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Revista interdisciplinaria de estudios de género de El Colegio de México

versión On-line ISSN 2395-9185

Rev. interdiscip. estud. género Col. Méx. vol.6  Ciudad de México  2020  Epub 09-Sep-2020

https://doi.org/10.24201/reg.v6i0.468 

Artículos

La tipificación del feminicidio en México. Un diálogo entre argumentos sociológicos y jurídicos

Typifying Feminicide in Mexico. A Bridge Between Sociological and Legal Perspectives

Alejandra Araiza Díaz1  * 
http://orcid.org/0000-0003-0603-7974

Flor Carina Vargas Martínez2 
http://orcid.org/0000-0002-6570-6763

Uriel Medécigo Daniel3 
http://orcid.org/0000-0002-0408-1229

1Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo. Pachuca, México. email: araizale@yahoo.es

2Centro de Justicia para Mujeres del Estado de Hidalgo. Pachuca, México. email: carina.vargas.mtz@gmail.com

3Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo, Pachuca, México, email: me314658@uaeh.edu.mx


Resumen

Los asesinatos violentos de mujeres en México han propiciado el surgimiento de los términos feminicidio y violencia feminicida, los cuales no terminan de impactar en las prácticas jurídicas. El objetivo de este artículo es tejer un puente entre los argumentos sociológicos y los jurídicos en torno a dichos términos. Con base en el método hermenéutico se hace un análisis de textos para armar un recuento del recorrido conceptual sobre las violencias de género y la violencia feminicida, que permita crear un nexo con el debate jurídico acerca de la tipificación del feminicidio. Finalmente, se reconoce que la acerca de la tipificación del feminicidio. Finalmente, se reconoce que dicha tipificación ayuda a visibilizar el problema, hay una gran labor en el ámbito académico y es importante que ello redunde no solo en la creación de leyes, sino en la efectiva administración y procuración de justicia.

Palabras clave: feminicidio; tipo penal; violencia de género; crímenes contra las mujeres

Abstract

The incidence of violent murders of women in Mexico has introduced terms such as femicide and femicide violence. However, in practice these terms lack genuine legal repercussions, and this article seeks to build a bridge between sociological and legal issues surrounding them. Using hermeneutic analysis, we examine texts to explore the conceptual underpinnings of gender violence and femicide violence in order to make a connection with legal discussions on typifying femicide. In conclusion, the typification of femicide is seen to help unmask this problem, which is the subject of a vast body of academic work. This must bring about effective administration of justice and prosecution, not only the drafting of new laws.

Keywords: femicide; category of criminal offense; gender violence; crimes against women

Introducción

Los asesinatos en contra de mujeres por razones de género se han presentado en varias sociedades del mundo a lo largo de la historia, no obstante, ponerles nombre a estos asesinatos es algo relativamente reciente que ha permitido visibilizar una realidad. Pensamos que “la tarea de identificar en cada homicidio de mujeres a los autores, dinámicas y contextos es imprescindible para reconocer aquellos que son feminicidios” (Carcedo, 2010, p. 6). Sin embargo, aún existen reticencias frente a este término no tanto a nivel académico, sino en la cotidiana administración y procuración de la justicia.

La tipificación del feminicidio, además de visibilizar la forma extrema de violencia contra las mujeres, tiene como fin garantizar un seguimiento adecuado y especializado que pueda prevenir, atender, sancionar y erradicar esta problemática. Por tanto, el objetivo de este artículo es tejer un puente interdisciplinar de saberes, que coadyuve a discutir desde un enfoque sociológico amplio el tema de las violencias de género y -en concreto- el de la violencia feminicida en contraste con los planteamientos jurídicos que aluden a la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (LGAMVLV) y, por supuesto, a la tipificación del feminicidio (prevista en el Capítulo V, Art. 325 del Código Penal Federal), con el fin de que estos saberes puedan incidir efectivamente en la administración y procuración de justicia. Para realizar este análisis interdisciplinar, se emplea el método hermenéutico para interpretar textos académicos, tanto sociológicos como jurídicos.

Así, presentamos un primer apartado en el que se discute la cuestión de las violencias de género. En el segundo apartado se contextualiza el fenómeno y se abordan los términos feminicidio y violencia feminicida. Estos apartados muestran los esfuerzos que -desde las ciencias sociales- se han llevado a cabo para comprender el problema. En el tercero y el cuarto, nos aproximamos a la discusión en clave jurídica. En el tercero hacemos una introducción al debate jurídico y, en específico, hablamos de la LGAMVLV; mientras que el cuarto se centra en la tipificación del feminicidio como delito. Al final del texto, pretendemos amarrar algunos hilos sueltos de esta discusión que ayuden a crear el puente entre los lenguajes que atraviesan el texto: el sociológico y el jurídico. Y, sobre todo, buscamos aportar reflexiones que contribuyan a transformar la administración y procuración cotidiana de la justicia.

Violencias de género. Un punto de partida

Daniel La Parra y José María Tortosa (2003) hablan de la violencia estructural, la que proviene del conflicto que genera el reparto desigual. Pobreza y desigualdad desembocan en violencia directa. Por tanto, la desigualdad en sí misma es violencia estructural. Este tipo de violencia afecta la vida de las personas. Pensamos que debemos comprender el tema de la violencia hacia las mujeres como un problema de violencia estructural.

La violencia se relaciona con el poder. Al estudiar este fenómeno, Hannah Arendt [1969] (2011) distingue entre: violencia, fortaleza, fuerza, autoridad y poder. La violencia tiene un carácter instrumental. Se parece a la fortaleza y se relaciona con el poder y la autoridad, pero no son lo mismo. El poder requiere legitimación. Mientras que el poder es un fin, la violencia es un medio (Arendt, [1969] 2011).

Si consideramos la violencia contra las mujeres como una violencia estructural, que parte de una desigualdad, esta violencia sería un medio para mantener un fin. Y el fin sería lo que Bourdieu (2000) llama “dominación masculina”. Al igual que el sistema sexo/género del que ya había hablado Gayle Rubin [1975] (1996), la dominación masculina describe un universo simbólico diferenciado para hombres y mujeres, el cual produce desigualdad. Es así que se esperan prácticas sociales de sumisión en las mujeres y de virilidad en los hombres. Bourdieu (2000) también encuentra que esta diferenciación de sexos es una construcción social arbitraria basada en lo biológico.

Asimismo, asegura que la dominación se erige de forma paradójica, pues pareciera que contase con la connivencia de los sujetos, quienes no poseen otros referentes simbólicos que aquellos que comparten con los dominadores. Esta dominación -dice Bourdieu (2000)- es un poder que se ejerce ocultándose y el medio por el cual se ejerce se llama violencia simbólica. Según Jessie Blanco (2009), la violencia física es sostenida y legitimada por la violencia simbólica, la cual carece de materialidad, resulta invisible y no es cuestionada. Para disminuir este tipo de violencia es necesario modificar el habitus (Gutiérrez, 2004), la cultura que mantiene la diferencia sexual.

La violencia simbólica es, pues, la piedra angular sobre la cual se erige la dominación masculina. Por eso cuando hablamos de violencia hacia las mujeres es importante tener en cuenta que existe toda una cultura que permite que ésta se dé. Para estudiar la violencia estructural conviene concebir la violencia simbólica que la sostiene y, al mismo tiempo, reconocer que la violencia contra las mujeres es una forma de violencia estructural.

Así, antes de hablar de violencia feminicida y la tipificación del feminicidio, nos parece útil detenernos en el concepto de violencias de género que emplea Barbara Biglia (2007). Según la autora, estas formas de violencia son posibles debido a todos los metarrelatos que giran alrededor de la “feminidad”. Estos metarrelatos han estereotipado el rol femenino en notable desventaja con las prácticas ejercidas por hombres.

Uno de estos estereotipos proviene del hecho de que se ha considerado a las mujeres -dice Biglia (2007)- como una propiedad, que pasa del dominio de su padre al del marido, como si se tratara de bienes de cambio. Asimismo, se tiende a considerar a las mujeres como seres incompletos que solo pueden ser concebidos a partir de la relación que mantienen con algún hombre. Otro amarre para las mujeres ha sido la maternidad, la cual se ha naturalizado como algo inherente a su rol, con la correspondiente añadidura del trabajo doméstico. Rubin [1975] (1996) ya había ubicado estas problemáticas al criticar la teoría del parentesco de Lévi-Strauss y la tensión trabajo producto/trabajo reproductivo que no parecía significar una injusticia relevante para Marx ni Engels. Marcela Lagarde (1990) también visibilizó la maternidad como un cautiverio para las mujeres que contribuye a la desigualdad entre los géneros.

Volviendo a la propuesta de Biglia (2007), el proceso de cosificación de las mujeres, cuyos cuerpos han sido adornados, utilizados y, además, construidos según los deseos de la mirada masculina, también es una fuente de desigualdades y, por tanto, de violencia. Así, la cultura patriarcal logra eliminar la agencia personal y colectiva de las mujeres mediante una cultura del miedo, cuya amenaza más potente es la violación. Esta cultura del miedo bien puede ser lo que Bourdieu (2000) denomina violencia simbólica. Biglia (2007) considera que hablar de violencia hacia las mujeres, efectivamente, pone el acento en el sujeto que la sufre, sin embargo, coloca a las mujeres como receptoras pasivas y las victimiza.

Ella opta por hablar de violencias en plural en un intento por complejizar el término, el cual debería recoger la interseccionalidad y no solo analizar el problema de género, sino también el de clase social, etnia, orientación sexual, entre otros ejes de desigualdad. “Incluye claramente la violencia contra las mujeres en relaciones de pareja heterosexuales, pero subraya que ésta es una de sus expresiones y que no se trata de ninguna manera de un problema privado o aislado” (Biglia, 2015, p. 28).

Pensar las violencias de género con un enfoque interseccional nos permite entender el género como algo que va más allá de la diferenciación entre hombres y mujeres. Asimismo, nos permite hacer apropiaciones y traducciones de los conceptos teóricos en categorías jurídicas. El término -acuñado por Kimberlé Crenshaw en 1989- fue pensado como un análisis categorial y jurídico, pero que -en la lectura de Patricia Hill Collins- se empieza a usar como un paradigma para complejizar el género (Viveros, 2016). Así, no se trata solo de la sumatoria de huellas identitarias (género, clase social, etnia, orientación sexual, edad, entre otras), sino de entender cómo estas huellas están imbricadas de manera compleja en los procesos de subjetividad. Lo interesante es hacer combinaciones y constantes comparaciones entre categorías para ubicar los entramados complejos de las relaciones sociales desiguales (McCall, 2005), porque -como afirma María Lugones (2008)- en la medida en que se separan las categorías de raza, clase, género y sexualidad, no se puede distinguir claramente la violencia.

En suma, nos parece que el término violencias de género de Biglia (2007; 2015) es el más adecuado para reflexionar sobre la violencia feminicida como el tipo más extremo de ese abanico de múltiples violencias: psicológica, económica, patrimonial, física y sexual (previstas en la LGAMVLV). Por eso, antes de discutir sobre la tipificación, debemos trazar unas pinceladas para abordarlo desde el análisis social.

Feminicidio y violencia feminicida como categorías analíticas

Si bien el análisis de los feminicidios en Latinoamérica comenzó con el caso conocido como “González y otras vs. México” o “Campo Algodonero1”, la práctica de matar mujeres de manera violenta y misógina no es nueva en el mundo. Remontemos en la historia y nos daremos cuenta de que, en aras de mantener la supremacía masculina, han existido mecanismos de control y castigo para algunas mujeres.

Ejemplos de estos dispositivos los encontramos en el caso de quienes fueron acusadas de brujas durante los siglos XVI y XVII. Mujeres que fueron perseguidas, torturadas y asesinadas. Hester [1992] (2006) encuentra que las mujeres acusadas de brujas eran mujeres consideradas como una amenaza al “orden social”, pues tenían amplios conocimientos de medicina, filosofía, literatura, espiritualidad y magia popular; mujeres conocedoras y reconciliadas con su cuerpo, sexualidad y placer. Por ello, la Santa Inquisición pretendía erradicar estas “desviaciones” a las normas sobre el deber ser femenino. Lo cual no dista tanto de los asesinatos actuales de mujeres que no cumplen con su “deber ser”, por ejemplo, las mujeres lesbianas, esposas sospechosas de adulterio, trabajadoras sexuales, entre otras (Radford en Berlanga, 2008).

Mariana Berlanga (2008) menciona que, en nuestra región, los asesinatos misóginos de mujeres tampoco son algo nuevo, que provenimos de la fundación de sociedades conquistadas y colonializadas a través de procesos violentos y genocidas. La violación perpetrada por los hombres blancos a mujeres indígenas y negras -dice Araceli Barbosa (1994)- muestra cómo la violencia sexual tiene un tinte colonial. Durante la conquista, la mayoría de las mujeres que eran tomadas como pertenencia sexual morían a manos de los conquistadores durante brutales violaciones individuales o colectivas, que tenían como fin demostrar a los vencidos (mujeres y hombres) su supremacía. A pesar de que los países latinoamericanos se independizaron esto no significó la interrupción del proceso de colonialidad. Los valores estéticos, la lengua imperante, las ideas y los saberes aceptados siguen actualizando esa dominación, que a su vez ha sido introyectada por los pueblos colonizados (huellas de violencia simbólica -de la que ya hablamos en líneas anteriores-). Las condiciones étnicas y de género siguen colocando a las mujeres latinoamericanas en una situación particular de vulnerabilidad (Berlanga, 2014). Eso es a lo que se refiere María Lugones (2008) con el sistema moderno-colonial de género, un concepto desde el que complejiza el propio Aníbal Quijano sobre la colonialidad del poder y lo relaciona con la producción tanto de raza como de género.

Ahora bien, cabe reiterar que estos asesinatos de mujeres por razones de género no son recientes, pero los términos femicidio (como se conoce en distintos países latinoamericanos), feminicidio o violencia feminicida como categorías de análisis sí son algo relativamente nuevo.

Diana Russell y Jill Radford [1992] (2006) inauguraron las reflexiones sobre el femicide, tras recoger distintos estudios sobre casos de asesinatos violentos contra mujeres en diferentes países. Su trabajo es de suma importancia, ya que es un parteaguas académico en el que se reconocen estos crímenes contra niñas y mujeres como el punto más elevado de la dominación masculina. La teoría ahí expuesta ubica estos hechos dentro del patriarcado y define al femicide como:

[...] el extremo de un continuo de terror antifemenino que incluye una gran cantidad de formas de abuso verbal y físico: como violación, tortura, esclavitud sexual (particularmente en la prostitución), incesto y abuso sexual infantil extrafamiliar, maltrato físico y emocional, hostigamiento sexual (por teléfono, en las calles, en la oficina y en el salón de clases), mutilación genital (clitoridectomía, escisión, infibulación), operaciones ginecológicas innecesarias (histerectomías gratuitas), heterosexualidad forzada, esterilización forzada, maternidad forzada (mediante la criminalización de los anticonceptivos y el aborto), psicocirugía, negación de alimentos a las mujeres en algunas culturas, cirugía cosmética y otras mutilaciones en nombre de la belleza. Siempre que estas formas de terrorismo resulten en la muerte son femicidios (Russell y Radford, [1992] 2006, p. 57).

En el contexto latinoamericano, Marcela Lagarde (2008) reformula esta conceptualización a partir de un análisis antropológico, al que fue convocada para tratar de explicar la ola de asesinatos violentos en el contexto de Ciudad Juárez a principios de los años noventa. Cambia el término femicide de Russell y Radford por el de feminicidio, en el cual incluye la noción de violencia de Estado, pues es la que permite que los feminicidios se sigan reproduciendo y reafirma su carácter estructural. La autora define la violencia feminicida como:

[…] la forma extrema de violencia de género contra las mujeres, producto de la violación de sus derechos humanos en los ámbitos público y privado, está conformada por el conjunto de conductas misóginas -maltrato y violencia física, psicológica, sexual, educativa, laboral, económica, patrimonial, familiar, comunitaria, institucional- que conllevan impunidad social y del Estado y, al colocar a las mujeres en riesgo de indefensión, pueden culminar en el homicidio o su tentativa, es decir en feminicidio, y en otras formas de muerte violenta de las niñas y las mujeres: por accidentes, suicidios y muertes evitables derivadas de, la inseguridad, la desatención y la exclusión del desarrollo y la democracia (Lagarde, 2008, p. 217).

Para Rita Segato (2006), estos crímenes del patriarcado son corporativos o de segundo Estado. Es decir, son perpetrados por un grupo o red que administra los recursos, derechos y deberes propios de un Estado paralelo. Son crímenes en los que la dimensión expresiva y genocida de la violencia prevalece. Asimismo, comparten una característica idiosincrática de los abusos del poder político. Se presentan como crímenes sin sujeto personalizado, realizados sobre una víctima tampoco personalizada, donde un poder secreto abduce a un tipo de mujer, victimizándola, para exhibir, reafirmar y revitalizar su capacidad de control (Segato, 2006). En efecto:

La violencia feminicida es parte de una estructura que da soporte al “orden social” patriarcal que funciona como un instrumento de control para contener el cambio y las transgresiones de las mujeres a los tradicionales regímenes de género y que además envuelve omisiones y negligencias por parte del Estado al no otorgar justicia a estos asesinatos (Vargas, 2018, p. 153).

Así, estas categorías de análisis sociológico son de gran relevancia porque explican la violencia feminicida como una forma de violencia estructural compleja en la que están imbricados el género, la etnia, la clase social, la orientación sexual, entre otros. Además, es una violencia atravesada por la impunidad y, en cierta forma, solapada por el Estado. Pero no ha sido sencillo llegar a consensos sobre estos conceptos.

Izabel Solyszko (2013) reconoce los dos términos que se usan en América Latina: femicidio (más próximo al de Russell y Radford) y feminicidio (la traducción de Lagarde), pero opina que son equivalentes. Esta postura también la hallaremos en Patsilí Toledo (2009; 2012; 2014) que los enuncia como femicidio/feminicidio. Nosotras usaremos el término más común en México que es el de Lagarde (2008), pero estamos conscientes de la proximidad de los conceptos.

En todo caso y siguiendo a Solyszko (2013), lo interesante es ubicar tres tipos de debates en torno a esta noción: a) marco genérico, b) marco singular y c) marco jurídico. Dentro del debate del marco genérico, Solyszko (2013) ubica los trabajos de Russell y Radford, así como los de Lagarde, los cuales tienen en común el hecho de poner el foco en el machismo y la misoginia como los responsables de la muerte violenta de las mujeres. Se entrevé, en estas posiciones, el entramado de la violencia estructural de género. Las autoras de este grupo llegan a incluir en esta noción otras muertes por omisión o negligencia, tales como: muerte por aborto insalubre, muerte por violencia obstétrica, muerte por enfermedades que aquejan más a las mujeres como cáncer de mama, entre otras. Desde luego que esto puede ser debatible, pero no deja de ser un producto más de la violencia estructural que bien puede reflexionarse desde la violencia feminicida de la que habla Lagarde (2007; 2008).

En el debate del marco singular, Solyszko (2013) ubica los trabajos de Lucía Melgar (2008) y Julia Monárrez (2010), los cuales tienen en común que buscan delimitar -en términos de conductas y hechos puntuales- a qué nos referimos cuando hablamos de feminicidio. Melgar (2008) incluye únicamente los asesinatos por el solo hecho de ser mujeres, precedidos de tortura, mutilación y que conllevan posvictimización. Monárrez (2010) propuso una sistematización para analizar los casos de Ciudad Juárez y, a partir de ello, toda una clasificación de los feminicidios, que incluyen: el sexual sistémico, el íntimo, el familiar, por actividades estigmatizadas, el infantil, el comunitario, por narcotráfico o crimen organizado y el imprudencial. En suma, estas autoras apuestan por la especificidad.

El último marco de debate es el jurídico, en el cual Solyszko (2013) ubica a Rita Segato. Aquí es importante subrayar que el feminicidio no se reduce a un tipo penal, sino que reconoce su origen en el marco de un debate político mucho más amplio. En este sentido, hay al menos dos posturas feministas: las que quieren garantizar -a través de la ley- los derechos de las mujeres a vivir sin violencia (en la que estaría Segato, 2016a) y, por otro lado, las que consideran que no tiene caso esforzarse tanto en la creación de un tipo penal si el Estado mismo y el derecho penal son instancias patriarcales (donde estaría Larrauri, 2007). Aquí queremos remarcar con Solyszko (2013) que Segato es de las autoras que sostiene que es importante garantizar el marco legal. Lagarde también está en esta postura que es en la queremos ubicarnos. Segato propone el concepto femigenocidio con el fin de garantizar el acceso y la comprensión del término en el ámbito jurídico, pues:

Solamente su separación clara en los protocolos de investigación policial puede garantizar la diligencia debida, exigida por los instrumentos de la justicia internacional de los Derechos Humanos. Por esto, se me ocurre más eficaz la selección de algunos rasgos para tipificar el crimen de feminicidio, que puedan caracterizarlo como un femi-geno-cidio a los ojos del sentido común patriarcal de jueces, fiscales y público como un crimen genérico, sistemático, impersonal y removido de la intimidad de los agresores (Segato, 2016 a, p. 272).

En la idea de Segato, al igual que en la de violencia feminicida de Lagarde, vemos una clara apelación a la responsabilidad del Estado frente al fenómeno, que incluso va más allá de la propuesta local o nacional, pues al incluir la partícula “geno” se hace alusión a la mujer como genus, como género. Ello podría redundar en un tipo penal adecuado para los tribunales internacionales. Segato (2016a) aboga por una nominación que no excluya las problemáticas de las mujeres a nivel público. Su propuesta enfatiza la necesidad de desvincular al feminicidio del terreno privado y llevarlo a un espacio público en el que se visibilicen estos crímenes.

La actual política burocrática trae consigo la justicia negada, la cual se sostiene mediante la violencia simbólica. Pensamos que una de las maneras de deconstruir esa justicia negada, en la que el género juega un papel transversal que posibilita su existencia y que converge con otros tipos de desigualdades que cruzan el cuerpo social de las mujeres asesinadas, podría ser la de apostar por repensar la dimensión política y jurídica de la propia violencia feminicida. Y es desde ese lugar donde hay que defender los avances en materia jurídica con perspectiva de género y la apuesta por la tipificación del feminicidio.

No cabe duda que contamos con una vasta producción académica desde el enfoque de las ciencias sociales -y en concreto desde la perspectiva de género- para explicar este fenómeno. Sin embargo, no ha sido nada fácil llevar estos debates al terreno jurídico. Pero -como dice Segato (2016b) - este fenómeno debe ser analizado como una guerra, cuyos motivos no son de corte sexual. Es urgente redefinir esta guerra contra las mujeres, la cual debe ser analizada a la luz de otros modelos y con otras categorías jurídicas (en especial, dentro del campo del Derecho Internacional y los Derechos Humanos) (Segato, 2016b). A continuación, la idea es crear un puente de saberes que nos ayude -como propone Segato (2016a)- a desburocratizar y humanizar la política.

La tipificación y la búsqueda de una vida libre de violencia para las mujeres

En primer lugar y para empezar a hablar del puente interdisciplinar, nos parece necesario ubicar el poder jurídico como uno de los poderes fácticos que se alinean con las estructuras económicas y políticas predominantes: el capitalismo y la dominación masculina. Sin embargo, no puede obviarse una cierta tensión: por un lado, está el derecho como marco a través del cual se establece el status quo; y, por otro, el derecho como promesa para transformar realidades y acceder a la justicia. En efecto, el derecho emerge ahí donde hay dinámicas sociales; y, donde hay relaciones, hay conflicto social. Según Jorge Carvajal desde Colombia:

[…] la mayor parte de los problemas nacionales de magnitud notable están estrechamente relacionados con el derecho, pero a la vez parecen superar los cánones ordinarios de la dogmática jurídica: la violencia, las dificultades en el proceso de construcción de un Estado nacional ilegítimo, el narcotráfico, la corrupción, los mecanismos de participación democrática, la crisis de la administración de justicia como espacio para el tratamiento de los conflictos sociales, la ausencia de desarrollo económico, la violación de los derechos humanos y la marginalidad social (Carvajal, 2011, p. 110).

Según este autor, en su país hay una problemática nacional y un desgaste de la política jurídica tradicional, que han atraído la atención de la sociología jurídica. Bien puede ser igual para México, pues las problemáticas sociales son muy similares. Por eso creemos que es necesario discutir el papel del derecho en clave sociológica, pero también insistir en la necesidad de que esta disciplina desarrolle su saber en diálogo interdisciplinar con las distintas ciencias sociales.

Así, el derecho y -más concretamente- el Estado de derecho son el marco en el cual se plantean las reglas del juego político. El Estado de derecho es el sistema de leyes que la gente debe obedecer y el gobierno velar y cumplir (Zamora, 2015). Sin embargo: “conviene apuntar que, si bien el sistema legal puede ser una virtud, no debe confundirse con democracia, justicia, equidad o derechos humanos” (Zamora, 2015, p. 167). Cuando hay un régimen autoritario que no garantiza este Estado de derecho, es necesario que sean los movimientos sociales quienes impulsen los quiebres y las aperturas. No obstante, dichos movimientos -paradójicamente- son acusados en muchas ocasiones de actuar fuera de la ley, como las acciones del movimiento feminista en México actualmente.

Y es del propio movimiento feminista del que ha surgido la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia. Ésta -como expone Marcela Lagarde (2007)- procede del diagnóstico que ella y su equipo realizaron en 2005-2006 por encargo de la H. Cámara de Diputados. Si bien hay una labor de investigación académica profunda detrás de la redacción de esta ley, también hay un enorme trabajo político, proveniente de diversos sectores del movimiento feminista, preocupados por el fenómeno conocido como “las muertas de Juárez2”.

Después de este diagnóstico, en el que se encontró que en México las mujeres están sometidas a poderes de exclusión, segregación, discriminación y explotación (Lagarde, 2007), se formuló esta ley, con la cual el Estado mexicano pasa a ser el garante que protege la vida de las mujeres y asegura sus derechos humanos y ciudadanía plena. En síntesis, la LGAMVLV busca:

[…] lograr que cada mujer amparada por el Estado tenga condiciones para salir de la situación de violencia, recibir atención médica y psicológica por los daños recibidos, si la requiere, así como atención y soporte jurídico para llevar al terreno de la ley tanto los hechos de violencia como a quien la agredió y, al mismo tiempo, acceder a la justicia pronta y expedita (Lagarde, 2007, p. 161).

Ahora bien, no podemos obviar el hecho de que, al ser el Estado y la justicia creaciones culturales, evidentemente conllevan símbolos y prácticas de dominación masculina (y de otros tipos de dominación: de clase, étnica, nacional, etcétera). Ello redunda en sesgos, que están presentes en diferentes debates. Así, para el caso del feminicidio aparece -más bien desde el sentido común- un debate sobre lo innecesario del término jurídico cuando ya existe la forma “homicidio con agravantes”. Esos argumentos no se fundamentan en la producción de conocimientos científico-sociales, sino que defienden códigos penales clásicos, provenientes de posiciones culturales dominantes, los cuales finalmente permean las prácticas cotidianas de administración y procuración de justicia y reproducen la violencia simbólica que se ejerce contra las mujeres. Tan es así que el 28 de enero de 2020, la Fiscalía General de la República presentó la propuesta de eliminar el tipo penal de feminicidio, con el argumento de que es difícil acreditarlo para el Ministerio Público. Frente a ello, el Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio respondió que no hay una investigación o diagnóstico previo en el que se base esta dificultad para acreditar el feminicidio. Y que, en cambio, su organización ha hecho informes que demuestran que en los estados existen discrepancias normativas en la tipificación, así como resistencias para investigar como feminicidios las muertes violentas de mujeres (AN/GV, 5 de febrero de 2020). Por eso es importante que este diálogo entre saberes sociológicos y jurídicos impacte efectivamente en la formación y capacitación de profesionales del derecho.

En cuanto al acervo jurídico-académico, hemos identificado textos con algunas posiciones moderadas sobre la necesidad de tipificar el feminicidio (Benavides, 2015) y otros más posicionados desde la perspectiva feminista, que pueden estar a favor (Laurenzo, 2012) o en contra (Pitch, 2014). En ningún caso existe la respuesta final que logre conjugar de forma armónica los discursos sociológicos y jurídicos para que puedan resolver, de una vez por todas, el problema de los feminicidios, pues se trata de un asunto complejo. Así, por ejemplo, Toledo (2009) señala que hay una dificultad en traducir el saber científico-social sobre la violencia feminicida a un discurso jurídico sin que se diluyan algunos matices muy relevantes al momento de tipificar. Este sería el caso del tema de la impunidad (incompatible con un verdadero Estado de derecho), pues revela un problema estructural de falta de justicia que involucra al Estado, pero que es difícil de traducir en variables operacionalizables al momento de tipificar.

Con Lagarde (2007), consideramos que la investigación científica feminista es una herramienta útil para diferenciar las formas de violencia, erradicar conceptos ligados a la misoginia como “crimen pasional” y definir la violencia sexual de forma completa. Además, como dice Carvajal (2011), es necesario tejer un diálogo entre las demás disciplinas sociales y el derecho. Sin embargo, no se trata solo de generar leyes desde el conocimiento y la investigación científico-social, sino de cambiar los propios enfoques jurídicos y desarrollar herramientas interdisciplinares para que la administración y la procuración de justicia estén impregnadas por las perspectivas sociológica, antropológica, psicosocial, entre otras, así como la de los estudios de género.

Uno de los principales aciertos de la LGAMVLV es que advierte que la violencia feminicida es uno de los fenómenos que hay que combatir con más urgencia en este país. A partir de que se impulsara, comenzó a tipificarse el feminicidio en todo el país (tanto en el ámbito federal como en el local). Pero ¿tenemos suficiente con la ley?

Entre las posiciones feministas que pueden estar en contra de la tipificación del feminicidio destacan aquellas que señalan que el derecho presenta sesgos culturales, entre ellos los de género. Así, Rossana Schiaffini (2015) apunta que las leyes no han ayudado a generar una justicia social, por lo que es urgente una transformación de todo el sistema penal mexicano, puesto que los resultados parecen ir en contra de este objetivo. El aumento significativo de la violencia evidencia las carencias en materia de derechos humanos. Incluso: “el Estado de Ley existe porque se rige sobre la ley únicamente sin profundizar en si es justa o injusta, si se somete o no a intereses particulares y deja de lado los intereses generales de la población, provoca una sociedad antivalores” (Schiaffini, 2015, p. 155).

Schiaffini (2015) considera que las leyes y doctrinas jurídicas deberían estar sustentadas en el método científico y la investigación social, algo que parece que el gobierno mexicano ha abandonado o no ha tomado en cuenta en el momento de legislar, especialmente en el ámbito local. La autora opina que no se ha presentado una disminución en las muertes femeninas con la tipificación del delito de feminicidio, lo cual puede deberse a tres motivos: a) el federalismo mexicano presenta ambigüedades en los códigos propios de cada estado; b) hay una aplicación de la norma que responde a capitales políticos y no a requerimientos sociales; y c) el hecho de que -desde el Ministerio Público- en el concurso de delitos se remite a una tipificación distinta, pues consideran que, si se tipifica como feminicidio, aumentarían las cifras de este delito, lo cual representaría un desprestigio para el gobierno. Se distingue que las prácticas de las legislaciones locales y la administración de justician están atravesadas por voluntades políticas totalmente opuestas a las que impulsaron las LGAMVLV y, con ella, la tipificación del feminicidio.

Elena Larrauri (1994), desde la criminología crítica, asegura que el derecho penal ha sido discriminatorio con las mujeres. Las neutraliza o las considera sujetos pasivos, incluso, las desvaloriza. De esta manera, coadyuva a producir las marcas de género. Y ello tiene consecuencia en las penas que -como lo demuestra en su texto- son peores para las mujeres. Según la autora, el problema no estriba necesariamente en la formulación de los tipos penales, sino en la interpretación masculina de las leyes y la aplicación de justicia que también beneficia a los hombres.

Para Larrauri el derecho penal debe recoger las reivindicaciones provenientes de los movimientos sociales, en este caso, del feminista. De acuerdo con su perspectiva: “resulta contradictorio que se acuse al derecho de ser patriarcal y se recurra a él, con lo que, en vez de contribuir a extinguirlo, se contribuye a engrandecerlo” (Larrauri, 1994, p. 36). El hecho de que se incrementen nuevos tipos penales -opina- no asegura su aplicación.

Sin embargo, aunque se trate de una justicia patriarcal, las mujeres se apoyan del derecho penal para darle un uso simbólico, es decir, la figura del feminicidio cumple una función pedagógica (como la llama Pitch, 2014), pues “el derecho penal no protege a las mujeres pero, cuando menos, sirve para manifestar la condena social a determinadas conductas y con ello conseguir un cambio de actitudes” (Larrauri, 1994, p. 38). Así, la única forma en la que las mujeres han logrado ser visibilizadas como sujetos políticos, es a través de lo penal con un autorreconocimiento como “víctimas” (Pitch, 2014). El peligro de delimitar a las mujeres a una entidad como la de víctima, se encuentra en que desarticula el movimiento feminista, que -como otros movimientos- apela a la agencia y a la colectividad.

Por su parte, otras autoras -aun teniendo posturas críticas- siguen insistiendo en la importancia de la tipificación (Laurenzo, 2012; Toledo; 2014). Aunque compartimos las críticas feministas que mencionan que el derecho penal conlleva huellas de dominación masculina, también creemos que es importante haber conseguido la LGAMVLV y que se tipificara el feminicidio en todos los estados del país, aunque solo sea un triunfo simbólico, pero que puede cumplir una función pedagógica.

Como ejemplo de la función pedagógica destaca el caso de Mariana Lima, asesinada por su esposo policía y quien-en connivencia con el Ministerio Público- logró hacer pasar el crimen como suicidio. Sin embargo, gracias a la lucha y presiones encabezadas por Irinea Buendía (la madre de Mariana) se logró revocar la sentencia y, finalmente, su asesinato se reconoció como feminicidio. Karla Quintana (2017) analiza este caso. Esta nueva sentencia lograda -dice- tiene una dimensión tanto cultural como estructural, ya que señala que los órganos encargados de prevenir, atender y sancionar este tipo de violencia deberán actuar coadyuvando a que la sociedad la rechace. Y, además, deberán garantizar el cumplimiento de las obligaciones estatales de brindar confianza en su trabajo diario para erradicar la violencia y evitar la impunidad.

Se observa que el problema no es precisamente la falta de trabajos académicos, ni sociológicos, ni jurídicos, con una perspectiva de género, pues de hecho se tiene una vasta producción. Y muchos de estos trabajos han impactado en el diseño de leyes como la LGAMVLV. A continuación, intentaremos ir más a fondo en los debates sobre la tipificación para poder reflexionar acerca de lo que podemos hacer para transformar la impartición de justicia, que es el nivel en que se encuentran -parece ser- los obstáculos para garantizar a las mujeres una vida libre de violencia.

Tipificación del feminicidio. Construcción del delito y visibilización del problema

Si bien diferentes organismos internacionales han presionado a los Estados latinoamericanos para prevenir y erradicar la violencia contra las mujeres, según Toledo (2009), la tipificación del feminicidio se ha ido dando de forma paulatina. Para lograrlo, se ha tenido que entablar un diálogo entre los saberes sociológico y jurídico. En el caso de México -prosigue Toledo (2009)- los primeros intentos para tipificar provienen de los esfuerzos de Marcela Lagarde y otras diputadas por lograr la publicación de LGAMVLV, en la que se encuentra la definición de feminicidio, reconocido como la forma extrema de violencia contra las mujeres. Aunque esto no significó la incorporación del delito en los códigos penales inmediatamente, sí sirvió para las iniciativas posteriores presentadas en Chihuahua y luego en el resto de estados.

Tipificar el feminicidio como un delito autónomo permite visibilizar una conducta que se diferencia del homicidio no solo porque atenta contra el derecho a la vida, sino contra un conjunto de derechos previos y posteriores a la privación de la vida (OCNF, 2014). La reflexión del feminicidio y su incorporación en los códigos penales sigue siendo importante, pues aunque es casi una realidad en todas las entidades del país, todavía se presentan dificultades en el momento de la acreditación del delito.

Además, nuestra intención es poner en diálogo los conceptos sociales con los jurídicos, lo cual sigue siendo relevante, pues como afirma Patsilí Toledo (2009) uno de los principales retos a los que se enfrentan los tipos penales es que, al ser conceptos que provienen de las ciencias sociales, los legisladores desconocen las nociones y obstaculizan la tipificación.

En ese sentido, Jaris Mujica y Diego Tuesta (2012) reconocen los esfuerzos académicos por conceptualizar el feminicidio. Sin embargo, evidencian un problema de registro criminológico y victimológico del fenómeno. Consideran que las categorías de análisis sociológico son forzadas a convertirse en elementos operacionalizados para el registro de la antropología criminal. También ven problemático pasar estas categorías al uso de herramientas de sociometría criminal. Tal vez habría que repensar la criminología -como parece sugerir Larrauri (1994; 1998)- y pensarla desde bases epistemológicas distintas del positivismo y el androcentrismo.

Ahora bien, otro problema es que en algunos modelos legislativos solo se han feminizado conductas ya existentes, como el homicidio, o el homicidio por parentesco. Las dificultades de la comprensión para la configuración de un feminicidio han causado una creencia de que solo sería necesario agravar los delitos de homicidio ya existentes (Toledo, 2009).

En México, el proceso de construcción del tipo penal feminicidio requirió argumentos para diferenciar un homicidio de un feminicidio. El Observatorio Ciudadano Nacional del Feminicidio (OCNF) sistematizó estas diferencias y las clasificó como elementos normativos, objetivos y de sanción del tipo penal de feminicidio. Estas consideraciones se encuentran ya integradas en el Artículo 325 del Código Penal Federal, para contemplar a los feminicidios como un delito grave. Todo ello fue decretado el 14 de junio de 2012 (Vargas, 2018). Sin embargo, no fue fácil tipificar habiendo otros tipos penales aparentemente similares. A continuación, presentamos un cuadro comparativo.

Cuadro comparativo 1. Homicidio, homicidio calificado y feminicidio 

Elementos

Homicidio / Homicidio calificado

Feminicidio

Sujeto activo

Indeterminado

Indeterminado3

Sujeto pasivo

Indeterminado

Mujer

Bien jurídico tutelado

La vida

La vida

Razones de acreditación

  • Muerte de la víctima por lesión mortal realizada por el sujeto activo.

  • Es calificado cuando se comete con premeditación, ventaja, alevosía o traición.

  • Signos de violencia sexual.

  • Lesiones previas a la muerte.

  • Antecedentes violentos del sujeto activo.

  • Cualquier relación de parentesco entre los sujetos.

  • Incomunicación previa de la víctima.

  • Cuerpo de la víctima expuesto o exhibido en un lugar público.

  • Estado de indefensión de la víctima.

Agravantes

  • Relación de parentesco.

N/A

Sanción

  • Homicidio simple: 12 a 24 años de prisión.

  • Homicidio con agravante: 30 a 60 años.

  • De 40 a 70 años de prisión y reparación del daño.

Causas de justificación

  • Legítima defensa.

  • Estado de necesidad.

  • Ejercicio de un derecho.

  • Cumplimiento de un deber.

  • Ninguna.

Fuente: elaboración propia, basado en Vargas (2018).

Aunque en México el sistema penal no hace una diferencia entre la nominación de homicidio y asesinato, sí reconoce los tipos penales de homicidio simple y homicidio calificado; o bien, homicidio doloso y homicidio culposo. Así, pretendemos que el cuadro anterior sirva para poner el énfasis en las razones que acreditan la comisión del delito del homicidio y por qué consideramos que la tipificación homicidio con agravantes es insuficiente.

La primera razón que encontramos evidente, sobre por qué el asesinato violento de una mujer no puede tipificarse de la misma forma que otros homicidios, se encuentra en que los homicidios pueden presentar elementos atenuantes, así como causas de justificación. La violencia estructural contra las mujeres no puede ni debe castigarse con una disminuida responsabilidad penal, así como tampoco puede tener causas de justificación. Por tanto, aun cuando un homicidio con agravantes pueda favorecer en la determinación de penas mayores, no aporta tanto a la punibilidad y, sobre todo, no ayuda a atacar el problema desde la raíz.

Al analizar la tipificación del feminicidio en distintos países de América Latina, Toledo (2012) ubica tres tipos de controversias que desde los derechos penal y constitucional se plantean en torno la necesidad de esta tipificación: 1) alegato sobre la suficiente protección a través de tipos penales neutros, 2) el uso de agravantes por discriminación (crímenes de odio) y 3) la justificación de una nueva figura penal.

En el primer caso, se arguye que las figuras de parricidio u homicidio calificado por parentesco o relación de pareja son suficientes para tratar a nivel jurídico y penal el fenómeno del feminicidio. Sin embargo, con base en distintos informes y recomendaciones de organismos internacionales, Toledo (2012) argumenta que los tipos penales neutros perjudican a las mujeres (en particular a las que sufren violencia), pues los contextos discriminatorios de los actuales sistemas de justicia pueden favorecer que ellas sufran castigos más severos.

Por lo que respecta a crímenes de odio, aun cuando diversas autoras consideran que los feminicidios son crímenes de odio, y en ellos (como en otros casos), es evidente la discriminación por razones identitarias (raza, religión, orientación sexual, género, discapacidad, etcétera), Toledo (2012) argumenta que en muchos casos ha sido problemático mantener solo esta tipificación, pues no proviene de las luchas de las mujeres, sino que está más asociada a los grupos religiosos o raciales minoritarios. Incluso, la consideración de crímenes de odio ha sido más efectiva en casos de crímenes por orientación sexual. En algunas legislaciones, como la norteamericana, no se suele usar porque saturaría las estadísticas. Es decir, hay muchos más asesinatos de mujeres que de otros grupos vulnerables y el registro -piensan algunos juristas- se diluiría. Otro problema es que deben probarse ciertas características: relación con la víctima y si el móvil, efectivamente, fue el odio al grupo que representa (las mujeres). Asimismo, asumir que las mujeres están en inferioridad con respecto a los hombres, que son un grupo minoritario, es un problema para el derecho constitucional que garantiza la igualdad entre hombres y mujeres. En general, Toledo (2009) insiste en que la tipificación debe ser sumamente cuidada desde el derecho constitucional para cada país.

En cuanto a las nuevas figuras penales, Toledo (2012) opina que ayudan a visibilizar la situación concreta de la violencia estructural contra las mujeres. De acuerdo con la doctrina penal imperante -alude Toledo (2012)- el derecho penal de un Estado sanciona los hechos que atentan seriamente contra un determinado bien jurídico. Las características y la definición de ese bien jurídico es lo que permite diferenciar los delitos y las penas que se imponen a ellos. Así: “los distintos conceptos y tipologías de feminicidio/femicidio, suponen diversos bienes jurídicos afectados, dependiendo del fenómeno al cual se alude, incluyendo como mínimo la vida” (Toledo, 2012, p. 188).

Los fenómenos que se conceptualizan como feminicidio, al trasladarse a la esfera jurídica -prosigue Toledo (2012)-, constituyen figuras complejas y pluriofensivas, pues afectan a una pluralidad de bienes jurídicos. Como ya se mencionó, con las tipificaciones neutras solo se obtendría la sumatoria de delitos y penas. No obstante, esto no visibilizaría el fenómeno en su totalidad. Por eso es necesario un tipo específico, pues como la autora dice:

[…] el argumento de fondo que impulsa a la adopción de leyes género-específicas en esta materia es que la violencia contra las mujeres no solo afecta la vida, la integridad física, psíquica o la libertad sexual de las mujeres, sino que existe un elemento adicional, dado precisamente por la discriminación y subordinación implícita en la violencia de que ellas son víctimas (Toledo, 2012, p. 189).

Como observamos, el feminicidio como tipo penal protege la vida como un bien jurídico. No olvidamos que la consolidación de este delito es solo la punta de iceberg, pues existen otros problemas -delitos- previos a estos asesinatos por razones de género. Es decir, las mujeres presentan vulneraciones a otros bienes jurídicos tutelados como la salud, la integridad o la libertad sexual (recordemos que los derechos humanos tienen la característica de ser interdependientes: si se vulnera uno, afecta a todos los demás, lo mismo si se garantiza).

De este modo, también argumentamos que el homicidio con agravantes tampoco se adecua al problema, pues el agravante consiste en una relación de parentesco en la que pueden caber, hijos, padres, hermanos, etcétera, sin considerar el sexo de la persona. Entonces no puede dar cuenta del problema de subordinación hombre-mujer. Por esta razón, nos parece que el feminicidio es la respuesta a una especificidad requerida frente a la persecución sistemática de mujeres.

Para el caso de los distintos estados de México Toledo (2009) advierte que, por un lado, se encuentran las propuestas que incluyen al feminicidio como un delito en conjunto con otros que son graves. Y, por el otro, están iniciativas (como la federal) que pretendían la creación de un nuevo título incorporado al código penal, llamado “crímenes de género”.

La importancia de la tipificación del feminicidio radica en establecer un marco normativo que visibilice, sancione y contribuya a erradicar los asesinatos de mujeres por razones de género, al tiempo que enfatice la no revictimización de las mujeres y sus familias dentro de un sistema de justicia, el cual es parte del Estado.

Por eso la LGAMVLV avanza al incluir la violencia feminicida y al reconocer que en este fenómeno el Estado tiene una gran responsabilidad. De ahí que la Ley conlleve fuertes implicaciones para las acciones del Estado (Lagarde, 2007). Aunque la ley no incluye pena alguna para las violencias contra la mujer, ha sido un referente para otras legislaciones que sí se encargan de sancionar las conductas delictivas.

Toledo (2009) examinó las propuestas de ley que emanaron casi simultáneamente a la LGAMVLV y encontró que poseían algunas características específicas que consideró peligrosas, como que las razones de acreditación del delito no necesariamente tuvieran que ver con la finalidad de terminar con la vida de la víctima. En su opinión, ello podía presentar una desproporción en las sanciones. Sin embargo, su utilidad se encuentra en visibilizar toda la gama de violencias previas a la feminicida.

Algunas de estas propuestas locales van más allá de la visibilización de la violencia estructural, como el caso específico del estado de Chihuahua, que consideró ubicar el feminicidio dentro de los delitos contra la humanidad, en conjunto con la tortura, la desaparición forzada y el genocidio (Toledo, 2009). Aquí podría advertirse una relación con los planteamientos de Segato (2016a), quien -como ya dijimos- propone elevar el feminicidio a la agenda internacional a través de la categorización de femigenocidio. La autora reconoce a la ley como un campo discursivo que debe permear en la cotidianidad por su carácter visible y colectivo. Sin embargo, también expone que la ley es un espacio en el que se marca territorio y se ejerce control. Un control patriarcal mantenido por una estructura “violentogenética” en donde la inscripción y elevación de lo masculino se adquiere por formas de dominio en campos como el sexual, bélico, intelectual, político, económico y moral (Segato, 2016a).

Ahora bien, en cuanto a las limitaciones de la tipificación, Toledo (2008) reconoce el problema que podríamos llamar de la “simulación”. Es decir que los organismos internacionales presionan a los países latinoamericanos para legislar y crear tipos penales; sin embargo, estos muchas veces no están completamente ligados con los conceptos sociológicos de feminicidio y violencia feminicida. Con lo cual, no es de extrañar que después en la administración y en la procuración de justicia, no se lleven a cabo las indicaciones de estos nuevos códigos penales o haya algunas confusiones, pero eso sí: se cuenta con las leyes que los organismos internacionales habían demandado.

Asimismo, Toledo (2009) plantea una discusión interesante sobre impunidad, corrupción y feminicidio. Primeramente, entiende la impunidad como la ausencia de castigo, sobre la cual no existe una definición exacta desde el ámbito jurídico. La impunidad, como fenómeno social, permite definir al feminicidio como un crimen grave de Estado. Otros elementos que caracterizan a la impunidad son: las deficiencias técnicas o materiales de una investigación, la corrupción o desidia de los operadores de justicia, la sobrecarga de justicia penal y en general, la ausencia de un real Estado de derecho. Esto permite reconocer que el problema proviene de una falla de Estado, que no previene, sanciona ni repara las violaciones de derechos humanos, en concreto las ejercidas contra mujeres.

Según Toledo (2009), en la definición del feminicidio adoptada por la legislación mexicana, se puede encontrar un elemento básico para la configuración del delito: que estas conductas delictivas se produzcan en regiones recurrentes. De esta forma, no solo se deja mirar que este delito está relacionado con contextos sociopolíticos, sino también que la persecución penal en dichos contextos es insuficiente.

Algunas propuestas para mejorar la tipificación y enfrentar la impunidad y la corrupción -de acuerdo con Toledo (2009)- consisten en pasar de un modelo inquisitivo, cuyas funciones están concentradas en una persona o en el menor número de personas posibles (lo que traía mayores probabilidades para la corrupción), a un modelo acusatorio, que incluye la existencia de juzgadores colegiados, es decir, pasar a un modelo basado en principios de transparencia y publicidad (hacerlo público), que evite la corrupción y permita a la ciudadanía tener una mayor presencia en los actos procesales.

Sin embargo, un cambio de este tipo en el sistema judicial tampoco garantiza la erradicación o disminución del problema. Se requiere superar prácticas de minimización o desidia que entorpecen los procesos para el acceso de justicia a las mujeres (Toledo, 2009). En suma, pensamos que el trabajo que Lagarde (2007) y su equipo han realizado para formular la LGAMVLV, es un camino para promover una reforma estructural que implique al Estado y a las diversas instituciones de justicia (desde el ámbito federal hasta el local). Segato (2016a) ofrece argumentos que van en el mismo sentido cuando busca desburocratizar y humanizar la política para desvincular el fenómeno -con el término femigenocidio- del ámbito privado y colocarlo en la agenda pública internacional. O sea, se requiere trabajar en los dos sentidos: global y local. Pero, en América Latina (y en México en particular) urge hacer un trabajo a nivel local, un trabajo de sensibilización y especialización con perspectiva de género con enfoque en derechos humanos, que nos permita acabar poco a poco con la cultura de la impunidad, pues como afirma Lagarde:

La eliminación de la violencia implica, entonces, la transformación de mujeres, hombres, sociedad, instituciones y cultura, a partir de la creación de condiciones de seguridad para aquéllas y de su acceso a condiciones de desarrollo personal y de género con los parámetros de calidad de vida y ciudadanía plenas. Para ello, es preciso impulsar una política de Estado que elimine, de una vez por todas, la tradicional discriminación del género femenino y la barbarie que ello ha conllevado (Lagarde, 2007, p. 163).

Encaminémonos, pues, hacia una vida libre de violencias.

Consideraciones finales

Las ciencias jurídicas, como parte de las ciencias sociales, exigen comprender los complejos procesos que aquejan a las sociedades en constante cambio. Su saber debería ser profundamente analítico, argumentativo, capaz de generar diálogos interdisciplinares, así como soluciones eficaces, pues -como afirma Carvajal (2011)- la mayor parte de los problemas sociales guardan relación con el derecho.

El derecho, como práctica profesional, tiene la misión de coadyuvar a la resolución de conflictos sociales. Como lo menciona Lagarde (2007), una de las principales urgencias de este país es hacer frente a la violencia contra las mujeres y, en concreto, a la violencia feminicida. La LGAMVLV avanza en ese sentido, pues genera una visión jurídica, basada en la investigación científico-social que busca garantizar una vida libre de violencias para las mujeres.

Derivado de este trabajo, se ha hecho patente la importancia de la tipificación del feminicidio. Ello no solo tiene la ventaja de trabajar en favor de la protección de la vida de las mujeres como un bien jurídico y como el garante al respeto de los derechos humanos (Toledo, 2012), sino que ayuda a visibilizar una problemática social de gran envergadura.

Sin embargo, no podemos obviar el hecho de que, en el intento de encauzar las leyes (como la LGAMVLV) y la tipificación del feminicidio a escalas locales, muchas veces se tergiversa la base académica (social y jurídica) que hay detrás y observamos que las leyes no garantizan la justicia social para las mujeres ni frenan la cantidad de feminicidios (Larrauri, 1994; Schiaffini, 2015).

Es así que afirmamos que las prácticas jurídicas deben comprometerse no solo con la creación de leyes que resuelvan conflictos sociales, sino con una transformación social que asegure el acceso a la justicia. Como hemos visto en este artículo, el derecho y el Estado guardan una relación estrecha y muchas veces es este último el que no garantiza el respeto a la vida de las mujeres. Así, autoras como Segato (2016 a) enfatizan sobre la necesidad de implicar al Estado y de llevar el feminicidio a instancias más elevadas, incluso a tribunales internacionales. Pensamos que debe haber una congruencia entre los niveles: local, nacional y global. Y que, para armonizar todos estos debates, es necesario que la disciplina jurídica se comprometa a formar profesionistas que demuestren -en su práctica cotidiana- ese diálogo interdisciplinar entre los saberes sociológico y jurídico sobre el feminicidio y la violencia feminicida.

En el fondo, la idea es trastocar una cultura que permite la violencia estructural hacia las mujeres, una cultura basada en la dominación, una cultura que tolera que diez mujeres3 (la mayoría de ellas jóvenes y pobres) sean asesinadas cada día en este país y que estos hechos se mantengan en una total impunidad. Tomarnos en serio los argumentos sociológicos que explican los fenómenos de la violencia feminicida y ponerlos en diálogo con los argumentos jurídicos podría ayudar no solo a la creación de leyes con un sustento consecuentemente basado en la realidad social, sino que podría ayudarnos a sensibilizar y cambiar las prácticas de administración y procuración de justicia (en distintos niveles), pues muchas de éstas se establecen sobre la base de la violencia simbólica. No olvidemos que es este tipo de violencia la que da soporte a una cultura de la dominación masculina, la cual tolera y fomenta la violencia estructural hacia las mujeres. Esperamos que estos esfuerzos puedan contribuir a cambiar el actual estado de cosas.

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1En noviembre del 2009, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) condenó al Estado mexicano por violar derechos humanos en los casos de feminicidio en contra de Esmeralda Herrera Monreal, Laura Berenice Ramos Monárrez y Claudia Ivette González, dos de ellas menores de edad, y cuyos cuerpos fueron encontrados, el día 6 de noviembre de 2001, en un campo algodonero de Ciudad Juárez, México.

2Las muertas de Juárez es la manera en que se denominaba en los años noventa a la ola de asesinatos violentos de mujeres que más tarde se dio a conocer como el caso “Campo algodonero”, ampliamente estudiado por Monárrez (2010).

3De acuerdo con las cifras del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública en enero de 2020, se calcula que cada día diez mujeres fueron asesinadas (en Reza, 26 de febrero de 2020). Cuando empezamos a investigar estos temas el número que se calculaba era siete. Lo más triste es que cada año aumenta.

CÓMO CITAR: Araiza, Alejandra; Vargas, Flor y Medécigo, Uriel. (2020). La tipificación del feminicidio en México. Un diálogo entre argumentos sociológicos y jurídicos. Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género de El Colegio de México, 6, e468. doi: http://dx.doi.org/10.24201/reg.v6i0.468

Recibido: 01 de Agosto de 2019; Aprobado: 01 de Marzo de 2020

*Autora para correspondencia araizale@yahoo.es

Sobre los autores

Alejandra Araiza Díaz es licenciada en Psicología por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), maestra en Antropología Social por la Escuela Nacional de Antropología en Historia (ENAH) y doctora en Psicología Social por la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB). Es profesora-investigadora de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores (Nivel 1). Ha publicado diversos artículos y capítulos de libro en torno a los estudios de género y la teoría feminista.

Flor Carina Vargas Martínez es licenciada en Sociología (Sociología de la Cultura) y maestra en Ciencias Sociales, ambos por la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo (UAEH). Es profesora por asignatura de la UAEH y servidora pública en el Centro de Justicia para Mujeres del Estado de Hidalgo (CJMH). Sus principales intereses de investigación son: género y desigualdad, violencias, feminicidios y violencia feminicida, subjetividad y poder, derechos humanos, epistemología y metodología feministas, entre otros.

Uriel Medécigo Daniel es licenciado en Derecho y egresado de maestría en Docencia en educación superior por Universidad Interglobal. Egresado de la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación de la Universidad Autónoma del Estado de Hidalgo (UAEH). Es ayudante de investigación en la misma universidad. Ha participado en congresos y publicado algunos artículos sobre teoría de la comunicación, cultura y género.

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