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Revista interdisciplinaria de estudios de género de El Colegio de México

versión On-line ISSN 2395-9185

Rev. interdiscip. estud. género Col. Méx. vol.8  Ciudad de México  2022  Epub 02-Dic-2022

https://doi.org/10.24201/reg.v8i1.929 

Artículos

Interseccionalidad y condicionantes sociales de la salud: una aproximación teórico-metodológica sobre el efecto del estigma en la vida de mujeres con VIH/sida en Chiapas

Intersectionality and Social Conditioning of Health: A Theoretical and Methodological Approach to the Effects of Stigma on the Lives of Women with HIV in Chiapas

Ana Amuchástegui1 
http://orcid.org/0000-0001-8061-3883

Angélica Aremy Evangelista García2  * 
http://orcid.org/0000-0002-4460-854X

1Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, CDMX, México, amuchastegui.a@gmail.com

2El Colegio de la Frontera Sur, San Cristóbal de Las Casas, México, aevangel@ecosur.mx


Resumen

Este artículo presenta un ejercicio acerca de la potencia heurística de la teoría feminista de la interseccionalidad para enriquecer la aproximación de condicionantes sociales en salud (CSS), en las posibilidades de acceso de un conjunto de mujeres con VIH/sida a la atención especializada en el estado de Chiapas. Se realizó una encuesta con una muestra representativa de mujeres cisgénero en tratamiento antirretroviral, provenientes de localidades indígenas y rurales, con el fin de explorar cuatro indicadores de tales CSS: inseguridad alimentaria, violencia de género, sobrecarga del trabajo de cuidados e inaccesibilidad geográfica de las clínicas. El componente cualitativo se propuso conocer la experiencia subjetiva en relación con tales condicionantes, por medio de 32 entrevistas individuales. Destacan ciertos circuitos de retroalimentación en los que la precariedad económica y subjetiva, la violencia, la violación de derechos y la exclusión se intensifican ante el estigma social del diagnóstico de VIH/sida y producen una serie de malestares en las mujeres. Retomamos la estrategia teórico-metodológica sobre la geografía de la interseccionalidad (Rodó-Zárate, 2021) y su herramienta de los Relief Maps para analizar tales malestares como indicadores de desigualdades sociales, mismas que a su vez se concretan en lugares específicos, y que colocan a las personas en posiciones diversas de opresión y privilegio. Identificamos un conjunto de malestares sistémicos/sistemáticos preexistentes e incrementados por el estigma del VIH/sida, al tiempo que las clínicas especializadas se viven como un lugar de alivio donde el estigma se ve diluido.

Palabras clave: violencia de género; sistema sexo-género; feminismo interseccional; desigualdades

Abstract

This article studies the heuristic potential of feminist theories of intersectionality as a complement to an approach of to Social Determinants of Health (SDH), used to explore the access of women with HIV to specialized health care in the state of Chiapas. A quantitative survey was conducted on antiretroviral treatment with a sample of cisgender women from rural and/or indigenous communities, in order to explore four indicators of such SDH: food insecurity, gender violence (in families, communities, and institutions), overburden of care work and HIV/AIDS clinics’ geographical remoteness. The study’s qualitative component explores the subjective experience of such SDH through 32 in-depth interviews. We identified feedback loops in which economic and subjective precariousness, violence, violation of rights, and social exclusion are intensified by the action of HIV stigma, which in turn produce discomfort and suffering for women. We applied Rodó-Zárate’s (2021) theoretical and methodological strategy about a geography of intersectionality and its Relief Maps tool, in which such discomfort is seen as an indicator of social inequalities. In turn, this materializes in specific places that locate people in diverse positions of oppression and privilege. This analysis showed a constant of systemic/systematic discomfort which preexisted HIV/AIDS and was intensified by it, while specialized clinics were experienced as places of wellbeing, in which stigma wanes and loses its oppressive force.

Keywords: gender violence; sex/gender system, intersectional feminism; inequalities

Introducción

La investigación social cualitativa acerca de mujeres cisgénero1 y VIH/sida en México ha sido escasa, en comparación con lo publicado acerca de las llamadas poblaciones clave, principalmente hombres gais, mujeres trans y hombres que tienen sexo con hombres. Se ha requerido que el interés por las condiciones sociales de las mujeres en relación con la epidemia sea activamente ejercido frente a múltiples procesos de invisibilización, tanto desde la política pública como desde el activismo y la academia.

Para el artículo que aquí se presenta, se hizo una revisión bibliográfica acerca de la investigación social cualitativa del tema, en la cual excluimos estudios epidemiológicos, sexológicos y clínico-psicológicos (Meza, Mancilla, Garza, Plazola, Santillán y Camacho, 2020; Díaz-Vega, González-Santes, Domínguez-Alfonso y Arias-Contreras, 2013; Montijo, López y Rodríguez, 2006), es posible clasificar la literatura en cuestiones y enfoques bastante precisos. Por ejemplo, siguiendo el paradigma hegemónico de la individualización, son numerosas las aproximaciones conductuales basadas en nociones de actor racional, que buscan conocer factores, conocimientos, actitudes, prácticas y percepción de riesgo (Mendoza-Zúñiga, Gónzalez-Anoya y Rendón-Salas, 2018), especialmente en términos de uso del condón y adherencia al tratamiento antirretroviral (Kendall, Castillo, Herrera y Campero, 2015; Vera-Gamboa, Góngora-Biachi, Pavía-Ruz, Flota-Lara, Lara-Perera y Alonzo-Salomón, 2007; Vera-Gamboa y Velázquez-García, 2005).

Otros trabajos abordan los significados socialmente construidos frente a distintos aspectos de la epidemia y la atención a la salud, por lo que sus resultados son más bien descriptivos (Herrera, Campero, Caballero, Kendall y Quiroz, 2009; Juárez-Moreno, López-Pérez, Raesfeld y Durán-González, 2021) y, aunque buscan situar la experiencia de las mujeres en condiciones sociales materiales, se incluyen más como contexto que como parte del análisis. Es frecuente que el tema de género aparezca en este conjunto de investigaciones como el eje de desigualdad determinante del riesgo o la vulnerabilidad de las mujeres al VIH/sida, tomado en su acepción básica de diferencias entre hombres y mujeres. Es decir, se atiende principalmente a la dimensión normativa del género en tanto configura conductas sexuales y relacionales, sobre todo dentro de parejas estables, y aunque otras formas de desigualdad como pobreza o etnicidad pueden mencionarse, no operan de manera central en el análisis.

Finalmente, otras investigaciones que operan con un enfoque más analítico toman en cuenta diferentes niveles de la producción social de la epidemia femenina, como la dimensión social de las vulnerabilidades, la acción y construcción de políticas públicas, los procesos de subjetivación ligados a vivir con la infección (Torres, 2019; Garibi, 2009), las determinantes sociales de la salud o del acceso al tratamiento especializado. En ellas, la perspectiva conceptual sobre género es más una estructura social que un conjunto de significados, que interactúa con otros ejes de desigualdad social, como la etnicidad, la edad o la clase social.

Mujeres y VIH/sida en México

Aunque el 18.7% de las personas que viven con VIH/sida en el país son mujeres cisgénero (59 674) (Censida, 2019), no han sido consideradas población clave en la política pública, como lo han sido aquellos grupos cuya prevalencia es considerablemente mayor (el 0.2% en la población total femenina, en contraste con el 24% en hombres trabajadores sexuales, por ejemplo) (CNDH, 2022). El uso de este criterio epidemiológico parece desestimar la notoria reducción de la razón de masculinidad en la historia de la epidemia en el país: de 12 hombres por mujer en 1987, a 5.76 a 1 en 2020 (Inmujeres, 2022), e impacta directamente en decisiones relacionadas con la prevención y detección del VIH/sida en mujeres.

En el ámbito de la política pública, posturas críticas sobre la respuesta a la epidemia del VIH/sida sostienen con frecuencia que el riesgo de infección de los hombres se relaciona sobre todo con prácticas sexuales, mientras que la vulnerabilidad de las mujeres es más bien de carácter social (Amuchástegui y Ojeda, 2021). Si bien la primera parte del argumento haría caso omiso de las dimensiones sociohistóricas que configuran las sexualidades masculinas, la investigación ha mostrado que la vulnerabilidad biológica de las mujeres cisgénero en el sexo vaginal2 interactúa con múltiples desigualdades para configurar condiciones específicas de vulnerabilidad (Richardson, Collins, Kung, Jones, Hoan, Boggiano, Bekker y Zolopa, 2014). La dependencia económica, la violencia estructural, el control sobre el movimiento y la regulación social del cuerpo de las mujeres, junto con la división sexual del trabajo, menores niveles educativos y ciertos regímenes sexuales, funcionan como condicionantes sociales de los procesos de salud-enfermedad-atención de la epidemia en mujeres. Estas relaciones de subordinación pueden explicar que, en algunos estudios, una abrumadora mayoría de mujeres haya adquirido el VIH/sida en relaciones sexuales desprotegidas con su pareja masculina estable (Bautista, Servan, Beynon, González y Volkow, 2015). De hecho, las cifras de declaración de transmisión heterosexual por parte del 41% de los hombres con VIH/sida pueden indicar un subregistro de actividad homoerótica (en virtud de que el riesgo más alto proviene del sexo anal sin protección). Si ese es el caso, dado que las desigualdades implican la imposibilidad o dificultad del uso del condón para las mujeres, su riesgo de VIH/sida podría tener que ver más con las prácticas sexuales de su pareja que con las propias. El estigma que marca el deseo homoerótico masculino y el poder que otorga el género dificulta la disposición de muchos hombres para usar condón tanto en relaciones con personas del mismo sexo como con mujeres, y menos aún aceptar su diagnóstico y comunicarlo a sus parejas femeninas, inclusive al extremo de rechazar el tratamiento. Esta puede ser la razón por la que con frecuencia las mujeres conocen su seroestatus solamente cuando su pareja masculina o sus hijos o hijas muestran síntomas relacionados con el VIH/sida. Es precisamente la monogamia unilateral (Hirsch, Meneses, Thompson, Negroni, Pelcastre y del Río, 2007) que practican muchas mujeres unidas, entrelazada con la homofobia estructural, que configura en parte su vulnerabilidad específica.

Es ilustrativo que el programa más importante dirigido a ellas, implementado por la Secretaría de Salud desde 2010, sea el de Prevención Vertical (detección de mujeres embarazadas y prevención de la transmisión perinatal), al tiempo que muchas no embarazadas quedan excluidas de la detección oportuna debido al estigma social que construye al sida como una enfermedad de “homosexuales y prostitutas”, y a la consecuente carencia de percepción de riesgo para mujeres unidas. El resultado de este imaginario ligado al matrimonio como espacio de protección contra el VIH/sida para las mujeres participa en el diagnóstico tardío, ante la falta de ofrecimiento de la prueba por parte de prestadores de salud, aun cuando muchas de ellas presentan síntomas asociados al virus (Martin- Onraët, 2018; Piñeirúa y Ramos, 2018).

Si bien el tratamiento antirretroviral (TAR) es un derecho universal desde 2003, en el acceso a atención médica predominan desigualdades estructurales vinculadas al género, la clase, la etnicidad y la sexualidad, entre otras. Por ejemplo, sólo un poco más del 20% de las mujeres con VIH/sida están registradas en tratamiento, en contraste con casi el 80% de los hombres (Censida, 2022), y cuando logran obtenerlo, ellas tienen 1.34 más probabilidad de abandonarlo que sus contrapartes masculinas (Censida, 2018). Finalmente, 51% de las mujeres en tratamiento tienen probabilidad de abandonarlo en los primeros seis años, a diferencia del 37% de los hombres (Censida, 2016). Como es evidente, diversas estructuras de desigualdad interactúan y colaboran para producir estas condiciones de vulnerabilidad, es decir, funcionan como determinantes sociales de la salud y el acceso a su atención.

El contexto: Chiapas, la epidemia de VIH/sida y las mujeres

El estado de Chiapas es la entidad con mayor población en situación de pobreza extrema y moderada del país (29% y 46.4% respectivamente), más allá de que el 75.5% se encuentra en pobreza, es decir, alrededor de 4.21 millones (Rojas y Ángeles, 2017; Coneval, 2020). Asimismo, cuenta con una presencia indígena importante: casi 3 de cada 10 habitantes (28.17%) de 5 años o más habla alguna lengua indígena, con un porcentaje importante (27.21%) de monolingüismo. Es también el estado con los más altos indicadores de desigualdad social tales como una escolaridad promedio de 7.8 grados y 13.8% de analfabetismo entre personas de 15 años y más.

En términos de acceso a los servicios de salud, aunque en 2020 el 66.7% de la población estaba afiliada a los servicios de salud, la gran mayoría (68.6%) lo estaba al INSABI, seguida por el IMSS (18.2%), el ISSSTE (7%) y el IMSS Bienestar (4.6%) (INEGI, 2021). Se trata de la entidad con un índice de rezago social (2.644) que la ubica en un muy alto grado de rezago social, medida que resume indicadores de los más altos niveles de carencias sociales: rezago educativo, acceso a los servicios de salud, a los servicios básicos en la vivienda y, la calidad y espacios en la vivienda (Coneval, 2020).

En materia de VIH/sida, al tercer trimestre del 2020 en Chiapas vivían 9131 personas con el virus, a una razón de casi tres hombres (2.76) por mujer; es decir, 2679 (29.3%) son mujeres. El principal mecanismo de transmisión es sexual (88%) y el 2% ha sido perinatal. 36% de las personas viviendo con el virus tenían entre 20-29 años, el 30% entre 30-39 años y el 15% entre 40-49 años. Para el mismo periodo, 5304 personas con VIH/sida en Chiapas (71% hombres y 29% mujeres) han recibido tratamiento antirretroviral y se han realizado estudios de laboratorio de carga viral y conteo de linfocitos CD4 en la Secretaría de Salud de manera gratuita, como establece la Ley General de Salud (Instituto de Salud, 2019).

Los municipios con mayor proporción de casos de VIH/sida en mujeres son Tuxtla Gutiérrez, Tapachula, Villaflores y Tonalá (49%). El 85.1% de las mujeres viviendo con el virus tiene entre 15-49 años y el 87% lo adquirieron por vía sexual. En 2019 se registraron 957 infecciones nuevas por VIH/sida de las cuales el 21.4% fueron mujeres mientras que en 2020 se registraron 272 y el 19% fueron mujeres. Del total de mujeres con VIH/sida, en los once Servicios de Atención Intrahospitalaria (SAIH) y dos Centros Ambulatorios para la Prevención y Atención del VIH/sida e Infecciones de Transmisión Sexual (CAPASITS) en el estado, el 4.7% (60) son mujeres indígenas provenientes principalmente de los municipios de Ocosingo y Las Margaritas, entre otros, y el 4.1% (50) son mujeres migrantes de Centroamérica (Instituto de Salud, 2019).

El estudio: condicionantes sociales en el acceso de las mujeres con VIH/sida a los servicios especializados en Chiapas

Este artículo presenta un análisis cualitativo sobre Determinantes Sociales de la Salud (DSS) y del acceso de mujeres con VIH/sida a la atención médica en el estado de Chiapas, y recoge los resultados de una investigación de métodos mixtos realizada en 2020 con mujeres atendidas en los servicios especializados de la entidad3. El enfoque de este estudio comparte la creciente crítica de las ciencias sociales a las perspectivas biomédicas y conductistas dominantes en las investigaciones y políticas mundiales de salud pública y en particular, de la epidemia del VIH/sida.

La OMS ha respondido a la crítica creando la Comisión de DSS, cuyo reporte las caracteriza en términos de justicia social y equidad sanitaria:

La mala salud de los pobres, el gradiente social de salud dentro de los países y las grandes desigualdades sanitarias entre los países están provocadas por una distribución desigual, a nivel mundial y nacional, del poder, los ingresos, los bienes y los servicios, y por las consiguientes injusticias que afectan a las condiciones de vida de la población de forma inmediata y visible (acceso a atención sanitaria, escolarización, educación, condiciones de trabajo y tiempo libre, vivienda, comunidades, pueblos o ciudades) y a la posibilidad de tener una vida próspera (Organización Mundial de la Salud y Comisión sobre Determinantes Sociales de la Salud, 2009, p. 1).

Si bien este reconocimiento supone un avance en la comprensión del papel de las estructuras sociales en la construcción de la salud, la fuerza de la medicalización de lo social ha privilegiado una visión individualista de las DSS. La medicina social latinoamericana la ha cuestionado también, en términos de que puede favorecer “una visión determinista, causalista, que sería incapaz de dar cuenta de una realidad compleja, emergente […] donde quepa el sujeto como agente” (Peñaranda, 2013, p. 94).

En consonancia, interesó al equipo investigador4 reconocer esa dimensión activa del sujeto, pues las estructuras sociales materiales y simbólicas dan sentido a la acción de los sujetos y la condicionan, pero no la determinan. Es por lo que, en adelante, utilizaremos el término condicionantes sociales.

Como hemos mencionado, el estudio que sirve de base a este análisis utilizó métodos cuantitativos y cualitativos. Para el primer componente, se aplicaron 215 cuestionarios en una muestra aleatoria con mujeres que viven con VIH/sida, y que se atienden en alguno de los trece centros de atención del estado (SAIH O CAPASITS).

Se exploraron cuatro indicadores de CSS5:

  1. Inseguridad alimentaria

  2. Violencia de género: familiar, comunitaria e institucional

  3. Carga del trabajo de cuidados

  4. Accesibilidad a los servicios de salud

Los resultados cuantitativos indican que prácticamente todas las participantes (97%) sufren algún grado de inseguridad alimentaria, más de la mitad (55.9%) obtuvieron un puntaje grave y tres cuartas partes (73.5%) moderado o grave.

Cuatro de cada diez encuestadas habían sufrido algún tipo de violencia en la familia, psicológica (60%) y física (31%). En términos de violencia comunitaria, 38% reportaron que por lo menos una vez se ha revelado su diagnóstico en contra de su voluntad; 19% por lo menos una vez fueron objeto de rechazo, maltrato o agresión verbal o física por vivir con VIH/sida; 18% tuvieron que dejar su vivienda al menos una vez por la misma razón. Finalmente, 6% refirieron que les han negado servicios médicos y religiosos alguna vez, y otro 6% reportó que alguna vez han tenido que renunciar al trabajo o han sido excluidas de algún empleo, o bien se les ha pedido la prueba del VIH.

La mitad de las mujeres encuestadas se dedican al trabajo de cuidados exclusivamente, y 40% reciben ingresos mínimos en el comercio o labores del campo, y dedican poco tiempo o ninguno a realizar actividades de su interés (deportivas, recreativas, religiosas, artísticas, etcétera).

Finalmente, el principal obstáculo que reportan para asistir a las clínicas de atención especializada es la falta de dinero para los pasajes (42%). Prácticamente todas (97.7%) utilizan el transporte público y colectivo. Cuatro de cada diez gastan entre $101 y $500 pesos en cada visita, un gasto significativo cuando los ingresos mensuales por hogar son menores al salario mínimo.

Estos resultados evidencian la precariedad económica de las mujeres con VIH/sida en Chiapas, la inequidad en la carga del trabajo de cuidados y las múltiples formas de violencia que viven, muchas de ellas ligadas al diagnóstico. Es decir, muestran desigualdades sociales que configuran vulnerabilidades específicas ante la posibilidad de recibir atención especializada.

Los métodos

No obstante que estos hallazgos pueden ser considerados indicadores materiales de condicionantes sociales, articulados en función de desigualdades diversas (clase, racialización, género, edad, estado de salud y otros), el estudio que aquí presentamos se propuso explorar también la dimensión subjetiva de vivir con VIH/sida dentro de esas coordenadas.

Para ello, se diseñó una estrategia de investigación cualitativa que permitiera conocer la experiencia de las mujeres en relación con tales CSS, atendiendo así a la dimensión activa del sujeto frente a su propia salud6. Se utilizaron entrevistas autobiográficas narrativas (Vela, 2001) en las que las participantes construyeron narraciones sobre su vida cotidiana, sus relaciones familiares, sus estrategias de adherencia y de manejo del diagnóstico, sus fuentes de ingresos y los traslados a la clínica.

Se diseñó una muestra intencional de 32 mujeres con VIH/sida atendidas en los servicios estatales de salud. Se eligieron cuatro de ellos: los SAIH de Huixtla y Ocosingo, y los CAPASITS de San Cristóbal de Las Casas, Tuxtla Gutiérrez y Tapachula7 localizados en municipios con la mayor densidad poblacional del estado (INEGI, 2021) en los que además se concentra el mayor número de mujeres en atención especializada. A Ocosingo y San Cristóbal acuden, además, mujeres indígenas.

En las entrevistas participaron usuarias que cumplieron con los mismos criterios de inclusión del estudio cuantitativo8, que tuvieran residencia rural o indígena y hablaran español, y que, según el conocimiento del personal de salud, vivieran condiciones de inseguridad alimentaria, sobrecarga de trabajo de cuidados, y hubieran sufrido procesos de violencia de género (familiar, comunitaria o institucional).

Todas las entrevistadas aceptaron y firmaron el consentimiento informado, y autorizaron el registro en audio para su posterior transcripción, sistematización y análisis en el programa de análisis cualitativo NVivo 12.

Se llevó a cabo un procedimiento de análisis en el que los indicadores materiales de CSS (inseguridad alimentaria, violencia de género, trabajo de cuidados y acceso a las clínicas) fueron utilizados como protocolo de lectura del material de campo, lo cual implicó un procedimiento de identificación, clasificación y agrupación del discurso según los mismos indicadores (Coffey y Atkinson, 2003). Este análisis hizo evidente el papel del estigma social del VIH/sida no sólo en el riesgo de infección, sino en la violación de múltiples derechos, y las posibilidades de atención médica y adherencia al TAR.

Más aún, el estigma del diagnóstico tiene un efecto circular en las condicionantes sociales adversas. Es decir, se identificaron circuitos de retroalimentación en los que, en diferentes grados y dinámicas de interacción, no sólo se reflejan las condiciones de desigualdad que las mujeres enfrentan antes de la infección, sino cómo son a su vez alimentadas por el estigma.

El VIH/sida exacerba la estigmatización de individuos y grupos que ya viven opresión y marginalización, lo que a su vez incrementa su vulnerabilidad a la enfermedad y causa mayor estigmatización y marginación. La estigmatización, por tanto, no sólo ayuda a crear diferencia, sino que juega un papel crucial en transformar la diferencia basada en clase, género, raza, etnicidad o sexualidad, en desigualdad social (Parker y Aggleton, 2002, p. 10, traducción nuestra).

Si las entrevistadas se encontraban en condiciones de pobreza e inseguridad alimentaria, éstas se agudizan; si vivían violencia de género en la pareja o la familia, se incrementa y entreteje con la violencia comunitaria e institucional desencadenadas por la violación al derecho a la confidencialidad; si había escasez de dinero para la subsistencia en la vida cotidiana, ésta aumenta debido a los gastos y a la pérdida de ingreso asociadas a la asistencia a los servicios médicos. En resumen, el VIH/sida intensifica la precariedad económica, social y subjetiva que las mujeres ya enfrentaban antes del diagnóstico (Figura 1):

Figura 1 Circuitos de retroalimentación de condicionantes sociales antes del VIH  

El hallazgo de tales circuitos requirió de una forma de reflexión que permitiera mostrar en clave narrativa la profundización de condicionantes sociales adversas ante el diagnóstico de VIH, para lo cual se eligió un procedimiento de construcción de casos paradigmáticos, es decir, se identificaron entrevistas que ilustran tales ciclos (Figura 2).

Figura 2 Circuitos de retroalimentación de condicionantes sociales a partir del DX VIH 

La interseccionalidad: una aproximación teórico-metodológica a la complejidad de las condicionantes sociales de la salud

La teoría feminista de la interseccionalidad ofrece un campo interpretativo y una sensibilidad analítica que permite mostrar la forma en que la vida de todas las personas está construida sobre la base de ejes estructurales de desigualdad, los cuales generan experiencias singulares y concretas de subordinación y discriminación (Rodó-Zárate, 2021; Sales, 2017; Platero, 2012). Nos interesa, pues, “lo que la interseccionalidad hace, y no lo que la interseccionalidad es” (Hill y Bilge, 2019, p. 16).

Recientemente algunas investigaciones han reivindicado la interseccionalidad como un abordaje teórico-metodológico alternativo que permite investigar las interacciones de “los marcadores sociales en los niveles individual institucional y estructural […], y un paradigma transformador de los estudios de los determinantes de la salud” (Couto, Oliveira, Alves y Do Carmo, 2019, p. 2). El análisis interseccional: […] “proporciona un cuadro normativo que capta la complejidad de las experiencias vividas y, de modo concomitante, de los factores de interacción de la desigualdad social, que a su vez son fundamentales para la comprensión de las desigualdades en salud” (Hankivsky y Christoffersen, 2008, p. 271, la traducción es nuestra).

En este espíritu, hemos recogido la propuesta teórico-metodológica de Rodó-Zárate (2021) acerca de la interseccionalidad, la cual busca caracterizar la manera en que las desigualdades sociales se encarnan “según los cuerpos que la viven y según el contexto”, y se experimentan de forma simultánea. En el cruce entre estructuras de desigualdad y experiencia subjetiva se producen ciertos malestares9 que, en contraparte, se consideran como indicadores de desigualdades sociales. Las afectaciones emocionales se distribuyen así de manera desigual, según la posicionalidad de las personas entre la opresión y el privilegio. Por ello, es posible sufrir discriminación o violencia en una posición, al tiempo que se tiene ventaja en otra (Rodó-Zárate, 2021) por lo que, en la configuración de desigualdades, la interrelación de sistemas de dominación tiene una relación constitutiva. Se analizan así las dimensiones del poder y la exclusión “vinculando la experiencia condicionada por las posiciones sociales con las dinámicas estructurales de la desigualdad” (p. 205).

A decir de Guzmán y Jiménez (2015) la interseccionalidad permite comprender cómo las posiciones en los ejes de desigualdad unas veces se colocan en lugares de exclusión y otras en lugares de privilegio, y reconocer con ello el ejercicio del poder tanto desde la estructura como desde la agencia. La interseccionalidad permite considerar a los sujetos no como recipientes pasivos de una posición de identidad, sino como participantes de las interacciones de las diferencias y las desigualdades que los posicionan en distintos lugares, cargados a su vez de experiencias de malestar o bienestar10.

Por otro lado, además del análisis de malestares y bienestares expresados por las participantes, retomamos la propuesta de la autora sobre una geografía de la interseccionalidad, la cual subraya la importancia de los lugares en la experiencia de las desigualdades, es decir, toda experiencia corporal, emocional e identitaria que implica una “interseccionalidad situada” (Rodó-Zárate, 2021, p. 63). Los lugares no son sólo escenarios donde sucede la interseccionalidad, sino uno de sus elementos constitutivos. Recuperando tales intersecciones, Rodó-Zárate (2021) clasifica los lugares en:

  1. Lugares de opresión: ofrecen una sensación fuerte de malestar

  2. Lugares controvertidos: por un lado hay bienestar, pero por otro hay malestar

  3. Lugares neutros: se está bien, sin malestares

  4. Lugares de alivio: experiencias de refugio donde se atenúan malestares producidos en otros lugares

Hemos analizado en consecuencia los vínculos entre lugares, ejes de desigualdad y experiencias de bienestar/malestar, que se encarnan en la condición de vivir con VIH/sida para las mujeres entrevistadas.

Por otro lado, con el fin de producir, sistematizar, analizar y visualizar datos sobre las relaciones entre estas tres dimensiones de la interseccionalidad encarnadas en la experiencia subjetiva, recogemos los Relief Maps (mapas de relieve/alivio, en nuestra traducción) que Rodó-Zárate diseñó como un “modelo concreto para entender las dinámicas interseccionales desde una perspectiva geográfica y emocional” (2021, p. 168).

Hemos hecho aquí un ejercicio de sistematización e interpretación de las experiencias de bienestar y de malestar en relación con la opresión y el privilegio, al elaborar mapas de relieve con las narrativas de los casos paradigmáticos presentados anteriormente. Es decir, en función de cuidadosas lecturas de las entrevistas, identificamos cruces entre estructuras de poder, lugares y grados de bienestar/malestar. Seguimos la experiencia de la propia autora cuando desarrolló la herramienta de los mapas de relieve durante su trabajo de campo, para utilizarla en el análisis de sus entrevistas. Fue más tarde que Rodó Zárate (2015) propuso a algunas entrevistadas realizar ellas mismas sus mapas, como recurso para “ayudar a pensar sobre la propia experiencia desde una perspectiva espacial e interseccional” (p. 8).

La distinción entre malestares (sistémicos/sistemáticos, circunstanciales y éticos) y bienestares (sistémicos/sistemáticos, de alivio y normalizantes) (Rodó Zárate, 2021) facilita comprender las maneras en que la interseccionalidad se encarna en las participantes, en particular dentro de los circuitos de condicionantes sociales adversas que se desatan con el estigma del diagnóstico.

Las investigadoras construimos las categorías interseccionales de desigualdad a partir de las narrativas de los casos paradigmáticos que compartían ciertos ejes de opresión. A continuación, se incluyen junto con su símbolo y definición operativa:

* Estado de salud: experiencias de discriminación por el diagnóstico de VIH (serofobia)

º Sistema sexo-género: esencialismo reproductivo, distribución sexual del trabajo de cuidados y heteronormatividad (pareja y familia nuclear)

ª Clase social: acceso a recursos para la subsistencia y calidad de vida (alimentación, transporte, vivienda, etc.)

^ Alfabetización: nivel educativo y acceso a lenguajes dominantes

+ Ruralidad: condiciones sociales asociadas a la residencia rural

& Etnicidad: condiciones sociales asociadas a la pertenencia a pueblos originarios de la región

De la misma forma, los lugares que son constitutivos de la experiencia interseccional fueron sugeridos por el material de las entrevistas:

  1. Casa familia propia: habitada por la entrevistada, su pareja masculina, hijas e hijos y familia inmediata o extensa

  2. Casa familia política: habitada por la entrevistada, hijos e hijas, su pareja masculina y la familia de él

  3. Comunidad: localidad de residencia

  4. Servicios de salud y clínicas de VIH/sida

  5. Trabajo

  6. Espacio y transporte público

A partir de las narraciones con respecto a cada uno de estos lugares, y en cruce con las categorías de desigualdad, se les asignó una calificación en términos de alivio, opresión, neutralidad o controversia, indicada por las expresiones de malestar y bienestar.

Los cruces entre estos elementos (categorías de desigualdad, lugares y experiencias de malestar/bienestar) se ubicaron en un cuadrante en función de su intensidad e importancia. A continuación, presentamos los mapas elaborados para cada uno de los casos paradigmáticos, acompañados de una viñeta con los aspectos que nos permitieron esbozar las categorías de desigualdad, los lugares de opresión y las experiencias de malestar y bienestar organizados en tres momentos: antes del diagnóstico, al momento del mismo y la experiencia posterior.

Las narrativas y los Relief Maps (mapas de relieve)

Antonia (36 años, cuatro hijos de 16, 14, 11 y 8 años)

Antonia (Figura 3) es una mujer indígena que conoció su diagnóstico al inicio de su cuarto embarazo y recibió tratamiento antirretroviral para ella, su bebé y su pareja. Él se negó a tomarlo e incluso se lo prohibió, por lo que Antonia lo tomó a escondidas pues estaba preocupada por sus hijos. Ella mencionó varios episodios de violencia física en la relación de pareja. Durante su cuarto embarazo el personal de salud le indica cesárea por el riesgo de transmisión vertical. Sin embargo, tiene un parto vaginal porque estaba trabajando en la milpa y no le dio tiempo de llegar al hospital. También refirió haber recibido apoyos de fórmula láctea y pañales por parte del SAIH.

Figura 3 Relief Map de Antonia 

A los tres años del diagnóstico su esposo murió. La suegra y el cuñado la culpan de la infección y por temor al contagio la insultan, la abofetean y la expulsan de la casa y de la localidad. Durante cuatro años vivió en condiciones precarias, sin servicios y con inseguridad alimentaria. Su situación económica mejoró cuando se inició como vendedora ambulante de artesanías en el andador turístico de la ciudad, donde conoció a su más reciente pareja. Al momento de la entrevista tiene cinco meses de embarazo, su pareja se desentendió del hijo por nacer y sus hijos más pequeños (ocho y once años) también trabajan en la venta y contribuyen al precario ingreso familiar. Aunque ha recibido información sobre prevención de la transmisión vertical mediante la cesárea, no está segura de que así será su parto porque no tiene quién cuide a sus hijos mientras esté en el hospital ni durante la recuperación.

Pues pensaría así en parto normal, a ver si sale bien y si no, pues sólo Dios sabe, si muere pues nada qué voy a hacer, total ya luché, no lo aborté y alcancé a los nueve meses, pues si vive y pues si no, las dos cosas, así lo pensé ya las dos cosas, si Dios quiere que todo sale bien y si no ¿Qué voy a hacer? nada, total no lo dejé tirado en el camino, estoy con mis nueve meses y lo quiero mucho… sólo Dios sabe cómo va a nacer.

Aunque al momento de la entrevista vivía en la zona urbana, dice tener dificultades para solventar los gastos de traslado al SAIH pero, lo resuelve gracias al ingreso de sus hijos pequeños.

Mili (39 años, tres hijos de 22, 21 y 14 años)

Hace cuatro años conoció el diagnóstico a partir de los síntomas graves de su esposo, quien por dos años estuvo enfermo hasta el grado de incapacitarse para el trabajo; “ya casi no se levantaba”. Durante todo ese tiempo ella lo cuidó. Al principio pensó que había adquirido el virus por transfusión sanguínea en su último embarazo, pero después su esposo reconoció haber tenido otras parejas sexuales.

Él empezó con sus problemas de salud, pero no sabíamos de qué le provenía todo eso, ya tenía dos años enfermo y batallando y batallando pues que se curaba, lo curaban de una y de otra cosa, hasta que le hicieron el estudio de eso y pues resultó positivo, entonces, me lo hicieron a mí el mismo día e igual resultó positivo y fue cuando nos mandaron para esta clínica.

Ambos iniciaron tratamiento antirretroviral y él mejoró de tal manera su salud que reanudó su actividad productiva: “Él se compuso al poco tiempo, no tardó mucho, agarró medicamentos, se empezó a curar y este... y fue cuando ya siguió avanzando, gracias a Dios no se quedó, siguió avanzando, pudo hacer de... tuvimos una casita”.

Al inicio del matrimonio, de 25 años, se fueron a vivir a Puebla donde no conocían a nadie. Después del segundo embarazo, Mili (Figura 4) afirma que su esposo la empezó a celar, le prohibía vestirse de determinada manera e incluso salir, por lo que la confinó al ámbito doméstico. Hace dos años el esposo: “Empezó a tomar, empezó a andar con mujeres […] él llegaba y me insultaba y ya cuando estaba en juicio ya sólo me decía ‘discúlpame, perdóname, ya no lo vuelvo a hacer’ y bueno volvía a pasar y a la siguiente igual”. Al momento del diagnóstico recibieron información sobre prevención positiva y al principio se cuidaron, pero cuando su esposo volvió a tomar y andar con otras mujeres “dijo que a él no le importaba eso y ya no quiso protegerse”. Hace seis meses se separó de su marido y se siente con más libertad, puede opinar, decir lo que siente y salir. “Yo no estaba acostumbrada a trabajar ni a salir; yo no salía de mi casa para nada, para nada, e incluso la gente me señalaba por amargada porque yo de mi casa no salía pues, sólo encerrada me la pasaba…”

Figura 4 Relief Map Mili 

El esposo perdió el patrimonio que juntos habían construido (cuatro autotaxis y una casa) para sufragar los gastos de un accidente automovilístico. Ella usó lo que le tocó de la venta de la casa en la construcción de un cuarto en el terreno de su mamá, donde actualmente vive con su hijo. Ella vende cosméticos por catálogo y su hijo trabaja eventualmente como ayudante de albañil. Sus ingresos son precarios lo que le dificulta su traslado al CAPASITS, pero dice que no deja de asistir puntualmente a su consulta y ha sido adherente al tratamiento.

Manuela (32 años, seis hijos de 16, 12, 10, 8, 4 años y una bebé de un mes)

Manuela (Figura 5) tiene dos años con el diagnóstico. Cuando lo conoció, una enfermera del Centro de Salud local lo divulgó en la comunidad:

Pedí ayuda a un Centro de Salud, creyendo que a lo mejor ahí me podían apoyar, esa enfermera mandó a avisar a todas las colonias cercas que tuvieran cuidado conmigo, y hasta con mis niños. Desde que supieron que tuve sida ya no me hablan, se me quedan viendo feo donde vaya, hasta a mis hijos les han dicho cosas en la escuela.

Figura 5 Relief Map Manuela 

Su bebé de un mes nació por cesárea y es negativa al VIH. Cuando se embarazó estaba considerando abortar, pero algunos integrantes del personal médico la disuadieron de hacerlo:

Cuando yo me di cuenta ya tenía siete semanas y pasó por mi cabeza muchas cosas la primera, como abortar y todo eso. Pero ya de ahí, un doctor con el que me saqué un ultrasonido, de ahí salí con diez semanas de embarazo. Ese doctor habló conmigo y me dijo que lo pensara, que abortar no era la solución porque el bebé ya estaba. “Pero le digo que ya tengo 5 hijos, ¿qué voy a hacer con otro más?”. “No, -me dice-, pero esa no es la solución. ¿Quieres a los que tienes?”, “los quiero, los amo”. “Igual lo vas a amar, donde come uno, comen dos”. “Doctor, pero ¿qué voy a hacer?” “Pues tenerlo, abortarlo no es la solución porque ya es una vida más”. La verdad yo no quería abortarlo, pero tampoco lo quería tener.

El padre de su bebé migró a trabajar y no volvió a la comunidad ni mandó dinero para la manutención. Ella se encarga totalmente de la subsistencia y cuidado de sus seis hijos, pero actualmente está desempleada porque se divulgó su diagnóstico con el encargado de los ranchos plataneros donde desde niña trabajó como jornalera. Le pidieron prueba del VIH para emplearla: “Tuve que salirme porque en la prueba que me mandaron a hacer, salió positiva. Y pues no, no tuve la cara de ir a decirles, ¿sabe qué?, déjeme trabajar. Me dio miedo que supieran”.

Por la falta de ingresos para el transporte dejó de recoger su medicamento dos meses: “o les doy de comer a mis seis hijos o voy por mi medicamento” En el servicio de salud no ha recibido fórmula láctea para su bebé y sin trabajo no la puede comprar ($200 por lata cada cuatro días). Recibe apoyo económico de su hermana para comprar la fórmula porque es la única persona que conoce su diagnóstico y comprende porque no amamanta.

Fabi (dos hijas de 17 y 14 años e hijo de 8 años)

Fabi (Figura 6) tiene formación técnica profesional, pero a partir de la pandemia de Covid-19 inició en su casa un negocio de abarrotes del que se ocupan sus hijas mayores.

Figura 6 Relief Map de Fabi 

Cuando su pareja enfermó y dio positivo en la prueba del VIH a ella también la detectaron, de modo que tienen cuatro o cinco meses de diagnóstico. Ésta es su segunda pareja, con quien tiene tres años de relación; de la primera se separó cuando tenía tres meses de embarazo de su tercer hijo. La maltrataba físicamente, la celaba, tenía otras parejas sexuales y la confinó a dedicarse exclusivamente al hogar, “me cortó las alas a partir de que nos casamos”.

Antes del diagnóstico, su pareja actual tomaba mucho y llegaba de madrugada. Al conocer su condición él se deprimió y se culpó del contagio, pero ella le propuso no buscar culpables y aceptar la situación: “sólo Dios sabe por qué hace las cosas […] lo aceptamos y a lo mejor y así vas a dejar de hacer tantas cosas que hacías antes”:

Dejó de hacer cosas que nos tenían mal y ahora estamos bien... o sea, por eso te digo que dio un cambio en mi vida ¿Por qué? porque ahora estamos como que más juntos, más unidos, vamos a hacer esto entre los dos y sí hagamos esto, hagamos lo otro, ya... o sea, como que nos unió más esto. Entonces yo, esto no lo tomo como que “ay, Dios mío, ay, que esta enfermedad” no, fíjate que a veces digo “no pues si estar loca como para aceptarlo ¿no?”. Pero no, yo lo acepté de la mejor manera, o sea, de alguna u otra manera pues de algo tenemos que morir ¿no? Y entonces, bueno, gracias a Dios ya tengo este virus, pero, lo tomo bien porque me acercó más a él, estamos más unidos, o sea, hacemos cosas que no hacíamos anteriormente, él toma decisiones y me las dice a mí, o sea, ya no es igual como antes.

Ella se encargó de buscar información y tomó la iniciativa para salir adelante a partir de que decidió mantener la relación de pareja, aunque en su narrativa él fue responsable de infectarla e incluso propuso separarse. Además, se encarga de administrar el medicamento de ambos y no faltar a las citas médicas. Cuestiona a las mujeres que culpan a sus parejas del contagio y se separan porque se deprimen y baja su autoestima. Afirma que la mayor motivación son los hijos, vivir para los hijos.

Entonces nosotras de mujeres tenemos que ser más fuertes, mucho más fuertes ¿Por qué? porque si tenemos hijos más por ellos ¿Qué es lo que queremos? pues pedirle tanto a Dios que nos dé vida, que nos dé... Yo ¿Sabes qué? lo que digo todos los días y todas las noches? “Señor gracias por un día más de vida, sólo te pido, más tiempo de vida, con que yo vea a mis hijas que ya se recibieron, que ya son profesionistas, ahí sí me puedes llevar, si gustas”, tal vez no por esta enfermedad u otro accidente, pero yo ya cumplí y no me opaco, no digo “ay me voy a morir” no, al contrario.

Fabi y su pareja acordaron no abrir su diagnóstico con sus familiares, pues consideran que “es lo peor que podemos hacer, es lo mejor no decirles.” Ella justifica esta decisión porque la gente es ignorante y van a discriminarlos a ellos y a sus hijos.

Carola (dos hijos, de 8 y 5 años)

El hijo mayor de Carola (Figura 7) tiene diagnóstico de VIH por transmisión vertical, lo que permitió su detección y acceso a tratamiento desde hace siete años y medio. Trabaja en el cultivo de café del predio familiar, pero ha sido migrante interna y vendedora ocasional. Actualmente reside en una comunidad rural de la zona alta del Soconusco, junto con la familia de su marido. Su narrativa inicia con su estancia como jornalera agrícola en Sinaloa, en la que Carola conoció su diagnóstico cuando su hijo fue internado en terapia intensiva por síntomas asociados al virus. Fue así como se enteró de que su esposo vivía con el VIH, al igual que su suegro:

¿Y cómo? y dice “es que yo pues me inyectaba, pero en varias ocasiones con la aguja...”, porque en zona alta [de Chiapas] tenemos la costumbre todavía de nada más ponerle alcohol a la aguja ¿No?... porque allá no hay farmacia no hay nada, ni Centro de Salud, nosotros tenemos que caminar dos horas para llegar al Centro de Salud y en veredas, no hay transportes, no hay carros, ni nada. Entonces lo que hace la gente allá es reutilizar las mismas agujas para inyectarse, y ya me explicó eso.

Figura 7 Relief Map de Carola 

A los dos meses de edad su bebé estuvo internado en un hospital privado de Sinaloa porque debido a que los padres no llevaban la póliza del seguro popular les negaron la atención en los servicios públicos de salud. Cuando finalmente lo dieron de alta, en circunstancias de pobreza extrema lograron una donación gubernamental para pagar el saldo y regresar a Chiapas. Desde entonces, Carola se ha encargado del cuidado de cuatro personas con VIH en la casa familiar: su esposo, su suegro, su hijo y ella misma. Ha buscado estrategias para que el niño tome diariamente el medicamento sin explicarle lo que tiene, pues para ella no tiene edad para entender. Aun así, su hijo le dice: “mami tómate tu medicamento, tal vez Dios no nos cure ahorita, pero nos da las fuerzas para aguantar”

Aunque reside en una comunidad rural que está a cuatro horas y media del CAPASITS, Carola afirma haber sido adherente en su tratamiento y el de su hijo, y describe la clínica como un espacio de reconocimiento, apoyo y alivio: “CAPASITS no sólo es un lugar donde nos den medicamentos, para mí es... de hecho muchos amigos que me han ayudado, no sólo en cuestión de VIH/sida sino de otros problemas, siempre han estado conmigo y se los agradezco demasiado”.

Inclusive ante su segundo embarazo, Carola aprecia que “la doctora no me regañó, al contrario, me apoyó”, y que recibió las indicaciones relativas a la prevención vertical, tanto durante la gestación como en el período de lactancia. Tanto la precariedad económica como su condición de ruralidad impidió en algunas ocasiones conseguir la fórmula láctea, por lo que “luché para ganar, aunque sea 50 pesos para comprarle un bote de leche a mi hija, aunque a veces, como le digo, allá no hay farmacias, ni tiendas en donde puedan vender. Vendían cajitas de harina de arroz, de esas de 3 estrellas para hacer atolitos”.

Carola no es ajena a episodios de discriminación por su estado de salud, empezando por su padre, quien le dijo: “esta enfermedad se va a acabar hasta que el último que tenga se muera”. También conoció la violación a la confidencialidad del diagnóstico, cuando la enfermera del Centro de Salud comunitario comentó en la sala de espera: “tenga cuidado con esas personas porque tienen sida” En ocasiones le es imposible tomar un transporte al salir del CAPASITS pues los choferes se niegan a recogerla por el estigma que pesa sobre la clínica.

Hace ya algún tiempo que una organización de la sociedad civil de la zona, cuyo trabajo se centra en la prevención de transmisión vertical, la ha invitado a dar pláticas sobre su experiencia de vivir con VIH/sida en diferentes eventos informativos y educativos, en los cuales ha hecho una reflexión crítica sobre la desigualdad de género, más allá de la vida con el virus.

Yo decía “no valgo nada pues soy mujer, nací para tener hijos, para atender a mi marido, para estar en sujeción a él”, pero no, ahora entiendo que tengo derechos, sé que valgo demasiado, y no debe de haber una mujer que se sienta menos, porque las mujeres podemos hacer las cosas mejores, y no digo que tampoco los maltratemos y todo eso, ¿no? pero debe de haber una igualdad.

Esta experiencia la ha transformado radicalmente en tanto le permite realizar su vocación por colaborar en evitar el sufrimiento de otras mujeres. Su visibilidad como mujer viviendo con VIH es una poderosa estrategia de lucha contra el estigma que la lleva a afirmar “antes no era ni la mitad de lo que soy ahora”.

La interseccionalidad en su dimensión de experiencia subjetiva

Una constante en las narraciones es la presencia de malestares sistémicos/sistemáticos, definidos como “aquellos que están relacionados con posiciones de opresión en algún sistema (sistemáticos) y/o que se dan de forma recurrente en los lugares de la vida cotidiana (sistemáticos)” (Rodó-Zarate, 2021, p. 108). En el análisis que nos ocupa, este malestar es causado precisamente por los indicadores de desigualdad social (inseguridad alimentaria, desigualdad en el trabajo de cuidados, violencia de género e inaccesibilidad de las clínicas), agudizadas por el estigma ligado al VIH/sida. La carestía del traslado al servicio de salud, la imposibilidad de asistir por la distribución desigual del trabajo doméstico, la expulsión y segregación familiar y comunitaria por miedo al “contagio” y la violación a la confidencialidad del diagnóstico hacen que la localidad se experimente con frecuencia como un lugar de malestar.

En contraste, muchas de las participantes describen algunos de los servicios de salud, especialmente las clínicas de atención especializada, como refugios o lugares de alivio donde se experimenta un gran bienestar porque el estigma se diluye y su voz es escuchada. El bienestar:

No apunta a los privilegios estructurales, sino que se relaciona con la agencia, con la transformación social y con la creación de solidaridades [...] Los lugares a los que están vinculados [los bienestares de alivio] son espacios con un fuerte potencial transformador, porque son espacios donde se desarrollan formas de vida que escapan de alguna normatividad social (Rodó-Zárate, 2021, p. 112).

El temor a la muerte y el estigma del VIH/sida se ven amortiguados o incluso desaparecen cuando se asiste a la clínica especializada donde se recibe información, pero sobre todo consulta médica y tratamiento antirretroviral. La posibilidad de conversar de manera abierta sobre el diagnóstico y sus consecuencias, tanto con el personal como con otras personas en su misma condición, además de la calidad del cuidado recibido, convierten a estos servicios en un refugio donde las mujeres pueden descansar de las estrategias de ocultación que se ven obligadas a operar en otros lugares, además de la violencia institucional y comunitaria.

En contraste, están presentes malestares relacionados con la distancia y costo del transporte. Si bien se narraron violaciones a la confidencialidad del diagnóstico, o cuestionamientos de sus derechos reproductivos, el agradecimiento por la calidad de atención es palpable.

Todos los mapas muestran una mezcla de bienestar y malestar en los hogares familiares, de ahí que los consideremos lugares controvertidos de desigualdad, amor y normalización. Ya sea en las familias políticas o las propias, cuando las mujeres han podido abrir el diagnóstico y la respuesta es de aceptación, es evidente el alivio que se produce, pues el eje de opresión relacionado con la serofobia se suspende. Pero como puede verse en las viñetas, no es el caso en todas las familias. Hay más bien diferencias en cuanto a la capacidad del grupo familiar para resistir los discursos estigmatizantes del VIH/sida.

En términos de la maternidad, los y las hijas son al mismo tiempo fuente de malestar y de bienestar, lo primero, porque las madres viven en constante preocupación al carecer de las condiciones para atender las necesidades básicas de alimentación y vivienda. En general, este malestar está relacionado con el hecho de que varias de ellas ejercen su maternidad en completa soledad y abandono de redes de apoyo familiares e institucionales. Así, cumplir el mandato heteronormativo de la maternidad se vive como una experiencia de desigualdad social, lo cual hace de los hogares familiares espacios controvertidos.

Por otro lado, al momento de conocer el diagnóstico se teme la muerte y con ella el desamparo de las y los hijos. Su vínculo fundamental es con ellas y ellos, quienes, las participantes, definen como la razón para seguir viviendo a pesar del diagnóstico, del abandono de la pareja o de las condiciones de precariedad múltiple; son la motivación principal para mantener su atención clínica y la adherencia al medicamento. La casa familiar ofrece bienestar en términos de cariño, compañía y en ocasiones apoyo, en la medida en que algunos hijos o hijas conocen el diagnóstico de la madre. Independientemente de la edad, hijos e hijas motivan a las mujeres a mejorar su calidad de vida, ya sea por medio de separarse de la pareja o contribuyendo económicamente para cubrir el costo del transporte y posibilitar el acceso a tratamiento de manera puntual. Así, el hogar se convierte en un lugar de alivio tanto por el vínculo amoroso con hijos e hijas como por su colaboración material y emocional en el trabajo de cuidados.

Por otro lado, la crianza otorga una sensación de tarea cumplida que, creemos, marca parte de este bienestar como normalizante, en tanto confirma para las mujeres un lugar en el sistema opresivo de sexo-género.

En términos de la relación de pareja, los relatos de las participantes unidas con hombres que comparten el diagnóstico revelan un esfuerzo cotidiano por mantener el orden heteronormativo en las casas familiares. Es un orden en el que la pareja heterosexual exige monogamia unilateral por parte de las mujeres -supuestamente destinadas a la reproducción y la maternidad- y asigna a cada uno una posición en el sistema sexo-género. Se trata de una narrativa presente en aquellas mujeres que conocieron su diagnóstico a partir de la enfermedad de su pareja. En este sentido, las narrativas muestran que las casas familiares fueron lugares de malestar al momento del diagnóstico.

No obstante, algunas de las entrevistadas se sobreponen a la culpa y a la ira para eventualmente aceptar su condición, en aras de mantener la relación de pareja y la familia, y en ocasiones proponen una suerte de apoyo mutuo para emprender el proyecto conjunto de vivir con VIH/sida.

Se trata de experiencias de mujeres que han cuidado a la pareja aun antes del diagnóstico, durante la enfermedad que los llevó a descubrir la infección. Hay una cierta reiteración de que, una vez diagnosticados ambos, son ellas quienes “llaman la atención” y motivan a sus parejas a que asuman que el VIH/ sida no es inevitablemente mortal e inicien el tratamiento. Posteriormente vigilan que acudan por su medicamento e incluso que lo tomen regularmente.

En algunos casos, especialmente el de Fabi, el diagnóstico funciona también como una especie de estrategia de disciplinamiento de la pareja masculina en relación con el consumo de alcohol y las relaciones sexuales con otras personas. El pacto de secreto respecto del diagnóstico expresa un bienestar al tiempo normalizante y de equidad, en tanto se utiliza como palanca para exigir al marido la misma monogamia que ella ha practicado, y así restaurar, aunque de manera precaria, una identidad heteronormativa ligada al matrimonio y la familia. De este modo, este bienestar tiene que ver con la normalización de la discriminación, es decir, no indica “posiciones de privilegio, sino que señala las normatividades, los discursos y las prácticas que hacen que las oprimidas no sientan su propia opresión” (Rodó-Zarate, 2021, p. 112). Sin embargo, cuando opera, la estrategia parece mantenerse sólo de manera temporal. Por ejemplo, en la historia de Mili, el marido vuelve a consumir alcohol y a las relaciones extramaritales para, al cabo del tiempo, abandonar por completo el tratamiento.

Reflexiones finales

Nuestros modos hegemónicos de pensar y de hablar están organizados en torno a dicotomías. Entre ellas: cuerpo y mente; cuerpo y espíritu; cuerpo y organismo; cuerpo y sujeto; objeto y sujeto; naturaleza y cultura; teoría y práctica; individual y colectivo. Son dicotomías útiles para pensar, para explicar y para definir. Pero hay modos de sentir, de vivir y de conocer que a veces las diluyen, las disuelven, las superan, las desbordan. Por eso, estas dicotomías pueden ponerse en discusión (Mora, 2013).

En alguna medida, titubeante, esta exploración sobre la productividad del cruce entre los enfoques de las condicionantes sociales de la salud y la interseccionalidad situada muestra una intención -y un intento- por problematizar las dicotomías cuerpo-mente, carne-sentido, materialidad-discurso que pueblan buena parte de la investigación social.

Con el uso de los mapas de relieve hemos descubierto un procedimiento de análisis que no sólo permite ubicar la experiencia en ciertos ejes de desigualdad, sino que también ofrece posibilidades para comprender cómo ello se hace cuerpo/sujeto. Nos permitimos repetir a De Lauretis (1992) cuando define la experiencia como un proceso en el que nos ubicamos -o se nos ubica- en la realidad social, y en el que percibimos “como subjetivas (referidas a y originadas en uno mismo) esas relaciones -materiales, económicas e interpersonales- que de hecho son sociales” (p. 253). Pero más allá de pensar lo subjetivo como individual, hemos podido construir ciertas formas de una interseccionalidad no solamente situada geográficamente, sino también encarnada en corporalidades, sensaciones y posibilidades de autonomía. Insistimos por ello en que la experiencia de vivir con el virus no sólo es consecuencia de su condición de género sino de la coconstitución del mismo junto con otras estructuras de poder.

Si bien encontramos variaciones en los malestares o bienestares experimentados en lugares específicos como la casa familiar, las clínicas, el transporte público y el trabajo, la serofobia aparece en todas las narrativas como el motor principal de las relaciones múltiples de opresión. El estigma y la discriminación, vividos o temidos, que pesan sobre el diagnóstico, son el punto de inflexión no únicamente de los malestares de las mujeres sino de su corporalidad misma. De ello depende, literalmente poder viajar en el transporte público para acudir a atención médica, o amamantar a su bebé, o dar a luz por cesárea o por parto natural, para solicitar o conservar su trabajo, o recibir apoyo en las tareas de cuidados, e inclusive para permanecer en su hogar o comunidad.

El estigma y la discriminación que pesa sobre las mujeres con VIH/sida persiste gracias a la creencia de que la epidemia heterosexual se debe al comportamiento sexual “promiscuo” de las mujeres. Ejes de desigualdad ligados a la sexualidad no normativa y al género producen el estigma del VIH/sida, que interactúa con temores preexistentes acerca del contagio y la enfermedad, reforzándose mutuamente. El temor de las mujeres a revelar su estado serológico porque pueden ser etiquetadas como “promiscuas” o “prostitutas” y por ello culpabilizadas de la infección de la pareja, incrementa sus múltiples vulnerabilidades.

En contraste, los lugares que ellas describen como espacios de bienestar incluyen la posibilidad de abrir su diagnóstico de VIH/sida sin temor al estigma, como es el caso de las clínicas especializadas. No sólo ofrecen el tratamiento antirretroviral, sino relaciones de apoyo e inclusive afectuosas entre el personal y las usuarias, y sostenidas por la solidaridad y la conciencia de una circunstancia común. Es notorio en el caso de Carola, quien narra una profunda transformación subjetiva a pesar de los condicionantes sociales en los que el diagnóstico del VIH la encontró. En una conjunción extraordinaria de condiciones estructurales y subjetivas, Carola logra hacer de sí misma un sujeto con voz propia, y del diagnóstico un campo de acción para aspirar a colaborar en la respuesta a la epidemia. La presencia de organizaciones de la sociedad civil en la respuesta local al virus fueron la piedra de toque que permitió a Carola transformar el diagnóstico en motor de vitalidad e inclusión social.

En los hogares donde ha sido posible compartir el diagnóstico las mujeres reportan también una sensación de alivio importante pues, aunque pueden seguir otros malestares sistémicos como la violencia y precariedad, por lo menos la ausencia del estigma permite algunas formas de apoyo. Es notoria, asimismo la posibilidad de un cierto poder que trae el pacto de secreto que algunas de las entrevistadas mantienen con su pareja masculina, y la disciplina que, aunque probablemente temporal, infringe en su conducta sexual.

El análisis interseccional a través de los mapas de relieve permite mostrar la interacción de las condiciones sociales que restringen de formas diversas y en diferentes grados el derecho de las mujeres con VIH/sida al libre movimiento, a decidir sobre su propio cuerpo y al trabajo, así como el acceso a los servicios de salud especializados. Urge comprender sus experiencias simultáneas de opresión y privilegio para evitar exclusiones en la atención cuando desde las instituciones sus malestares se reducen a su condición de género.

Los mapas de relieve muestran que la llamada epidemia de estigmatización, discriminación y, al mismo tiempo, de negación del VIH/sida, sigue siendo hoy en día un desafío que exige conceptualizarla como un proceso social, no únicamente individual y que requiere de intervenciones estructurales incluso fuera del campo de la respuesta a la epidemia (Parker y Aggleton, 2002). Las intervenciones individuales con base en modelos meramente conductuales deben complementarse con acciones que refuercen la capacidad de resistencia y movilización de las mujeres viviendo con VIH/sida para luchar contra la estigmatización, discriminación y opresión. La experiencia de vivir con el virus y las dificultades para la adherencia a los antirretrovirales van más allá de la voluntad individual y se encarnan en malestares emocionales producidos por desigualdades de clase, ruralidad, alfabetización, posiciones de sexo-género y otros ejes que requieren de transformaciones sociales de gran calado.

El reconocimiento social de los malestares sistémicos constituye una estrategia primordial para la desestigmatización social del VIH/sida y de las personas que lo viven, de modo que se obstruyan los circuitos de retroalimentación de las condiciones estructurales de precarización y opresión en las que ya viven las mujeres que participaron en el proyecto. Son necesarias intervenciones que cuestionen el estigma y la discriminación a nivel de comportamiento individual e institucional, al tiempo que se impulse la movilización social, comunitaria y el apoyo a la organización de grupos de mujeres afectadas por el virus. En este sentido, urgen acciones que vayan más allá de generar curvas de bienestar ocasional y no sistémico, mismas que no transforman las múltiples desigualdades sociales que producen las experiencias corporales y emocionales de vivir con VIH/sida.

Es urgente insistir, por ejemplo, en la importancia de generar condiciones para la autonomía económica de las mujeres incluidas en el estudio, las sanciones a empleadores que solicitan pruebas del VIH para acceder o permanecer en el trabajo, en tanto que se experimentan como bienestar, pero también porque les permitirían sortear algunas de las adversidades cotidianas más allá de su condición de vivir con el virus.

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1El término cisgénero denomina los procesos socio-subjetivos en los que el sexo de asignación al nacimiento (femenino o masculino) concuerda con la identidad de género de las personas (mujer u hombre).

2Después del sexo anal, la transmisión hombre-mujer en el sexo vaginal es la más frecuente: de 2 a 4 veces más probable que de mujer a hombre (Wilton, 2012).

3El trabajo de campo fue apoyado por Censida a través del Convenio DAI-01-Colegio Frontera Sur-2020.

4Angélica Evangelista (ECOSUR) y Ana Amuchástegui (UAM-Xochimilco), Alejandro Rivera, (Programa de VIH/sida de Chiapas), Alexandra Martin- Onraët (Instituto Nacional de Cancerología) y Pablo F. Belaunzarán (Division of AIDS/NIH).

5Los criterios de inclusión en la muestra fueron: ser mujer por asignación al nacimiento; edad entre 18 y 44 años; tener VIH/sida con tratamiento antirretroviral durante al menos seis meses; aceptación voluntaria para participar en el estudio.

6“A través de ese proceso uno se coloca a sí mismo o se ve colocado en la realidad social, y con ello percibe y aprehende como algo subjetivo (referido a uno mismo u originado en el) esas relaciones ―materiales, económicas e interpersonales― que son de hecho sociales, y en una perspectiva más amplia, históricas” (De Lauretis, 1992, p. 253).

7Los once SAIH y dos CAPASITS en Chiapas proporcionan servicios ambulatorios para la prevención y atención especializada de personas con VIH/sida e ITS, tales como atención médica integral, medicamentos antirretrovirales, atención psicológica, enfermería, trabajo social, estudios de laboratorio y talleres de adherencia (ver https://www.gob.mx/censida/acciones-y-programas/centros-de-atencion-sais-y-capasits).

8Las entrevistadas comparten en términos generales las características sociodemográficas de la muestra de mujeres encuestadas.

9Nombramos malestares a aquellas narraciones de situaciones que implican inconformidad, sufrimiento, miedo, angustia, dolor e impotencia, y bienestares a experiencias de libertad, aceptación, autonomía, reconocimiento, seguridad, tranquilidad y respeto.

10Resulta pertinente recuperar la advertencia que hace Espinosa (2020), citando a Patricia Hill Collins, de la diversidad de perspectivas que tiene la interseccionalidad a partir de concentrarse “demasiado en la narración de identidades” [abordaje micro] o de focalizar “en las estructuras, en detrimento del análisis de las dimensiones subjetivas de las relaciones de poder” [abordaje macroestructural] (p. 87).

CÓMO CITAR: Amuchástegui, Ana y Evangelista, Angélica. (2022). Interseccionalidad y condicionantes sociales de la salud: una aproximación teórico-metodológica sobre el efecto del estigma en la vida de mujeres con VIH/sida en Chiapas. Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género de El Colegio de México, 8, e929. doi: http://dx.doi.org/10.24201/reg.v8i1.929

Recibido: 29 de Marzo de 2022; Aprobado: 19 de Septiembre de 2022; Publicado: 07 de Noviembre de 2022

*Autora para correspondencia

Ana Amuchástegui

Es profesora investigadora del Depto. de Educación y Comunicación de la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco. Integrante del Sistema Nacional de Investigadores nivel II. Su investigación se ha enfocado en la relación entre subjetividad, género y sexualidad, especialmente en el campo de los derechos. Editó el volumen colectivo Mujeres y VIH en México: diálogos y tensiones en perspectivas de la salud (2018, UAM-X/Imagia). De 2013 a 2019 coordinó el proyecto colaborativo Yantzin: mujeres acompañantes pares en VIH en clínicas públicas de la CDMX, Cuernavaca y Oaxaca.

Angélica Aremy Evangelista García

Es investigadora del Grupo Académico Estudios de Género de El Colegio de la Frontera Sur en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas. Integrante del Sistema Nacional de Investigadores nivel I. Su investigación se ha enfocado a la comprensión de la violencia de género contra las mujeres en ámbitos de educación superior. En 2021 coordinó el libro Violencias en la Educación Superior en México (ECOSUR/Ediciones Eón). Actualmente integra el colectivo de investigación e incidencia del proyecto Pronace-Seguridad (Conacyt) Desarticulando la violencia de género y juvenil en la Instituciones de Educación Superior (2022-2025).

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