El contexto de la pregunta
La presente discusión conceptual se genera a partir de un proyecto de investigación más amplio que nos lleva a cuestionar la multiplicidad de conceptos que se utilizan para nombrar un mismo fenómeno, a saber, la violencia que se ejerce contra personas LGBTI en contextos escolares.1 En términos conceptuales, existe una variedad de categorías que son empleadas para el desarrollo de las investigaciones: homofobia (lesbofobia, bifobia, transfobia, LGBTI-fobia) (UNESCO, 2015a; Alfarache, 2012; Ríos, 2011; COGAM, 2010), homodiscriminación (Tena, 2012), violencia de género (CIDH, 2015) y bullying homofóbico y/o bullying LGBTI-fóbico (Otero y Martínez, 2016; UNESCO, 2015b; Cornejo, 2014; UNESCO, 2013; Gualdi, Martelli, Wolfgang, Biedron, Graglia, y Pietrantoni, 2008; Schoolmates, 2008).
Aunque el diseño de una investigación no debe ser entendido de forma reduccionista como una secuencia lineal de diferentes elementos epistémicos, sino más bien como un proceso de “elementos superpuestos”, una de las etapas que es fundamental en el inicio del proceso de diseño es la definición conceptual y teórica de nuestro objeto de estudio (Sautu, 2005, p. 13). Es precisamente en esta etapa que la multiplicidad de conceptos que existen para definir una misma experiencia -en este caso, la violencia que experimentan las personas LGBTI-, ocasiona un problema no menor, ya que su definición guiará el planteamiento del marco teórico, las preguntas, objetivos y diseño metodológico, entre otros elementos. ¿Cómo, pues, identificar entre bullying, homofobia, violencia de género, discriminación (homodiscriminación), el concepto más apropiado para la investigación? Ante esta equivocidad, y tomando en cuenta la identidad sexo-genérica de nuestros sujetos, ¿estas categorías pueden ser interpretadas como sinónimos? ¿Es indiferente esta problemática? O, por el contrario, ¿son unidades de entendimiento que sitúan la atención en distintas ámbitos, dimensiones o fenómenos? ¿Cuál es la categoría adecuada para utilizar en nuestro estudio?
Antes de responder la pregunta y optar por una categoría que guiase el diseño de todos los elementos de la investigación, consideramos necesario realizar un análisis de cada uno de los conceptos en cuestión y no darlos por sentados por su eminente recurrencia. Solo a partir de los resultados de este análisis podríamos tomar una postura fundada y no una adscripción acrítica y movida por probables modas académicas o consensos tácitos.
Para realizar este análisis nos basamos en la propuesta heideggeriana de la fenomenología hermenéutica tal y como es expuesta en el parágrafo séptimo de Ser y tiempo (Heidegger, 2009, pp. 47-59). En él, Heidegger expone el método de la investigación. Para la comprensión de nuestros fines es importante mencionar el objeto de este tipo de análisis: en primer lugar, Heidegger se pregunta qué tipo de objetos o situaciones son pertinentes para un análisis fenomenológico hermenéutico; en este sentido, señala que se debe dirigir necesariamente sobre aquello que “de un modo inmediato y regular precisamente no se muestra […] pero que al mismo tiempo es algo que pertenece esencialmente a lo que inmediata y regularmente se muestra” (Heidegger, 2009, p. 55).
A lo que se refiere Heidegger como ámbitos susceptibles al tratamiento fenomenológico hermenéutico es a aquello que en su mostración encubre determinadas dimensiones o significados del objeto analizado. Para ello, hemos procedido, en primer lugar, a la definición de los conceptos en cuestión, aclarando su ámbito intencional, con el fin de evaluar en qué sentido las categorías no tergiversan o encubren el fenómeno mismo. Es decir, en qué sentido el fenómeno de la experiencia de vulneración contra personas LGBTI se muestra de manera justificada y sintética a partir de las categorías de bullying homofóbico, violencia de género, homofobia o discriminación.
Otra aclaración de importante mención es que la fenomenología, tal como es propuesta en Ser y tiempo, se dirige necesariamente al estudio de las estructuras ontológicas de los fenómenos: “Fenomenología es el modo de acceso y determinación evidenciante de lo que debe constituir el tema de la ontología. La ontología solo es posible como fenomenología” (Heidegger, 2009, p. 55). La fenomenología tiene como finalidad la descripción de las estructuras elementales de lo que en todo caso pensamos y experimentamos como realidad, independiente del contexto. Es por ello que en este primer acercamiento conceptual estudiamos la intencionalidad de los conceptos con independencia de los contextos. Cómo se matizan o desarrollan estos fenómenos en los contextos específicos sería tarea del propio trabajo de campo.2
La revisión de la literatura que compone el presente trabajo ha sido sistemática (sin metaanálisis) (Ferreira, Urrutia y Alonso-Coello, 2011), a partir de la cual se han recopilado distintas investigaciones y discusiones teórico-conceptuales sobre las categorías de bullying, violencia de género, homofobia y discriminación, sin un corte temporal preciso, ya que se recurre a fuentes básicas de discusión actual y de importancia cardinal para nuestros fines argumentativos. De esta manera, la primera categoría que será analizada a continuación es bullying homofóbico.
Bullying homofóbico
El término de bullying deriva de la palabra inglesa bully, que literalmente significa matón o bravucón (Garaigordobil y Oñederra, 2010). Se denomina bullying al acto por el cual un alumno o un grupo de alumnos, intimida, maltrata o discrimina de forma reiterada y sistemática a uno de sus compañeros. En general, el bullying se refiere a la violencia entre alumnos; es un tipo de violencia horizontal al interior de los centros educativos. Cuando este fenómeno es dirigido hacia la diversidad sexual (sujetos LGBTI), se ha adoptado la categoría de bullying homofóbico o bullying LGBTI-fóbico (Otero y Martínez, 2016). Actualmente, esta categoría se encuentra presente en muchas publicaciones que informan, en general, sobre las formas de violencia y las repercusiones que provocan en el ámbito académico y personal (Otero y Martínez, 2016; UNESCO, 2015a; Cornejo, 2014; UNESCO, 2013; Eljach, 2011; Gualdi, et al., 2008; Schoolmates, 2008). Sin embargo, de manera contradictoria a esta definición, la mayoría de estos estudios exploran desde el inicio violencias verticales, de maestros a alumnos o de autoridades escolares a alumnos.
Por ejemplo, la investigación realizada por Schoolmates define bullying como una forma de violencia que opera a partir de una relación de poderes diferenciales asentada en patrones físicos, sociales o económicos, que tiene la intención de perjudicar, que entre sus características se encuentra la falta de compasión de parte del agresor, frecuente y persistente. Además -lo que interesa para nuestra discusión-, Schoolmates define el bullying como una relación entre alumnos (Schoolmates, 2008, p. 14). Sin embargo, a la hora de categorizar las respuestas de preguntas cómo “¿quién utiliza lenguaje homofóbico contra las personas homosexuales? y “¿quién o quiénes son los autores de bullying homofóbico?”, entre las respuestas de estudiantes hombres y estudiantes mujeres encontramos: profesores, profesoras, trabajadores fuera del profesorado y trabajadoras fuera del profesorado, con lo cual se excede desde un inicio, desde el momento del diseño del instrumento, la intencionalidad del concepto, mismo que había sido definido como una forma de violencia “entre iguales” (Schoolmates, 2008, pp. 22-24).
En el caso de la investigación de Cornejo, el objetivo fue “analizar la trayectoria del bullying homofóbico en las últimas tres décadas en el sistema escolar chileno, intentando establecer continuidades, cambios y rupturas” (Cornejo, 2014, p. 62). Sin embargo, en el momento de dar seguimiento a la trayectoria del bullying homofóbico, entre los resultados recopilados se encuentra que “por lejos las quejas más recurrentes apuntan a los(as) profesores(as), inclusive mucho más que a los propios compañeros” (Cornejo, 2014, p. 63). Aún más, la sospecha de una expresión erótica afectiva homosexual fue asociada con sanciones como la cancelación de matrícula, las exposiciones sumarias y la condicionalidad. Algunas de las sanciones no están relacionadas a ninguna trasgresión de las normas disciplinarias de los centros educativos, sino que “se debió simplemente a que el (o la) estudiante no esconde su orientación sexual” (Cornejo, 2014, p. 63). Más adelante, el autor señala que en “el plano de la convivencia social la discriminación se expresa claramente mediante el bullying homofóbico, contenido en maltrato verbal de parte de profesores(as) y compañeros(as), segregación, humillaciones públicas y burlas”. Nuevamente, como en el caso de Schoolmates, el autor confunde bullying con una forma de violencia vertical, evidentemente violentando la categoría. El autor concluye comentando que, si bien el bullying es un acto de violencia entre pares, no puede entenderse sin la participación de la escuela como institución en la que están involucrados todos los actores sociales que la componen.
En este sentido, una lectura atenta al trabajo de Cornejo revela una falta de claridad o demarcación entre el bullying homofóbico, violencia de género, discriminación, violencia vertical y horizontal, entre otros conceptos que se entrelazan, dificultando encontrar fronteras entre unas y otras expresiones de violencia; dificultando, al mismo tiempo, una comprensión clara y profunda de cada categoría. Este resultado no debe entenderse como una falta de seriedad o descuido del autor; más bien, no existe un estudio filosófico-epistemológico que demarque la naturaleza del concepto, así como sus implicaciones metodológicas, lo que ha hecho que se sobreentienda.
A nuestro parecer, la asunción de los investigadores al término es una práctica acrítica y movida por “modas académicas”. El mejor ejemplo de esta práctica se hace patente cuando la UNESCO justifica su utilización por que, aunque el vocablo no forma parte de la Real Academia de Lengua Española, “es cada vez más habitual en español” y se utilizará “debido a que está siendo usado por la mayoría de Ministerios de Educación de América Latina” (UNESCO, 2013, p. 7). Esta práctica puede caracterizarse como “moda” en tanto se encuentran implícitos elementos tales como el uso, novedad, costumbre, boga, sin un fundamento epistemológico, teórico o metodológico de fondo.3
Por nuestra parte, consideramos que la categoría bullying, como tal, no es propicia para nuestra investigación puesto que necesitamos un marco teórico-conceptual que aporte algunas explicaciones o descripciones en torno a: 1) la escuela como dimensión de la reproducción social; 2) que vaya más allá de la violencia horizontal, y 3) que avance a explicaciones sociológicas sobre la violencia contra los sujetos LGBTI, más allá del plano psicológico.
Hablar de bullying, sugiere Martínez:
esconde persistentemente sus órigenes, sus entornos que favorecen la violencia de los padres en los hogares, la discordias en la comunidad y las conductas escolares hostiles, agresivas de profesores y autoridades. Aislado, reducido en su definición y alcances, se banaliza el fenómeno de la violencia generalizada y tampoco posibilita su abordaje en tanto bullying (Martínez, 2014).
Consideramos, junto con Martínez, que la categoría bullying banaliza un problema que tiene alcances y consecuencias que van más allá de la categoría misma; tal vez por ello los investigadores en la etapa del propio diseño o en campo se percatan que no es posible aislar la violencia entre alumnos del mundo adulto.
Sin la existencia de un estudio epistémológico sobre la categoría bullying sólo es posible entenderla a partir de su dimensión lexicográfica y a partir de las investigaciones. Según nuestra búsqueda, estas dos dimensiones no siempre se adecúan; más aún, la mayoría de las veces se contradicen: se parte de una categoría que se refiere a la violencia entre pares, que termina explorando la violencia vertical.4
Violencia de género: de violencia a violencia
No es el objeto de esta investigación realizar una genealogía del concepto de violencia de género; por ello resumimos nuestro punto: originalmente, el concepto de violencia de género se entendió como violencia contra las mujeres. Este tipo de violencia es una consecuencia fáctica de la política sexual (Millet, 1995) constituyente de una relación asimétrica contra las mujeres, en un orden social arreglado desde un sistema patriarcal, con una distinción sexo-genérica de naturaleza jerárquica, en donde el hombre ocupa el lugar principal en la sociedad y las mujeres ocupan sólo una posición de complementariedad, subordinación, marginación o discriminación. Este orden asimétrico ha dado lugar a una sociedad que gira alrededor de los cánones masculinos, es decir, falocéntrica y heterosexista. Así, de manera original, el concepto tiene una génesis y una tradición al interior del feminismo como una categoría para describir un fenómeno de mujeres (Martín, 2008; Mejía, 2008).
Sin embargo, las mujeres no han sido ni son los únicos agentes sociales discriminados por motivo de su identidad genérica. Casi de manera colateral, el movimiento gay, como activismo y como academia, asumió el concepto de violencia de género como categoría que también nombra su circunstancia de vida al interior de una sociedad que, además de patriarcal, es heteronormativa. La heteronormatividad, como matriz normativa o ideal regulatorio produce un “campo de juego” con seres viables e inteligibles, al mismo tiempo que produce una exterioridad de cuerpos abyectos (Butler, 2002), por lo cual se excluye y discrimina a las demás posibilidades de identidad, conducta y deseo que no concuerde con la heterosexualidad, creando condiciones adversas y hostiles para el desarrollo de las facultades, el ejercicio de derecho y la libre construcción identitaria de las personas LGBTI.
Es así que el concepto de violencia de género, que inicialmente refiere a la violencia por la “pertenencia al sexo femenino”, se amplía al introducir aquella basada en “la orientación sexual e identidad de género” (Mejía, 2008); es decir, es utilizado para describir las condiciones sociales restrictivas y diferenciadas para dos sectores de la sociedad, mujeres y población LGBTI.
Las preguntas que de aquí se generan son cruciales para el examen del concepto de violencia de género: ¿se debe asumir que la violencia de género es equivalente para estos dos sectores de la población? ¿Experimentan la violencia desde los mismos patrones de opresión, por los mismos motivos, con los mismos resultados? ¿Hasta qué punto el concepto de violencia de género puede describir al mismo tiempo ambas experiencias? ¿No se corre el peligro de generalizar y, con ello, perder la especificidad de la violencia contra las mujeres?
Al respecto, Bachelard argumenta que el conocimiento generalizante tiene una dimensión de éxito teórico pero, al mismo tiempo, al ser tan generales algunas nociones, por su supuesta claridad, precisión y equivalencia con otros fenómenos, se cierran preguntas científicas y la búsqueda por una relativa solución (Bachelard, 2000, pp. 66-86).5 Al ser fenómenos que de alguna manera están conectados, la categoría general puede ayudar a explicarlos. Sin embargo, ese éxito explicativo viene acompañado de la constitución de áreas de encubrimiento que, finalmente, funcionan como simulaciones que retrasan el desarrollo del conocimiento. De esta manera, debemos estudiar la posiblidad de que la categoría de violencia de género no ofrezca explicaciones que nos oculten o encubran los matices propios de nuestro fenómeno de estudio.
Una vez expuesto este tipo de obstáculo del que hay que ser precavidos, primero debemos aclarar que aceptamos que la violencia que sufren los sujetos LGBTI tiene que ver con la matriz heteropatriarcal que articula los fenómenos de sexo, cuerpo y género (Butler, 2002), produciendo exterioridades en una esfera falocéntrica. Sin embargo, en el caso de la violencia hacia las mujeres, sea física, psicológica o sexual, existe siempre un propósito instrumental: el sometimiento, el placer sexual, el esmero en los cuidados del hogar y todas aquellas conductas impuestas.
Nuestra postura consiste en señalar que la violencia de género hacia las mujeres puede ser entendida como un despliegue de la racionalidad o lógica instrumental, en el sentido que lo define Weber, Horkheimer y Adorno (Harvey 1998; Grondin, 1990), como el estilo de pensamiento evaluador y calculador respecto al uso de medios para la obtención de fines determinados, fundado en el telos de la ciencia moderna como control de la naturaleza, que en su más simple expresión asume el sentido de cálculo. La lógica instrumental, tal como la entienden los autores señalados, es uno de los carácteres internos y velados del método científico, elemento que definió la esencia del ámbito epistémico de la ciencia moderna.
En el éxito de la lógica científica y su posterior institucionalización, este modo de pensar se volvió hegemónico, abarcando distintas dimensiones de la realidad. Para Weber, nos recuerda David Harvey en La condición de la posmodernidad, independientemente de la dimensión que habitemos, la racionalidad respecto a medios y fines funciona como una “jaula de hierro” (Harvey, 1998). Con ello quiere decir que esta racionalidad se emplazó para el encuentro del ente, no de éste o aquél, sino para el ente en su generalidad. La racionalidad instrumental se constituyó como una forma de apertura a la realidad en su totalidad. Así, como el hombre medieval, fuera de la clase sacerdotal o el aldeano común, entendía su existencia y su realidad a partir de la figura de la divinidad, así el hombre moderno dispuso a la ciencia como el canon de la existencia.
Al afectar a todos los ámbitos de la vida humana, define la época, lo que signfica que la (pre)dispone a ciertas posibilidades mientras que aleja, limita o cierra otras; en resumen, se impone como patrón existencial mediando todo tipo de encuentro con el ente, mediando, inclusive, el encuentro ético intersubjetivo.
Consideramos que las mujeres son violentadas al verse despojadas de su carácter de fin en sí mismas y han quedado sometidas a una relación donde se presentan como medio para fines: un medio de placer sexual,6 de las responsabilidades domésticas (cuidado de los enfermos y ancianos, por ejemplo). Al respecto, Buquet, Cooper, Mingo y Moreno (2013), evidencian que en ámbitos laborales la mujer puede llegar a desarrollar sus capacidades y obtener méritos hasta que: 1) no cuestione o tergiverse el orden patriarcal por la usurpación de los espacios masculinos y 2) siga cumpliendo sus “funciones como mujer”. Un motivo más simbólico y otro más práctico, ambos expresiones de la instrumentación de la mujer, que se reproducen en una variedad de graduaciones, desde microviolencias hasta violencia explícita.
Si se compara las experiencias, en la violencia de género que experimentan los grupos LGBTI no hay contenido de solicitud; por decirlo así, “no hay moneda de cambio”. A quienes integran estos grupos, sencillamente se les rechaza u odia; son aquellos que -como lo expresa en sentido retórico Octavio Paz- llevan por clavel en la solapa, un gargajo (Paz, en Monsiváis, 2012). Monsiváis también recuerda la “poética” referencia de Efraín Huerta a los homosexuales: “Te reclamamos nuestros odios, magnífica ciudad/ […] a tus desenfrenados maricones que devastan/ las escuelas, la plaza Garibaldi/ la viva y venenosa calle de San Juan de Letrán” (Huerta, Monsiváis 2012, p. 24; cursivas nuestras). Así, la literatura también se vuelve un campo de reproducción de los imaginarios sociales contra las diversidades sexuales.
A veces, el autor deja entrever sus propios prejuicios sin darse cuenta; otras, lo hace de manera consciente para cuestionar, criticar, sensibilizar o visibilizar estas representaciones. A continuación, dos ejemplos encontramos de ello. En La Santa, de Federico Gamboa, se puede leer lo siguiente: “lo propio acontece con los amores: unos nacen sanotes y derechos, para con el juez y con el cura; otros medio tuertos, acarrean llantos, desdichas y engaños [...] y otros son los monstruos, como ése de La Gaditana, por ejemplo” (Gamboa, en Olivera, 2012, p. 165). Y, en Cada quien para su santo, de Rafael Gaona, en el que dice a letra:
¿Qué más podía esperarse que lo que sucedió?... Yo no soy perita en dulce, puta fui, ya le dije, pero nunca manflora y marimacha, eso no lo heredó de mí. Si no pude educarla fue por culpa de su padre que no lo permitió, si lubiera permitido mujer de su casa biera acabado siendo no la pinche tortillera que salió (Gaona, en Olivera, 2012, p. 169).
El homosexual, la lesbiana, el bisexual, el transgénero, son representaciones actuales del mounstruo, del incorregible, el anormal foucaultiano, aquel que transgrede, no sólo las instituciones, sino también los designios naturales y divinos (Foucault, 2007). El homosexual, por ejemplo, es un sujeto que tiene que ser clasificado y ubicado con los suyos; que se le tiene que tolerar, no sólo en sentido de indulgencia y condescendencia, sino en el sentido de soportar, sufrir, aguantar, sobrellevar, disimular; que es falto de conciencia y neurótico; que no dan buen ejemplo a las familias por ser personas con una desviación escandalosa; que son antinaturales; que son una degeneración, un acto contra natura. Todas estas caracterizaciones han sido expresadas por diferentes personajes de la política de nuestro país -entre ellos, cuando todavía era gobernador de Guanajuato, el que fuera presidente de México, Vicente Fox- que fueron recuperadas por Monsivaís (2012). Representaciones que hemos encontrado en la Rusia stalinista (Lizarraga, 2012) y en Zimbabue por el expresidente Robert Mugabe (Alfarache, 2012, p. 134).7
En los casos ejemplificados, autoridades políticas, la poesía y novelas, órdenes totalitarios y presidentes de naciones, todo ello habla de un problema estructural que se define desde el odio, desprecio y rechazo, cuyo resultado lleva a un estado de vulnerabilidad estructural. En todos estos ejemplos, la violencia contra la comunidad LGBTI, sea verbal, física o de otro tipo, no consideramos que se pueda definir desde una lógica instrumental respecto a fines, como sí lo observamos en el caso de las mujeres.
Ellas, desde un sentido misógino y sexista, son útiles de la sociedad patriarcal; útiles en el sentido más reificante del concepto, de objeto de disposición, de enseres domésticos o sexuales: la mujer, es útil en la casa con los hijos, enfermos y ancianos; en la recámara para la descendencia y el arbitrio del deseo sexual masculino; en el trabajo apoyando la economía y la casa del varón, siempre y cuando no descuide sus “obligaciones”. Pero, útiles también en sentido simbólico: son la condición de posibilidad del patriarcado y de la heteronormatividad; son el otro necesario que expresa la hegemonía del varón y de la falocracia. Desde el sexismo, la misoginia y, en general, desde la relación constituida como violencia de género, el trato con las mujeres es definido completamente desde la racionalidad instrumental respecto a fines, donde ella sólo es un medio de ese fin patriarcal. El carácter predominante de la presencia de la mujer es la disponibilidad, inclusive para su ausencia.
Ahora bien, la violencia que se ejerce contra las personas LGBTI no se caracteriza por la búsqueda de su disponibilidad. La burla, el apodo, el golpe, la amenaza, la expulsión, marginación, exclusión no son acciones producidas para instrumentalizarlas, es más bien negación y distancia. En este sentido, su experiencia de vida está más cercana a las consecuencias de la atribución del estigma, en cuanto un proceso de desprestigio y de subvaloración que niega su dignidad plena como persona (Aggleton y Parker, 2002), por lo cual se encuentra inhabilitado socialmente y emerge, tal como Goffman considera, una identidad deteriorada al interior de la sociedad (Goffman, 2006).8 Si la disponibilidad es el sentido que dirige el trato hacia las mujeres, el rechazo es su símil en el caso del encuentro intersubjetivo con las personas LGBTI.
Aquí habría que precisar que cuando decimos que el trato intersubjetivo hacia las mujeres se define al interior de una lógica instrumental y el del grupo LGBTI desde una lógica de rechazo, lo que estamos diciendo es que de manera dominante se definen así, no exclusivamente. Porque, en el caso de la comunidad LGBTI, encontrándose ahí a pesar de la voluntad del orden heteropatriarcal, sí llegan a ser instrumentalizados: sus lugares de ocupación son aquellos espacios socialmente construidos, y por eso identificados, como femeninos: las estéticas, el taller de costura, la casa, la docencia, el trabajo sexual, entre otros que les son conferidos. Estos espacios, en los que se les acepta (excluye), deben entenderse como espacios de tolerancia; en donde, no habiendo otra alternativa a su existencia, por lo menos legal, se les resiste, soporta, se les sufre, aguanta, sobrelleva, tal como caracteriza la tolerancia hacia los homosexuales el panista Alfonso Azcona Zabadúa (Monsiváis, 2012).
Por lo expuesto, violencia de género contra mujeres y contra población LGBTI no es sencillamente lo mismo. Pero ahora, a partir de esta diferenciación, ¿cómo nombrar la relación violenta contra las personas LGBTI? ¿Se puede seguir utilizando el concepto de violencia de género sin más? Antes de contestar quisiéramos explorar otra alternativa.
La homofobia: el problema del desliz conceptual del terror al odio
Otra de las categorías utilizadas para nombrar este fenómeno es el de homofobia. En los estudios sobre violencia escolar contra sujetos LGBTI es común su recurrencia. Por ejemplo, Ríos (2011) utiliza este concepto y lo asocia a odio, miedo, prejuicio. Por su parte, la UNESCO la define como:
Temor, rechazo o aversión hacia las personas homosexuales y/o que no se comportan de acuerdo con los roles estereotipados de género. Se expresa, con frecuencia, en actitudes estigmatizadoras o comportamiento discriminatorio hacia personas homosexuales, la homosexualidad y hacia la diversidad sexual (UNESCO 2015a, p. 16).
Otero entiende por homofobia y lesbofobia “un principio ideológico, una actitud negativa, una aversión, un rechazo, una intolerancia o temor” (Otero, 2017). COGAM, a su vez, define el término como “la actitud hostil respecto a los homosexuales, ya sean hombres o mujeres. Se la puede considerar, junto a la xenofobia, racismo, antisemitismo, etc., como una manifestación arbitraria que consiste en señalar al otro como contrario, inferior o anormal” (COGAM, 2010, p. 10).
El concepto de homofobia tiene una clara aceptación en las investigaciones y ensayos sobre la violencia contra los sujetos LGBTI. Sin embargo, pocos argumentos o justificaciones encontramos a la hora de recurrir al concepto. Más bien, parten de la aceptación del término y no se le cuestiona. Tal como sucede con el concepto de bullying, existe un sobre entendimiento. Sin embargo, aunque hay un consenso, más o menos consciente, consideramos que el término tiene problemas a niveles nominales que, de alguna manera, tiene el peligro de naturalizar las acciones de violencia contra los sujetos LGBTI. El término está construido por dos vocablos, homo y fobia.9 Su construcción ha funcionado, hasta el día de hoy, como un préstamo conceptual de la psiquiatría a los estudios de género. Medicamente, por fobia se entiende “un miedo intenso y progresivo o ansiedad por un determinado objeto, animal, actividad o situación que ofrece poco o ningún peligro real” (MedlinePlus, 2017). Las fobias comunes están relacionadas a ciertos insectos, arañas, lugares altos, espacios cerrados, sangre, entre otros. Tienen ciertos síntomas como “experimentar sudoración excesiva, tener problemas para controlar los músculos o las acciones, o frecuencia cardíaca rápida” (MedlinePlus, 2017). Regularmente paralizan al sujeto y hacen experimentar una sensación de vulnerabilidad total y terror incontrolado. Desde un punto de vista médico, existen algunas alternativas después del diagnóstico: psicoterapia, terapia cognitiva conductual, descatastrofización, entre otras (MedlinePlus, 2017).
Después de esta exposición, tenemos necesariamente que preguntar cómo, a partir de qué y por qué se debe entender terror como odio y rechazo. Comparando ambos fenómenos, la fobia, en sentido médico, muchas veces deja paralizado al sujeto, vulnerado, aterrorizado; es un miedo irracional y desmesurado motivado por una condición psicosomática. En cambio, fobia entendida desde la homofobia, es todo lo contrario: el homófobo agrede al objeto fóbico (sujetos LGBTI). Es más, el objeto de la fobia, en el caso de la homofobia, el sujeto LGBTI, se encuentra vulnerado por un contexto definido por los agresores como agentes hegemónicos, lo cual de manera implícita se conoce como saber cultural.
Otero menciona que: “la homofobia y la lesbofobia justifican el ejercicio de la violencia por temor al ataque de la virilidad y al modelo heterosexual” (Otero, 2017, p. 418). Una especie de temor a la tergiversación del orden heteropatriarcal o por temer ser lo mismo, podría justificar que el envite es adecuado. Consideramos que la construcción de este tipo de discurso tiene cabida en un juego de lenguaje que ha llegado a consolidarse y validarse por la misma comunidad que usa este discurso a su interior, autolegitimándose y justificándose a partir de sus propios usos de lenguaje y formando comunidades de habla y entendimiento (Lyotard, 1991), pero que, en el caso del concepto homofobia, actualmente están siendo reflexionados. Así lo señala Otero:
Autores como Herek (2004), Barrientos y Cárdenas (2013), señalan que actualmente la homofobia ya no se define como una fobia, sino como una hostilidad dirigida contra las personas no heterosexuales. El motivo de esta diferencia terminológica se debe a que las fobias implican un componente emocional identificado con la ansiedad. Mientras que la homo y la lesbofobia se relaciona también con el enojo y la ira, los cuales están basados en actitudes extremas de aprensión psicológica, donde ocultan otras formas de hostilidad y las condiciones sociales que la favorecen (Chambelard y Lebreton, 2012). Es por lo que Herek (2007) sugiere el uso del término “prejuicio sexual” (en Otero, 2017, pp. 418- 419).
Consideramos que la teoría de género optó por un envite problemático o riesgoso a la hora de utilizar la categoría de fobia para denominar la violencia por motivo de género hacia la comunidad LGBTI: en el mismo acto de trasladar un concepto médico al estudio de un fenómeno social, el término de fobia pierde su sentido originario, es decir, se violenta el contenido semántico de la categoría. Esta modificación no es completa dado que se corre el peligro que guarde sus elementos más naturalistas propios de su ámbito médico original.
A este respecto, Lepetit (1992) considera que este tipo de “préstamos” caracteriza un modelo de ciencia proclive a la interdisciplinariedad, en donde determinados elementos, métodos, técnicas, conceptos, pasan de una disciplina a otro/s contextos disciplinarios. Regularmente, estas transferencias de conceptos se hacen a partir de una lógica de equivalencia, en donde el término usado en un contexto tiene, aparentemente, una cualidad que ayuda a describir o explicar otro fenómeno en un campo de conocimiento ajeno a su génesis. Este fenómeno que experimentan algunas disciplinas actuales es posible ante la renuncia del modelo moderno de disciplina hermética, para dar paso a una visión de diálogo interdisciplinario que aporta acercamientos más integrales. Sin embargo, muchas veces resulta que estos intercambios son poco regulados y comúnmente la equivalencia que se presume violenta la naturaleza de los mismos fenómenos o se fuerza tanto el concepto que termina por significar algo completamente distinto, como el caso analizado en que fobia pasa de terror, miedo descontrolado, a odio. Este caso ejemplifica lo que Lepetit considera respecto a los envites interdisciplinarios: “Como en el proceso de la traducción, la práctica de la interdisciplinariedad es siempre en alguna medida una traición” (Lepetit, 1992, p. 29).
No cabe duda que en muchas ocasiones esta especie de diálogo entre disciplinas, a veces tan distintas, lleva a resultados novedosos en temas tradicionales, pero no por ello podemos pensar que siempre sucede así. Inclusive cuando los traslados conceptuales sean aparentemente exitosos no deben ser tomados como definitivos. En su lugar, sería prudente entenderlos como una especie de envite, de apuesta conceptual, de la que habrá que evaluar sus cualidades hermenéuticas y el sentido que adquiere el fenómeno nombrado a partir de si es adecuado a su carácter ontológico.10
La segunda razón por la que consideramos problemático el traslado conceptual de la categoría médica de fobia es que, al realizarlo, la misma teoría de género pudiera estar “jugando” contra sí misma, puesto que la fobia es un fenómeno donde las acciones de los sujetos se despojan de significado: el terror hace que la acción pierda su contenido racional e intencional y se convierte solo en conducta, que pudiera explicarse desde un esquema de estímulo-respuesta.11
Todo lo contrario, el acto de violencia contra sujetos LGBTI está constituido por acciones que significan, sea clara o veladamente, rechazo y odio; son actos que tienen una intencionalidad, en donde además, en la selección de los espacios donde se comenten los abusos (que no son casuales), el acosador tiene una lectura clara y estratégica del contexto, medios y testigos. Si somos totalmente estrictos con el uso de la palabra fobia, el acosador pudiera entenderse como una víctima de algo que lo toma y que lo saca de sí, donde se pierde a sí por un evento en el que su culpabilidad no puede ser señalada por padecer una especie de patología de la psiqué. En tal sentido, el acto de odio estaría en la dimensión de lo involuntario.
Para Olivia Tena, la palabra fobia alude, de manera indiscutible, a una enfermedad y, en plena consonancia con nuestra postura, nos dice que “la brutalidad de los crímenes de odio hacia las supuestas minorías sexuales, por otro lado, se acercan mucho más al enojo irracional y desbordado que al temor o miedo” (Tena, 2012, p. 93).12
Karl Popper (1980) señala al respecto que la primera dimensión de falseabilidad de una teoría es a partir de la congruencia de sus elementos intrínsecos; es decir, tiene que ser sintética. Así, consideramos que el uso de fobia para la violencia de género contra sujetos LGBTI si no es un abuso del lenguaje, por lo menos no es congruente con el sistema teórico que desea hacer inteligible: prácticas de poder y subordinación heterogéneas en contra de la diversidad sexual, por medio de dispositivos de poder como productores de relaciones, subjetividades e, incluso, de aquello mismo que denominamos sexo, diferencia sexual y sexualidad (Amigot y Pujal i Llombart, 2009). La carga naturalista, además patológica y ahistórica de la palabra fobia no es congruente con este orden conceptual y teórico.
Con los cuestionamientos apenas enumerados, ¿por qué llamarle fobia al odio? ¿Cómo justificar el desliz conceptual del terror al odio? Para nosotros no hay respuesta clara, no hay justificación epistémica, y sólo encontramos consensos, juegos del lenguaje en el sentido que lo define Lyotard, convenciones comunalmente validadas, pero que saliendo de esa comunidad se presentan problemáticas (Lyotard, 1991).
Así pues, el homófobo no padece una enfermedad psicosomática; en todo caso es un sujeto enajenado de los patrones heteropatriarcales, pero no por ello sus actos son involuntarios. Por ello, preferimos no utilizar el concepto de homofobia, al no encontrar una justificación epistémica, una relación débil entre la denominación y su correlato, en términos epistémicos, una débil adecuatio que violenta el carácter ontológico del fenómeno.
Tampoco utilizaremos el concepto de violencia de género, porque consideramos que no se puede hablar en general de violencia de género y utilizar el concepto de manera indiscriminada para la multiplicidad de experiencias y sujetos. No existe violencia de género en sentido general. Lo que existe es violencia de género contra mujeres y esto tiene una influencia directa e indirecta respecto a la violencia en contra del colectivo LGBTI. Nuestra lectura nos lleva a interpretar que la violencia de género es un concepto genérico utilizado para señalar formas de violencia que se constituyen tomando la identidad sexo-genérica como factor motivador a partir de una matriz heteropatriarcal, pero que esta violencia de género resulta poseer una “lógica” distinta para cada identidad sexo-genérica, respecto a las construcciones sociales e históricas que son implícitas a la misma configuración de los actos de violencia, tanto en sus motivos, prácticas y efectos. Mas, como ya señalamos, este alejamiento al concepto de violencia de género no es total, solamente parcial, ya que el tipo de violencia contra sujetos LGBTI es una forma de violencia de género. Consideramos que el término que propone Olivia Tena (2012) homodiscriminación, es más preciso.
El siguiente apartado está dedicado a la definición de la categoría LGBTI-discriminación, adaptando la propuesta de Tena a los intereses de nuestra investigación.
LGBTI-discriminación
Apoyándonos en la propuesta de Olivia Tena de homodiscriminación, nosotros proponemos el término LGBTI-discriminación. Esta forma de discriminación se da a partir de una construcción social de rechazo contra las personas LGBTI, que, en sus actos, además de lacerar en algún modo a la víctima, funciona en la reproducción de los valores heteropatriarcales. La LGBTI-discriminación, definida como rechazo, se diferencia esencialmente de las formas de violencia por motivo de género contra las mujeres, la cual se ha expuesto como el despliegue del sentido de disponibilidad.
Ahora bien, destacando la estructura y los procesos que actúan en la facticidad del fenómeno, la LGBTI-discriminación señala ciertas cuestiones básicas. Es una forma de violencia de género, en la cual el término de discriminación se refiere a la estructura fundamental del fenómeno, mientras las siglas (LGBTI) a las personas a las que está dirigida. El término “discriminación” hace alusión a una capacidad cognitiva básica de diferenciar, por ejemplo, lo blanco de cualquier otro color, lo liso de cualquier otra textura, que en lo social esta diferenciación adquiere no sólo una forma de identificar a ciertos individuos entre otros, sino que es acompañado por una relación asimétrica.13 Fundamentando la diferenciación (momento cognitivo) y la relación asimétrica (momento intersubjetivo) existe un patrón de distinción, que en el caso de la discriminación LGBTI, es la heteronormatividad que permite señalar aquello otro que se queda fuera de la norma. El resultado de esta estructura (patrón de distinción, identificación-diferenciación y relación asimétrica) se proyecta fácticamente en formas variadas de riesgos y violencias (Otero, 2017; Rodríguez, 2006).
Por lo dicho, debemos entender LGBTI-discriminación como el tipo de violencia de género basada en los patrones heteronormativos; por consiguiente, son las formas de violencia contra lesbianas, gais, bisexuales, identidades trans e intersexuados. La LGBTI-discriminación se constituye como resultado de la reificación de determinados prejuicios que operan en la desacreditación de lo diferente,14 como: son homosexuales por problemas hormonales o géneticos; las lesbianas son raras e insatisfechas sexualmente (Pulecio, 2009), junto con otros, como el amaneramiento en los homosexuales y la masculinización en las lesbianas. No se debe de entender que primero se aprehende la diferencia categorial entre lo heterosexual y lo no-heterosexual (LGBTI) para después sumarle un prejuicio que acompaña y se une al sustantivo LGBTI. Más bien, originariamente los sustantivos homosexual, lesbiana, gay, transexual, bisexual, se van produciendo a partir de que los contenidos discursivos y convencionales de una sociedad se presentan a la conciencia en la interaccion intersubjetiva. En una sociedad heteronormada, esos contenidos originarios que se presentan a la conciencia, y donde emerge el sentido social de las personas LGBTI, tienen que ver con las tipificaciones peyorativas y negativas que existen sobre estas identidades, tipificaciones que se encuentran en la base de las relaciones diferenciadas y vulnerantes.
En tanto estas tipificaciones son dominantes como representaciones de una mayoría social, se reifican y se presentan como un hecho natural per se, objetivado e independiente de cualquier tipo de arbitrio, funcionando así: los homosexuales, gais, lesbianas, bi, trans e inter son… La partícula “son” es una representación de un juicio ya reificado y colocado como verdad en sí, constituyendo aquella ficción de género estable de la que nos habla Butler (2007). En tanto los mismo sujetos LGBTI son parte de esta sociedad, ellos mismos aprehenden su ser desde este sentido prejuiciado y reificado, coadyuvando a la discriminación interiorizada que co-participa en la constitución de sus vidas vulneradas.
Al tiempo que se reifican estos prejuicios se hace una operación de hipóstasis, en donde estos contenidos discursivos del prejuicio se colocan como fundamento de las personas; esta hipóstasis también funciona como la realización de una sinécdoque existenciaria.15 Esto significa que el contenido del prejuicio (el amaneramiento en los gais), ya reificado (constituido como un elemento ontológico de la persona), representa la totalidad del ser LGBTI, en donde lo que lo representa como ser humano es dominantemente el prejuicio. De forma general, esto funciona así: X es homosexual, por lo cual, es (debe ser) amanerado. Al final de esta operación de hipóstasis la persona no es gay entre otras posiblidades de su existir fáctico, sino que es primera y necesariamente gay o trans u cualquier identidad en juego. En la medida que es gay, no es amanerado entre otras formas de ser, sino que es esencialmente amanerado. Sus otras facetas de ser sólo son secundarias y toman el matiz de su ser necesario (gay, bi, trans, lesbiana) con todo los (pre)juicios que conlleva ello.
Esto significa que el patrón de distinción (heterosexualidad/LGBTI), hablando de la estructura de la LGBTI-discriminación, construido sobre las tipificaciones dominantes de una sociedad, no señala las diferencias entre las personas en sentido apofántico y aséptico, sino que construida en el ámbito dóxico de la experiencia social que está articulada a una valoración axiológica convencionalmente compartida, permite clasificar los fenómenos por medio de juicios morales y éticos. La relación asimétrica que caracteriza la LGBTI-discriminación, junto con otras formas de discriminación, se fundamenta a partir de un juicio moral o ético que señala lo supuestamente indigno, enfermo, inmoral, peligroso, desviado, etc., que acompaña de manera necesaria ciertas formas de ser al interior del ámbito dóxico. De esta forma, el prejuicio (los gais son afeminados o el VIH es una enfermedad de homosexuales) acompaña de manera fundante a la categoría LGBTI. El prejuicio ya establecido así y compartido socialmente funda el estigma social, que en todo caso señala la institucionalidad del prejuicio. Llegado a ese punto, por el poder de la institucionalización, se reproduce sin fundamentar su uso. Es decir, ya no es necesario regresar a la experiencia originaria que fundó el prejuicio, sea ésta realmente resultado de una fundamentación racional o no. Las preguntas, ¿por qué se dice que el VIH es una enfermedad de homosexuales?, ¿realmente es así?, ya no son necesarias cuando el prejuicio funda el estigma. Lo importante, en este punto, es que el estigma social anula el regreso a la fundamentación de su uso y solamente se reproduce “naturalmente” como sucede en el mundo de vida, Lebenswelt.
Conclusiones
No se puede negar la aceptación y legitimidad de los diagnósticos elaborados a partir de las categorías de bullying, violencia de género u homofobia. Su uso se concreta, mayormente, en informes estadísticos para visibilizar el estado del fenómeno y en un momento posterior proponer y/o explorar alternativas de atención. Sin embargo, encontramos las limitantes señaladas en el cuerpo del trabajo, que se manifiestan a partir del examen fenomenológico-hermenéutico que hemos realizado.
La categoría LGBTI-discriminación es una propuesta que pretende llenar de significado la estructura interna del acto de violencia contra las personas LGBTI. Consideramos que la estructura propuesta por nosotros, patrón de distinción (momento simbólico) - distinción/diferenciación (momento cognitivo) - relación asimétrica (momento intersubjetivo), puede acercarnos a una compresión más profunda y sistemática del fenómeno de vulneración que experimenta la diversidad sexual. De manera metodológica, nos invita a estudiar la lógica interna de los actos de violencia, así como su despliegue fáctico. Sin embargo, juzgamos que la categoría todavía manifiesta ciertos vacíos analíticos que tendrán que atenderse.
De manera concreta, la LGBTI-discriminación tiene que ser analizada a partir de dos grandes cuerpos conceptuales, cada acercamiento constituyendo un trabajo independiente. Por una parte, la categoría tiene que ser analizada desde la perspectiva conceptual de corporalidad, deseo e identidad, como ámbitos originarios de toda subjetividad y constituidas y constituyentes de todo fenómeno social.
Por otra parte, intuimos, sólo hipotéticamente, que la LGBTI-discriminación, como un concepto que hace referencia a la experiencia de vulnerabilidad de las personas con diversidad sexual apunta de manera esencial a temas como resistencia, conflicto, agencia y heterotopía. A priori a todo acercamiento, consideramos que la categoría LGBTI-discriminación deberá hacer visible un giro necesario en el proceso de violencia-resistencia, en el que primero se da el acto de violencia al cual se le opone, en un momento posterior, un acto de resistencia. Consideramos que es, originalmente, al contrario: el acosador no actúa ciegamente, sino que este acto se abre a partir de la tácita definición de una pregunta: ¿qué posibles consecuencias puede haber mediante el acto de violencia? Estas consecuencias se relacionan a la asociación de la infraestructura agenciativa propia del sujeto (con carácter de pública y pre-discursiva) con ciertas condiciones institucionales, relación que se presenta de forma no tematizada, como aquellas comprensiones naturales del ámbito dóxico, que están apoyadas en el estilo de ser-yo que construye y proyecta “la víctima”, pero que, en todo caso, este proceso es anterior al propio acto de violencia y que lo constituye.
A partir de lo anterior, la LGBTI-discriminación se constituiría como una relación dialéctica entre resistencia -en este caso, una resistencia posible o hipotética- y violencia, pero lo cual se tendrá que llevar a su plena fundamentación fenomenológica.