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Revista interdisciplinaria de estudios de género de El Colegio de México

versión On-line ISSN 2395-9185

Rev. interdiscip. estud. género Col. Méx. vol.8  Ciudad de México  2022  Epub 15-Ago-2022

https://doi.org/10.24201/reg.v8i1.831 

Artículos

Convertirse en buenas mujeres. El tratamiento “refeminizador” de las mujeres privadas de la libertad en el penal de Chiconautla1

Becoming Good Women: Treatments to “Refeminize” Female Inmates in Chiconautla prison

Velvet Romero García1 
http://orcid.org/0000-0002-3112-0887

1Universidad Autónoma del Estado de México, Toluca, México, email: rgvelvet@colmex.mx


Resumen

El objetivo de este escrito es reflexionar acerca del tratamiento penitenciario cuyo eje gira alrededor de procesos de “refeminización” e infantilización, es decir, pasa por una serie de prácticas que tienden a modelar una “buena mujer” dentro de parámetros estereotípicos de género y de clase, a partir de convertirlas simbólicamente en niñas tuteladas por las y los agentes penitenciarios. Dicho tratamiento es de orden moralizador y comprende la intervención en tres esferas: el cuerpo, la emocionalidad y la sexualidad. Mediante testimonios de mujeres privadas de la libertad, observaciones etnográficas y análisis de los diagnósticos clínicos otorgados por el personal de psicología, fue posible analizar las diferentes estrategias que son empleadas por las y los agentes penitenciarios para normar comportamientos adecuados de acuerdo con el género. Por medio de este trabajo fue posible comprender que el tratamiento resocializador dirigido hacia las mujeres, más que enfocarse en su bienestar emocional y social, busca corregir las desviaciones del modelo prototípico de “buena mujer”.

Palabras clave: estudios de género; mujeres encarceladas; cuerpo femenino; emociones

Abstract

This text reflects on treatments that essentially seek to “refeminize” and infantilize prisoners, in other words a series of practices that tend to model “good women” within stereotypical gender and class parameters by symbolically converting them into girls tutored by prison officers. This moralizing treatment includes a tripartite intervention, acting on the body, the emotion, and sexuality. Based on women inmates’ testimonies, ethnographic observations, and analysis of psychologists’ clinical diagnoses, this study focuses on prison officers’ various strategies to regulate gender appropriate behaviors. This approach revealed that the social rehabilitation treatment for women inmates is not designed to improve their emotional and social well-being but to correct deviations from the prototypically “good woman”.

Keyword: gender studies; prisoner women; female body; emotions

A manera de introducción

Estela ya llevaba unos días en el apando2 cuando Anaid intentó deslizarle debajo de la puerta un recado. Como parte del castigo, estaba prohibido hablar o hacer llegar a las internas en aislamiento algún objeto. La custodia, que miraba la escena desde lejos, se levantó, y enojada, le pidió a Anaid el papel que acababa de pasarle a Estela. “Estás castigada porque está prohibido pasar recados, eso amerita un castigo”, espetó la custodia mientras abría el recado y lo leía, añadió: “estás castigada para mañana, te pasaste, nos ofendiste”.

Anaid protestó, no comprendía por qué el contenido del recado podría haberle molestado mucho más que el propio hecho de haber intentado introducir el papel. Señaló la custodia: “nos llamaste monas”. A las custodias les molestaba el apodo con que eran conocidas entre las internas y, por esto, Anaid iba a ser apandada. Dispuesta a defenderse, se sentó en las escaleras a esperar a la trabajadora social para explicarle la situación. “Ya te dije que aquí no la puedes esperar”, le gritó la custodia, mientras subía las escaleras, acercándose. Sin que Anaid se diera cuenta, la custodia volvió sobre sus pasos, la tomó de los cabellos y la jaló con tal fuerza que sus pies volaron. A partir de ese instante, Anaid no recuerda muy bien cómo sucedieron las cosas, no sabe cómo es que llegaron más custodias a rodearla, sólo las vio corriendo hacia ella y sintió cómo la sujetaban de los pies y comenzaron a patearla en un intento por meterla al apando. “Me agarré como gato del marco de las escaleras”, recuerda Anaid, “como no me dejé, una custodia me dio una patada en el costado para doblarme la pierna sobre la rodilla, y me la zafaron”.

“Ya desde allí empecé a estar mal, se me zafaba la rodilla, me daban cualquier pastilla para el dolor”. Después de mucho insistir, la llevaron al hospital para sacarle una radiografía, y se concluyó que necesitaba cirugía porque tenía los ligamentos rasgados. Anaid tendría que hacerse cargo de los gastos de la operación, pero como no podía pagar los 40 mil pesos, tuvo que quedarse así, soportando el dolor, hasta que un buen día dejó de caminar. Cuatro años después, fue finalmente operada.

El caso de Anaid ejemplifica uno de los aspectos que comprende el imaginario en el que se basa el tratamiento “refeminizador”. El hecho de que las mujeres recluidas sean castigadas con mayor severidad que los hombres, en las mismas circunstancias, por mostrar comportamientos “violentos”, “indecentes” o “poco generosos” (Spedding, 2008; Romero, 2017) evidencia, por un lado, la normatividad de género subyacente y, por el otro, una serie de prácticas de un tratamiento técnico de reinserción social3 de carácter moralizante que es menester estudiar.

La cárcel, como dice Bello (2013), es un dispositivo que produce y naturaliza un sistema sexogenérico que impone a los sujetos pautas de comportamiento heteronormado, es decir, formas socialmente adecuadas de ser hombre o mujer. Dentro de las rejas de una prisión, se recrea el deber ser masculino y femenino existente fuera de los confines carcelarios y que es exigido por las y los agentes penitenciarios como una muestra de comportamiento adecuado según las normas de género; por lo tanto, es posible apreciar cómo éste funciona como una matriz de inteligibilidad bajo la cual se atribuyen significados, se codifican las conductas o se configuran las desigualdades (Gutiérrez, 2002). Es justo esta matriz la que opera cuando la violencia de los hombres es tolerada, incentivada y minimizada porque, después de todo, “los hombres son así” (Rojas, 1998). De la misma manera, es posible decir que en reclusión no sólo se reproducen normas de género, sino también de clase y etnia (Bello 2013; Hernández, 2015) que exacerban las vulnerabilidades de las personas al potencializarse unas a otras, entonces, mirar estas condiciones que se articulan y se entrecruzan para configurar un determinado espacio carcelario, es también una tarea central del análisis.

El objetivo de este escrito es reflexionar desde el campo de la sexualidad, el género y las emociones el tratamiento penitenciario cuyo eje gira alrededor de procesos de “refeminización”, esto es, pasa por una serie de prácticas ejecutadas por las y los agentes penitenciarios que buscan modelar a las mujeres dentro de parámetros estereotípicos de género y de clase, a pesar de que su función no sea esa (Romero, 2017). Se considera, además, que el éxito de la “refeminización” depende de otro proceso de carácter simbólico: la infantilización, cuya finalidad es regresar a las mujeres a un estado infantil donde solían ser tuteladas, sólo que ahora, el tutelaje es ejecutado por agentes penitenciarios (Azaola y José, 1996; Spedding, 2008; Romero, 2017).

En este sentido, ser buena mujer dentro de las normas institucionales carcelarias comprendería principalmente tres aspectos: una corporalidad decente, una actitud emocional suave, delicada y pacífica, así como el ejercicio de la sexualidad únicamente dentro de los confines de lo moral e institucionalmente establecido. Para que este proceso de “refeminización” funcione, las y los agentes penitenciarios ponen en marcha todo un aparataje de reglas y sanciones para quienes no calzan con dichos estereotipos, y premios para aquellas que se adhieren a los parámetros de dicha feminidad. Sin embargo, a pesar de todas estas “tecnologías de género” (Buitrago, 2016; Spedding, 2008), algunas mujeres construyen formas de adaptarse, subvertir o recrear lo que, dentro y fuera de reclusión, significa ser mujer.

Una mirada rápida a la situación carcelaria femenina en México

En México hay 222 600 personas privadas de libertad, de las cuales 5.67% son mujeres; un poco menos de la mitad (44.52%) se encuentra recluida en uno de los veintidós penales femeniles ubicados en dieciocho entidades federativas, mientras que el resto (55.48%) está alojado en ciento veintitrés penales mixtos4. Aunque, según la normativa, un centro penitenciario no debería ser mixto, en la práctica, 46.24% de las cárceles han sido adaptadas para albergar mujeres; por lo regular se trata de anexos en los penales, y comparten con los hombres ciertos espacios, como los patios de visita familiar, los túneles para llegar a los juzgados, los locutorios y algunos pasillos (Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana, 2021).

Según el Censo Nacional de Sistema Penitenciario Federal y Estatales (INEGI, 2021), la mayoría de las mujeres que se encuentran privadas de la libertad son jóvenes, 53.7% tiene edades que oscilan entre los 18 y los 34 años5 y 65.1% cuenta con estudios de nivel básico (prescolar, primaria y secundaria)6. En penales estatales, el delito por el que han sido sentenciadas con más frecuencia ha sido el robo (26.4%), seguido del secuestro (19.7%) y el homicidio (15.8%). Al cierre de 2020, 356 mujeres se encontraban embarazadas o en periodo de lactancia, adicionalmente, 384 tuvieron consigo a sus hijas o hijos menores de seis años.

Aunque los estudios acerca de las personas privadas de la libertad no son escasos, el análisis respecto de las mujeres en esta situación tiene poca historia. Fue a finales del siglo pasado, con la introducción de la perspectiva feminista y de género, que se dio un viraje en la forma de entender el espacio carcelario. En nuestro país, estudios como los de Elena Azaola7 fueron pioneros para comprender la situación de estas mujeres, evidenciando que, aunque hombres y mujeres se encuentren en prisión, no atraviesan por las mismas experiencias ni su reclusión tiene los mismos efectos en su vida. Más recientemente, trabajos como los de Hernández (2015), Constant (2018) y Pérez (2020) han mostrado que, además, las mujeres privadas de la libertad no son un grupo homogéneo que pueda ser comprendido de la misma manera, sino que es necesario pensarlas desde la interseccionalidad, esto es, considerando otra serie de vulnerabilidades que las afectan y que exacerban su condición penitenciaria; aparte de ser mujeres, ser indígenas o campesinas (Hernández, 2015), su orientación sexual (Constant, 2018) o tener discapacidades (Pérez, 2020).

Estas nuevas formas de observar permitieron también ampliar los temas de estudio dentro del contexto penitenciario, uno de ellos es el tipo de tratamiento de reinserción al que las mujeres son sometidas durante su paso por la reclusión, objetivo de este trabajo. Ya en su diagnóstico referente a la situación de las mujeres privadas de la libertad en México, Azaola y José (1996) advertían acerca de la necesidad de poner en práctica un tipo de tratamiento penitenciario que considerara las especificidades de las mujeres, ya que a menudo “se les concibe como sujetos enfermos, desdeñando su historia y condiciones de vida, es decir, considerando como padecimientos individuales los que no son sino síntomas de enfermedades sociales” (Azaola y José, 1996, p. 413).

Según las autoras esto lleva a que, con frecuencia, las mujeres “obtengan diagnósticos clínicos desventajosos con los que se valora su comportamiento en la prisión y se determina la posibilidad de obtener su libertad” (Azaola y José, 1996, p. 41). En prisión se prescribe una gran cantidad de tranquilizantes, empleados “para permitirles sobrellevar, para adormecer su difícil realidad” (Azaola y José, 1996, p. 407); padecimientos como la depresión, están relacionados con las condiciones que enfrentan en la prisión, como el abandono familiar, ya que entre menos visitas reciban, tienden a aumentar sus cuadros depresivos (Galván, Romero, Rodríguez, Durand, Colmenares y Saldívar, 2006).

Los tratamientos penitenciarios incluyen, además, un sistema de sanciones derivadas de los estereotipos de género, es decir, se dictan medidas disciplinarias “para aquellas mujeres que no cumplieron con los lineamientos propios de una mujer con la finalidad de ejercer el encausamiento de los conflictos conforme los lineamientos simbólicos existentes” (Mejía, 2012, p. 69). Como parte de este sistema se plantean, por ejemplo, suspensión de visitas (Galván et al., 2006), las jornadas de trabajo, las amonestaciones por escrito, el cambio de estancia o dormitorio o los envíos a los módulos de máxima seguridad (Cruz, Morales y Ramírez, 2010), castigos que se otorgan por desobedecer los cánones de género relacionados con la higiene, la obediencia, la heterosexualidad, el pudor y el respeto (Mejía, 2012); empleando, además, como estrategia de control, los procesos de infantilización, esto es, tratarla como “si fuera una menor o incapaz” (Azaola y José, 1996, p. 414).

Algunas notas metodológicas

El área femenil del penal de Chiconautla8 es un gran rectángulo con una construcción de dos pisos donde transcurre toda la vida de las mujeres. Es un anexo del área varonil que se encuentra ubicado muy cerca de una calle que rodea el centro penitenciario. A diferencia de los espacios ocupados por los hombres, donde las actividades escolares, los talleres de trabajo o la atención médica y psicológica se lleva a cabo en diferentes áreas, la vida de las mujeres transcurre casi siempre en el mismo lugar: las celdas, los comedores, la pequeña área laboral y un par de salones que están separados por un estrecho pasillo; los cubículos de la trabajadora social y la psicóloga están en el mismo espacio donde las mujeres transitan, lavan su ropa, juegan voleibol o platican. Debido a esta conformación espacial y a las restricciones de movilidad, que en general tienen las mujeres en el recinto penitenciario, pude pasar muchas horas conviviendo con ellas: a veces conversando en el cubículo que el área de psicología me proporcionó; otras, sentada con ellas en el patio, en el comedor o en las escaleras, y otras más, dentro de sus celdas, acomodada sobre las planchas de concreto que usan para dormir.

Los nueve meses que duró el trabajo de campo dentro del penal fueron de mucha cercanía y afectividad con las mujeres9. Mi posición en el espacio carcelario fue privilegiada en muchos sentidos. Ingresé como investigadora gracias a un permiso otorgado por el área de psicología y criminología de la entonces Dirección General de Prevención y Readaptación Social del Estado de México, por lo que quedé adscrita a esta área. Me asignaron un par de cubículos para trabajar, uno exclusivo para mí dentro del área varonil y otro en el área femenil que podía utilizar cuando no lo ocupaba la psicóloga responsable de la atención a las mujeres; por lo tanto, gocé de mucha privacidad para las entrevistas. Podía solicitar entrevistarme con las personas que quisiera, excepto con aquellas que se encontraban castigadas, que habían tenido intentos de suicidio o que estaban en un módulo de protección10; además, tenía autorización para visitar casi cualquier parte del penal11, de esta manera, pude recorrer muchos de sus rincones y asistir a diversos eventos organizados por el área educativa, de trabajo social o de psicología.

Para este trabajo se empleó una metodología de corte cualitativo, cuyas técnicas principales fueron la etnografía, las entrevistas en profundidad y el análisis de las impresiones diagnósticas provenientes de los expedientes del área de psicología12. En total se entrevistó a doce mujeres y diecisiete hombres13; sin embargo, para este escrito, se emplearon exclusivamente las voces de las mujeres y sólo se recuperaron algunas experiencias de hombres en tanto que permitieran comprender las diferencias en el tratamiento penitenciario.

Las personas que participaron de este estudio se incorporaron de diversas maneras, algunas fueron seleccionadas a partir de la base de datos que se elaboró, otras fueron incluidas empleando la técnica de bola de nieve, y otras más se acercaron a mí solicitando ser entrevistadas porque alguien les había dicho acerca de mi trabajo y querían participar. Hablando específicamente de las mujeres, objetivo de este trabajo, puede decirse que todas ya habían sido sentenciadas, en su mayoría por delitos contra la propiedad (robo), pero había algunas que estaban por homicidio, secuestro o violación, sus sentencias oscilaban entre los dos años cuatro meses (robo) hasta los cuarenta y nueve años (secuestro). La mayoría era primodelincuente, o sea, era la primera vez que ingresaba a un reclusorio, sus edades oscilaban entre los 22 y los 41 años, y en promedio, habían concluido la educación secundaria. Casi todas provenían de contextos sociales con algún grado de marginación, algunas habían estado en situación de calle y tenían escasos o nulos contactos con familiares. No se entrevistó a ninguna mujer indígena.

Como en cualquier investigación, se incluyó una serie de principios éticos que buscaron evitar daños a las personas participantes. Aunque, como dice Santi (2014, p. 45): “no existe un estándar ético mínimo respecto a la evaluación de las investigaciones que puede ser aplicado a nivel global”, sí existe una serie de principios éticos más o menos consensuados dentro de la comunidad científica que deben ser considerados14. Según el Informe Belmont (2003), estos principios incluyen tres aspectos: respeto a las personas, beneficencia y justicia.

El primer punto se refiere a preservar la autonomía de las personas, esto es, “dar valor a las opiniones y elecciones autónomas al mismo tiempo que evitar obstruir sus acciones, a menos que éstas sean claramente en detrimento de otros” (Informe Belmont, 2003, p. 4). Este respeto hacia los sujetos implica que participen voluntariamente en el proceso de investigación, que puedan decidir aspectos como el tiempo y el espacio en que desean intervenir, la cantidad de información que quieren aportar y también si prefieren concluir su colaboración por las razones que consideren convenientes. Sin embargo, para poder decidir es necesario que las personas cuenten con información completa y comprensible acerca de lo que se va a hacer en torno a los objetivos de la investigación, el uso que se le va a dar a la información y los detalles referentes a la confidencialidad.

El aspecto de la beneficencia incluye “no sólo respetar sus decisiones y protegerlos de daños, sino también procurar su bienestar” (Informe Belmont, 2003, p. 4). Esto implica tanto el análisis de los posibles daños que puedan tener las personas al participar en la investigación (psicológicos, familiares o comunitarios), como el diseño de estrategias que minimicen los riesgos asociados a su participación. Finalmente, la justicia ocurre cuando una persona puede ejercer un beneficio al que tiene derecho (Informe Belmont, 2003), en el contexto de la investigación esto ocurre cuando las personas, teniendo todos los detalles respecto a la finalidad y los procedimientos del trabajo, deciden de qué manera participar o no.

Una investigación en contextos institucionalizados como ésta requiere de otras consideraciones éticas para su ejecución. La primera se refiere a evitar la “utilización” de las personas confinadas debido a la facilidad o disponibilidad para acercase a ellas; la segunda es que, al ser sujetos vulnerables, su capacidad de libre consentimiento puede verse mermada por la coerción, imposición o manipulación de otras personas que se encuentran en dichos contextos (Informe Belmont, 2003), y finalmente, debe tenerse precaución en “no generar falsas expectativas en las y los participantes para evitar que se sientan que fueron ‘utilizados’ por las/los investigadores” (Santi, 2014, p. 60).

Para que las personas pudieran decidir si deseaban o no participar, primero expliqué quién era yo, qué hacía allí y de dónde venía, mencioné que no pertenecía a la institución penitenciaria sino a una educativa, por lo tanto, los datos que me proporcionaran no serían reportados a las autoridades, sino que algunos fragmentos de sus testimonios serían empleados para comprender y ejemplificar el tema tratado. Se les explicó el objetivo de la investigación, cuál era la finalidad de las entrevistas, se mencionó que su colaboración no incidiría de ninguna manera en su proceso legal y se habló detenidamente de la confidencialidad.

Debido a que el estudio se efectuó en un espacio de gran vulnerabilidad, se tomaron ciertas medidas para evitar que las personas participantes fueran identificadas: los nombres fueron cambiados incluso dentro de las propias notas de campo, no se elaboraron listas para que pudieran acudir a las entrevistas, sino que se les dio un pase directo para evitar que la institución les identificara15, firmaron con otro nombre o con su huella el consentimiento para grabar el audio; se respetó cuando las personas no quisieron ser grabadas o cuando, en algún momento de la entrevista, pedían que “eso no fuera grabado”. Cada entrevista estuvo acordada con las personas dependiendo de sus actividades, tiempos y horarios; se respetaron tanto sus silencios como sus deseos de no profundizar en algún tema y se les mencionó que, si en algún momento decidían ya no acudir a las entrevistas o se arrepentían de continuar colaborando lo podían hacer, y en ese caso, la información que ya hubieran proporcionado no sería utilizada.

Finalmente, para el análisis, la información brindada fue transcrita de manera textual, dividida en categorías y se cruzaron los datos provenientes de las observaciones hechas durante el proceso etnográfico y el análisis de las impresiones diagnósticas de los expedientes psicológicos. No se empleó ningún programa de procesamiento de datos cualitativos.

“Un modelo para armar”. Una mirada al tratamiento técnico de reinserción social

El sistema de tratamiento progresivo técnico -como fue llamado entonces-, comenzó a operar en las cárceles del Estado de México en 1966, cuando fue promulgada la Ley de Ejecución de Penas Privativas y Restrictivas de la Libertad. Este tratamiento se basaba en el modelo de readaptación social que sustituiría al de regeneración, que estuvo vigente desde 1917 y que, según Cisneros (2019), consideraba a las personas como “degeneradas” y moralmente cuestionables. El modelo de readaptación social entendía “al infractor de la norma penal como un ser que sufre una patología, era natural tratarlo como enfermo, y como a todo enfermo, debería aplicársele un tratamiento que curara su enfermedad” (Ordaz y Cunjama, 2012, p. 16). Su conducta delictiva era el síntoma de dicha enfermedad y, por lo tanto, se hacía necesario implementar un tratamiento que, por un lado, diera cuenta de su peligrosidad a partir de un diagnóstico psicológico y criminológico y, por el otro, que pudiera quitarle la enfermedad y regresarlo a la sociedad una vez curado (Cisneros, 2019; Ordaz y Cunjama, 2012).

Además de la psicología como herramienta principal para la detección, evaluación y corrección de la desviación social, el tratamiento readaptatorio tenía como pilares la capacitación para el trabajo, la educación y la disciplina. Las y los profesionales que trabajaban dentro de las cárceles formaban un Consejo Técnico Interdisciplinario (CTI) que tenía la finalidad de evaluar la mayor o menor readaptación de las personas privadas de la libertad a partir de elementos demostrables como un buen comportamiento dentro de la prisión, participación en talleres de capacitación, asistencia a los programas educativos, tener un núcleo familiar funcional y, sobre todo, mostrar arrepentimiento por el delito cometido. Era este Consejo el que decidía si alguien podía preliberarse, o sea, salir antes de cumplir su sentencia e iniciar un régimen de libertad condicional.

En 2008 se modificó el artículo 18 de la Constitución Política Mexicana que dio paso a un nuevo régimen penitenciario: la reinserción, que está basado en principios humanistas, donde las personas dejarían de ser consideradas inmorales o desviadas y sólo se les sancionaría con la privación de la libertad por haber trasgredido una norma jurídica (Cisneros, 2019). Los medios bajo los cuales se lograría la reinserción deberían estar basados en la protección de los derechos humanos, y se mantuvieron como pilares del tratamiento el trabajo y la educación, y se incluyó también la salud y el deporte (Ordaz y Cunjama, 2012).

El ideario de la reinserción intenta regresar a las personas a vivir en la sociedad, al no ser concebidas como enfermas, el tratamiento psicológico queda relegado a segundo plano y se busca dotar a internas e internos con herramientas para la vida, como la capacitación para el empleo y la educación (Cisneros, 2019; Ordaz y Cunjama, 2012). En este mismo sentido, debido a que la misión de la cárcel ya no sería convertir a las personas en “buenas” sino, como se mencionó anteriormente, estaría basada en la vigilancia de sus derechos humanos, los castigos deberían disminuir.

Dentro del modelo de reinserción se mantiene la figura del CTI, pero, a diferencia del modelo readaptatorio, pierde la capacidad para tomar decisiones acerca de la excarcelación de las personas privadas de la libertad y su función queda reducida a proporcionar una serie de recomendaciones para la preliberación. En su lugar, se crea la judicatura de ejecución de sentencias, que ahora tendrá la potestad de decidir si acepta o no las recomendaciones del Consejo, y en última instancia, tendrá el poder absoluto para determinar la excarcelación. El tratamiento técnico de reinserción social, como ahora se llama:

Se maneja de forma progresiva, interdisciplinaria, individualizada, grupal y familiar, con la intervención de las áreas y programas involucrados en sus diferentes fases de desarrollo: estudio, diagnóstico, tratamiento institucional y post institucional. El propósito central del tratamiento integral es el de proporcionar al individuo las herramientas necesarias para asimilar las normas y valores universalmente aceptados, así como la adquisición de hábitos, conocimientos y habilidades necesarias para el desarrollo de sus capacidades y con ello reinsertarse positivamente a su núcleo social y familiar, inhibiendo la influencia de ambientes criminógenos y la reproducción de conductas delictivas (Secretaría de Seguridad del Estado de México, Subsecretaría de Control Penitenciario, 2021).

Las áreas que componen dicho tratamiento son la psicológica, el trabajo social, la médica, la educativa, la laboral y la de vigilancia que se encarga fundamentalmente de observar la “buena” conducta de internas e internos. Además, participan de este tratamiento organizaciones de la sociedad civil, laicas o religiosas, que, si bien no forman parte del CTI, imparten cursos, talleres y pláticas de muy diversa índole a la población penitenciaria.

Aunque de acuerdo con las modificaciones al artículo 18 de la Constitución Política los modelos de tratamiento deberían tender hacia la reinserción, la realidad es que no operan necesariamente de esta manera. En el caso del sistema penitenciario del Estado de México, se ha implementado un modelo híbrido que mantiene elementos del antiguo esquema readaptatorio y recibe el nombre de Modelo Estratégico de Readaptación Social, y que, según la Subsecretaría de Control Penitenciario de la Secretaría de Seguridad del Estado de México (2021), tiene como objetivo: “lograr que las personas privadas de su libertad modifiquen sus conductas antisociales a través de un proceso de concientización tanto del daño causado a la víctima, así como a la familia y a la sociedad, como medios para su adecuada reintegración social”, como el antiguo modelo de la readaptación, pero teniendo como base el respeto a los Derechos Humanos, como se busca con la reinserción.

Aunque seguidoras y seguidores del modelo de reinserción se planteen éste como un avance respecto al anterior, esto no necesariamente es así, pueden apreciarse ciertas continuidades que mantienen vinculados los dos modelos en varios sentidos. Ambos tienen como ejes rectores el trabajo y la educación como agentes de moralización, que requieren de la incorporación de ciertas herramientas que, como se indica, son “necesarias para asimilar las normas y valores universalmente aceptados” (Subsecretaría de Control Penitenciario de la Secretaría de Seguridad del Estado de México, 2021), es decir, donde “reinan absolutamente los valores dominantes y en donde se efectúa no menos totalmente un control de los elementos refractarios de las clases dominadas” (Donzelot, 1991, p. 51). En este sentido, “herramientas” como el trabajo y la educación, pero también la psicología, la psiquiatría o el trabajo social, se emplearían como recursos para esconder detrás del discurso de “la preocupación humanitaria de moralización del recluso” (Donzelot, 1991, p. 37), un intento por ordenar, regular y disciplinar las corporalidades.

“Lava la ropa, cubre las áreas y duerme”16. El sistema de resocialización carcelaria en la práctica cotidiana

Armando era estafeta17 de psicología desde hacía unos meses, y cuando no tenía mucho trabajo, solía platicar conmigo de la cotidianidad carcelaria. Un día, mientras esperaba a que llegara mi próxima entrevista, le pregunté la opinión de los internos acerca de las áreas de psicología y trabajo social:

“muy mala, la peor”, me contestó, las trabajadoras sociales nos niegan las credenciales [para que puedan visitarlos sus familiares], en psicología no hay ningún mecanismo para solicitar audiencia, si uno se siente mal se tiene que tranquilizar solo. Yo por lo menos me puedo escapar aquí a hablar con alguien, pero los demás tienen que resolver sus problemas como puedan (Armando, 29 años y menos de tres privado de la libertad).

Sofía, en el mismo sentido, habla también de su experiencia con el área de psicología:

Cuando yo llegué, la psicóloga que estaba en turno quería que yo aceptara que fue con todo el dolo, la alevosía y la ventaja el haber hecho las cosas, le digo no, es que fíjese que pasó así… “no, no, usted tiene que aceptar y usted tiene que entender que está aquí por un delito”. Sí, yo entiendo que estoy por un delito, pero no, no es así […]. Me hicieron llorar y me hicieron sentir obvio mal […] no sé qué me habrá puesto en el expediente, porque lejos de hacerme sentir bien, gozaba no nada más conmigo sino con varias con hacernos sentir mal y nos hacía llorar […], aunque yo sé que es para que nos aceptemos y eso, nos hacía así con todo el dolo de que aceptáramos el dolor, el delito y que nosotras nos sintiéramos culpables y como que éramos lo peor de la sociedad […]. Ya después varias compañeras optamos por no asistir a sus sesiones (Sofía, 42 años, cuatro años privada de la libertad).

Las terapias psicológicas suelen girar en torno a que internas e internos reconozcan la comisión del delito como un primer paso para la curación.

-¿Qué pasa cuando no participaron en el delito que se les imputa? -le pregunté a Armando.

-Pues a ellos no les importa, creen que tú estás aquí por algo, no te creen que no lo cometiste, como si no hubiera corrupción y siempre hubiera justicia -me respondió.

Aunque el personal de psicología tiene una serie de funciones bien definidas por la normatividad penitenciaria18, en ningún lado está estipulado cómo lo deben hacer. Cada integrante del equipo puede emplear las teorías, técnicas e instrumentos que más les agraden incluso si contravienen los mismos postulados teóricos de las perspectivas empleadas. De cualquier manera, sea cual sea la opción terapéutica que se elija, la retórica terapéutica, como menciona Pollack (2009, p. 114), tiende a “eclipsar el hecho real de la pobreza, las adicciones y la exclusión de los mercados laborales, todos ellos aspectos significativos en la criminalización” de las personas.

La educación, uno de los pilares sobre los que se asienta el tratamiento resocializador, es de carácter complejo, ya que como menciona Blazich:

[…] funciona a modo de una institución dentro de otra y supone conjugar prácticas y marcos normativos entre el sistema penitenciario y el sistema educativo con lógicas de funcionamiento diferentes: en el primero la del castigo y el disciplinamiento, fundante del derecho penal; y en el segundo, la lógica del desarrollo integral de los sujetos, fundante de la educación (2007, p. 54).

Al ser antagónicas, la educación y el sistema penitenciario conducen hacia finalidades distintas, por un lado, el tratamiento penitenciario tiene un componente de “adaptabilidad de los sujetos expresados en los términos de resocialización, readaptación, reeducación” (Acín, 2009, p. 67), que puede manifestarse, por ejemplo, en el uso de la educación para entretener a las personas, curarlas o capacitarlas para alguna actividad productiva (Acín, 2009; Scarfó, 2002). En otro sentido, la finalidad de la educación va mucho más allá de dotar de herramientas prácticas para la vida, implica, como indican Caride y Gradaille, “acceder a saberes y bienes culturales que les permitan incrementar su autoestima, reducir su vulnerabilidad” (2013, p. 44), pero también asumir el control de su propia vida, es decir, lograr su autonomía (Scarfó, 2002).

Cada institución penitenciaria del Estado de México cuenta con un área educativa que, fundamentalmente, ofrece servicios de educación básica, incluida la alfabetización. Dadas las características de la población penitenciaria, en su mayoría personas que han sido previamente excluidas de este derecho, la importancia de esta área resulta vital. Sin embargo, como se ha indicado líneas arriba, el papel de la educación dentro de los confines carcelarios puede tener múltiples fines: desde entretener a buena parte de la población con actividades como pastorelas, actos deportivos, bailables, obras de teatro u honores a la bandera, hasta “contribuir a la integración constructiva de la persona, a través de la reeducación en la asimilación de normas, la práctica de valores universalmente aceptados” (Subsecretaría de Control Penitenciario, Secretaría de Seguridad del Estado de México, 2021) que en nada contribuyen a su autonomía y crecimiento personal, ya que tales normas y valores universales no están sujetos a discusión.

Anaid da su opinión en torno al sistema escolar:

No les enseñan nada, si acaso les recuerdan una que otra cosa de la primaria, pero nunca hay clases, y cuando llegan a tener clases ya solo les pasan la lista y si les dejan tarea son unas pequeñas operaciones, unas sumas, restas, depende del nivel y ya… y se la pasan todo el tiempo ensayando, que por el Día de la Maestra, que Día de la Primavera, que Día del Niño y así se la pasan ensayando para eventos y a mí eso no me gusta, que andar bailando (Anaid, 34 años, nueve años privada de la libertad).

A partir de las observaciones etnográficas, se percibió una diferencia importante en el tipo de atención educativa que reciben las mujeres y los hombres: fundamentalmente, las mujeres eran empleadas para “amenizar” los eventos organizados en el penal. Como menciona Anaid, eran requeridas para participar en el calendario de festividades, pero no eran receptoras frecuentes de los servicios escolares, como en el caso de los hombres. Las maestras solían acudir muy pocas veces a la semana al área femenil y no más de una hora en cada oportunidad, únicamente iban a resolver algunas dudas, por lo que tenían que ser autodidactas si querían conseguir algún certificado académico.

Mariana, en su testimonio, explica cómo suele ser la atención:

La escuela es del nabo, nada más asistimos para cubrir un área, con las maestras no estudias, no te explican bien, las clases son a las 10, llegan 10:30 y dan 20 minutos y ya, vámonos. No es lo que debería de ser. Es entendible que tratan con unos tres mil [internos] allá abajo, se cansan de lo mismo y lo mismo (Mariana, 27 años, un año privada de la libertad)19.

Caride y Gradaille (2013) señalan que es imposible separar el proceso educativo del contexto en donde tiene lugar y que las cárceles son escenarios hostiles para la educación. Estos mismos autores consideran que lo que en realidad está sucediendo dentro de los centros penitenciarios es más bien una “escolarización”, y lo que se hace dentro de estos espacios no puede llamarse educación, ya que ésta apunta a “revertir la vulnerabilidad social de las personas” (Scarfó, 2002, p. 304), aspecto que no parece estar sucediendo.

De manera extraoficial, el modelo de reinserción funciona bajo un sistema de puntos que se pueden ganar o perder dependiendo no sólo del área de tratamiento, sino del criterio de la o el agente penitenciario que les esté atendiendo. Carlos, un interno de 48 años y privado de la libertad desde hace catorce años, resumió el modelo de reinserción en seis palabras que enunció cuando le pregunté cómo describía la atención: “nos tratan como monitos de circo”. Si les piden bailar, tienen que hacerlo, si les dicen que deben tener una tutela, la consiguen20. En síntesis: “acabas diciéndoles lo que quieren oír para que puedas salir pronto” (Armando, 29 años, dos años y ocho meses privado de la libertad).

Como se puede apreciar, el modelo de reinserción se sostiene sobre pilares construidos por las mismas prácticas que las áreas de tratamiento generan, y aunque parezca que internas e internos se adhieren siempre a las reglas del orden penitenciario, en realidad también juegan con ellas, las cuestionan, las ignoran, las deslegitiman y a veces las subvierten.

La “refeminización” o el proceso de modelaje de una “buena mujer”

Carolina fue llamada por la profesora para que le enseñara a otro interno cómo debía portar la bandera y estuviera preparado para el concurso de escoltas que se avizoraba en algunos días. Fue elegida entre varias internas por su “recato”, comportamiento deseable para las mujeres dentro de la institución penitenciaria, y que es incentivado por las y los agentes penitenciarios:

A mí la maestra del concurso de escoltas me dijo: “apóyame con mi alumno que es abanderado, explícale cómo meter el asta”, ¡perfecto maestra! […]. El comandante le autorizó para que yo le platicara y le enseñara al chavo […], yo le explico al chavo, sí normal, o sea, “sabes qué métela así, sácala así”, una risa normal sin esperar nada a cambio o esperar que “ay cómo te llamas” no, no, no […]. La maestra de eventos me dijo: “¡felicidades, eh!, porque usted supo en qué momento, en qué situación y jamás anduvo de loca como la otra compañera” (Carolina, 30 años, cinco años privada de la libertad).

Se puede entender la “feminidad” como “el proceso a través del cual las mujeres son generizadas, es decir, atribuidas con roles de género y convertidas en una clase específica de mujeres” (Skeggs, 2001, p. 297). La “refeminización”, entonces, sería el proceso por el cual se busca que las mujeres “vuelvan” a adquirir los parámetros de una feminidad que, en algún momento de su vida, por alguna circunstancia específica, “perdieron”. Esta “refeminización” también tiene un componente de clase, Romero (2017) señala que los parámetros de la feminidad que guían este proceso no son los de cualquier mujer, sino los de las mujeres blancas, mestizas, de clases más privilegiadas, los cuales deberán funcionar como matriz de referencia para el resto de las mujeres.

Buitrago (2016), Fellini (2018), Ordoñez (2006) y Spedding (2008) coinciden en que, en la cárcel, las mujeres se ven sometidas a una serie de prácticas resocializadoras de género que forman parte implícita del tratamiento. Esta tendencia “refeminizadora” lo que intentaría construir, como indica Foucault (2003), serían cuerpos dóciles, “objeto y blanco de poder […] el cuerpo que se manipula, al que se le da forma, que se educa, que obedece, que responde, que se vuelve hábil o cuyas fuerzas se multiplican” (p. 125). Y, como el mismo autor indica, no se necesita de violencia explícita para volverlas dóciles, sino de una “elegante disciplina” para convertirlas en útiles. De esta manera, como puede evidenciarse con el testimonio de Carolina, la maestra no necesitó gritar, amenazar o castigar para evitar que anduviera de “loca”, como la otra compañera, una buena felicitación fue suficiente para dejar en claro que esa es justamente la conducta que una buena mujer debe observar21.

La “refeminización” tiene como núcleo una reeducación en lo doméstico, Fellini (2018) señala que el trabajo doméstico en sitios como una prisión, revela “una preocupación predominantemente volcada a las actividades del hogar, en ‘preparar’ y ‘formar’ […] los valores de una buena ‘ama de casa’” (p. 97). En este sentido, es posible apreciar que gran parte de los castigos y sanciones que reciben las mujeres recluidas gira alrededor de cumplir con actividades de índole doméstica, como lavar baños y pisos o barrer las zonas comunes, sanciones que no son frecuentes en el área de los hombres.

Una ocasión recién que llegué, una custodia me empezó a agarrar de bajada y diario me sacaba a talachas, pero yo no sabía por qué y puro cubil, cubil22. Era sacar tambos y barrer el cubil y hasta la aduana. Y dije: “Así como que por qué, ¿no?”. Y al otro día le pregunto por qué, “pues es que estás castigada”. Que bajo, y le digo: “a ver custodia, una pregunta, por qué según estoy castigada”. Y me dice: “no, no estás castigada”.

Entons, ¿por qué?”, y me dice: “ah es que se rolan talachas”. Le digo: “¿tantos días y a mí misma y el mismo lugar? […], entonces por qué a las que están llegando no les hacen igual […]. Le digo: “sabe qué, yo no voy a hacer la talacha” (Carolina, 30 años, cinco años privada de la libertad).

Debido a que para “refeminizar” no resulta suficiente invocar la posición jerárquica que ocupan las y los agentes penitenciarios con respecto de las mujeres privadas de la libertad, como puede apreciarse en el caso de Carolina, es necesario, entonces, otro proceso de orden simbólico: la infantilización. Ordoñez (2006) señala que esta es regresar a las personas a un estado infantil donde se pierde el control sobre el propio cuerpo “sobre las acciones inmediatas, las elecciones, el comportamiento, sobre el tiempo y el espacio” (p. 191), engendrando dependencia y frustración “mientras [se] sugiere que esa dependencia y acciones de frustración no son vías adecuadas para estar en el mundo” (Brans y Lesko, 1999, p. 72).

Tanto Ordoñez (2006) como Spedding (2008) señalan que la infantilización se puede evidenciar mediante la exigencia de parte de las y los agentes penitenciarios de que las mujeres se coloquen en posiciones corporales de sumisión, empleen un tipo de lenguaje delicado y sin argot carcelario, pidan permisos para actividades como fumar, salir de sus celdas u ocupar los espacios de recreación. A partir del mecanismo de infantilización, el personal podrá verificar si se peinaron, maquillaron o bañaron, si cumplieron o no con sus tareas domésticas, si están usando la ropa adecuada, y por supuesto, también podrán sancionarlas en caso de que no cumplan con lo requerido.

Spedding (2008) señala que este mecanismo de infantilización resulta tan eficaz, que las propias mujeres pueden adherirse a él para quedar como “niñas buenas”, rechazando y delatando a otras compañeras que “no lo son”. Para la autora, este efecto se da porque una buena proporción de las mujeres “comparte y aprueba el estereotipo convencional de la feminidad” (Spedding, 2008, p. 151), que como ya se mencionó, es de un sólo tipo: el de la clase burguesa. Sin embargo, esta adhesión también pudiera leerse como una forma de emplear estratégicamente las normas de la feminidad que puede llevarlas a obtener algún beneficio por ser “buenas”, por ejemplo, más tiempo fuera de la celda. De acuerdo con las observaciones hechas, la “refeminización” en la reclusión gira en torno a tres aspectos: la corporalidad, la emocionalidad y la sexualidad, que se detallarán a continuación.

Cuerpos peligrosos

Son principalmente las custodias quienes se encargan del orden corporal dentro del reclusorio. Mariana cuenta con detalle cómo no se les permite usar pantalones ajustados, ropa interior demasiado pequeña, maquillaje en exceso o prendas con algunas transparencias. Cada cierto tiempo, y de manera sorpresiva, el área de custodia organiza cacheos y revisiones -generalmente nocturnas-, cuya finalidad es encontrar objetos prohibidos: armas, celulares, puntas afiladas… pero en el caso de las mujeres, también incluye ropa prohibida, perfumes y maquillaje. “Rompen las tangas”, comentó un día muy enojada Mariana:

Si tú vieras los sábados, las encueran, les tocan todo [las custodias durante la revisión]23. Yo en realidad no entiendo muchas de las ideas de los reclusorios, lo que hacen no solamente con la ropa, las pinturas … no puedes hablarles a los chicos allá afuera, ¿no?, que ahorita con lo de las parejas clandestinas ya traes todo el tiempo a una custodia atrás de ti (Mariana, 27 años, un año privada de la libertad).

Fuera y dentro de reclusión los cuerpos de las mujeres son concebidos como peligrosos y, por lo tanto, deben estar sujetos a constante control. Moreno (2008) menciona que esta forma de pensar está relacionada con un tabú: “las mujeres introducen una carga sexual en todos los lugares donde ingresan, el cual se resuelve en la idea de peligro: las mujeres son peligrosas, pero también son seres en peligro” (p. 92). De acuerdo con lo anterior, son esos cuerpos femeninos -y no las percepciones masculinas sobre esos cuerpos-, los que atraen miradas e incitan a los hombres a tocar, por lo tanto, son estas corporalidades y no las de los hombres, las que habrá que regular.

Todos los cuerpos están regulados, controlados y normalizados bajo una serie de normas sociales que condicionan la forma en la que estos deben comportarse; sin embargo, como menciona Esteban (2004), son los cuerpos de las mujeres los que deben ser agentes morales. Es la institución penitenciaria la que se ha adjudicado una especie de trabajo moral que se concreta en velar por la decencia de las corporalidades femeninas a partir de su apariencia, esta “opera como el mecanismo de autorización, legitimación y deslegitimación. La apariencia se vuelve el mecanismo moral de evaluación” (Skeggs, 2001, p. 298). De este modo, la apariencia de algunas internas, leída en clave de estereotípica de clase y género, resulta ofensiva o inmoral y, por lo tanto, habrá de sancionarse.

Cuando yo llegué me tocó una jefa [una custodia] que ya no está […], ella decía que nosotras como internas no nos podíamos ver más bonitas que ellas, yo me quedé así de “qué pedo con esta culera”, o sea qué culpa tenemos las internas si somos o no somos más bonitas que ellas (Mariana, 27 años, un año privada de la libertad).

Skeggs (2003) señala que “la división entre lo sexual y lo femenino fue cuidadosamente transformado en significado de conducta: ‘verse como se es’. La apariencia se volvió el medio por el cual las mujeres fueron categorizadas” (p. 27). Los mensajes que se difunden a partir del control de las corporalidades femeninas en reclusión podrían parecer un tanto paradójicos. Por un lado, como menciona Skeggs (2003) las mujeres deberían poseer cuerpos y apariencias acordes con su condición de delincuentes: descuidados y poco agraciados, y en ocasiones se llevan a cabo prácticas institucionales para que las corporalidades de las internas calcen con ese modelo, ubicándolas en el lugar social que les corresponde mediante estrategias como quitarles el maquillaje, impedir que se tiñan el cabello, desgarrar y confiscar ciertas ropas24. Sin embargo, en otro sentido, se incentiva como parte del tratamiento “refeminizador” el aseo, el cuidado personal y el maquillaje dentro de ciertos límites. Se puede decir que, más que tratarse de prácticas paradójicas, ambos son “métodos que permiten el control minucioso de las operaciones del cuerpo que generan la sujeción constante de sus fuerzas y le imponen un tipo de relación de docilidad-utilidad” (Foucault, 2003, p. 126).

Nuevamente Skeggs (2001), señala que “la feminidad es además un asunto espacial y temporal, aquello que está en el lugar incorrecto y en el tiempo incorrecto es severamente castigado” (p. 229). De esta manera, cuando las mujeres tienen que transitar por espacios donde los hombres internos las pueden ver, son ellas a las que se les conmina a vestirse, maquillarse y comportarse de manera adecuada. Los hombres, en cambio, nunca son sancionados por mirar o piropear. Es a ellas a quienes se obliga a colocarse una bata para cubrir su cuerpo y sólo así pueden salir del área femenil para cualquier lugar, eso sí, siempre custodiadas. Este tipo de códigos de vestimenta sólo son aplicables para las mujeres, los hombres pueden estar sin camisa y en pantalón corto sin ningún problema por cualquier lugar del penal25.

Finalmente, se puede decir que no cumplir con estas normas tiene consecuencias no sólo de índole práctica (como el decomiso de objetos y los castigos diversos), sino también tiene repercusiones en el orden de lo simbólico en forma de pérdida de prestigio. Este tipo de prácticas “refeminizadoras” tienden a enfrentar a las mujeres unas a otras en un terreno simbólico donde lo primordial será preservar la alta estima y valoración social que conlleva apegarse a las normas morales de la institución penitenciaria.

El control de las emociones “viriles”

Después de casi un año de trabajo de campo, me había quedado claro que las mujeres recluidas, a diferencia de los hombres, no se mataban unas a otras, eran raros los reportes de riñas con arma blanca o los ataques violentos en contra de algún agente penitenciario. A pesar de ello, eran consideradas por el personal como más problemáticas que los hombres y por eso trabajar con ellas les parecía verdaderamente abrumador. La baja tolerancia hacia la violencia de las mujeres tiene que ver, como menciona Rojas (1998), en su supuesto carácter antinatural, contrario a la bondad o a la tolerancia que deben manifestar por ser mujeres. En este sentido, y dado el carácter moralizante de las instituciones penitenciarias, es su deber corregir todas aquellas desviaciones del modelo prototípico de “buena mujer”.

Rodríguez (2008), considera que las emociones “están fuertemente influidas por los sistemas de creencias culturales y morales. Por esta razón, las emociones están ligadas al orden social (deber ser/deber hacer) en una comunidad particular” (p. 152). Las emociones son socialmente construidas y de la misma manera, también se puede decir que son socialmente castigadas. Vannini, Gottschalk y Waskul (2012), consideran que cada sociedad construye su propio orden sensorial jerarquizado, que es aprendido mediante procesos de socialización emocional y disciplinamiento corporal donde el género, la raza, la clase o la edad tienen un papel trascendental.

El orden emocional de género se construye a partir de una serie de prácticas ritualizadas cuya finalidad es normar las emociones, de tal suerte que aparezcan como naturales, tanto en hombres como en mujeres, unas emociones y no otras. Ahmed (2015) menciona que las emociones que se encuentran vinculadas a las mujeres “son representadas como más cercanas a la naturaleza, gobernadas por los apetitos y menos capaces de trascender el cuerpo a través del pensamiento, la voluntad y el juicio” (p. 221). Las mujeres son consideradas como la representación de la emocionalidad, aquella que tiene que ver con la labilidad y los cambios de humor; sin embargo, siempre asociadas a la ternura, el llanto o la compasión.

Todo el espectro emocional está anclado a “definiciones culturales que establecen lo que es bueno o malo, correcto o incorrecto, digno o indigno, o en su caso, lo que típicamente produce tal o cual afecto” (Rodríguez, 2008, p. 155). Las emociones esperadas para los hombres se asocian a las que demuestren su masculinidad: ira, enojo o violencia. Esta diferencia en la apreciación emocional da como resultado que las mujeres en reclusión sean valoradas en función de parámetros emocionales estereotípicos de clase y de género: que no levanten la voz, no muestren su enojo y no insulten a sus compañeras. Cualquier discordancia con este orden emocional puede ser sujeto a sanciones, como sucedió en el caso de Julia:

A mí me dijo el juez ejecutor que me daba la oportunidad [de preliberar] porque como yo era una persona muy agresiva, me metía en muchos problemas, tenía problemas con vigilancia, que porque tiré al jefe de turno de la tercer litera, porque los agredí con el cinturón; descalabré como a cuatro, a tres custodias y dos custodios, los dejé incapacitados. Entonces me dijo que él me iba a dar la oportunidad, porque yo desde que salí de conductas especiales en el cubo, tenía dos años cuatro meses de que yo ya no tenía ni un reporte, estuve ocho meses aislada de la población, un castigo fuerte (Julia, 28 años, cuatro años privada de la libertad).

Julia siempre fue considerada una persona conflictiva, solía robar objetos a sus compañeras e iniciar riñas, se drogaba y era temida por las custodias porque ya había golpeado a algunas. Tanto la corporalidad como la emocionalidad de Julia estaban preparadas para la “guerra”. Su padre, un vendedor de drogas, le había enseñado a disparar y a defender su casa de otros grupos de delincuentes que constantemente amenazaban con sacarlos del territorio a punta de balazos. Las emociones que Julia mostraba fuera de reclusión eran las que necesitaba para sobrevivir en un medio tan hostil como en el que creció, pero para los parámetros normativos de la institución penitenciaria, la ira, el enojo y la violencia de Julia eran percibidos como discordantes.

Ya no quería vivir, me dolía el cuerpo, los huesos […], a veces me daban una cobija, a veces me la quitaban. La segunda vez me la dieron a los cinco días de salir [del cubo]. Me pegaban en el apando, no comía, me castigaban, me pegaban para que me diera hambre, no me dejaban que hiciera ejercicio para evitar el frío, me quitaron calcetas, me bañaba con agua con hielo, me rozaba de que no me limpiaba, tuve infección vaginal porque no me limpiaba, no me llevaban a bañarme, olía a popó, todo el tiempo olía feo. No podía hacer nada, tenía hongos con pus […], todo el tiempo tenía la luz apagada, nada más la prendían cuando me daban con el maitor26 (Julia, 28 años, cuatro años privada de la libertad).

Julia fue considerada como un caso extremo de violencia “impropio” de mujeres y, por lo tanto, ameritaba un castigo ejemplar: ser mandada al cubo, un área del penal construida para sancionar a los hombres que hubieran cometido faltas consideradas como extremadamente graves: asesinar a algún compañero o atacar a algún agente penitenciario. El cubo sólo había sido ocupado por hombres hasta que Julia se ganó un lugar allí por detentar una serie de conductas y emociones no acordes con su género. Después de una prolongada estancia en ese lugar, dividida en tres momentos diferentes, Julia comprendió, a fuerza de castigos, que debía ser una “buena mujer” y como ella menciona “portarse bien”. El proyecto “refeminizador”, había tenido éxito27.

Del cubo, sí fue a raíz del cubo lo que puede ocasionar la droga, también era muy agresiva. Ya le bajé como que a mi agresividad, como que ya tolero más a la gente, como que ya me presto para hablar, antes no, era muy grosera, antes les decía: “a mí no me des los buenos días hija de tu puta madre, o qué me ves, huevos culera, ¿no?”. Me veían mal y les pegaba. Si me gustaban esos tenis llegaba y les pegaba, “dámelos”, aunque no me los pusiera, me los ponía un día y al otro día me los fumaba, siempre he sido así y así como que ya no, como que ya tengo más tolerancia, como que ya la pienso más para pegarle a alguien (Julia, 28 años, cuatro años privada de la libertad).

El caso de Julia puede ser concebido como extremo, porque después de ella solamente otra mujer fue llevada al cubo. Sin embargo, las faltas consideradas como graves para las mujeres comprenden comportamientos como arañar, escupir, desgreñar o faltarle al respeto a la custodia, y ameritan -dependiendo de la gravedad de la falta-, apandos o talachas. Si comparamos estas conductas con las acciones que se consideran sancionables en los hombres, pueden encontrarse diferencias notables: ellos sólo son apandados en caso de infligir daño corporal severo, como lesiones físicas a otro compañero, y que impliquen armas blancas, o extorsionar a alguien.

Una segunda forma que se encontró para “refeminizar” las emociones, tiene que ver con el uso de medicamentos que las aleje de esos comportamientos “desviados”, o bien, que tiendan a mantener bajo control las emociones “femeninas”. Para Bianchi (2019), la medicalización no necesariamente incluye a médicas y médicos, se trata más bien de un proceso sociocultural “a través del cual una entidad que no es, de hecho, un problema médico, es prescrito como una clase de enfermedad” (Conrad en Kilty, 2007, p. 163). Es a partir de la triada “psi” (psiquiatría, psicología y trabajo social) que la medicalización funciona como una forma de regular los comportamientos de las internas (Pollack, 2005), encajando con “el más amplio y continuo proyecto correccional de arreglar/curar la criminalidad y/o castigar el comportamiento ilícito” (Kilty, 2012, p. 162), tal como lo relata Mariana:

Mi mamá cuando llegó sufrió una crisis. Yo vine en ese tiempo [a psicología], estaba Nuria […], escuchó a mi mamá veinte minutos y le dijo que necesitaba pastillas tranquilizantes y ya, dejó las pastillas. Mi mamá es alcohólica, drogadicta, y la estaban sedando. A esta Laura le dan medicamento, se la pasa sedada cuando se pone loca, ella lo único que necesita es que la escuchen […], a ella la trasladaron aquí y cayó en depresión (Mariana, 27 años, un año privada de la libertad).

En su relato, Mariana describe una práctica recurrente en el centro penitenciario: la medicalización. Aunque la prescripción está a cargo del médico del reclusorio, y a veces de un psiquiatra que acude una vez por semana, tanto las psicólogas como las trabajadoras sociales suelen hacer recomendaciones referentes al empleo de este tipo de medicamentos. En reclusión, los desórdenes emocionales tienen que nombrarse y registrarse, aparecen en los expedientes de medicina y psicología, y funcionan como etiquetas que perdurarán por el tiempo que dure la reclusión. De esta manera, “el cuerpo sobre el cual se imprime la mirada del médico, y sobre el cual se descifran síntomas, lejos de ser un cuerpo natural sobre el cual se visibilizan una serie de afecciones previas a la mirada, es un cuerpo producido” (Abeijón, 2019, p. 210).

A diferencia de los hombres, que suelen ser diagnosticados con rasgos de personalidad impulsiva, agresividad y antisociabilidad, las mujeres son clasificadas como pasivas-agresivas, dependientes, emocionalmente lábiles, histriónicas, narcisistas, distímicas y con tendencias a padecer trastorno límite de la personalidad28. Estos diagnósticos llevan las marcas de género que, además, están validados por la ciencia29, “se basan en las nociones de género de la desviación que implican que las mujeres internas tienen una falta de habilidad en el control de sus emociones y son incapaces de ser autónomas” (Pollack, 2005, p. 75). Se puede decir que las mujeres son apreciadas como más frágiles emocionalmente, altamente influenciables, algunas de sus acciones están cerca del límite entre la cordura y la locura, son teatrales, y como mencionó Antonio, uno de los psicólogos del lugar: “son más histéricas porque lloran por todo y se victimizan mucho”.

Es un ansiolítico ¿no? […] es que está tomando dos, pues yo la veo medio apagada [a Mariana], o sea, de como siempre, de como siempre está: muy alegre, corre por acá, corre por allá […] sí, luego yo también la veía aquí abajo con sus demás compañeritas y ahora ya no, ya casi nomás se la pasa encerrada […]. Ya le da mucho sueño, le dije: “no hagas eso, no hagas eso” […] ‘tas bien chavita como para medicarte […] me preocupas mucho. Yo la verdad casi no me concentro mucho en las personas, pero en tu caso, le digo, me caes bien (Fanny, 39 años, siete años privada de la libertad).

Preocupada por Mariana, Fanny me relató lo que le sucedía. Cuando pude hablar con Mariana, me contó que le habían negado el amparo que podía dejarla en libertad y se sentía muy triste. La medicación que le prescribieron la sedó, lo que en contextos carcelarios es frecuente como un recurso para, por un lado, evitar dar atención psicológica, y por el otro, poder controlarlas. Kilty (2012) menciona que, por lo regular, se reporta que son las mujeres las que buscan con mayor frecuencia el tratamiento psiquiátrico, no porque padezcan más este tipo de enfermedades, sino porque son “construidas como locas, irracionales y necesitadas de atención” (p. 164).

Como se pudo apreciar en líneas anteriores, Julia era considerada extremadamente violenta, así es que parte de su tratamiento incluyó grandes dosis de medicamentos psiquiátricos para “quitarle” lo agresiva. Se puede decir, entonces, que el tratamiento resocializador pretende regresar a las mujeres a la “normalidad” emocional de género inhibiendo las prácticas y conductas que se consideran distónicas con el ethos de ser mujer, ignorando las realidades psicosociales de cada una (Pollack, 2005).

La sexualidad “indecente”

La sexualidad es un área muy sensible a la “refeminización”; por un lado, las mujeres no deben desear a otras mujeres, y por el otro, tampoco deben expresar sus deseos sexuales. La sexualidad es un asunto de relaciones de poder, tiene que ver “con lo que un grupo considera como ‘natural’ y ‘pertinente’ para cada sujeto en función […] de un sistema de género particular, que asigna a los individuos a una categoría simbólicamente establecida, define cualidades pertinentes y comportamientos vinculados con cada uno de los distintos tipos de personas” (Córdova, 2003, p. 347). La regla de la heteronormatividad en la reclusión opera para hombres y mujeres; sin embargo, al parecer las relaciones entre las mujeres son percibidas por las y los agentes penitenciarios como más molestas que las de los hombres (Romero, 2017)30.

La “refeminización” sexual se caracteriza por utilizar como procesos de reeducación una serie de castigos, amenazas y vigilancia sobre los cuerpos de las mujeres, y aunque no hay ninguna regla explícita que indique que mantener una relación con una interna o buscarse un compañero sexual es un delito, en lo cotidiano sí hay una serie de prácticas que penalizan tales comportamientos. El caso de Valeria es muy ilustrativo en este sentido: al haber sostenido relaciones sexuales de manera clandestina con otro interno y quedar embarazada, los regaños y las amenazas no se hicieron esperar:

Era la peor mujer, la más puta […], la mala interna, todo. Dice [la maestra]: “¡ay!, estás de acuerdo que esto retrasa tu salida, ¿verdad?”. ¿Por qué?, o sea, por qué, le digo, yo asisto a mis áreas, me conduzco con respeto hacia mis compañeras, tanto a mis compañeras como a las autoridades, custodias y con usted área educativa y todo. “Pues, no sé”, dice, “pero eso para empezar retrasa tu salida”. No, eso no, tener relaciones sexuales no, eso es un delito muy grande, muy grave para ellos, ¿no? (Valeria, 36 años, dos años privada de la libertad).

Un aspecto que diferencia al proceso de “refeminización” en este ámbito de las dos esferas anteriores (corporalidad y emocionalidad), es que cuando se trata de controlar la sexualidad de las mujeres, una buena proporción de las áreas que componen el tratamiento resocializador se articula: psicología, trabajo social, educativa, custodia e incluso el director y algunos elementos de la administración vigilan, regulan y amenazan a las internas. A veces, como en el caso de Valeria, el control es mucho más directo; en otras, se lleva a cabo de manera más sutil, empleando discursos y saberes supuestamente científicos que les infunden temores acerca del ejercicio de su sexualidad, como relata Valeria:

Tengo el virus del papiloma humano […], a nosotros nos explicó el doctor que el huevo […] está dormido, como si no hubiese reventado, ¿no? […] y me preocupa bastante porque algunas personas dicen que al tener un bebé es como si tú estuvieras alimentando al virus o al tener relaciones sexuales también es como alimentar el virus […] se expande, ¿no?

¿Y eso se lo dicen entre ustedes o se los dijo el doctor?

El doctor dijo que cuando te detectan no es bueno tener relaciones, de hecho, por eso digo que hoy, por algo estoy en reclusión, porque yo estaba activamente sexual al 100% […] y el doctor dijo que eso, el golpeteo, es lo que provoca que el virus se extienda de más (Valeria, 36 años, dos años privada de la libertad).

Como se puede apreciar, para llevar a cabo el tratamiento “refeminizador” es necesario emplear una multiplicidad de estrategias que obliguen a las mujeres a guardar sus deseos sexuales dentro de los cánones de la moralidad permitida en reclusión. Y, a pesar de que la privación sexual no forma parte de la privación de la libertad, por medio del tratamiento “refeminizador” se pretende que las mujeres no puedan desear.

A manera de conclusión. El derecho a ser “mala mujer”

Aunque el tratamiento de reinserción busca dotar a las personas privadas de la libertad de herramientas para la vida e intenta abandonar la antigua finalidad del modelo readaptatorio que buscaba convertir a las personas en “buenas”, lo que se presenta en el tratamiento penitenciario dirigido a las mujeres es más bien un modelo híbrido cuyo eje gira en torno a un proyecto “refeminizador”. Esto es, tiene como finalidad que ellas supuestamente recuperen los parámetros de la feminidad estereotípica de clase que “perdieron” por la comisión de un delito y su posterior reclusión.

Los testimonios muestran que el tratamiento “refeminizador” se centra en tres aspectos primordiales: la corporalidad, la emocionalidad y la sexualidad de las mujeres. La “refeminización” corporal incluye el control de la ropa, el maquillaje y los movimientos corporales que, por un lado, deben mantenerse dentro de los límites de la supuesta decencia, y por el otro, deben corresponderse con el imaginario de la mujer delincuente: no demasiado maquillada, peinada o escotada. La “refeminización” emocional se centra en eliminar las emociones distónicas del ethos femenino, como la ira, el coraje o la rabia, y para ello se emplean estrategias como la medicalización, que contribuye a regresar a las mujeres a la “normalidad” emocional de género: pasividad, sumisión y obediencia. La sexualidad, por su parte, es el área más sensible a ser “refeminizada”, mediante castigos y sanciones se busca que las mujeres eviten desear.

Si el proyecto “refeminizador” parece ser inherente al tratamiento penitenciario, ¿qué hacer para revertirlo o subvertirlo? Hasta ahora, la respuesta no parece provenir de las instituciones penitenciarias, sino más bien de las acciones que las mujeres en reclusión emprenden cotidianamente. Los discursos acerca de la feminidad que pone en circulación la institución penitenciaria no son asumidos dócilmente por las mujeres. Son ellas, en sus prácticas cotidianas, las que demuestran que, si bien la “refeminización” es un imperativo del tratamiento readaptatorio, no están siempre dispuestas a seguirlo. Como ejemplo de lo anterior: ceñir al cuerpo las batas que son obligadas a usar para ir de su área a los juzgados; romper los trajes anaranjados con los que deben pasar por los pasillos masculinos; entablar relaciones amorosas por medio de un profuso carteo con los internos, o guardar en la boca las pastillas que les dan para controlar su ira y escupirlas después. Son ejemplos de que, a pesar del proyecto “refeminizador”, siguen deseando, enojándose y gritando que serán las mujeres que quieren ser.

Problematizar las múltiples formas que adquieren las prácticas de resistencia permite comprender cómo las personas, y en este caso específico las mujeres, pueden lidiar con las violencias de las que son objeto. Por supuesto esto no significa que, empleando este tipo de estrategias se subviertan las relaciones de poder, pero sí posibilitan abrir espacios de respiro que, para muchas, pueden ser liberadores.

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1Este artículo se deriva de un trabajo de investigación doctoral que tuvo como eje la sexualidad, donde se buscaba conocer “en qué sentido y en qué dimensiones la sexualidad dentro de la cárcel se modificó en términos de prácticas, significados y representaciones del cuerpo, el género, la violencia sexual y la percepción de justicia sexual” (Romero, 2017, 15).

2El apando es un lugar destinado al aislamiento, se usa principalmente como forma de castigo. Se trata de un pequeño espacio con camas y una taza de baño que no cuenta con agua corriente. Quienes están apandadas reciben en ese mismo sitio sus alimentos, no pueden salir al patio, llamar por teléfono, ver a su familia o convivir con alguien más hasta que concluya el castigo.

3Nombre que recibe el tipo de tratamiento empleado dentro del Sistema Penitenciario del Estado de México, entidad que rodea a la capital del país (Secretaría de Seguridad del Estado de México, Subsecretaría de Control Penitenciario, 2021).

4México cuenta con 288 centros penitenciarios, 15 dependientes del gobierno federal, 13 administrados por el gobierno de la Ciudad de México y 260 pertenecen a los gobiernos estatales (Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana. Prevención y Readaptación Social, 2021).

5De esta franja etaria 12.4% se encuentra entre los 18 y 24 años, 20.6% está entre los 25 y 29 años, y 20.7% tiene entre los 30 y 34 años.

626.6% cuenta con estudios de prescolar o primaria y 38.5% con secundaria.

7Entre sus primeros trabajos en torno a la situación de las mujeres privadas de libertad se encuentran: El delito de ser mujer. Hombres y mujeres homicidas en la ciudad de México: historias de vida. Las mujeres olvidadas: un estudio sobre la situación actual de las cárceles de mujeres en la República Mexicana.

8El penal Sergio García Ramírez, mejor conocido como “Chiconautla”, por ubicarse en el cerro del mismo nombre, forma parte del complejo penitenciario del Estado de México que consta de veintiún penales repartidos en toda la entidad. Es uno de los más grandes que, en el momento del trabajo de campo (2014-2015), albergaba a 4 240 personas de las cuales poco más de 200 eran mujeres y tenía una sobrepoblación de 442.29% (dato proporcionado por el Centro Penitenciario y de Readaptación Social, marzo, 2015).

9El trabajo de campo dentro del reclusorio se llevó a cabo del 12 de junio de 2014 al 26 de marzo de 2015 y dos meses y medio fuera de él. Dentro del penal pasaba alrededor de siete horas diarias casi cinco días a la semana.

10Se le llama Módulo de Protección al área donde se encuentran los hombres que han sido amenazados, extorsionados o agredidos físicamente por otros internos y cuya vida corre algún riesgo. También están aquí políticos y miembros de algún cuerpo policiaco.

11Las áreas a las que no podía pasar eran los dormitorios de los hombres, el Módulo de Conductas Especiales (módulo de castigo varonil), los túneles que llevan a los juzgados y el Módulo de Protección (este último lo pude visitar un par de ocasiones en compañía de un psicólogo del Centro).

12En total se revisó una muestra de 351 expedientes de hombres (10% de la población varonil) y 70 mujeres (30% de la población femenil) y se creó una base de datos cuya finalidad era caracterizar a la población penitenciaria, ya que en aquel momento el centro penitenciario no contaba con una. Uno de los elementos que incluían los expedientes del área de psicología era el diagnóstico clínico de internas e internos después de una serie de entrevistas, pruebas psicométricas y proyectivas que se les aplicaban al momento de su ingreso. Las impresiones diagnósticas llamaron mi atención, lo cual motivó en gran medida este documento.

13En promedio, los hombres fueron entrevistados cinco veces, mientras que las mujeres fueron entrevistadas en siete ocasiones, y cada entrevista duró alrededor de dos horas.

14Aunque el trabajo de investigación no pasó por un comité de ética, sí fue supervisado por un grupo de profesoras y profesores que formaban parte del seminario de investigación que cursé en el doctorado, esto permitió que conversáramos acerca de las dimensiones éticas del trabajo.

15Había dos formas de solicitar hablar con las personas internas que todo el personal, incluyéndome a mí, teníamos que utilizar: la primera era mediante una lista que se hacía con los nombres completos, ubicación dentro de la cárcel y horario en que deberían acudir al cubículo, esa lista debía firmarla el director y el jefe de custodia en turno, y había que dejar una copia a las autoridades. Yo empleé únicamente la segunda forma, ya que en la primera se corría el riesgo de que las personas fueran identificadas por la institución, mientras que en la segunda el pase era otorgado por mí (yo misma hacía los pases y los sellaba) y se los hacía llegar con otros internos. En el caso de las mujeres, con el tiempo se fue haciendo mucho más fácil evitar su identificación por las autoridades penitenciarias, porque simplemente quedábamos un día y una hora específicos para continuar platicando, o las podía ir a buscar a su celda.

16Expresión dicha por Mariana cuando se le preguntó cómo describiría la cárcel: “aquí sinónimo de cárcel es lava la ropa, cubre las áreas y duerme”.

17Se les llama estafetas a las personas que voluntariamente asisten al personal técnico y las labores que desempeñan cuentan como trabajo —no remunerado— para sus expedientes. Las y los estafetas pueden llevar a cabo actividades como organizar expedientes, buscar a personas internas en su celda, ir a la tienda del penal, hacer la limpieza de las oficinas, controlar el acceso de otros internos a las oficinas, y en el caso de los hombres, también le brindan protección al personal técnico con el que laboran, como un guardaespaldas. En el caso de las mujeres estafetas también tienen actividades como preparar alimentos y otras labores domésticas como lavar las cortinas del salón de clases (notas de campo).

18Según la Subsecretaría de Control Penitenciario de la Secretaría de Seguridad del Estado de México (2021) la función del área de psicología es proporcionar “orientación, tratamiento y seguimiento psicológico a la población interna y preliberada, otorgando herramientas que coadyuven en el desarrollo y evaluación de las capacidades y habilidades de los internos, para la reinserción social”.

19Es importante señalar, junto con el comentario que hace Mariana, que la cantidad de docentes que trabajan en el sistema penitenciario del Estado de México es insuficiente. La Subsecretaría de Control Penitenciario reporta contar, en 2014, con una plantilla de 140 docentes que atendieron a 11 298 internos, de los cuales 1001 eran mujeres, es decir, cada docente atendió en promedio a ochenta personas (Secretaría de Seguridad del Estado de México, 2021).

20Se le llama tutela a alguna persona que se va a responsabilizar de ellas o ellos cuando obtengan la libertad condicional. Puede ser un familiar mayor de edad o una amistad o en casos extremos (y menos frecuentes) también puede ser alguna organización laica o religiosa la que les respalde. La tutela está obligada a denunciar a la persona preliberada en caso de mal comportamiento, por ejemplo: consumir drogas o alcohol, abandonar el trabajo, involucrarse nuevamente en actividades delictivas, etcétera (notas de campo).

21Por supuesto, no sólo se hace uso de “disciplinas elegantes” para normar la conducta de las mujeres, sino que se emplea una gran variedad de técnicas con diversos grados de violencia.

22Se le llama cubil al sitio donde las custodias se encuentran haciendo guardia (notas de campo).

23Las mujeres que tienen pareja que también está recluida pueden ir los sábados o domingos al área de visita familiar que se encuentra dentro del espacio de los hombres. Cuando se ha terminado la visita y regresan a su sección, las mujeres son revisadas meticulosamente, tal como menciona Mariana.

24Además del control corporal que representan prácticas como las descritas, es necesario mencionar que, a partir de estos códigos de vestimenta, también se establece una actividad económica que, en gran medida, es liderada por las custodias. En diversas ocasiones escuché a las internas decir que durante los cacheos confiscaban ciertas ropas por ser inapropiadas, pero luego las custodias las vendían o las regalaban a otras internas para que las revendieran. Así que invocar a la moralidad para llevar a cabo ciertas prácticas, también resulta en un negocio bastante lucrativo (notas de campo).

25Una excepción es cuando los hombres tienen que acudir a recibir alguna atención al edificio donde se encuentran concentradas las áreas de tratamiento: psicología, medicina y trabajo social. Para acceder se requiere que usen camisa o playera de manga corta o larga y pantalón o bermuda debajo de las rodillas. Sin embargo, en este caso, la regla no se estableció porque ellos inciten a las agentes penitenciarias a mirarlos, provocándolas con su forma de vestir, sino por respeto (notas de campo).

26El maitor es un palo que por su especial grosor sirve para golpear con gran fuerza.

27Los hombres que son llevados al cubo reciben un trato muy similar al que le dieron a Julia. En el caso de ellos, la intención de este tipo de tratos no es acabar con su violencia, sino más bien lograr que esta vuelva a los cauces de la normalidad, es decir, no asesinar (notas de campo).

28Estos datos fueron recabados a partir del análisis de expedientes del área de psicología que se efectuó al comienzo del trabajo de campo.

29Para sus diagnósticos, psicólogas y psicólogos emplean el Manual de Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales (DSM, por sus siglas en inglés) y la “Clasificación de los Trastornos Mentales y del Comportamiento” de la Clasificación Internacional de Enfermedades (CIE), ambos provenientes de la medicina psiquiátrica.

30Esta molestia mayor por las relaciones eróticas entre mujeres por parte del personal carcelario está relacionada con su visibilidad, ya que ellas suelen darse muestras de afecto en público, a diferencia de lo que ocurre con las relaciones homoeróticas entre varones, que suelen ser menos evidentes para las y los agentes penitenciarios (notas de campo).

CÓMO CITAR: Romero, Velvet. (2022). Convertirse en buenas mujeres. El tratamiento “refeminizador” de las mujeres privadas de la libertad en el penal de Chiconautla. Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género de El Colegio de México, 8, e831. doi: http://dx.doi.org/10.24201/reg.v8i1.831

Recibido: 22 de Junio de 2021; Aprobado: 09 de Febrero de 2022; Publicado: 21 de Marzo de 2022

Velvet Romero García

Doctora en Ciencia Social con especialidad en Sociología por El Colegio de México, Maestra en Estudios de Género y Cultura mención Ciencias Sociales por la Universidad de Chile y Licenciada en Psicología por la Universidad Autónoma del Estado de México. Es profesora de la Universidad Autónoma del Estado de México, investigadora y candidata del Sistema Nacional de Investigadores. Sus líneas de investigación son género, violencia de género, sexualidad, corporalidades, emociones, masculinidades y prisión.

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