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Revista interdisciplinaria de estudios de género de El Colegio de México

versión On-line ISSN 2395-9185

Rev. interdiscip. estud. género Col. Méx. vol.1 no.1 Ciudad de México ene./jun. 2015  Epub 24-Feb-2021

https://doi.org/10.24201/eg.v1i1.18 

Artículos

Matrimonio del mismo sexo, nación y raza: lógica y retórica política en Francia1

Same-Sex Marriage, Nation, and Race French political logics and rhetorics

Éric Fassin1 

Traducción:

Socorro Soberón

1Es profesor del Departamento de science politique y del Centre d’études féminines et d’études de genre de l’Université Paris 8 Vincennes-Saint Denis, e investigador del Institut de recherche interdisciplinaire sur les enjeux sociaux.


Resumen

Si bien el debate sobre el “matrimonio para todos” podría parecer sólo una repetición del que se llevó a cabo anteriormente sobre el PaCS (Le Pacte Civil de Solidarité, contrato a partir del cual dos personas mayores de sexo diferente, o del mismo sexo, acuerdan organizar su vida en común), los términos han cambiado desde finales de la década de 1990, pasando de lo laico a lo religioso y de lo antropológico a lo biológico. Sin embargo, el debate sigue girando en torno a la identidad nacional. En Francia, la filiación está sacralizada porque define a la familia y a la ciudadanía. Como hace ver con claridad la comparación con Estados Unidos, la oposición al matrimonio gay es, por ende, sobre de la raza: articula la racialización de la nación y la biologización de la familia. Sin embargo, la retórica política no siempre coincide con esta lógica de naturalización/desnaturalización. En efecto, aun cuando los nacionalismos sexuales de la década de 2000 se opusieron a la “democracia sexual” de las minorías raciales, las polémicas de la siguiente década, desde la ley Taubira hasta la (llamada) “teoría de género”, ofrecen nuevas configuraciones de la intersección entre la política sexual y la política racial. ¿Es el movimiento de La Manif pour tous, burgués y católico, acerca de ser blanco, o es posible una alianza moralmente conservadora con los franceses de los suburbios, hijos de inmigrantes y musulmanes? La conclusión de este artículo se enfoca en las tensiones entre la lógica interseccional (de equivalencia) y la retórica (de articulación): el matrimonio entre personas del mismo sexo significa a la raza, pero al mismo tiempo es significado por los distintos actores políticos.

Palabras clave: Matrimonio gay; Democracia sexual; Política francesa; Raza

Abstract

While the debate on “marriage for all” may have looked like a mere repetition of the earlier one on PaCS (Le Pacte Civil de Solidarité, contract from which two people over different sex or the same sex, agree to organize their life together), the terms have changed since the late 1990s - from secular to religious, and from anthropological to biological. But it is still about national identity. In France, filiation is sacralized because it defines both family and citizenship. As the comparison with the United States makes it clear, the opposition to gay marriage is thus also about race: it articulates the racialization of the nation and the biologisation of the family. However, the political rhetorics do not always coincide with this logic of naturalization / denaturalization: while the sexual nationalisms of the years 2000 pitted “sexual democracy” against racialized minorities, the polemics of the next decade, from the Taubira law to the (so-called) “theory of gender”, offer new configurations of the intersections of sexual and racial politics. Is the Catholic, bourgeois movement of La Manif pour tous about whiteness, or is a morally conservative alliance with the children of immigrants and Muslims from the outer-cities possible? The conclusion of this paper focuses on the tensions between intersectional logics (of equivalence) and rhetorics (of articulation): same-sex marriage signifies race, but it is also signified by the different political actors.

Key words: Gay marriage; Sexual democracy; French politics; Race

Después de la cultura

Había una extraña sensación de “dejà vu” durante las recientes movilizaciones en Francia contra el llamado “mariage pour tous”. Aquellos de nosotros (muy pocos en esos días) que participamos en la batalla pública sobre el Pacte Civil de Solidarité (PaCS), votado como ley en 1999, escuchamos argumentos similares durante la polémica que rodeó a la ley de 2013: el mismo rechazo a la igualdad de derechos junto a la misma afirmación de que no tenía ninguna relación con la homofobia, y a veces de la misma gente, comenzando con la líder de la derecha religiosa en Francia, Christine Boutin. Había también una semejanza notable entre la estupefacta incredulidad de los impulsores de las dos iniciativas, dos veces confrontados con este resurgimiento de la violencia simbólica; antes de cada debate prevalecía la idea entre ellos (nosotros) de que esa homofobia política, abierta y extendida, pertenecía al pasado, en vista de la evolución de la sociedad francesa hacia la tolerancia (entonces) o incluso el reconocimiento (ahora).

Estas dos batallas forman parte de la misma guerra: más allá de las uniones civiles, el matrimonio y la familia, más allá de los derechos gay y la heteronormatividad, esta gran lucha es sobre la definición misma de sociedad, es decir, sobre la pregunta de qué o quién define las reglas sociales. ¿Serán las normas y leyes dadas trascendentalmente, de una vez y para siempre (por Dios, la naturaleza o la tradición), o seremos nosotros quienes las determinamos, de manera inmanente? Hoy se plantea la pregunta acerca del matrimonio y la familia. ¿Será el sexo la frontera política final o habrá límites (sexuales) a la adquisición de la inmanencia? Esto es lo que está en juego cuando se extiende la lógica democrática a los asuntos de género y sexualidad que he llamado “democracia sexual”. ¿Tendrá el orden social (o al menos el sexual) fundamentos que trascienden la historia y la política o, por el contrario, estará abierto a la negociación, la deliberación, la contestación; en una palabra, a la transformación política e histórica? (Fassin, 2011a)

Por supuesto, de una ley a la otra hubo algunos cambios en el elenco; el ex primer ministro socialista Lionel Jospin y su esposa, la filósofa Sylviane Agacinski -cuya oposición, explícita o implícita, resonó al final de la década de 1990 con la misma reticencia de muchos otros en la izquierda, especialmente entre las elites políticas, intelectuales y de los medios de comunicación- gozan ahora de mayor popularidad con Le Figaro que con Libération y con UMP (el movimiento conservador) que con el PS (el partido socialista). El sentido común de la intelectualidad de izquierda se ha desplazado drásticamente, como lo demuestra de manera muy dramática el giro radical de la socióloga Irène Théry, quien pasó de ser enemiga a amiga de la igualdad de derechos sin dejar al mismo tiempo de ser una crítica feroz de quienes han estado en desacuerdo con sus sucesivas posturas al respecto. Así pues, por un lado, la primera ley se ganó tras una batalla en la que hubo un amplio consenso entre progresistas y conservadores de todos los matices, lo cual hizo el éxito aún más sorprendente; por otro, la segunda batalla, quince años después, reveló una verdadera ruptura entre conservadores y progresistas, lo cual mostró que sus estrechos límites eran un tanto sorprendentes. Es cierto que en 2013 la ambivalencia del presidente socialista evocaba la reticencia del primer ministro en 1998; sin embargo, las encuestas de opinión demostraban con claridad que la diferencia entre izquierda y derecha era, junto con la edad, la línea divisoria entre quienes proponían y quienes se oponían a la ley.

La transformación del panorama político trajo consigo un cambio en lo que los sociólogos llaman “encuadre” (Goffman, 1974) y, más específicamente, en la retórica política. En la época del PaCS, el rechazo a la igualdad de derechos se justificaba por medio de argumentos culturales; esto se puso en evidencia por las frecuentes referencias al psicoanálisis y, más generalmente, a las ciencias humanas, que convergían todas en la defensa del “orden simbólico”. Invocar “los fundamentos antropológicos de la sociedad” obtuvo en aquel momento un amplio apoyo contra el reconocimiento de las parejas del mismo sexo y sus familias, tanto en la derecha como en la izquierda, y ayudó a reemplazar el (declarado) universalismo de la República francesa con la (presunta) universalidad de la “Cultura”. Entre los progresistas, fue el contexto político lo que permitió este retruécano: en el debate simultáneo sobre la parité, que representó otro aspecto de la democracia sexual (en términos de género, más que de sexualidad), los promotores de la igualdad entre los candidatos para el servicio público, como Sylviane Agacinski, abogaban por una democracia inclusiva abierta por igual a las mujeres, fusionando así el principio universalista de igualdad y diferencia sexual presentado como un hecho universal.

Al final de la década de 1990, el proclamado republicanismo de la universalidad implicó una perspectiva laica de la política sexual. Los progresistas conservadores (como Irène Théry) invocaban al académico del derecho Pierre Legendre, pero rechazaban cualquier relación con el sacerdote Tony Anatrella, a pesar de que la virulencia de las diatribas de estos dos psicoanalistas contra la homosexualidad no difería mucho. De la misma manera, si bien los golpes con la Biblia (literalmente) de Christine Boutin se veían fuera de lugar en la Asamblea Nacional, el nombre y el trabajo de Claude Lévi-Strauss proporcionaban una versión legítima de trascendencia para rechazar nuevos derechos de las parejas del mismo sexo (o, con aun mayor repulsión, de las familias queer); su nombre, así como su libro fundacional de 1948, The Elementary Structures of Kinship, se movilizaron entonces en el mismo templo sagrado de la República, primero por un député de la oposición conservadora y luego por la entonces ministra socialista de justicia, (Élisabeth Guigou Robcis, 2013).

La naturaleza laica del debate público en Francia ayuda a explicar la relativa discreción de la jerarquía católica al final de la década de 1990, que es aún más notable si se compara con la importancia de los argumentos religiosos en el actual debate sobre el matrimonio del mismo sexo en Estados Unidos. Por supuesto, representantes de las distintas religiones participaron en las audiencias públicas y expresaron su oposición a la iniciativa. No obstante, los obispos franceses emitieron sólo un comunicado breve en el cual no había ninguna referencia ni a la Biblia ni a los pronunciamientos del Vaticano; así pues, su oposición al PaCS descansaba únicamente en las ciencias humanas. La universalidad de la Cultura antropológica no sólo sirvió para oponer resistencia a las afirmaciones universalistas de los impulsores del PaCS (y, más aún, de la igualdad total de derechos): hizo innecesarios los argumentos religiosos al proporcionar un equivalente laico y por lo tanto legítimo para el público, igualmente apoyado por conservadores y progresistas, fueran o no religiosos. Incluso las autoridades católicas podían invocar a la Cultura, en vez de a las Escrituras, como una justificación trascendental.

Ya no es el caso; ahora la cultura ha cambiado en su significado, o en su ortografía, del singular universal al relativismo del plural. Incluso podría decirse que este cambio consiste en la pérdida de la mayúscula: de la Cultura de la caja alta a la cultura de la caja baja, de la mayúscula a la minúscula. La explicación es simple: en 2001, los Países Bajos abrieron por primera vez el matrimonio a parejas del mismo sexo (irónicamente, el 1º de abril2); muy pronto, otros países siguieron el ejemplo holandés; no sólo las lejanas Canadá y Escandinavia, sino también las vecinas Bélgica y España, por no decir nada de otros países europeos y, por supuesto, de otras regiones del mundo, desde Sudáfrica hasta América del Sur. En esta nueva época, el argumento antropológico (sobre la cultura universal) sólo podía ceder su lugar al argumento etnológico (sobre varias culturas). Así pues, el matrimonio del mismo sexo dejó de ser impensable: como sugerí a finales de los 90, al final lo “impensable” no era más que “impensé”. De hecho, ahora se ha convertido en “bueno para pensar” (tomando prestada la frase del mismo Lévi-Strauss): tanto las diferencias como las similitudes en la política del “matrimonio gay” en distintos tiempos y en diversos países dicen mucho sobre las situaciones políticas que evolucionan; en este caso, sobre las reconfiguraciones de la política y la sociedad francesas.

El colapso del (llamado) argumento antropológico, debido a eventos históricos fuera de Francia, explica dos grandes transformaciones que se hicieron aparentes en el debate francés sobre el “matrimonio igualitario”, que se denominó “matrimonio para todos” (un eslogan un tanto cuanto cómico que sacó provecho del universalismo republicano con mucho éxito). La primera es la sustitución de “Cultura” por “Naturaleza”. Los opositores al PaCS afirmaban que el “orden simbólico” no era sólo una versión eufemística del orden biológico. Una generación más tarde, los enemigos del matrimonio del mismo sexo no tenían ningún reparo en la biologización. Durante las manifestaciones masivas del movimiento de derechas La Manif pour tous, los carteles recordaban a quienes apoyaban los derechos igualitarios que “no hay óvulos en los testículos” (“pas d’ovules dans les testicules”). El significado era claro: la filiación está, o debería estar, ajustada al modelo de la reproducción. La ley debería imitar la biología. Por supuesto, una vez más, los nuevos conservadores o reaccionarios afirmaban, en general pero ya no sistemáticamente, que no tenían nada contra la homosexualidad per se; sólo tenían problemas, argumentaban, con la transformación del matrimonio y de la familia, a los que querían conservar como “instituciones naturales” (utilizando un oxímoron). Sin embargo, ¿acaso no es la idea de que la homosexualidad es “contra la naturaleza” el argumento tradicional a favor de la exclusión de los homosexuales?

La segunda gran reconfiguración del panorama político es religiosa. Durante la batalla del matrimonio, la república laica del PaCS abrió camino a la restauración de la Francia católica. La discreción religiosa ya pertenecía al pasado: la homofobia había salido del closet, aunque no osaba pronunciar su nombre (no del todo). La campaña católica había comenzado en 2010, en contra de una caricatura amigable con la comunidad gay, “Le baiser de la lune”, dirigida a niños en edad escolar; en 2011, de manera mucho más visible, fue revivida en los libros de texto de biología de enseñanza media, ahora en contra de la llamada “teoría de género” (un cliché que se podía deletrear “théorie-du-genre”). Esto no fue sino el ensayo general de 2012; en efecto, durante una festividad religiosa (la Asunción de María, el 15 de agosto), André Vingt-Trois, entonces presidente de la Conferencia Nacional de Obispos, lanzó un ataque contra el matrimonio gay en todas las iglesias de Francia; en los meses siguientes, los obispos se unieron de manera ocasional a las manifestaciones contra la iniciativa. Era imposible ignorar la presión de las autoridades religiosas. El que este desplazamiento de la retórica laica a la religiosa haya coincidido con otro, de la cultura a la naturaleza, ayuda a entender las razones por las cuales en el año 2000 (la época del Cardenal Ratzinger, después Papa Benedicto), la teología vaticana redefinió “derecho natural” como “leyes de la naturaleza”, fusionando así la razón divina con la biología (Fassin, 2010a). En 2012 incluso el Gran Rabino elaboró un documento en resonancia con los textos católicos (más bien plagiándolos, como se demostró después, para su vergüenza), lo cual podría explicar la mención que hizo el Papa Benedicto del texto de Gilles Bernheim en una muestra de buena voluntad ecuménica.

Sin embargo, la influencia de la Iglesia Católica se extendió más allá de los círculos religiosos: tenía peso político. ¿Cómo fue que sucedió esto en la proverbialmente laica Francia? ¿Y por qué, en la época del “matrimonio para todos”, Christine Boutin recuperó el favor de sus compañeros revolucionarios, quienes la habían apartado después del PaCS? La explicación es política; durante la campaña presidencial de 2007, Nicolas Sarkozy movilizó una versión laica de la identidad nacional con el fin de arrebatar votos al Frente Nacional. Ahora bien, poco después de su elección, con motivo de una visita al Vaticano, este discurso nacionalista se convirtió en religioso: en una inversión de la mitología republicana, Sarkozy juzgó en ese momento que el sacerdote era moralmente superior al maestro de escuela. El nuevo presidente, en otro tipo de intercambio ecuménico, comenzó a compartir con el Papa Benedicto la frase “laicismo positivo” (“laïcité positive”). Esta calificación implicaba que el laicismo negativo se debería aplicar solamente al Islam; por el contrario, la Iglesia Católica conservaba e incluso obtenía de nuevo todos sus privilegios políticos. Como pago por su apoyo, Sarkozy concedió a las autoridades religiosas una influencia política renovada. Esto se hizo evidente una vez que dejó el poder en manos de François Hollande, en la época del “matrimonio para todos”: de “Cultura universal” se cedió el paso a “nuestra cultura” y del universalismo republicano a la identidad católica; la retórica política del matrimonio del mismo sexo también se desplazó de lo antropológico a lo nacional o, para ser precisos, el asunto de la identidad nacional, antes implícito, se volvió explícito.

La sacralización de la filiación y la racialización de la nación

El académico del derecho Daniel Borrillo ha exhibido elocuentemente en su obra escrita una reciente redefinición de filiación en la jurisprudencia francesa, que pasa de un modelo civil (clásico) a uno biológico (nuevo) reminiscente del (antiguo) derecho canónico. El que esta biologización de la filiación haya comenzado en la década de 1990, argumenta, indica que tuvo que establecerse como reacción contra las afirmaciones a favor de la igualdad de derechos en el matrimonio y la familia de parte los movimientos LGBT, que surgían en esos días. Si la filiación se basara en la reproducción, la homosexualidad podría tal vez encontrar un lugar en la parentalité (crianza), pero con certeza tendría que ser excluida de la parenté (parentesco). Así pues, la naturalización de la filiación podría entenderse como homofobia jurídica: justifica la exclusión legal de gays y lesbianas de la familia (Borrillo, 2009, 2010). El argumento de Borrillo es muy convincente; se puede agregar que más aún porque, como se vio anteriormente, esta reacción aparece no sólo en círculos legales sino también en círculos teológicos (o, más paradójicamente, en psicoanálisis o sociología). La biología como ficción fundacional se ha convertido ahora en el último refugio de la heteronormatividad.

No obstante, resta una pregunta importante: ¿por qué la batalla sobre el reconocimiento de las uniones del mismo sexo tendría que concentrarse en la filiación, como sucede en Francia, y no en el matrimonio mismo, como sucede en Estados Unidos? (Fassin, 2001). Pocas veces se plantea esta pregunta; a los comentaristas franceses les parece natural que la resistencia a la igualdad de derechos sea más enérgica en lo que concierne a la adopción y la tecnología reproductiva. Sea al final de 1990, sea al principio de 2010, incluso las voces católicas en la oposición al “matrimonio para todos” insistían en el valor simbólico de la filiación y no en la naturaleza sacramental del matrimonio. Una perspectiva comparativa revela que no hay nada universal en esta jerarquía de los temas. En Estados Unidos la batalla política es y ha sido por largo tiempo acerca de las parejas del mismo sexo, y no de la adopción por el otro miembro de la pareja o de la inseminación artificial. Desde la Ley de la Defensa del Matrimonio en 1996 hasta los casos Windsor y Perry de la Suprema Corte de Justicia en 2013, el asunto decisivo es el matrimonio, no la filiación.

Así pues, a pesar de los estallidos paralelos de homofobia, lo más importante resulta ser distinto en cada lado del Atlántico. Las dos polémicas revelan lo que se considera esencial en cada sociedad, es decir, lo que se puede llamar “sagrado”, entendiendo por esto lo que se tiene que preservar del cambio histórico y de la negociación política, escapando así de la lógica inmanente de la democracia sexual. Para resumir este contaste trasatlántico, he sugerido que en Estados Unidos se sacraliza el matrimonio, mientras que en Francia hay una sacralización simétrica de la filiación. Esta diferencia nacional está relacionada con diferentes modelos nacionales: el contraste no sólo es entre las naciones, sino acerca de las naciones; además, para ser más específico, en ambos casos gira en torno a las definiciones racializadas de las comunidades nacionales imaginadas.

En Estados Unidos el matrimonio se ha relacionado por mucho tiempo con la raza, y no sólo en términos de mestizaje, como sucedía antes de Loving v. Virginia, la resolución de 1967 de la Suprema Corte; entonces como ahora, la construcción política de la “familia negra” como problema, ha descansado en dos asuntos conectados entre sí: el embarazo adolescente y los padres ausentes; es decir, en los niños nacidos fuera del matrimonio (Moynihan, 1965). Dos anécdotas políticas sirven como ejemplos de esto. Durante la campaña presidencial de 1992, el vicepresidente Dan Quayle desató una polémica en contra del popular programa de televisión Murphy Brown, cuyo personaje principal, una periodista de televisión de más de cuarenta años, decide tener un hijo sin padre, a pesar de la anticipada desaprobación del tele-evangelista Pat Robertson, la activista antifeminista Phyllis Schlafly y “medio Utah”. Los “valores familiares” que el nada ficticio republicano conservador Quayle utilizó contra el personaje de ficción tenían un trasfondo racial; en efecto, esta madre soltera, protagonizada por la ex modelo rubia Candice Bergen, no tenía ningún parecido con una adolescente africana-americana pobre: ¿acaso esta profesional exitosa no debería comportarse como un buen ejemplo (blanco)? Un segundo ejemplo podría servir como imagen simétrica, ya que juega con los mismos estereotipos raciales. En 2008, dos semanas antes de ser elegido presidente de Estados Unidos, Barack Obama bromeó así en el brindis humorístico de la cena de Al Smith: “algunos de los rumores que circulan por allí son un tanto cuanto disparatados: Fox News ha llegado a acusarme de haber sido padre de dos niñas africanas-americanas dentro del matrimonio”. La chanza no necesitaba explicación: no hubo quien no entendiera este giro sobre la política racial.

En Francia la situación es distinta: más que el matrimonio, es la filiación la que más alza la voz sobre la raza. En el código civil, la filiación no sólo define las reglas de la descendencia, sino de la ciudadanía; en efecto, prescribe quién pertenece a la nación así como quién pertenece a la familia, e inversamente, quién no (Fassin, 2009). Esto se relaciona con el hecho de que la inmigración juega un papel distinto en cada lado del Atlántico; aunque el jus soli o derecho de suelo incluye a todos los hijos de extranjeros nacidos en suelo estadounidense, resulta insuficiente para la ley francesa. De hecho, a partir de los años 1980, el discurso público sobre inmigración se ha enfocado en la necesidad de imponer más condiciones a los hijos de inmigrantes, extrañamente denominados “inmigrantes de segunda generación”, antes de considerarlos totalmente franceses, lo cual retrasa indefinidamente su verdadero reconocimiento. Por lo tanto, de facto (aunque no de jure), “ser inmigrante” es una condición que puede heredarse de generación en generación, tal como ser verdaderamente francés; la palabra se ha convertido verdaderamente en un eufemismo de “raza”.

La presión siempre creciente del Frente Nacional continúa dando mayor peso al jus sanguinis, en parte dentro de la ley pero más allá de ella en las representaciones de la nación, de la misma manera que en la época del caso Dreyfus y posteriormente, en 1930, había una obsesión con “orígenes”, “raíces” y “estirpe”; en una palabra, con “sangre”. Esto se manifiesta en el lenguaje mismo, tanto al hablar sobre lo “Français de souche” cuanto, al contrario, sobre “Français de papier”, “issus de l’immigration” (o, aún más elocuentemente, “issus de la diversité”). En efecto, la batalla francesa del parentesco no sólo gira en torno a la familia; gira igualmente en torno a la nación. Naturalizar la filiación, como quieren los conservadores, o desnaturalizarla, en términos progresistas, no sólo gira en torno a heterosexualidad o homosexualidad: gira igualmente en torno a ser francés, es decir, a ser blanco en la Francia poscolonial. El que el “Français d’origine contròlée” (en oposición al “d’origine”) tenga que ser amenazado con la privación de la ciudadanía, como sucedió en el infame discurso que el presidente Sarkozy pronunció en 2010 en Grenoble contra los inmigrantes y sus hijos, no hace más que confirmar la racialización de la nación.

En este contexto, el término legal “naturalización”, que enlaza inmigración y ciudadanía, termina pareciendo irónico (Mazouz, 2008): ¿acaso no es la nación lo que se naturaliza? Hoy parece que los extranjeros jamás podrán ser franceses “à parte entière”, justamente como a los Antillais, según Aimé Césaire, se les hace sentirse “entièrement à part”. Parecería que la ciudadanía se diera naturalmente y no socialmente, biológicamente y no jurídicamente: que la naturalización (en el sentido legal) fuera antinatural (en términos sociales) (Fassin, 2010b). Como consecuencia, las movilizaciones contra el acceso igualitario a la adopción y la tecnología reproductiva no deben entenderse sólo en términos de homofobia; al menos, es posible que la homofobia no sea la última palabra. La naturalización conservadora de la familia en oposición a las parejas del mismo sexo tiene sentido en el trasfondo de esta biologización reaccionaria de la nación opuesta a los no-blancos.

Todo esto ayuda a explicar la diferencia entre el estatus de la adopción y el de la tecnología reproductiva en el debate público francés sobre las parejas del mismo sexo. No es sólo por razones técnicas legales que el “matrimonio para todos” ahora conlleva acceso a la adopción y no a la PMA (procréation médicalement assitée); la falta de valor político del gobierno socialista al renegar de las promesas de igualdad total que hizo en la campaña hace evidente que la resistencia no era igual en los dos frentes: en la agenda de la filiación, la adopción es un problema menor; la inseminación artificial, en cambio, es un problema mayor. Al final de la década de 1990, en la época del PaCS, los opositores a los derechos de filiación subrayaban ya este último, mientras que sus impulsores preferían hacer declaraciones sobre el primero. Hay algo paradójico en esta jerarquía de miedos politizados; después de todo, hace ya tiempo que la homofobia saca provecho de la combinación francesa de homosexualidad, pederastia y pedofilia. ¿Por qué ahora la tecnología reproductiva para las lesbianas tendría que ser más problemática que la adopción, si la última está abierta por igual a las parejas de hombres y mujeres?

Las políticas de adopción no son iguales a las políticas de tecnología reproductiva (Perreau, 2014), como lo indican las diferencias legales que preexisten al “matrimonio para todos”. Aunque las parejas que desean adoptar necesitan estar casadas, para tener acceso a la tecnología reproductiva no tienen que cumplir ese requisito; ahora bien, en este caso, las parejas de distinto sexo necesitan estar en “edad reproductiva”, si bien estériles, y no se impone ninguna condición en el proceso de adopción. Es interesante destacar que un individuo puede tener acceso a la adopción, pero la inseminación artificial está negada a las mujeres solteras. Todas estas diferencias apuntan en la misma dirección: contrariamente a la adopción, la (llamada) “ley bioética” de 1994 sobre la tecnología reproductiva bosqueja algo que se podría llamar una ilusión biológica cuya premisa es la ilusión de las relaciones sexuales: la procreación artificial remeda la “naturaleza” (Iacub, 2002).

Por lo tanto, no debe sorprender que la tecnología reproductiva aún se tenga que proscribir a la homosexualidad, que muchos conservadores consideran no natural, aunque se permita la adopción a las parejas del mismo sexo por medio del matrimonio. La dispar naturalización de estos dos senderos a la filiación tiene más consecuencias. La normatividad presente subraya la importancia de “decir la verdad” acerca de los orígenes biológicos, y hay quien argumenta que sistemáticamente deberían reconocerse como parte de la filiación: la historia de la adopción, se dice a los padres, no debería ser un secreto para los niños. Sin embargo, no hay tal consenso en lo que concierne a la tecnología reproductiva. De hecho, si bien por ley los donadores de esperma y óvulos tienen que ser anónimos, existe la posibilidad de “adoption simple”, que incluye a los “padres biológicos” en la filiación del niño, en contraste con la “adoption plénière” que sólo reconoce a los padres adoptivos.

Como era de esperarse en vista de todos estos elementos, la biologización diferencial de los dos modos de filiación también tiene una dimensión racial. El aumento en la adopción internacional, que actúa contra la racialización internacional, la hace visible; en efecto, ya que los niños no necesariamente se parecen a los padres, este tipo de filiación no se basa, ni podría hacerlo, en la ficción biológica de la sangre. Por un lado, la adopción es “artificial”; por otro, en Francia la tecnología reproductiva ya no se caracteriza de esta manera: paradójicamente, se supone que el trabajo biológico de la medicina la hace “natural”. Ciertamente, la raza juega un papel simétrico en ambos tipos de filiación; por un lado, con frecuencia la adopción internacional implica que padres blancos tengan hijos de color; por el otro, las reglas que organizan la selección de células en la tecnología reproductiva (clasificar por color de cabello, ojos y piel) tienen como propósito asegurar semejanza en el fenotipo. Así pues, las llamadas leyes bioéticas descansan en el trompe-l’oeil de la “verosimilitud” en la imitación de la reproducción “natural”; por el contrario, la ley de adopción es ostensiblemente una ficción que pone al descubierto la naturaleza social de la filiación (Fassin, 2014).

La retórica de la interseccionalidad

La naturalización de la familia es paralela a la de la nación, como demuestra la política francesa de la filiación. No obstante, a pesar de esta lógica común, la raza y el sexo no siempre coinciden en las diversas retóricas movilizadas en torno al “matrimonio para todos”; en efecto, con respecto a los movimientos sociales, el “encuadre” de sus complejas articulaciones se convierte en un asunto político en sí mismo (Benford y Snow, 2000). Esto no sucede sólo en Francia; en Estados Unidos, durante los últimos años, la interseccionalidad ha jugado un papel importante en el debate público sobre el matrimonio del mismo sexo. Por supuesto, los conservadores que se oponen a la igualdad sexual difícilmente acogerán la igualdad racial. Al mismo tiempo, hay quienes aún se rehúsan a aceptar que los derechos gay son derechos civiles, y, a la inversa, las resoluciones progresistas que adoptó la Suprema Corte en junio de 2013 en los casos de Windsor v. United States sobre la Ley de la Defensa del Matrimonio y Hollingsworth v. Perry sobre la Proposición 8 de California coincidieron con otras dos que fueron reveses para la comunidad africana americana, Fisher v. University of Texas, que ponía en entredicho la acción afirmativa con base en la raza, y Shelby County v. Holder, que minaba la Ley de Derecho al Voto.

Antes, en 2008, los resultados de la votación tuvieron connotaciones raciales: en la elección presidencial en California, Obama obtuvo una mayoría de 61%, en contraste con el hecho de que el voto a favor de la Proposición 8 fue de 52%. No sólo los californianos estaban más dispuestos a aceptar un presidente negro que parejas del mismo sexo; además, las encuestas dieron a entender que el 70% de los africanos-americanos se habían unido a quienes se oponían a los derechos gay. Por supuesto, estos números fueron debatidos apasionadamente, igual que lo fue su interpretación (por ejemplo, ¿se trataría de la raza o de la religión?). Pero lo que empeoró la situación fue que muy pronto el nuevo presidente invitó al reverendo Rick Warren, quien acababa de participar en la lucha a favor de esta proposición discriminatoria, a oficiar en la inauguración de enero de 2009, mientras las iglesias negras también celebraban a este cristiano evangélico blanco de California con motivo del aniversario de Martin Luther King. En esos días, los derechos civiles y los derechos gay parecían estar reñidos.

Cómo fue que el primer presidente negro “evolucionó” (sus palabras, en 2010) es aún más sorprendente. En su discurso inaugural de enero de 2013, después de su reelección, tomó el curso contrario. “Nuestro trabajo no estará terminado hasta que nuestros hermanos y hermanas gay sean tratados ante la ley igual que cualquier otro”. En vez de dar más importancia a un problema que a otro, decidió en ese momento inscribir los derechos gay, junto con los de la mujer, en la historia de los derechos civiles: “Nosotros, el pueblo, declaramos hoy que la más evidente de las verdades, aquella que dice que todos fuimos creados iguales, es la estrella que aún nos guía, tal como guió a nuestros antepasados a través de Seneca Falls y Selma y Stonewall.” El argumento culturalista en lo que respecta a las diferencias raciales había sido finalmente descartado. El paralelismo entre raza y sexo ya no solamente era útil a los conservadores que se oponían a la igualdad de derechos, sino que ahora funcionaba también para los progresistas que la apoyaban.

Es posible encontrar expresiones similares en Francia. Primero, el racismo y la homofobia pueden trabajar conjuntamente, como se hizo evidente durante la batalla del “matrimonio para todos”. La Ministra de Justicia sufrió ataques abiertamente racistas; específicamente, los simpatizantes de La Manif pour tous han comparado reiteradamente a Christiane Taubira con un mono, desde un cartel en donde se la representaban como King Kong hasta una inolvidable broma sobre su astucia de simio en la cubierta de la revista de extrema derecha Minute, en la que aparecía un niño mofándose de la antigua representante de Guyana con un plátano durante una manifestación el 25 de octubre de 2013 en Angers; una candidata por el Frente Nacional fue finalmente sentenciada por este insulto racista. Estos ataques no se deben solamente al color de su piel; por añadidura, muchos recordaban que hay dos importantes leyes de Taubira: antes del “matrimonio para todos”, en 2013, está el reconocimiento en 2001, apasionadamente debatido, de que la esclavitud es un crimen contra la humanidad.

No obstante, también hay que tener en mente que la conexión entre racismo y homofobia se puede deducir incluso sin tales “justificaciones”: en la época en la que Noël Mamère celebraba el matrimonio de dos hombres, en su ciudad, Bègles, el 5 de junio de 2004, y como un eco de las ceremonias que había oficiado en febrero Gavin Newsom, en San Francisco, el alcalde francés recibía una inmensa cantidad de mensajes de odio no solo homofóbicos (y sucede que él es heterosexual), sino misóginos, antisemitas y racistas, a pesar de que ninguno de los hombres involucrados era judío y todos eran blancos (Provencher, 2010). Una vez más, la desnaturalización de la familia, que el matrimonio del mismo sexo pone en juego, claramente opera en contra de la semilla naturalizante de la racialización de la nación. La comparación con Estados Unidos no termina aquí: hay un paralelismo francés no sólo con el voto negro a favor de la Proposición 8 sino también con el retroceso teórico en el discurso inaugural del presidente Obama en enero de 2013.

Estos dos paralelismos ocurrieron durante el debate parlamentario que condujo al voto de la ley Taubira. El 30 de enero de 2013, Bruno Nestor Azerot, un diputado de centro-izquierda de Martinica, rompió filas con la mayoría socialista para abogar contra el matrimonio gay, no sólo, argumentaba, porque había asuntos más urgentes que atender, especialmente para los desposeídos, sino porque él apoyaba la “igualdad en la diferencia”. Si bien se pronunció de esta manera en nombre de la Francia de ultramar, ya que “casi toda nuestra población está en contra de una iniciativa que trastoca todas las costumbres, todos los valores en los que descansa nuestra sociedad de ultramar”, también habló en su propio nombre: “¿cómo esperan ustedes que un hombre cuyos antepasados fueron vendidos y tratados como objetos no se preocupe por esto?” Azerot procedió a dar un argumento culturalista con un giro histórico al invocar el legado de la esclavitud, “un sistema social que impedía a un hombre y una mujer tener un hijo legítimamente, en el que el matrimonio estaba prohibido y fue una conquista de la libertad” (Azerot, 2013).

La respuesta de Taubira, en la segunda sesión del mismo día, dio la vuelta a este argumento. Por supuesto, luchar por los derechos gay no tendría que ser una distracción de la lucha contra el desempleo. Sin embargo, sí aceptó que su origen de Guyana era relevante; había un contexto cultural que no podía ignorar: “es cierto que en ultramar la cuestión es complicada, igual que lo fue PaCS. Ahora bien, es incluso más honorable la postura de aquellos representantes locales que con gran valor apoyan la iniciativa en la que creen por razones éticas.” Por último, y más importante, continuó en respuesta al argumento histórico: “el señor Azerot nos recuerda que en los días de la esclavitud las parejas no tenían derecho a contraer matrimonio”, a causa del Code noir. “Pero la razón era que no se reconocía a los esclavos como seres humanos. Y es precisamente porque tenemos que soportar la memoria viva de esta historia que nos parece aún más insoportable que se niegue el matrimonio a seres humanos cuya humanidad por lo tanto se pondría en duda.” Y concluyó así, entre grandes aplausos: “¡Los esclavos destruyeron la esclavitud en nombre de los derechos del individuo!” (Taubira, 2013a). El 12 de febrero de 2013, al final del debate parlamentario, en sus argumentos de cierre, la ministra de Justicia regresó a este tema, tan molesto y que molesta tanto: “la Francia de ultramar no tiene ninguna razón, ni histórica ni cultural, para rezagarse en la libertad” (Taubira, 2013b).

De hecho, la cuestión del origen ya había surgido en su discurso de apertura, el 29 de enero; en aquella ocasión, para cerrarlo, Taubira eligió una cita de Léon-Gontran Damas, poeta y figura política de su Guyana nativa y uno de los pioneros de la “négritude” junto con Césaire y Senghor (Taubira, 2013c). Esto no pasó desapercibido; el 5 de febrero, Hervé Mariton, líder de la oposición a la iniciativa, sugirió que Taubira había leído mal a Damas: el poeta se negaba a la asimilación (racial) debido a que “las diferencias entre las personas no deberían negarse, sino aceptarse y promocionarse”. ¿No debería la política homosexual rechazar la política asimiladora del matrimonio? La ministra replicó de inmediato con una vistosa cita del mismo poeta: “nosotros los negros, ¿qué esperamos, acaso esperamos ser estúpidos, orinar con libertad sobre la vida tonta e insulsa que han construido para nosotros?”. “¡No conceder derechos iguales, no reconocer la libertad, es a lo que equivale a decir eso a los franceses!” (Taubira, 2013d). El gesto de Taubira es comparable al de Obama; para refutar los argumentos culturalistas e históricos ambos descansan, implícita o explícitamente, no sólo en el contenido de su carácter, sino también en el color de su piel: los negros deben apoyar la igualdad de derechos para lesbianas y gays no a pesar de la memoria de la opresión que encarnan, sino por ella, es decir, como negros. La historia supera la cultura.

En Francia, la retórica racial es un eco de la lógica de desnaturalización, en la nación y en la familia. Ahora bien, esto es una reconfiguración de las intersecciones entre raza y sexo que prevalecieron en los debates sobre el “homonacionalismo” de los años 2000 (Puar, 2007). El nuevo nacionalismo sexual trazó una línea entre “ellos” (supuestamente homofóbicos) y “nosotros” (supuestamente amigables con la comunidad gay), primero en los Países Bajos, tras el reconocimiento del matrimonio gay en 2001 -apoyado en la defensa islamofóbica que hizo Pim Fortuyn de la cultura gay holandesa-, y después por casi toda Europa; a fin de justificar el rechazo a la inmigración en la Fortaleza Europa, las demandas de “democracia sexual” redefinían el “choque de civilizaciones” en términos sexualizados (Fassin, 2006, 2010c). Así pues, resultó que la homosexualidad giraba en torno a ser blanco, justo como la homofobia giraba ahora en torno al otro racializado (Dudink 2011; Fassin 2011b).

Sin embargo, las movilizaciones contra el “matrimonio para todos” contradecían la suposición de que la homofobia pertenecía a los franceses islamizados de origen extranjero. En efecto, predominaban los católicos entre hombres y mujeres en la calle: no vivían en “cités” deprimidas, sino en los “beaux quartiers”; no venían de los “banlieues”, sino de la provincia francesa. Al mismo tiempo, hablaban de la identidad nacional en términos sexualmente conservadores (y no en defensa de la modernidad sexual amenazada por el “otro” arcaico, como fue el caso de Sarkozy durante la campaña presidencial de 2007). A pesar de los musulmanes o árabes “simbólicos”, La Manif pour tous y posteriormente Le Printemps français, que buscaron el enfrentamiento, eran abrumadoramente blancas y, como se había visto antes, abiertamente racistas, igual que los “identitaires” de extrema derecha. La homofobia (ya) no giraba en torno a “ellos”, sino de nuevo en torno a “nosotros”, es decir, acerca del hecho de ser blanco.

Por supuesto, la cuestión del homonacionalismo no desapareció del todo, pero sólo jugó un papel marginal en el contexto del “matrimonio para todos”. Por ejemplo, el 12 de noviembre de 2012, Houria Bouteldja, la vocera del movimiento poscolonial antiimperialista Indigènes de la République, fundado en 2005, intentó revivir ese debate en Ce soir ou jamais, un programa de entrevistas de televisión en el canal France 3, lo que demostró ser muy controversial entre los críticos radicales, cuya blancura Bouteldja criticó de vuelta (la transcripción se puso a disposición del público en la página web de la asociación el 12 de febrero de 2013) (Bouteldja, 2013). “No tengo ninguna opinión sobre la legitimidad (o falta de ella) de estas demandas homosexuales”; de hecho, “no me interesa este debate porque yo me sitúo en la inmigración poscolonial y hablo desde los quartiers más desfavorecidos”. No sólo la gente de allí tiene otras prioridades, argumentaba (anticipando a Azerot), sino también, y más fundamentalmente, esas diferencias sociales son culturales; en las “‘ciudades perdidas’ siempre hay alguna manera de lidiar con la homosexualidad que es más íntima, para nada pública, sin ninguna demanda política”. Por el contrario, “los círculos gay, en general, tienden a pensar que si eres gay es un requisito salir del clóset, junto con las demandas políticas que ello conlleva: eso se llama homonacionalismo y yo prefiero llamarlo homoracialismo”.

No obstante, Bouteldja se enfrentó a una dificultad: cuando argumentó que las prácticas homosexuales en los “banlieues” no se traducían en identidades políticas, se encontró con la aprobación absoluta de Frigide Barjot, la líder de La Manif pour tous, sentada a su lado, y con el sorprendido entusiasmo de Paul-Marie Coûteaux, un político del Frente Nacional: “realmente uno tiene que ser parte de este espectáculo para que suceda algo así: ¡jamás hubiera imaginado que alguna vez en la vida estaría completamente de acuerdo con la presidenta de Indigènes de la République!”. “Excepto”, Bouteldja se vio obligada a responder, “que yo no estoy situada en la extrema derecha, como usted. Yo estoy en otro lugar.” El que esta figura radical haya tenido que insistir en que no estaba “situada en la extrema derecha” revela el dilema político que enfrentaba. En la década de 2000, la crítica antiimperialista del homonacionalismo se había basado en la premisa de la cooptación imperialista del discurso de la modernidad sexual. Cuando Bouteldja exclamó como conclusión “no soporto el imperialismo gay”, parecía no estar consciente del resurgimiento de los reaccionarios sexuales que se movilizaban en masa contra el “matrimonio para todos”. En efecto, ante ellos, la vocera de Indigènes parecía estar “en otro lado”.

Más allá del matrimonio: “género para todos”

Al inicio de la batalla contra el “matrimonio para todos”, la aparición política de Barjot como líder de los tradicionalistas fue un tanto desconcertante, y no sólo por su pseudónimo de guerra; esta mujer católica romana en atuendo de cultura pop alguna vez había sido la reina de las noches gay parisinas. La táctica era evidente: ¿quién se atrevería a acusarla (y con ella a su movimiento) de homofobia? Sin embargo, el apoyo de esta comediante a la postura de Bouteldja no era broma. Desde la perspectiva de Barjot, la crítica del homonacionalismo se podía cooptar en una estrategia de alianza entre dos tipos de conservadores morales; por un lado, la comuna de Versailles, junto con otros burgueses de la derecha cristiana; por otro, musulmanes del departamento 9-3 y, más generalmente, otras “ciudades perdidas”. Sin estos últimos, la movilización de aquellos podría fallar. Juntos, estos extraños compañeros de cama (política) podían ganar. Además, para Barjot la pelea que había comenzado en las calles iba a continuar en las elecciones municipales de marzo de 2014 (o eso creía).

Esta estrategia política explica otro encuentro notable que no recibió la atención que probablemente merecía. El 30 de marzo de 2013, es decir, la víspera del Domingo de Pascua (que casualmente coincidió con el 1º de abril), Barjot fue invitada a hablar en la reunión anual de la Unión de Organizaciones Islámicas de Francia (UOIF). Allí, el 26 de mayo, urgió a los musulmanes a unirse a la siguiente manifestación contra el “matrimonio para todos”: “Seremos dos millones, ¡pero no sin ustedes! ¡Ustedes son quienes harán que se derrumbe la ley!” Es importante anotar que ella no estaría presente en la última movilización, inmediatamente después de la promulgación de la ley el 17 de mayo, ya que coincidió con su exclusión de su propio movimiento, oficialmente debido a su moderación amigable con la comunidad gay (en efecto, apoyaba las uniones civiles). Cabe preguntarse también si los católicos fundamentalistas y los grupos de extrema derecha que habían tomado el control del movimiento (desde Le printemps français hasta Civitas) querían evitar esa alianza impía.

El 21 de mayo, otro evento capturó la atención de los medios de comunicación, aunque en general fue mal entendido. Un hombre se suicidó de un balazo cerca del altar de Notre Dame, en París; Dominique Venner era un opositor del “matrimonio para todos”, por lo que algunos pensaron que era el primer “mártir” de la causa. De hecho, como podría suponerse, dada la naturaleza sacrílega del suicidio, especialmente en una catedral, no era católico; este historiador de extrema derecha que cincuenta años antes había peleado en las filas de la OAS (Organización Militar Secreta) para defender la Algérie française se definía a sí mismo como un pagano cuyo respeto por la herencia católica francesa era cultural, no religiosa. La última entrada de su blog, el día que murió, explicaba el gesto; aunque el título señalaba la manifestación del 26 de mayo, que él apoyaba, comenzaba con el ejemplo de un bloguero argelino para subrayar que los islamistas también se oponían al matrimonio del mismo sexo: “el único punto común entre la tradición europea y la del Islam.”

Su conclusión se apartaba de la de Barjot de manera radical; a causa de “la inmigración de África y África del Norte”, imploraba, “el riesgo de que el Islam tome el poder en Francia es alto”. Por lo tanto, “quienes se manifestarán el 26 de mayo no pueden ignorar esta realidad. Su lucha no puede limitarse al rechazo del matrimonio gay. La ‘gran sustitución’ [“grand remplacement”] de la población de Francia y Europa, denunciada por el escritor Renaud Camus, es una catástrofe mucho mayor que pone en peligro nuestro futuro”. Se refería a la figura literaria de extrema derecha que ha teorizado en términos demográficos la política cultural de la islamofobia y la política racial de la xenofobia. La fama de Camus se debe a su libro Tricks, publicado 1978 y prologado por Roland Barthes, en el cual narra con detallada crudeza su vida en la promiscuidad homosexual. Esto muestra claramente las prioridades de Venner: la política racial tiene preferencia sobre la política sexual. Por el contrario, Barjot está dispuesta a olvidar las diferencias religiosas entre católicos y musulmanes con el fin de forjar una alianza entre conservadores de todos los matices en contra del “matrimonio para todos”.

¿Qué sería de estas estrategias opuestas una vez que la iniciativa se convirtiera en ley? ¿Intentarían acaso la derecha y la extrema derecha cosechar los beneficios de la movilización contra la ley Taubira, favoreciendo la agenda sexual conservadora y por lo tanto la reconciliación religiosa, o por el contrario, regresarían a la lógica de los años 2000, invocando la “democracia sexual” contra el “otro” racializado (definido por la inmigración y el Islam)? Es importante remarcar que, después de haber permanecido notablemente silencioso durante toda la campaña contra el matrimonio del mismo sexo, el Frente Nacional elogió el gesto sacrificial de Venner. De hecho, las encuestas de opinión confirmaron que los votantes del partido de extrema derecha eran menos hostiles a esta ley que quienes pertenecían al derechista UMP. Esto no es del todo sorprendente; el 10 de diciembre de 2010, justo antes de relevar a su padre como líder del Frente Nacional, Marine Le Pen declaró: “en algunos barrios es difícil ser mujer, gay, judío y hasta francés o blanco”. En efecto, muchos, incluso desde su propio partido, han insinuado que se encuentra bajo la influencia de hombres gay. Con esta imitación de los populistas holandeses Fortuyn y ahora Geert Wilders, Le Pen adoptó la versión racializada de la modernidad sexual que podría denominarse “blancura sexual” (Fassin, 2014b).

No obstante, la reacción sexual continuó después de la votación de la ley Taubira. La pelea ahora se enmarcaba en términos de “género” o, mejor dicho, en contra de la (llamada) “teoría de género”; aquello que había comenzado antes del “matrimonio para todos” (desde 2011, como se vio previamente) y continuaba por medio de las manifestaciones -un cartel rezaba “matrimonio para todos = teoría de género para todos”- se mantenía vivo. Sin narrar aquí la historia completa, que en efecto conduce mucho más allá del matrimonio, es necesario analizar un elemento, ya que resume la reaccionaria estrategia alternativa de alianza que Barjot falló en implementar. El 24 de enero de 2014 se lanzó en Francia la primera Journée de retrait de l’école (JRE), que consistió en invitar a los padres a sacar a sus hijos de las escuelas para protestar contra la introducción de la “teoría de género” en las aulas. El éxito relativo de esta primera acción descansó en rumores fantasiosos (por ejemplo, enseñanza de masturbación, travestismo forzoso y hasta cambio de sexo) y se benefició de la inmensa atención política y de los medios de comunicación; sin embargo, hay que anotar que JRE fracasó en volver a movilizar a los padres en los meses siguientes.

Quien inició esta acción fue Farida Belghoul. Pocos recuerdan su papel como vocera del movimiento “Convergences 1984”, un año después de la marcha de 1983 en apoyo a la igualdad de los inmigrantes (que los medios de comunicación apodaron “Marche des Beurs”). Igual que Barjot dos años antes, esta figura tanto tiempo marginalizada ganó protagonismo repentinamente al encarnar, por su nombre y su pasado, la posibilidad de movilizar los “banlieues” contra los derechos sexuales. En efecto, los mensajes de texto que esparcieron los rumores estaban dirigidos específicamente a musulmanes de las “ciudades perdidas” como Meaux. El alcalde, Jean-François Copé, expresó su “comprensión” por las preocupaciones de estas familias. Ahora bien, hasta entonces este líder de UMP era más conocido por su islamofobia; es bien sabido que el 5 de octubre de 2012 había expresado su simpatía por las familias francesas, cuyos hijos podían ser atacados durante el Ramadán, según él, por comerse un “pain au chocolat”. Durante la década de 2000 se había estigmatizado a los musulmanes por su conservadurismo; en este momento, por la misma razón, se convirtieron en aliados para algunos miembros de la derecha y la extrema derecha. Belghoul fue inmediatamente ungida por Boutin, así como por Béatrice Bourges de Printemps français y Alain Escada del movimiento ultracatólico Civitas. La exclusión de Barjot tras su intento de unir fuerzas con los islamistas de UOIF ya pertenecía al pasado.

El éxito de la iniciativa de Belghoul, a pesar de su anterior aislamiento, tuvo como base el apoyo de dos figuras emergentes que por años han estado planeando una extraña síntesis entre la extrema derecha y los “banlieues”, los votantes del Frente Nacional y los activistas pro palestinos: Alain Soral, con su influyente sitio web Égalité & réconciliation, y el controvertido comediante Dieudonné. Junto con Belghoul, a quien rindieron homenaje con un “quenelle d’or” en junio de 2013, intentaron encarnar una versión “Black-Blanc-Beur” del populismo masculinista contra “la teoría de género”. Dieudonné ha convertido el saludo invertido nazi de la “quenelle” en su sello distintivo; pretende ser “antisistema” (contra el imperialismo estadounidense y la globalización financiera) y es también abiertamente homofóbico y antisionista (“glisser une petite quenelle dans le fond du fion du sionisme3); esto último se traduce con facilidad en antisemitismo (por ejemplo, cuando se hacemfrente a una sinagoga). De hecho, debido a sus bromas, que incluso juegan con la negación del holocausto, Manuel Valls, entonces ministro del interior, llegó a prohibir su espectáculo durante las semanas que precedieron la primera Journée de Belghoul en enero de 2014, contribuyendo así de manera importante a la legitimidad “subversiva” de Dieudonné.

Barjot y Venner simbolizaban estrategias opuestas de la agenda reaccionaria, sea apoyando la moral tradicional contra el “matrimonio para todos”, sea defendiendo la identidad nacional contra “la gran sustitución”. La nueva alianza que se forjó alrededor de Belghoul, desde Boutin y Bourges hasta Soral y Dieudonné, puede interpretarse como un intento de reconciliar las dos lógicas de la reacción, la sexual y la racial. En efecto, el 23 de mayo de 2013, dos días después del suicidio en la catedral, Soral sugirió en el sitio web de extrema derecha Boulevard Voltaire que él y Venner conducían luchas distintas, si bien paralelas; en adelante, él se dedicaría al trabajo del fallecido junto “con compañeros de viaje como Dieudonné, a quien un hombre de la generación de Venner no podría ni apreciar ni comprender”. Si nos sorprendiera el abismo que separa OAS del apoyo a la causa palestina, la identidad blanca y las movilizaciones de las “banlieues”, podríamos aventurar la hipótesis de que el antisemitismo puede servir una vez más, igual que sirvió a la pasada generación, como puente entre las distintas versiones de la extrema derecha, de Camus a Soral. Así pues, el intento de Le Pen de renunciar a las bromas de su padre sobre el holocausto tenía sentido en 2010; en 2014, esto bien puede haber cambiado.

Lo anterior arroja luz sobre las extraña configuraciones que han emergido recientemente: el apoyo que recibió Dieudonné contra los ataques de Valls en 2014 de parte de Élisabeth Lévy, la fundadora de la revista de extrema derecha Causeur, así como la apropiación de argumentos de Égalité & réconciliation que hizo Éric Zemmour, un entrevistador de extrema derecha que ya había sido sentenciado en 2011 por sus diatribas racistas contra árabes y negros, con el fin de usarlos contra el “género”. La paradoja tiene dos lados. Primero, ¿cómo pueden Lévy y Zemmour simpatizar con Dieudonné y Soral, quienes afirman hablar por las mismas poblaciones de los “banlieues” que ambos han vituperado por años? Y segundo, y aún más paradójico, ¿cómo pueden estas figuras judías olvidar el antisemitismo de la quenelle? Esto evoca la defensa que hizo el filósofo Alain Finkielkraut de Camus, cuando se le acusó de antisemitismo por una entrada de su diario publicado en 2000, en la cual se quejaba del número de judíos en la cadena pública de radio francesa France Culture. Para este filósofo judío, lo que tenían (y aún tienen) en común, una actitud melancólica ante la identidad nacional en peligro por la inmigración, era más importante que lo que los separaba. Lévy y Zemmour van un paso más allá; en cuanto a política racial, no tienen mucho en común con Dieudonné y Soral: sólo convergen en la política sexual, contra la “teoría de género” y el “matrimonio para todos”. O tal vez es más simple: lo que comparten es ser parte de la extrema derecha; quizá las posturas estratégicas tienen prioridad sobre las posiciones ideológicas.

Lengua y habla

Hay dos maneras distintas de interpretar las complejas configuraciones de las políticas sexual y racial que han cristalizado en Francia desde el final de la década de1990, del PaCS a la ley Taubira y más allá. Si comenzamos por la cuestión de la naturalización (o, inversamente, desnaturalización), la democracia sexual y la democracia racial son dos caras de la misma moneda. Sin embargo, la política sexual y la racial (en sus dos versiones, progresista y conservadora) no siempre van en la misma dirección: pueden estar en desacuerdo, sea favoreciendo la primera a costa de la última, sea al contrario. Debido a que estas retóricas de interseccionalidad no coinciden con las lógicas de naturalización y desnaturalización, con frecuencia se encuentran “extraños compañeros de cama” o “alianzas impías” (desde Barjot haciendo la corte a UOIF hasta Lévy enamorando a Dieudonné, sin olvidar a Coûteaux felicitando a Bouteldja). Al confrontar tales contradicciones, la primera solución sería decidir que esto es retórica superficial y la verdadera coherencia ideológica yace en la profunda y más fundamental lógica política de las cosas, es decir, en la equivalencia entre raza y sexo desde el punto de vista de la des(naturalización). La segunda opción es tomar esta incoherencia con seriedad; es decir, tener en consideración que, más allá de la ideología, la política gira, en primer lugar y sobre todo, en torno a la retórica. En este caso no hay nada “lógico” en la convergencia de la política sexual y la política racial: es el resultado de esfuerzos retóricos, como hicieron ver Obama y Taubira con claridad en 2013.

Las anteriores son dos formas opuestas pero simultáneamente complementarias de ver la política; en este caso, la política del matrimonio del mismo sexo. Con el fin de esclarecer más esta diferencia, es el momento de regresar (como siempre) a la definición clásica de 1986 de Joan W. Scott: el género no es sólo sobre hombres y mujeres, no sólo sobre papeles masculinos y femeninos; además es “una forma primordial de significar relaciones de poder” (Scott, 1988). Este enfoque simbólico ayuda a entender la razón por la cual la política del matrimonio del mismo sexo no sólo gira en torno al matrimonio y a la familia ni sólo en torno a heterosexualidad y homosexualidad; matrimonio gay “significa” mucho más, en particular en términos de nación y raza. Pero “significar” tiene dos distintas… significaciones.

La diferencia crucial que establece Saussure entre “langue” (lengua) y “parole” (habla) resulta aquí de utilidad. El matrimonio del mismo sexo habla sobre las relaciones de poder; esta es la razón por la cual su significado no es sólo sexual sino también racial: es un uso político de la lengua. Sin embargo, es utilizado por diferentes actores: el habla política hace que sea posible entender las intersecciones entre sexo y raza; las articula. No sólo el matrimonio del mismo sexo significa políticamente; también es significado por el uso político.

Por eso es importante combinar los enfoques teóricos e históricos para analizar la democracia sexual: qué significa (lógicamente) y cómo es significada (retóricamente).

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1Este artículo fue publicado en su versión en inglés, en la revista Contemporary French Civilization, vol. 39, núm. 3, en el mes de diciembre de 2014.

2Fecha en la que se celebra en Francia el día de Los Santos Inocentes. (N. del Ed.)

3“Deslice una pequeña quenelle en el fondo del culo del sionismo.” (N. del Ed.)

Recibido: 27 de Julio de 2014; Aprobado: 28 de Octubre de 2014

Socorro Soberón

Traducción del inglés

Éric Fassin

Es profesor del Departamento de science politique y del Centre d’études féminines et d’études de genre de l’Université Paris 8 Vincennes-Saint Denis, e investigador del Institut de recherche interdisciplinaire sur les enjeux sociaux.

Sus investigaciones se enfocan en los procesos de politización de las cuestiones sexuales y raciales, en Francia y en los Estados Unidos, y de sus relaciones e interacciones, particularmente en el campo de las identidades nacionales y de la inmigración en Francia y en Europa.

Ha publicado, entre otros libros, L’inversion de la question homosexuelle (Amsterdam, 2005);De la question sociale à la question raciale? Représenter la société française (La Découverte, 2006); Género, sexualidades y política democrática (El Colegio de México, 2009).

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