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Revista interdisciplinaria de estudios de género de El Colegio de México

On-line version ISSN 2395-9185

Rev. interdiscip. estud. género Col. Méx. vol.4  Ciudad de México  2018  Epub May 14, 2018

https://doi.org/10.24201/eg.v4i0.168 

Artículos

Epistemologías transfeministas e identidad de género en la infancia: del esencialismo al sujeto del saber

Transfeminist Epistemologies and Gender Identity in Childhood: From Essentialism to the Subject of Knowledge

Siobhan F. Guerrero Mc Manus1  * 

Leah D. Muñoz Contreras2 

1Universidad Nacional Autónoma de México, Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades (CEIICH), Ciudad de México, email: siobhanfgm@gmail.com

2 Investigadora independiente, Ciudad de México, México email: leahmunoz16@gmail.com


Resumen:

Las infancias trans se han vuelto un campo de batalla con numerosos frentes. Hay posiciones que las consideran una instancia de eugenesia y que descreen de su existencia legítima, mientras que desde posturas cercanas a la medicina o a los derechos humanos se defiende la importancia de reconocer su existencia y de trabajar en su favor. En cualquier caso, uno de los temas a debate ha sido la autoridad epistémica de los y las menores de edad a la hora de testimoniar su identidad de género. En el presente trabajo problematizamos, desde las epistemologías transfeministas y la ecología queer, algunos de los presupuestos que se han usado para invalidar la autoridad epistémica de los menores de edad, decretando así la inautenticidad de experiencias trans evanescentes. Afirmamos, además, que estas presuposiciones han llevado a un nuevo modo de esencialismo en el que las experiencias trans son consideradas legítimas sólo cuando se basan en las premisas de inmutabilidad y desarrollismo; describimos esta lógica como la imposición de una mirada cis-heterofenomenológica.

Palabras clave: transfeminismo; epistemología feminista; etiología de la transexualidad; inconformidad infantil de género; ecología queer

Abstract:

Trans childhoods have become a battlefield with multiple battlefronts. Thus, there are positions in which they are described as instances of eugenics, hence disbelieving of their legitimate existence. On the other hand, there are positions closer to medicine and the discourse based on human rights wherein there is no doubt about their legitimate existence and the relevance of working in their favor. Be this as it may, one of the central topics in this debate has been the epistemic authority of children regarding their own gender identities. In this paper we follow transfeminists epistemologies and queer ecology with the aim of problematizing some presuppositions traditionally recruited in the erasure of this already mentioned epistemic authority of children, regarding their own gender identities and, furthermore, in the disavowing of evanescent trans experiences. Also, we claim that these presuppositions have led to a new mode of essentialism in which trans experiences are considerate legitimate only when grounded on the premises of immutability and developmentalism; we describe this logic as the imposition of a cis-heterophenomenological gaze.

Key words: transfeminism; feminist epistemology; etiology of transsexualism; childhood gender nonconformity; queer ecology

Introducción

Las infancias trans se han convertido en un campo de batalla con numerosos frentes. Quizás el más visible de éstos está asociado al escepticismo que rodea a la posibilidad de que puedan existir niños y adolescentes con una identidad de género distinta a la que les fue asignada al nacer, es decir, que existan menores de edad que se identifiquen como personas trans (véase, por ejemplo, el libro Derecho a la Identidad de Género de niñas, niños y adolescentes que aborda este debate).1 Para algunas posiciones, la así llamada “inconformidad infantil de género” -childhood gender nonconformity (CGN)- no puede leerse bajo ninguna circunstancia a la luz de un marco epistemológico que permita sostener que estos menores son personas trans; esto es así ya que poco menos de uno de cada cuatro menores que, en algún momento, se identificaron como trans o que exhibieron CGN lo continuarán haciendo en su vida adulta (Castañeda, 2015). En muchas ocasiones, la CGN está presente en menores que, ya de adultos, se identificarán como personas homosexuales o bisexuales e, incluso, heterosexuales (Coleman, Bockting, Botzer, Cohen-Kettenis, DeCuypere, Feldman y Monstrey, 2012).

Las versiones más radicales asociadas a estas posiciones promueven incluso pánicos morales en los cuales se afirma que estamos ante un nuevo tipo de eugenesia en la cual niños perfectamente “sanos” serán esterilizados a causa de los tratamientos hormonales de retraso de la pubertad y las propias terapias de reemplazo hormonal (TRH) (Jeffreys, 2012).

En claro contraste con estas posiciones encontramos diversas voces que sostienen que es menester reconocer la existencia de dichas infancias para así poder atender sus necesidades. Estas voces no pueden subsumirse bajo un marco homogéneo2 ya que algunas, incluso, se sitúan desde discursos médico-psiquiátricos que explícitamente sostienen que la identidad de género no es sólo innata y fija sino que se expresa muy pronto en el desarrollo psicológico; para estas posiciones la certeza epistemológica de la existencia de infancias trans está íntimamente asociada a la forma en la cual leen a lo trans dentro de un marco explicativo biomédico (Castañeda, 2015).

Sin embargo, hay otras voces que reconocen que el tema de la infancia trans merece ser discutido, no ya a partir de una certeza fundada en una mirada médica, sino justamente tras el abandono de dicho marco en favor de un discurso basado en derechos humanos. Para esta segunda postura, el derecho al libre desarrollo de la personalidad del menor, el derecho a su identidad, el derecho a la integralidad de sus derechos y el derecho al interés superior del menor conllevan en conjunto a reconocer que esta controversia no debe resolverse desde el ámbito de las ciencias médicas y las experticias “psi” (psicología, psiquiatría y psicoanálisis), sino en términos de cómo justiciar, es decir, cómo hacer efectivos dichos derechos para los menores que, por la razón o causa que sea, expresan conductas o identidades de género no hegemónicas (Alcántara, 2016; Castañer, 2016; Muñoz López, 2016; Regueiro, 2015; Vallarta, 2016).

Por último, hay voces para quienes, si bien el tema de la justicia es prioritario, sigue siendo necesario problematizar la forma en la cual desde el ámbito biomédico y las experticias psi se construye a la infancia trans por medio de una visión innatista y esencialista que es la que fundamenta la certeza mencionada en párrafos anteriores cuando se aludió a perspectivas médico-psiquiátricas. Asimismo, desde este enfoque también se cuestiona esa falsa prudencia que impone la expectativa de cisgeneridad y que se fundamenta en el alto porcentaje de menores con CGN que, en su vida adulta, terminan por acercarse a identidades o expresiones acordes a su sexo históricamente asignado, conduciendo de esta forma a que se ponga en duda la voluntad de transitar de todo menor de edad (Castañeda, 2015). Estas voces serán la base de nuestra propuesta positiva al final de este texto en la cual buscaremos resaltar la agencia de quien transita sin la necesidad de recurrir a narrativas patologizantes y aceptando la posibilidad de experiencias evanescentes.

Nuestro objetivo, por tanto, consiste en retomar las contribuciones de las epistemologías transfeministas para problematizar cómo se ha concebido, desde las experticias psi y la biomedicina a la identidad de género en la infancia. Tras exponer brevemente los elementos centrales de esta nueva corriente epistemológica daremos pie a una exposición de las explicaciones actuales en torno a la inconformidad infantil de género para, posteriormente, problematizar sus presupuestos y elaborar una apuesta informada por la centralidad de la voz de la subjetividad trans y de la propia vivencia trans como algo fluido y contextual; en esta última sección tomaremos herramientas elaboradas en la ecología queer. Finalmente, ofreceremos unas breves conclusiones.

Epistemología feminista y epistemología transfeminista

La epistemología transfeminista es un desarrollo reciente de las epistemologías feministas (véanse, por ejemplo, Aultman, s/f; Nordmarken, 2014). Evidentemente, se nutre de estas últimas pero también de los propios textos producidos al interior de los estudios trans -sobre todo tras la publicación del manifiesto post-transexual escrito por Sandy Stone (2015)-. En cierto sentido, podríamos decir que los dos elementos más característicos de las epistemologías transfeministas recaen en el reconocimiento de que la propia experiencia de transición suele conducir a la experimentación de múltiples puntos de vista con respecto a cómo se vive el género en nuestras sociedades modernas, es decir, como diría la propia Stone (2015), las personas trans expresan polivocidad en su discurso precisamente por el hecho de haber transitado entre diversas posiciones sociales condicionadas por el género.

Por otro lado, atendiendo a las consecuencias políticas del propio discurso trans, las epistemologías transfeministas no afirman únicamente que, en el ámbito de la identidad de género, la autoridad epistémica radica fundamentalmente en la primera persona (Nordmarken, 2014), sino que también sostienen, en la esfera del testimonio, que el fallo en el reconocimiento de esta posición conduce a lo que suele denominarse injusticias testimoniales (Fricker, 2007); esto es, situaciones en las cuales la voz de una persona es sistemáticamente menospreciada y su propio testimonio sobre su vida es ignorado en favor de recuentos de terceros.

Un ejemplo de dichas injusticias testimoniales, y añadiríamos hermenéuticas, lo encontramos en las narrativas en torno al “cuerpo equivocado” como forma de hacer inteligible la experiencia trans,3 narrativas que son constitutivas de aproximaciones psiquiátricas como las que se manifiestan en los manuales DMS-IV y DMS-5 (American Psychiatric Association, 2002; 2014). Estas narrativas, emanadas de las experticias psi, proveen de un marco interpretativo en el cual la subjetividad trans sólo puede pensarse a sí misma a través de un discurso médico que sistemáticamente la construye como una subjetividad que requiere de una intervención terapéutica que sólo la medicina es capaz de dar. Esto es, construye a la persona trans como tutelada y tutelable por la medicina ya que la disociación entre identidad y sexo asignado no puede, bajo esta lógica, más que conducir a la angustia y el sufrimiento. Si consideramos que, en este caso, estamos ante una injusticia hermenéutica -en el sentido de Fricker (2007)-, ello se debe a que el marco interpretativo en cuestión hace imposible para las subjetividades trans identificar la forma en la cual este discurso no sólo las patologiza y medicaliza sino que, abiertamente, las infantiliza y, con ello, las despoja de la posibilidad de pensarse con herramientas interpretativas que no las coloquen como una subjetividad inherentemente malograda; lo anterior implica una injusticia en el ámbito de la interpretación que, sobre sí, puede hacer la persona trans.4

Habría, asimismo, una injusticia testimonial pues toda experiencia de primera persona que una subjetividad trans narre habrá de ser reinterpretada y subsumida bajo la lógica del discurso médico. Es decir, el testimonio trans -o trans-testimonio- no se recibe como la voz de un otro, como una voz interpelante, sino como un dato subsumible bajo un metalenguaje médico-psiquiátrico. Se invita así a leer (cis-)heterofenomenológicamente5 la vivencia trans para evaluar o (in)validar toda experiencia narrada. Un ejemplo lo encontramos en la forma en la cual una narrativa que enfatice la fluidez o el devenir trans es reinterpretada bajo la lógica del descubrirse trans, pues se asume que lo trans es fijo e innato.

Así, las epistemologías transfeministas buscarían oponerse a esta subsunción cis-heterofenomenológica del transtestimonio. Buscarían resistir la injusticia hermenéutica y testimonial que genera. Esta posición, comprometida con la incorregibilidad de las creencias de se -es decir, sobre las creencias que se tienen sobre sí-, considera que el conocimiento sobre uno mismo no puede ser corregido por las opiniones de terceros que buscarían “explicarnos” lo que “realmente” seríamos; lo anterior, desde luego, no implica un infalibilismo sobre dichas creencias de se, sino únicamente el hecho de que sólo desde el punto de vista de la primera persona puede conocerse la identidad de género de dicha persona. Así, se genera una fuerte disociación entre la identidad de género, que es trasladada al ámbito de la ipseidad, entendiéndola como los estados mentales de corte privado, y las expresiones asociadas a la construcción de una corporalidad generizada y que, por su carácter social-material, estaría abierta al escrutinio público.

Lo anterior tiene consecuencias políticas que rebasan la esfera del propio testimonio y que conciernen a una reflexión en torno a cómo comprender la política asociada al movimiento trans. Y es que lo dicho anteriormente implica que la diversidad de experiencias trans pone en jaque cualquier política de representación que busque subsumir bajo un mismo rótulo o mote a las diversas identidades, corporalidades y subjetividades que integran a la disidencia sexo-genérica como si pudieran obviarse las diferencias que existen entre lo LGB -lésbico, gay, bisexual- y lo trans, o incluso al interior del mismo espacio de lo trans. Este último punto señala la pertinencia de pensar lo trans y construir epistemologías trans-feministas arraigadas en múltiples contextos culturales.

Ahora bien, no nos enfrentamos aquí únicamente al reto de la ya mencionada polivocidad irreductible de las experiencias trans sino, también, al reto de retomar un conjunto más bien heterogéneo de diversas epistemologías feministas que buscaremos movilizar en la construcción de epistemologías propiamente transfeministas. Además, poner en diálogo a estas diversas modalidades de la epistemología transfeminista con los estudios de la ciencia es también un reto en sí mismo pero que sin duda vale la pena ya que fortalecerá el aparato analítico que hasta ahora se ha centrado en el testimonio y que ganará, con esta última conexión, una capacidad de conectar con críticas a la ciencia como colección de modelos, procesos de validación e instituciones.

Debemos advertir que no se busca ofrecer aquí un recuento omnicomprensivo de la historia de las epistemologías feministas; lo que interesa es señalar que dichas epistemologías nacen de una crítica hacia las epistemologías marxistas desarrolladas por Lukács en Historia y consciencia de clase, crítica que, no obstante, retoma una intuición fundamental de este autor, a saber, el privilegio epistemológico del proletariado (véase Guerrero, 2016b). Básicamente, con este autor se sostuvo que hay posiciones al interior de la sociedad que están más capacitadas para comprender las injusticias o contradicciones sociales ya que emanan de posiciones de sujeto que son, al mismo tiempo, sujetos y objetos de la historia.

La crítica central que conduce al nacimiento de las epistemologías feministas consiste en señalar que no hay un sólo mecanismo de opresión en las sociedades, es decir, la clase no agota la esfera de las contradicciones e injusticias sociales y, por tanto, la posición del proletariado no es la única que puede detectar las contradicciones propias de una sociedad. Ahora bien, las epistemologías feministas continuaron su desarrollo dando lugar al surgimiento de las epistemologías situadas con autoras como Sandra Harding (2001) y Donna Haraway (1988). Sus propuestas, si bien no idénticas, sí enfatizan el abandono de una aspiración a un conocimiento objetivo producido por un sujeto universal y universalizante, neutro y transhistórico -como el que encontramos en manuales médicos-. Harding, al sostener esto, no aspira a un escepticismo global sino a la articulación de una posición que logre mostrar cómo el problematizar nuestra situación requiere un esfuerzo por mirarla sin naturalizar sus dinámicas. Por su parte, para Haraway somos capaces de tomar diversos puntos de vista en función de los contextos en los cuales actuamos y en función de las relaciones de empatía que podemos desplegar. Desde allí, y sólo desde allí, es posible el conocimiento.

En este punto nuestro interés consistiría en señalar que esta polivocidad o multiciplidad de puntos de vista tiene una conexión clara con lo ya dicho sobre las subjetividades trans; aunque, sostenemos, las subjetividades trans experimentan vivencias no del todo homologables a la de las subjetividades cis. La relevancia de lo anterior radica en la forma en la cual el giro situacional en epistemología acota el alcance del conocimiento que hasta ahora se ha producido sobre lo trans cuando éste proviene de una pretensión universalista que esconde una mirada cisgenérica.

Esta reflexión nos conduce a su vez al reto de cómo afrontar el problema que generan las lecturas cis-heterofenomenológicas de la experiencia trans y que quisiéramos descartar en favor de la voz de las propias personas trans. Para ello retomamos los trabajos en epistemología social feminista desarrollados por Helen Longino (2002) y en los cuales se afirma que el motor de la crítica feminista en epistemología emana del reconocimiento de que la objetividad del saber y de las ciencias está íntimamente atada a la democracia, entendiendo a esta última no sólo como la expresión de la voz de las mayorías sino como la construcción de un espacio plural en la cual la voz de las minorías tiene repercusiones. Para Longino (2002) la aspiración debe consistir en edificar un espacio común en el que convergen una pluralidad de perspectivas que conviven en un contexto en el cual hay apertura hacia la crítica, canales para su difusión, respuesta ante ésta así como un mutuo reconocimiento de estándares argumentativos que, si bien no todos compartimos, al menos sí reconocemos como centrales en la resolución de los desacuerdos.

Así, emerge una mirada en la cual el conocimiento es contextual, producido por el encuentro entre una pluralidad de subjetividades que, en un diálogo crítico e intersubjetivo, problematizan los supuestos de unas y otras forjando con ello un espacio de dar y pedir razones que, si bien reconoce la existencia de asimetrías epistemológicas (y no epistemológicas) y de múltiples relaciones de poder, aspira a ampliar el ámbito de las subjetividades reconocidas como interlocutoras. Ello al señalar que sólo la pluralización de voces y perspectivas es capaz de combatir los sesgos sistemáticos asociados a posiciones hegemónicas o mayoritarias que suelen naturalizarse o a chovinismos epistémicos y parroquialismos que asumen acríticamente su propia superioridad.

Aquí es justo donde los estudios de la ciencia con perspectiva de género adquieren relevancia. Por un lado, en este campo se ha señalado la importancia de atender a tres niveles de análisis: instituciones, mecanismos de generación/validación del conocimiento y, finalmente, los contenidos de las propias ciencias (Guerrero Mc Manus, 2016a; 2016b). Asimismo, en este tipo de abordajes se reconoce que los efectos de pluralizar o democratizar requieren incidir en estos tres niveles reconociendo que los sesgos pueden generar distintos grados de afectación y que irían de la pura asimetría en la composición social del campo (proporción de hombres y mujeres o la existencia de diversas minorías a su interior), pasando por la elección de preguntas o líneas de investigación que excluyen los intereses de ciertos sectores hasta desembocar en respuestas, modelos, contenidos o teorías que naturalizan diversos sesgos de género.

Nuestra apuesta es, por ende, fortalecer a las epistemologías transfeministas al señalar que éstas son un motor de pluralismo ya que las voces trans aportan vivencias específicas. Este esfuerzo es capaz de incidir en las disciplinas si se abordan los tres niveles mencionados en el párrafo anterior a la luz de la crítica a la cis-heterofenomenología ya citada. Creemos que una apuesta así es capaz de problematizar la forma en la cual las subjetividades trans, en general, y los menores con CGN, en particular, son abordados por las experticias psi y los saberes biomédicos.

En el siguiente apartado atenderemos a la historia de dicha mirada cis-heterofenomenológica responsable no sólo de la narrativa del “cuerpo equivocado” sino también de otros sesgos que se han empleado en la concepción contemporánea del cuerpo trans al punto de resultar fundamentales para la diagnosis en menores de edad. En este sentido, se desea exponer el origen del sesgo aquí criticado para así dar pie a una actitud mucho más plural.

Diagnósticos y explicaciones de la inconformidad infantil de género

Tras haber presentado los elementos más generales de las epistemologías transfeministas y los vínculos que deseamos trazar entre éstas y los estudios sobre la ciencia con perspectiva de género, esta sección desea situar el origen de las principales explicaciones y modelos que existen en torno a la transexualidad en la infancia.

Para ello es menester tener en claro que esta historia no es disociable de la forma en la cual se ha concebido la transexualidad en adultos. Así, comenzamos siguiendo algunos de los trabajos de Andrew Lea (2016a, 2016b) en los cuales señala que, en el contexto angloamericano, sería en 1949 cuando el sexólogo David Cauldwell emplease el término “transexual” para referirse a personas con “un deseo patológico-mórbido por ser un miembro pleno del sexo opuesto” (citado en Lea, 2016b). Cauldwell retomó el término de Magnus Hirschfeld quien desde 1910 empleaba el término “transexual psíquico” pero sin distinguir entre travestismo, homosexualidad con afeminamiento y transexualidad (Soley-Beltrán, 2003; Cohen-Kettenis y Gooren, 1999; Herrn y Taylor, 2018).

Posteriormente, sería gracias al endocrinólogo Harry Benjamin que el término transsexual se volvería más influyente, en especial tras la publicación en 1966 del libro The Transsexual Phenomenon, aunque ya desde 1953 había trabajado en las categorías de transexualidad y travestismo como fenómenos psicosomáticos y somatopsíquicos (Lea, 2016b).

La influencia de Hirschfeld, Cauldwell y Benjamin se reflejaría incluso en la publicación en 1980 de la tercera edición del Manual de Diagnóstico Estadístico de Enfermedades Mentales (DSM-III) de la Asociación Psiquiátrica Americana (APA) en la cual se continuaba enfatizando el deseo persistente de librarse de los propios genitales para, posteriormente, vivir como un miembro del sexo opuesto. Incluso en el DSM-III se retenían algunas de las aproximaciones etiológicas desarrolladas por el propio Benjamin.

Cabe destacar que, más allá de los elementos concretos de dichas propuestas etiológicas, la historia de las explicaciones de corte causal en torno a la transexualidad muestra la forma en la cual se dio un proceso de co-construcción entre los modelos etiológicos y las apuestas terapéuticas avanzadas a la luz de dichos modelos (Lea, 2016b).

Este proceso, sin embargo, se dio en un contexto institucional que no debiera perderse de vista. El propio Benjamin fue impulsor en 1966, junto a John Hoopes, Milton Edgerton y Norman Knorr, de la creación de la primera clínica de identidad de género en Estados Unidos como parte de la Escuela de Medicina de la Universidad John Hopkins. Esfuerzos similares fueron la creación de la Erikson Educational Foundation dedicada a promover el conocimiento en torno a la transexualidad, un conjunto de estrategias en defensa de los pacientes transexuales y un aparato capaz de financiar dichas estrategias.

En cualquier caso, ya para 1975 existían más de 30 centros médicos dedicados al tema de la identidad de género y las operaciones de reasignación de sexo. Este auge ejemplificaba parte del viraje en la psiquiatría norteamericana que se alejaba así de la enorme influencia que el psicoanálisis había ejercido sobre ella y que había dado lugar a aproximaciones desde la psicoterapia que, en opinión de los endocrinólogos, habían resultado del todo fallidas.

Así, partiendo en la década de 1950 y hasta la de 1970, observamos que existió un desplazamiento en la forma en la que la transexualidad era categorizada y abordada por el aparato biomédico, abandonando aproximaciones que concebían a esta condición como una enfermedad mental en favor de recuentos que rastreaban su causa en supuestas bases biológicas. Esta posición había sido impulsada originalmente por psicoanalistas como Otto Fenigel, quien, en la década de 1930, había calificado a la transexualidad como una neurosis mientras sostenía que el travestismo se asociaba con el complejo de castración. El momento social había hecho posible una enorme visibilidad del discurso psicoanalítico ya que Christine Jorgensen, la famosa mujer trans norteamericana que había realizado su operación de “confirmación de género” en Dinamarca, sirvió de excusa para que numerosos analistas escribieran comentarios en torno a las causas de la transexualidad (Lea 2016a; 2016b).

Así, por ejemplo, Emil Gutheil había afirmado que esta condición resultaba de seis factores psicopatológicos: (i) una homosexualidad latente o manifiesta con un complejo de castración no resuelto; (ii) un componente sadomasoquista; (iii) un componente narcisista; (iv) un componente exhibicionista; (v) un componente fetichista y, (vi) una tendencia escopófila en la cual el placer sexual se deriva del acto de observar objetos cargados de simbolismo erótico (Lea, 2016b).

Si dicha diagnosis parece exagerada, para otros analistas como Joost Merloo todo aquél que deseara alterar sus genitales era, en principio, un paciente al borde de la psicosis. Para otros, la transexualidad era una instancia más de la homosexualidad, pensada todavía en esos años como patológica, debido a la influencia de Sandor Rado y el trío integrado por los doctores Bieber, Bergler y Socarides.

Sea como fuere, el auge de la cirugía de cambio de sexo como aproximación terapéutica implicó una ruptura en la cual los factores biogenéticos cobraron una mayor importancia, al punto de sostenerse que los individuos trans eran víctimas de su constitución genética. El propio Benjamin fue arquitecto de dicho cambio en la forma de concebir a la transexualidad y, en ese sentido, su compromiso biologicista era fundante de su creencia en que la mejor terapia consistía en la modificación corporal ya que resultaría imposible modificar un atributo asentado en la biología de la persona. Esto lo llevó a resistir toda aproximación psicopatológica que no tuviera un compromiso con una supuesta base biológica (Lea, 2016b).

A la postre, la división entre analistas y endocrinólogos condujo a la creación de dos grandes enfoques. Por un lado, una teoría postnatal centrada en el ambiente social; por otro, una teoría prenatal centrada en el ambiente hormonal intrauterino. Desde luego, hubo posiciones intermedias como las de John Money, quien combinaba una narrativa psicosexual con una visión interaccionista que reconocía que los cromosomas y las hormonas podrían jugar algún papel. Incluso el famoso Robert Stoller, de formación psicoanalítica, reconocía que, si bien la fuerza principal podría ser una psicopatología centrada en las relaciones familiares, cabía la posibilidad de que la biología jugara algún papel.

El segundo enfoque comenzó así a buscar en la genética, primero en alteraciones cromosómicas como el Síndrome de Klinefelter y, posteriormente, en marcadores más finos, una posible etiología; así también, surgieron las primeras aproximaciones basadas en las neurociencias. Por último, auspiciado por figuras de renombre como el ya citado Money, comenzaron los experimentos con animales en los cuales se buscaron etiologías del transexualismo al suponer que éste podía ser homologable a diversas conductas presentes en animales no humanos.

Sería este nuevo enfoque biologicista el generador de la influyente narrativa de “haber nacido con el cuerpo equivocado”. Irónicamente, a pesar del claro convencimiento de que existía una base biológica, lo que no estaba disponible eran evidencias en favor de dicha tesis; en cualquier caso, las razones para aceptar dicho enfoque eran indirectas y se basaban en el rotundo fracaso de las aproximaciones psicoterapeúticas. Ello no impidió que la apuesta por teorías de corte prenatal, y somáticamente centradas, condujeran a apuestas terapéuticas somáticamente centradas -la terapia de “confirmación de género” -; en claro contraste, teorías postnatales y centradas en el ambiente social eran más proclives a conducir a aproximaciones terapéuticas psicoanalíticas. Esta oposición se tradujo en lecturas encontradas de la propia operación de “confirmación de género”, ya que para los partidarios de una visión somática dicha operación era curativa mientras que para sus detractores era meramente un tratamiento de síntomas, pero no así del problema mismo -se llegó incluso a afirmar que dicha operación era alimentar las fantasías psicóticas del enfermo (Lea, 2016b).

Ahora bien, muchas de estas ideas terminaron plasmadas en el DSM-III pero también en la Clasificación Internacional de Enfermedades (ICD-10, por sus siglas en inglés) de la Organización Mundial de la Salud (OMS); incluso en textos más recientes como el DSM-IV o DSM-5. Esta codificación en manuales médicos ha incluido a las infancias con inconformidad infantil de género y ha llevado a ciertos autores (Cabral, Suess, Ehrt, Seehole y Wong, 2016) a criticar tal inclusión en manuales mucho más recientes como el propio ICD-11.

En cualquier caso, en el mundo la mayor parte de las aproximaciones terapéuticas contemporáneas emanan de los Estándares de Cuidado de la World Professional Association for Transgender Health (WPATH) (Pons y Garosi, 2016). En dichos estándares el procedimiento de diagnóstico solía dividirse, al menos hasta finales del siglo XX, en dos fases (Cohen-Kettenis y Gooren, 1999). En la primera se llevaba a cabo una evaluación siguiendo los lineamientos del DSM o del ICD; en esta fase se buscaba identificar un deseo persistente por pertenecer al sexo opuesto y sin que hubiera indicaciones de enfermedad mental alguna. Asimismo, la información recopilada se centraba en el desarrollo psicosexual, en el significado del travestismo para la persona en cuestión y buscaba eliminar instancias de travestismo fetichista -o autoginofilia para cuerpos históricamente asignados como masculinos-, homosexualidad ego-distónica o síndromes de naturaleza escóptica.

En la segunda fase se llevaba a cabo la famosa prueba de vida real en la cual se le solicitaba a la persona en cuestión que viviera dentro del rol de género deseado; esto se hacía, muchas veces, sin que la persona hubiera comenzado una Terapia de Reemplazo Hormonal (TRH), aunque lo más común era que en esta fase se comenzara, ya sea de manera concurrente o ligeramente posterior, la TRH.

Cuando estas fases diagnósticas finalizaban podía darse luz verde a una operación de “confirmación social”. De igual manera, se sugería que a lo largo del proceso hubiera una psicoterapia acompañante, ya no con el fin de transformar la identidad de género, sino con el objetivo de ayudar en la transición.

En el caso particular de los y las menores de edad, lo expuesto se cruza con el tema de la inmadurez y las preguntas sobre cuándo y quién es el sujeto epistemológicamente competente a la hora de juzgar la identidad de género de las juventudes. Asimismo, la inmadurez suele vincularse con un mayor grado de maleabilidad y, por ende, con la posibilidad de que la identidad de género no esté todavía fijada. A modo de anécdota, en el DMS IV se señalaba que en adultos la no identificación con el sexo asignado al nacer solía ser crónica, es decir, fija, y que ello le daba mayor certidumbre al médico a la hora de proceder con aproximaciones terapéuticas, algo que, como podrá imaginarse, no estaba garantizado en menores. Al margen de esto, el tema de la maleabilidad lleva largo tiempo con nosotros, al menos todo el siglo XX, de allí que no sorprenda que ya bien entrados los años 1960 se considerase todavía posible “corregir” las conductas de los menores con CGN (Lea, 2016b).

Sin embargo, para la década de 1970, con el triunfo de la mirada biologicista, el discurso del desarrollo tomó mucho más fuerza. Hoy en día hay dos grandes modelos dentro de este grupo. Por un lado, un modelo agnóstico que considera que el género emerge de la interacción entre factores biológicos, psicológicos y sociales y, por otro, un modelo naturalista que considera que existe un “Yo” verdadero que irá expresándose a lo largo del tiempo. Empero, ambos coinciden en juzgar al desarrollo como un sendero que parte de una mayor fluidez y variabilidad a un estadio adulto rigidizado y fijo. Ambos, igualmente, consideran que los adolescentes pueden optar por identidades de género que aparentemente clausuran etapas exploratorias de la infancia, pero sobre la base de presión familiar o escolar que, a la postre, puede esconder la existencia de identidades no cis-genéricas (Castañeda, 2015).

Análogamente, es posible que haya situaciones en las cuales los adolescentes adopten identidades transitorias como parte de una exploración de su propia identidad. De allí que, por un lado, cualquier intervención recomendada por ambos modelos se centre en la reversibilidad de la misma y que, por otro, las hormonas administradas suelan ser simples retardadores que -en estos casos- favorezcan una transición social que comienza antes que cualquier terapia hormonal. Para intervenciones más radicales, como operaciones enfocadas en chicos trans que desean remover sus senos, los Estándares de Cuidado sugieren que el adolescente en cuestión haya vivido por lo menos por un año dentro del género elegido; para el caso de chicas trans, dichos estándares consideran que lo mejor es esperar a la mayoría de edad si la mujer en cuestión desea realizarse una operación de “confirmación de género” (Coleman et al, 2012; Castañeda, 2015).

Como sea, los estándares son claros al sostener que la opción más ética es intervenir en la adolescencia de tal modo que los caracteres sexuales secundarios no se manifiesten y, gracias a ello, se disponga de mayor tiempo para tomar una decisión. Se considera, asimismo, que ello evita una sensación generalizada de malestar y disforia producida por el advenimiento de la adolescencia; una situación que puede verse amplificada en contextos de acoso escolar o discriminación (Coleman et al, 2012).

En suma, en esta sección hemos ilustrado la génesis de la narrativa del “cuerpo equivocado” y sus terapéuticas asociadas a la luz de contextos institucionales específicos. Asimismo, hemos descrito cómo se fueron configurando los procesos de configuración del sujeto transexual tutelado por la medicina. En la sección siguiente pondremos atención en dos presupuestos problemáticos que hasta hoy se usan para legitimar la experiencia trans y que acompañan a la narrativa del cuerpo equivocado como eje articulador de los diagnósticos en torno al cuerpo trans.

Presupuestos a debate

Como se expuso al cerrar la sección anterior, la narrativa del cuerpo equivocado ha sido fundamental en la medicalización del cuerpo trans. Sin embargo, este cuerpo confronta una asimetría epistemológica cuando se le compara con el cuerpo cis-género ya que este último se toma como natural y no existe la exigencia de argumentar por qué dicho cuerpo es el cuerpo de tal o cual sujeto. Algo muy diferente ocurre con el cuerpo trans ya que los sujetos trans deben establecer que son trans, lo cual implica cierta relación con su corporalidad que deberá testimoniarse.

Empero, este saber sobre sí mismos viene mediado por la experticia médica, misma que demanda el establecimiento de un diagnóstico, esto es, que se cumplan una serie de condiciones para ganar acceso epistémico de manera presuntamente objetiva sobre la fenomenología del cuerpo de la persona en cuestión. Este reto epistémico, que supedita la voz de la primera persona ante un tercero, no sólo suele implicar el reapropiarse de la narrativa del cuerpo equivocado para así ganar credibilidad ante el otro, sino el satisfacer una serie de estándares o criterios que permitan al médico establecer con una mínima certeza que en efecto está ante una persona trans. Hay así una epistemología de la etiología y el desarrollo del cuerpo trans y, de fondo, una política de dicha etiología. Esta etiología tiene una serie de presupuestos que sirven de líneas generales para saber si es más o menos confiable cierto testimonio; la interrogación de estos presupuestos es lo que puede denominarse una reflexión política de esta etiología.

De allí que esta política de la etiología de la identidad de género en niños y adolescentes, es decir, la discusión acerca de los presupuestos y normas que rigen la discusión epistemológica en torno a las causas de las transgeneridad y transexualidad en menores de edad, haya tomado relevancia gracias no sólo a la mayor visibilidad de estos menores sino a la necesidad de articular marcos jurídicos donde dicho cambio sea no únicamente posible sino digno. Por todo ello es que en esta sección pasamos revista a dos de los presupuestos que consideramos más problemáticos de toda la política de la etiología.

Inmutabilidad

Uno de los elementos que resulta más notable en dicho debate es el papel que está jugando el presupuesto de la inmutabilidad de la identidad de género. En manuales como el DSM IV o el DSM 5 se enfatiza constantemente que, en adultos, la disforia de género suele ser crónica, es decir, persistente e inamovible, algo que sirve no sólo para robustecer el testimonio escuchado sino para disminuir las posibilidades de que intervenciones reversibles o irreversibles se realicen en un sujeto que bien podría cambiar de opinión. Cosa muy distinta, señalan tanto manuales como los Estándares de Cuidado de la WPATH (Coleman et al, 2012), pasa con los menores ya que en su caso hay la posibilidad de encontrarnos ante un testimonio que no sea temporalmente persistente. De allí que las intervenciones ante menores se vuelvan epistemológicamente más problemáticas pues, si habrá de intervenirse, habrán de exigirse estándares de prueba más altos. El costo, desafortunadamente, es someter a la tiranía de la noción de verdad avalada por un tercero la forma en la cual un sujeto se narra a sí mismo.

Sin embargo, el presupuesto de inmutabilidad tiene una historia que no es sólo epistémica. Así, por ejemplo, en el caso de Estados Unidos, el presupuesto de inmutabilidad está vinculado con la noción de que dicha identidad es innata y definitoria de la persona, es decir, está fija, presupone un fijismo. Se afirma, en este sentido, que cualquier intento por cambiarla genera graves problemas al bienestar y salud mental de la persona intervenida. Una consecuencia de dicha formulación es que la identidad escapa del ámbito de la volición y autogobierno de la persona ya que ésta le antecede (Lea, 2016a).

Esta visión fijista evolucionó a partir de las concepciones de mediados del siglo XX defendidas por Hirschfeld y Benjamin y en las cuales la apelación al innatismo sirvió para arrancar a la transexualidad de la esfera de la criminología y el delito, al señalar que la persona simplemente no controlaba estos aspectos de sí misma. Por otro lado, esta visión arrancó a la transexualidad de ciertas lógicas que conducían al oprobio -por ejemplo, mediante la noción del pecado-, al negar que esta conducta fuera una acción gobernada por la voluntad e intención de la persona; esto no sólo condujo a la naturalización de la transexualidad sino al surgimiento de una empatía condescendiente que ya no miraba a las personas trans como indecentes sino como enfermas.

Esta concepción naturalista y patologizante, como se ha visto, también cerró las puertas a las intervenciones analíticas y permitió que la identidad de género, al menos en Estados Unidos, fuera subsumida bajo lo que podríamos llamar la gramática racial de la diversidad. Con esta noción aludimos a la idea de Epstein (2008), quien ha señalado que las políticas de inclusión en lo que a las minorías respecta, en esa nación, suelen funcionar en analogía con la forma en la cual se ha buscado integrar a la minoría afroamericana dentro de la vida social, económica y política. Ello ocurre, según Epstein, incluso si no estamos haciendo referencia a minorías raciales no afro-originarias, de tal suerte que incluso las mismas minorías sexo-genéricas terminan por ser pensadas a la luz del paradigma racial en ámbitos como el derecho, la política o la economía, lo que presupone que estamos ante clases naturales fundadas en una biología inmutable.

Esta gramática, influenciada por el pensamiento de John Stuart Mill, toma como eje de reflexión el efecto que tienen condiciones inmutables de nacimiento vinculadas a asimetrías sociales y sostiene que toda asimetría fundada en dichos rasgos innatos es inadmisible e injustificable ya que escapa a la posibilidad de vincular dicho atributo con la responsabilidad que el propio agente tiene sobre su vida, noción con una fuerte carga normativa tanto en el plano ético como epistemológico y que resultaría inaplicable en todos aquellos rasgos que fueran, justamente, inmodificables pues escaparían del control voluntario del agente (Lea, 2016a).

Asimismo, esta gramática ha ido codificándose en el aparato jurídico estadounidense. Primero, con el surgimiento en 1938 del término “clase sospechosa”, el cual implica que estamos ante una categoría emanada de una clasificación que demanda un escrutinio aumentado dado que puede estar basada en un prejuicio dirigido hacia una minoría específica (Epstein, 2008). Segundo, con la entrada, en 1973, del concepto de inmutabilidad al ámbito jurisprudencial, es cuando se determinó que tanto el sexo como la raza, eran básicamente accidentes de nacimiento que no permitía justificadamente atribuir cargas asimétricas sobre las personas -como mayores obligaciones (Lea, 2016a).

Cabe aclarar que si bien la inmutabilidad es una herramienta que se usa de forma cotidiana, también es importante señalar que ésta no basta para hablar de cargas injustificadas y que es necesario evidenciar una historia de opresión o discriminación, un relativo desempoderamiento político y la capacidad del grupo presuntamente oprimido por contribuir a la sociedad. De allí que muy pronto tanto el Movimiento de Liberación Homosexual (MLH) como ciertos sectores del activismo trans buscasen subsumir a la orientación sexual misma como un rasgo inmutable ya que ello, en conjunción con los demás elementos, permitirían dicha gramática racial. En ocasiones esto se ha hecho con una versión deflacionaria de la inmutabilidad, a saber, la existencia de rasgos denominados tenaces y que, si bien pueden cambiar a lo largo de la vida, es muy difícil que lo hagan y el forzar dicho cambio puede tener las mismas desafortunadas consecuencias que en los rasgos estrictamente inmutables.

De esta manera, el argumento de la inmutabilidad tiene un costo elevado. Por un lado, deja sin protección a los individuos transgénero o queer que explícitamente consideran que sus sexualidades e identidades son fluidas, cambiantes, políticas y elegidas. Por otro lado, al supeditar la dignificación al discurso biomédico, deja intacta la tutela y medicalización, los aleja de una defensa basada en derechos humanos y deja abierta la posibilidad de una futura patologización al no problematizar la hegemonía de los discursos biomédicos y las experticias psi.

Finalmente, en el ámbito de las infancias y adolescencias trans, el presupuesto de inmutabilidad conduce a que, irónicamente, la enorme fluidez observada en esa etapa de la vida sea descartada en un plano epistemológico, al afirmarse que los menores aún no son agentes epistémicos competentes en el plano del autoconocimiento y, como consecuencia, a que sus voces sean desatendidas y sus derechos cancelados.

Desarrollismo

De la mano del presupuesto anterior se encuentra precisamente una concepción basada en la edad en la cual se privilegia al adulto como el agente epistémicamente competente por antonomasia (Lea, 2016a). Esto, como hemos visto, está explícitamente establecido en los Estándares de Cuidado elaborados por la WPATH. Señalar este punto es importante, aunque no debe entenderse como un compromiso de nuestra parte por considerar que los adolescentes -y mucho menos los niños- deben gozar de una agencia en absoluto tutelada. Empero, sí queremos señalar que la invalidación de estos testimonios puede y suele tener consecuencias problemáticas. Suponer, asimismo, que toda experiencia transgenérica evanescente es inauténtica y, por ende, debiera quedar fuera de la protección legal pertinente o del reconocimiento adecuado, es básicamente imponer una normativa que coarta la libertad de los menores por explorar su cuerpo, su sexualidad y su personalidad.

Sin embargo, el presupuesto desarrollista no sólo se traduce en una generalizada invalidación de la agencia del adolescente sino que, inadvertidamente, tiene una serie de implicaciones normativas acerca de la idoneidad de lo que un cuerpo trans debe ser. A saber, suponer que mientras más pronto se interviene un cuerpo trans, mayor salud psíquica se alcanzará en la adultez, implica presuponer que todo cuerpo trans incapaz de “pasar”-es decir, de ser leído como si fuese un cuerpo cis-género- no puede más que generar disforia, estrés y malestar. Esta equiparación implica la introducción implícita de una normatividad en la cual el cuerpo trans debe asemejarse lo más posible al cuerpo cis para garantizar la salud psíquica de estas subjetividades (Castañeda, 2015). Esto invalida inadvertidamente las corporalidades de las personas trans que transitan de adultas y, por otro lado, presupone que sus corporalidades no pueden ser más que insatisfactorias.

En cualquier caso, nos parece que el presupuesto desarrollista merece mucho mayor escrutinio si lo que se busca es la dignificación tanto de la niñez y adolescencia trans como de la adultez trans. Nos parece, de igual manera, que este presupuesto es una herramienta fundamental de la mirada cis-heterofenomenológica que arroja los cuerpos trans a la tutela médica y, al hacerlo, les resta agencia.

Hacia una nueva ontología y epistemología de la identidad de género

Hasta ahora nos hemos enfocado en presentar de manera muy general tanto el aparato crítico que pretendemos movilizar como el conjunto de discursos que buscamos problematizar. Sobre lo segundo, hemos hecho referencia a los tres niveles de análisis que los estudios de la ciencia con perspectiva de género señalan como indispensables: (i) instituciones, como las clínicas asociadas a universidades, los hospitales y las propias asociaciones profesionales; (ii) los modelos y teorías y, en este caso, dado que tratamos con un aparato médico-psiquiátrico, las terapias mismas, y (iii) de manera breve hemos aludido a los procesos de validación de las terapias, al invocar ciertos modelos y teorías que las justifican, y los procesos de validación de las teorías y modelos mismos al señalar que, si bien la evidencia directa es prácticamente nula, el eje de la argumentación ha girado en torno al fracaso sistemático de las intervenciones analíticas con afán correctivo.

Lo que pretendemos hacer en el resto del artículo es aplicar las intuiciones de las epistemologías transfeministas y los puntos que hemos rescatado de ciertas propuestas concretas de la epistemología feminista, a saber, la importancia de atender a la polivocidad y la relevancia que tiene una crítica intersubjetiva, dialógica y democrática para la transformación de los tres niveles de análisis señalados por los estudios de la ciencia.

Para ello consideramos que es menester presentar una propuesta ontológica positiva que nos permita construir no únicamente una crítica a los puntos epistemológicamente cuestionables de las explicaciones/terapias abordadas sino que le dé sustancia a una concepción del cuerpo trans capaz de poner en jaque la inmutabilidad y el desarrollismo, para así dar paso a una defensa basada en el discurso de los derechos humanos que logre eficazmente proteger y avanzar en el bienestar de las infancias y adolescencias trans, sean éstas evanescentes o no.

Consideramos que, en ese sentido, la ecología queer (Mortimer-Sandilands y Erickson, 2010) sirve como un fundamento que estaría a la altura de estos objetivos. Esta aproximación resulta del giro que la teoría queer comenzó a experimentar bajo la influencia del nuevo materialismo, mismo que reivindicó una visión de la materialidad de los cuerpos que no se agotaba en la construcción de éstos como marcas escriturales producidas por prácticas de citacionalidad/inscripcionalidad dentro de ciertos regímenes de poder, sino que apostó por el rescate de una materialidad sensible a las dimensiones orgánicas, causales, funcionales e, incluso, ambientales de dichos cuerpos; ello, desde luego, sin caer en una aceptación acrítica de los discursos que están detrás de dichas dimensiones.

En cualquier caso, uno de los puntos centrales de la ecología queer consiste en señalar que la subjetividad es inherentemente ecológica. Con ello no se pretende hacer una conexión simplista entre naturaleza y naturaleza humana sino que se busca hacer ver que toda posición de sujeto adquiere una coherencia en función de las relaciones de co-producción que guarda con su contexto, un contexto que, a una misma vez, la produce y es producido por ésta. Esta tesis tiene distintas facetas y no pretendemos agotarla en esta breve presentación. Lo que queremos traer a cuenta es que esto debe entenderse como una tesis hermenéutica que señala que la comprensión que una subjetividad tiene sobre sí misma depende de las herramientas interpretativas de las cuales dispone y que, si bien puede y de hecho transforma a dichas herramientas, sin duda que, en un momento dado, éstas le constriñen. La construcción de una narrativa de vida coherente es, por tanto, la condición de posibilidad del surgimiento de un Yo mínimamente cohesionado que, por un lado, se interpreta a sí mismo a la luz de cómo lee su propia Historia de Vida mientras que, por otro lado, construye sus propias trayectorias mediante un proceso escritural de sí mismo que afecta fuertemente, canaliza incluso, los futuros hacia los cuales se aspira. Esta tesis implica que la persona se forja a sí misma en función de cierto Mundo-de-la-vida.

Lo anterior tiene una infinidad de consecuencias que dejaremos sin explorar a cabalidad. Quisiéramos, únicamente, señalar que este acto de auto-escritura implica, por un lado, una historicidad fuerte de las subjetividades en las cuales éstas sólo pueden tener coherencia cuando sus Mundos-de-la-vida ya existen, de tal suerte que toda lectura que homologue y desarraigue a una subjetividad dada para postular su identidad con otra, lo hace con el enorme costo de despojarla de sus facetas hermenéutico-interpretativas y, con ello, de la posibilidad de atender a la propia mirada de quien vive una vida que es, siempre, una vida situada. Por otro lado, esta situacionalidad no sólo se vincula con una historicidad en cuanto pasado o tiempo histórico sino en términos de una temporalidad y un devenir donde toda subjetividad puede, en principio, por sus relaciones de co-producción, devenir en una versión radicalmente distinta de sí misma a lo largo de una Historia de Vida.

Esta intuición ha sido retomada por ecólogas queer que la han aplicado en la forma en la cual se vive una vida trans. Han señalado de este modo que, cuando se nos inculca que la narrativa que nos da coherencia implica considerar a nuestro género como fijo e innato, inmutable y ajeno a nosotros, se fomenta un efecto en el cual todo acto de transitar adquiere tanto una demanda de explicación como una suerte de mirada rupturista que igualmente demanda el restablecimiento de la coherencia. Estos dos elementos propiciarían que las subjetividades trans cancelen no sólo su agencia a la hora de comprender sus propias transiciones sino también su propio devenir, cayendo en narrativas trans-natalistas en las que se es trans desde siempre y simplemente lo que se vive es un proceso de descubrimiento. El costo de una narrativa de esta índole no es solamente el supeditar la narración de la propia vida a una verdad que se coloca más allá de la propia esfera de la agencia sino que hace inauténticas a todas las experiencias previas a la transición, borra asimismo a las identidades o experiencias trans de corte evanescente e impone un imperativo que cierra toda posibilidad futura de volver a replantearse la propia vida -a menos que en ello medie otra lectura rupturista de esta segunda transición o cambio.

En este punto nos interesaría mencionar que hacer habitables las vidas trans requiere un fuerte trabajo por deconstruir estas narrativas, moldeadas a la luz de una cis-heterofenomenología que no únicamente las despoja de voz y las arroja a numerosas injusticias hermenéuticas y testimoniales, que no solo implica juzgar la experiencia trans evanescente como inauténtica, sino que, al hacer lo trans algo que mora en la esfera de lo abyecto, hace indeseable todo acto de cuestionamiento acerca de la posibilidad de transitar, de tomar otro sendero en nuestra Historia de Vida. Este proceso no es solo de corte hermenéutico-interpretativo sino que está, como esperamos sea claro, parcialmente moldeado por las narrativas hegemónicas que los saberes médicos proveen y parcialmente condicionado por las realidades materiales que básicamente implican que toda posición dentro de las relaciones productivas está asignada a subjetividades cisgenéricas -dejando así a las subjetividades trans asociadas a posiciones que, de antemano, se han ya juzgado como abyectas, como el trabajo sexual.

Finalmente, lo expuesto se traduce en que no será posible hacerle justicia a las infancias trans ni mucho menos despatologizar tanto a la juventud como a las vidas trans en su conjunto al trasladarnos al ámbito de los derechos humanos mientras la ontología que las ciencias mismas aportan implique una visión inmutable, fija, determinista y desarrollista que, por un lado, moldea argumentos jurídicos y, por otro, cercena las dimensiones hermenéutico-interpretativas. Que de igual manera invisibiliza cómo, en colusión con las formaciones cis-heteropatriarcales del capitalismo, dicha ontología nos conduce acríticamente a vidas rigidizadas que, cuando se dejan de lado, nos arrojan al ámbito de lo abyecto y que, finalmente, nos obligan a pensar nuestra vida en términos de una ruptura que debemos explicarnos ante nosotros mismos con el afán de restaurar una supuesta coherencia perdida que pasa por la negación de nuestra agencia, el repudio de nuestro cuerpo, la supresión de nuestra biografía y la supeditación de nuestra voz ante la voz hegemónica de los saberes expertos.

Conclusiones: de la necesidad de la voz trans en los espacios del saber

Este texto nace de un escenario coyuntural: la atención que ha suscitado hoy en día la infancia y adolescencia trans. Como hemos dicho, en esta coyuntura se intersectan numerosos debates y posiciones. Lo que a nosotras nos ha parecido importante es traer a cuenta las epistemologías transfeministas, en conexión con los estudios de la ciencia con perspectiva de género, para hacer ver que, detrás de este debate, hay un conjunto de saberes emanados de las experticias psi y la biomedicina que, más allá de sus diferencias, coinciden en desposeer a las personas trans de agencia, voz y testimonio.

Esto ocurre, en especial dentro de la concepción biológica hegemónica, al concebir a la subjetividad trans como asentada en una biología que justifica una mirada fijista y desarrollista, pero también etarista, de la identidad de género. Bajo dicha mirada toda experiencia trans evanescente es juzgada como inauténtica y, en general, se impone sobre las personas trans una serie de imperativos por dar coherencia a la luz de una demanda de explicación fundada en sesgos cis-heterofenomenológicos.

Hemos buscado resistir estas dinámicas al traer a las epistemologías transfeministas como una herramienta que ilumina tanto las fuentes del problema como la necesidad de justiciar interpretativa y testimonialmente a las personas trans. Ello, como también sostuvimos, demanda repensar a la subjetividad como esencialmente ecológica, algo que se ha hecho ya en la ecología queer. Esperamos, finalmente, que lo expuesto aquí contribuya a generar marcos teóricos y políticos que lleven a los estudios trans y a las personas trans a posiciones de mayor empoderamiento sobre sus vidas. Sea pues éste un intento por impulsar al cuerpo trans en resistencia.

Reconocemos, desde luego, que la construcción de herramientas críticas desde la hispanidad y latinoamericanidad queda como una tarea aún por realizarse, pero que no puede dejarse de lado ya que los procesos de medicalización de los cuerpos trans también se ven afectados por dimensiones locales, incluso si dichos procesos operan de forma global, ya que las primeras suelen condicionar la forma en la que ocurren los segundos. Sea pues éste un tema pendiente y todavía por trabajar.

Agradecimientos

Las autoras expresan su agradecimiento al Laboratorio Nacional “Diversidades” UNAM-CONACyT; proyecto 282035.

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1Usamos el término “trans” siguiendo la tradición en los estudios trans en español en los que se usa como un término que agrupa diversas experiencias, tanto identitarias como asociadas a la expresión de género, en las que no se da una concordancia entre el género con el cual se identifican, el sexo asignado al nacer o las conductas “típicas” esperadas de acuerdo al sexo históricamente asignado (Galofre y Missé, 2015).

2Esta heterogeneidad de posiciones se refleja también en una heterogeneidad nomenclatural en la cual las infancias trans no son ya descritas como GNC sino como género creativas, género independientes, género fluidas, genderqueer o no cis-género (Vance, Ehrensaft, y Rosenthal, 2014).

4Gerrard Coll-Planas (2011) señala las contradicciones del propio discurso médico que, con una supuesta neutralidad, dice respetar la autonomía del paciente a la vez que malforma su vivencia y su discurso bajo la lógica de un cuerpo al que le es inherente el sufrimiento, y, por ende, debe ser modificado. A esta distorsión de la subjetividad, señala, le subyace una relación desigual de poder entre médico y paciente.

5Permítasenos aquí jugar con los términos. El término “heterofenomenología” es desarrollado por Antonio Damasio (2000) para señalar la forma en la cual, en las ciencias cognitivas, el testimonio que alguien hace sobre su propia experiencia puede ser tomado por los neurocientíficos como un dato para correlacionar con la información extraída por técnicas imagenológicas avanzadas. Si se habla, por tanto, de heterofenomenología es porque, a diferencia de la fenomenología clásica en la cual la primera persona tiene prioridad, aquí es la tercera persona la cual interpreta el testimonio ofrecido. Quisiéramos, también, hacer que el término se lea a la luz de un cis-hetero-patriarcado en el cual la voz trans es subsumida bajo la coherencia del punto de vista del sujeto cis-heterosexual que implícitamente estaría detrás del discurso médico reinterpretando el trans-testimonio.

Recibido: Julio de 2017; Aprobado: Febrero de 2018

*Autora para correspondencia: Siobhan F. Guerrero Mc Manus, siobhanfgm@gmail.com

Siobhan F. Guerrero Mc Manus es doctora en filosofía de la ciencia por la Universidad Nacional Autónoma de México. Actualmente es investigadora asociada C, del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades (CEIICH). Sus áreas de interés son el feminismo y filosofía, epistemología feminista, ciencia y género, historia de la homosexualidad, filosofía de la biología. Entre sus artículos más recientes destacan, en coautoría (con Agustín Mercado-Reyes), “Constructing Publics, Preventing Diseases and Medicalizing Bodies: HIV, AIDS and its Visual Cultures”. En Salud, Sexualidad y Sociedad. Revista Latinoamericana (2016) y, también en coautoría (con Adriana Murguía Lores y Teresa Ordorika Sacristán) “Consideraciones Epistemológicas en torno a la Medicalización en América Latina: Balances y Propuestas”. En Ludus Vitalis (2016).

Leah D. Muñoz Contreras es tesista en la licenciatura en biología, en la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional Autónoma de México. Sus áreas de interés son feminismo, teoría queer, estudios trans, marxismo y filosofía de la biología.

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