran toda la noche mientras ella salía a trabajar; forzarlas a prostituirse, pegarles con cables, hasta quemarles la piel con cigarros.

8Asumo un concepto amplio de familia que incluye a la familia extensa, padrastros y madrastras, parientes políticos, parientes consanguíneos de los parientes políticos y personas emocional o moralmente cercanas a la familia (González-López, 2019).

9Con excepción de un caso, son hombres a quienes ellas debían obediencia y respeto por su condición de abuelo, tío o padrastro.

10Como la salida del hogar, la entrada en unión, la experiencia de vida en calle, entre otros

11Entendido como el intercambio de sexo por hospedaje, comida o apoyo material (Watson, 2011).

12Tanto en Hermosillo como en Ciudad Juárez, las autoridades sanitarias piden a las trabajadoras sexuales tener una cartilla de salud, en la que se especifica la fecha de su última prueba de VIH y otras ITS y los resultados. Estas tarjetas deben ser actualizadas cada tres meses.

CÓMO CITAR: Ospina-Escobar, Angélica. (2023). Cuerpos violables, cuerpos descartables. Mujeres que se inyectan drogas y prohibicionismo en México. Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género de El Colegio de México, 9, e1018. http://dx.doi.org/10.24201/reg.v9i1.1018

Recibido: 25 de Enero de 2023; Aprobado: 16 de Agosto de 2023; Publicado: 09 de Octubre de 2023

Angélica Ospina-Escobar

Es catedrática Conahcyt. Integrante del Sistema Nacional de Investigadores Nivel I. Licenciada en Psicología por la Pontificia Universidad Javeriana, doctora en estudios de población y maestra en demografía por El Colegio de México. Es integrante fundadora de la Red Mexicana de Reducción de Daños (Redumex) y fungió como su presidenta durante el año 2020. Trabaja el tema de reducción de daños en contextos de uso intenso de sustancias inyectables en México desde 2007. Sus temas de investigación son uso de sustancias psicoactivas desde una perspectiva de género y curso de vida, reducción de daños y sociología de las emociones.

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