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Revista interdisciplinaria de estudios de género de El Colegio de México

On-line version ISSN 2395-9185

Rev. interdiscip. estud. género Col. Méx. vol.3 n.5 Ciudad de México Jan./Jun. 2017

https://doi.org/10.24201/eg.v3i5.120 

Artículos

Lloronas, madres y fantasmas: necrobarroco en México1

Lloronas , Mothers and Ghosts: Necrobaroque in Mexico

Gloria Luz Godínez* 

*Universidad Veracruzana, Centro de Estudios, Creación y Documentación de las Artes, Xalapa, Veracruz, México, email: lucurita@gmail.com


Resumen:

Este texto muestra diferentes perspectivas barrocas de la madre en duelo, desde la mujer-serpiente o Cihuacóatl hasta las madres organizadas frente a la necropolítica actual. El objetivo es reinterpretar la figura de la Llorona en clave necrobarroca: denunciar el control de la muerte con el que se ejerce el poder privado en este país. Ya que la política de la muerte se basa en una política de la raza, aquí se señalan gestos que han emparentado a las mujeres indígenas con la melancolía para deshacer el mito del carácter nacional, desligando a la melancolía racial del trabajo de duelo de las madres de los desaparecidos en el México del siglo XXI, lamento público que distingue a estas ciudadanas activas y politizadas.

Palabras clave: necrobarroco; cuerpos abyectos; trabajo de duelo; madre

Abstract:

This text presents several baroque perspectives on mourning mothers, from the snake-woman or Cihuacóatl, to mothers that organize themselves in face of current necropolitics. My objective is to reinterpret the figure of La Llorona from a necrobaroque point of view: denouncing how private power exercises control over death in Mexico. Taking into account that the politics of death are based on politics of race, this article identifies gestures that has linked indigenous women with melancholy, in order to shatter the national character myth and detach racial melancholy from the labor of mourning carried out by the mothers of the men and women who have gone missing in 21st century in Mexico: a public lamentation that sets this active and politicized female citizens apart.

Key words: necrobaroque; abject bodies; mourning work; mother

Introducción

La leyenda de la Llorona, monstrua popular mexicana, arroja cuestiones que se entretejen con ayuda de la filosofía contemporánea: maternidad, herencia, duelo y espectros. Cuatro nociones que aquí se plantean desde la perspectiva de género develando el comportamiento necrobarroco de las madres dolientes en contra de la normalización del asesinato.

El término necrobarroco lo he desarrollado pensando en la actualización del “neobarroco” 2 que Severo Sarduy (1999) hiciera popular en los años setenta para resaltar la actitud transformadora del barroco latinoamericano. El prefijo neo, relativo a lo nuevo, lo sustituyo por el prefijo necro, relativo a la muerte, para referirme a las estrategias que hacen frente a la necropolítica3 del Estado mexicano: negocio en el que unos señores cortan dedos para mercar personas, luego cortan cabezas, brazos, piernas... y los arrojan en fosas clandestinas o los exponen en vías públicas, sólo para mostrar poder.

A lo largo de estas páginas se oye el eco, el llanto de la madre cuyo duelo consiste en localizar a sus hijos muertos y llorarlos, porque “la capacidad de ser llorada es un presupuesto para toda vida que importe” (Butler, 2010, p. 32). Se dice que hay un periodo de luto, es decir, que la condolencia llega a su final después de un tiempo en el que se sufre la pérdida del otro a la vez que se descubre un nuevo sentido del “yo” y de la idea del mundo. Este sentimiento contiene cierta calma cuando los cadáveres quedan asegurados - enterrados, inhumados o embalsamados- de forma tal que están impedidos para volver como fantasmas. Pero ¿qué tipo de duelo surge cuando los cuerpos han desaparecido, cuando no hay lugar ni restos? Infinito ritual del sufrimiento que no comienza ni termina. Hacia las últimas páginas del artículo planteo las preguntas de nuestra época: ¿cómo llorarle a quien aún no se ha dado por muerto, a alguien que puede reaparecer? ¿qué importancia tiene el trabajo de duelo de las madres organizadas frente a los crímenes de Estado en México?4 Un Estado deteriorado que “produce políticas exclusivamentedepredadoras, que invalidan toda distinción entre el crimen y las instituciones” (Mbembe, 2016) ¡Ay mis hijos! ¡Ay mis hijas! Lamento asediando en forma de leyenda y realidad. Repetición. Cavidad profunda donde se aloja la Llorona, fantasma femenino que enmarca la historia de este país.

Al recorrer las distintas caras de la Llorona se muestran relatos basados en la figura de la madre, una genealogía mestiza que da lugar a los espectros5 y muestra secretos del origen criollo y la abyección. No obstante, el argumento de este artículo no es historiográfico ni lineal. No hablaré tanto de historia como de herencia. Porque “una herencia nunca se reúne”, afirma el filósofo Jacques Derrida (2003, p. 30), “no es nunca una consigo misma”. La línea argumentativa muestra diferentes perspectivas de la madre. La madre está antes que yo, soy deudora o heredera, me mira a mí que estoy delante y sujeta por la ley de la genealogía, la cual asegura que heredar es nuestra condición, es decir, nuestra humanidad. “Todo lo que decimos con respecto a la espectralidad se anuncia con la cuestión de la herencia”; de hecho, precisa el filósofo (Derrida y Stiegler, 1998, p. 161), “es la misma cuestión”.

El llanto de las madres se hace presente en diferentes rostros, en diferentes voces: multiplicación barroca de las figuras que revisten la leyenda de la Llorona. Este texto está dividido en tres secciones tituladas “La Llorona, mujer serpiente”, “Las lloroncitas y los cuerpos abyectos” y finalmente “Madres y trabajo de duelo. Necrobarroco en México”. A lo largo del artículo se recrean los versos de la canción de origen zapoteco “La Llorona”6 así como la letra del son jarocho “La Lloroncita”,7 poesía popular, palabras de duelo para reconocer públicamente la ausencia.
En el primer apartado hago un recorrido a través de antiguas figuras que son parte del imaginario mexicano: Cihuacóatl o la mujer serpiente, la Llorona, Tonantzin y la Virgen de Guadalupe. Sin pretender reducirlas a una sola, estas representaciones de lo femenino son duplicaciones, reflejos o variaciones que justamente dan lugar a la perspectiva barroca, punto de vista o lugar de la inflexión. A través de autores como Eugenio D’Ors (1993), Severo Sarduy (1999), Bolívar Echeverría (2005) y Achille Mbembe (2011) se va construyendo la idea de lo barroco como una actitud desarrollada en territorios colonizados y, en este sentido, el necrobarroco es un comportamiento que hoy se renueva para ayudar a vivir con la pérdida, con la muerte y los fantasmas.

En la segunda parte argumento cómo se sostiene el nacionalismo mexicano del siglo XX gracias a los y las indígenas a partir de la definición de “cuerpos abyectos” (Butler, 2002). La función de estos cuerpos marginales es totalmente clara cuando se compara con el marco de una pintura o páregon: encuadre, orilla y margen, significado elaborado por Jacques Derrida (2001) que se recoge en este texto. La abyección de las mujeres indígenas en México es visible mediante la fotografía de la ganadora de un concurso de belleza indígena organizado en 1921 para conmemorar el centenario de la Independencia. En esta imagen se observan algunos gestos melancólicos que pueden compararse a los que Klibansky y Panofsky (1991) han estudiado profundamente a partir del grabado de Durero “La Melancolía I”.

Roger Bartra (2006) ha tejido las relaciones de lo mexicano -lo rural enfrentado a la modernidad del siglo XX- con lo melancólico; aquí se siguen de cerca los argumentos de este autor, pero con una diferencia: la perspectiva de género. Aparentemente el llanto de las mujeres melancólicas las emparenta con las madres dolientes; sin embargo, la diferencia está en el trabajo de duelo público. Mientras que la melancolía se ha entendido como padecimiento o condición racial, el trabajo de duelo organizado permite llevar la figura inicial de la Llorona a nuestro tiempo poblado de fantasmas y desaparecidos. Las madres agrupadas en movimientos sociales transforman el comportamiento público y privado aportando una “inédita y significativa dimensión a la vida política contemporánea” (Franco, 2013, p. 19).

El objetivo de este artículo es reforzar la capacidad para actuar en contra, observar la muerte, dolerse, llorar, salir a la calle y tocar a los otros para hacer justicia, entendiendo que la palabra justicia contiene lo que el filósofo Jacques Derrida llama el “principio de responsabilidad más allá de todo presente vivo” (2003, p. 13), es decir, la relación con los otros, el respeto por esos otros que han muerto o que aún no han nacido.

La Llorona, mujer serpiente

Algunos años antes de la llegada de los conquistadores españoles, los indígenas percibieron presagios funestos que anunciaban la historia por venir, la derrota de un pueblo. Uno de estos malos augurios fue el repetido lamento de una mujer espectral elevándose entre las aguas acongojada por la muerte de sus hijos. “Iba gritando por la noche: ¡Hijitos míos, pues ya tenemos que irnos lejos! Y a veces decía: Hijitos míos, ¿a dónde os llevaré? (León Portilla, 2002, p. 31). Fray Bernardino de Sahagún identificó el llanto de ese espectro de cabellos largos y vaporosos vestidos con Cihuacóatl, de las palabras en náhuatl “cihuatl”, mujer, y “coatl”, serpiente:

Era una noche en calma, el cielo estaba estrellado y la luna se reflejaba en el lago de Texcoco. Los cuatro sacerdotes esperaban observando hacia el firmamento.
De pronto se escuchó el lamento:

  • -¡Aaaay, mis hijos! ¿Dónde los llevaré para que escapen a tan horrible destino?

  • -¡Es Cihuacóatl! -aseguró uno de los sacerdotes.

  • -Nuestra diosa madre ha salido de las aguas para prevenirnos -agregó otro. (AA.VV., 2011, pp. 1-2).

Según el mito de origen Tenochca, Cihuacóatl es la primera mujer, la madre de los mexicas, o más propiamente Tonantzin, que quiere decir “Nuestra Madre”; es diosa de la fertilidad, también conocida como poderosa diosa del nacimiento, patrona de la salud, guía de médicos, parteras, cirujanos,8 y protectora de las mujeres fallecidas en el parto, consideradas guerreras. Tonantzin representa una cosmovisión matrifocal, una religión antigua en la que se adoraba la fuerza femenina profundamente conectada con la naturaleza y la fertilidad, responsable tanto de la creación como de la destrucción de la vida.

En la historia de la religiosidad mexica la serpiente está presente en muchas diosas resaltando determinados atributos según el nombre y la piel,9 la presencia de la sierpe es tan evidente en las culturas Mesoamericanas, que podríamos hablar de la gran diosa - serpiente- inmortal, inmutable y omnipotente que Robert Graves (1983) identifica antes de la llegada de las religiones patriarcales.

Como si fueran muñecas rusas, las pieles que recubren el cuerpo de la mujer serpiente, o Cihuacóatl, dan forma a otros seres femeninos que habitan en el imaginario colectivo de México como la Virgen de Guadalupe, la Malinche10 o la Llorona, espectro de fémina en llanto: “Salías del templo un día Llorona/ cuando al pasar yo te vi./ Hermoso huipil llevabas, Llorona/ que la virgen te creí”, versa la canción popular. La Conquista de México, fue la conquista de la diosa serpiente, su derrota arrojó, casi simultánemente, a otras figuras femeninas, el cuerpo rastrero fue dividido en dos como la bífida lengua que sale por su boca, cuerpo bicéfalo de monstrua: una virgen, la otra fantasma que amenaza con volver, como de hecho regresa en la canción.

El lamento de la sacrificada diosa Cihuacóatl se replica en la Llorona y, por otro lado, el papel de madre lo representa la Virgen de Guadalupe. Ambas son imágenes especulares y sombras. El reflejo no es sólo un juego barroco, una sinrazón que no expresa más que su doble, por el contrario, es, tal y como lo llama Sadury (1999, p. 1251), “un reflejo reductor de lo que la envuelve y trasciende”. La Llorona y la Guadalupe repiten su intento por duplicar a la mujer serpiente; no obstante, algo se resiste, prevalece la opacidad y niega su imagen. Parece que la imposición del régimen patriarcal necesitaba las representaciones de la madre (por un lado, la virgen-madre protectora, por el otro, la madre-monstrua mutilada) para legitimar su discurso. Los sacerdotes del pueblo invasor destruyeron los adoratorios de la diosa serpiente y en su lugar colocaron iglesias dedicadas a honrar al dios cristiano sostenido por un marco hecho con cuerpos femeninos abyectos.

La actitud barroca que desarrollaron tanto los indígenas sobrevivientes como los primeros mestizos puede visualizarse con el cambio de piel de la serpiente, mudanzas repetidas, puesta en escena de los códigos españoles, nuevos vestidos, vírgenes, santos y decorados. La Virgen de Guadalupe fue la máscara de Tonantzin, “Nuestra Madre”,11 a la vez que el vestido de La Virgen María, “La Madre de Dios”, a la que rendían culto los conquistadores.12 La Guadalupana es una virgen morena, mestiza tanto en los rasgos físicos como en la ropa, porque en la lógica barroca los vestidos muestran más que lo que ocultan o, en palabras de Gilles Deleuze (1989, p. 51), “los pliegues siempre están llenos”. La imagen de la Guadalupe sirvió como alegoría para la nueva patria cuyas representaciones afirmaron la identidad de los nacidos en la Nueva España. Madre protectora y patrona de la población, su aparición se rodea de símbolos indígenas -el manto de Juan Diego en el cerro del Tepeyac, templo de Tonantzin, la imagen de mujer-águila y a sus pies el nopal (Cuadriello, 1999)- reelaborados a favor de un discurso criollo cuya superficie es algo más que decorado.

El barroco es revestimiento, pero lo más importante, advierte Theodor Adorno (1970, p. 461), es que se trata de una “decorazione assoluta”. La decoración absoluta pierde el objeto, ya no adorna nada, no es nada más que adorno o “puesta en escena de la utilería” (Sarduy, 1999, p. 1221). Como estrategia de supervivencia, jugando a ser europeos o disfrazados de españoles, los habitantes de las nuevas colonias montaron una representación de la que ya no es posible salir: “Una puesta en escena absoluta, barroca: la performance sin fin del mestizaje” (Echeverría, 2002), un proceso inacabado, inacabable y mutante, que distingue a Latinoamérica del resto de las empresas coloniales.

En la memoria del pueblo mexicano encontramos fragmentos de lo que en determinado momento fue roto y que ya no puede volver a su originaria unidad, Achille Mbembe (2016, párr. 33) señala que “la clave de toda memoria al servicio de la emancipación está en saber cómo vivir con lo perdido, con qué nivel de pérdida podemos vivir”. En este sentido, los herederos crean estrategias para señalar aquello que no subsistió. Bolívar Echeverría (2005, p. 15) llama a este comportamiento “ethos barroco”,13 el cual consiste en “una estrategia para hacer vivible algo que básicamente no lo es”, una configuración destinada a recomponer el proceso de realización de una comunidad colonizada. Ethos que hoy prefiero llamar necrobarroco ante el peligro radical y estado de emergencia generados por el gobierno de este país que, como poetiza Carmen Boullosa, “es un pez cola de espada herido,/ un armadillo desollado,/ un colibrí al que han hecho comer bolitas de/ plomo,/ y llora./ Su flada: de serpientes./ Llora mi Patria colibrí.” (2011, p. 32).

Las lloroncitas y los cuerpos abyectos

Las lloroncitas son canciones populares que demuestran que también los indígenas y mestizos se apropiaron de los productos culturales transportados en los navíos. “Ay llorar Llorona/ déjame llorar,/ que sólo llorando puede/ mi corazón descansar.” En las voces mestizas de los y las cantantes de son jarocho aún resuenan los aires barrocos españoles.14 “Quisiéramos percibir en la rítmica y la cadencia de ciertos sones las armonías de los movimientos del mar”, escribe con anhelo Antonio García de León (2009, p. 62), investigador dedicado a los rituales del mundo jarocho, y sobre la Lloroncita precisa: “es el menoreado el que introduce la queja y la hondura.”

“Ay llorar, Llorona,/ que lloro y que gimo,/ que la causa de mi llanto/ es una prenda que estimo/ y por eso lloro tanto.” Los aires barrocos de estas canciones recuerdan que precisamente lo barroco no es tanto un estilo artístico como un comportamiento, es un atrevimiento contra la realidad producida e instituida en países como México para enmascarar al excluído, para crear otro mundo dentro de este mundo.

El disfraz barroco de la Cihuacóatl da lugar a múltiples lloroncitas que se repiten en resonancias. Exceso que desborda a la forma primera, a la madre que le dio origen. Con cada nombre la gran diosa serpiente se pervierte y se degrada tomando el cuerpo de aquellas mujeres que sollozan al margen de la sociedad, como si el llanto fuera un trabajo, el trabajo de producir espectros o fantasmas. Multiplicación barroca de madres, diosas y monstruas. En este sentido y como lo he mencionado antes, el origen de la Guadalupana contiene una de las características barrocas más importantes: a saber, que la teatralización acaba sustituyendo a la realidad, fingiendo nombrarla, “tacha lo que denota, anula: su sentido es la insistencia de su juego” (Sarduy, 1999, p. 1221).

En la pintura de Juan Patricio Morlete Ruiz se repite la imagen de la Guadalupe siete veces en el marco que la encuadra como centro emisor de un discurso nacionalista.

Figura 1: Juan Patricio Morlete Ruiz:
“Imagen de la Virgen de Guadalupe y la institución de su festividad sobre la Nueva España” (1754) 

El marco de esta pintura recoge siete milagros que revestirían a la nueva nación en un juego de espejos que paradójicamente pone en cuestión a la imagen central. Jacques Derrida (2001) ha estudiado detenidamente las características del marco, lo que en latín se conoce como párergon. El párergon es un borde con cuerpo propio, un límite cuyo espesor lo separa “del adentro integral”, es decir, del ergon, así como de la pared donde el cuadro está colgado.15 Para visualizarlo basta reconocer que el encuadre de Morlete Ruiz es una pintura sosteniendo a otra, esto es, las Guadalupes de los bordes enmarcando a la del centro.

Si es verdad que el párergon es un marco con cuerpo propio, dicho marco puede estar hecho de vírgenes o figuras humanas, pero también puede estar construido con cuerpos excluidos, es decir, personas de carne y hueso que sostienen discursos, intereses, economías y morales que no les pertenecen ni las representan. Y aún peor, este marco puede estar hecho de miles de cuerpos asesinados y expuestos públicamente para mantener el poder de un “Estado privado”, es decir, “un movimiento histórico de las élites que aspira, en última instancia, a abolir lo político”,16 explica Mbembe (2016, párr. 23) y continúa: “este movimiento no puede prescindir del poder militar para asegurar su éxito.”

El nacionalismo mestizo que se desarrolló a partir de la Revolución mexicana le debe su estructura a los cuerpos abyectos de los y las campesinas. Los cuerpos de las mujeres indígenas o mestizas -como la misma virgen morena- fueron la principal fuente de símbolos culturales: ropa, comida, lengua, maternidad y sexualidad. Según lo comprueba Apen Ruiz (2001, p. 153), la ambigüedad discriminatoria recayó mucho más en las mujeres que en los hombres, se consideró a la mujer mestiza portadora de la cultura tradicional y, por ello, más indígena y menos capacitada para la educación.

Para los intelectuales revolucionarios como Manuel Gamio, “la mujer mestiza, aunque racialmente estuviese mezclada, podía mantener ciertos aspectos de la cultura indígena y, al contrario que la mujer blanca, nunca iba a convertirse en feminista” (Gamio, citado en Ruiz, 2001, p. 154). El feminismo se asociaba con una idea importada de los Estados Unidos que amenazaba a la nación mexicana, una nación que necesitaba reapropiarse de la sombra de la raza para legitimarse. Esta sombra o “carácter espectral del mundo de la raza” (Mbembe, 2011, p. 22)17 acreditó la empresa colonial de la Corona española y más tarde, en cuerpo de mujer, se convirtió en el símbolo necesario de la patria en la medida en que era arrojada al margen, sosteniendo la idea de que las mestizas eran capaces de aprender español, ser profesionistas y trabajar en las ciudades para participar en la modernización económica y urbana del país, pero no podían romper con la cultura indígena vinculada a la tierra, la maternidad, la fertilidad, la servidumbre y el duelo. Cuerpos diluyéndose tras la función materna.

Figura 2: “La India Bonita” (1921) 

La mujer de esta fotografía fue sometida a un concurso de belleza indígena que organizó el gobierno mexicano en 1921. Un certamen que celebraba el centenario de la consumación de la Independencia. El acontecimiento fue publicitado ampliamente en uno de los periódicos más leídos del momento, “El Universal Ilustrado”, en él aparece la triunfadora, María Bibiana, ataviada con traje típico, posando para la cámara sin mirar de frente, con apenas un asomo de sonrisa. Lo que destacaba a los ojos del jurado era la pureza indígena: el color de su piel morena, ojos negros, estatura pequeña, manos y pies finos, cabello lacio y negro (Ávila y Rodríguez, 2016, párr. 2). Según el periódico, esta mujer pertenecía a la raza azteca. La India Bonita se convirtió en una imagen utilizada en anuncios publicitarios, complementando una estética revolucionaria que llegó a su momento climático en los años veinte cuando “lo indígena” se convirtió en uno de los principales íconos de la nación.

La cabeza inclinada de María Bibiana puede ser un gesto sugerido o espontáneo; en cualquier caso, es un detalle cuya procedencia es milenaria en la tradición pictórica. Klibansky y Panofsky (1991) hacen referencia a la actitud melancólica a partir de la mejilla apoyada en la mano en un excelente estudio que va desde la Antigüedad hasta llegar a 1517, año en el que Durero realiza el grabado “Melancolía I”.18

Figura 3: Durero: “Melancolía I” (1517) 

Además de la mejilla apoyada en la mano, el rostro ensombrecido y la mirada perdida son gestos que se estudian en el grabado de Durero: “Los ojos de Melancolía miran al reino de lo invisible con la misma vana intensidad con que su mano ase lo impalpable” (Klibansky y Panofsky, 1991, p. 308). También la mirada de La India Bonita es extraña y melancólica, casi espectral, parece ausente mientras posa para el público capitalino que la observa como un bicho raro.

Dolor, fatiga, sueño profundo, contemplación o pensamiento creador son algunos de los típicos síntomas o furores de la enfermedad melancólica. Y no es casualidad que María pose con algunos de esos gestos, el aspecto melancólico es una característica que concuerda con otras imágenes en pintura en las que se muestra a los indígenas como seres que sufren. Entre los atributos que hicieron a María Bibiana merecedora del título -color moreno, ojos negros, cabello lacio y negro- aparece repetidamente el color de la bilis negra. Según la doctrina de los cuatro humores, se trata de una sustancia que recorre el cuerpo, y que Aristóteles en el Problema XXX relacionó con la capacidad del genio creador, pues según este filósofo todos los hombres notables en la filosofía, la poesía o las artes, eran manifiestamente melancólicos (Klibansky y Panofsky, 1991, pp. 42-53). Pero justamente al hablar de la bilis negra como potencia intelectual y artística encontramos la diferencia radical entre la imagen de “La India Bonita” y la “Melancolía I” de Durero, un abismo creado, una fosa común cuidadosamente escarbada en México para arrojar ahí a los cuerpos abyectos de las mujeres indígenas y mestizas. La definición de la mexicanidad es una descripción de la forma de dominio; la sombra de lo indígena o la sombra de la raza, en general, “siempre ha estado presente sobre el pensamiento y la práctica de las políticas occidentales” (Mbembe, 2011, p. 22).

Michel Foucault (1996, p. 55) afirma que el racismo es parte del mecanismo legitimador de la guerra, elemento fundamental que la hace posible y la asegura para defenderse de aquella otra raza, de aquella subraza o contraraza. El filósofo francés recorre el discurso de la lucha de razas a partir de las empresas coloniales del siglo XVII hasta llegar a la aparición del “racismo de Estado” del siglo XX, época en la que se diseñó el carácter nacional mexicano. No es casualidad que el catálogo de los síntomas clásicos de la melancolía sea extraordinariamente semejante a los rasgos que la tradición sociológica y antropológica le asigna al campesino, explica Roger Bartra (2006, p. 46); fatiga, sueño profundo, pereza, espíritus pasivos, entre otras, no son características naturales de los mexicanos sino un imaginario construido para favorecer la dominación despótica (2006, p. 17). Por eso lo más importante es derrumbar la idea de que existe un carácter melancólico nacional. O es que “¿vamos a entrar en el tercer milenio con una conciencia nacional que es poco más que un conjunto de harapos procedentes del deshuesadero del siglo XX?”, pregunta Bartra (2006, p. 17).

Madres y trabajo de duelo. Necrobarroco en México

Para definir el término necrobarroco hay que recordar que lo barroco no es tanto un estilo como una actitud, una forma de actuar, un atrevimiento que hoy no vuelve revestido detrás de una máscara sino de una calavera, neobarroco19 adaptado al México del siglo XXI poblado de asesinados y desaparecidos. Es verdad que la mítica relación de Cronos-Saturno y la Melancolía hace que la asociación tiempo y muerte sea un tema recurrente en las obras tanto pictóricas como escultóricas del siglo XVII.20 Hay pocos temas tan específicamente barrocos como la muerte; sin embargo, la muerte por crímenes de Estado se aleja irremediablemente de la vanidad barroca. La meditatio mortis, meditación sobre la muerte, en nuestros días implica dos cosas: primero, un trabajo de duelo y, segundo, una transformación política.

La calavera fue uno de los objetos centrales del arte barroco europeo, tal y como se observa en algunas imágenes influidas por el grabado de Durero, como la Melancolía de Domenico Feti (1614) o la Melancolía de Giovani Benedeto Castiglioni (1610). Estos artistas retoman el gesto del rostro apoyado en la mano y además describen un cráneo, símbolo inequívoco de las vanitas barrocas.

En la pintura de Feti una mujer con el cabello recogido apoya la cabeza en la mano izquierda y con la derecha se aferra a una calavera en la que parece fijar la mirada. A su alrededor se observa una esfera armilar, libros, un reloj de arena, una escuadra, paleta, pinceles, un modelo de escultor y un perro. El significado del cuadro se aprecia a primera vista: “toda actividad humana, así práctica como teórica, así teórica como artística, es vana, dada la vanidad de todas las cosas terrenales” (Klybansky y Panofsky, 1991, p. 367). En esta pintura quedan sentadas las bases de lo que sucedió en el periodo barroco, a saber, la fusión de la efigie de Melancolía con la imagen representativa de la Vanidad.

Figura 4: Domenico Feti: “Melancolía” (1614) 

Así como hay que despojarse del mito de la melancolía racial, también hay que renovar la meditación sobre la muerte, a eso invita el término necrobarroco. El prefijo necro recupera la meditación sobre la muerte asociada a las vanitas barrocas; sin embargo, los objetos asociados a la muerte como la calavera y el reloj de arena, para recordar lo frágil y fugaz de la vida y el tiempo, lamentablemente no son suficientes. Tortura, desaparición, feminicidio y exposición de los cadáveres no son causas del tiempo sino de la barbarie y la impunidad del gobierno mexicano que produce un estado de terror para ejercer una soberanía basada en el control y el uso económico del poder de dar muerte (Mbembe, 2011).

El término necrobarroco designa estrategias cotidianas que ayudan a vivir con la pérdida; especialmente en México, es una forma de vida que lo inunda todo, más allá de la escritura. Necrobarroco es una actitud transformadora que evoca a los y las muertas de este país, es trabajo de duelo que refleja el desequilibrio del mundo construido con cuerpos abyectos y ensangrentados. Achille Mbembe (2016) habla de esos cuerpos como “excedentes de población” producidos por una “necroeconomía” que los expone en todo momento de peligros y riesgos mortales. Si se considera la política como una forma de guerra, “debemos preguntarnos qué lugar le deja a la vida, a la muerte y al cuerpo humano (especialmente cuando se ve herido y masacrado)” (Mbembe, 2011, p. 20). Si la muerte es lógica de dominación, hay que revisar las formas en que los nuevos movimientos sociales desbordan las relaciones entre justicia, derecho y Estado.

Con las cuerdas del horror se teje la realidad de este país, cuerdas fabricadas con cuerpos torturados y ensangrentados, barroca puesta en escena del dolor en la que se muestran tramoya, utilería y artificio: “ya en las calles, en los puentes peatonales, en la televisión o en los periódicos”, escribe Cristina Rivera Garza (2015, p. 10), estamos obligados a ver cuerpos abyectos:

Los cuerpos abiertos en canal, vueltos pedazos irreconocibles sobre las calles. Los cuerpos extraídos en estado de putrefacción de cientos y cientos de fosas. Los cuerpos arrojados desde camionetas de redilas sobre avenidas transitadas. Los cuerpos chamuscados en piras enormes. Los cuerpos sin manos o sin orejas o sin narices. Los cuerpos invisibles, incapaces ya de reclamar sus maletas en las estaciones de autobuses a donde sí llegan sus pertenencias. Los cuerpos perseguidos; los cuerpos ya sin aire; los cuerpos sin voz (Rivera, 2015, p. 10).

¿Qué se puede hacer frente a este desplegado de cadáveres abyectos? ¿Por qué algunas muertes importan más que otras? Para intentar comprender los mecanismos con los que se neutralizan algunas muertes y otras se politizan hay que volver a la relación entre los cuerpos abyectos y el marco. El párergon es, en tanto borde, el marco de visibilidad para algunas muertes, para otras no, porque son precisamente todos esos cadáveres invisibles los que forman, bordean y enmarcan el horror permanente que se vive en México.

La mexicana Rivera Garza (2013) ha propuesto la noción de necroescritura para referirse a una práctica que se lleva a cabo en condiciones de extrema mortandad, escritura que guarda testimonios y teje, con un trabajo dialógico, redes para la comunidad. Hay que reconocer el valor de la reflexión que ha hecho respecto a la escritura doliente para extender este comportamiento más allá de los textos.

Hay que promover todos los modos de actuar necrobarrocos para poder hablar cuando enmudecer21 parece ser el único gesto posible ante el horror. “Tengo mi espalda. Mi lágrima. Mi martillo” (citado en Rivera, 2015, p. 31), reclama la madre de dos muchachos asesinados en Villas de Salvárcar, Ciudad Juárez, una masacre, un crimen cometido contra sesenta estudiantes entre quince y veinte años en enero del 2010. Duelo infinitamente incorporado, punzante amputación que se hizo pública cuando Luz María Dávila encaró al entonces presidente Felipe Calderón y se convirtió en “la reclamante” de justicia para todas las madres, no sólo para sus dos niños, sino para todos: “Discúlpeme, Señor Presidente, pero no le doy/ la mano/ usted no es mi amigo. Yo/ no le puedo dar la bienvenida/ Usted no es bienvenido/ nadie lo es./ Se están cometiendo muchas cosas y nadie hace algo” (citado en Rivera, 2015, p. 29).

Estas palabras retumbaron con fuerza en 2010 y hoy, seis años después, aún resuenan en cada madre, en cada padre, en los ciudadanos que aún se preguntan por el vínculo que los une a los otros, vivos o muertos. Sin embargo, la impunidad sigue marcando a este país en el que las intrincadas conexiones entre el género, la clase y la raza señalan a las víctimas potenciales y, además, arrojan a las madres dolientes al más bajo de los escalafones. Los familiares de las mujeres asesinadas o desaparecidas en Ciudad Juárez, por ejemplo, no sólo se enfrentan a la pérdida, sino a una rutina de insensibilidad policíaca.22 Tanto las víctimas como las madres están asociadas a las campesinas pensadas desde la ciudad y desde la vida moderna, mujeres pobres y mestizas que trabajan en las maquiladoras. No obstante, la abyección de los cuerpos designa una zona “invivible” y de “amenaza” para el sujeto que los arroja, porque el párergon “es una forma que tiene por determinación tradicional no destacarse sino desaparecer, hundirse, borrarse, fundirse en el momento que despliega su más grande energía” (Derrida, 2001, p. 72).

¿Y será el trabajo de duelo el más grande desplegado de energía? ¡Ay mis hijos, Ay mis hijas! Lamento que reaparece como fantasma tras el trabajo que realizan las Madres y Abuelas de la Plaza de Mayo en Argentina, las Mujeres de Negro en Serbia, las Madres de Soacha en Colombia, las madres que lideran numerosas asociaciones para enfrentar a los feminicidios y desaparecidos en México como “Nuestras hijas de regreso a casa”, organización civil fundada en Chihuahua, o las madres de los normalistas de Ayotzinapa. Estas mujeres realizan un trabajo que las convierte en un nuevo tipo de ciudadana activa y politizada. En las calles y las plazas públicas se manifiestan las madres que lloran por sus hijos e hijas desaparecidas, ellas trabajan para hacer visibles a sus fantasmas y no generan capital sino duelo. Hay que subrayar que el cuerpo abyecto de estas lloronas representa una amenaza, y ésa es la psicosis latente del sujeto que descansa en ellas.

Vuelve la diosa serpiente con la piel de la Llorona: “Ay llorar, Llorona,/ pero qué infelicidad,/ ay llorar, Llorona,/ pero qué infelicidad./ Ya me llevan, ya me traen,/ preso para la ciudad,/ con grillos y con cadenas,/ cautivo y sin libertad.” Por determinación tradicional, los párerga no deben destacarse, si despliegan su más grande energía, entonces se funden, desaparecen en el mismo momento que se borra la diferencia entre adentro y afuera, entre sujeto y objeto, entre marco y obra, entre amo y esclavo o entre todos los dos que se quiera. Cuando la Llorona trabaja no produce energía acumulable o capital, sino energía libre, no enmarcada ni contenida por otro cuerpo. Cuando trabaja, la mujer serpiente canta y llora. Como si llorar fuera un trabajo.23

Si los cuerpos abyectos de las madres dolientes vuelven arrastrándose como monstruas al campo de lo social, entonces, el sujeto mexicano desaparece, sus límites se dispersan. Toda herencia es cuestión de espectros, así, la Llorona reclama con su lamento el parentesco: ¡Ay mis hijos, ay mis hijas! La madre que se proyecta a sí misma como una nueva ciudadana y recurre a organizaciones internacionales, logra ir más allá del país. El trabajo de duelo produce espectralidad, porque lo propio del espectro es “dar testimonio de un ser vivo pasado” o “de un ser vivo prometido” (Derrida, 2003, p. 115), las madres dolientes abren el tiempo a los fantasmas para que convivan y aparezcan asediando a los regímenes patriarcales, a la necropolítica del horror de esta patria ahogada por el olor de la sangre pública. De esta patria que es, como dicen los versos de Carmen Boullosa (2011, p. 31), “una loba herida./ Es la leona privada de un cachorro./ Es las decapitaciones,/ las cabezas trocadas que no cicatrizan en tronco ajeno/ los tórax que no retoñan,/ los dedos mutilados para fungir de papeletas de cobranzas./ Es la puja sin parto./ Es el oro que se pudre:/ es un soldado en cada hijo te dio.”

Lloronas y lloroncitas se protegen del sujeto enmarcado, energía captada y condición del dominio. Multiplicación barroca de calaveras y fantasmas: “Dicen que la Petenera/ es una mala mujer,/ que sale por las noches/ y llega al amanecer”. Si algo hace falta, señala Jacques Derrida (2003, p. 12), es saber vivir con los fantasmas: “El aprender a vivir, si es que queda por hacer, es algo que no puede suceder sino entre vida y muerte. Ni en la vida ni en la muerte solas. Lo que sucede entre dos, entre todos los dos que se quiera, como entre vida y muerte, siempre precisa, para mantenerse, de la intervención de algún fantasma.” Si las lloronas y lloroncitas forman el marco del sujeto que domina, ellas son también su disolución, mujeres al margen que sollozan, se organizan, trabajan y enfrentan la escena necropolítica del México actual donde los desaparecidos y asesinados pesan en las espaldas de los vivos.

Hay múltiples organizaciones civiles lideradas por madres dolientes, hay una diversidad de actos públicos organizados por estas mujeres para visibilizar a sus hijas desaparecidas, historias que recoge la periodista Judith Torrea entre 2009 y 2016 en su blog Juárez en la Sombra, aquí se lee una de ellas:

Jessica Ivonne Padilla Cuéllar: 16 años cuando desapareció. La última vez que la vieron fue el 8 de julio del 2011.

Jessi anduvo por varias tiendas del centro, buscando trabajo, por tres días: martes, miércoles y el jueves ya no regresó. Ella estaba muy entusiasmada. Siempre fue una niña que quiso apoyarnos como familia -recuerda Anita de 48 años, madre de tres hijos y abuela de cuatro...

Sobrevive con la esperanza de volverla a ver: Si me dejo caer, me enfermo y no puedo estar alerta de lo que pasa alrededor de Jessi y tengo que estar pendiente del resto de la familia. Si estoy comiendo, me pregunto si estará comiendo. A la hora de despertarme lo mismo. Si voy a dormir pienso en mis otros hijos y pienso también en ella, que me falta ella. Es imposible quitármela de la cabeza [...] No puedo cerrar los ojos a esa verdad, no me la puedo pasar quejando. Sí que se vive un duelo, pero tengo muchas cosas cada mañana por qué sonreír, por qué dar gracias y dormir en paz (Torrea, 2015).

“Es imposible quitármela de la cabeza”, dice la madre asediada por el espectro de la hija, aprendiendo a vivir con su fantasma.

El cuerpo es principio de liberación y de tortura, es paradójico, por eso hay que pensar en términos de “una nueva ontología corporal”, tal como lo propone Judith Butler (2010, p. 15), hay que “repensar la precariedad, la vulnerabilidad, la dañabilidad, la interdependencia, la exposición y la persistencia corporal”, entre muchos otros estados del cuerpo. Todo esto para saber vivir aquí, en México, en compañía de los cuerpos masacrados que me rodean y me hacen socialmente vulnerable. Para coexistir entre vivos y muertos, sólo queda por hacer un trabajo de duelo activo y organizado.

“Que lloro y que gimo”, quiero cantar con la música de la lloroncita, lloro y me duele hasta las entrañas, porque aquí en mi útero de madre es donde se gesta y vuelve a aparecer, espectral, la historia de este país. “Mortalidad, vulnerabilidad, agencia: la piel y la carne nos exponen a la mirada de los otros pero también al contacto y a la violencia” (Butler, 2006, p. 40). El duelo me desarticula en este terreno íntimo y a la vez político, no soy capaz de explicar la forma en la que permanezco sujeta a mis relaciones con los otros, con las otras. “No sólo sufro la pérdida”, escribe Butler (2006, p. 40) “también me torno inescrutable ante mí misma”.

No hay llanto que me ayude a desenredar la historia si esos muertos, si esas muertas han sido torturadas, violadas, secuestradas y asesinadas. No hay política si ésta no pasa por el cuerpo, en él y entre los cuerpos. Veo a los otros, los toco, los incorporo y ninguna justicia parece posible o pensable sin contar con los espectros.

Proclamo este manifiesto a favor de una teoría necrobarroca para pensar entre los cuerpos vivos y muertos, para dolerme, porque “un cuerpo asesinado no es un cuerpo ausente, sino arrebatado. Un muerto es un abrazo roto” (Cruz, 2015, p. 20). Hay que hacer volver y multiplicar las pieles de la serpiente, las máscaras putrefactas y los vestidos desagarrados, ensangrentados, para volver a ver las calaveras de los y las asesinadas de Chihuahua, del Estado de México, de Veracruz, de Puebla..., porque “una política sin cuerpo es una máquina de lo innombrable, un anonimato contagioso” (Cruz, 2015, p. 20).

Lloronas y lloroncitas, aires barrocos de múltiples voces, cuerpos retorcidos e infinitos ecos que vienen de lejos, de abajo y de más allá: “Dos besos llevo en el alma Llorona/ que no se apartan de mí./ El último de mi madre,/ y el primero que te di”.

Conclusiones

Lloronas y lloroncitas han sido históricamente cuerpos abyectos o arrojados, figuras femeninas que han servido a la conquista de un pueblo, así como al diseño de una nueva nación. Las representaciones sufrientes tienen un origen popular en todo el mundo; sin embargo, en México, la élite política institucionalizó a principios del siglo XX los gritos sentimentales del pueblo oprimido construyendo con ellos un discurso nacionalista que aún persiste. Roger Bartra (2006) advierte sobre los peligros del carácter nacional, un mito construido con estereotipos melancólicos.

En el artículo se ha revisado uno de esos mitos fundacionales de la cultura mexicana, la leyenda de la Llorona. Los elementos femeninos que dan cuerpo a esta monstrua popular se entrelazan en una sucesión de metáforas que van de la mujer serpiente o Cihuacóatl a la Virgen de Guadalupe. Cada figura multiplica la emisión del llanto, precisamente porque el imaginario mexicano se funda en elementos indígenas interpretados en clave melancólica.

La relación de las mujeres mestizas y campesinas del siglo pasado con la melancolía se ha demostrado a partir de la estética de dos imágenes, “La India Bonita”, y “La Melancolía I”, de Durero: la mano en la que descansa la mejilla, la mirada absorta y la bilis negra son características que comparten ambas figuras. Sin embargo, la comparación de estas mismas imágenes, arroja la diferencia entre la melancolía de la raza24 y la melancolía clásica.

Mientras que el grabado de Durero ilustra la historia de la melancolía -desde sus antecedentes griegos hasta los tiempos modernos-, en la que complejos procesos temperamentales se funden entre la enfermedad y la sensibilidad creadora, la melancolía de la raza indígena, observada en la fotografía de “La India Bonita”, sujeta al mexicano, en particular a las mujeres, a una dominación política. Ya se veían al interior de estas páginas los elementos femeninos como ropa, comida, tierra y maternidad que fueron retomados por el discurso nacionalista del siglo XX.

La retórica y la actitud barroca que hay en la construcción de estas concepciones femeninas invitan a reflexionar en torno a lo mutable y el cambio de piel. Aún hoy en día la grandiosa serpiente conserva su perturbador misterio de animal que no se deja atrapar, se enrosca, se desliza y huye ahora virgen, ahora llorona. En el barroco como en el erotismo, los vestidos muestran más que lo que ocultan, o en palabras de Gilles Deleuze (1989, p. 51) “los pliegues siempre están llenos”. Así se observa el último pliegue, el de las madres enfrentadas a los crímenes de Estado, en ellas el lamento se transforma en duelo público, furia que exige el derecho de la vida y la muerte digna.

La típica imagen de la madre abnegada llorando por sus seres queridos, recurso de películas y telenovelas mexicanas que caricaturizan y condenan a las madres a los espacios privados en los que el duelo está invisibilizado -hogares, iglesias y cementerios-, se transforma en experiencia colectiva, desmonta la farsa y genera “un nuevo tipo de ciudadana” (Franco, 2013, p. 22) que enfrenta el orden necropolítico de México, es decir, una madre organizada que se opone a la legitimación del poder basado en el control de la muerte de sus hijos e hijas.

A lo largo de este artículo se han tejido conceptos que permiten hablar del necrobarroco para proponer una meditación sobre la muerte actual. Si el barroco del siglo diecisiete reunió melancolía y meditación sobre la muerte y el neobarroco latinoamericano de los años setenta pedía hablar de renovación y transformación, entonces, el necrobarroco de nuestros días confirma la urgencia de resistencia. No se trata de meditar sobre la muerte tanto como de denunciarla y, en este sentido, convertir la melancolía contemplativa en combativa, en melancolía transformadora.25 Si el barroco europeo propone meditar sobre la muerte, el necrobarroco latinoamericano, particularmente el mexicano, manifiesta con fuerza la descabellada realidad, establecida, producida, cribada e investida por la política del miedo y de la muerte en una nación que no sólo se sustrae de la relación de protección y cuidado para y con los cuerpos de sus ciudadanos, sino que los violenta y arroja para legitimarse.

El llanto de las madres organizadas en movimientos sociales muestra que la división de lo público y lo privado no sólo es imaginaria y frágil, sino que es “el factor fundamental de la subordinación de las mujeres por parte del capitalismo histórico” (Franco, 2013, p. 19). Las madres, lloronas de estos tiempos, insisten con el llanto y el duelo público. Estas madres enfrentan su condición marginal al Estado, cuyos representantes aseguran ser los protectores de la familia y la nación; las mujeres llevan a la ciudad las fotografías familiares donde puede verse, donde debe verse públicamente, a sus hijos e hijas desaparecidos. Mujeres que marchan y desarticulan el discurso hegemónico al hacer pública la vida privada, es decir, exponiendo la destrucción de la vida familiar que los políticos mexicanos dicen proteger.

Como se ha visto a lo largo del texto, el necrobarroco consiste en una estrategia para hacer vivible algo que no lo es: el estado de emergencia, violencia e impunidad. Las prácticas artísticas y culturales que han acompañado a las demandas de las víctimas de violencia en México de las últimas décadas han sido diversas: danza, teatro, performance, grabado, graffiti, intervención urbana, video, cine, fotografía, títeres, música y, desde luego, escritura. Estas iniciativas han activado estrategias de visibilización, denuncia, acciones terapéuticas y gestión cultural que contribuyen a consolidar espacios colectivos junto a defensores de derechos humanos y familiares de las víctimas.

En octubre del 2011 el Museo Universitario de Arte Contemporáneo, MUAC, organizó el encuentro “Necropolítica, militarización y vidas lloradas”.26 Allí se reunió un grupo de artistas, curadores, filósofos, psicoanalistas y académicos para reflexionar sobre la violencia; por un lado, se analizaron categorías críticas y, por el otro, se presentaron casos para problematizar el contexto mexicano en un intento de mostrar las diferentes relaciones que la violencia genera en los procesos políticos y estéticos contemporáneos. Entre los invitados estaba el camerunés Achille Mbembe, a quien he citado a lo largo de este artículo precisamente para desentrañar la noción de necropolítica y las formas de producción de la vida como desechable, la exclusión, la muerte como lógica de dominación y las formas en que los movimientos sociales, como los de las madres organizadas, desbordan estas relaciones.

Muchas de las acciones que han surgido tienen en su interior un ethos necrobarroco con el cual se identifican a pesar de la diversidad de estilos y disciplinas. Me gustaría cerrar este texto con un ejemplo que involucra a diversos sectores de la sociedad e invita a la reflexión necrobarroca de las capas o pliegues alrededor de la muerte. Se trata del proyecto Cuenda,27 liderado por la artista Laura Valencia que surgió en 2010 como taller con las víctimas. Un año más tarde se convirtió en intervención pública en la zona peatonal de la Avenida Reforma de la Ciudad de México. La finalidad de la acción fue hacer visible el vacío que dejan los desparecidos al envolver con veintiséis madejas de hilo negro trece esculturas de personajes del siglo XIX, que literalmente prestaron cuerpo a los desaparecidos. Con esta intervención se generó un diálogo entre los peatones, familiares, voluntarios y artistas.

El necrobarroco que caracteriza a acciones como Cuenda obedece a la necesidad de hacer volver a los espectros de la que he hablado a lo largo de este texto, pero además tiene que ver con el recubrimiento de los cuerpos: multiplicación barroca que Gilles Deleuze (1989) explica utilizando la imagen del pliegue, discontinuidad de la materia en general, sea ésta mineral, viva o histórica: la manera de plegarse de una materia constituye su textura. Las marcas en el cobre, las junturas y los relieves de estas esculturas intervenidas en la Ciudad de México se repliegan al forrarlas con la cuerda, el cuerpo enrollado se reviste una vez más, cubierto por otra piel, como la serpiente, y en un nuevo contexto que incluye a los fantasmas.

Cuando Araceli R. se acerca a una de esas estatuas, unas señoras miran el listón que cuelga con el nombre de uno de los desaparecidos, niegan con la cabeza y dicen “esto no es verdad, no puede ser”. Araceli contesta, “sí, es verdad, yo soy la mamá”. Las señoras se sorprenden y abrazan a Araceli (Linares, 2013, p. 298). Así aparecen los espectros y el llanto de la madre se convierte en trabajo de duelo. El trabajo de duelo produce “espectralidad” (Derrida y Stiegler, 1998, p. 147).

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1El tema de este artículo surge en Las Palmas de Gran Canaria, en el marco del VI Coloquio Internacional “Cuerpos Abyectos. Historia de violencia y exclusión en América Latina”, que tuvo lugar el 15 de mayo de 2015 para debatir en torno a la diferencia de los cuerpos, entendiendo que ese “diferenciarse” supone un enfrentar/confrontar lo normativo (una identidad, un sistema, un orden, unas reglas) y, por lo general, dicho proceso deviene exclusión. La ponencia con la que participé en dicho coloquio la titulé: “Lloronas y lloroncitas: aires melancólicos de la mujer mexicana”.

2Término acuñado por el poeta brasileño Haroldo de Campos en 1955 y difundido por Sarduy en un texto de 1972. Puede leerse un estudio detallado de los diferentes prefijos aplicados al barroco en América Latina: neobarroco, neobarrocho, neobarroso y transbarroco en el Estudio Preliminar de Ángeles Maraqueros (Mateo del Pino, 2013, pp. 9- 68).

3Categoría crítica que el filósofo camerunés Achille Mbembe propuso en 2003 para explicar cómo la soberanía del “Estado privado” consiste en “ejercer un control sobre la mortalidad” (2011, p. 20).

4/ El término “crimen de Estado” que utilizo en este texto es informal, con fines académicos, y no se desarrolla dentro de ordenamiento internacional alguno. Asesinatos y desapariciones pueden ser ejecutados por organizaciones criminales más o menos profesionalizadas, incluso pueden ser delitos aislados cometidos por individuos; sin embargo, privación de la vida de manera arbitraria, desaparición forzada y detención arbitraria son hechos ilícitos ante los cuales se espera que el Estado (órdenes de gobierno municipal, estatal y federal) actúe de manera responsable para garantizar vida digna, paz, seguridad y justicia. De ninguna manera se acusa individualmente a los representantes del gobierno mexicano de cometer todos los crímenes que las madres organizadas denuncian; no obstante, se exige responsabilidad. Como precisa Achille Mbembe (2016, párr. 24): “La legitimación de la corrupción al interior de los Estados occidentales vacía el sentido del Estado de Derecho y legitima el crimen al interior mismo de las instituciones.”

5La noción de espectro en esta investigación proviene de Jacques Derrida (2003). El espectro es visible, no es espíritu, ni alma, tampoco cuerpo. El espectro aparece y se hace visible por momentos, cierto cuerpo, un cuerpo que no está presente de carne y hueso, visibilidad intempestiva.

6En Oaxaca se ha desarrollado una tradición de lloronas con letra en zapoteco y en español que proviene de la época de la Revolución mexicana; canciones muy conocidas gracias a cantantes como Eugenia León, Chavela Vargas, Lila Downs, Susana Harp, Lhasa de Sela, Martirio y Zach Condon.

7De la región centro-sur de Veracruz los ensambles de son jarocho alternan versos con un estribillo y su percusión es el zapateado a contrarritmo que se baila en parejas o en grupo. Hay sones que sirven para el lucimiento de los virtuosos del baile, éstos son “sones danzables”, pero hay otros que privilegian el canto y la nostalgia, éstos son “sones de madrugada”, entre ellos está la Lloroncita.

8La serpiente que cambia de piel periódicamente para liberarse de parásitos y sanar heridas se ha identificado, no sólo en México sino en muchas culturas de todo el mundo, como un símbolo de salud y medicina.

9La serpiente es un animal común a muchas deidades femeninas mesoamericanas: Cihuacóatl “mujer serpiente”, Chicomecóatl “siete serpiente”, Coatlicue “la de faldas de serpiente”, Tlaltecuhtli, “señora de la tierra” o “gran monstruo de la tierra”, esta monstrua grandiosa es representada por dos enormes serpientes que darían lugar al cielo y a la tierra según el mito de origen mexica (Godínez, 2014).

10A partir de la lengua bífida de la mujer serpiente, o Cihuacóatl, se recrea la idea de “lengua dividida” como característica del personaje histórico conocido como la Malinche, mujer traductora que permitió el “entendimiento” (condenado al malentendido) entre indígenas y españoles en la Conquista de la Nueva España (Godínez, 2014). La Llorona es una figura como que reúne a ambas: a Cihuacóatl y la Malinche. Sobre esta última puede leerse a Jean Franco en su artículo “La Malinche: del don al contrato sexual” (2013, pp. 51- 68).

11La devoción guadalupana esconde una estrategia de evangelización que se ve superada a sí misma por la cosmovisión indígena. Los atributos de la muerte en el mundo prehispánico permitieron que una diosa se recreara o revitalizara al devorar a otra, pudiendo absorber su energía sobrenatural (Echeverría, 2007, p. 12). Siguiendo esta cosmovisión es fácil advertir que hubo una lectura indígena que entendió una especie de teofagia, un canibalismo entre diosas en la que la Virgen de Guadalupe se come y asimila a la Tonantzin, lo que sin duda altera los dogmas de la religiosidad cristiana y acentúa el tema de la muerte en el nuevo barroco que se gestó en este territorio con sentimientos nativos y manifestaciones criollas.

12Hay algo más, “la Madre de Dios había sido convertida en Diosa Madre, la Virgen había perdido su virginidad en los brazos idólatras de los indios” (Bartra, 2006, p. 195) destacando algo que debía ser ocultado por el catolicismo, a saber, la sexualidad de la madre. No es de extrañar que algunos españoles viesen con malos ojos a esa virgen morena que se había entregado a los indígenas exponiendo su condición de madre, pero no de Dios, sino de carne y hueso, madre de niños y de niñas, alumbramiento de la vulva dilatada, sexo mestizo, olor a coito y, en el mejor de los casos, placer. Sin olvidar los abusos y violaciones a las mujeres conquistadas, también hay que hablar de una serie de visiones y fantasías sobre la sexualidad indígena que aparecieron en las huestes españolas y su política de mestizaje. Jean Franco (2013) revisa estos temas en su artículo “La Malinche: del don al contrato sexual”.

13El concepto de “ethos” tiene un doble sentido: en primer lugar, significa “morada, abrigo o refugio”; en segundo lugar, “uso, costumbre o comportamiento automático” —un dispositivo que nos protege de la necesidad de descifrarlo a cada paso. Ethos implica una manera de conectar con el mundo y confiar en él.

14Pueden escucharse algunas versiones con ensambles de son jarocho como Son de Madera, Los Parientes de Playa Vicente, Caña Dulce y Caña Brava o Ensamble Continuo, esta última, versión en la que se mezcla un aire barroco llamado los Ympossibles de Santiago de Murcia hallado en el códice de Gabriel Saldívar IV C del año 1732 y la Lloroncita, son jarocho tradicional. Al escucharlos juntos es evidente que la estructura armónica de ambas piezas es idéntica.

15Entendiendo que la pared es el contexto, el muro en el cual se expone la pintura, el espacio, el museo o la galería, la iglesia o el cementerio, la universidad pública o privada, luego, progresivamente, el párergon es el borde que separa a la vez que sitúa a la obra en el campo de “toda inscripción histórica, económica y política” (Derrida, 2001, p. 72).

16Abolir lo político es “destruir todo espacio y todo recurso —simbólico y material— donde sea posible pensar e imaginar qué hacer con el vínculo que nos une los unos a los otros y a las generaciones que vienen después”, precisa Mbembe (2016, párr. 23). La idea de un “gobierno privado indirecto” se extiende a escala global y puede aplicarse a países como México.

17Siguiendo la idea del biopoder de Michel Foucault (1996), Mbembe relaciona la política de la muerte o “necropolitica” con la política de la raza.

18La significación primaria de este gesto antiquísimo, que aparecía incluso en los personajes de duelo de los relieves de sarcófagos egipcios, es el dolor, pero también puede significar fatiga o pensamiento creador. Por citar sólo tipos medievales, representa no sólo el dolor de San Juan ante la Cruz y la pena de la “ánima tristis” del salmista, sino también el sueño profundo de los apóstoles en el Monte de los Olivos, o el monje que sueña en las ilustraciones del Pèlerinage de la Vie Humaine; el pensamiento concentrado de un estadista, la contemplación profética de poetas, filósofos, evangelistas y Padres de la Iglesia, y hasta el descanso de Dios Padre en el séptimo día (Klibansky y Panofsky, 1991, p. 281).

19El prefijo neo implica renovación, destronamiento y discusión: “se trata de un barroco que recusa toda instauración, que metaforiza al orden discutido, al dios juzgado, a la ley transgredida. Barroco de la revolución” (Sarduy, 1999, p. 1253).

20La meditatio mortis se convirtió el más eficaz antídoto contra la vanidad del mundo, los católicos pretendían estimular a la feligresía hacia un plano más rico espiritualmente. Y para esto nada más efectivo que el cráneo de un muerto, la calavera. “Los propios jesuitas aconsejan tener cerca, a la hora de la oración, una calavera o cualquier imagen de la muerte” (Ziegler, 2010, p. 27). Tiempo antes del siglo XVII, en las representaciones de San Jerónimo, encontramos con mucha frecuencia, en un rincón de la composición, algún crucifijo, un reloj de arena, un libro abierto con ilustraciones del Juicio Final y, muy importante, una calavera. Este conjunto de objetos, ya aislados en otras representaciones posteriores recibirá el nombre de vanitas o desengaño.

21 Walter Benjamin (1989) escribió “El narrador” en 1936, reflexionando sobre la Primera Guerra Mundial, advirtió cómo la gente volvía “enmudecida” del campo de batalla, un gesto que se propagó aún más después de la Segunda Guerra, un empobrecimiento en el horizonte de experiencias comunicables que todavía no se detiene.

22Como lo profundiza Sergio González (2002), aun cuando las denuncias por desaparición sean inmediatas, las autoridades no mueven un dedo por apego a la regla de dejar transcurrir un par de días. Y lo peor es que los responsables del orden público suelen agredir con sus procedimientos acusando a las víctimas de prostitución o libertinaje, como si eso fuera argumento para justificar el feminicidio.

23Según Derrida (2001, p. 90), “el completamente-otro”, es decir, el párergon con cuerpo y espesor, provoca y delimita el trabajo del duelo, “el trabajo en general como trabajo del duelo”. Afirmación que el filósofo desarrolla en el siguiente texto (2003, p. 114): “El duelo va siempre después de un trauma. He tratado de mostrar en otros lugares que el trabajo de duelo no es un trabajo como otro cualquiera. Es el trabajo mismo, el trabajo en general, rasgo por el cual habría que reconsiderar, quizás, el concepto mismo de producción —en lo que lo vincula con el trauma, con el duelo, con la iterabilidad idealizante de la expropiación y, por consiguiente, con la espiritualización espectral que obra en toda techné—”.

24Cuando Michel Foucault (1996, p. 55) revisa la relación entre racismo y guerra afirma que la política de la raza hace posible y asegura el poder: “de pronto se habla de diferencias étnicas y de lengua; de diferencias de fuerza, vigor, energía y violencia; diferencias de ferocidad y barbarie”. La melancolía del mexicano es una construcción de raza o carácter nacional que lo encierra dentro de una jaula (Bartra, 2006).

25 Enzo Traverso (2013) explica la función del “marxismo melancólico o “melancolía de izquierdas” en el pensamiento contemporáneo, basado en buena medida en las ideas de Walter Benjamin.

26En la web del MUAC, Campus Expandido, puede leerse la memoria de este evento: http://132.247.192.246/proyectos/campusexpandido/paralelas/013.html

27Según la web del proyecto, http://lauravalencialozada.com/Cuenda, cuenda es la madeja de hilo de algodón o poliéster de 8mm, cuya dimensión representa los metros que abarcan el volumen del cuerpo de un desaparecido. Esto se calcula utilizando la ecuación para conocer el índice de masa corporal (IMC) y los datos de altura y peso.

Recibido: Abril de 2016; Aprobado: Noviembre de 2016

Gloria Luz Godínez es investigadora y artista, con licenciatura y maestría en filosofía por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México y con doctorado Cum Laude en teoría literaria por la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, España. Actualmente trabaja como investigadora en el Centro de Estudios, Creación y Documentación de las Artes de la Universidad Veracruzana, México. Tanto en sus creaciones artísticas como en sus trabajos de investigación ha revisado nociones que atañen a la teoría del cuerpo: danza, género, presencia, movimiento, inmovilidad, historia pública y privada, fronteras, hibridaciones, juegos de poder y política. Entre sus artículos se destacan (2014), “Mujer serpiente en México. De Cihuacóatl a Lukas Avendaño”, en Revista AMÉRIKA y (2013) “Neobarroco transfronterizo en México: El Lupón”, en Ángeles Mateo del Pino (ed.), Ángeles maraqueros. Trazos NeobarroC-S-CHos en las poéticas latinoamericanas. Buenos Aires: Editorial Katatay.

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