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Revista interdisciplinaria de estudios de género de El Colegio de México

versión On-line ISSN 2395-9185

Rev. interdiscip. estud. género Col. Méx. vol.6  Ciudad de México  2020  Epub 02-Feb-2021

https://doi.org/10.24201/reg.v6i0.641 

Artículos

Aproximaciones a la violencia de género en la narrativa peruana contemporánea: el caso de La sangre de la aurora de Claudia Salazar Jiménez

Approaches to Gender Violence in Contemporary Peruvian Literature: A Case Study of Claudia Salazar Jiménez’s The Blood of the Dawn.

Brenda Morales Muñoz1 
http://orcid.org/0000-0002-2440-7708

1Universidad Nacional Autónoma de México, Facultad de Filosofía y Letras, Ciudad de México, México. email: brendamorales@filos.unam.mx.


Resumen

La violencia de género se ha abordado en diversas obras literarias, pero en años recientes ha tomado un lugar central en la narrativa latinoamericana. Este trabajo se enfocará en el análisis de una novela peruana sobre el conflicto armado en donde la violencia en contra de las mujeres tiene un peso central. Se trata de La sangre de la aurora, de Claudia Salazar Jiménez (Lima, 1976), publicada en 2013 y ganadora del Premio Las Américas. Este artículo ofrece una mirada con perspectiva de género, y se apoya en las ideas de Rita Segato y Jean Franco, para analizar la manera en que se ha ficcionalizado la violencia en contra de las mujeres en el contexto de la guerra peruana.

Palabras clave: escritoras; novela; crímenes contra las mujeres; violencia de género; violencia sexual; cuerpo femenino; guerrilla

Abstract

Gender violence has been addressed in various literary works, but in recent years it has occupied a central place in Latin American literature. This work will focus on an analysis of The Blood of the Dawn -originally published in Spanish as La sangre de la aurora (2013) winner of the Las Américas Prize- by Claudia Salazar Jiménez (Lima, 1976). Violence against women during the armed conflicto lies at the core of this novel. This article offers a gender perspective, and is based on the ideas of Rita Segato and Jean Franco, to analyze how violence against women has been fictionalized in the context of the Peruvian armed conlict.

Keywords: women witers; novel; crimes against women; gender violence; sexual violence; female body; guerrilla

Introducción

El conflicto armado peruano ha impactado en el arte de diversas maneras. Desde que inició, en los años ochenta, hasta hoy ha sido el tema principal en novelas, cuentos, poemas, obras de teatro, películas, canciones, retablos, performances e instalaciones. En la literatura su presencia ha sido constante, abundante y heterogénea. Un ejemplo de este amplio corpus es La sangre de la aurora, de la escritora peruana Claudia Salazar Jiménez (1976). La novela, publicada en 2013, es una de las pocas obras escritas por una mujer que se centra en la experiencia de las mujeres durante la guerra. Claudia Salazar Jiménez es doctora en literatura latinoamericana por la Universidad de Nueva York, donde reside desde hace varios años, actualmente es profesora, gestora cultural y escritora de ficción. Ha sido la editora de las antologías Escribir en Nueva York. Antología de narradores hispanoamericanos (2014) y Voces para Lilith. Literatura contemporánea de temática lésbica en Sudamérica (2011). Ha publicado el libro de cuentos Coordenadas temporales (2016) y la novela histórica juvenil 1814, año de la Independencia (2017).

El objetivo de este artículo es analizar cómo se representa la violencia contra las mujeres en un contexto de guerra en una obra literaria contemporánea. Con ese fin, se ha estructurado en tres apartados principales. En el primero se establece qué es la violencia de género; el segundo se dedica a estudiar la violencia en La sangre de la aurora a partir de sus tres personajes femeninos principales: Marcela, Modesta y Melanie; y el último se enfoca en la violencia sexual presente en esta novela.

Violencia de género

De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS)1, la violencia de género es la violencia física o psicológica que se ejerce contra las mujeres por esa condición. Me gustaría precisar que la discusión en torno a esta definición es amplia y polémica; diversos organismos -como la Organización de las Naciones Unidas (ONU), Human Rights Watch o la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR)- han estipulado que la violencia de género no es exclusiva de hombres contra mujeres, sino que su rasgo esencial es que siempre implica una limitación en el ejercicio de derechos, libertades y oportunidades, y está presente en una lógica de desigualdad y una asimetría de poder. En ese sentido, la violencia de género puede presentarse en mujeres contra mujeres o en hombres y mujeres contra otros sujetos, tales como homosexuales, mujeres u hombres trans, bisexuales, o no binarios. Sin duda es un término que se sigue discutiendo, pero, para fines prácticos, en este artículo la violencia de género se referirá a la que se ejerce contra las mujeres y tiene varias expresiones como el feminicidio, la trata y el abuso sexual.

La violencia contra las mujeres ha sido una constante en los eventos bélicos. Desde las primeras guerras que ocurrieron en la historia hasta la primera mitad del siglo XX, el cuerpo de las mujeres acompañó el destino de las conquistas y anexiones de los territorios enemigos (Segato, 2016, p. 58). Sin embargo, en los conflictos más recientes puede percibirse un cambio que es explicado por Rita Segato de la siguiente manera:

[Antes] La mujer era capturada, apropiada, violada e inseminada como parte de los territorios conquistados […] era un efecto colateral de las guerras. En ella se plantaba una semilla tal como se planta en la tierra, en el marco de una apropiación. Pero la violación pública y la tortura de las mujeres hasta la muerte de las guerras contemporáneas es una acción de tipo distinto y con distinto significado. Es la destrucción del enemigo en el cuerpo de la mujer y el cuerpo femenino o feminizado es el propio campo de batalla en el que se clavan las insignias de la victoria y se significa en él, se inscribe en él, la devastación física y moral del pueblo, tribu, comunidad, vecindario, localidad, familia, barriada o pandilla que ese cuerpo femenino […] encarna (2016, pp. 80-81).

La cita anterior explica que en los conflictos actuales puede disponerse del cuerpo femenino con el fin de derrotar al enemigo, como si las mujeres fueran objetos y no sujetos. Siguiendo con la antropóloga argentina:

Aunque la violencia contra las mujeres fue una constante en las guerras clásicas, desde hace varios siglos ya ha sido considerada como un crimen de guerra [No obstante] en las guerras de las últimas décadas ya no hay tal castigo, es más, no se muestra ningún respeto por instrumentos o reglamentos para la protección de mujeres y de niños (Segato, 2016, p. 63).

Es decir, previamente las agresiones cometidas contra las mujeres se consideraban como delito y eran por lo tanto punibles; pero hoy ya no son contempladas como daños colaterales, sino que son una estrategia central para doblegar al adversario. Así, es claro que los cuerpos de las mujeres siempre han servido como botines de guerra, lo que ha cambiado es el grado de crueldad, sadismo y violencia que se ejerce, ya que actualmente hay una intención clara de destrucción corporal a la que se suma la indiferencia y la indolencia. Para Segato, estas nuevas formas de la guerra no convencional surgieron en las dictaduras militares y se fueron perfeccionando en las guerras sucias, internas, étnicas o mafiosas. Un ejemplo es el conflicto armado peruano que se desarrolló entre 1980 y 2000, sin duda alguna uno de los capítulos más violentos de la historia de América Latina en el que se enfrentaron fuerzas estatales y el Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso.

Durante esas dos décadas, se calcula que, de acuerdo con los datos del Informe Final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación2, el número de víctimas fue de aproximadamente 69 280, la mayoría campesinos quechua parlantes de la zona andina; de esa cantidad sólo 22 507 están identificados, lo que deja un lamentable saldo de 46 773 personas desaparecidas. También se estima que el conflicto dejó 600 mil desplazados, 40 mil niños huérfanos y miles de personas que fueron víctimas de detenciones arbitrarias, tortura, violaciones y reclutamientos forzosos tanto de parte de las fuerzas de seguridad del Estado como de los senderistas. Todas estas cifras dan cuenta de la gravedad y alcances del conflicto que fragmentó a la sociedad peruana y que afectó de manera más profunda a los indígenas, quienes ya eran un sector muy castigado; dentro de éste, además, se encuentran las mujeres indígenas situadas en el último escalafón de las prioridades gubernamentales. En este contexto, se presentaron innumerables casos de mujeres que fueron víctimas de agresiones e intimidaciones por parte de los militares quienes, con el propósito de encontrar senderistas, las presionaban para que les ayudaran a detenerlos o para que los senderistas se entregaran a cambio de que las dejaran libres, entre otras intenciones.

El balance del Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003) en cuanto a la violencia de género arrojaba los siguientes datos3: las víctimas de violaciones fueron mujeres de entre 10 y 29 años de edad, aunque también hubo niñas más pequeñas y ancianas; las agresiones a las que fueron sometidas estas mujeres las llevaron a cabo, en su mayoría (83%), agentes estatales4. Ante esta complejidad, Narda Henríquez, retomando a senderólogos como Carlos Iván Degrogori o Steve Stern, señala que esta fue la primera vez que en América Latina la violencia política no sólo vino del Estado, como ocurrió en Argentina y Chile (2018, p. 20), sino que había situaciones inéditas que dificultaron la identificación de los culpables.

Las violaciones de mujeres campesinas por parte de soldados peruanos fueron recurrentes durante todo el conflicto armado. Ocurrían en diversos lugares, sobre todo en los cuarteles. Como explica Víctor Vich:

La violencia sexual terminó practicándose como una forma de “trueque”. Las mujeres se acercaban a las bases militares a buscar información y ahí eran obligadas a “entregar su cuerpo” para salvar a los familiares que habían sido detenidos. Como se sabe, la violación es un acto traumático por la marca que deja en el cuerpo, por el estigma que imprime ante la comunidad, por el trauma que ocasionan y por el conjunto de secuelas que deja […] De todos los casos denunciados [alrededor de 2 500] todavía no existe ningún sentenciado (2015, p. 47)5.

Las cifras que presenta el investigador peruano dan cuenta de la impunidad que han enfrentado las mujeres, quienes aun atreviéndose a hacer una denuncia oficial no recibían ningún tipo de apoyo para que los culpables recibieran castigo o se diera el seguimiento de sus denuncias. Esa es una de las razones por las que la gran mayoría de los casos de abusos y violaciones no fueron denunciados. La experiencia peruana muestra que las mujeres no eran consideradas sujetos, sino objetos o basura, como lo señala la crítica peruana Rocío Silva Santisteban, que utiliza el término “basurización” del cuerpo femenino, pensando en que la basura es lo que se expulsa, algo inútil: “Los sujetos se permiten a sí mismos no percibir sentimiento alguno por el otro […] sino sólo la necesidad utilitaria de sacarlo del sistema: evacuarlo, someterlo o humillarlo para permitirse una victoria” (Silva, 2008, p. 70).

La violencia de género fue una práctica sistemática del ejército peruano. En un país en el que la tasa de mujeres violadas es la más alta de América del Sur6, Jean Franco propone la necesidad de distinguir entre la violación criminal y la violación como una estrategia diseñada para destruir o dispersar grupos étnicos, puesto que no es un acto individual, sino un mecanismo de Estado, una forma de tortura que tiene como meta destruir una comunidad. Franco subraya que:

En ninguna otra parte se adoptó esta estrategia con más ferocidad que en Perú y Guatemala durante las guerras civiles de los años ochenta y noventa por ejércitos involucrados en una política arrasadora en contra de la insurgencia. En ambos países, los indígenas sufrieron las peores atrocidades, incluyendo las violaciones extensamente documentadas por las comisiones de la verdad (2008, p. 17).

En el contexto de la guerra, al no poseer un objeto de valor, las mujeres tuvieron que usar su cuerpo como objeto de canje. Kimberly Theidon7 señala que esta práctica fue generalizada durante el conflicto. En conversaciones que sostuvo con exsoldados y exmarinos:

Éstos explicaron cómo aprovecharon su poder para forzar a las jóvenes a “trocar el sexo” para salvar a sus seres queridos. Cuando llegaban a un pueblo, decidían quiénes eran las chicas más guapas. Sus padres y hermanos serían agrupados y llevados a la base bajo denuncia de ser “terrucos”. Las mujeres -un eufemismo dado que algunas eran adolescentes- irían a la base para buscar a sus padres o hermanos. Había una forma de trueque: el sexo podría salvar a los familiares. Este sacrificio tuvo un costo. Las mujeres que “han estado con los soldados” son mal vistas. Sea por violación o por otras formas de presión o de promesas no cumplidas, haber estado con un soldado conlleva su propio estigma (Theidon, 2004, p. 120).

Las mujeres fueron rechazadas en sus comunidades porque recurrieron a su cuerpo para obtener información o salvar sus vidas, se les recrimina como si hubieran tenido otras opciones. Así, otro de los obstáculos para denunciar, o siquiera para contarle a la familia o a los amigos, eran los prejuicios sociales. De esta manera, las mujeres agredidas eran violentadas múltiples veces: la primera se daba durante la violación misma y las demás por el estigma que las marcaba en sus comunidades: “la gran mayoría nunca ha hablado con nadie sobre su horrenda experiencia […] Cuando se enteraban los esposos les pegaban, las dejaban o las humillaban por ser ‘las sobras’ de los soldados” (Theidon 2004, p. 120). Hasta el año 2020, únicamente una víctima de agresión sexual ha logrado obtener justicia, los violadores permanecen impunes. Con esto se observa lo profundamente arraigado que estaba el machismo y la situación de absoluta vulnerabilidad e indefensión en la que se encontraban las mujeres -pobres, indígenas y campesinas- durante el conflicto.

La violencia de género también incluyó esclavitud sexual, prostitución, unión, abortos y embarazos forzados. Además, durante el gobierno fujimorista, (entre 1996 y 2000) y en el marco del Programa Nacional de Salud Reproductiva y Planificación Familiar, muchas mujeres fueron víctimas de violencia obstétrica, física y psicológica, lo cual constituye una flagrante violación a sus derechos humanos. De acuerdo con los datos del Informe Final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (2003) se calcula que aproximadamente a 314 605 mujeres se les quitó el derecho a la reproducción al ser esterilizadas sin su consentimiento, además fueron sometidas a hostigamientos, chantajes y amenazas (como pago de multas, penas de prisión o cancelación de ayuda alimentaria) por parte del personal médico para que se sometieran a intervenciones quirúrgicas que les impedirían tener hijos. Esta violación a la salud reproductiva era considerada un método preventivo, pues las autoridades sostenían que en las comunidades indígenas no debían nacer niños para evitar que volviera la subversión. Más adelante, cuando las mujeres iban a consultas ginecológicas, los médicos se daban cuenta del grado de sadismo con el que habían sido tratadas. Era habitual el uso de armas como instrumentos de violación, lo que hace pensar que usarlas tenía el propósito de exterminar a futuras generaciones. Los soldados introdujeron pistolas en vaginas y anos, este hecho es explicado por Jean Franco de la siguiente manera:

Se realiza así una inversión simbólica de la impregnación que introduce un instrumento mortífero y no un instrumento que da vida; una negación simbólica de la vida. A las mujeres se les veía como un peligro por ser portadoras de una generación futura, de allí la práctica de sacar a los fetos del vientre de las que estaban embarazadas. Sólo un arraigado odio por un pueblo concebido como “ajeno a la modernidad” puede dar cuenta del asesinato de los niños y de las masacres en que quemaban vivas a las personas (2018, p. 25).

Al implementarse un proceso de eugenesia negativa se pone en evidencia una vez más el racismo presente en el conflicto, puesto que se esterilizaron y eliminaron personas consideradas inferiores o con características genéticas no deseables, como las indígenas, para hacer un Perú más blanco. Así, no sólo puede verse que los cuerpos de las mujeres indígenas fueron violentados de distintas maneras, también que ser indígena era considerado casi un sinónimo de ser subversivo e incluso de ser desechable.

Jelke Boesten ha puesto particular atención en la forma en la que la raza y la clase fueron factores determinantes para ejercer violencia sexual en el Perú. A partir de diversos testimonios -de soldados, testigos y víctimas- Boesten señala que, si bien las mujeres fueron víctimas de violencia sexual durante la guerra, no todas sufrieron de la misma manera, pues había una jerarquización de esa violencia. En la zona del conflicto prácticamente cualquier mujer podía ser víctima de una agresión sexual, pero algunas sólo podían ser violadas por altos mandos, otras se “daban” a la tropa y eran violadas en grupo y algunas más eran “protegidas” por algún militar y sólo eran violadas por él: “la posición socio-económica, el origen geográfico, la educación, los patrones de consumo, el vestido y el lenguaje revelan la posición de la persona en la escala étnica en una sociedad racialmente jerárquica y, por tanto, el nivel de ‘respeto’ que se merece” (2008, p.2). No era lo mismo ser una mujer blanca que una mujer indígena, una profesora que una campesina.

Boesten afirma que en el último escalafón estaban las mujeres indígenas, llamadas despectivamente “cholas”, quienes para los militares no tenía ningún valor. El término chola se refiere a la mujer indígena que sale de su comunidad y, se le relaciona con la impureza y con la disponibilidad sexual: “la chola representaba la imagen sexualizada que traspasa los grupos étnicos y es descrita como promiscua, perezosa y sucia. Al salir del ámbito privado y cerrado de la comunidad indígena y transgredir al lugar comercializado y público de la ciudad, se convertía en mujer ‘disponible’” (2008, p. 10). Decirle chola a una mujer era -y sigue siendo- un insulto usado deliberadamente por los militares para humillar a las prisioneras8.

Podría decirse entonces que el grado de sadismo variaba en función de la clase y la raza, había un tipo de mujeres sobre las que se ejercía violencia sexual y no parecía tan grave, se legitimaba o aceptaba, como en el caso de las indígenas. Boesten subraya que la violencia sexual en contra de ellas era común y se había normalizado, incluso antes de la guerra. Existía una deshumanización hacia las mujeres indígenas, un racismo y un sexismo aceptado e institucionalizado que se intensificó con el conflicto. En la zona andina peruana había violaciones en tiempos de guerra y en tiempos de paz. No se necesitaba un estado de excepción para que las mujeres fueran agredidas. Era costumbre utilizar despectivamente el término chola y considerarlas sucias o ignorantes, por eso durante la guerra parecía que todo estaba permitido con ellas y no había un cuestionamiento ético al respecto.

En este sentido, Francesa Denegri propone -en oposición del homo sacer9- el concepto gine sacra para “el sujeto femenino excluido del marco legal moderno de ciudadanía, deshumanizado por su condición de género subalterno” (2015, p. 71). De acuerdo con Denegri, las cholas podrían considerarse gine sacra, mujeres violables, definidas en su potencialidad de cuerpos penetrables por el hombre, no sólo por el adversario en tiempos de guerra, también por el amigo, la pareja o el pariente en tiempo de paz: “gine sacra como objeto violable que existe para ser violado sin lugar a reclamo, violada por su condición consensuada entre tirios y troyanos de violable” (2015, pp. 72-73). Las mujeres indígenas, de por sí víctimas de agresiones, durante el conflicto eran consideradas objetos a los que podían violar hombres de cualquier bando.

Otro aspecto fundamental que permite observar la jerarquización de la violencia, en contra de las mujeres, en el conflicto armado fueron las uniones forzadas. Tanto Jelke Boesten como Francesca Denegri refieren que algunas mujeres de las comunidades indígenas eran obligadas a este tipo de uniones con mandos militares. Denegri pone énfasis en la forma en la que los violadores usaban la palabra “cariño”10 para suavizar las violaciones. El cuerpo de la mujer era naturalizado como propiedad del varón, al que él podía acceder en el momento que quisiera.

Cuando las mujeres estaban prisioneras lo más común es que fueran “dadas a las tropas”, es decir, violadas en forma colectiva. Pero en ciertas ocasiones, si un alto mando “reclamaba” a alguna prisionera para él, nadie más podía violarla, así que muchas mujeres fueron obligadas a ser las “mujeres de” sus violadores, a “jugar” a la esposa, a llevar una “vida de casadas” en las bases militares. Si el alto mando la convertía en su “protegida” en vez de ser violada por muchos soldados, sólo era violada por uno, en eso constaba la protección. Cuando esto sucedía los soldados decían que el jefe se había “enamorado”, incluso pensaban que eran “cuidadas”, como si la violación fuera una expresión del amor romántico (Denegri, 2015, p. 69). De acuerdo con Denegri, y los testimonios que estudia, los violadores que “se quedaban” con las prisioneras no creen ser culpables, al contrario, creen que en esos casos habían “protegido” y “salvado” a las mujeres. Incluso señalan que les hablaban cariñosamente porque eran “pareja”, aunque evidentemente no era una relación consensuada: “el cariño que les pedían sus captores era su disposición al sexo y eso en el imaginario del agresor no era considerada una forma real de agresión contra la detenida” (Denegri, 2015, p. 67). Así, muchos de estos militares no se consideraban violadores porque “trataban con cariño” a sus prisioneras, mujeres que no tenían derecho a resistirse.

Quienes sí creían que habían actuado mal y con el objetivo de desanimarlas si se les ocurría declarar en su contra, sobre todo al final de la guerra, pedían matrimonio a sus prisioneras o se casaban con ellas. Según la legislación vigente en ese tiempo (basada en los códigos católicos de honor del siglo XIX), un soldado casado podía ser eximido de una acción judicial y también se garantizaba la legitimidad del hijo que tuviera (Denegri, 2015). Por esta última razón, algunas de las mujeres aceptaban la promesa de matrimonio de su violador porque era una vía para protegerse tanto a sí mismas como a sus hijos. Además, Denegri sugiere que, al casarse, evitaban el estigma de la violación y la prostitución (2015). Ya se ha señalado que los prejuicios eran muy fuertes para ellas y les impedían reinsertarse en sus comunidades. Esto último es fundamental para entender cómo operaba la violencia en contra de las mujeres y las “opciones” que tenían para salvar la vida. Las mujeres indígenas de las comunidades rurales debían aceptar cierto grado de violencia e incluso no denunciar a sus agresores con tal de tener la posibilidad de no ser asesinadas o de que sus hijos, productos de violaciones, pudieran tener algún apoyo. En estas circunstancias, en palabras de Denegri, “las mujeres eran obligadas a negociar el nivel de violencia que aguantarían” (2015, p. 20).

El tema de los infantes que nacieron de violaciones sexuales es fundamental. Se ha mencionado que, como consecuencia de las violaciones perpetradas por militares, muchas mujeres quedaron embarazadas. Para ellas había pocas opciones: algunas intentaban abortar con hierbas; otras recurrían al “aborto posparto”, es decir, utilizaban una práctica de larga data en el campo que consiste en “dejar morir” a los bebés no deseados acostándolos boca abajo hasta que dejan de respirar, ya sea porque han nacido con defectos o porque son producto de una violación; otras daban a luz y criaban solas a esos niños o niñas producto de la violación. Así, nacieron bebés que llevaban encima el estigma de ser hijo o hija de un militar: “Algunas madres criaron a estos niños en sus estancias, aislándolos de los insultos que circulaban en sus comunidades. Algunas los enviaron a familiares en la costa. Otros, ya adolescentes, han crecido en sus pueblos, aguantando las habladurías” (Theidon 2004, p. 127).

Cuando las mujeres deciden hablar no hacen una narración épica de la guerra, como los hombres, sino que cuentan cómo las afectó de manera personal, familiar y en su cotidianidad. Señalan la forma en que sus vidas fueron interrumpidas y la resistencia que ofrecieron, destacan su labor como madres, como sustento de las familias y como buscadoras de personas desaparecidas en la posguerra11. Sofía Macher Batanero (2018) estudia los testimonios de seis mujeres quechuas. Para ilustrar, incluiré tres ejemplos: Nemesia Bautista Llahua (tenía 30 años de edad durante la guerra) fue violada por un grupo de militares en presencia de su hijo: “Me llevaron al baño y en el baño seis soldados encapuchados me violaron. Mi hijito era de un año y medio, mi hijito lloraba, mi hijito de un año y medio. Le metieron algo en la boca para que no grite y a mí también. Entonces yo pensaba que a mi hijito lo iban a matar y agarraba a mi hijo” (p. 96). Celestina Flores Zevallos (15 años durante la guerra), su hijo murió durante una “retirada” de Sendero Luminoso, comunidades enteras eran obligadas a abandonar sus casas y huir al monte, “con ese mi hijito andamos por los cerros, pero murió de hambre. Tenía año y medio y murió” (p. 97); después es violada por un militar y producto de esa violación queda embarazada y tiene una hija. Su hermana, Silvia Flores Zevallos (9 años durante la guerra) es llevada a la casa de la madre de un militar en Lima, ahí es esclavizada durante años. “Muchas niñas pasaron por la misma situación que vivió Silvia, fueron esclavizadas y prácticamente de esos casos no se habla” (p. 89).

La sangre de la aurora

Debido a la impunidad y a los prejuicios, muchos de los casos de agresiones sexuales no fueron denunciados ante las autoridades, pero sí han sido retomados por la literatura y otras artes. Un ejemplo es la novela La sangre de la aurora (2014) de Claudia Salazar Jiménez. Si rastreamos este tipo de violencia podemos encontrarla en obras de casi cualquier país o cualquier época, lo que cambia en la literatura latinoamericana contemporánea es la intención con la que está ficcionalizada. La violencia de género, física y simbólica ha sido estudiada desde varias disciplinas como la antropología, la sociología y la psicología, en particular desde que las teorías feministas han tomado más fuerza. Sin embargo, es poca la atención que se le ha prestado en los estudios literarios, a pesar de que hay un importante número de obras literarias que la tratan. Este trabajo se enfocará solamente en el aspecto que ya se ha apuntado: la manera en la que la novela de Claudia Salazar Jiménez representa ficcionalmente la violencia ejercida contra los cuerpos femeninos durante la lucha antisubversiva peruana.

La sangre de la aurora aborda la violencia derivada del conflicto armado peruano de los años ochenta, a través de tres personajes femeninos que pertenecen a distintas clases sociales y defienden distintas ideologías: una campesina, una fotoperiodista y una militante de Sendero Luminoso. Las experiencias de las tres mujeres muestran que la violencia de género era una práctica habitual durante la guerra y que el cuerpo femenino era violentado por ambos bandos. La estructura de la novela es compleja y fragmentada, las líneas narrativas corren paralelas hasta que en algún momento convergen las historias de las tres mujeres. Los saltos temporales y espaciales pueden identificarse por los cambios de narradores, cuyas voces son perfectamente diferenciables.

Marcela

El primer personaje es Marcela, pedagoga de formación, madre de una niña pequeña y militante senderista que, en el presente de la narración, está encarcelada y está siendo interrogada por un comandante del ejército, quien la define como “persistente, tenaz, y perseverante” (Salazar, 2014, p. 11). A lo largo de la novela, Marcela, quien se hizo llamar camarada Marta cuando se integró a la vida clandestina, se muestra como un personaje fuerte, valiente y fiel a sus convicciones políticas, que incluso pone por encima de su propia familia.

Marcela huye de una vida matrimonial que le parece aburrida, de la monotonía y de la esclavitud que para ella representa la maternidad. Se escapa de lo que llama una “escena perfectamente montada, preparada para mí desde que nací. Un camino sin ninguna salida, lo mismo que les toca a casi todas por haber nacido así” (Salazar, 2014, p. 24); es decir, ella piensa que las mujeres no tienen libertad ni poder de decisión sobre sus propias vidas. Frente a esta violencia estructural también se rebela. Marcela tiene otros intereses, la revolución no podría hacerse llevando una vida doméstica, o era una mujer revolucionaria o esposa y madre, así que renunció a lo segundo:

Un esposo y una hija eran mis lastres para la lucha. Imposible mantener el equilibrio. Ser esposa me hacía perder demasiado tiempo. Con el profesor y Fernanda haríamos grandes cosas en adelante […] Cuando lográramos el objetivo principal y volviera a ver a mi hija, le iba a mostrar el mundo que construimos. No más hambre, ni injusticia, ni muchachitos descalzos en un arenal, sin agua ni escuelas. El pan en la mesa de todos. Todos todos todos. Queríamos transformarlo todo (Salazar, 2014, p. 25).

Como puede verse, Marcela vive una maternidad disidente, no hace lo que se espera de una buena madre, pues es capaz de abandonar a su pequeña hija. Sin embargo, también en la cita puede apreciarse que no deja de pensar en ella. Tal vez ingenuamente cree que la revolución va a triunfar y le dejará a su hija un mundo mejor, piensa que volverá a verla, que ella la esperará. Este personaje cambia radicalmente, deja atrás su vida, a su familia y sus hábitos, todo lo que ella considera obstáculos o debilidades, y aprende a manejar armas y a combatir.

La filósofa feminista francesa Elisabeth Badinter (2011) se preguntaba si existía el instinto maternal o si la maternidad era sólo un hecho cultural producto de las presiones que experimenta la mujer, como la penalización de la soltería y el reconocimiento social de su identidad como madre. En Marcela pueden verse estas dudas y la complejidad de la maternidad en mujeres militantes. Mientras están en la lucha armada, como es su caso, las madres senderistas renunciaban a sus hijos, pero en la cárcel la situación cambiaba, muchas de ellas querían retomar el vínculo afectivo con ellos, pedían más visitas y se quejaban de que las autoridades no permitían que los vieran con regularidad.

El caso de la maternidad en Marcela nos lleva a muchas reflexiones. No es posible negar la existencia de un mandato social vinculado al ejercicio de la maternidad. Coincido con Victoria Guerrero (2018) cuando señala que el significado que cada cultura le da es distinto, pero en América Latina ser madre define la identidad de muchas mujeres y, por otra parte, produce sospecha y desconfianza sobre las que deciden no ejercerla. En el caso de las mujeres que militaron en Sendero Luminoso muchas decidieron no ser madres, por las circunstancias de su participación; otras, como Marcela, encargaron a sus hijos al cuidado de terceros y muy pocas ejercieron la maternidad en convivencia con la guerra (2018, p. 156). Las madres militantes entraban en conflicto al poner en la balanza su trabajo en la lucha revolucionaria y a sus hijos. Como le sucedió a la camarada Marta, hay una renuncia intencionada a la maternidad porque se piensa que puede provocar fragilidad y que ésta es incompatible con la vida de una luchadora social. Las mujeres se olvidaban de su papel de madre abnegada y sufriente, aunque éste volvió cuando la guerra se terminó y estaban encarceladas (Guerrero, 2018, p 157).

También, a través de Marcela puede verse el funcionamiento de Sendero Luminoso, una organización muy jerarquizada en la que existe un fuerte culto a la personalidad de sus líderes. Marcela llega a tener una posición importante, incluso conoce a Fernanda Rivas, la segunda al mando de Sendero Luminoso y esposa de Abimael Guzmán. A pesar de que Marcela está totalmente convencida de su participación en el grupo guerrillero y es respetuosa de sus normas, poco a poco da muestras de desilusión: “Estaba harta de falsas promesas…tantas gestiones, tantos planes” (Salazar, 2014, p. 20). El desencanto se deriva de dos cuestiones esenciales: la violencia ejercida por los senderistas contra la población andina y la arrogancia de sus líderes. Los altos mandos discuten por igual con obreros, campesinos, profesores y estudiantes, es decir, no construyen alianzas, lo que muestra que Sendero Luminoso fue una guerrilla atípica.

Durante el interrogatorio, Marcela cuenta las diferencias que surgían al interior del grupo, (por ejemplo, querían luchar en la ciudad y dejar el campo) las opiniones se dividían, había desconfianza entre los líderes y, aún más, entre los seguidores, parecía que no existía la unidad que tanto presumían. No obstante, en la cárcel, las excombatientes siguen organizadas y muestran su férrea disciplina.

Un rasgo esencial del personaje de Marcela es su preocupación por el papel que tendrán las mujeres en la revolución y en la sociedad que están contribuyendo a construir. En Sendero Luminoso las mujeres tenían un lugar central. Tal como señala Gabriela Tarazona-Sevillano (1994), las mujeres eran sujetos fundamentales, les dieron el espacio y la oportunidad de asumir papeles y responsabilidades que históricamente les habían sido negados. Para ellas Sendero ofrecía:

A promise to treat both its male and female members equally. Hence for the women fighting in Sendero’s ranks, the struggle is imbued with higher stakes. They are fighting for more than just political and economic justice they are fighting for equality […] Assigning women difficult, dangerous, and mentally demanding missions allows them to prove themselves and enhance their self-confidence. Women’s participation in Sendero is designed to allow them to strike back violently against the system that restrained them for so long (pp. 180-181).

Las mujeres tuvieron una importancia decisiva en el fortalecimiento de Sendero Luminoso y lograron ocupar dieciocho de los diecinueve cargos más importantes dentro del comité central del partido. Según las estadísticas oficiales, incluidas en el Informe Final de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación (2003), se calcula que durante los años ochenta más del 40% de los militantes eran del sexo femenino. Eso explicaría el entusiasmo de Marcela, el sentimiento de pertenencia y de estar contribuyendo a generar un cambio en la sociedad peruana.

Modesta

El segundo personaje es Modesta, una campesina indígena que habitaba en la zona del conflicto. Ella es quien más padece la violencia de la guerra sin saber exactamente de qué se trataba. Antes del conflicto, Modesta llevaba una vida relativamente feliz junto a su esposo, Gaitán, y sus dos hijos. Eran una familia pobre que vivía del campo, en varias ocasiones señala que el dinero no siempre alcanzaba, pero estaba tranquila con su casa, su familia, sus animales y su chacra. Amaba su pueblo, nunca había pensado en irse: “Esta es la tierra que conoces y te da seguridad, estás enraizada, agarrada a ella, aunque te cueste mucho hacerla producir” (Salazar, 2014, p. 30).

A pesar de esto, Modesta padece violencia de género por parte de su esposo, pero está tan normalizada que no se la cuestiona. Su esposo la golpea, pero ella se aguanta porque depende económicamente de él: “es fuerte y recio para trabajar la tierra y vender las cosechas. ¿Qué harías sin él, pues?” (Salazar, 2014, p. 37). Éste es uno de los mayores aciertos de Claudia Salazar Jiménez, abordar la violencia de género en varias de sus aristas, sin idealizar a nadie, construyendo personajes femeninos complejos y profundos. Por ejemplo, a través de Modesta conocemos la vida de las mujeres campesinas de la zona andina, a quienes sus padres no envían a la escuela porque no lo consideran necesario, porque creen que las mujeres deben aprender a tejer, a cultivar la tierra y a cuidar a los animales. Es claro el rol de género que les es concedido: ser cuidadoras y obedecer. Sin embargo, algunas se salen de esa norma como la madre de Modesta quien, a escondidas, le enseña a leer.

La relativa paz en la que vive la comunidad de Modesta se va trastocando paulatinamente. Ella teme por la guerra que viene, el ambiente en la sierra se enrarece, la gente empieza a comentar:

Dicen que los terrucos están avanzando cada vez más en la provincia y que hacen escuelas para enseñar sus ideas. Que vengan nomás si me van a regalar vaquitas. Dicen que se las roban, Mejor que se vayan a otro pueblo, entonces, Abigeos nomás son [ …] La Manuelacha me ha contado que si no les das tus animales, son bien malos con uno. Yo he escuchado que matan. Las comunidades del sur van a pedir que el Ejército les instale bases para que los proteja. […] Yo no quiero darle mis vaquitas a nadie. Que vengan pues los soldados, hay que proponer eso al gobernador (Salazar, 2014, p. 39)12.

Los campesinos no sabían nada de la guerra, querían protección y no se imaginaban que la llegada de los militares, a la zona andina, incrementaría la violencia y las agresiones contra ellos. Entre otras escenas fuertemente violentas, Modesta es la encargada de relatar dos de las matanzas más atroces de la guerra, la de Lucanamarca que fue perpetrada el 3 de abril de 1983 y la de Accomarca, el 14 de agosto de 1985; en cada una el número de víctimas fue de 70 personas.

La violencia se dispara con la presencia de senderistas y militares en la zona. Modesta y su familia empiezan a padecerla de manera directa y los rumores se quedan muy cortos. Su comadre, Justina Quispe, enfrenta a los senderistas y por ello es degollada y su cuerpo es colgado en la plaza del pueblo. Los vecinos son testigos del asesinato de Justina. Los senderistas no detienen los golpes ni los insultos, pese a los gritos de los niños que lloran asustados frente a lo que están viendo. Modesta no entiende lo que dicen, no entiende cuáles son los beneficios de la revolución y en su pueblo se instalan los encargados de llevarla a cabo. De nueva cuenta, con Modesta vemos el rol que le era impuesto a las mujeres, sin que ellas pudieran decidir si lo aceptaban o no. Esta vez, los senderistas le asignan una tarea que ella debe cumplir si desea conservar su vida:

Un plato de comida, nada te cuesta hacer un plato de comida, Modesta. Tú eres siempre la que alimenta, la que provee. Quien llegue a tu mesa será bien recibido siempre, porque tú eres la proveedora, la nutriente […] Los terrucos te lo piden, así que te pones a recolectar lo necesario para el almuerzo; tienes que hacerles de comer. Una gallinita que era de la pobre Justina. Te pones a cocinar rápido antes de que la siguiente seas tú (Salazar, 2014, p. 56).

Si bien en toda la novela se percibe una intención de oralidad, cuando habla Modesta este recurso es más claro, hay una interacción de dos mundos: el andino y el occidental. En este sentido, su voz nos hace recordar a Ángel Rama (2004) y su concepto de narrativa transculturada y a Antonio Cornejo Polar (2003) y su propuesta de literatura heterogénea, puesto que ambas “aluden a una práctica literaria alternativa que ofrece cierto espacio a la voz de los marginados” (Lienhard, 2003, p. 20).

La línea narrativa que protagoniza Modesta puede analizarse como una muestra de literatura escrita alternativa, sensible a la oralidad indígena y campesina. Martin Lienhard acuñó este término para subrayar que la oralidad en las sociedades amerindias: “fue -y sigue siendo- un sistema semiótico complejo, multimedial, que se apoya(ba) no sólo en la comunicación verbal oral, sino en los medios -plásticos, gráficos, coreográficos, gestuales, musicales, rítmicos- más variados” (2003, p. 32). Es decir, una literatura atenta a la oralidad indígena no sólo incluye palabras en su lengua, sino la manera de hablar del otro. Esa sensación de oralidad es generada a través de los monólogos, diálogos, gritos, soliloquios y lamentos de Modesta. En las citas anteriores se percibe el respeto por el ritmo, la entonación, el tono poético, los modismos, el idiolecto, las inflexiones quechuas, los giros tonales y la construcción de frases, incluso los excesos de conjunciones causales y la pronunciación incorrecta de algunas palabras. Claudia Salazar Jiménez construye un relato que recrea tanto el modo de hablar de las mujeres campesinas indígenas como su forma de ver el mundo.

Melanie

La tercera protagonista es Melanie, fotoperiodista. De las tres, ella es quien está más alejada del conflicto. Su intención al involucrarse es profesional, “revelar lo que no se ha visto” (Salazar, 2014, p. 16). A través de ella se ve la indiferencia de las clases altas, la gente que rodea a Melanie no comprende ni quiere comprender. En una fiesta en Lima, sus amigas así resumen lo que sucede en la zona de guerra:

Comunistas, chicas. Rojísimos, muy radicales. Reclutan campesinos y planean una “guerra popular” en la sierra. Nada de qué preocuparse, seguramente en un par de semanas el Ejército se encargará de todo.

-Si reclutan campesinos, entonces ¿por qué los han masacrado?, inquiere alguien.

-Tal vez algún problema de propiedades. A veces la gente de la sierra se pelea por cualquier cosa y pueden ser medio violentos para resolver sus disputas (Salazar, 2014, pp. 16).

En esa cita vemos los prejuicios, el desconocimiento y la criminalización de la pobreza, desde la óptica de las clases altas los pobres son violentos y sus conflictos carecen de importancia.

Melanie no conoce el contexto, pero no hace comentarios racistas, quiere informarse. Los únicos efectos de la guerra que ha percibido en su vida urbana son los apagones, nada más.

Con su historia se da cuenta de la censura, pues sus colegas se quejan del trabajo de edición tan sospechoso que elimina palabras, tales como senderistas o terroristas.

El interés por viajar a la zona de guerra surge cuando uno de sus colegas periodistas, que acaba de llegar, le cuenta que las palabras no alcanzaban para narrar lo que sucedía y que por eso su labor como fotógrafa era indispensable:

Es un infierno por allá, se les está pasando la mano a todos. Tenemos que liberarnos del papel, tendrá que ser la imagen la que capture y muestre…Me queda claro que nuestra próxima incursión será en Ayacucho. Pero es muy peligroso, Melanie, te puede pasar cualquier cosa. Eres demasiado joven para arriesgarte […] Es muy peligroso, aún más si eres mujer (Salazar, 2014, pp. 40-41).

Aunque en la cita anterior se percibe una advertencia simplemente por ser mujer, Melanie decide viajar. Sus amigos no comprenden por qué se va a la zona de conflicto. Curiosamente nadie se expresa mal sobre los militares, sino que llueven los insultos racistas a los indígenas, dicen que ellos no entienden, que la van a matar, que son salvajes, que son “lo peor que existe” (Salazar, 2014, p. 41), que roban, que son flojos; en fin, todos los prejuicios que podía tener la clase media limeña, blanca y privilegiada. Incluso piensan que lo que hacen los senderistas es positivo: “esos subversivos nos están haciendo un favor. Que sigan borrando a los serranos. Que los borren a todos” (Salazar, 2014, p. 42).

Sin reparar en los comentarios de sus amigos, Melanie llega a la zona andina e inmediatamente se da cuenta de que todo es miedo, rabia y sigilo. Lo que ve es pobreza y desconfianza hacia ellos, los periodistas que van llegando. Melanie quiere fotografiar todo, hablar con la gente, pero la escolta de soldados que le pusieron dificulta su labor. Cuando logra crear confianza, los campesinos le dicen que tienen miedo de perder lo poco que poseen, sus hijos están en medio de una guerra que no comprenden. No pueden denunciar las agresiones de los senderistas a la policía porque los tienen vigilados, así que se aguantan los embates violentos. Además, ya no saben quién ejerce el daño, hay militares que se disfrazan de senderistas y viceversa, por eso quedan atrapados entre dos fuegos: “Roban unos, roban ellos, roban los otros […] La mayoría son muy jóvenes, chiquillos imberbes, hijos de campesinos, campesinos ellos mismos” (Salazar, 2014, p. 57). Melanie está frente a una violencia horizontal, víctimas y victimarios se conocen, crecieron juntos, incluso pueden ser de la misma familia. Soldados y senderistas son iguales, provienen del mismo entorno y ejercen la misma violencia.

La trama llega a un punto alto de tensión cuando Melanie, junto a su colega Álvaro, se aleja de su escolta. Quieren ir a un lugar donde no hayan llegado otros periodistas, pero la zona es muy peligrosa. Los dos periodistas se quedan en la sierra, viendo hogueras humeantes, aspirando un olor a quemado y sin saber exactamente cómo regresar. No entienden completamente lo que están viendo, por eso no saben cómo puede mostrar el horror que tienen frente a sus ojos, no pueden transmitir los olores, sólo las imágenes y esas no les alcanzan:

Con las cámaras preparadas, seguimos avanzando, hasta que la bruma se disipa y dos cuerpos nos dan la bienvenida al pueblo. El olor a piel derretida nos atraviesa. Álvaro se aproxima a la mujer. Ha sido un balazo en la cabeza. La mujer es joven, por los veintitantos. Como yo o tal vez menor. A su lado está el cuerpo de un hombre. De su rostro no quedaba nada. Era una masa devorada por los perros, quizás por el que nos recibió, aunque otros aúllan a lo lejos (Salazar, 2014, p. 60).

En La sangre de la aurora la violencia contra los cuerpos es brutal, se muestra en varios momentos, éste es uno de ellos, no sólo asesinan a la gente, sino que la saña con la que son tratados los cuerpos es de una gran crueldad, hay cuerpos quemados, desollados, decapitados y desmembrados.

Violencia sexual en La sangre de la aurora

En un punto de la novela, las tres líneas narrativas se unen. Primero Modesta y Melanie se encuentran. La periodista llega a la casa de la campesina buscando información, quiere saber qué ha pasado en el pueblo y por qué el gobernador no está en el edificio comunal. Modesta le pide que se vaya, pero ella insiste en que le cuente si ha visto a los senderistas o si ya han ido militares. En ese momento son sorprendidas por un grupo de senderistas que llegan disparando. Aquí empieza el suplicio para Melanie. La violencia de género, expresada en violencia sexual, se desata. Su cuerpo es golpeado y violado sin piedad:

Era un bulto sobre el piso. Importaba poco el nombre que tuviera, lo que interesaba eran los dos huecos que tenía […] ella era solo un bulto. Golpes en el rostro, en el abdomen, las piernas estiradas hasta el infinito. Blanquita vendepatria. Hacen fila para disfrutar su parte del espectáculo. Ningún orificio queda libre en esta danza sangrienta. Periodista anticomunista, tú vas a ser ejemplo para otros que vengan por acá. Sólo dolor en este bulto como un nudo apretado al cual no se le encuentra solución. ¿Cuánto tiempo más puede durar esto? Que pare de una vez. Paren, paren, paren. Esto te pasa por burguesa, ya verás por donde te entra la ideología. ¿Hasta cuándo pueden seguir haciéndolo? Siga usted, camarada. ¿Cuántos más serán? Duele mucho. Es demasiado. Son demasiados. A nosotros tenías que habernos hecho el reportaje para que el Estado genocida vea que estamos logrando el equilibrio estratégico. Espolones rasgando las frágiles paredes que soportan y siguen soportando ese desfile a pesar de la sangre y el excremento que se abren paso entre las extremidades (Salazar, 2014, pp. 65-66).

Esta escena es una de las más violentas, Melanie es violada en grupo por los senderistas. Cuando despierta casi no siente el cuerpo. En el lugar en el que fue salvajemente agredida por senderistas se entrecruza la historia de Marcela. Hasta ahí llega para reprender a los hombres que han sido capaces de hacerle eso a la joven fotógrafa13. Marcela y los senderistas discuten hasta que una emboscada del ejército los sorprende y se llevan a Melanie. Pero antes violan a Marcela frente a sus ojos. Para intentar mostrar el sinsentido de la guerra y la crueldad sobre el cuerpo de las mujeres, la autora relata la violación por parte de los miembros del ejército:

Golpes en el rostro, en el abdomen, las piernas estiradas hasta el infinito. Terruca hija de puta. Hacen fila para disfrutar su parte del espectáculo. Ningún orificio queda libre en esta danza sangrienta. Subversiva de mierda. Sólo dolor en este bulto como un nudo apretado al cual no se le encuentra solución. ¿Cuánto tiempo más puede durar esto? Que pare de una vez. Paren, paren, paren. Siga usted soldadito, complete el trabajo, complételo. ¿Hasta cuándo pueden seguir haciéndolo? Dale con fuerza para sacarle su ideología. ¿Cuántos más serán? Duele mucho. Es demasiado. Son demasiados. Ahora vas a ver lo rico que es que te la meta un Sargento por detrás, ya nunca más vas a hablar de tu revolución. Espolones rasgando las frágiles paredes que soportan y siguen soportando ese desfile a pesar de la sangre y el excremento que se abren paso entre las extremidades (Salazar, 2014, p. 68).

La autora hace uso de la anáfora como figura retórica para enfatizar que los dos bandos eran iguales y que las mujeres eran las más vulnerables; militares y senderistas, indistintamente, ejercieron sobre sus cuerpos violencia sexual sin ningún reparo, no las consideraban seres humanos, sino, como ya se ha señalado, bultos, objetos. La deshumanización o basurización de las mujeres en este contexto de guerra es muy clara. Por un lado, los senderistas, aferrados a su ideología, ciegos ante los mandatos del líder, actúan salvajemente contra el cuerpo de las mujeres. Por otro, los militares hacen lo mismo, pero justifican sus actos al estar defendiendo al país de la amenaza senderista, están “limpiando” la zona de subversivos. Entre estas dos posturas quedan las mujeres, totalmente vulnerables.

La violencia sexual contra los cuerpos femeninos no sólo está representada en las violaciones que sufren Melanie y Marcela. Modesta también es una víctima, pues es violada por los militares. De nuevo, la autora recurre a la figura retórica de la repetición para darle énfasis a la violencia:

Era un bulto sobre el piso. Importaba poco el nombre que tuviera, lo que interesaba eran los dos huecos que tenía. Puro vacío para ser llenado… Golpes en el rostro, en el abdomen, las piernas estiradas hasta el infinito. Serrana hija de puta. Hacen fila para disfrutar su parte del espectáculo. Ningún orificio queda libre en esta danza sangrienta. India piojosa. Sólo dolor en este bulto como un nudo apretado al cual no se le encuentra solución. ¿Cuánto tiempo más puede durar esto? Que pare de una vez. Paren, paren, paren. Siga usted soldadito, complete el trabajo, complételo. ¿Hasta cuándo pueden seguir haciéndolo? Dale con fuerza que estas cholas aguantan todo. ¿Cuántos más serán? Duele mucho. Es demasiado. Son demasiados. Ahora vas a ver lo rico que es que te la meta un Sargento por detrás, ya nunca más vas a darle comida a esos terrucos. Espolones rasgando las frágiles paredes que soportan y siguen soportando ese desfile a pesar de la sangre y el excremento que se abren paso entre las extremidades (Salazar, 2014, pp. 69-70).

Claudia Salazar usa casi las mismas palabras para narrar las agresiones sexuales, como puede verse en las citas, lo que cambian son las frases con las que se refieren a estas mujeres: “terruca hija de puta”, “subversiva de mierda”, “serrana hija de puta”, “india piojosa”, entre otros términos. La violencia es un espiral. Tras la violación de los soldados, Modesta ahora debe cocinar para ellos, igual que antes había sido obligada a alimentar a los senderistas. Modesta, metonimia de toda la población campesina indígena de la zona andina, queda a merced tanto del ejército como de los subversivos. Muerta de miedo, para sobrevivir, debe hacerle caso a quien la amenaza con un arma, no importa quién sea.

Por su parte, Marcela sufre varios embates de violencia sexual, pues al ser miembro de Sendero Luminoso, es torturada por militares:

Mi cuerpo ya no reaccionaba, era como si se hubiera cerrado para todo. Me preguntaban, querían exprimirme información. Cuántos éramos, por dónde estábamos. Nada les iba a decir, perros. Qué no le hicieron a mi cuerpo. Todo podía ser elemento para causar dolor y humillación. El agua, la corriente, los cigarros, alambres, baldes, orina, sus brazos, manos, piernas. Todo eso dolía, pero mi pensamiento seguía firme y junto, no como mis extremidades que estaban casi descoyuntadas a fuerza de estirones. Recia es esta huevona, murmuraban ellos. Sumérgela de nuevo a ver si así reacciona, decían también. Córtale el otro de una vez, así queda pareja, le gritaron al soldado que miraba mis pezones […]. Golpeada, interrogada, cortada, magullada, quebrada, mordida, hincada, lacerada, punzada, embarrada, pateada, vejada, ensuciada, partida, atada, fondeada, asfixiada, ahogada. Confiaba en nuestro triunfo a pesar de que mi cuerpo gritaba lo contrario (Salazar, 2014, p. 71).

La violencia sexual se justificaba cuando se trataba de senderistas, muchas veces las violaciones ni siquiera se consideraban parte de una tortura porque los militares creían que las mujeres, como Marcela, merecían ser violadas porque se lo habían buscado al enrolarse en el grupo terrorista. Las violaciones en grupo fueron una práctica común. Jean Franco señala que incluso había un término especial para la violación masiva: “pichana”, que significa “una barrida”: “los oficiales regalaban mujeres cautivas a las tropas […] La violación multitudinaria consolidó a los violadores como un grupo que mezclaba su semilla en un sólo cuerpo. Los soldados que se mostraban reacios o se negaban a participar eran insultados, el ejército violaba de acuerdo al rango, los oficiales primero y los reclutas al final” (Franco, 2008, p. 22). En el ejército, la violación en grupo tenía varios fines: servía para exaltar la masculinidad, para atacar la virilidad del oponente y se asociaba con una idea de hermandad. Había una complicidad entre los hombres que violaban, entre ellos se establecía un sentimiento común, estaban unidos por la culpa mientras degradaban a todo lo femenino (Franco, 2008, p, 24). En La sangre de la aurora queda claro que la violación en grupo fue parte de un plan estratégico, no fueron actos aislados o excesos esporádicos, como dijeron algunos mandos militares en la posguerra.

La jerarquización de la violencia sexual determinada por razones de clase y de raza de la que hablaba Jelke Boesten puede verse en el caso de los tres personajes femeninos de La sangre de la aurora. Si bien las tres son víctimas de violencia sexual, Modesta es la más violentada. No era lo mismo, señala Boesten, ser una mujer blanca, como Melanie, una dirigente senderista, como Marcela, que una mujer indígena, como Modesta. Ésta última es la más indefensa por ser habitante de la zona donde se desarrollaba la guerra. Sin duda, una de las escenas más violentas, crueles y tristes de la novela es la violación de Modesta frente a su hijo pequeño, Abel:

Esta vez no logras sacar al pequeño Abel fuera de la casa. Te faltó tiempo. Tu hijo ahí en el cuarto, Modesta. Abelito se esconde debajo de su cama, rápido como un cuy. A ellos les importa un carajo tu súplica. Échate nomás que ya sabes. Tranquilita nomás. Encima de ti ya están Modesta. Rezas en los ojos de tu hijo. Dos ojos, cinco soldados. Es de noche, piensas, de noche quizá no ve nada Abel […] Cinco soldados, ya ni gritan, ya no insultan, vienen como si fuera un trámite. Tantas veces. Ya ni gritas […] Los ojos de Abel. Un brillo ves. Volteas la cara. Sudor de soldado. Está ahí tu hijo mirándote. Te mira. ¿Te ve? ¿Qué ve? ¿Es su madre lo que ve? Una embestida dentro de ti y sonríes, Modesta. Los ojos de tu hijo. Sonríes. Cinco soldados, pero sonríes. Tu cuerpo partido. Sonríes para los ojos de Abel […] ¿Qué miras, chola? Volteas el rostro. Algo estabas mirando, carajo, ¿qué chucha mirabas! El soldado voltea también y ahí lo ve. Abel. Sus ojos. Un soldado en ti. Los otros sacan a Abel debajo de la cama. No quisiste ver, pero miraste cuando tu hijo estaba dejando de mirar, cuando le apagaban la luz para siempre. Abel sin luz. Nunca más (Salazar, 2014, p. 74).

La forma de narrar este episodio contagia la desolación y crea una empatía auténtica con el personaje de Modesta. Ya no le queda nada, Abel era el último miembro de su familia que estaba con vida. Parece como si el sufrimiento no fuera a acabar nunca, líneas arriba se mencionó que uno de los efectos más graves de la violencia ejercida contra las mujeres fueron los embarazos no deseados, la novela también da cuenta de esto a través de Modesta, quien queda embarazada tras ser violada y debe ser madre de una niña cuyo padre es un militar al que nunca va a conocer. Cuando habla con otras mujeres, se da cuenta de que no es la única, que había muchas otras que habían sido madres tras una violación:

No sé cómo lo haces tú, Modesta, pero yo no quiero a ese chiquito. Salió de mí, pero no lo quiero. Me cuesta verlo ahí, pobrecito, indefenso, si yo no lo cuido se va a morir, pero ahí sigo, cuidándolo por costumbre nomás, a veces pienso mejor que se muera nomás, que se muera, me da rabia (Salazar, 2014, p. 80).

Estas mujeres no quieren a sus hijos, fueron producto de una agresión, no del afecto, y su presencia constante les recordaría siempre la violencia que sufrieron. Modesta hizo lo que muchas otras mujeres durante el conflicto. Un día decide abandonarla junto al río:

¿Cómo iba a poder vivir con esa bebé? Yo también quería dejarla. Capaz que alguien la encontraba y le iba a dar una buena vida. Pero ya casi nadie quedaba por esas tierras. Capaz que se moría y ahí se acababa todo para la chiquita. En cualquiera de los dos casos, era mejor que tenerla conmigo (Salazar, 2014, p. 81).

Sin embargo, no fue capaz de abandonarla, la maternidad para Modesta, y para tantas otras mujeres peruanas, es forzada y la crianza y los trabajos de cuidados se basan en la culpa. Conviven con sus hijos intentando llegar algún día a quererlos. Así, vemos en personajes femeninos completamente bien construidos los brutales impactos de la guerra: trabajos forzados, agresiones sexuales, violaciones, asesinato de sus familiares, embarazo y maternidad forzada.

Conclusiones

Como se observa, en La sangre de la aurora hay una representación ficcional cruda de la violencia de género que se ejerció contra las mujeres peruanas en el contexto de la guerra. A través de sus protagonistas, Marcela, Modesta y Melanie, es posible ver que las mujeres son deshumanizadas y sus cuerpos son salvajemente agredidos. Ellas no son consideradas sujetos, sino objetos o basura, como señala Rocío Silva Santisteban. Los hombres llevan a cabo una sexualización basurizante de los tres personajes femeninos, referirse a ellas como “perras” y “putas” es una estrategia de diferenciación del “nosotros masculino” (Silva, 2008, p. 70). Lo masculino sí es un sujeto, lo demás pierde esa condición.

Este trabajo pretende ser un aporte al estudio de la violencia de género en la literatura peruana, tema poco estudiado en la academia mexicana. La sangre de la aurora es una novela fundamental porque visibiliza la situación que vivieron las mujeres durante el conflicto armado interno. El impacto de la guerra fue duro para todos, pero en las mujeres es mayor porque es su cuerpo el que está involucrado. La novela de Salazar da cuenta del tratamiento del cuerpo, de la violencia sexual, la maternidad forzada, el racismo y la discriminación que sufrieron las mujeres en este conflicto. Uno de sus grandes aciertos es captar el dolor de las mujeres y mostrar cómo sobrevivieron a ello. Tras los ataques sexuales, el estado en el que dejan a las tres mujeres es devastador. Frente a los golpes y las agresiones, ellas sólo intentan sobrevivir:

Convertido en un campo de batalla, tu cuerpo ha quedado absolutamente vulnerable. Todavía eres tú. Tus uñas, tu pelo, tus dientes chocan. Tus piernas tiemblan, quieres correr, pero no puedes salir […] Vas a morirte. No quieres morirte. Vas a morir. Mejor morirse. Respirar. Vivir. Respirar. Temblar. Vivir (Salazar, 2014, p. 72).

Pero ¿cómo es posible seguir viviendo después de todo lo que vieron y padecieron? Los personajes femeninos de la novela de Claudia Salazar viven su duelo de distinta forma: Modesta no quiere recordar, el dolor es demasiado; trata de reconstruir su vida huyendo de su pueblo y haciendo comunidad con otras mujeres, víctimas como ella, campesinas que se cuidan entre sí. Melanie quiere olvidar todo lo que vivió, aunque sea casi imposible, pero tiene la posibilidad de viajar e intenta regresar a la normalidad. Marcela pasa sus días en la cárcel recordando su vida anterior a la clandestinidad, piensa en su hija, se pregunta si ella la recuerda. Pero no se arrepiente, está convencida de que su causa fue justa, quería acabar con la pobreza y la explotación de los campesinos. La elección de tres personajes femeninos por parte de la autora es otro de sus aciertos. Cada una de estas mujeres tiene una participación diferente en la guerra porque provienen de entornos muy diversos. Por esa razón revela y desmonta estereotipos sobre las mujeres en guerra.

Claudia Salazar (2013) dedica un artículo al poemario Las hijas del terror, de Rocío Silva Santisteban, y a la novela Rosa Cuchillo, de Oscar Colchado, en el que menciona la importancia de acercarse a las obras literarias sobre la guerra peruana con una perspectiva de género. Este texto comparte su perspectiva y ha tenido esa intención. La mayoría de los acercamientos al corpus literario sobre el conflicto armado peruano se han hecho desde los estudios poscoloniales, el psicoanálisis, el testimonio o la política, pero no desde el género. La autora señala que:

La mirada desde el género a las elaboraciones literarias con este periodo de horror de la historia peruana permite rescatar el valor de lo literario como discurso que busca darle nuevos sentidos a la experiencia femenina, la cual fue particularmente atravesada por las dinámicas de la violencia generadas por el conflicto armado interno. Estas resemantizaciones -a partir del discurso literario- pueden llevar luego a transformaciones de los imaginarios sociales que permitan una reflexión sobre la situación particularmente vulnerable de las mujeres durante este tipo de conflictos (2013, p. 71).

La sangre de la aurora es sin duda una novela compleja que permite visibilizar la violencia de género en un contexto de guerra, puesto que el arte también puede acercarnos a los problemas sociales. La violencia impacta en todos los ámbitos de una sociedad y el arte no es la excepción, tiene el poder de revelar aquello que las instituciones, los gobiernos o los estados pretenden esconder, pone en evidencia que no hay posibilidad de evadir un problema cuando está tan dentro de la sociedad y que no se puede pensar en el futuro si la vida cotidiana se encuentra expuesta a peligros constantes. A través de las obras literarias es posible reflexionar sobre las experiencias violentas, expresar cuestiones que no es posible enunciar de otras maneras, acercarse a un entorno sumamente violento y rescatar la memoria de sus víctimas. Por todo lo anterior, es indudable que la novela de Claudia Salazar Jiménez ha contribuido de manera notable a la reflexión, la problematización y el diálogo sobre la situación de las mujeres y la violencia de género en el contexto peruano.

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2El informe completo puede consultarse en: http://cverdad.org.pe/ifinal/

3Las cifras sobre este tema en el Informe Final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) se encuentran en el tomo VI: capítulo 1, apartado 1.5: la violencia sexual contra la mujer.

4Los miembros de Sendero Luminoso también violaban, era una manera de castigar a supuestos informantes y vengarse de los cónyuges que no simpatizaban con su causa o que ocupaban puestos oficiales. También fue una forma de reclutamiento forzado de mujeres a las que obligaban a acompañar a la guerrilla en sus marchas o a convertirse en sus esclavas sexuales (Franco, 2008, p. 19).

5Tanto Vich como Denegri no registraron algún militar sentenciado porque sus textos fueron publicados en 2015 y 2016, respectivamente. El primer caso es de 2018, cuando la Corte Suprema del Perú condenó al coronel Julio Rodríguez Córdova a 10 años de prisión por el delito de violencia sexual en contra de María Magdalena Monteza Benavides, detenida en 1992.

6Véase El estado de la situación de la violencia sexual en el Perú de 2000 a 2009, que presenta interesantes datos relativos a este tema.

8Boesten señala que un soldado aclaró que los insultos racializados se utilizaban deliberadamente para humillar a las mujeres. Contó a la CVR que una táctica usada en particular era decir a la prisionera que era una “chola fea, chola apestosa, la chola no sirve” (2008, p. 14).

9 Giorgio Agamben (1998) explica que homo sacer se refiere a una figura del derecho romano arcaico que incluye a la vida humana en el orden jurídico sólo en forma de exclusión, es decir, en la posibilidad de darle muerte sin sanción. Véase Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida.

10Denegri hace todo un recorrido por el lenguaje popular peruano en el que se utiliza el término “cariño” para presionar o violentar a las mujeres, para que satisfagan las necesidades del cuerpo masculino sin que importen las de ella. Esto puede usarse en cualquier contexto, un matrimonio o una guerra, pues: “en todos los casos, de lo que se trata es dejar establecida la responsabilidad que tiene la mujer en la provisión de estándares domésticos y sexuales mínimos para el buen vivir del varón” (2015, p. 64). Tratar con “cariño” es estar disponible para cuando el hombre, ya sea el esposo o un militar, lo desee.

11Un ejemplo de la lucha de las mujeres es la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú (ANFASEP) creada en 1983.

12Las cursivas, la tipografía y las repeticiones incluidas en las citas son tomadas de la novela.

13Marcela los reprende e intenta hacerlos recapacitar: “Un combatiente es disciplinado, no se deja llevar por ese impulso de sus partes. Nada nos distinguirá de un burgués reaccionario si dejamos que esa calentura nos gobierne” (Salazar, 2014, p. 67).

CÓMO CITAR: Morales, Brenda. (2020). Aproximaciones a la violencia de género en la narrativa peruana contemporánea: el caso de La sangre de la aurora de Claudia Salazar Jiménez. Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género de El Colegio de México, 6, e641. doi: http://dx.doi.org/10.24201/reg.v6i0.641

Recibido: 21 de Abril de 2020; Aprobado: 10 de Agosto de 2020

Sobre la autora

Brenda Morales Muñoz es doctora en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores. Se especializa en el estudio de la narrativa latinoamericana contemporánea y de la literatura sobre distintos tipos de violencia. Es miembro fundador del Seminario de Estudios sobre Narrativa Latinoamericana Contemporánea y es integrante del Seminario Dimensiones Humanas e Imaginarios del Espacio Urbano, ambos de la UNAM. Actualmente es profesora de tiempo completo en el Colegio de Estudios Latinoamericanos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.

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