Introducción
Juan José Arreola es un escritor indispensable para comprender la literatura mexicana de la segunda mitad del siglo XX. Su prosa, caracterizada por la brevedad, el regocijo lingüístico, la ironía y la oralidad -esa pirotecnia de asombro, alegría y parodia ante el mundo-, es un claro ejercicio de inteligencia y de expresión de la riqueza del espíritu humano.
En sus libros se entrecruza una variedad de registros y de géneros. Su estilo por lo general es poético, con sutiles texturas de lirismo, y con precisas cargas de sátira hacia la sociedad y sus instituciones, hacia la ciencia y la tecnología. La palabra de Arreola posee la belleza de una obra de arte, pequeña pero deslumbrante en significados: elogio de la imaginación y el pensamiento.
De acuerdo con la crítica especializada y con los editores que desde hace más de sesenta años han reeditado sus libros, la obra literaria de Arreola sólo se compone de cinco títulos: Varia invención (1949), Confabulario (1952), Bestiario (1958), La feria (1963) y Palindroma (1971).3 Estas cinco publicaciones, sin embargo, han sido suficientes para consolidar al autor como un maestro de la prosa literaria en lengua española, cuyas composiciones han influido en escritores de México y del extranjero.
Los dieciocho textos que integraron originalmente Varia invención, escritos entre 1941 y 1949, muestran ya algunas de las características estilísticas y temáticas que desarrollaría en sus siguientes libros. Con la aparición de Confabulario (1952), que recopilaba treinta cuentos, se consagró como un autor lúcido, crítico e imaginativo. La presentación de Bestiario, seis años más tarde, ratificó su interés por crear una estética que se vale de imágenes plásticas y poéticas de animales para exponer vicios y defectos de los hombres y de la sociedad. Su novela La feria llamó la atención de lectores y académicos por tratarse de una obra poco convencional en su género, con un notable manejo de la polifonía. Este libro exhibe con desparpajo la raigambre del escritor jalisciense germinada en la oralidad cotidiana de Zapotlán: mediante de la lectura de sus 288 fragmentos, el lector casi puede escuchar el habla popular de aquel pueblo en medio de una “prodigiosa pirotecnia verbal” (Paz, 1992, p. 503) que pondera la riqueza lingüística de nuestra lengua.4 Luego de un silencio escritural de ocho años, Juan José Arreola publicó Palindroma en 1971. Tal vez por ser su último libro de prosa narrativa,5Palindroma es, de alguna manera, un compendio de los temas y estrategias discursivas que desarrolló en sus colecciones anteriores. Es, en otras palabras, el corolario de una obra literaria en continuo movimiento, cuyos textos cambiaban de lugar de un libro a otro en cada nueva edición, en una permanente intercomunicación textual.6
La prosa de Arreola, además de concisión, lirismo e ironía, presenta dos características textuales muy caras para el autor y que han sido señaladas reiteradamente por la crítica: la hibridación genérica y la intertextualidad de su discurso narrativo. Inútil resultaría intentar encajonar las creaciones arreolianas en una definición tradicional de cuento debido, en gran parte, a la voluntad del autor de transgredir géneros literarios -y no literarios. Desde Varia invención hasta Palindroma sus relatos amalgaman elementos de variados discursos -cuento, ensayo, diario, biografía, parábola, alegoría, frase epigramática, pieza dramática, fábula, epitafio, aforismo, farsa, apotegma, crónica, palindroma, noticia periodística, parábola, epigrama, bestiario, filípica, anuncio comercial, manual de instrucciones, reseña bibliográfica, glosa, apólogo...-7 que han dado como resultado composiciones heterogéneas o multiformes pocas veces idénticas a otras composiciones incluso dentro del mismo libro. De ahí que en ciertos casos sea inadecuado referirse a un escrito narrativo de Arreola como un “cuento”, cuando en realidad está más cerca de una frase epigramática o de una receta de cocina.8
El diálogo con otros textos o intertextualidad también ha sido un punto de análisis para aproximarse a la obra de este singular escritor. Aunque, como se verá más adelante, el diálogo de Arreola, más allá de tomar como interlocutores a otros textos, autores o personajes de la historia, se amplía -y amplifica- hacia todos los otros elementos de la obra hasta configurarse en un modo de encarnar la conciencia y en un modo de atisbar el mundo, íntimamente ligados a la vida del autor-persona cuya existencia estuvo marcada por la palabra, por la incesante comunicación consigo mismo y con los demás.9
La comunicación, y específicamente el diálogo, fueron los recursos de los que se valió para conocer el mundo, para cavilar en torno a la naturaleza humana, para crear -y recrear- con la palabra. En este proceso cognoscitivo que cultivó hasta los últimos días de su estancia en la Tierra siempre apeló al otro, siempre habló con el otro, siempre polemizó con el otro. Y este otro no era sino su semejante, el hombre y la mujer que poseían los mismos deseos y temores que él y que el resto de la humanidad, desde Adán y Eva hasta nuestros días. Uno es todos los hombres, podría deducirse de la visión del mundo latente tanto en su prosa narrativa como en sus actividades culturales. Uno habla con todos los hombres también podría interpretarse a partir de su propuesta dialógica que pone en comunicación discursos, mitologías, géneros, palabras.
El objetivo de este artículo es hacer una revisión de otros libros de Juan José Arreola que aquí denominaremos como libros hablados,10 debido a que en su totalidad fueron transcritos por otras personas a partir de grabaciones de clases, cursos, charlas y conferencias que él impartió y concedió durante varios años. De igual manera, se pretende demostrar que en dichas obras subyace una conciencia dialógica - sustentada en el permanente diálogo entre los hombres-, por medio de la cual conceptos como el de originalidad y autoría se alejan de las prácticas socioculturales de su época.
1. Confesión, diálogo, conciencia
La vida de Juan José Arreola -tanto en su esfera personal como profesional- estuvo signada por la comunicación. Comunicación que, en su caso, asumió un cariz vital, pragmático y cognoscitivo: la palabra escuchada, la palabra leída, la palabra hablada, significó el puente hacia el descubrimiento y el conocimiento de la realidad, de la literatura, de sí mismo y del otro. La palabra le permitió, hombre en comunión con sus semejantes, confesarles a los demás su vida, su estar en el mundo: “Confesional, reitero, por naturaleza, soy un hombre que busca siempre un confidente y que muchas veces a una persona que acaba de conocer le arroja todo el tonelaje, como un camión de volteo, de lo que lleva adentro y ya no puede tolerar. Yo me quiero morir sin que haya quedado oculta una sola de mis acciones” (Arreola, 1994, p. 174).
Arreola sabía que por medio de nuestra lengua hablan todos los seres humanos que han hablado desde hace miles de años y que el aporte del artista, en este sentido, no es más que un humilde matiz de lo que ya se ha dicho:
No hay frase de nadie que no tenga mil antecedentes. Con sólo tres o cuatro frases el lenguaje se muestra sucesivo en sí mismo, en la persona que lo habla, en el tiempo, y es también sucesivo porque lo vamos heredando y repitiendo, aunque sus fórmulas parezcan novedades. Un hombre sólo puede añadir algo cuando encuentra su propio dialecto y matiza, calibra, amplía o reduce el alma universal que habla con él (Arreola, 1979, pp. 151-152).
Con esta conciencia, con esta certeza de que por nuestra lengua, además de los contemporáneos, hablan también nuestros antepasados, Arreola erigió una vida y una obra consagradas a la permanente comunicación con la palabra y las ideas de esos hombres. De ahí ese afán de dialogar, cuando hablaba o escribía, con discursos y personajes del pasado y del presente. Por eso su literatura fue -y sigue siendo- un diálogo vivo, una festiva y necesaria comunicación con la humanidad de todos los tiempos.
La presencia de la comunicación dialógica es una de las ideas centrales de su poética personal, evidenciada en su obra narrativa escrita y expresada constantemente en conversaciones informales y espontáneas. En su caso el diálogo es el vínculo que comunica, que une a los seres humanos en uno solo.
Ya fuera por convicción propia o por el ímpetu natural de su facundia, Arreola borró las fronteras entre su escritura y su oralidad, de igual forma que lo hizo entre su vida y su obra. Los pocos libros que escribió guardan los colores y las inflexiones vivaces del habla popular, así como sus charlas y monólogos estuvieron orientados por su erudición y cultura libresca. En ambos casos -en sus libros y charlas-, es difícil distinguir los elementos confesionales de los imaginarios, las frases propias de los parafraseos, la realidad de la ficción.
El tono confesional de algunos de sus escritos, y su costumbre personal de revelar su propia vida -real o ficticia- durante sus coloquios apasionados, apuntalan la naturaleza comunicativa y dialógica de su visión del mundo, pues en su discurso confesional siempre se perfila o bosqueja un confidente con quien dialoga: el lector de sus textos, algún personaje o aquél que escucha sus conversaciones.
En 1940, al final de su primera estancia en la Ciudad de México y antes de incursionar en la escritura de cuentos, Juan José Arreola redactó tres farsas teatrales en un acto: La sombra de la sombra, Rojo y negro y Tierra de Caín. Aunque nunca publicó ni representó ninguna de estas piezas dramáticas, la experiencia creativa de trabajar con el diálogo dramático le sirvió de enlace natural hacia el cuento, en el cual desahogaría finalmente sus ansias de comunicación y confesión:
Mi primera literatura que vale llamarse literatura es teatral … . El teatro es fundamental porque es diálogo... . El teatro fue un puente de la vida real a la vida literaria … . ¿Y el paso entre el teatro y el cuento? Lo di escribiendo cuento dialogado o en forma de diario, que es voz personal. La mayoría de mis textos son en primera persona. Y vuelvo a decirlo: me aborrezco por ser un escritor autobiográfico. Todo, hasta “Baltasar Gérard”, el asesino de Guillermo de Orange, es autobiográfico. Me reconozco en “El rinoceronte” lo mismo que en “Aves acuáticas”. Yo sólo he buscado confesarme y ha sido excesiva mi confesión en una obra tan parca. (Arreola, 2002e, pp. 168-169)
La vida y escritura confesionales de Juan José Arreola no son más que una vertiente -consciente y fervorosa- de la gran comunicación dialógica que el oriundo de Zapotlán el Grande emprendió durante su existencia con personas y culturas próximas o distantes por medio de su espíritu, de su palabra. Para él hablar significaba, ante todo, y en armonía con las ideas de Mijaíl Bajtín, apelar o dirigirse a alguien: hablar de sí mismo, es apelar con su discurso a sí mismo; hablar del otro, dirigirse al otro; hablar del mundo, dirigirse al mundo (Bajtín, 2003 pp. 348-349). Su palabra estaba plenamente vuelta hacia el exterior, dialogizada, en un permanente ejercicio de comunicación dialógica. De ahí que hasta en sus discursos aparentemente más confesionales hablara consigo mismo, con los demás -lectores o escuchas- y con el mundo -principalmente mediante la intertextualidad hacia innumerables textos de la cultura: “Dentro de mi experiencia personal, incluso en mis textos juveniles, hay algunos pasajes en los que reconozco que he conseguido mi propósito. Lo que yo quiero hacer es lo que hace un cierto tipo de artistas: fijar mi percepción, mi más humilde y profunda percepción del mundo externo, de los demás y de mí mismo” (Arreola, 2002g, p. 19).11
Las confidencias sobre sí mismo son confidencias que al mismo tiempo apelan e increpan a la humanidad. Se podría decir, en directa paráfrasis con la concepción bajtiniana de la conciencia, que la confesión arreoliana -sea ésta oral o escrita- trasciende el ámbito de lo individual para abrazar, además, a la sociedad en su conjunto. En otras palabras: su confesión individual es una confesión social -muchas veces polémica- que, de una u otra manera, a todos nos atañe.12
La palabra13 fue la pieza angular del gran juego de diálogos que representó su existencia: gracias al verbo Arreola mantuvo una relación dialógica entre él y los demás hombres, entre su conciencia y la realidad, entre su vida y su obra; relación apasionada que, a juzgar por el ejercicio que hacía de los signos lingüísticos -sobre todo mediante la oralidad-, parecía nunca tener fin. Toda su interioridad se gestaba y se modelaba a partir de su vínculo comunicativo con el mundo exterior: su palabra poseía la huella de palabras ajenas y estaba dirigida a las palabras de otros seres humanos.14 En este sentido, la poética arreoliana -la poética de la obra del autor y de su propia vida- se asemeja al pensamiento de Mijaíl Bajtín, para quien toda actividad humana, y en especial la realización de la autoconciencia, es resultante de incesantes procesos dialógicos entre el hombre y quienes lo rodean.
2. Libros hablados
“Hablar o escribir: en mí son la misma cosa. Y siempre he disfrutado como pocos el arrebato, la posibilidad de decir lo que se antoja... Sí, decir y escribir para mí es lo mismo”. (Arreola, 2002h, p. 157). Esta reflexión de Juan José Arreola, formulada en 1984 mientras charlaba con Cristina Pacheco, confirmaba una vez más la predilección del maestro por la palabra total. Carecía de importancia si escribía la palabra o si la decía, lo trascendental para él era comunicarse con los otros, confesarles ideas y emociones que adivinaba compartidas por sus interlocutores. Al expresarse, se valía de las palabras con entera libertad -libertad que en él fue calificada por Borges como su mayor virtud-:15 si hablaba recurría por igual a la retórica o a la poética, que a la teatralidad o a la conversación más íntima para que su voz conmoviera a sus escuchas; si escribía, el discurso de su pensamiento fluía con plenitud, sin restricciones de convenciones formales o literarias, con el único objetivo de proponer un activo juego de diálogos con el lector. No es extraño entonces que un hombre tan inquieto y sociable como él dedicara más tiempo a la plática espontánea y a discutir y transmitir sus enseñanzas en un salón de clases o en un café que a estar encerrado horas y días en una torre de marfil, consagrado únicamente en escribir, reescribir y depurar una frase o la página de un libro.
Lo más lírico puede salir casi de un tiro: ésos son los textos que considero mejores, los que más me gustan. Los demás exigen otra clase de trabajo. Quizá a eso se deba que yo no haya escrito, hasta el momento, una novela. Requiere una continuidad, un esfuerzo, un sacrificio que no estoy dispuesto a hacer Mi obra, mi escritura, es el resultado de ocasionales zambullidas en el misterio del que luego salgo para disfrutar de la vida, de los amores, de los pasatiempos. (Arreola, 2002h, pp. 157-158)
Arreola fue un hombre en esencia comunicativo y, como tal, no podía vivir aislado de sus vecinos del mundo, de sus hermanos de lengua. Pese a su vocación de escritor, entre la conversación y la escritura elegía la primera. Como Borges, él también fue objeto de una “magnífica ironía” de la “maestría de Dios”: le fueron dados a la vez la palabra y el silencio. Recibió el don de la escritura y, lentamente, la imposibilidad de seguir escribiendo.16 De ahí, quizá, el divorcio de su amada escritura: mientras el esplendor alboreaba en sus discursos y confidencias en cada uno de los innumerables escenarios que le deparaba la cotidianidad, en la oscuridad de su estudio lo aguardaban las páginas en blanco. Si en los últimos años de Borges rigió la ceguera lectiva, en los de Arreola imperó la parálisis escritural. Sucumbió, inevitablemente, su talento de escritor ante su sino de hablador. De cualquier manera, sus libros, pocos -o mejor dicho: selectos-, construidos con notable originalidad, hablan por sí mismos. De su otra faceta, de infatigable comunicador, hablan sus alumnos, sus amigos, sus espectadores, aquellos que presenciaron la manifestación del espíritu a través de su ardiente facundia -y de ello nos han ofrecido múltiples testimonios.
Como ya hemos señalado, a partir de Palindroma (1971) no volvió a publicar ningún libro de prosa narrativa. Los treinta años restantes de su vida los dedicó a la palabra oral en diversas variantes: impartió clases, cursos, conferencias magistrales, charlas informales; fue conductor de programas de televisión tanto culturales como deportivos y de temas disímiles.
Efrén Rodríguez, escritor y ex alumno de Juan José Arreola, considera que “el prosista zapotlanense ha sido uno de los intelectuales que más entrevistas ha dado (si no es el que más), y que su prosa oral es tan bella como los libros de creación que nos ha legado”. (Rodríguez, 2002, p. 11). Como ponente y conferencista en coloquios, instituciones educativas o centros culturales su labor no fue menos intensa. Véase en El último juglar, por ejemplo, la crónica de una serie de charlas que sobre literatura mexicana y latinoamericana impartió durante 1966 en diversas universidades de Estados Unidos: “Orso, Jorge Arturo [Ojeda] y yo viajamos durante dos meses, recorrimos miles de kilómetros por aire, y creo que tenemos el récord Guinnes de más conferencias impartidas en cuarenta y cinco días” (Arreola, 1998a, p. 367).
En ocasiones llegó a declarar, no exento de cierta melancolía, que si hubiera hablado menos -si hubiera domeñado temporalmente el ímpetu de su verbo oral- habría escrito más obras literarias:
Yo sé que si estuviera reducido a la mudez sería mucho más escritor; tú no te imaginas todo lo que se me ha ido por la boca [le comentó en 1970 a Mauricio de la Selva durante una entrevista] … no, creo que sí te imaginas porque sí me conoces lo suficiente. Entonces, yo tengo una necesidad muy grande de ya no tener esa liberación tan fácil de las cargas interiores, porque uno se satisface mucho, se cumple mucho, hablando, ya no queda ese depósito que por una especie de presión interior hace expresarse al hombre capaz de escribir; realmente, los escritores que tenemos este don de la palabra estamos en una gravísima desventaja Piensa que hay muchas personas que han sido famosas por su capacidad verbal y que esa capacidad verbal ha perjudicado su obra (Arreola, 2002a, p. 76)
En Arreola, en consonancia con su formación artística y personal, el acto creativo de la escritura siempre estuvo vinculado estrechamente con la oralidad. Para él hablar y escribir eran las dos caras de una misma moneda acuñada con la impronta de la inteligencia y de la libertad. Durante su infancia, luego de que aprendió a leer “de oídas”,17 se inició en los misterios de la literatura no escribiendo, sino dictando sus primeros textos: “Lo primero que redacté fueron versos, y antes de redactarlos los dicté a mi hermano mayor” (Arreola, 2002e, p. 171). Bestiario, años más tarde, es otro ejemplo de este peculiar proceso de creación gestado en la oralidad y posteriormente consignado en el papel por medio de la pluma de otra persona. La mayoría de los relatos de este singular libro, emparentado con el célebre Manual de zoología fantástica de Borges y con los fabulosos inventarios que desde la antigüedad se han armado en torno al reino animal, “fluyeron” de los labios de Arreola “como si estuviera leyendo un texto invisible”, días antes de que se venciera el plazo de entrega del libro, cuyo pago total de la edición ya había sido cobrado por el autor. Según confiesa José Emilio Pacheco, quien fungió como su amanuense en aquel diciembre de 1958: “Bestiario, obra maestra de la prosa mexicana y española, no es un libro escrito: su autor lo dictó en una semana. Otros hubiéramos necesitado de muchos borradores para intentar aproximarnos a lo que en Arreola era tan natural como el habla o la respiración. A la distancia de los años transcurridos, esta inmensa capacidad literaria me admira tanto como entonces” (Pacheco, 2002, p. 51).
Además de este libro en buena medida dictado -corregido y revisado posteriormente por el propio Arreola-,18 hay un grupo de obras que constituyen lo que apenas empieza a conocerse como sus libros hablados; es decir, aquellos libros que fueron producto de transcripciones de charlas, entrevistas y confesiones del autor.19 No deja de ser curioso que el narrador zapotlanense por lo general permaneciera ajeno a dichas ediciones, a cierta distancia, siendo otros escritores o amigos quienes realmente se dieron a la tarea de seleccionar los fragmentos, transcribirlos, revisarlos -en ocasiones retocarlos-, todo con el único objetivo de preservar y difundir algunas muestras vivientes de la palabra hablada del maestro.20 Quizá el inconmovible silencio escritural del autor, contrastado por la bulla y la algarabía de su vida pública entregada a la comunicación oral, fue el aliciente para que a partir de los años setenta algunos de sus conocidos y discípulos, quienes admiraban la calidad de sus páginas, decidieran incrementar su obra escrita.
En 1973 sale a la luz La palabra educación y en 1975 Y ahora, la mujer..., libros de la autoría de Juan José Arreola, pero editados por Jorge Arturo Ojeda, alumno y amigo cercano del escritor jalisciense. En la breve presentación de ambas obras, cuyas ediciones destacan por la belleza de sus diseños ilustrados con grabados, Ojeda aclara su papel de mediador entre la “prosa oral” de su maestro y la labor de selección, escritura y publicación de los libros. Advierte en la introducción de La palabra educación:
La prosa oral de Juan José Arreola podría haberse perdido. Es el aspecto que ofrece el más amplio diapasón de su talento sensible.
Farragosa cantidad de trozos dictados para planes de estudio y entrevistas de diversos años y latitudes, intervenciones en mesas redondas, charlas informales, conferencias, postulados de acción, teoría y arrebatos de arte, que se acumularon en cintas magnetofónicas o taquigrafía, fueron vertidos a la escritura a máquina ... en otros casos el material ya estaba impreso. Uno que otro párrafo es prosa escrita por Juan José Arreola, pero el lector difícilmente notará la diferencia en el texto, pues priva la fidelidad a un estilo y la naturalidad de la palabra hablada que he tratado de conservar.
Mi labor estará cumplida si a través de estas páginas dialogamos con un contemporáneo y los jóvenes de la generación que no llegaremos a conocer escuchan la voz del maestro. (Arreola, 1979, p. 7)
La intención de Ojeda, por tanto, fue la de mantener la oralidad original de Arreola y propiciar un diálogo entre los pensamientos del autor y los futuros lectores que acudan a este libro hablado. Esta obra, editada originalmente por la Secretaría de Educación Pública, aglutina una serie de ideas del escritor y conversador sostenidas a lo largo de su vida, y cuyo hilo conductor es el proceso de aprendizaje, en especial el de los jóvenes. Arreola subraya la trascendencia de la educación, pero no la educación que se reduce a las aulas ni a la enseñanza obligatoria que pondera la memorización acrítica, sino la educación entendida como un proceso comunicativo que abarque todos los ámbitos de nuestra existencia humana. Ordenados en seis apartados -Vida, Cultura, Conciencia, Los jóvenes, El maestro, Palabra-, sus reflexiones ahondan, con la precisión y la concisión de la sentencia y el aforismo, en la necesidad de que la instrucción intelectual se convierta en una herramienta de conocimiento integral y de diálogo permanente con los otros y con nuestro entorno: “Hombre culto es el que está con los demás en comunicación activa. Un centro emisor de humanidad, con ideas y actitudes que se ajustan armoniosamente a la realidad inmediata de cada día” (Arreola, 1979, p. 45).
Y ahora, la mujer... constituye una colección de apreciaciones a propósito del papel que ha jugado la mujer en nuestras sociedades occidentales. Además de las opiniones de Arreola acerca de la histórica sumisión de la mujer con respecto al hombre y de sus exiguas oportunidades de instrucción artística e intelectual, en estos fragmentos también encontramos aspectos de su particular concepción del arte y de su vínculo entrañable con la vida, sin olvidar, por supuesto, su personal experiencia gozosa con el lenguaje: “La felicidad me ha sido facilitada por el verbo. Mi recibir y mi dar han sido las palabras del comercio espiritual. Creo que las personas viven una vida escasa cuando no hacen suficientes intercambios orales…. Lucho por mi concepción del mundo. Quiero entender mi vida personal. Quiero saber quién soy. Quiero también, humildemente, entender la historia y la evolución del espíritu” (Arreola, 1975, pp. 101, 139).
En 1994 Fernando del Paso viaja a Guadalajara para iniciar una serie de entrevistas con Juan José Arreola, quien fuera su maestro, años atrás, en uno de los concurridos talleres de literatura que éste impartió. Los encuentros se llevan a cabo en la casa del autor de La feria durante casi un año. Como resultado de este proyecto se publica meses después el libro Memoria y olvido. Vida de Juan José Arreola (1920-1947) contada a Fernando del Paso, que inaugura la colección Memorias Mexicanas del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. A pesar de que las conversaciones renovaron la vieja amistad entre ambos escritores, el trabajo final fue arduo para Del Paso: tuvo que hacer una selección a partir de treinta y cinco horas de grabación -y de algunas entrevistas publicadas-, transcribir, editar y ordenar las anécdotas y reflexiones de Arreola desde su primer recuerdo, en 1920, hasta 1947, cuando regresa de París a los veintinueve años. En este libro una vez más la voz de Arreola se trasformó en letra impresa gracias a la pluma de otra persona. Y de nuevo se trató de conservar la viveza y espontaneidad de su elocuencia inagotable:
Mi tarea [comenta Del Paso en el epílogo], modesta y pesada, pero llena de compensaciones, exigió cierta cantidad de zurcido invisible -con tal que sea invisible para el lector, aunque no lo sea para Juan José, me doy por satisfecho. Por otra parte tuvo, esa tarea, más de albañilería que de orfebrería: era necesario evadir los garigoleos y respetar la inocencia primigenia del lenguaje coloquial, su espontaneidad, y no caer en la tentación de, por así decirlo, “literaturizarlo”. (Arreola, 1994, pp. 178-179)
No deja de ser admirable que un escritor del prestigio de Fernando del Paso21 ponga al servicio de la voz de otro narrador no menos esencial su tiempo, su talento y sus propias palabras -el libro está relatado en primera persona, como si se tratara de una autobiografía; porque Memoria y olvido es, según el autor de Noticias del Imperio, “la vida y la palabra de Arreola” (Del Paso, 1994, p. 177).
En 1966, en una conferencia que dio en el Palacio de Bellas Artes dentro de la serie Los narradores ante el público, el escritor zapotlanense prometió que escribiría un libro titulado Memoria y olvido, con el cual haría un examen de conciencia y trataría de justificar su vida de escritor.22 Libro que fue madurando en su cabeza pero cuya escritura fue postergando indefinidamente hasta que, casi treinta años después, por fin decidió darle materialidad -por medio de su oralidad vuelta escritura a través de la pluma de otro-, gracias a la insistencia de Raúl Padilla, rector de la Universidad de Guadalajara y al interés personal de Del Paso. El fruto, añejado, no podía ser más revelador: este conjunto de memorias, amenamente contadas por su protagonista a los setenta y cinco años de edad, recrean los pasajes más significativos de los primeros años de vida de un hombre que consagró su existencia a la palabra y a la comunicación con sus semejantes y que, de forma paralela, aspiró a comprender nuestra naturaleza y nuestro devenir por esta Tierra: “Confesional como soy y he sido siempre, pertenezco al orden de los montaignes, de los agustines, de los villones en miniatura, que no acaban de morirse si no cuentan bien a bien lo que les pasa: que están en el mundo, y que sienten el terror de irse sin entenderlo y sin entenderse (Arreola, 1994, p. 174).
Dicha filiación lingüística la subraya, con plena certidumbre, al referirse a la esencia sonora de su descubrimiento y de su concepción de la literatura:
¿Qué cosa es la literatura para mí? Desde hace mucho tiempo tengo ya una opinión formada, que no ha cambiado de manera sustancial la literatura, como las primeras letras, me entró por los oídos. Si alguna virtud literaria poseo, es la de ver en el idioma una materia, una materia plástica ante todo. Esa virtud proviene de mi amor infantil por las sonoridades... . (Arreola, 1994, p. 134)
Si la esencia de su amor por la palabra la centraba en el aspecto fónico de la lengua, no es difícil explicarnos esa aparente reticencia que manifestó por la transcripción escritural de su voz en caracteres impresos en papel.23 De ahí, tal vez, su preferencia por la charla y el coloquio, por la lectura en voz alta y dramatizada, por sus reiteradas confesiones en público.
Al final de esta larga conversación entre los dos escritores, semilla oral de Memoria y olvido, el autor de Confabulario acuñó el término de libro hablado mientras aludía a su proyecto de autobiografía dado a conocer en 1966: “Treinta años después de mi promesa, todavía no he escrito ese libro. Porque esta Memoria y olvido [la contada a Fernando del Paso] que los lectores tienen en sus manos no ha sido nunca un libro escrito. Es, como bien lo saben, un libro hablado, lo que confirma ese terror, que también confesé varias veces, de ya no ser un escritor sino un hablador” (Arreola, 1994, pp. 174-175).
Luego de esta primera experiencia formal y sistemática de rememoración y examen de autoconciencia, Juan José Arreola continuaría el relato de su vida, ahora mediante la palabra de su hijo Orso. El último juglar. Memorias de Juan José Arreola, publicado en 1998 por la editorial Diana, recrea otro capítulo de la biografía del maestro que va de 1937, con su llegada a la ciudad de México, y concluye hacia 1969 con su regreso a Zapotlán. Más allá de los datos bio-bibliográficos del autor de La feria, ese libro ofrece un panorama de la vida cultural de México durante aquel período y nos presenta las aspiraciones y la manera de ver y de vivir la literatura por los jóvenes que por entonces publicaban sus primeras obras. Es notable el papel que Arreola jugó no sólo como creador sino también como un protagonista fundamental de las nuevas generaciones de artistas gracias a su labor de maestro, editor, promotor de la lectura y difusor cultural. Por desgracia la crónica concluye en 1969, luego de la matanza de Tlatelolco en 1968. Quedaron en el tintero, por tanto, los viajes y la intensa actividad que Arreola realizó durante los años setenta y ochenta, sobre todo como comentarista en programas de televisión.
Al igual que Fernando del Paso en Memoria y olvido, Orso escribe este libro en primera persona, encarnando la personalidad, el pasado y -de cierto modo- el estilo de su progenitor: “Cuento la vida de mi padre con sus propias palabras, porque tengo el raro privilegio de recibir su herencia de palabras, palabras razonadas con oro y no con metales bajos, palabras quintadas por la ley del espíritu, monedas que brillan como soles iluminando mis recuerdos” (Orso Arreola, 1998, p. 14). Además de todo el cúmulo de recuerdos y experiencias que posee sobre su padre,24 Orso se vale de textos ya escritos: fragmentos de diarios de su juventud, cartas familiares y documentos diversos “que se hilvanan en el texto para darle veracidad y continuidad a la narración”. El proceso de escritura, como podría suponerse, no estuvo exento de cierta ficcionalización por parte del amanuense familiar: “reconozco que he puesto pensamientos y palabras en la boca de mi padre que él jamás ha pronunciado, pero que leí en su manera de ser y de vivir. Esta es la lenta y difícil traducción que hacemos los hijos de los padres” (Orso Arreola, 1998, pp. 13-14).
Sin embargo, aclara la autenticidad de los hechos narrados en el libro -editado cuando Juan José todavía vivía-: “Todo lo que se dice es verdad, y en todo caso me atengo al gaucho Martín Fierro cuando dice: ‘Olvidar lo malo es también tener buena memoria’ ” (Orso Arreola, 1998, p. 14). No es difícil constatar la veracidad de las anécdotas descritas en El último juglar -así como en Memoria y olvido- pues, de algún modo, el propio Arreola ya había desperdigado su vida y obra en un sinfín de interlocutores y escuchas, conocidos o desconocidos, debido a su afán de confesarse con todo mundo y a su imperiosa necesidad de comunicación. En una carta escrita cuando tenía cincuenta y dos años de edad, por ejemplo, Juan José le confiesa a una señora:
Tú alabaste varias veces, en los últimos días, la capacidad que tengo para contar todo lo que pienso, lo que soy, lo que me sucede. Realmente, estoy confundido: no hay nada en mí oculto, nada que no haya participado a los demás. Orso me dice a veces, “¿Por qué has de contarlo siempre todo?” Pero el tendero de la esquina, mi sastre y mi peluquero saben quién soy, si me ha ido bien o si me he portado mal. Y Orso repite: “¿Por qué has de justificarte de todo y ante todos?” Él te podría decir cuántas veces se ha avergonzado de mí, en las breves, rápidas e inesperadas sesiones de strip-tease que voy haciendo en cada esquina. (Arreola, 1975, pp. 74-75) 25
Basta leer algunas entrevistas hechas al autor de Varia invención para comprobar que, en cualquier oportunidad que se le presentaba, hablaba y volvía a hablar incesantemente de las diversas e interesantes facetas de su vida.
Otro libro hablado apareció en 2002: Arreola y su mundo. Publicado por la editorial Alfaguara, en coedición con el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y el Instituto Nacional de Bellas Artes, esta obra agrupa algunas de las conversaciones y monólogos que el autor de Confabulario realizó en 1990 como parte de un programa transmitido por Cablevisión y que llegó a 119 emisiones. Claudia Gómez Haro, ex alumna del escritor y conductora del programa, hizo la transcripción a partir de más de doscientas horas de grabación durante las cuales Arreola habló de diversos aspectos de su mundo: sus pasiones, sus escritores favoritos, sus amistades, sus aficiones, sus desencantos, sus ideas de la vida, “en una mezcla de biografía y frenesí”. Como premisa de esta laboriosa tarea de selección y redacción, la editora se propuso mantener “no sólo la riqueza y la precisión del lenguaje de Arreola, sino también el tono y la forma de charla de aquellas entrevistas” (Gómez, 2002, p. 24).
En el prólogo, René Avilés Fabila menciona que ha sido necesario rescatar la palabra del autor jalisciense…
… pues existe un Arreola oral… . Dicho de otra forma, asistimos al asombroso descubrimiento de que Arreola es todo escritura, su vida, sus actos, sus prodigiosos textos y en consecuencia sus palabras … . El libro de Claudia Gómez Haro es, de muchas formas, una biografía; mejor dicho es el propio Juan José contándonos su vida, sus gustos, sus malestares, los autores que amó, sus secretos literarios”. (Avilés, 2002, p. 17)26
Debe aclararse que los programas no se regían por un guion preestablecido: era la encrespada palabra del maestro que, en vuelos de improvisación, relacionaba una idea con otra a través de un diálogo con su interlocutora en el estudio y, por medio de ocasionales llamadas telefónicas, con los telespectadores. Confiesa Gómez Haro en la introducción: “Conversar con Arreola fue una aventura; algo le venía a la cabeza de pronto y se precipitaba en una cascada de recuerdos imprevistos, alejándose de un tema marcado previamente y sin embargo, unas cuantas palabras, a veces sólo un gesto daba muestra de que no divagaba, de que aquello sí tenía que ver con el punto de arranque, que la aparente dispersión se apoyaba en una unidad mayor y más profunda” (Gómez, 2002, p. 22). No es difícil inferir que esta unidad mayor, en armonía con su vida y obra piloteada por el ejercicio permanente del verbo, estaba constituida por su visión de la realidad fundada en el diálogo, fundada en la confesión de sus vivencias personales pero también en su irrefrenable comunicación con los otros -contemporáneos y antepasados-: su mundo fue un universo de relaciones que unían lo particular de su ser con lo general de la naturaleza humana, y en medio, como un instrumento de conocimiento y gozo, como un puente antiguo y renovado cada día: el lenguaje.
Conclusión
Ya hemos constatado el hecho de que Juan José Arreola destinó más tiempo de su vida al discurso hablado -cursos, talleres, conferencias, charlas, entrevistas- que a la escritura de libros. La poética de su vida, y de su obra -es decir: de su palabra-, se sustentaba en una conciencia dialógica que lo mantenía en comunicación permanente con la historia de la humanidad. Confiaba en que los seres humanos expresan su ser mediante el lenguaje. Y como Mallarmé, creía que es el lenguaje, y no el autor, el que habla en una obra. De este modo, para Arreola el afán de originalidad -y de autoría, en la acepción de su época, estrechamente vinculada con la firma y la producción editorial- no tenía mucho sentido.
El autor de La feria mantuvo una actitud muy especial hacia las traducciones de textos de un idioma a otro, actitud más próxima al concepto de anonimato que al de autoría personal. En varias entrevistas comentó que para él la noción de obra -o de frase- original prácticamente carecía de validez, debido a la infinidad de textos y de voces que anteceden a cada texto y a cada voz: “Hay que tener la humildad de renunciar a la propia obra; nací después de tantos escritores, de tantos años de civilización que la propiedad de un texto es relativa, casi inexistente” (Arreola, 1980, p. 25).27
En 1968, Roland Barthes, al afirmar que “el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor”, aclaraba que de “esta manera se desvela el sentido total de la escritura: un texto está formado por escrituras múltiples, procedentes de varias culturas y que, unas con otras, establecen un diálogo, una parodia, una contestación; pero existe un lugar en el que se recoge toda esa multiplicidad, y ese lugar no es el autor, como hasta hoy se ha dicho, sino el lector” (Barthes, 1994, p. 71).
En la práctica discursiva arreoleana, en incesante comunicación dialógica, la balanza lingüístico-cultural de su obra -de su palabra- se inclinaba más hacia el lector/oyente que hacia el otro extremo: el del autor/hablante. Su gran diálogo, siempre dirigido hacia el otro, explicaba/justificaba su desinterés por la creación de libros de papel firmados con su nombre en beneficio de una comunidad universal de sentidos. Y precisamente fueron otros lectores/oyentes, ya lo hemos descrito, quienes tomaron la iniciativa de propiciar nuevas publicaciones del maestro, algunos de ellos adoptados por el propio Arreola como sus libros hablados. La publicación de estos volúmenes, con sus palabras -con “las” palabras, por no ser plenamente suyas-, pero por medio de las manos de otros, debe interpretarse como un acto de singularidad editorial en el mundo de las letras mexicanas de su tiempo.
En un sentido filosófico, Arreola nunca se consideró un autor porque en todo momento se asumió como un gran lector de libros que lo colmaban de ideas, sonoridades, espíritu que, en cualquier escenario de la cotidianidad, reproducía con su voz personal -subjetiva- a otros lectores/oyentes. Fungía entonces como un instrumento, como un mediador del gran diálogo humano.28 Sus incesantes confesiones, ya lo hemos subrayado, estaban más cerca de una confesión social que individual.
De acuerdo con dicha ars poética de Juan José Arreola, y bajo este enfoque, se puede teorizar que su bibliografía no se reduce a los cinco libros que editó entre 1949 y 1971 (y que sin duda son los más conocidos entre el público lector y la academia): Varia invención, Confabulario, Bestiario, La feria y Palindroma. Conviene considerar además La palabra educación, Y ahora la mujer…, Memoria y olvido…, El último juglar... y Arreola y su mundo por estar concebidos bajo una misma visión del mundo. Un vaso comunicante entre sus libros escritos y los hablados -entre escritura y oralidad- es su incesante confesión permeada por una conciencia dialógica que cimentaba en la lengua -en la palabra- una premisa esencial de su poética humanística: Uno es todos los hombres, porque Uno habla con todos los hombres.