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Revista interdisciplinaria de estudios de género de El Colegio de México

On-line version ISSN 2395-9185

Rev. interdiscip. estud. género Col. Méx. vol.8  Ciudad de México  2022  Epub Sep 12, 2022

https://doi.org/10.24201/reg.v8i1.909 

Artículos

“Alguien tenía que pagar, alguien tenía que estar en la cárcel”. Relato de vida de una mujer acusada de infanticidio

“Someone Had to Pay, Someone Had to Go to Jail”. The Life Story of a Woman Accused of Infanticide

María Florencia Actis1 
http://orcid.org/0000-0002-7266-7838

1Grupo de Estudios sobre Familia, Género y Subjetividades (Universidad Nacional de Mar de Plata/CONICET) Facultad de Periodismo y Comunicación Social (Universidad Nacional de la Plata). Mar del Plata/La Plata, Argentina. email: florencia.actis@perio.unlp.edu.ar


Resumen

El texto expone la trayectoria de vida de una mujer detenida desde el año 2001, condenada a prisión perpetua por el asesinato de sus tres hijas, en manos de su expareja. Se plantea como objetivo analizar el papel del sistema de justicia ante casos de infanticidio y sus efectos en la vida de las mujeres, pero también el castigo adicional que supone atravesar el sistema carcelario bajo el estigma de ser “infanto” (asesinar a un hijo o hija). Se conjugan estrategias del método biográfico y etnográfico, en tanto se hilvanan fragmentos de una entrevista biográfica, con relatos cruzados y registros de campo elaborados entre 2016 y 2020, durante el proceso de acompañamiento en su tránsito tanto adentro como afuera de la cárcel. Centralmente, se observa que la justicia, mediante un continuum de decisiones-omisiones, funciona como un dispositivo de producción de sufrimiento que borra y profundiza los contextos de violencia, desigualdad y soledad de las imputadas. La investigación representa un aporte al campo de estudios feministas ya que permite visualizar y problematizar las violencias de género específicas, y multidireccionales, a las que se ven expuestas las mujeres acusadas de infanticidio en Argentina, pero también las resistencias que construyen o formas de “ganarle al sistema”.

Palabras clave: infanticidio; maternidad; mujeres presas; administración de justicia; experiencias

Abstract

This work is about the life story of a woman who has been detained since 2001, sentenced to life imprisonment for the murder of her three children by her ex-partner. The objective is to analyze the justice system’s role in cases of infanticide and its effects on women's lives, but also the additional punishment of serving time in prison under the stigma of having killed a child. A combined biographical and ethnographic approach includes fragments of a biographical interview woven together with intersecting accounts and field records made between 2016 and 2019, as she was accompanied both inside prison and on the outside. Centrally, it is observed that the justice system, through a continuum of decisions-omissions, is a device to cause suffering that ignores and exacerbates the contexts of violence, inequality and loneliness of those women accused. The research contributes to feminist studies by problematizing and shedding light on the specific and multidirectional gender violence affecting women accused of infanticide in Argentina, it also shows their resistance mechanisms, or ways of “beating the system.”

Keywords: infanticide; maternity; imprisoned women; justice administration; experiences

Introducción

La relación de las mujeres con el universo del delito ha sido construida históricamente como una no-relación, como una relación desencajada. Quienes han cometido un hecho considerado delictivo, han sido tratadas como outsiders (Becker, 2018) de su género, porque su accionar se ha desviado del conjunto de reglas que producen, regulan y controlan al grupo social de las mujeres.

En la criminología positivista anglosajona primaron fundamentos antropobiológicos que estudiaron a la mujer delincuente desde su esencia desviada, desde factores considerados intrínsecos a su personalidad, legitimando un régimen tratamental diferencial, basado en su tutela y medicalización. Por su parte, desde las corrientes psicosociales que estudian el fenómeno de la criminalidad femenina persiste la tendencia a reducir los delitos contra las personas a su fundamento psicopatológico individual, mientras los delitos contra la propiedad, la seguridad o la salud pública son explicados a partir de factores externos. Volviendo a Howard Becker: “la desviación no es una cualidad del acto que la persona comete, sino una consecuencia de la aplicación de reglas y sanciones sobre el ‘infractor’ a manos de terceros. Es desviado quien ha sido exitosamente etiquetado como tal” (Becker en Heidensohn, 2019, pp. 62-63).

Desde las perspectivas criminológicas críticas no hay hechos delictivos per se, sino procesos de criminalización mediante los cuales determinadas acciones son etiquetadas y transformadas en delitos (criminalización primaria), y distribuidas en forma desigual y selectiva durante las instancias de control social (criminalización secundaria). La disciplina criminológica, lejos de clasificar y describir actos, se constituye en una plataforma discursiva de creación y recreación de diferencias (y jerarquías) de género, que reposa sobre las nociones médicas, en términos de Becker (2018) las “etiquetas”, de normal/desviado. Un campo que determina la desviación o no de un acto a partir de los sentidos culturales de género y, por tanto, rearticula saberes, categorías, regímenes visuales y perceptivos en torno a la idea de mujer desviada, al tiempo que modela el estatuto de normalidad de las prácticas, deseos y opciones de vida femeninas. “Así, la figura de la mujer criminal fue construida como la antítesis de la mujer-esposa-madre dedicada al cuidado del hogar” (Castells, 2019, p. 10).

Entre finales del siglo XIX y comienzos del XX, la criminología positivista argentina, influida por su homóloga italiana, atraviesa un período de auge, en tanto hay un especial interés del Estado nacional hacia el fenómeno de la criminalidad. Sin embargo, los desarrollos en torno a la criminalidad femenina ocuparon, en una perspectiva de análisis cuantitativo, un espacio más bien reducido, y en una perspectiva cualitativa, uno de excepcionalidad (Cesano y Dovio, 2009), esto es: “se hablaba de una criminalidad específica de la mujer diferenciada naturalmente de la del hombre” (p. 61).

En este punto vale señalar que, en la segunda mitad del siglo XIX, el país iniciaba su proceso de modernización con una fuerte apuesta a la educación y la instrucción de su pueblo, concibiendo a las mujeres como garantes de la transmisión de los valores morales y religiosos de la patria, tanto en la esfera privada del hogar (“la madre-maestra”) como en la esfera pública de las instituciones educativas (“la maestra-madre”). “La madre republicana era el modelo femenino que va imponiéndose, aquella mujer capaz de educar a los futuros ciudadanos de la nación en formación” (Felitti, 2004, p. 4). Se consolida un nuevo paradigma de mujer, una ideología alrededor de la maternidad (Nari, 2004), que estipulaba a ésta como su función social “natural” (Castells, 2019). La criminal va a simbolizar y proyectarse como un espectro amenazador al orden social-moral emergente, y a uno de sus mitos fundantes, la Mujer=Madre (Fernández, 1993), o en términos de Lagarde (2003), al sujeto de la “madresposa”. De esta manera, el saber criminológico representa un punto de irradiación en el espacio social y estatal de los nuevos sentidos comunes de género, o mitos, a partir de su correlato en figuras delincuenciales concebidas como desviadas de la norma.

Las primeras estadísticas oficiales en materia criminal y carcelaria durante el decenio 1900-1910, marcan una baja incidencia de las mujeres en las tasas delictivas generales, como su incurrimiento en tipologías específicas: delitos menores contra la propiedad, abortos e infanticidios entre los más comunes, homicidios y tentativas entre los menos (Di Corleto, 2010). Los hechos delictivos sucedían en el espacio doméstico, propio o ajeno, en tanto era allí donde transcurría buena parte de su tiempo; aunque algunos criminólogos de la época ya advertían sobre la posibilidad de un incremento en la delincuencia femenina a causa de la inserción de las mujeres en nuevos empleos y en las fábricas (Cesano y Dovio, 2009). Por su parte, Frances Heidensohn (2019) plantea que esta segmentación en el tipo de delitos cometidos por unos y otras ha respondido al proceso de hipersexualización de las mujeres, a la relación económica que han establecido con sus cuerpos y a la centralidad de estos en sus formas históricas de inserción social. En concreto, explica que, si ha sido por medio de los hombres que adquirieron estatus, su capacidad de negociación utilizando la sexualidad constituyó su interés primordial, siendo “más propensas a estar involucradas en transgresiones a costumbres sexuales que en actividades criminales” (p. 73).

Si bien no se puede establecer una relación unicausal entre fenómenos sociales-penales, y el comportamiento criminal requiere de un análisis interseccional, es posible visualizar la interacción performativa entre el discurso criminológico/penal y el universo delictivo, en tanto el primero ha favorecido a la naturalización de la delincuencia como un espacio social de/para varones (Actis, 2021), marginalizando, exotizando y patologizando el accionar desviado de las mujeres, haciendo ver el género (“crímenes de mujer”) por sobre otras variables de análisis, o directamente negando el interés por la delincuencia femenina.

Por otra parte, si bien las tasas penitenciarias resultan un indicador incompleto para entender la dialéctica entre fenómenos sociales-penales (Sozzo, 2016), la notoria desproporción entre población carcelaria masculina y femenina -según los datos nacionales recabados por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos en el año 2020 las mujeres representaban sólo el 4% de la población carcelaria total- ofrece indicios sobre la relación que se viene describiendo entre las mujeres y las prácticas delictivas/criminalizadas. O bien, como señala Lucía Larrandart (2000), sobre el tipo de control social (no institucionalizado) que se ejerce sobre ellas.

¿Cuáles son los mecanismos que hacen que sea distinta la atención de las agencias de control social respecto de los comportamientos de los varones y los de las mujeres?, ¿se trata de comportamientos que son o se suponen distintos?, ¿tienen menor visibilidad las acciones de las mujeres?, ¿cometen las mujeres menos delitos? [...] La inmunidad de las mujeres al sistema penal obliga a estudiar sus razones y a preguntarse si ellas son efectivamente etiquetadas de otro modo, o si existen otros mecanismos, que no son los penales, que operan para la sanción y la represión de los comportamientos definidos como desviados o problemáticos (p. 89).

En la actualidad, entre los tipos de infracciones femeninas más comunes, se identifican los delitos contra la seguridad pública (infracción a la Ley de Estupefacientes), en su amplia mayoría tipificados como no violentos (Ministerio Público, Provincia de Buenos Aires, 2019). También se registra una tasa relativamente elevada de homicidios agravados por el vínculo. El grueso de las mujeres encarceladas pareciera no participar o vivir sostenidamente del delito, sino que, a juzgar por sus experiencias y causas penales, se trata de una población primaria -sin antecedentes en el sistema carcelario-, cuyas acciones (o acusaciones) delictivas y, en consecuencia, sus experiencias carcelarias son de carácter ocasional.

Infanticidio. Un “crimen de mujer”

Uno de los mecanismos de exotización por excelencia de la relación mujeres-delito fue la codificación y tipificación de ciertos delitos como “propiamente femeninos”, o su criminalización primaria por razones de género. Las investigadoras argentinas especializadas en la relación histórica de la justicia penal y las mujeres (Vasallo, 2016; Calandria, 2018, 2019, 2021; Di Corleto, 2018, 2020) señalan el aborto, el adulterio y el infanticidio como delitos “típicos” de las mujeres en tanto su penalidad se sedimentaba en elementos, rasgos, percibidos como naturalmente femeninos.

En cuanto al infanticidio en particular, “la honra fue el elemento central y el móvil que constituía el delito, ligada al recato sexual y al espacio doméstico” (Calandria, 2018, p. 31). Se trataba de un delito cometido por las mujeres para evitar “la vergüenza social” que traía aparejada el dar a luz un hijo ilegítimo. La búsqueda de proteger su honra mediante el asesinato del recién nacido/a era tomado por la justicia como un aspecto positivo en el perfilamiento moral de la mujer y representaba un atenuante a la pena. Es decir, el rol de la justicia estaba centrado en verificar y determinar honrosa o deshonrosa la vida que llevaba la mujer previa a la comisión del delito. “Tampoco había figura paterna a la que reprender ya que ésta se encontraba ausente al momento del hecho [...] la madre soltera era la única autora posible de este delito” (Calandria, 2018, p. 26).

A su vez, Calandria (2019) señala que en 1903 se realizó una ampliación de la figura legal de infanticidio que incorporó a los familiares directos de la mujer gestante: padres, abuelos, hermanos, pero que la misma no tuvo correlación en la praxis judicial. Su estudio, basado en los expedientes judiciales de la provincia de Buenos Aires sobre casos de infanticidios entre 1886-1921, relevó alrededor de 120 mujeres aprehendidas por este delito y sólo tres varones. Una brecha que no sólo nos invita a reflexionar sobre los procesos de selectividad penal, sino sobre los silencios en torno a las responsabilidades masculinas frente a un embarazo no deseado (Calandria, 2019), y al peso de la justicia en la configuración de los privilegios masculinos/paternos.

En cuanto a la atenuación de la pena, supuso un beneficio para las mujeres, y al mismo tiempo, un reforzamiento de su condición cultural-legal de inferioridad y dependencia. El concepto de honra abonaba a una clara diferenciación de las mujeres/madres entre buenas-malas, decentes-indecentes, regulando sus autopercepciones y comportamientos sociales.

De esta manera, hasta el año 1995, el delito de infanticidio pervivió como un homicidio atenuado, que reprimía con pena de hasta tres años de reclusión, o de seis meses a dos años de prisión1. A partir de la sanción de la ley Nº 24.410, los casos fueron absorbidos bajo la figura de homicidio agravado o calificado por el vínculo, previendo una pena mínima de diez años, y una máxima de veinticinco. Si bien el concepto de honra resultaba controversial desde el punto de vista de género, la derogación de la figura de infanticidio abrió nuevas polémicas a partir de su equiparación con otros hechos homicidas, lo que derivó en un recrudecimiento punitivo y en una mayor vulnerabilidad de las imputadas.

En primer lugar, la reforma del código penal pasa a desconocer (bajo el fundamento liberal de la justicia, abstractamente igualitarista) las particularidades de “la situación femenina”, atravesada por la responsabilidad suplementaria que se infiere de su rol de cuidadoras “naturales”. Es decir, si la normativa anterior concebía al infanticidio como un delito privativo de las mujeres, juzgando-explicitando (y performando) su vínculo moral con la familia; con su derogación, y en pos de equiparar responsabilidades entre madre y padre, el género como sistema de relaciones desiguales de poder queda formalmente ocluido. Como sugiere Patricia Laurenzo Copello (2020): “Para el caso de los llamados ‘delitos de estatuto’, aquellos que se vinculan con los roles tradicionalmente atribuidos a las mujeres, se torna imprescindible visibilizar esa ‘sobrecarga de género’ a la hora de valorar el hecho delictivo y sus consecuencias penales” (p. 155).

En segundo lugar, tanto los viejos como los nuevos fundamentos judiciales carecen de una mirada sensible hacia las problemáticas y preocupaciones de las mujeres pobres, que son quienes inciden mayormente en delitos de infanticidio. El “sujeto activo normal” del delito de infanticidio se encarna en:

mujeres de muy escasa instrucción, con antecedentes culturales de bastante aislamiento, algunos casos de debilidad mental superficial, muy escasa capacidad de expresarse, de comunicarse; que tienen partos en soledad, en baños, y cuyos productos van a dar a pozos ciegos. Es decir, son casos más necesitados de una urgente asistencia social, psicológica, y a veces hasta psiquiátrica, que de punición (Zaffaroni en Heim, s.f).

Asimismo, es posible trazar una línea de continuidad histórica en el perfil socioeconómico de las infanticidas, en tanto las estadísticas penitenciarias y las evidencias historiográficas constatan que se trataba de mujeres jóvenes, analfabetas, solteras, de extracción social popular, que optaron por deshacerse de sus hijos ante la imposibilidad de otorgarles un “buen porvenir” y, fundamentalmente, por el temor “al qué dirán” de sus patrones/as, es decir, a perder sus trabajos (Calandria, 2018; Ini, 2000). Por su parte, el trabajo de Laura Shelton (2017) centrado en las prácticas comunitarias de vigilancia sobre la sexualidad de las mujeres infanticidas en el estado mexicano de Sonora (1855-1929), también demuestra que el “honor femenino” como argumento del delito de infanticidio no estaba igualmente disponible para todas las mujeres, siendo más accesible para aquellas de “familias respetables”.

De este modo, se entiende que para tratar el problema del infanticidio no alcanza con cuestionar la honra en cuanto mandato sexual-moral dirigido a las mujeres como grupo identitario abstracto y homogéneo, sino que resulta insoslayable poner en juego una mirada interseccional que dé cuenta de la selectividad sexual/social de los mecanismos de criminalización, extendidos hasta la actualidad.

Objetivos

El trabajo parte de la hipótesis general de que la mencionada reforma del código penal de 1995, lejos de equiparar deberes legales entre los géneros, ha servido para desdibujar aún más situaciones de desigualdad estructural y de violencia que constituyen las vidas de ciertas mujeres, y favorece a su revictimización y mayor vulneración mediante el endurecimiento del castigo formal.

En este sentido, se propone indagar en la trayectoria de vida de Marta2, una mujer detenida desde el año 2001, acusada de triple homicidio calificado, por el asesinato de sus tres hijas en manos de su expareja. Por medio de su caso, se busca analizar, por un lado, el rol (activo/omisivo) de la justicia penal y sus efectos concretos en la vida de Marta; por el otro, en tanto una parte considerable de su historia ha transcurrido dentro de la institución carcelaria, interesa conocer su experiencia como detenida por una causa de infanticidio, teniendo en cuenta las configuraciones discursivas específicas de la maternidad en el contexto de una cárcel de mujeres.

El propósito general que persigue el trabajo es contribuir al campo de la criminología feminista mediante la presentación de un caso que anuda y condensa distintas expresiones de violencia institucional y de género, y desde el cual es posible repensar el vínculo entre las instituciones penales argentinas y las mujeres acusadas de infanticidio.

Metodología

La metodología está planteada desde un enfoque cualitativo porque se privilegian los saberes que las mujeres adquieren, construyen y capitalizan a lo largo de sus experiencias vitales, en particular durante sus vínculos con el sistema penal/carcelario. Se entiende que ponderar la perspectiva, experiencias, historias de las mujeres criminalizadas sobre el sistema de justicia, revierte (o al menos pone en cuestión) el orden hegemónico andro-etno-logocéntrico (Millán-Moncayo, 2011) subyacente al campo de la criminología y de los estudios penales.

A su vez, lejos de la esencialización del punto de vista o saber de las mujeres, y considerando que las experiencias de género no pueden estudiarse por fuera de un marco interseccional más amplio, se contemplan y complementan estrategias del método biográfico y etnográfico para producir un conocimiento situado (Haraway, 1995) terrenal, y por ello, objetivo.

En primer lugar, en relación con el método biográfico, el interés en su utilización reside en que permite ubicarnos en ese punto crucial de convergencia entre el testimonio subjetivo de un individuo a la luz de su trayectoria y su visión particular, y el funcionamiento de ciertas normas, instituciones e imaginarios sociales. De este modo, su valor crítico reside en la posibilidad de problematizar, mediante dicha trayectoria, el rol de las instituciones y sus cosmovisiones permeadas por estereotipos/estigmas de género. Es un método que permite acceder a una extraordinaria riqueza de matices sobre, en este caso, el fenómeno de la criminalización/revictimización de las mujeres, “penetrando empáticamente” en las características del universo estudiado (Pujadas Muñoz, 1992, p. 44); en el tipo de mujeres capturadas por el sistema penal, en sus condiciones de existencia, en los mecanismos que desarrollan para sobrevivir, etcétera.

En segundo lugar, se pone en juego el método etnográfico, en particular, feminista, en donde se conjugan tareas de observación, registro y descripción de los contextos de intervención (intra-extra carcelarios), en búsqueda de los significados locales, y a partir de tres procedimientos que resultan centrales de la epistemología y metodología feminista: la visibilización, la desnaturalización y la historización (Castañeda, 2010). En este sentido: “La descripción ‘feminista’ es conceptual, reconstructiva, interrogadora de múltiples interconexiones implícitas que reflejan y reproducen órdenes de género. Lo que se observa y lo que se describe es, a final de cuentas, una organización social de género” (Castañeda, 2010, p. 232).

En el marco de una etnografía feminista devienen relevantes las maneras en que los sujetos subalternizados de dicho orden, en este caso, las mujeres cis, se definen a sí mismas, se colocan dentro del entramado de la vida social, se enuncian y enuncian el mundo que les rodea (Castañeda, 2010); pero también los sesgos, posibilidades y restricciones interpretativas de quién investiga, implicando una actitud de reflexividad transversal. En este punto, a lo largo del trabajo se hará visible el lugar como investigadora, intérprete, mediadora y co-constructora del relato (Cruz, 2018).

Vale mencionar que el trabajo actual se desprende de un proceso de investigación más amplio, devenido en una tesis doctoral, sobre el ejercicio de la sexualidad y el género en cárceles bonaerenses de mujeres, desarrollada entre los años 2015 y 2019 en el Complejo Penitenciario Los Hornos (La Plata, Argentina), integrado por las Unidades Penitenciarias núm. 8 y núm. 33 (en adelante, UP núm. 8 y UP núm. 33). La metodología, de carácter participativa, estuvo centrada en el desarrollo de un ciclo de talleres de reflexión acerca de género. En este contexto, en el año 2016, durante la etapa inicial del trabajo de campo, tuvo lugar mi primer acercamiento a Marta, y desde entonces quedamos en contacto hasta el año 2020. Es decir, el vínculo interpersonal se origina al interior de la UP núm. 8 debido a su participación sostenida en los talleres, pero trasciende los límites carcelarios y se reconfigura en el afuera, a partir de una serie de encuentros en el marco de sus salidas transitorias.

El artículo se basa en un corpus heterogéneo de entrevistas y relatorías elaboradas durante el proceso de campo. Como insumo principal, se recupera una entrevista biográfica que tuvo lugar en la ciudad de Berazategui el día 7 de noviembre de 2017. Como relatos cruzados, se presentan las entrevistas con Rosana, la mujer que le alquilaba una habitación cuando salía de transitoria; y con Romina, cuyo testimonio es incluido, no por conocer directamente a Marta, sino por haber estado detenida en dos ocasiones en las mismas unidades que ella, conocer de primera mano el funcionamiento de los “pabellones de madres” y a mujeres con causas de infanticidio. Ambas entrevistas aportan información que permite contextualizar y comprender con mayor exhaustividad y espesor la biografía de Marta; enriquecer su relato en primera persona. Además, se incluyen extractos de relatorías de campo con descripciones sobre los espacios físicos y ambientes de intervención, escenas y diálogos.

Para finalizar, el análisis va a estar dividido en tres subapartados a través de los cuales se irán desandando y entrelazando los ejes temáticos de interés: la violencia de género, la revictimización judicial, el estigma carcelario; y las salidas transitorias como formas de agenciamiento. La presentación de los apartados responde a la cronología de la vida de Marta desde el momento de la convivencia con su expareja hasta la actualidad, y tiene como principal referente el paso por la cárcel, en tanto experiencia que devino nodal y constitutiva de su trayectoria.

Resultados

La vida antes de la cárcel

Conocí a Marta cuando estaba alojada en “la casita” (régimen atenuado) de la UP núm. 8, sector que me había otorgado la Dirección de Cultura del Servicio Penitenciario Bonaerense para el desarrollo de los talleres. Si bien la casita funciona como un espacio de preegreso, es decir, fue originalmente diseñado para el alojamiento de presas con buena conducta, que están por obtener la libertad o saliendo con transitorias, Marta era la única que vivía allí de forma permanente e ininterrumpida desde el año 2011.

A simple vista, Marta se distingue por su baja estatura. Mide no más de un metro y medio, tiene el cabello largo color castaño, y lleva lentes de aumento. El primer taller, incluyó una dinámica de presentación individual que consistía en la elección de una imagen como disparador para hablar de sí mismas. Marta escogió dos: la primera era la fotografía de una mujer con un bebé en brazos, y a su lado, un hombre. Dijo que era “la imagen de una familia”, y para ella “la familia era lo más importante”. La segunda mostraba, según su interpretación, a una mujer pensativa; “siento que soy yo pensando cómo seguir en esta vida; paso mucho tiempo pensando en eso”.

Desde ese día, Marta no faltó a ningún taller. Nos encontramos cada viernes por la mañana entre los meses de junio y diciembre de 2016. Además, colaboraba con los preparativos: se encargaba de hacer mate, ordenaba el lugar, despertaba a sus compañeras. Se mantenía callada la mayor parte del tiempo, sin dar su opinión en los debates ni integrarse del todo en las charlas informales que tenían lugar antes del comienzo de cada taller. Un día, antes de retirarme, nos quedamos charlando a solas y así nos conocimos. Me dijo, en relación con el tema que habíamos abordado ese día, acerca de violencia familiar: “Me hizo acordar cuando vivía en la casa de mi ex, y él me pegaba, me hacía daño psicológico, me violaba. Hace 15 años que estoy presa, y me quedan cuatro más. Ni siquiera tendría que estar acá… yo estoy por lo que pasó con mis hijas” (Relatoría, UP núm. 8, 15/07/2016).

Sus compañeras de la casita ya me habían comentado al pasar que Marta estaba por una “causa delicada”, que había matado a sus hijas, que era infanto y que estaba “refugiada” (separada de la población por razones de seguridad). Me preguntaba si sus compañeras sabrían su historia, al menos la parte que me había confiado. Recién al año siguiente, nos reencontramos en la calle, y en el marco de una entrevista individual me terminó de contar lo que había pasado con sus hijas.

Marta tenía cuarenta y seis años al momento de la entrevista, y estaba detenida desde los treinta y uno. Es oriunda del municipio de Moreno, al oeste de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Allí tenía la vivienda que compartía con su pareja y sus tres hijas (de tres, ocho y once años). Él trabajaba en una panadería todo el día, y ella atendía un almacén-quiosco, con la ayuda de sus hijas. En sus palabras, “trabajaba dentro y fuera de la casa [...] vivía para mis hijas y mi casa”. Quedó embarazada por primera vez a los diecinueve años, y por ese motivo, se fue a vivir con el padre de sus hijas.

Estuve once años con él, tratando de ver si cambiaba, que me prometía que iba a cambiar, que no me iba a golpear más. Él se drogaba [...] la última vez se drogó delante de mí, pero yo ni idea que él se drogaba porque no conozco las drogas, ¿viste? Yo pensaba que tomaba alcohol, pero un día se inyectó delante mío, se tomó una botella de grapa solo y se perdió. También le molestaba si no tenía plata para comprar más droga. Puso a una chica a trabajar en el negocio y le hacía que me robe la plata para comprarse la droga (…) Era muy violento (Entrevista, Berazategui, 07/11/2017).

Frente al ejercicio de violencia física y psicológica constante hacia ella y “las nenas” [sus hijas], agudizada por la problemática del consumo, Marta decidió iniciar los trámites del divorcio y efectivizar la inminente separación. Al igual que una gran cantidad de mujeres de escasos recursos que sufren violencia en los hogares, la posibilidad de separarse queda supeditada o condicionada a la oportunidad de gestionar un lugar habitable donde mudarse con sus hijos o hijas. En su caso, se iría a vivir con su padre. En ese momento, comenzaron las amenazas vinculadas a un posible daño contra sus hijas; no obstante, Marta seguía firme en su decisión.

“A mí me durmieron y me desperté en una comisaría cuando pasó todo esto. No sabía ni dónde estaba parada, ni cómo me llamaba”. El personal policial le informó de lo sucedido: que su pareja se había quitado la vida luego de asfixiar y provocar la muerte de sus tres hijas. Salvando las distancias temporales, es interesante retomar nuevamente el estudio de Sol Calandria (2019) cuando refiere a los infanticidios cometidos por varones, ya que permite visualizar los diferentes móviles delictivos en función de la posición de género, y trazar continuidades con los comportamientos del presente. En este sentido, plantea que mientras las mujeres asesinaban para resguardar “la honra femenina”, y en consecuencia sus puestos de trabajo, o por no contar con los recursos económicos suficientes para el sustento de la crianza, los varones lo hacían fundamentalmente para proteger la autoridad patriarcal. En estos casos, el infanticidio: “se transformó en un acto de reafirmación de poder patriarcal y en una práctica ordenadora de la masculinidad [...] que se llevó a cabo dentro de un círculo de violencia creciente que se expresó verbal, física y sexualmente hacia las mujeres” (Calandria, 2019, p. 19).

De esta manera, se reconocen al menos dos puntos de contacto entre los expedientes de infanticidio analizados por Calandria en el siglo XIX, y el perpetrado por el excónyuge de Marta. El infanticidio se presenta como el desenlace y la expresión más visible de una situación familiar de violencia de género sistemática, pero también funciona como represalia cuando ha sido cuestionada o desafiada la autoridad patriarcal y el dominio masculino en el espacio doméstico, en el caso de Marta, al manifestar su intención de mudarse y llevarse a las nenas. En cuanto a los infanticidios cometidos por mujeres, dicho estudio verifica que mayormente eran varones (patrones, vecinos y en menor medida, médicos) quienes ejercían las prácticas formales de control social (denuncias policiales) e informales sobre ellas, lo que reafirmaba sus lugares de autoridad en el espacio público y doméstico al adoptar una “actitud de vigilancia permanente sobre ciertas prácticas con relación a patrones de género y moralidades socialmente aceptadas” (Calandria, 2021, p. 184).

En cuanto al rol de la justicia, hoy en día sería bastante probable que la causa de Marta sea interpretada y vehiculizada como un “femicidio vinculado”, es decir, “un homicidio cometido contra una o varias personas a fin de causarle sufrimiento a una mujer” (Corte Suprema de Justicia Argentina, 2019). Sin embargo, Marta fue condenada a prisión perpetua como autora de un triple homicidio calificado. “Cuando tuve el juicio, esto lo dedujo el fiscal, esto que te estoy diciendo: él mató a las hijas para que la madre no se las lleve. Pero alguien tenía que pagar. Alguien tenía que estar en la cárcel. El fiscal sabe que yo no tuve nada que ver” (Entrevista, Berazategui, 07/11/2017).

La imputación de Marta permite problematizar la combinación de mecanismos institucionales de acción/omisión, esto es, de criminalización secundaria por razones de género, y de pereza judicial a la hora de investigar y reconstruir el contexto familiar/social donde se produjo el delito.

En primer lugar, si bien la derogación del delito de infanticidio supuso una descriminalización primaria al descentrarlo de la autoría femenina, no vino acompañado de un cambio en las prácticas, criterios y parámetros de género inherentes a la cosmovisión de funcionarios y funcionarias judiciales, permeada por estereotipos y patrones socioculturales discriminatorios, por medio de los cuales se fijan y dirimen responsabilidades penales. A diferencia de la criminalización primaria, materializada en códigos, y por ello más fácil de reconocer y remover, la criminalización secundaria pervive enquistada en la cultura penal, integrando lo que Manuel Jacques (2001) define como una racionalidad -generizada- que se expresa en un paradigma. En palabras más específicas, “una racionalidad penal” que supone ciertas formas de racionalizar las relaciones de poder surgidas en y desde los dispositivos jurídico-penales (Núñez, 2018, p. 266). En cuanto a sus efectos punitivos concretos y diferenciados, Rita Laura Segato (2020) plantea:

El reproche moral que recae sobre las mujeres agrava la acción de la justicia sobre ellas. En general se da una valoración más negativa al mismo crimen cuando es perpetrado por una mujer como consecuencia del reproche moral. Incluso ha llegado a suceder que se impute a la madre por una agresión de un padre a un hijo (p. 188).

En el caso de Marta, lo que ella misma plantea en relación con la interpretación judicial, es que, ante la imposibilidad de juzgar al autor “real” del hecho, por defecto, la condena recayó enteramente en su figura ya que: “alguien tenía que pagar, alguien tenía que estar en la cárcel”. Frente a tal afirmación, y teniendo en cuenta los procesos de selectividad sexual inherentes al dispositivo penal, vale poner en cuestionamiento el carácter aleatorio de ese “alguien”; preguntarse por las cualidades/posiciones de Marta en el entramado de diferencias sociales y relaciones de poder (Núñez, 2018), por la mirada residual de la justicia sobre las mujeres como ella. O bien, por la situación inversa: ¿el padre hubiese sido condenado en los mismos términos que Marta?

La ley penal funciona como un código moral que regula y reprocha diferencialmente los comportamientos de unos y otras, mientras la madre se constituye en el sujeto moral por excelencia. La pedagogía de la ley penal opera invocando a las mujeres no sólo a ser madres (Núñez, 2018), sino también, a actuar conforme a determinados modelos de feminidad y maternidad. Cuando se condena a una mujer por no evitar una lesión contra sus descendientes, simultáneamente se está estableciendo como normal la relación de las mujeres con las tareas (permanentes) de cuidado/vigilancia, la responsabilidad casi exclusiva de éstas sobre la seguridad de sus hijos e hijas, e incluso, se le está diciendo que su deber materno va más allá de toda condición estructural.

En segundo lugar, volviendo a la expresión de Marta, “alguien tenía que pagar”, es al menos llamativo que, frente al comprobado suicidio del padre (por ahorcamiento), no se haya abordado seriamente la hipótesis de éste como sujeto activo del hecho; que la presunción del fiscal no haya derivado en un proceso pericial con el fin de precisar las circunstancias inmediatas y mediatas de los homicidios; que no se haya incorporado la vivencia y el testimonio de la única sobreviviente. En este caso, fueron borrados de la causa los diversos factores de vulnerabilidad de Marta: desde el sufrimiento producido por el contexto de violencia de género en su faz más visible (golpizas, insultos, amenazas, humillaciones) hasta las condiciones estructurales de desigualdad. Como Marta, la inmensa mayoría de las mujeres imputadas son cabezas de familia, es decir, su principal sostén económico y las únicas responsables de sus hijos e hijas. Dicha combinación de factores, restringen altamente las posibilidades de las mujeres a la hora de realizar una denuncia, pedir ayuda, mudarse, e incluso, favorecen a la naturalización de la violencia por parte de las mujeres, lo que explica muchas veces la dilación en los procesos de separación.

Los efectos de una aplicación de la ley penal conforme a la dogmática tradicional, que ignore la realidad de las mujeres, lejos de una resolución ecuánime entre los géneros, deriva en mecanismos de revictimización y mayor vulneración. Además, en el caso puntual de Marta, patentiza cómo la respuesta judicial se acomoda a una decisión previa y facilista, donde se expresa un ejercicio perezoso y demagógico del derecho, cuyos argumentos no declarados descansan sobre estereotipos criminales y sentidos comunes punitivistas (“alguien tiene que pagar”). Como plantea María Gabriela Ini (2000):

Cuando hablamos de proceso judicial, nos referimos a una realidad construida por el expediente del proceso. El relato construido por fiscales, defensores y jueces y por los testimonios (tomados por los empleados del juzgado) de los acusados y testigos. Todos los que participan en la construcción del expediente crean, a su vez, nuevos relatos. Y nuevas verdades. El juez no busca por lo tanto la verdad, sino que acaba construyéndola (p. 236).

De esta manera, el caso de Marta expone la dimensión ficcional de los veredictos judiciales y la posibilidad de despliegue de un relato conforme al paradigma social punitivo y al imaginario generizado del infanticidio. Por medio de sus prácticas, sujetos y relatos, se teje una relación especialmente tensa entre el poder judicial y las mujeres, en tanto, “ya sea que acuden a los tribunales para resolver situaciones de violencia que padecen o para responder por las imputaciones realizadas en su contra, no encuentran en la justicia una instancia receptiva al contexto de desigualdad estructural en el cual están insertas” (Asensio y Di Corleto, 2020, p. 20).

“La infanto no tiene derechos”

Marta fue detenida en 2001, y vivió en comisaría los primeros dos años. Cuenta que cayó justo en el mes de agosto, cuando en Argentina se festeja el día del niño, y que casi la matan. El extendido período en comisaría se debió principalmente a un pedido de su familia por temor a las represalias que iba a sufrir en el penal.

-Querían que me tuvieran ahí, pero yo ya no aguantaba más. Y agarré y cuando hice bajar al juez, vino mi defensor y el juez, y me preguntaron a qué unidad [penitenciaria] quería ir, yo elegí la unidad 8.

-¿Por qué elegiste la 8?

-Quería estar lejos de toda la gente, porque cuando yo pedí ayuda realmente, todos se abrieron. Se desligaron todos (Entrevista, Berazategui, 07/11/2017).

Marta fue trasladada al Complejo Penitenciario Los Hornos, ubicado a 95 kilómetros del municipio de Moreno, y desde entonces quedó sin visitas familiares, lo que dificultó aún más su estancia carcelaria, tanto en el plano del sostén afectivo como material. Una vez allí, vivió refugiada en el pabellón evangélico de la UP núm. 33 entre 2003-2011, adonde fue llevada por la líder del pabellón “para estar tranquila”; posteriormente, en la casita de la UP núm. 8, del 2011 hasta la actualidad. En relación con las características específicas de las unidades donde estuvo alojada, vale decir que la UP núm. 33 fue la primera del sistema penitenciario bonaerense en habilitar, ya desde 1999, pabellones de madres, destinados al alojamiento de embarazadas y mujeres que crían a sus hijos o hijas menores de cuatro años in situ. Actualmente cuenta con tres pabellones de madres, y hasta diciembre del 2020, alojaba 24 mujeres en dicha situación. De esta manera, pretendo poner de relieve que, si bien la segregación y el maltrato hacia las infanto forma parte del folklore de las cárceles de mujeres, en la UP núm. 33 (por el tipo de población que aloja) el rechazo se agudiza en tanto la maternidad ocupa un lugar simbólico especialmente venerado. Por su parte, la UP núm. 8, al integrar el mismo complejo penitenciario, recibe población de “la 33” (y viceversa), por lo que suelen compartir criterios y códigos de vida.

Yo saqué fuerzas pidiéndole a Dios para seguir adelante. A lo primero era una persona que no podía asimilar que estaba presa. Estaba de aquí para allá, me cambiaba de lugar, iba y venía. Me he agarrado a las manos porque no quería saber nada, no podía soportar el lugar donde yo estaba siendo inocente. Lo que menos me imaginé es que iba a caer con una causa como ésta. Yo pensaba bueno, si hubiese robado, si me hubiese drogado, o hubiese hecho algo, lo pago tranquilamente. Pero sabiendo que soy inocente, es lo peor que te puede pasar en la vida. Encima que pierdo a toda una familia entera, estar presa… Nadie te da explicaciones de nada (Entrevista, Berazategui, 07/11/2017).

Asegura que, a lo largo de su trayectoria carcelaria, recibió más violencia por parte de la población de mujeres que del propio Servicio.

A mí me golpearon, me dieron una paliza que no me dejaron inválida porque Dios no lo permitió, porque Dios me protegió desde el primer momento que caí presa. Si Dios no me hubiese protegido, yo estaría muerta. Si hubiese sido culpable, yo no estaría sentada en este momento [...] Lo que más me afectó es que me tocaron la causa, me tocaron lo más doloroso de mi vida que son mis hijas. Yo no tengo a mis hijas. No tengo nada. Y ahí adentro yo no tengo a nadie. No son mi familia. Como dicen ahí en la casita que somos familia. No, no somos familia. Te puedo querer y apreciar, pero más de ahí no [...] Por mi causa sufrí psicológicamente, físicamente, por parte de mis compañeras de otros pabellones que sabían la causa [...] La policía nunca me vino a decir las palabras que me dicen las compañeras. La policía por ahí te maltrata de otra manera (Entrevista, Berazategui, 07/11/2017).

A su vez, cuenta que, en veinte años de detención, tuvo la oportunidad de relatar a una sola compañera la historia detrás de la causa, de la etiqueta de infanto. Sin embargo, esta persona, Laura, con quien construyó un vínculo de relativa confianza, también la insultaba con frecuencia por la causa, e incluso le propinaba golpes.

Yo le había contado mi historia y muchas veces ella me acusó y me dijo un montón de cosas. Cuando se enojaba conmigo, me cacheteaba. Cuando yo le comenté el tema mío, y ella un día se levantó enojada, y me pegó cachetazos. No sé si te habrá contado. Fue por un despertador que yo tenía. Se enojó porque no sonó y dijo que yo la tenía que despertar para hablar con la hija por teléfono. Después se arrepintió de haberme pegado, pero no de haberme dicho lo que me dijo [...] A mí la psicóloga de la unidad me dijo muchas veces que me mire al espejo todos los días y le dé gracias a Dios, que me levante contenta. Yo siempre me levantaba cantando alabanzas de Dios. A Laura, y a otras personas que estaban ahí, les molestaba. Entonces un día dije “basta”, y cantaba por dentro mío. He pasado por muchas cosas (Entrevista, Berazategui, 07/11/2017).

El estudio de caso que recuperan Carmen Caamaño Morúa y Ana Constanza Rangel (2002) en su libro titulado, Maternidad, feminidad y muerte: la mirada de los otros frente a la mujer acusada de infanticidio, basado en entrevistas a mujeres que cumplían pena por causas de infanticidio en Costa Rica (1993-1994), permite dimensionar la mirada odiante de las presas hacia las infanto y el sufrimiento de estas últimas a partir de lo que definen como una triple condena por: mujeres, pobres e infantos. A continuación, transcribo dos extractos de entrevistas, del estudio de Caamaño y Rangel, con mujeres acusadas por este delito sobre su experiencia en el sistema carcelario:

Yo voy y me arrimo a las gradas y de sentenciadas una muchacha me dice: “ah, usted es la desgraciada, esa perra” y no sé qué, y me dijo: “en el lugar que yo la vea sola la mato”, me dice: “yo ya he matado a dos desgraciados, una más…”, me dice: “que ha matado un hijo, yo la mato” (2002, p. 67).

Ahí ponen en las paredes “a las madres asesinas” y se refieren a mí, se ponen a decirme que ojalá me muera y un montón de cosas ahí… (2002, p. 67).

Por su parte, el trabajo de Juliana Inés Arens (2018), Traidoras, basado en crónicas de vida de mujeres detenidas en la UP núm. 33, también da cuenta del castigo suplementario que significa caer presa por infanto y de cómo configura modos específicos de atravesar la experiencia del encierro.

Quienes están acusadas de este delito sufren sistemáticamente la violencia tanto de parte del personal penitenciario como de otras mujeres privadas de su libertad. Como castigo suelen ser obligadas a ser las “ama de casa” del pabellón (lavar ropa, limpiar, cocinar), un escarmiento que marca a fuego las tareas de las que debe ocuparse una mujer en el marco de nuestra sociedad, y que vincula directamente estas tareas con el sentimiento de humillación (Arens, 2018, p. 40-41)

Relata la situación particular de Marina, quien, al igual que Marta, fue acusada y encarcelada por el asesinato de su hija, cometido por quien era su pareja. Al momento de la entrevista tenía veintiocho años, y hacía casi cuatro que estaba presa.

El culpable es él, ¿me entendés? Yo a mi hija la extraño, no sabés. No sabés cuánto la extraño. Es algo re profundo. Yo estoy re zarpada en amor a mis hijos, ¿me entendés? [...] Ya la primera noche que estuve en una comisaría tuve el primer problema. No lo podía creer yo, recién encanada, ¿viste?, me quería matar [...] En ese momento ella estaba muy deprimida, recluida en sus pensamientos, no hablaba con nadie y prácticamente ni comía. Una mujer de unos cuarenta años con la que compartía celda, cuando todas dormían, les cortó la ropa y el pelo a otras pibas, rompió unas zapatillas y escondió la tijera entre las pertenencias de Marina. Hizo una estupidez, pero ahí es regroso, regrave (Arens, 2018, p. 41).

Ahora bien, no se puede abordar el ensañamiento carcelario hacia las infanto, sin comprender el significado de la maternidad intramuros, estrechamente ligado al doble castigo de las mujeres, a las demostraciones morales que deben rendir en función de su género, pero también de su clase.

El hecho de estar detenidas supone ser sometidas a un escrutinio moral crónico que pondera sus buenas aptitudes como madre, mujer y pobre [...] Tras las rejas, la maternidad se transforma en una carga moral impuesta con una intensidad superlativa a la que ya deben transitar estas mismas mujeres en el ámbito extramuros, en calidad de clientela exclusiva del sistema socioasistencial, de creciente corte punitivo y de conductismo moral. Esos mandatos, exigencias y cargas morales de fuerte asimetría entre los géneros se refuerzan, en tanto ser buena presa es también ser buena madre, como capas de vigilancia que se adicionan (López, Bernal, Rocchetti, Leguizamón Morra, Noielli y Bolajuzón, 2014, p. 21).

El encarcelamiento de una mujer representa socialmente el quebrantamiento de su “honra femenina”, en tanto la percepción de la mujer-madre, asociada con el hogar y la dulzura, resulta antagónica al ejercicio de la violencia y el delito (Constant, 2016). A su vez, constituye un dispositivo más de disciplinamiento, modelación y regulación estatal sobre el género y la sexualidad de las mujeres pobres. El sistema de cárceles, y de justicia, para otorgar beneficios procesales o permisos, evalúa la conducta y el concepto de las detenidas a partir de parámetros generizados. Por ejemplo, para autorizar una visita íntima (un encuentro sexual) se solicita documentación probatoria de una relación de concubinato entre ambas personas, a diferencia de la situación de los varones, quienes pueden recibir más de una visita, sin requerimientos ni controles. También el hecho de no recibir familiares, de ser “mujeres abandonadas”, está mal visto y puede restarles puntaje. Los mandatos familiares se extienden a la vida intramuros, y configuran los modos en que las mujeres se perciben a sí mismas como presas. Caamaño Morúa y Rangel (2002) resumen las interpelaciones del sistema carcelario a las mujeres a partir de dos figuras centrales: hijas y madres. En el primer caso, debido a la infantilización que experimentan los sujetos al ser prisionizados3, como resultado del sistema de premios y castigos en el que se ven insertos; en el segundo, porque “entre los aspectos que el sistema evalúa y estimula en ‘las privadas de la libertad’ se encuentran todas aquellas tareas relacionadas con el cuidado de otros y con las labores de reproducción (social y económica)” (p. 66).

A su vez, el mandato de la maternidad atraviesa sus experiencias carcelarias por el rol de cuidadoras y responsables del hogar que desempeñaban antes de caer detenidas. Recordemos que en Argentina desde el año 2000, con el agravamiento de la crisis económica y social, se observó una modificación en las estructuras de las familias de bajos recursos tendientes a un incremento de los hogares monoparentales con jefaturas femeninas (Centro de Estudios Legales y Sociales, 2011), lo que puso en evidencia la mayor vulnerabilidad de las mujeres a la pobreza. El encarcelamiento femenino tiene como efecto suplementario el desmembramiento de sus grupos familiares, y por lo general, la continuación de las tareas de crianza y de cuidado en manos de otras mujeres: madres, hermanas, tías, abuelas. De esta manera, el análisis de la relación de las presas con la maternidad debe tener muy presente las condiciones y restricciones de vida que impone el sistema penal, pero también las experiencias de género que este colectivo de mujeres hace por fuera de la prisión.

En los diferentes intercambios que sostuve con las mujeres a lo largo del trabajo de campo en la cárcel, la seguridad de los hijos e hijas era enunciada repetidamente como una de las mayores preocupaciones, como el peor de los castigos. Una vez en conversación con Laura, la única amiga de Marta me explicó que, a su modo de ver, el repudio hacia las infanto se vinculaba con el contraste entre los sentimientos de culpa y extrañar a los hijos e hijas que sufren las mujeres presas, y el “desamor de madre” proyectado en las infanto.

Por su parte, Romina, una mujer liberada a quien entrevisté en el mes de agosto de 2017 en la ciudad de Mar del Plata, me planteaba que “el odio hacia a las infanto se inculca como moralidad absoluta: ‘la infanto no tiene derechos, hay que arruinarla, hay que matarla, no tiene que salir viva’. Ahora pienso que ya bastante tienen con su condena y con su cargo de conciencia para que yo las moleste” (Entrevista, Mar del Plata, 05/08/2017).

Romina se presenta como una conocedora de los códigos de la UP núm. 33, por haber vivido en los pabellones de madres, primero embarazada y luego criando a su hijo. Según cuenta, al principio adscribía a esta actitud de juzgamiento moral y repudio, pero con el tiempo se fue involucrando en el tema, en las historias, y empatizando con las mujeres. “No porque sea una defensora de infantos, pero hay muchas que son condenadas con absoluta vulnerabilidad. Yo estudiaba estos casos, me interesaba saber” (Entrevista, Mar del Plata, 05/08/2017).

De esta manera, llega a la conclusión de que el concepto infanto, lejos de su significación literal (el asesinato de un hijo o hija), representa una figura difusa que concentra una cantidad y variedad de situaciones/causas cuyo único factor común, no son las madres victimarias, sino la victimización de los hijos e hijas, en donde las responsabilidades fueron buscadas, antes y más allá de todo, en las mujeres. Accidentes domésticos en contextos de extrema vulnerabilidad, situaciones de abuso intrafamiliar no evitadas por las madres, entre otros. Es decir, la centralidad de la imputación suele estar dada por el incumplimiento de “los deberes de amparo activo”, correspondientes al rol materno de cuidado y protección (Asensio, Di Corleto y González, 2020, p. 51). A continuación, transcribo una de las seis historias-testigo que Romina pudo resaltar durante su “estudio” sobre las infanto de la UP núm. 33.

Un día la encuentro llorando porque no le daban la libertad condicional, entonces le pregunto “¿por qué estás?”, “por la muerte de mi hijo”, entonces le digo, “¿cómo fue?” Había sido que el nene se puso un pedazo de guata (material textil a base de polietileno) en la boca, entonces la madre para ayudarlo ¿qué hizo?, si te pasa a vos, ¿qué hacés? Si se le queda atragantado un pedazo de guata en la garganta. Yo le hubiese golpeado la espalda, pero ella le metió el dedo para sacárselo y se lo metió más. El nene tenía un añito y ocho meses. Ella tenía siete hijos. Le da agua. ¿Qué pasa con la guata?, se hincha y le traba el conducto de respiración, y cuando llega al hospital con el nene estaba muerto. Ahora, le dijeron que era “abandono de persona, seguido de muerte, agravado por el vínculo”. No te voy a hablar de la justicia porque puedo estar horas […] Cuando vos tomás conciencia […]Por eso es que yo no laburo, tengo mis hijos, todos menores de edad, ¿y si estando afuera hay un accidente doméstico? Un desperfecto eléctrico porque vivo en una casilla de madera, y mi casilla se prende fuego, y mis hijos se prenden fuego dentro de la casilla… con mis antecedentes penales quedaría detenida seguramente, por infanto encima. Seguiría sufriendo perversamente (Entrevista, Mar del Plata, 05/08/2017).

Para finalizar, Romina agrega que el virulento rechazo a la figura de la infanto en la cárcel no es del todo genuino, creíble, y resulta particularmente útil como estrategia de reconstrucción de la propia honra, menoscabada por el encarcelamiento. Caamaño Morúa y Rangel (2002), lo definen como un “mecanismo defensivo” para desmarcarse de la figura de aquellas cuya transgresión (en resumen, ser “malas madres”) repercute en el conjunto de la población de mujeres presas. En cuanto a Marta, plantea que esta contradicción-contracara de la bandera antiinfanto, la búsqueda de reconocimiento como buenas madres al interior del penal y ante la mirada social del afuera, es más notoria en los pabellones de madres.

Todas esas personas que tienen los hijos ahí adentro los usan de escudo [...] se escudan debajo de una criatura haciéndose la “gran madre” en vez de sacarlos para afuera, porque para una criatura, qué porvenir puede llegar a tener adentro de una cárcel. [...] Se golpean el pecho diciendo que son grandes madres, y son las peores (Entrevista, Berazategui, 07/11/2017).

“Afuera soy otra”

Desde hace al menos cinco años, Marta abandona el penal todos los lunes a las ocho de la mañana. Carga una mochila o un carrito, a veces bolsas con mercadería o ropa usada para vender en ferias. Pase lo que pase, debe reingresar el miércoles antes de las seis de la tarde. Al principio, la modalidad de las salidas transitorias era bajo la supervisión de un tutor, pero a raíz de su buena conducta, logró salir bajo palabra de honor, sin necesidad de acompañamiento. Como la vida dentro del penal era invivible, movilizó sus escasos recursos para obtener y sostener el beneficio de las transitorias. Durante un tiempo mantuvo relación con quien en la jerga carcelaria se conoce como “un rano”, un novio de la calle, quien le brindó su domicilio como lugar de referencia para las salidas. Cuando se separó de su novio-tutor, se puso en contacto con Rosana, una mujer que daba ayuda a personas liberadas del sistema penitenciario, y consiguió que por un módico precio le alquilara una habitación al fondo de su casa, en la localidad bonaerense de Claypole, a unos 50 kilómetros de la unidad penitenciaria.

A su vez, se las ingeniaba como podía, aprovechando las horas en la calle para recorrer distintas oficinas del Estado (Ministerio de Justicia y Derechos Humanos, Patronato de Liberados), donde tocar puertas, pedir información, entregar escritos, en pos de acelerar el beneficio de una libertad asistida. Marta se movía prácticamente sola. Es bastante frecuente que las mujeres, una vez detenidas, sean abandonadas por sus familias y parejas heterosexuales; y sean ellas mismas quienes se ocupen de llamar a sus defensores desde la cárcel, realizar y presentar escritos, entre otras actividades.

El martes 7 de noviembre de 2017, al mediodía, tuvimos nuestra primera cita en la calle, en la estación de trenes de Berazategui, una ciudad a mitad de camino entre el penal y la casa de Rosana. Marta estaba con Rosana desde el lunes. Me cuenta que había aprovechado la salida para gestionar unos trámites en el Banco Nación que le permitirían cobrar un subsidio del Patronato de Liberados para solventar parcialmente el costo de viáticos. Exactamente desde el penal hasta el domicilio de Rosana, Marta debía tomar tres colectivos y dos trenes, además de caminar unas diez cuadras; lo que suponía disponer de dinero y de tiempo, dos recursos especialmente escasos para una persona en su situación.

Para mi sorpresa, encontré a una Marta desenvuelta, activa, hasta algo sonriente, a diferencia de la mujer cabizbaja que había conocido en la casita de la unidad; “es que afuera soy otra”, me explicó. La entrevista en cuestión tuvo lugar en una pizzería enfrente de la estación. Me aclaró que la cita no podía extenderse más de una hora, ya que su defensora había llamado esa mañana a casa de Rosana, y al no ubicarla en el domicilio, temía que la sancionaran. El regreso, a casa de Rosana, devino entonces en una batalla contra el tiempo ante la posibilidad de una nueva llamada de la defensora. Tomamos un primer colectivo hasta la parada del tren que nos condujo al centro de Claypole, y una vez allí, un segundo colectivo hasta el barrio de Rosana, donde caminamos diez cuadras por calle de tierra, apenas señalizadas. Me decía: “no llegamos más, estoy cansada”. Marta repetía el interminable y entrecortado recorrido cada lunes y miércoles, con todos los bártulos a cuestas de su diminuto cuerpo. Una buena fracción de su tiempo en la calle transcurría entonces sobre vehículos, atestados de gente, del transporte público.

Llegamos finalmente. La casa de Rosana era de ladrillo a la vista, con un gran patio lleno de trastos viejos. Rosana, una mujer robusta de pelo canoso y voz gruesa, nos esperaba en la cocina. Le indica a Marta que ponga el agua para tomar unos mates y sale a comprar unos bizcochos. Al volver se presenta y me cuenta: “Yo hice este barrio. Me ocupé de abrir las calles, hice los trámites para que abran las calles, y en todo el barrio no tenemos un centro de salud, no tenemos una escuela […] acá todos me conocen” (Visita/entrevista, Claypole, 07/11/2017).

También me comentó que en su casa funcionaba un merendero, y que los días que estaba Marta le daba una mano con “la copa de leche” (merienda). Charlamos alrededor de una hora.

Ella acá tiene su pieza… no está terminada, pero tiene su lugar, no pasa frío. Yo le digo “dejá el carrito acá”, acá tiene su ropero, pero el carrito es parte de ella, ¡la puede! Por ahí yo no la ayudo con plata, pero la ayudo en otro sentido, le doy mercadería para que lleve al penal, que la cambie por algo (Visita/entrevista, Claypole, 07/11/2017).

En un determinado momento nos quedamos a solas y compartió la siguiente reflexión:

Yo nunca se lo dije, pero sigo pensando que a ella le han pegado mucho dentro de la cárcel, la han asustado. Está bien, yo a veces cuando tomo “los casos” veo lo común, para mí son todos iguales, a veces hay una inocente que la justicia no te cree y sólo uno sabe lo que hizo. A veces la justicia te juzga en vano (Visita/entrevista, Claypole, 07/11/2017).

A partir de ese primer encuentro con Marta, y de ganar confianza mutua, empezó a visitarme los miércoles cerca de las cuatro de la tarde, haciendo en mi casa un intervalo final antes de tomar el colectivo que la dejaba en el penal. Se quedaba sólo un rato porque nunca sobraba tiempo: tomaba un vaso de agua o un té, comía algo y continuaba el viaje. La vuelta al penal solía ser estresante frente a la posibilidad de no llegar a tiempo y ser sancionada.

Pese a la configuración apremiante y extenuante de las salidas, para Marta representaban su única manera de “fugarse” por un rato del encierro y la violencia; de resistir, de sobrevivir, y de evitar que el sistema (carcelario/judicial) la termine de quebrar psicológicamente. Vivía temerosa de faltar a los reglamentos de las salidas, de perder definitivamente su preciado beneficio.

No hay que dejar que el sistema te gane, sino que vos le tenés que ganar al sistema. Ir por más. Yo siempre me propuse irme a la calle. Le ganás saliendo así, con estas salidas. No preocuparme por lo que está pasando ahí adentro, desligarme de todo lo que está pasando ahí dentro, no meterme más en problemas. Ahora me interesa lo que me toca: estar afuera. Pasos que seguir: trabajar, ocuparme de mí y de mi salud (Entrevista, Berazategui, 07/11/2017).

Consideraciones finales

A lo largo del trabajo he procurado desmontar el argumento criminológico central esgrimido sobre los delitos femeninos contra las personas, que se apoya en factores intrínsecos a la personalidad de las mujeres, para poner de relieve los contextos sociales de las imputadas, atravesados por diversas conflictividades. En el caso de Marta, la más patente, es la situación de violencia de género intrafamiliar, impensable por fuera de la problemática del consumo de drogas y la feminización de la pobreza. Es decir, la violencia de género tampoco fue concebida desde el paradigma criminológico de la desviación, sino como un comportamiento articulado a hábitos arraigados de la vida social y familiar (Segato, 2003), cuyos efectos de degradación se ven intensificados en escenarios de violencia social y marginalidad.

En cuanto al papel del sistema de justicia, se concluye que éste funciona como un dispositivo de producción de sufrimiento sobre la vida de las mujeres pobres, fácilmente criminalizables. En la causa de Marta, la primera actuación de la justicia una vez consumado el delito (la decisión del encierro preventivo y la posterior formalización de la condena), ha redundado en mecanismos de revictimización y mayor vulneración, donde no sólo fue borrado el contexto de violencia en que vivía, sino que su condición sufriente se vio reforzada a partir del castigo penal. En su trayectoria se articulan, entonces, diversos mecanismos de control social, entre los cuales el encarcelamiento es el más visible, pero que no puede separarse de otros mecanismos de reclusión previos, informales o no institucionalizados, que se vinculan con la dimensión disciplinaria de la vida doméstica (Larrandart, 2000). Tal es así que una teoría del delito, “prescindente de los contextos sociales en los que se aplica, o de las particularidades de los sujetos involucrados en el suceso, puede conducir a una deshumanización de la respuesta estatal” (Asensio y Di Corleto, 2020, p. 19).

De esta manera, la justicia empujó a Marta a la cárcel, luego de estar inmersa durante más de diez años en una relación violenta, haber perdido a sus tres hijas y, además, dejándola expuesta al castigo suplementario (“perverso” en términos de Romina), que conlleva atravesar el encarcelamiento siendo infanto. Para Marta, la experiencia carcelaria fue configurada como una experiencia particularmente traumática e invivible, signada por la violencia y la soledad, al ser clausurada la forma más potente de resistencia al encierro: la construcción de lazos de compañerismo entre presas.

Pero también es de recalcar el papel omisivo, perezoso, de la justicia transversal al desarrollo de la condena, en donde la propia Marta debió impulsar su causa: llamar semanalmente a su defensora, preparar los escritos, salir a tocar puertas, construir estrategias e interlocuciones con otros agentes estatales, comunitarios y universitarios. Una serie de prácticas y actividades constitutivas de la vida cotidiana de las detenidas que revierte su imagen enteramente pasiva y sujetada frente a un poder omnipresente e ineludible (Basile, 2015). Dicha capacidad de movimiento y autogestión de los derechos se vio materializada en el acceso a las salidas transitorias; beneficio significado y capitalizado como un logro propio (“se lo gané al sistema”), donde puso en juego sus muy escasos recursos y saber-haceres aprendidos en la prisión. En este sentido, y a contrapelo del sufrimiento, la soledad, el estigma y la pereza de las instituciones, Marta hizo, y sigue haciendo, de la búsqueda de libertad un motor de vida; un proceso creativo que la contiene y sostiene.

Para finalizar, vale señalar cómo el avance del movimiento de mujeres y feminista ha revitalizado, al menos en Latinoamérica, la denuncia histórica que busca visibilizar el sesgo de género patriarcal en el ámbito de la administración de justicia. En este clima de ideas, embrionario del Ni Una Menos, Argentina sancionó en noviembre de 2012 una reforma del código penal (ley 26.791) para criminalizar de modo agravado ciertos homicidios relacionados con violencia de género (Unidad Fiscal Especializada en Violencia contra las Mujeres, 2016). En concreto, supuso una ampliación del homicidio calificado por el vínculo y la inclusión de las categorías “crímenes de odio”, “femicidio” y “femicidio vinculado”, en pos de dar cuenta de las formas en que ciertas muertes se inscriben en estructuras de relaciones desiguales de poder entre los géneros (Unidad Fiscal Especializada en Violencia contra las Mujeres, 2016).

Sin embargo, la “cuarta ola feminista” también reabrió el dilema en torno a la estrategia del reformismo penal y la relación del feminismo con la justicia, frente al avance del discurso punitivista entre ciertos sectores del movimiento. Como plantea Frances Olsen en su artículo El sexo del derecho (1990), el problema no es sólo de estrategia, sino que a esta subyacen diferentes críticas al sistema de justicia. En sus palabras, “las estrategias feministas para poner en cuestión la teoría jurídica son análogas a las estrategias feministas para poner en cuestión el dominio masculino en general” (p. 18).

En este sentido, identifica, por un lado, a quienes consideran que el problema no emana del campo del derecho y de su racionalidad técnica, sino de los individuos masculinos que lo han dominado históricamente. En consecuencia, la estrategia es legal y se debate entre un “tratamiento igualitario de los géneros” y un “tratamiento femenino especializado”. Por el otro, a quienes conciben al derecho como un orden intrínsecamente opresivo y niegan que las mujeres puedan encontrar en él herramientas para su emancipación. La jurista concluye en la necesidad de apostar a una teoría jurídica crítica con perspectiva de género que eluda las respuestas fáciles, totales, duales, para pensar sobre estas cuestiones de una manera más imaginativa, táctica y situada.

Por ejemplo, volviendo a Marta, el procesamiento de su causa en los términos de un femicidio vinculado hubiese permitido que se tomara en consideración, al menos parcialmente, el contexto de hostigamiento previo y productor de la escena del crimen, y que se evitara su encarcelamiento. Es decir, el hecho de considerar que la reforma penal hubiese resultado beneficiosa para ella al eximirla de responsabilidades penales no clausura un cuestionamiento posible al sistema de justicia y a sus efectos opresivos, e incluso se traduce, en este caso específico, en un posicionamiento no punitivista.

De esta manera, y parafraseando a Olsen, una mirada jurídica crítica feminista supone no rechazar, a priori, las intervenciones en el orden del derecho, en tanto no se lo reconoce como un orden cerrado e inmutable, sino más bien como un entramado históricamente determinado, que en ciertos contextos sociales e individuales puede devenir en un campo estratégico; al tiempo que busca evitar un (re)pliegue del feminismo en las estructuras jurídicas e institucionales vigentes, o el acomodamiento de sus demandas en el repertorio simplista del castigo.

Del mismo modo en que la derogación de la figura de infanticidio supuso desterrar la noción retrógrada de “honra femenina”, a costa de renunciar a la atenuación de las penas, la actual coyuntura impone tensionar los efectos discursivos que movilizan las categorías jurídicas recientemente aprobadas -empezando por la sobrerrepresentación de la mujer como “víctima” y la emergencia de lo penal como clave interpretativa de las relaciones de género- y sus efectos concretos, eventualmente “positivos” en las trayectorias de las mujeres.

El trabajo busca contribuir, entonces, a una problematización en torno al rol de la justicia, pero también del feminismo, y dejar abierta la pregunta político-estratégica en torno a lo que se pierde y se gana, a lo que se ve y se deja de ver, mediante el accionar judicial; plantear el desafío de establecer qué justicia de género (no) queremos.

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1Hasta el año 2005, la reclusión suponía un régimen más duro, es decir, con acceso a menores beneficios de salidas y libertades que la prisión. A su vez, si la persona recibía una pena de prisión, se consideraba cada día transcurrido en prisión a la espera del juicio, o en calidad de “prisionero preventivo”, como un día de cumplimiento efectivo de la condena. Por el contrario, si recibía la pena de reclusión se computaba sólo un día de cada dos. Esta diferenciación (prevista en el artículo 24 del Código Penal por la Ley de Ejecución Penal 24.660) quedó sin efecto desde el año 2005.

2A los fines de preservar la identidad de las mujeres, se utilizan nombres ficticios en todos los casos (Marta, Laura, Romina y Rosana).

3La prisionización refiere al proceso de transformación que experimentan los sujetos encarcelados a partir de la internalización de normas, rutinas y códigos institucionales, formales e informales.

CÓMO CITAR: Actis, María Florencia. (2022). “Alguien tenía que pagar, alguien tenía que estar en la cárcel”. Relato de vida de una mujer acusada de infanticidio. Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género de El Colegio de México, 8, e909. doi: http://dx.doi.org/10.24201/reg.v8i1.909

Recibido: 02 de Febrero de 2022; Aprobado: 26 de Julio de 2022; Publicado: 29 de Agosto de 2022

María Florencia Actis

Es doctora en Comunicación, especialista en Periodismo, Comunicación Social y Género, ambos títulos otorgados por la Facultad de Periodismo y Comunicación Social, Universidad Nacional de La Plata (FPYCS, UNLP). También es especialista en Memorias Colectivas, Derechos Humanos y Resistencias (CLACSO/FLACSO). Es becaria posdoctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina (CONICET), con lugar de trabajo en el Grupo de Estudios sobre Familia, Género y Subjetividades de la Facultad de Humanidades, Universidad Nacional de Mar del Plata (GEFGS, FH-UNMDP), y profesora titular de posgrado en la FPYCS, UNLP. Su interés investigativo gira en torno a la incidencia del género en los procesos selectivos de criminalización y prisionización.

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