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Revista interdisciplinaria de estudios de género de El Colegio de México

versión On-line ISSN 2395-9185

Rev. interdiscip. estud. género Col. Méx. vol.5  Ciudad de México  2019  Epub 15-Feb-2020

https://doi.org/10.24201/reg.v5i0.419 

Artículos

Configuraciones de masculinidad en los bailes al estilo huapanguero merequetengue en Guanajuato: Una aproximación queer desde la autoetnografía

Configurations of masculinities in the Huapanguero Merequetengue dance, in the State of Guanajuato: A queer approach through autoethnography

Javier Sánchez1 

Natalia Bieletto-Bueno2  * 
http://orcid.org/0000-0001-9233-7062

1Facultad de Música, Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, México, email: javicam_22hotmail.com

2Centro de Investigación en Artes y Humanidades, Facultad de Artes , Universidad Mayor, Santiago de Chile, Chile. email: natalia.bieletto@umayor.cl


Resumen

Este estudio analiza la participación de los hombres y la performance de las masculinidades a través de la práctica social y dancística del huapanguero merequetengue en el estado mexicano de Guanajuato. A partir de una descripción densa se identifican tres modelos distintos de masculinidad observados en los mensajes corporales de los bailarines. En segundo lugar, y recurriendo al método autoetnográfico, se ofrece una interpretación de las dinámicas socioafectivas que se desarrollan gracias a la práctica músico-dancística del huapango merequetengue.

Finalmente se debaten los aportes de la perspectiva queer, a fin de destacar el papel que la subjetividad juega en el proceso de investigación.

Palabras clave: estudios de género; etnomusicología; masculinidades; estudios queer; autoetnografía

Abstract

This study analyzes the participation of men and their performance of masculinity in the social practice of dancing Huapanguero merequetengue, in the Mexican state of Guanajuato. Through a “dense description” I identify three different models of masculinity as performed by dancers through bodily conducts. In the second section, I use the (auto)ethnographic method to present a queer interpretation of socio-affective dynamics developed in and through the dance in the huapango merequetengue.

Finally, we debate the importance of a queer perspective in highlighting the role of subjectivity in research.

Keywords: gender studies; ethnomusicology; masculinities; queer studies; autoethnography

Introducción

El subgénero musical conocido como Norteño Sax es denominado “huapanguero merequetengue” cuando se le entiende como una práctica músico-dancística. Este baile de carácter comunitario se desarrolla en algunas provincias del estado de Guanajuato, ubicado en la parte central de México en el área geográfica y cultural denominada el Bajío. Musicalmente esta práctica se basa en la interpretación de géneros musicales tradicionales como son los huapangos en el estilo de la música norteña mexicana. Dichas piezas musicales son interpretadas por un conjunto de, aproximadamente, seis a diez músicos vestidos de igual manera (pantalón de mezclilla, norteño o de color brillante, camisa norteña, saco y sombrero texano), con instrumentos típicos de los conjuntos norteños mexicanos como la batería, el bajo, bajo sexto y acordeón, a los que algunas veces se agregan teclados. Sin embargo, su característica más distintiva es el uso del saxofón. Algunas de las agrupaciones que han cobrado relevancia en Guanajuato son: La Kumbre con K, Conjunto Nube, La Zenda Norteña y Los Ayala de Ocampo, entre otros.

Las canciones que estos grupos interpretan cuentan con poco discurso verbal ya que la parte central en el acto performático de estas bandas es el baile colectivo que se gesta entre el público, y que los músicos de las bandas tratan de propiciar y extender lo más posible. Por tanto, en términos sonoros, los momentos de repetición rítmica o instrumental predominan sobre aquellos en que se desarrolla la letra. En consecuencia, este tipo de bandas ha contribuido a que el repertorio musical del denominado “conjunto norteño” atraviese por transformaciones importantes, ejemplo de ello es la incorporación del saxofón para lograr una mayor sonoridad. En su repertorio, estas eclécticas bandas han incluido canciones no tradicionales y popularizadas por efecto de la globalización de la industria, aunque adaptadas al ritmo huapanguero. Casos conocidos son los temas “Jinetes en el cielo” compuesta por el músico estadounidense Stan Jones, “La pantera rosa” de Henry Mancini y “La guitarra de Lolo” de la agrupación de pop argentina Miranda. Estas adaptaciones han generado una especie de diferenciación estilística con respecto a bandas antecesoras. Un ejemplo es la agrupación La Kumbre con K que se apropió del slogan “la diferencia de la música norteña”. Dicha diferencia reside en el hecho de que, a partir de los elementos sonoros propios del estilo huapanguero merequetengue, se alteran también las formas de interacción social, los estilos de baile y la sonoridad característica de la música norteña representada por los grupos más conocidos de la industria, como son Los Tigres del Norte, Los Tucanes de Tijuana, Los Cadetes de Linares, entre otros. En cuanto a la rítmica, las canciones tienden a interpretarse en compases binarios y ternarios. Las piezas que preservan el compás binario comparten muchas características sonoras y estilísticas que permiten asociar este tipo de baile con la música norteña tradicional (Simonett, 2001; Ragland, 2009). Las canciones con compás ternario son los huapangos. En tanto, el término “ritmo huapanguero” se refiere al estilo con el cual se interpretan sones populares y algunas canciones apropiadas de otros géneros musicales provenientes de la industria del pop hispano y latino (rock pop, electropop y balada pop).

El nombre Norteño Sax tiene su origen en el protagonismo que adquiere el saxofón en este subgénero musical, mientras que el nombre de huapanguero merequetengue está ligado a la dinámica socio-dancística inspirada en las formas de bailar huapangos de la región huasteca y del Bajío. Por tanto, durante el texto se hablará de Norteño Sax cuando se haga referencia a la parte musical como objeto inmanente (Molino, 2011) y al huapanguero merequetengue cuando se haga referencia a la dinámica musical, social y dancística generada por este subgénero.

Los bailes de huapanguero merequetengue son grandes eventos comunitarios que típicamente ocurren en las rancherías de los diferentes municipios del estado de Guanajuato, así como en salones de fiestas en la periferia de la ciudad. Aunque en años recientes el estado de Guanajuato ha atravesado por un proceso de industrialización vía la industria automotriz, su sociedad preserva un imaginario ligado a lo rural, en especial a las prácticas ganaderas. De hecho, el municipio de León se distingue por una historia que se cimenta en el desarrollo de la industria de la peletería, y esencialmente en la producción de zapatos (Galván y Medrano, 2015). Lo anterior explica también que gran parte de la identidad social, en especial la que concierne a los varones, esté asociada al imaginario de los vaqueros. El objetivo de este estudio es analizar la participación de los hombres en esta práctica músico-dancística. Observando el tipo de acciones e interacciones que ocurren entre varones gracias al baile, indagamos sobre la expresión de diferentes tipos de masculinidades que pueden o no estar dentro de los marcos de la heteronormatividad.

Proponemos como hipótesis que: los bailes de huapanguero merequetengue propician la performance de diversas masculinidades que interactúan en el hecho musical y que pueden generar relaciones de poder que causan sensaciones de placer e incomodidad en los cuerpos. En el baile huapanguero merequetengue, algunas masculinidades se someten a cánones heterosexuales mientras otras se mueven a partir de la homosociabilidad. Las experiencias placenteras o incómodas de cada bailarín dependen en gran medida del propio movimiento del cuerpo, pero también y muy considerablemente de los juicios sociales dominantes sobre si ciertos movimientos y determinadas acciones son consideradas más masculinas que otras. Además, también son mediadas por factores personales, como puede ser la orientación sexual.

El público que asiste continuamente a estas tocadas está conformado por hombres y mujeres de entre 13 y 50 años, público a quienes los músicos llaman afectuosamente la “raza huapanguera.”1 Esta categoría se refiere al grupo de personas que participan del baile del huapanguero merequetengue, su estética y, en general, las formas de sociabilidad que éste habilita. Su conformación socioeconómica, étnica y etaria no es homogénea. Más bien, la ocasión performática de este baile permite la convergencia de distintos grupos sociales. En este artículo adoptamos la propuesta de Jean Molino quien sostiene que, en tanto “hecho social total” (Molino, 2011 p. 115), el evento musical está estrechamente relacionado al conjunto de hechos humanos y no se puede separar del lenguaje, la danza, las ideas, los rituales, las religiones y las ideologías.2 De tal modo, la práctica del Norteño Sax supone una ocasión en donde los cuerpos en el baile incitan a tipos de sociabilidades que no ocurrirían en otros momentos fuera del evento socio-musical; este tipo de interacciones se extiende a las relaciones socioafectivas, que pueden incluir transgresiones a los códigos corporales asociados al género, códigos conductuales de carácter homoerótico, e incluso interacciones sexualizadas entre grupos de varones.

Para abordar la masculinidad retomamos la idea del género entendido como la estilización repetida de actos, es decir, “performado” (Butler, 1999). Estos actos pueden ser gestos, movimientos corporales o normas de cualquier tipo que construyen un “yo”, y donde el discurso produce los efectos que nombra (Butler, 1999), es decir, la masculinidad se define a través de la repetición de actos que la denotan en determinados marcos sociales de referencia. En tanto, para hablar de incomodidad y placer partimos de la noción de “principio de placer,” desarrollada por el psicoanálisis y útil para entender cómo las acciones de un individuo cobran forma en tanto se pueda disminuir la tensión no placentera de una situación para convertirla en placentera (Freud, 1984). Las situaciones de tensión, a su vez, son generadas por el ejercicio de poder, entendido como aquellas acciones de unos sobre otros y que forman relaciones entre individuos o grupos (Foucault, 1988). Para fines de esta interpretación, hemos optado por recurrir a una narrativa autoetnográfica, que además de arrojar importantes impresiones sobre las comunidades que participan en el baile, problematiza, desde la subjetividad, la emergencia de lo placentero en el baile.

La autoetnografía es un método de investigación y un estilo de reporte que enlaza la experiencia del etnógrafo con los mundos sociopolíticos y culturales que analiza. En general, quienes apoyamos su uso lo hacemos convencidos de que el relato personal permite construir el conocimiento en sinergia con el trabajo de campo. Es a partir de la autoreflexividad en la escritura cuando dicho conocimiento se hace consciente, transmisible y defendible, pues la vivencia personal no se disocia de los aspectos socioculturales e históricos que la configuran; bien por el contrario, quien investiga hace un esfuerzo analítico por conectar ambas esferas experienciales, a fin de dar cuenta de un fenómeno cultural valiéndose tanto de datos empíricos como subjetivos.3

En casos donde, como el presente, el etnógrafo no se traslada a una cultura lejana, sino que es miembro de la propia cultura que analiza (es decir, es a un tiempo insider y outsider), el uso de la autoetnografía es más pertinente. Debido justamente a su capacidad de concientización de la subjetividad y el rol de la corporalidad en ella, esta metodología ha tenido una utilidad particular en el discernimiento de las construcciones de género, lo que incluye también a las masculinidades dentro o fuera de la heteronorma. Por esa razón también ha sido frecuentemente adoptada por quienes se posicionan en las disidencias sexo-genéricas. Los vínculos entre la autoetnografía y la homosexualidad se han fortalecido en los años recientes, pues esta forma de relato permite enunciar el conocimiento adquirido desde la experiencia del silenciamiento, marginalización y exclusión social que propicia la heteronormatividad. Y ya que este tipo de relatos permiten contar historias que en el cotidiano no son tan fácilmente transmisibles, se argumenta a favor de su capacidad de contravenir las normas más ortodoxas de la investigación reconociéndole un poder terapéutico, transformador (Custer, 2014 y Guerrero Muñoz, 2017) y contestatario, llegando incluso a denominarla una metodología “queer” (Holman y Adams, 2008, 2011 y 2016). Más aún, la autoetnografía se ha adoptado como una útil herramienta en el estudio de expresiones culturales donde el cuerpo ocupa una posición central.

Por ello una variedad de autores y autoras sostienen que el conocimiento corporizado que se adquiere al bailar es más accesible y comunicable, en medida que éste se personalice para dar cuenta de las vivencias, emociones y reacciones involucradas al bailar, sea bien en grupo, en parejas o en solitario (Picart, 2002; Zebracki, 2016; Jewett, 2008 y Whitmore, 2014). En tanto el baile es un campo de negociación del erotismo y la sexualidad, la autoetnografía facilita la comunicabilidad de ese tipo de experiencias de forma que otros instrumentos de recolección de datos, como por ejemplo las entrevistas, no lo logran. Por todo lo anterior, en años recientes algunos de los estudiosos del sonido, la música y la danza en América Latina han recurrido a la autoetnografía que, combinada con la teoría de género y la teoría queer, ha arrojado luz sobre los fenómenos músico-dancísticos de gran interés social (Liska, 2015; Silba, 2015; García-Arango, 2016 y Trotta, 2013, 2014).

En el caso que nos ocupa, la construcción del objeto de estudio está cruzada por una lectura queer que emana de la “situacionalidad” (Haraway, 1988) de uno de los autores. Cabe señalar que la coautora de este texto fungió como asesora en aspectos como la construcción del marco teórico-metodológico, el diseño de la inmersión en campo, las herramientas epistemológicas para construir el desarrollo del relato, y el reporte en formato académico en sus aspectos técnicos y formales. La interpretación de los eventos observados durante el trabajo de campo es el resultado de la situacionalidad y subjetividad sólo de su autor principal. Así pues, a partir de ahora abandonamos el uso de la primera persona del plural y damos paso al relato autoetnográfico de Javier Sánchez.

El analista ante sí mismo y su objeto de estudio

Mi experiencia socioafectiva me ha llevado a reflexionar en torno al fenómeno social de la masculinidad y cómo ésta se enmarca dentro de la “raza huapanguera”. El lugar de enunciación es imprescindible dentro de este estudio, pues al ser miembro de la comunidad analizada comparto características, experiencias y roles con los participantes del caso de estudio. En este sentido, la perspectiva emic y etic, se verifican en una misma persona.4 Así, como indica Bourdieu, la objetivación participante, “consiste en observarse observando, observar al observador en su trabajo de observación o de transcripción de sus observaciones” (2006, p. 87), lo que aporta a una construcción de conocimiento que incorpora la subjetividad y se distancia del positivismo canónico que ha primado en las ciencias sociales. Por ello expreso algunos rasgos que determinan mi lugar de enunciación. Soy un joven de clase baja, descendiente de una familia de campesinos, con formación universitaria como gestor cultural, tengo piel morena, y un gran interés por la etnomusicología. Soy homosexual. Por ende, me resulta impensable no hablar de los procesos de formación y elaboración de la masculinidad en el marco de un juego de placeres e incomodidades. Si yo descartara, tanto epistémica como narrativamente, al sujeto que soy, mi formación y mi experiencia; si yo adoptase en esta investigación una narrativa de carácter impersonal basada en la descripción de un narrador omnisciente, entonces me vería forzado a extrapolar juicios al afirmar que el otro siente placer e incomodidad en las mismas circunstancias que yo lo hago. Ello implicaría dar cuenta de alguien que no sería yo. Por lo anterior, considero que el uso de tercera persona y la narración impersonal, limitan las posibilidades de reflexividad que parten de mis propias emociones, apreciaciones y sentimientos en la observación en el trabajo de campo (García, 2008).

Exponer las situaciones personales que me alientan a llevar a cabo esta investigación permitirá al lector comprender mis preguntas y mis respuestas, así como reconocer a través de mis filiaciones teóricas las acotaciones y alcances de mi investigación, tanto en lo biográfico como en lo social. Al hablar de la subjetividad en la interpretación de documentos históricos Natalia Bieletto afirma que:

la elección e interpretación que hacemos de las fuentes históricas es más bien una proyección de nuestras necesidades personales más arraigadas. Por ello, […] vale también preguntarse en qué medida las preguntas que hacemos no derivan sólo de las fuentes o documentos sino de lo que deseamos ver en ellos y de los sectores sociales a quiénes queremos servir con nuestra labor (2011, p. 475).

Con lo anterior, Bieletto señala que la elección de marcos teórico-metodológicos tiene implicaciones en la observación etnográfica, momento en el cual se hacen proyecciones ligadas a la historia de vida y a los requerimientos personales. La necesidad de entender mi propia masculinidad me llevó a descartar la observación y el análisis, por ejemplo, de las interacciones con y entre mujeres cis, mujeres trans y travestis, quienes también forman parte de este hecho social. Mi observación e interpretaciones puede resultar un intento por justificar mi persona en tanto la forma que me relaciono con otros, así como disminuir las tensiones intrapersonales de mi orientación sexual. Algunos intereses que se derivan de mi objetivo principal son: ¿puedo interpretar por medio de mi experiencia sensible los significados en torno a la masculinidad en la música de huapanguero merequetengue? ¿Será posible reconocer una “resonancia estructural” (Vila, 1996) entre mi posición social y mi interés académico? Y, sobre todo, ¿qué tipo de experiencias personales, vividas en marcos sociales podrían ser extrapoladas a otros sujetos?

Este texto está basado en el trabajo de observación participante y no participante en bailes de Norteño Sax que realicé entre abril y octubre del año 2018 en las comunidades de Ojo Zarco, San Judas, Meza de Ibarrilla, La Baraña, 10 de mayo y Hacienda Arriba, en el estado mexicano de Guanajuato. Estos bailes fueron musicalizados por las bandas La Kumbre con K, Adixión Norteña, Conjunto Nube y Los Ayala de Ocampo.

El huapanguero merequetengue y la masculinidad

Los bailes de huapanguero comienzan alrededor de las ocho de la noche y generalmente se llevan a cabo los fines de semana. Estos bailes pueden no tener costo para los asistentes cuando se trata de bodas o celebraciones de XV años, y se realizan generalmente en campos abiertos a orillas de la ciudad. También se llevan a cabo en salones cerrados, por no haber un festejo de por medio, en este caso se cobra una cuota de entrada de entre 150 y 200 pesos mexicanos. En cada baile se congrega un grupo de entre mil y dos mil personas, que al interior de la comunidad se denomina la “raza huapanguera”. Si el evento es un festejo, los huapangueros se mezclan con los familiares y amigos de la o los festejados. Si se realiza en un salón privado con cuota, es probable que casi el 100 % de los asistentes sean seguidores de las bandas.

En una orilla del recinto se coloca el escenario equipado con bocinas, luces y pantallas, y sobre él se encuentran las bandas. En el caso de agrupaciones como La Kumbre con K, Conjunto Nube y Los Ayala de Ocampo, los músicos ocasionalmente bailan en grupo incitando constantemente al público a integrarse a la danza, lo cual habla de un rol participativo de los músicos con sus audiencias. Este tipo de gestos les permite, por un lado, construir público y por otro, defender su posición como miembros de la comunidad. Pero también dictar las pautas de acción a los bailarines, y a la comunidad de bailadores reconocida como “la raza huapanguera”.

La indumentaria es importante tanto para fines de construcción de una persona musical5 (Auslander, 2006) como para el display de la masculinidad. Los músicos de las bandas suelen usar camisa y un saco brillante. El pantalón lo llevan entallado, éste puede ser de mezclilla, o más comúnmente de algún color brillante que haga juego con el saco. El atuendo es completado con botas y sombrero vaquero. (Imagen 1).

Imagen 1 La Kumbre con K, en Meza de Ibarrilla. Abril 2019.  

Durante el evento musical, una serie de intercambios entre los músicos y el público establece los campos de interacción entre los diferentes grupos sociales que acuden al evento. El concierto inicia con una introducción instrumental en donde los músicos defienden a su banda como “la diferencia de la música norteña”. Unos instantes más tarde el vocalista solicita escuchar el grito de las mujeres a lo que gran parte del público femenino responde fervientemente. Mientras el vocalista agradece la invitación y la asistencia del público, se escuchan de fondo algunas percusiones y el bajo sexto. El vocalista arenga a que todos se levanten a bailar “en filita”, es decir, a formar una larga fila de personas que avanzará de forma circular (Imagen 2), el público responde a la solicitud y se va incluyendo dentro de ésta. En el espacio designado para el baile se encuentran grupos de personas compuestos solamente por hombres, mujeres o mixtos. Algunos se sitúan muy cerca del escenario, otros están esparcidos por el terreno. La mayoría de estos grupos (indistintamente del género) tienen reservas de bebidas alcohólicas, generalmente cerveza, tequila o whisky. La fila principal del baile se abre por entre estos grupos de personas.

Imagen 2 Fila del baile en vista lateral.  

La anterior descripción muestra los elementos más significativos del medio (setting), donde se desarrolla la actuación del bailarín varón y donde cobra sentido la performance de la masculinidad. Todas las condiciones materiales y visuales en el espacio generan la escenografía y la utilería del actor. Este medio permanece fijo, aquí los actores no comienzan su performance sino hasta estar dentro de él y lo terminan cuando se van (Goffman, 1997). El medio es la clave para comenzar a ejecutar los actos que denotan masculinidad y que se hacen evidentes ante los observadores. En el caso de los asistentes a estos bailes, su comportamiento y personalidad no es el mismo que en su vida rutinaria; la vestimenta, la forma de moverse e interactuar con los demás cambia una vez iniciado el baile.

Así como en el caso de los músicos, la vestimenta juega un papel imprescindible dentro del performace de quienes bailan, pues infunde sentido al cuerpo, en eventos como éste, generalmente, se tienen normas de vestir más elaboradas y estrictas de las que se observan en el día a día. A través del atuendo, se pueden descubrir códigos sociales de género impuestos con mayor rigidez (Entwistle, 2002). De hecho, cuando el vocalista de una banda dice: “esto va para toda la raza huapanguera”, la “raza de sombrero y botas”, está sometiendo la pertenencia al grupo a la vestimenta, es decir, si hay una persona que no tenga sombrero y botas no es considerado parte de este grupo social. (Imagen 3).

Imagen 3 Vaqueros observando el baile.  

Durante el evento el músico al micrófono marca algunas pautas de comportamiento, en tanto la audiencia determina cuáles de estas acciones y cómo las va a llevar a cabo. En este proceso se realiza una convención de significados entre el artista y el público, quien tiene ciertas expectativas de lo que puede suceder durante la performance. Lo que en realidad sucederá resulta de una negociación entre el artista y su audiencia (Auslander, 2006). Estos intereses van más allá de bailar por bailar ya que están densamente cargados de simbolismos, algunos asociados directamente con la expresión de género y la orientación sexual, como son: el tipo de vestimenta utilizada y las maneras de llevarla puesta, los movimientos corporales premeditados, las interacciones corporales con determinadas personas, así como la reproducción o subversión de las culturas del cuerpo asociadas a la masculinidad y a la feminidad en el baile. Estos simbolismos dentro de la “raza huapanguera” delimitan las posibilidades de hacer efectiva la solicitud del vocalista de la banda.

Tres de los roles más comunes donde se desenvuelven los hombres en el ámbito musical del huapanguero merequetengue permiten ilustrar mi argumento sobre la performance de distintos modelos de masculinidad. A continuación, los explico.

El primero es el vaquero convencional heteronormado, conserva un porte erguido, de cierta seriedad, dominante y anclado en su heterosexualidad, orgulloso y duro de carácter; usa sombrero texano, camisa vaquera de manga larga, pantalón de mezclilla de corte recto (no tan pegado al cuerpo) y botas vaqueras; generalmente está acompañado por una mujer o está en busca de una para sacarla a bailar (imagen 4). Camina y baila con la espalda recta, protagoniza un ritual de cortejo donde intenta demostrar a la mujer que él es, de entre todos los hombres del lugar, quien ella debe elegir para bailar. Al momento del baile se le ve rodeando con el brazo la cintura de la mujer y bailan “pegaditos.” Este perfil de bailarín seguirá de cerca a la mujer con quien quiere bailar durante toda la noche para que no “se la ganen”, por tanto, su corporalidad se sujeta no sólo a tener un cuerpo femenino cerca, sino a poseerlo.

Imagen 4 Forma de bailar de los vaqueros.  

Este rol se involucra directamente en la atmósfera de interacción heterosexual incitada por los músicos mediante frases como: “arriba el grito de las mujeres,” o “agarre a su mujer y póngase a bailar” o “se vale bailar de cartoncito de chelas”, que ya no sólo implica bailar con una mujer, sino que además hay que tomarla en un abrazo de frente y por los glúteos. La traducción del discurso en una forma de bailar es un elemento de afirmación de la masculinidad mediante una acción que alude a la apropiación del cuerpo femenino, y donde se establece una relación hombre-activo contra mujer-pasiva. En esta relación, el cuerpo femenino responde a los movimientos del cuerpo masculino. Si existe una relación sentimental entre ambos seguramente el cuerpo masculino no buscará competir por buscar “la mejor mujer” sino que presumirá la mujer que tiene al lado, así como las formas en las que él usa el cuerpo de ella. Por el contrario, si no existe un vínculo entre ambos cuerpos, él estará a la defensiva frente a otros hombres que busquen apropiarse del cuerpo femenino que él posee y al mismo tiempo negociará con ella, de forma no verbal, el nivel de permisividad sobre las acciones que él puede ejecutar sobre el cuerpo de ella.

Bailar en esta relación activo-pasiva dificulta a la pareja ser parte de la fila de baile que avanza hacia el frente y en forma de círculo. La posición frente a frente que adquieren los bailarines limita las posibilidades de seguir el ritmo de los demás, por lo tanto, la pareja generalmente baila fuera del círculo y rara vez dentro de él. Esta relación está precedida por un ritual de cortejo heterosexual que implica sacar a bailar a la mujer y donde el varón pregunta: ¿bailamos? ¿quieres bailar? etcétera. Este hombre ha tenido que armarse de valor y prepararse para sentirse seguro de ir en busca de la mujer, para lo cual tuvo que aprender a bailar con antelación pues debe asumir el papel de guía. Hay además algunas consideraciones de otro orden; por ejemplo, idealmente, este joven debe tener suficiente dinero para comprar cerveza, tal vez la cena y cigarros para ella. Es decir, al sacar a bailar a una mujer se sella una especie de contrato social en el que él funge como “proveedor” durante la noche, este contrato implica exclusividad, ella no bailará con otro hombre y, si logra conquistarla, posiblemente tendrán relaciones sexuales o una relación afectiva fuera del baile. ¿Qué sucede entonces cuándo el hombre es rechazado por la mujer? El castigo social al que se hace acreedor por no lograr la conquista es la burla. Lo indican los gestos de desaprobación, como una mueca o las risas de las amigas de la chica que lo rechazó. Entonces el hombre deberá reproducir el ritual hasta que logre ser aceptado por las mujeres, demostrando así su capacidad de conquista. Estos rituales de cortejo, en el sentido común de la expresión, son una performance pensada y hasta cierto punto ensayada y, como se observará más adelante, enseñada. En los términos como lo expresa López Cano serían hechos performáticos. En cambio, su expresión de inseguridad y vergüenza es un acto no premeditado pero inevitable dentro del proceso de sociabilidad, éste sería un acto performativo (2008), es decir, que corresponde a los elementos no discursivos de las acciones y que cargan un significado social. Según Erwin Goffman existe una identidad social formada por aquellas preconcepciones que tienen sobre un individuo los sujetos a su alrededor. Cuando estas preconcepciones discrepan de lo que sucede en la realidad de ese individuo, dan origen al estigma (1997), que se ve reflejado en aquellas sonrisas, expresiones verbales de burla y la propia expresión de vergüenza del individuo por no haber cumplido con las expectativas sociales. Como dice Pierre Bourdieu: “la probabilidad de sentirse incómodo en el cuerpo de uno [...], el malestar, la timidez o la vergüenza son tanto más fuertes en la medida en que es mayor la desproporción entre el cuerpo socialmente exigido y la relación práctica con el cuerpo que imponen las miradas y las reacciones de los demás” (2000, p. 49). Es decir, mientras más distinto sea el individuo de lo que los otros esperan, mayor es la capacidad de sentirse incómodo.

El segundo rol es el huapanguero que, sin ser una especie de “macho alfa”6 también interactúa de forma heterosexual. Estos varones usan un sombrero que puede tener la toquilla con piedras brillantes o de colores vivos (de preferencia que se vea alto) y camisa estilo vaquero entallada, de manga larga o corta. Algunos desabrochan dos o tres botones superiores de la camisa para mostrar el pecho. Al igual que el sombrero, el cinturón puede tener colores vivos o piedras brillantes. El pantalón se usa muy entallado y pegado al cuerpo (Imágenes 5 y 6). No ejecuta movimientos tan rígidos y aunque su baile se ciñe a tener una mujer (incluso pudo haber realizado el ritual anterior), no parece tener la intención de poseerla. Bailan tomados de una mano, de las dos o sin tomarse de ellas, pero los cuerpos no se encuentran ni se acercan. Este hombre no lleva el control del cuerpo femenino más que para dar una vuelta de vez en cuando, no existe además la posibilidad de tomarla por los glúteos. La interacción entre hombre y mujer consiste en mover ambos cuerpos a la par siguiendo el ritmo de la música. Si están fuera de la fila pueden bailar frente a frente. Los cuerpos son independientes salvo por la conexión de la(s) mano(s). Si están dentro de la fila entonces bailarán tomados de la mano y de costado. Para Pierre Bourdieu, las dualidades activo/pasivo o encima/debajo describen el acto sexual como una relación de dominación (2000), por tanto, aunque la dinámica sugiere una atmósfera heteronormativa, la relación hombre-activo contra mujer-pasiva se difumina por la libertad de movimiento y el escaso contacto corporal entre hombre y mujer. Sin embargo, quedan ciertos rasgos de esta dominación cuando el hombre dirige la mano de la mujer para hacerla girar en su eje mientras bailan.

Imagen 5 Apariencia de los hombres huapangueros.  

Un huapanguero bailando con dos mujeres.

Imagen 6.  Huapangueros bailando en pareja con una mujer.  

Este perfil de varón-bailarín tiene una manera distinta de mostrarse más hombre que los otros; podría ser que no tenga que mantener a una mujer cerca toda la noche, no tenga que pagar cerveza y cenas, ni cuidarla del acecho de otros hombres. Sin embargo, esta forma de baile le permite tomar dos mujeres, una por cada lado (puede ser incluso que se baile con más de cinco). Corporalmente se vuelve más complicado moverse con la misma libertad que si se bailase con una sola mujer. El hombre además podrá demostrar su destreza como bailarín si es capaz de guiarlas haciendo ciertos juegos de vueltas con las manos y cambios de posición de las mujeres.

En un principio me parecía sencillo explicar esta situación únicamente como un fenómeno de proporción lineal: mientras más mujeres, más masculinidad. Sin embargo, el “individuo dota a su actividad de signos que destacan y pintan hechos confirmativos que de otro modo podrían permanecer inadvertidos y oscuros” (Goffman, 1997, p. 42). Pienso entonces que este tipo de varón podría estar buscando el reconocimiento de los demás: mientras más mujeres, será capaz de captar más miradas que lo identificarán como hombre. Recurrentemente existe una interacción visual con otros hombres que no están bailando, así se podría considerar que para solidificar su estatus de hombre, este bailarín no busca captar la atención de una mujer (a diferencia del primer rol masculino) sino de otros hombres, de manera que las mujeres y las coreografías bailadas con ellas son el medio para conseguirlo. Según Goffman, la identidad social virtual es aquella creada por los atributos asignados al individuo sin conocerle de cerca, en oposición a la identidad social real que está determinada por los atributos que sí le corresponden de acuerdo con las conductas verificables (2006). Así, es posible interpretar que, al bailar con este grupo de mujeres, el varón en cuestión busca que su identidad social virtual se vea reafirmada por su identidad social real y viceversa, de modo que, las miradas entre hombres representan la convergencia de ambas identidades.

El tercer rol adquirido por los hombres es un huapanguero que interactúa mediante bailes individuales u homosociales. Este varón porta una vestimenta igual a los del segundo rol, pero lo hace diferente su manera de interactuar con los otros. Baila sin la necesidad de tener una mujer presente, baila solo o en grupo con otros hombres, el baile es más libre e incluso pueden llegar a tener movimientos sugerentes y con énfasis en el área pélvica dentro de las coreografías.

Palabras como “faroles”, “jotos”, “putivaqueros”, imputadas por otros observadores de la comunidad, señalan y marcan a estos hombres huapangueros como un “otro” que se distancia del varón heteronormado. La palabra farol, en este contexto, tiene un significado despectivo hacía un hombre que se luce y que busca ser el centro de atención representándose a sí mismo sin otro recurso que él mismo. Generalmente son los vaqueros heterosexuales quienes los etiquetan, y éstas tienen el fin de marcar la diferencia entre lo que tácitamente se considera más masculino versus lo menos masculino.7

Los personajes “putivaqueros” y “jotos” tienen entre el grupo una connotación homosexual. Como indica Alejandro Madrid: “(los) mexicanos usan la palabra joto como un término peyorativo para homosexuales y ciertos tipos de comportamientos considerados poco masculinos” (2018, p. 87). A pesar de los constantes discursos que incitan al baile entre hombre y mujer, estos hombres suprimen el cuerpo femenino dentro del baile, de modo que es posible encontrarlos bailando solos o en grupos de hombres dentro, fuera y en la fila. Por esta razón, la comunidad establece una relación entre su performance dancística y la homosexualidad. A través de su baile se pone en juego su virilidad, la cual “incluso en su aspecto ético […] sigue siendo indisociable, por lo menos tácitamente, de la virilidad física, a través especialmente de las demostraciones de fuerza sexual […] que se esperan del hombre que es verdaderamente hombre” (Bourdieu 2000, p.13). La no dependencia de otro cuerpo en el baile permite movimiento de manos totalmente a libertad del hombre, aunque muchas veces he observado que llevan los brazos semi contraídos y manos en puño; (Imagen 7) a este baile además se le adicionan movimientos sugerentes de cadera, de un lado a otro o de manera circular.

Imagen 7: Huapanguero (“putivaquero”) bailando solo.  

Probablemente esta forma de bailar con movimientos libres y espontáneos, casi impulsivos generados por la música, es la que hace que se les llame faroles. Si los vaqueros heteronormados presentan un cuerpo rígido y erguido al bailar, entonces cuando un hombre rechaza esta postura corporal, la interpretación social es que lo hace para llamar la atención. Captar la atención con movimientos no rígidos es un acto no masculino calificado como “farol” o “joto,” por los cánones dominantes de comportamiento. El término “puto”, aplicado también de manera general a los homosexuales, es aquí adoptado por la cultura musical del huapanguero merequetengue como “putivaquero.”

Pensando estrictamente en este tercer perfil de hombre, vale hacerse la pregunta: ¿cómo muestra su masculinidad sin recurrir a las interacciones con el cuerpo femenino? Probablemente, la performance de masculinidad a la que recurre este perfil es exagerar los movimientos y pasos de baile; mientras más diversos y espontáneos se muestren durante el baile, más reafirmarán su masculinidad no heteronormada. La exhibición del cuerpo es lo que marca esta forma de articular la masculinidad: las camisas de manga corta muestran brazos tonificados, en los pies es posible ver la destreza que manejan con las tantas variantes de pasos, la camisa semiabierta revela sus pectorales y el pantalón entallado, también por el frente, dejan ver sin rodeos una figura masculina con sus atributos más típicos. La ausencia de una mujer incita a que el objeto de apreciación sea el hombre y que el mensaje esté dirigido no única ni necesariamente a las mujeres, sino también a otros hombres que lo observamos. Esto podría dar lugar a formas de homoerotismo mediado por la música. Aquí las sensaciones de comodidad o placer emergen tanto al bailar como al observar a otros hacerlo, y también como resultado de las orientaciones sexuales de quien observa.

La Imagen 8 muestra un grupo de niños practicando el baile comunitario del huapanguero merequetengue. Su performance ilustra algunas formas en que los patrones de comportamiento que contribuyen al desarrollo de la expresión de género son enseñados-aprendidos a través del baile, que funge como un momento de experimentación para performar la masculinidad en la raza huapanguera. No obstante, las normativas sociales con respecto a la identidad de género que los individuos exhiben a esta edad suelen ser más laxas, así como lo son las categorías usadas para referirlos. La pregunta que sigue es: ¿en qué momento de su vida se les comienza a decir “putivaqueros”? En las rancherías donde se realizan los bailes, la vida de adultos comienza aproximadamente a los quince años cuando tienen que cumplir con las tradiciones asignadas por su rol de género: trabajar y llevar dinero a sus casas. Es en ese momento cuando socialmente se espera que tanto su expresión de género, como su identidad sexual estén definidas en apego al binario heterosexual y que como tal lo expresen en el baile.

Imagen 8: Niños y adolescentes bailando huapanguero merequetengue.  

Suzane Cusick define la sexualidad como: “una forma de expresar y/o establecer relaciones de intimidad a través del placer físico compartido, aceptado o dado” (2006, p. 70). A partir de esto, adhiere el poder como elemento fundamental de la sexualidad pues argumenta que todas las relaciones son acuerdos de poder tomados en distintos niveles de intimidad. Dentro de los vaqueros y huapangueros, las interacciones de carácter sexualizado se ven mediadas por el baile que también instrumenta relaciones de poder. Si la música tiene la posibilidad de establecer relaciones de placer físico entre dos o más cuerpos, el baile huapanguero también lo permite en distintas formas. La estructura de poder determinada por la construcción social del género (hombre-mujer/heterosexual) rige los estándares de comportamiento de los cuerpos, entonces la forma de bailar de los huapangueros en ausencia de la mujer puede determinar tanto la inserción como el escape del sistema de dominio en el que se construye la propia masculinidad. Sobre la sujeción de los individuos a las normas sociales de comportamiento Bourdieu señala que: “cuando sus pensamientos y sus percepciones están estructurados de acuerdo con las propias estructuras de la relación de dominación que se les ha impuesto, sus actos de conocimiento son, inevitablemente, unos actos de reconocimiento, de sumisión” (2000, p. 14). Entonces, la posibilidad de una mayor intimidad se negocia en gran parte mediante la circulación de placer, lo que implica ejecutar acciones sobre los otros (Bourdieu, 2000), y sobre las reacciones que estos otros puedan adoptar: sumisos o resistentes ante tales acciones. Así, la relación de poder es resultado de un permanente juego de consentimiento que no necesariamente es consensuado (Foucault, 1988).

Suponiendo que el rol de vaquero heteronormado se encuentra en una crisis, donde las relaciones y los estatus de poder conocidos se van reestructurando, ¿qué factores musicales y sociales incentivan esta crisis? ¿será posible que la comunicación mediática, las nuevas formas de consumo y las nuevas formas de concebir la sexualidad se vean también reflejadas en los bailes huapangueros? Al respecto, Joseph M. Pierce dice que: “la crisis de la masculinidad tiene que ver no solo con nuevas formas de entender su materialidad, sino su función simbólica dentro de la era posnacional. La neoliberalización de los mercados hace que el cuerpo masculino opere con una diversidad que antes no le era posible” (2016, p. 130). Así que la diferencia entre grupos sociales ligada a su capital cultural y a las expectativas culturales, logran que las masculinidades se expresen musicalmente en formas diferentes y más variadas. De aquí que se adscriban a diversos gustos musicales y subculturas (Vila, 1996), lo cual puede incluir también las subculturas cohesionadas por disidencias sexo-genéricas. Así mismo, recientes movilizaciones en defensa de los derechos de las comunidades LGBTQ así como el movimiento feminista a nivel global, también han abierto posibilidades expandidas de configurar las nuevas masculinidades y desmarcarlas de su sometimiento al modelo heteronormado.

Placeres e incomodidades

Con el afán de identificar las prácticas placenteras e incómodas que emergen de la performance de la masculinidad en el marco de las interacciones inter e intra genéricos de orden público que dichos bailes suscitan, he debido reformular el interés personal que dio origen a este estudio. Luego de mi observación participante en campo, me vi obligado a reflexionar sobre mi propia experiencia corporal en el baile de Norteño Sax en Guanajuato. Dirigir reflexiones acerca del placer, incomodidad o displacer es un acto subjetivo pero incentivado por la experiencia compartida con otros dentro de un grupo social. Hablar en primera persona me lleva a escribir una autoetnografía queer (Cornejo, 2011). Sin embargo, mi condición homosexual dentro de la “raza huapanguera” no es el único origen de este proyecto de investigación; además, mis propias experiencias de placer o incomodidad como participante del baile huapango merequetengue me han permitido articular reflexiones sobre mi propia masculinidad y orientación sexual en mi entorno social inmediato. El ejercicio me ha permitido hacer una interpretación simultánea de la construcción social del género masculino desde una perspectiva queer marcada por mi subjetividad homosexual.

Según Fonseca y Quintero, el vocablo queer no tiene una traducción al español, más bien: “La Teoría Queer se ha intentado traducir como teoría torcida, teoría marica, teoría rosa, teoría ‘entendida’, teoría ‘transgresora’” (2009, p. 46). Y es el opuesto a la teoría straight, lo heterosexual, lo derecho, lo “correcto”. Esto conlleva “retorcer” el conocimiento y las interpretaciones de aquellos signos culturales presentes en mi cultura y grupo social. Mis deseos, placeres e incomodidades me sitúan como uno de los “raros” porque no se ajustan a la norma. Ello implica aceptar que dentro de mi grupo social y familiar estoy rompiendo con los cánones de comportamiento y cuestionando las formas cómo se me enseñó a ser hombre y a demostrarlo mediante la danza en los bailes de norteño y Norteño Sax.

Sigmund Freud, menciona que no existe una teoría que comprenda las sensaciones de placer y displacer de manera efectiva (1984, p. 2). Si bien, el hablar de mis placeres e incomodidades es subjetivo, los simbolismos culturales de los que me he apropiado y con los que me he formado definen mi subjetividad. Aprendí a bailar, a generar juicios de valor, a vestirme y relacionarme como varón homosexual gracias a la cultura en la que me desarrollé. Como señalé antes, Cusick propone comprender la sexualidad a través de la música mediante una triada de “poder/placer/intimidad” (2006, p.73). En el relato que ofrezco es posible identificar los modos en que el principio de placer del que habla Freud, y la triada propuesta por Cusick, cobran vida en mi trabajo de campo en los bailes de huapanguero.

Desde mi adolescencia tuve que involucrarme en las fiestas familiares, que más bien eran eventos sociales donde vecinos, amigos, familia, gente conocida y desconocida se reunían a bailar. Al pasar los años, la música norteña del tradicional conjunto norteño conformado por acordeón, bajo sexto, tololoche, tarola y saxofón, fue poco a poco desplazada por el Norteño Sax. A estas fiestas asistía también la ahora llamada “raza huapanguera”. Durante mi adolescencia enfrenté una serie de obstáculos para poder insertarme dentro de la dinámica social de dicho género ya descrita, debido a mis preferencias identitarias musicales, sexuales e ideológicas. Estas preferencias contrastaban con el rol que mi familia, amigos y conocidos pretendían que yo tomara en dichos eventos, participando en un ritual de cortejo heterosexual para mostrarme como varón.

Cuando tenía alrededor de 13 años estaba en una fiesta en la comunidad de Meza de Ibarrilla. En aquel entonces no me sentía interesado en vestirme con sombrero y botas, más bien iba con traje sastre y zapato negro. Mi hermano mayor me hacía constantes incitaciones para sacar a bailar a una muchacha, asegurándome que yo podía aprender de él, pues él podía bailar con cualquiera que él deseara. Yo invitaba de vez en cuando a una jovencita de mi edad, no por gusto sino por obligación. Mis ojos estaban en busca de una que dijera sí a cualquiera que la invitara a bailar. Si aceptaba bailar con uno más feo que yo, seguramente no me iba a rechazar. La inseguridad que me aquejaba no era algo completamente personal, sino que se anteponía al modelo que representaban mis hermanos mayores para mí. Ellos fueron por muchos años mis referentes de masculinidad (siempre vaqueros heterosexuales). Así, mi conocimiento respecto a ser hombre y mi auto concepto dependían fuertemente de su ejemplo y opinión. El juego de placer e incomodidad se ajustaba a esta situación: por un lado, la incómoda sensación de sentirme observado y evaluado por mis referentes masculinos, y por otro, el placer experimentado mediante una dudosa sensación de alivio cuando estos referentes aprobaban mi conducta al verme bailar con una chica. Foucault al respecto podría decir que: “El ejercicio del poder consiste en ‘conducir conductas’ y en arreglar las probabilidades” (Foucault 1988, p. 15), en este sentido, aquellos que a mi parecer eran “más hombres” ejercían poder sobre mí y me conducían a ser como ellos. Cualquier otra conducta no sería bien recibida. Lo anterior equivale a una regulación por el principio de placer (Freud, 1984) donde el desarrollo anímico tiene su origen en una situación no placentera, que toma un cauce tal que busca aminorarse y, posiblemente, producir placer. Entonces, mi respuesta y la presentación del yo ante los otros no era más que una respuesta psicológica a la propuesta de Freud para disminuir la tensión no placentera. La mayoría de los acontecimientos que viví en la interacción de los bailes huapangueros se vieron regidos por este principio.

Cuando comencé a estudiar el huapango merequetengue decidí hacer juegos performáticos que, a través del baile, me permitieran vivir diferentes modalidades de masculinidad. Procuraba ir vestido con camisa a cuadros, sombrero y botas para así jugar el rol de vaquero (usando la vestimenta y socializando con fines performáticos-experimentales). El ejercicio de este rol parecía más fácil para mí ya que tenía aprendida la corporalidad de los vaqueros heteronormados y no me sentía cómodo físicamente con la ropa entallada de los huapangueros; tampoco sabía bien cómo bailar yo solo. Así que, me inserté sin problemas en la dinámica mientras me preguntaba recurrentemente ¿por qué resultó más fácil para mí sacar a bailar a una mujer que bailar yo solo, si mi deseo ferviente era bailar con los huapangueros sin hacerme acompañar de una mujer? Supongo que la sensación de comodidad residía en saber que puedo hacer algo en tanto tenga el conocimiento de cómo hacerlo, y de alguna forma, fui educado por mis hermanos mayores para eso. Al inicio de la investigación, suponía que bailar como “farol” o “putivaquero” implicaría evidenciar socialmente mi orientación sexual. Me preguntaba recurrentemente por qué me costaba tanto aceptarme como homosexual en los bailes de Norteño Sax y no en otros lugares como la universidad, el trabajo, u otro tipo de fiestas. Se me enseñó en primer lugar que la aceptación pública de mi orientación sexual no estaba permitida, que cualquier interacción homosexual que no fuera para hacer burla de la propia homosexualidad tampoco lo estaba. Bajo estas normas sociales me abrí camino en la investigación con una venda heterosexual cubriendo mi mirada queer. A través del contacto con la “raza huapanguera” y la experiencia corporal del baile, el temor de evidenciarme o no como homosexual fue poco a poco disolviéndose. En este proceso, el trabajo de reflexión habilitado por la autoetnografía fue fundamental.

El ritual de invitar a bailar a una mujer cambió de complejidad conforme me fui adentrando a la dinámica de los bailes huapangueros. Si durante mi adolescencia sacar a bailar una mujer implicó un gran desafío, con la práctica se volvió sencillo. El reto para mí fue “des-invitarla” a bailar. Como mencioné en el apartado anterior, el ritual de cortejo no sólo implica bailar por bailar, hay que intentar conquistar a la mujer. Más aún, una especie de dogma social tácito, dictaba que bailar con alguien desconocido implica la posibilidad de conocerse en términos románticos. Puedo decir que no siento placer al jugar este rol, ni gastando mi dinero en cervezas para ella y sus amigas o haciéndome cargo de los gastos de su traslado de regreso a casa. Probablemente esto sería muy distinto si yo fuera un hombre heterosexual y ante la posibilidad de que el baile funcione como una puerta de acceso a una interacción corporal y/o sentimental más cercana.

La negociación vivida en este proceso me permitió darme cuenta de que en la medida que una mujer descubría en mí la posibilidad de algo más que sólo bailar, yo iba acercándome más en términos corporales. Yo no tenía que invitarla a salir, con toda la “libertad” a la que me hacía acreedor. Podía simplemente tomarla por la cintura, tomarla de la mano y llevarla a bailar. Tampoco tuve que preguntarle si quería o no. Simplemente el cuerpo de ella respondía al mío sin resistencia alguna. Esto equivaldría a un caso de éxito y placer si mi orientación fuese heterosexual, sin embargo, al no ser tal el caso, las múltiples llamadas que la chica me hacía días después del evento no representaban placer.8 El ejercicio simplemente me permitió corroborar que la masculinidad expresada en el baile y los marcos performativos del huapanguero merequetengue funcionan a través de la actuación. Durante esa noche mis intereses, mis movimientos corporales comunes y otras acciones que denotarían mi orientación sexual fueron reprimidas, dando paso a una expresión de mi masculinidad heteronormada y reconocida socialmente. En términos experimentales, mi objetivo fue conocer la vivencia encarnada del varón heteronormado y hacer uso del ritual de cortejo enseñado por mis hermanos.

En junio de este año, decidí ajustarme al segundo rol. Comencé por bailar con una amiga que vivía en la comunidad de Ojo Zarco, donde nadie me conocía. No fue complicado tomarla de la mano; paulatinamente, se fueron uniendo más mujeres al baile. Esa noche logré bailar con seis mujeres a la vez. Por una parte, debo someter a consideración el por qué entiendo esa práctica como un “logro” y en segunda relatar la satisfacción percibida a través de la mirada de aquellos hombres que, sin bailar, me miraban con cara de desagrado. Al notar esta respuesta de otros hombres, decidí exponerme más y comencé a jugar dando vueltas con las mujeres mostrando mis habilidades como “huapanguero”. Una lucha de egos masculinos se ponía en marcha a través de miradas y gestos que intercambiaba con otros hombres. Esa misma noche mientras bailaba con dos mujeres, una de ellas decidió soltar mi mano de manera abrupta. Al principio creí que fue una reacción a causa del propio movimiento del baile, pero cuando decidí tomarle la mano nuevamente no me lo permitió, aunque siguió bailando a mi lado. Mi reacción inmediata fue voltear a mi alrededor para constatar que nadie se había dado cuenta del hecho, esta acción emanó del interior de mi ser, no lo pensé, lo hice. Mientras bailaba me preguntaba las razones por las cuáles ella habría hecho ese movimiento. No pude identificarlas, pero su conducta me hizo pensar que quizá ella habría especulado con respecto a mi desinterés hacia su propio lucimiento a favor del mío, y por ende sobre mi masculinidad.

Dos meses más tarde y de manera inesperada, llegó el momento de bailar como huapanguero, en un baile homosocial, momento que había esperado con ansiedad. Estaba en la fila del baile con una joven que conocí esa noche y ella bailaba delante de mí. Dentro del círculo había un chico huapanguero bailando solo, yo me quedé observando fijamente sus pasos, la forma en que colocaba sus manos, su forma de mover la cintura. Dentro de la fila imité su comportamiento. Cuando él me vio bailar, extendió sus manos y me invitó a pasar con él al centro del círculo, pero ante mi propia sorpresa dije que no. ¿Por qué no hacer algo que había deseado por tanto tiempo? Fue la pregunta que me interpeló, justo antes de que él me insistiera. Repentinamente, en una especie de epifanía, salí de la fila y me coloqué a su lado. Comencé a disfrutar tanto mover mi cuerpo como tantas veces lo había deseado, me olvidé de que tenía una compañera de baile. Jugué con mis manos, reproduje pasos que anteriormente había visto realizar a otros hombres. Instantes más tarde otros hombres se incorporaron a nuestro baile. En este micro-círculo homosocial, solo los hombres bailábamos e interactuábamos con nuestras miradas, improvisando coreografías al ritmo de “La guitarra de Lolo”. Éramos el centro de atención, la mirada de la fila estaba en el centro, festejaban nuestro baile, y nos incitaban a hacer más cosas.

Casi al final de la noche, mientras bailaba las canciones de amor (que no bailan los huapangueros, sino las parejas de hombre-mujer) con la chica que conocí, vi como el huapanguero que me invitó a bailar estaba con otro, quién me señaló. Este señalamiento continuó con una cara que aún hoy no sé cómo interpretar. Mi intuición me dice que esa mirada estaba relacionada al hecho de que yo me encontrara bailando con la chica. Después de esa expresión, se dio la vuelta. Lo que me hizo pensar que probablemente el invitarme a bailar, era la reproducción homoerótica del ritual de cortejo heterosexual, pero difuminado por un baile homosocial. Me pregunté también si él era homosexual, si acaso el baile logró evidenciar mi orientación sexual, o si justamente mi propia orientación me hizo hacer una sobre interpretación del hecho. A partir de ese día, ir a bailar ya no suponía esperar a que otro hombre me invitara. Por mi cuenta, comencé a colocarme en el centro del círculo y bailar. La interacción visual y corporal fue la misma que la primera noche.

Conclusiones

Construir conocimiento a partir de las experiencias sensibles resulta enfrentarse a una espada de doble filo: parece no ser del todo posible investigar a partir de la subjetividad, pero tampoco parece ser del todo posible investigar sin ésta, sin comprometer los resultados por uno u otro lado. Lo que yo sabía respecto a las identidades masculinas en el Norteño Sax se vieron deconstruidas conforme mi “yo” se sometía a jugar, a través del baile, determinado rol masculino en la “raza huapanguera.” Ya que fui educado para actuar como vaquero y relacionarme de forma heterosexual, mi entendimiento respecto a los bailes huapangueros se veía limitado por esta forma de pensar y relacionarme con otros. Sin embargo, mi interés por los estudios de género y queer, en conjunto con el proceso investigativo me sacaron de un abismo de conocimientos muy arraigados, que he desaprendido conforme avanzo en el trabajo autoetnográfico y reflexivo. Fonseca y Quintero dicen que la teoría queer “intenta cambiar el sentido de la injuria para convertirla en un motivo de estudio, e incluso de orgullo” (2009, p. 44). En este sentido, dentro de este proceso de resignificación, aquellos estigmas generados por mi propia cultura hacia mí, e incluso por mí mismo hacia mí, son ahora parte de un proyecto científico que lejos de generar malestar contribuyen a la exploración de sexualidades periféricas desde sí mismas.

Esta práctica dancística es una forma de transmisión cultural generacional que se modifica de acuerdo con los intereses y expectativas de la “raza huapanguera”. Las conductas sociales dispuestas en los bailes de Norteño Sax forman parte de un proceso de transición en el cual la música y las costumbres del norteño tradicional adquieren significados que responden a las nuevas necesidades de la sociedad. Encontrar formas de homosociabilidad en un ambiente donde hace algunos años era impensable, da indicios de las transformaciones sociales, y de los frutos de las luchas por las libertades sexuales y de género de las últimas décadas. Cuestionar las normas sociales desde las perspectivas emic y etic de manera simultánea me ha resultado un ejercicio complicado en tanto que he debido deconstruir los paradigmas de mi identidad como investigador en consideración a mi propia pertenencia al grupo cultural estudiado, y considerando además mi identificación como individuo fuera de la heteronorma. Sin duda, el ejercicio corporal, epistémico y performático que llevé a cabo al encarnar distintos roles, me permitió distanciarme de un determinado grupo social. Y este proceso se cristalizó a través de la escritura de la autoetnografía. Gracias a mi orientación sexual y a las experiencias placenteras que de ella derivan, he podido reafirmar la utilidad de construir conocimiento desde un paradigma “otro”, un paradigma queer. Así, la heteronorma se convierte paulatinamente en un marco ajeno, con valores, conductas y distintas formas de interpretación, y que, pese a reconocerlas como dominantes, me resultan crecientemente ajenas.

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1El término no tiene relación con aspectos fenotípicos. Bien por el contrario, alude al sentido acuñado desde épocas del nacionalismo de inicios del siglo XX de pertenencia al pueblo, a “la raza”, y en este caso particular, a la comunidad local e identidad cultural que este baile engendra.

2Para elaborar dicha propuesta Jean Molino sigue el pensamiento de Émile Durkheim ([1895] 1988) quien concibe un “hecho social total” como “[un] modo de hacer, fijo o no, que puede ejercer una coerción exterior sobre el individuo; [...] que es general en todo el ámbito de una sociedad dada y que […] tiene una existencia propia, independiente de sus manifestaciones individuales” (1988, p. 64).

3Las posibilidades que la autoetnografía ha abierto para las ciencias sociales han sido defendidas por una variedad de autores en la academia anglo (Hughes y Pennington, 2016; Adams y Holman, 2008, 2011, 2016 y Holman Jones, 2016); mientras que la reflexión sobre sus usos y alcances en la academia hispanoamericana se encuentra también en expansión (Blanco, 2012 y 2017; Guerrero Muñoz, 2017 y Luévano, 2016).

4Se entiende emic como el punto de vista del nativo y etic como el punto de vista de quien no lo es. El encuentro entre ambas perspectivas permite construir una serie de herramientas metodológicas y categorías de análisis (ver Jean-Jacques Nattiez, 1990, p. 61).

5Auslander afirma que cuando presenciamos un espectáculo musical no se ve la identidad real del músico sino una versión de su persona construida específicamente para interpretar la música. Es una autorepresentación determinada por un discurso musical (2006, p. 102).

6Entendido en el sentido de su uso coloquial, el “macho alfa”, refiere a un varón, cis-género, heteronormado y de personalidad dominante, que gracias a sus conductas e interacciones con el sexo opuesto, incrementa sus posibilidades reproductivas. Es frecuente que el término se use en un sentido peyorativo, pues a este tipo de varones se les suele imputar un interés desmedido en defender su estatus en la jerarquía socio-sexual.

7Este tipo de varón huapanguero, y su estilo de bailar, ha sido incluso representado a través de letras de canciones del Norteño Sax. Ver “Puti, puti, puti vaqueros” de Armando Acosta y su Grupo Rancho https://www.youtube.com/watch?v=e5EBpE93iv8

8Al entablar relaciones de confianza con miembros de la “raza huapanguera” durante mi inmersión en campo fui explícito sobre mi condición de investigador y al respecto de mis exploraciones al realizar observación-participante mediante el uso de trabajo performático-experimental. En su mayoría, las personas mencionadas en el estudio tienen información sobre mi rol como investigador, aunque no de mi orientación sexual.

CÓMO CITAR: Sanchez, Javier y Bieletto-Bueno, Natalia. (2019). Configuraciones de masculinidad en los bailes al estilo huapanguero merequetengue en Guanajuato: Una aproximación queer desde la autoetnografía. Revista Interdisciplinaria de Estudios de Género de El Colegio de México, 5, 2 de septiembre de 2019, e419, http://dx.doi.org/10.24201/reg.v5i0.419

Recibido: 01 de Mayo de 2019; Aprobado: 01 de Agosto de 2019

*Autora para correspondencia: natalia.bieletto@umayor.cl

Sobre el autor y la autora

Javier Sánchez Pérez es licenciado en Cultura y Arte por la Universidad de Guanajuato. Estudiante del programa de Maestría en Música (Etnomusicología) en la Facultad de Música de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ha presentado su trabajo en congresos en México, América Latina y Estados Unidos. Se ha desempeñado como colaborador y gestor cultural en proyectos de intervención cultural y musical en diversos municipios del estado de Guanajuato en México. Fungió como becario y asistente de investigación del proyecto PRODEP-SEP “Los espacios públicos para la acción musical y sonora: políticas públicas, actores sociales y la escucha como intervención política” a cargo de Natalia Bieletto.

Natalia Bieletto-Bueno es doctora en Musicología Cultural (UCLA); maestra Musicología Histórica (UNAM) y licenciada en Interpretación instrumental (UNAM). Autora e investigadora en las áreas de la música popular, culturas de escucha y estudios sensoriales. Entre sus intereses principales se encuentra el papel que la música y la escucha juegan en procesos de conflicto y de diferenciación social y cultural, destacando lo que toca a las intersecciones de género, raza y clase social. Recientemente estudia la música callejera, las culturas de la escucha y su relación con las subjetividades urbanas y las ideologías. Entre 2015-2018 fue profesora-investigadora del Departamento de Estudios Culturales de la Universidad de Guanajuato (Campus León). Es ganadora de la última edición del Premio de Musicología Latinoamericana Samuel Claro. Es integrante fundadora de la Red de Estudios sobre el Sonido y la Escucha en México. Se desempeña como investigadora del Centro de Investigación en Artes y Humanidades, de la Universidad Mayor en Chile, en donde coordina el núcleo de Investigación de Estudios Sensoriales.

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