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Iztapalapa. Revista de ciencias sociales y humanidades

versión On-line ISSN 2007-9176versión impresa ISSN 0185-4259

Iztapalapa. Rev. cienc. soc. humanid. vol.44 no.95 Ciudad de México jul./dic. 2023  Epub 11-Sep-2023

https://doi.org/10.28928/ri/952023/atc3/moncrieffzabaletah 

Artículos tema central

Chakas, fronteras y jóvenes en un barrio criminalizado de la Ciudad de México

Chakas, borders and youth in a criminalized neighborhood of Mexico City

Henry Moncrieff Zabaleta1 
http://orcid.org/0000-0002-1329-3581

1Instituto de Geografía, Universidad Nacional Autónoma de México, Ciudad de México, México henrymoncrieff@geografia.unam.mx


Resumen

Este artículo responde a un análisis etnográfico sobre los diferentes modos en que los varones jóvenes de un barrio criminalizado encuentran “su lugar” en una geografía moral en la que se valoran y jerarquizan sus calles, formas de vivir y cuerpos. Esta interpretación se aleja así de aquellas lecturas romantizadas de‘lo barrial’ y destaca cómo en las sociabilidades juveniles del espacio local se van imponiendo divisiones, estereotipos y miedos sociales. Ello deriva en la construcción del chaka, un fantasma que corresponde a la narrativa pública sobre los ‘jóvenes pobres’ y la ‘otredad’ siempre sospechosa de la violencia y todos los malestares sociales en la comunidad. La presente investigación de campo abarca dos años (2018-2020) en compañía de los jóvenes que residen en una colonia popular en el oriente de la Ciudad de México.

Palabras clave: juventudes; barrios populares; estigma territorial; fronteras urbanas; geografía moral; otredad

Abstract

This article responds to an ethnographic analysis of the different ways in which young men from a criminalized neighborhood find “their place” in a moral geography where their streets, ways of living, and bodies are valued and ranked. This interpretation thus distances itself from those romanticized readings of ‘the neighborhood’ and highlights how divisions, stereotypes and social fears are being imposed in the youth sociabilities of the local space. This results in the construction of the chaka, a ghost that corresponds to the public narrative about ‘poor youth’ and ‘otherness’ always suspicious of violence and all social malaise in the community. This field research covers two years (2018-2020) in the company of young people who live in a popular neighborhood in the east of Mexico City.

Keywords: youth; popular neighborhoods; territorial stigma; urban borders; moral geography; otherness

Juventud y vecindario: una introducción.

Este artículo explora el interior de una ‘geografía moral’, constituida por fronteras, normas y valoraciones ‘dentro’ de una colonia popular en el oriente de la Ciudad de México.1 Es un área criminalizada en la que se activan y cobran forma divisiones sociales que son fraguadas por el miedo y la mala reputación que se asigna a ciertos espacios públicos y a los jóvenes.2 La presente etnografía urbana discurre sobre cómo estos límites con lugares y personas están fundamentados por relaciones de poder en el vecindario, una geografía codificada en la que se entrevé la representación sospechosa de los jovenes en la calle y el imaginario de dignidad que se proyecta en el tianguis. Dicha frontera moral se estudia en cinco viñetas etnográficas para entender las maneras en qué los jóvenes reorganizan su subordinación frente a normas comunitarias, estableciendo sus propias certidumbres e identidades valoradas, sobre todo, al distanciarse de la vida callejera ‘inmoral’, al apropiarse de una otredad que se reproduce en el discurso público (los chakas) o al manipular ciertas reglas de la economía local y callejera. A través de una mirada situada y microscópica, este artículo invita a responder la pregunta: ¿cuál es “el lugar” de los jóvenes dentro de un barrio criminalizado de la Ciudad de México?

Vale destacar que las relaciones entre moralidad y poder territorial en la vida cotidiana de los jóvenes han sido poco estudiadas en zonas marginadas y periféricas.

Creando terreno fértil para el sentido común, los prejuicios, los estereotipos, entre otras cuestiones, que revelan la falta de conocimiento y el aliciente de discursos adultocéntricos, valoraciones racistas y clasistas, así como aquellas nociones que patologizan y criminalizan la juventud, sobre todo a los jóvenes que residen en barrios estigmatizados. Por otro lado, los territorios que habitan son a menudo romantizados, al punto de esencializar sus relaciones, conflictos y violencias. En la Ciudad de México se escucha con frecuencia “¡Mi barrio me respalda!”, una voz que indica la protección automática que tienen los habitantes de una zona popular por el solo hecho de “vivir ahí”.

El presente artículo cuestiona dicho romanticismo en que se enmarca el imaginario de un “nosotros” idealizado en lo interno de los barrios marginados. Permite de ese modo entender con mayor profundidad la realidad próxima entre los jóvenes de sectores populares, para quienes el espacio local es uno de los medios de socialización e identidad más importantes en su vida cotidiana (Saraví, 2004). Con base en la perspectiva crítica de Doreen Massey (2005) sobre el isomorfismo espacio-sociedad, el siguiente texto etnográfico busca desmontar la idea de “comunidad” como un grupo único y homogéneo en el territorio. En principio, los jóvenes ocupan un lugar en las relaciones comunitarias del barrio, lo cual deja entrever que existe un orden urbano que se encuentra soportado por aquellas convenciones formales e informales que regulan el uso de los espacios comunes (Duhau y Giglia, 2008: 258).

Específicamente problematizo el sentido de comunidad y pertenencia entre los jóvenes de un barrio criminalizado en la periferia oriente de la Ciudad de México. Analizo la colonia popular Desarrollo Urbano Quetzalcóatl (DUQ o ‘La Desarrollo’, tal como es reconocida) en la zona desfavorecida del sur de la alcaldía Iztapalapa, en las faldas del volcán Xaltepec (devorado por la explotación minera) y límite de la mancha urbana (figura 1). Entre las características de la zona destacan fuertes carencias sociales, altos índices delictivos, tráfico de drogas y hostigamiento policial de los jóvenes (Moncrieff, 2021). En el siguiente mapa se aprecia la localización de DUQ y su mayor grado de rezago social con respecto a otras áreas de la Ciudad de México en términos de salud, vivienda, servicios públicos y educación (CONEVAL, 2020). ‘La Desarrollo’ es considerada “lo peor” y “la más peligrosa” colonia de Iztapalapa. Los medios de comunicación la han difamado como “infierno social” por sus altos índices delictivos y la alarmante penetración del tráfico de drogas.3 En 2019, la Guardia Nacional (GN) inauguró aquí su operación en la ciudad,4 a fin de hacer descender los mencionados índices de criminalidad en un trabajo conjunto con la policía.

Fuente: Estimaciones del CONEVAL con base en el Censo de Población y Vivienda 2020. Procesamiento de geodata en QGIS. Fotografías: Henry Moncrieff Zabaleta (arriba) y Santiago Arau (abajo)

Fig. 1 Mapa de rezago social de la Ciudad de México y fotografías aéreas de DUQ y alrededores. 

Luego de un trabajo etnográfico y visual de dos años (2018-2020, interrumpido por la Covid-19), en total participaron 39 varones, entre 16 y 24 años. Tambien la comunidad de vecinos, adultos y familiares que los circundaba. Los jóvenes fueron entrevistados y fotografiados en varias ocasiones y diferentes lugares, acompañándolos en sus actividades cotidianas a través de la observación participante y la conversación casual. Su perfil es heterogéneo (estudiantes, trabajadores, artistas, distribuidores de drogas), con la intención de combatir los estereotipos que tratan de homogeneizarlos y negativizarlos. En la narración de sus vidas, los jóvenes lograron entrelazar lo comunitario con las fronteras urbanas en el interior del barrio, es decir, delimitaciones simbólicas entre un nos-otros en los lugares y espacios que habitan. Argumenta Nira Yuval-Davis (2006), que estas fronteras se pueden naturalizar, internalizar y reproducir, al mismo tiempo que son romantizadas, contestadas y desafiadas, configurando sentidos y políticas de pertenencia en el territorio próximo.

Es fundamental visualizar en el nivel comunitario un “nosotros” construido frente a una otredad y la trama de poder que ello involucra a través de segregaciones, estereotipos y categorizaciones sociales (Bhabha, 1983; Lamont, Pendergrass y Pachucki, 2015). Dicha división del nos-otros acontece en el marco de una geografía simbólica que caracteriza a las áreas desfavorecidas del oriente como sinónimos de pobreza y violencia, en general, zonas “donde no ir” en el imaginario urbano (Bayón, 2015). La estigmatización territorial sostiene la activación y también la legitimación de desigualdades y diferencias sociales en lo interno del vecindario y entre sus habitantes (Wacquant, Slater y Borges, 2014). Una de las fronteras y segregaciones más tajantes en estos barrios populares es el límite entre adultos y jóvenes, que hace de los primeros los guardianes morales del orden comunitario; y de los últimos, una otredad odiada y repelida, una suerte de “enemigo interno” causante de todo el desorden, la delincuencia y la inmoralidad en los espacios públicos, como también observan Rodríguez Alzueta (2016) en las villas de Argentina y Fassin (2016) en las banlieus de Francia.

Así pues, en el barrio se conforma una geografía moral que erige las fronteras que apartan, distancian y segregan grupos, lugares y personas que ‘están fuera’ de un régimen de “lo bueno”, “lo verdadero” y “lo correcto”. Considerando el trabajo de historia conceptual realizado por Tim Cresswell (2005),5 la moralización del espacio describe la pertenencia, las normas y las expectativas que rigen una geografía con ‘sus’ cuerpos, prácticas, paisajes y cosas, mientras traza fronteras y expele la(s) otredad(es). En particular, la idea de geografías morales (o ideológicas) pone en el centro la organización normativa del espacio y la función de diferentes relaciones de poder sobre personas, prácticas y relaciones que son perturbadoras o transgresivas para el sentido común. La moral evita el cuestionamiento de lo tomado “por sentado” en un territorio vivido y encarnado. Configura así un orden espacial opuesto a las “geografías inmorales” asociadas con todo lo excluido, lo impuro y lo abyecto (Sibley, 1995).

En DUQ, esta geografía moral y sus fronteras es plasmada por el poder adulto, lo cual deja a los jóvenes en una posición subordinada en el territorio.6 Entre vecinos adultos y vecinos jóvenes van creando delimitaciones espaciales que permiten la reproducción, la perpetuación y el conflicto por fronteras y jerarquías generacionales. Existe así una fuerte territorialización vecinal que tiende a imponerse sobre espacios de pertenencia de los jóvenes. Estas fronteras funcionan para controlar al barrio y este control ejercido por los vecinos adultos no solo pasa por el orden material y la organización sociopolítica, por aspectos tales como viviendas que construyeron y títulos de propiedad, sino también por un conjunto de reglas de sociabilidad y ejemplos del “buen vivir” que buscan mantener una geografía moral.

Queda pendiente qué es lo que sucede con la territorialización subordinada de los jóvenes que viven en el barrio donde fui etnógrafo por dos años. Hablar de lo barrial es hablar de lo próximo y lo familiar; siguiendo a Mayol (1999: 8), es estudiar “la costumbre recíproca derivada de la vecindad” y“[los] procesos de reconocimiento -de identificación- que ocupan su sitio gracias a la proximidad, a la coexistencia concreta sobre un mismo territorio urbano”.7 Cuando hablamos de“barrio”, hablamos de esta proximidad vecinal y también de un dispositivo identitario para la juventud precarizada. Esta noción hace posible dimensionar diferentes registros de la adscripción social y los procesos de anclaje al territorio que se considera y se siente “propio”. El barrio (como lugar y discurso) es crucial para llenar de significado las vidas y las identidades urbanas de los jóvenes, en función de sí mismos y para los demás (Cordeiro, 2009). Asimismo, el apego hacia las colonias populares se elabora y gestiona por sus habitantes como un complejo proceso territorial de reafirmación subjetiva y social frente a las desigualdades y precariedades que experimentan (Preece, 2020).

Dentro de este tejido cercano, se vislumbra la emoción de sentirse “en casa”, por ello, entre los jóvenes, guarda relación con el lugar donde son aceptados y reconocidos de alguna manera (MacDonald et al., 2005). Ser valorado y digno de respeto, constituye sin duda “un reto” en juventudes de sectores populares, al tener que lidiar con un contexto desfavorecido e identidades estigmatizadas, un proceso subjetivo que requiere de un esfuerzo permanente y corresponde con los sentidos de comunidad y pertenencia que se experimentan en la vida cotidiana del barrio y sus espacios públicos (Moncrieff, 2021).

El debate sociológico y geográfico sobre jóvenes-comunidad es novedoso en América Latina; especialmente contribuye a discutir con varios hallazgos sobre la vida social de los barrios populares en México, donde la producción académica ha sido activa con la conocida “juvenología mexicana”. Desde los ochenta, varios estudiosos han buscado sistematizar la noción de “subculturas” (chavos banda, cholos, punks, entre otras), así como “bandas” y “pandillas”, lenguajes culturales, violencias y el uso de drogas como identidad (Castillo Berthier, 2002; Collin, 1992; Feixa, 1995; Urteaga, 1993; Valenzuela, 1988). Recientemente se ha problematizado el origen de clase en el contexto del neoliberalismo y la reducción de oportunidades del acceso público al trabajo y la educación de calidad. Autoras como Rossana Reguillo (2007) han visualizado identidades juveniles asociadas con la precarización y el problema del “desencanto” con respecto al futuro. Por otro lado, Gonzalo Saraví (2009) considera la difícil incorporación a un cada vez más exigente mercado laboral, así como las vulnerabilidades para transitar a una “vida adulta” bajo un parámetro normativo.

Hoy por hoy se reconoce que la criminalización de la pobreza recae con más fuerza en los “jóvenes pobres”, como si se tratase de una categoría cerrada y homogénea, quienes a menudo son visibles públicamente como peligrosos, violentos, vagos, ladrones, drogadictos o sicarios, entre otros estigmas que circulan con facilidad en diferentes instituciones, espacios y medios de comunicación (Bayón y Moncrieff, 2022). La fuerte criminalización implica el acecho por parte de la policía dentro y fuera de sus territorios (Serrano, 2016; Silva Forné, 2014; Zavaleta et al., 2016). Sobre las condiciones de pobreza en la juventud, Urteaga y Moreno (2020) aciertan al señalar la violencia estructural en el desamparo institucional, la pauperización creciente en las posibilidades de una vida digna, la vulneración de derechos civiles por parte del Estado y la susceptible subordinación dentro de las redes del crimen organizado (véase la idea de “juvenicidio” en la obra de Valenzuela, 2019).

El hilo conductor de la siguiente etnografía retoma estas discusiones en la literatura. Con la descripción densa (véase Geertz, 1973) afloran aquellos matices y sensibilidades que pueden desclasificar la imaginación criminalizante sobre los “jóvenes de barrio”. Desde dentro, el mundo barrial-juvenil en el oriente de la ciudad permite vislumbrar cómo las fronteras urbanas, los miedos y los estereotipos se bifurcan, en la medida en que se vuelven difusos y con límites porosos y maleables (o apropiables). Dicha fluidez en los sentidos de pertenencia hace notar que los jóvenes albergan conceptos propios de la otredad (el chaka) y flexibilizan geografías morales en DUQ. Habría que entender la noción local de “decencia”, una construcción social y moralizada que describe “el buen” comportamiento vecinal frente a la decadencia de la vida barrial. Todo esto acontece en el mismo espacio público, donde hay una frontera de “lo digno” que puede distinguirse: el tianguis y la calle. El tianguis es un lugar de dignidad; allí los jóvenes pueden imaginarse “honrados” o como trabajadores familiares; sus cuerpos y espacios tienen reconocimiento positivo. En cambio, la calle, por sí sola, se convierte en un espacio abstracto y “vacío”, donde pueden traslucir discursos sobre el miedo, la inmoralidad, la delincuencia, la drogadicción y la violencia.8 En la descripción etnográfica, dichos mundos barriales no están separados como agentes rígidos de la vida social, sino que se reconocen mundos juveniles que son activos, creativos y articuladores de “lo digno” y “lo indigno” en la mencionada geografía moral. Se señala de esta manera cómo las espacializaciones de la decencia legitiman el orden comunitario, y también cómo los jóvenes van utilizando sus propios recursos y estrategias para apropiarse del territorio y negociar fronteras interiores en el barrio.

En la tierra de nadie

Cuando llegué a DUQ me percaté de algo: tener buena reputación era un motivo de angustia para muchos jóvenes. Ello era evidente en los espacios públicos a los que concurrían: ciertas calles, las esquinas, las barras, las canchas, las plazas y los parques. Las formas de ser “bien visto” en estos lugares suelen ser aquellas que son legítimas dentro de la familia y los círculos sociales del vecindario. En la mirada de los vecinos es usual la visión simplista de la juventud“dañada”; se le atribuye un comportamiento inmoral, sobre todo cuando ocupa los lugares y espacios compartidos de la colonia. La distancia generacional recrea “demonios” o personas “erráticas” en la vida. Así, el mismo barrio que los ha “visto crecer” hace de sus jóvenes una plaga de vagos, ratas, drogadictos, sicarios o narcos. Esta narrativa patologizante y llena de estigmas es un reflejo social del miedo que se siente en el espacio público y reafirma una “cultura de la rudeza” incrustada en las sociabilidades del vecindario. Haciendo referencia a su análisis de las experiencias urbanas de los barrios periféricos, Alicia Lindón (2008: 9) sostiene que “estamos frente a un fenómeno -la violencia/miedo- que muy frecuentemente marca los espacios en los cuales se despliega la vida de los sujetos y al mismo tiempo, los espacios así marcados tiñen las relaciones sociales que en ellos se desarrollan”.

Cuando asistí a una asamblea destinada al diseñado de políticas y acuerdos sociales para mejorar y replantear las convivencias en el barrio, percibí entre la euforia vecinal y con bastante claridad que la inseguridad en sí misma es un dispositivo discursivo que convierte las calles en un espacio habitado y controlado por personas temidas. Uno de los temas más relevantes es que no se podía “reparar” la vida callejera. Imaginaban la juventud como una suerte de desidia y corrupción del espacio público. Supuestamente, todo aquel en las calles se vuelve loco, ocioso, borracho o drogadicto. Dos comentarios me llamaron mucho la atención:“aquí impera la ley del más fuerte y como hay escasa unión vecinal, la impunidad es continua; sin policías no puede uno ni salir de la casa, hay chavos, narcos, borrachos, drogadictos… Andan sueltos, es una plaga”, decía el dueño de una vulcanizadora, aproximadamente de unos 50 años. Otra vecina de la colonia y en la misma edad: “vi sobre el camellón a 20 chavos, jóvenes, estaban borrachos y cotorreando a todo lo que daba. […] ¿Pos’ es que han agarrado de cantina y meadero la calle de por mi casa?”

Muchas quejas versan sobre la victimización que causa la delincuencia. Ser la próxima víctima es una sensación muy propia en DUQ. Fui a la reunión vecinal con Felipe (24), promotor comunitario y estudiante de trabajo social. Él me contaba: “aquí todos hemos sido asaltados, por eso hay miedo, roban a la banda, un amigo, un primo, hasta a la jefa (madre) de uno”. Entre los habitantes de la colonia, el miedo es casi costumbre, es una realidad cercana, vivida, e incluso comunicable, una “experiencia ‘individualmente’ experimentada, ‘socialmente’ construida y ‘culturalmente’ compartida” (Reguillo, 2000: 189). Mal que bien, cada quien tenía su explicación con respecto a la violencia y la delincuencia. Pero el miedo sin duda debilita los vínculos con el espacio público, mina la confianza de transitarlo y deviene en sensaciones conectadas con los prejuicios y estereotipos. Recorrer la colonia en compañía de los jóvenes me permitió entender que la calle tenía una regla para ellos: la de evitar la soledad y cultivar vínculos con un amigo o valedor (alguien con quien contar).

© Henry Moncrieff Zabaleta (fotografía con teléfono móvil), DUQ, Iztapalapa, Ciudad de México, 25 de agosto de 2018.

Foto 1 Caminando juntos 

La compañía es casi protección automática: en el cuerpo solitario se inscribe la condición de víctima-en-potencia. La soledad repercute en todo aquel que tiene miedo. Más aún, cuando la calle significa un espacio descontrolado e impredecible, donde nadie cree en nada (Rotker, 2000). Por ejemplo, Eduardo (20) es estudiante de derecho y a menudo me lo encontraba en una parada para tomar su ruta (transporte). Este momento lo aprovechaba para confesar su zozobra. Llevaba pantalón oscuro y camisa blanca de vestir para su empleo en un banco. Me percaté de que no quería verse vinculado con nadie. No quería que lo relacionaran “por aquí” con algún drogadicto, vago o chaka. Eduardo era una víctima perfecta: era un cuerpo-noreconocido, admite que le “falta barrio” y que no maneja con naturalidad los códigos de la calle. Tanto para él como para sus amigos de la universidad, la calle era vista como la “tierra de nadie”. Esta frase la utilizó Eduardo y la banda universitaria, que también esperaba el transporte, como si se tratara de un sentimiento compartido. Me identificaron como persona “decente”, o, más bien, “como ellos”. Implícitamente, me estaban diciendo que todos ahí estábamos desvinculados de las calles y de sus personajes temidos: aquellos que podrían violentar, robar, asesinar, traficar con algo.

Pero estos estudiantes tenían tácticas de navegación, técnicas para hacerse “invisible” y pasar inadvertidos en DUQ. No en vano saludan únicamente a las personas necesarias. Esa frontera que erigían con los demás era la misma que había yo percibido en la asamblea de vecinos. La noté precisamente cuando acompañaba a Eduardo, una tarde cualquiera, en su recorrido hasta la tienda a comprar refrescos. Me expresaba toda su angustia al imaginarse solo en la noche con “las ratas que viven aquí”. Retomando a Tuan (1980), el temor se puede anclar en ciertos lugares, por supuesto, integrándose en la trama social de los paisajes urbanos. Las memorias sobre violaciones, asesinatos y robos son comunes, están siempre territorializadas y son reproducidas también por los jóvenes. Eduardo contó sobre aquel callejón maldito donde habían asaltado a su hermana y el “camellón donde asesinaron a un amigo”; también me llegó a advertir sobre la “mala fama” de un lugar no transitado porque ahí violaban mujeres. Así, la calle va aglomerando un contiguo de fantasmas, memorias desagradables y manchas perturbadoras que expresan los límites de circulación para el transeúnte desconocido.

El chaka: depositario del peligro

Hay incontables mitos de la vida callejera; en ellos se cruzan sin vacilar lo real y lo ficcional, aunque se experimente todo a la vez con la crudeza de la realidad (Caldeira, 2007). Muchos jóvenes tenían paranoia ante la posibilidad real de cruzarse con algunos monstruos criminales y otros seres de la noche (Reguillo, 2008). Del análisis de entrevista recupero el siguiente hilo narrativo:“siempre hay bandas, matan, roban…” (Andrés, 23);“tiran balazos, nunca sabes qué problema vaya a haber…” (Antonio, 20); “caminas por ahí y se están drogando” (Alfonso, 21); “hay puros borrachos, locos y ratas” (Víctor, 16); no hay gente, ya nomás hay puro maleante, puro sicario; la banda anda pos’ asaltando y aquello” (Beto, 22); en las noches ya hay muchas personas en las esquinas, ¡no importa que pos’ tiren balazos!” (Héctor, 16); en la noche están juntándose, pues ya son como que buscan problemas” (Carlos, 17); “aunque quieras evitar la gente mala, no hay manera y pos’ sí da miedo” (Fernando, 21).

El temor que reina en los espacios públicos y compartidos no requiere necesariamente una experiencia directa con la criminalidad, pero de cualquier manera es una construcción emocional que permite trazar fronteras y discursos sobre la peligrosidad de ciertas personas. Los jóvenes hacen referencias crudas sobre la“gente peligrosa” más que de la delincuencia propiamente dicha. Esta gente (en abstracto) es la otredad que reducen a sus atributos más degradantes y demonizantes. Víctor (16) me comentaba lo desagradable que le parecían los chakas. Los veía en todas partes. Se estaba refiriendo a los reguetoneros, a los malandros, a las lacras, a los “feos” del barrio. La expresión chaka tiene una connotación fuertemente racista y clasista que se sintetiza en la idea del chacal: animal carroñero y depredador. Hace referencia en el lenguaje a alguien agresivo, peligroso, sin vergüenza o dañino en sí mismo. En el habla popular se escucha sin “l” y se escribe con “k” para denostar su “mal gusto”. El chaka es también un personaje del Internet y sus redes sociales, una figuración estereotípica y demonizada sobre los jóvenes de los sectores populares, lo cual se articula mediáticamente con las valoraciones más conservadoras de las clases acomodadas en las grandes ciudades latinoamericanas (Bayón y Moncrieff, 2022).

Esta frontera de clase es reproducida por Víctor y claramente le permite distanciarse del chaka. Es un límite moral que lo hace sentirse más cerca de sus compañeros de escuela o de estar “fuera” de DUQ. Me recomendó ver videos en YouTube y memes para entender a qué se estaba refiriendo con esa palabra que yo escucharía tantas veces en el barrio: chakas. Existen en Internet, en Urbandictionary.com, son personas horrendas que escuchan música de banda y reguetón, con cabello extravagante, gorra y ropa que no es original. Utilizando un seudónimo provocador, El Brayan (bloguero) asevera que el chaka “es un criminal, su estrato social es bajo, de preferencia es moreno, escucha reggaetón, tiene poca educación y es un wanna be con aspiraciones ligadas a lo ilegal”.9

Le Grand (2014) es etnógrafo en la periferia sur de Londres y observa algo parecido con respecto a la figura demonizada del chav. Un interjuego entre clasificaciones “exteriores” que circulan en mass media y procesos “internos” de identificación con lugares, grupos y personas. ¿Qué es un chaka? La respuesta es ambigua dentro de la simbología barrial. Se trata de una categoría vacía, sin contenido específico, un depósito simbólico; aunque puede encarnar un delincuente, un cholo o alguien que se viste bien. La visualización más estigmatizante sería un joven moreno, tatuado, musculoso, con actitudes “sospechosas”, con gorra, volado (drogado) por las calles, devoto de San Judas Tadeo y probablemente traiga pistola en la mariconera (bolso de hombro). Chaka también es adjetivo para lugar feo o vulgar. En definitiva, representa la criminalización de un “mal aspecto”.

Pero existe un derivado que confirma la ambigüedad del término. Chacalón puede ser positivo y supieron explicármelo los practicantes de BMX (ciclismo de acrobacia) apodados los Riders. El chaka también puede ser sinónimo de alguien exitoso mientras que “chacalón” es aquel con habilidad de aprovecharse de las circunstancias o quien porta un buen estilo al vestir. Como lo muestra esta entrevista colectiva con los Riders, el término es complejo y ambiguo y tiene una definición muy inestable entre los jóvenes:

  1. ¿Y aquí qué sería la pinta de maleante?

  2. Güey, luego, porque ando con ropa así… Por decir: aquí los cholos son los que andan con la droga y eso. Luego traigo ropa así, como de cholo10 [ríen todos]

  3. La pinta bien bonita que tienen, digo…

  4. Se les llaman los chakas

  5. ¿Los chakas?

  6. Pos’ si los reconoces bien, porque… ¿un ejemplo? Es como el de blanco allá, el que va allá de gorra [señala a un joven vestido de blanco con estilo reguetonero en la calle].

  7. Ese es chaka, por ese tipo de vestimenta es que dicen que son chakas. Traen tenis de por sí Jordan o gorras o playeras así como de San Juditas y eso…

  8. Pero me dijiste que te paró la policía por vestirte así…

  9. Sí, acá le dicen cholo [reprobándome]

  10. Igual por como su vestimenta, como él de ahorita. Es que se ve así de cholo, así es una vestimenta de cholo… ¡Así tenía la ropa!

  11. ¿Pero cholo y chaka entonces no es lo mismo?

  12. Es cholo, es un cholazo.

  13. Es alguien padre (que está bien), no te hagas güey (tonto) [ríen todos].

En el barrio hay un esfuerzo por resignificar y acotar el significado del chaka, para no dejarlo como cualquier tema exterior (o mediático) y apartar la peor cara del estigma cuando se hace referencia a “lo que es propio”. De allí que estos Riders recreaban algunos atributos de la estigmatización, y a la vez se referían al estereotipo de manera positiva, señalando la estética de cholo y reguetonero. Retomé días después con Víctor; mencionó que a él le gustaban los perreos de reguetón como a “un chaka cualquiera”. Pero habló de chakitas (con énfasis en lo diminutivo): “¿no ves que todos los chakitas andan en la calle moneándose? ¡Güey, están con su mona siempre! A cada rato se pelean por drogados, se agarran a balazos. En cualquier momento llegan y pos’ te roban ¿no? Te van a quitar tu celular…”

Con Marco (22) conocí una de estas monas. Su familia lo echó de la casa, según él, “por problemático”, ya que solía aspirar el gas de solventes en una mona. Vivía en la calle y en su soledad compraba tíner en la tlapalería a un precio muy bajo. Esta manera de drogarse es bastante cotidiana entre algunos jóvenes, puede incluso adquirirse el compuesto (el activo) preparado con saborizantes de chocolate, vainilla, frutas, etcétera.11 Es un mexicanismo complejo, pero la mona es el nombre del pedazo de papel o estopa que se humedece con tíner, PVC u otros solventes. Monear(se) es drogarse con la mona (con la muñeca de trapo o con la muñeca) e implica inhalar el gas que despiden estos químicos. Su consumo produce intoxicación, destacándose la visión borrosa, los mareos y son frecuentes los temblores (muy evidente en los párpados). Altera el habla, actúa en los mismos nervios y causa euforia: “es para sentirse indestructible, olvidarse de la vida, carnal” (Marco). Cuando alguien se monea, utiliza las manos para acercarse estos vapores tóxicos a la nariz y la boca. Para pedir un toque, dicen jocosamente “saca las muñecas” y hacen el ademán respectivo.

© Henry Moncrieff Zabaleta (fotografía con teléfono móvil), DUQ, Iztapalapa, Ciudad de México, 9 de febrero de 2019.

Foto 2 Preparando una mona 

En WhatsApp compartí estas fotos con Víctor. No entendía por qué no me habían asaltado. En su imaginación, el adicto y el delincuente son la misma persona. El chaka personifica y dota de racionalidad al miedo cuando reafirma los discursos, las prácticas y los objetos que demonizan a los jóvenes de sectores populares. Este temor adquiere cuerpo de realidad cuando alguien es una víctima real. El relato alcanzaría así la cualidad de ser propio y termina por verificarse en las otredades de la calle.

Tomás (18) es gay, estudiante de letras y hacía teatro en el parque. Se sentía indefenso después de un robo a mano armada. Describía al asaltante como un chaka: sigiloso, moreno, tatuado en la cara y con mariconera. Hechos como este hacen que el barrio se revele peligroso sin escala de grises. Jaime (21), un carpintero y tianguista, relataba otra experiencia trágica:“aquí cerca, en la esquina, fíjate que iba caminando confiado y haz de cuenta que se me acercaron, eran dos chavos… [se le entrecorta la voz] y sacaron una pistola. Pos’ ahí andaban diciendo ‘no te muevas y saca todo lo que traes y ya’ […] Me dieron un balazo en la pierna…” Estos miedos se pueden portar en el cuerpo, en las lesiones y en los desasosiegos que ocasiona la delincuencia armada en el barrio. Asimismo, conllevan prejuicios con efectos directos en el reconocimiento social y comunitario. Tomás es, para sus amigos, un pusilánime y Jaime fue bautizado como “El cojo” entre conocidos. Son débiles, varones debilitados por el temor. Más aún a la luz de un código local tan machista. Justo, la frontera moral que establece los símbolos de lo peligroso y lo desconocido en las calles, conecta los temores con la figura del chaka y lo expande en áreas de la colonia donde “no ir”, momentos donde “no estar” y configura la debilidad de aquellos que no pueden enfrentar el miedo.

El chakaleo

Efectivamente, las calles pueden ser un territorio temido y abstracto; aun así, tienen reglas y códigos para “ser alguien”; coreografías específicas para incorporar, apropiar y manipular el personaje demonizado del chaka. La calle es entonces un mundo generizado, es un espacio masculinizante; subordina aquellos cuerpos considerados como débiles o frágiles, sobre todo los de las mujeres, los ancianos y los niños (Massey, 1994). Esto subraya la estructura que jerarquiza a los géneros, moldeando sus interacciones y dotando de sentido a sus temores en una clasificación social. Como apunta Kessler (2011), la persona vulnerable no escapa del mundo y sus categorías. En las normas de la calle, ser víctima del delito supone sentirse “feminizado” o un cuerpo femenino. Esto se lee entre líneas en las narrativas de Tomás y Jaime, siendo ellos un claro cortocircuito en la construcción del varón hegemónico en situaciones de vulnerabilidad e impotencia (Baker, 2005; Lobo de la Tierra, 2016).

Sentir miedo es un asunto que despierta poderosas emociones tales como la rabia y la ira. Vicente (22) y Omar (23) temen incluso ser disminuidos por la situación avasallante del género y se construyen a sí mismos en narrativas de coraje y valentía. Cuando pasábamos frente a unos narcomenudistas en una esquina, Vicente dijo “no soy sacón (miedoso) hommie, salgo a la hora que yo quiera; si me van a asaltar no me saco”. De cara a unos vendedores callejeros, Omar decía “yo no me pandeo (doblo), no me abro por nadie, güey”. Con esa frase cerraba el trato por la Yamaha (robada) que siempre había querido. En su nueva moto, de regreso, me explicó que necesitaba intimidar a esos vendedores transas con tal frase altisonante. Esta bravura organiza muchos antagonismos entre los varones, conforma además un actitud de “malo” para los jóvenes que participan en esta cultura callejera.

Descubrí algo en dos años en el barrio. Yo también estaba inmerso en la sociabilidad del chakaleo, una práctica de miradas que activa la pertenencia a los códigos de la calle.12 Es un modo de reconocimiento entre los varones que transitan por el espacio público. Pregunté “¿qué es chakalear?” a unos chavos en el parque: “mirar, mirar, no bajar la mirada… es para protegerse, es un reto”. En este simbolismo “retador” se va involucrando el cuerpo con el peligro, además, deja entrever lógicas de interacción masculina. Pude entenderlo mejor en un concierto organizado por los hoppers (raperos) de DUQ.

Estoy rimando por el área.

¡Uh! ¡Ah! Esta calle no me engaña,

tengo la maña, no tiramos chaka-labia,

¡Uh! ¡Ah! Esto no es España

Le ponen el trap, le ponen el trap...

Quien chingue: ¡bang!, ¡bang!

Trap de Nitro (23)13

El chakaleo no es asunto verbalizable (o “chaka-labia”), sino la performance corporal para “ser” y hacerse legítimo en estos escenarios de desconfianza. Y la calle se puede reclamar como propia y hacerse un“lugar propio” dentro de ella. El espacio barrial se vuelve por ello una corporalidad, que es desenvuelta y segura de sí misma. Es caminar erguido, orgulloso, paso firme, “siempre al tiro (pendiente)”. Esta masculinidad endurecida emerge así como una necesidad para poder transitar con seguridad. Es un modo de reafirmarse en el territorio; en pocas palabras: afirma el cuerpo en su ambiente natural. Conviene decir que las miradas retadoras conforman un mínimo de certidumbre sobre quién pertenece y quién no. A quien se raje, abra, doble, pandee o arrugue, le espera la nulidad o la “muerte social”, estaría simplemente fuera del juego y adquiriría la posición de perdedor, feminizado o desconocido.

Como yo, que iba sintiendo todo este miedo a la calle y era una víctima perfecta (un pancito, dirían en DUQ). En otras palabras, alguien a quien puede atacarse, violentarse y que no merece ningún respeto mientras transita los espacios públicos del barrio. Como no podía yo reafirmarme, pedí a Héctor (16) que me explicara: “se le dice chakalear. Aquí tengo a la persona y me le quedo viendo así [teatraliza una mirada ruda], mirándola a los ojos… Como que si bajan la mirada es porque es puto [poco hombre]. ¿Vas a pelear o no?” Este juego masculinizante tiene efectos en la construcción del temor; así, los perdedores terminan por interiorizar el miedo y retirarse del espacio público. En algunos casos extremos, las violencias físicas emergen como el punto de quiebre del chakaleo. Pablo (23) relata aquel mal día que fue apuñalado varias veces en una fiesta de la colonia:“te quieren andar chakaleando, ahora sí que yo también estoy hasta la madre. Me han pasado dos, tres cosas y pos nel’, la neta. Pues me han picado. ¡Así mira! [muestra cicatrices en el abdomen]”.

Para los ganadores, la calle es interpretada a partir del control territorial, imponen su seguridad en el marco de los encuentros callejeros. Ganan quienes encarnen a ese fantasma: el chaka. Por ejemplo, Marco (22) me cuestionaba si lo entrevistaba por ser un drogadicto o un ratero (así se reconocía ante mi presencia en DUQ). Afirmó: “igual no me chakaleas porque soy un chaka”. En su barrio tiene reconocimiento y se siente seguro. “Sí, me saludan casi todos… Más los chavos. Pos’ toda la banda, la que se droga como yo. Por allí hay uno… [se ríe y lo saluda diciendo “otro chaka”]. Están por todos lados. ¿Fumamos mari[huana]? Tengo aquí un poco…” El consumo de drogas a la vista de todos funciona entre los jóvenes como un mecanismo para pertenecer. Llevar un churro [cigarrillo de marihuana] encendido es un acto transgresor, pero es una manera legítima de chakalear, de hacerse uno-con-la calle.

La dignidad familiar sale a la calle

Sería un error considerar que la familia es un lugar cerrado y socialmente aislado, cuando verdaderamente es constituyente de los espacios públicos en el barrio. Según la observación etnográfica de Iliana Ortega (2016: 112) en otra colonia popular de la Ciudad de México, “la calle se convierte en una extensión de la casa: el más público de sus espacios comunales”. En este caso, el hogar se extiende a la calle también con lógica juvenil. Rodrigo (22) vende verduras en el garaje de su casa, tiene el proyecto comercial de hacer una hamburguesería. El negocio está planteado con sus amigos, implica renovar el espacio, ahorrar dinero para comprar pintura, cocina industrial, entre otras cosas. Las juventudes contribuyen así con los entornos complejos, polifuncionales y polisémicos, que caracterizan la autoconstrucción de la vivienda popular (Connolly, 2005). Aquí la narración de Rodrigo como emprendedor:

¿Y de dónde salió la idea de este negocio?

Pues todo empezó con el negocio del pulque, empezamos a vender los fines de semana en los tianguis y así estuvimos, por unos tres meses, más o menos. Mi compañero conoce una persona allá en la Central de Abasto [de Iztapalapa] que provee aguacate, y pues nos lo dejan a buen precio, vimos que era rentable y decidimos invertir un poco de dinero en esto. Somos tres, el chavo este que estaba ahorita, otro chavo que es como de mi edad, me lleva un año. Otro que es mucho más grande, pero el igual tiene otro trabajo, igual anda en su onda. La base del comercio es mi casa (Rodrigo, 22 años, bachillerato incompleto, comerciante de verduras).

Esta iniciativa comercial es bien vista por los padres. Siempre que sea parte del proyecto familiar, la vivienda puede transformarse en oportunidad económica para sus miembros más jóvenes. Otro comerciante es Víctor (16), que ayudaba en la tienda de ropa en la sala de su casa, y Alfonso (21), estudiante universitario, que en su tiempo libre atiende su propio puesto de tacos. Es habitual encontrarse con varios jóvenes trabajando en su lugar de residencia, en negocios anexos a sus viviendas, como fondas, carnicerías, tiendas de ropa, fruterías, papelerías, estudios fotográficos, peluquerías y barberías.

Estas actividades comerciales no solo se dan en la vivienda. Conocí varios jóvenes dedicados al comercio callejero. La trama comercial en la vía pública es una oportunidad laboral, los tianguis14 son el espacio habitual de abasto en los barrios populares de la Ciudad de México (Giglia, 2018). El precio de los artículos suele ser menor en los tianguis. La oferta es variada. Pueden encontrarse mercaderías con diferentes procedencias y para distintos presupuestos. Hay alimentos, bebidas, ropa, calzados, bisutería, muebles, electrodomésticos, aparatos electrónicos, celulares, herramientas, juguetes, audio y video, computación, software, libros, revistas, antigüedades, etc.; productos usados, piratería en marcas de vestir y ropa de paca. También se ofrecen servicios: peluquería, ópticas, manicura, reparación de electrónicos, perforaciones y tatuajes, entre otros. Por lo regular, los tianguistas instalan puestos-tinglados (estructura metálica y lona de plástico) y organizan las mercancías para que puedan ser visibles y aumentar su posibilidad de venta. Este mercado callejero se despliega dos días, un día entre semana y los sábados. En el mundo de los jóvenes, el tianguis representa un espacio itinerante con límites contingentes y contornos sociales, a veces no tan claros entre lo familiar, la calle y lo juvenil. Recuerdo la frase de Duki (21), “la calle siempre se transforma en un mercado”. Él es un rapero, también es comerciante y un apoyo para mí cuando hacía la etnografía de estos laberintos callejeros-comerciales.

En los tianguis no hay distinción precisa entre la calle y la casa. La economía familiar funciona como extensión callejera, acarreando ventajas y desventajas sociales con respecto a la subordinación de sus miembros jóvenes. Por ejemplo, Carlos (17) es aprendiz de albañil y trabajaba para sus suegros: “mi novia vende ropa, vende varias cositas, tenis, gorras, bolsas, soy como su trabajador, yo le ayudo a poner el puesto en el tianguis”. Por otro lado, Fernando (21) soñaba con su independencia: “quiero tener algo bien, pero mío. El negocio es de mi mamá, o sea, hemos sido siempre nosotros dos”. Para un estudiante como Jesús (16), vender libros de segunda mano es la opción real para pagar sus estudios: “Novelas, cuentos, ciencia ficción, todo ese tipo de libros, Best Sellers más que nada, no me va mal. Le ahorro para mi escuela”. Este negocio librero es compartido con su padre. Y aclaraba:“es de mi papá y mío, porque él trabaja algunos libros y yo trabajo algunos otros, si es algo que yo venda, pos’ ya es mío”. Asimismo, los jóvenes conocen los inconvenientes de mezclar negocios con familia: “yo no trabajo con mis papás, ellos aparte”, me decía Antonio (20). A veces se producen conflictos, como recordaba Alfonso (21), un estudiante universitario que fue “despedido” de la fonda familiar: “tuve problemas con mi papá, me enojé con él y dije: no, pos’ ya no voy a venir a trabajar; él también me dijo: nom, pos’ ya no vengas, y luego no me hablaba en la casa”.

Esta economía familiar se presenta como oportunidad laboral (muchas veces la única) para la juventud con pocas oportunidades de acceder a empleos de mejor calidad. Antonio (20), un albañil con un puesto de arena, cemento y yeso, advertía el valor del tianguis como medio de subsistencia: “te digo, pos’ hay chamba en el tianguis, pero para gente como uno, porque casi la mayoría se dedica a andar en las calles”. La economía local parece representar una opción digna de trabajo para jóvenes como Antonio, un lugar donde encuentran el valor de sí mismos y ante la mirada de los vecinos del barrio. El efecto de la interacción casa-calle en el tianguis es que la identidad laboral está moldeada por la comunidad.

Ciertamente, las actividades en el comercio local tienen valor agregado, una imagen positiva vinculada a su participación honorable en la economía del barrio y de otras colonias vecinas en el oriente de la Ciudad de México. Porque el tianguis se mueve, circula y permite expandirse por esta gran urbe. Los jóvenes tianguistas suelen trasladarse así por la geografía urbana, un tipo particular de movilidad comercial y laboral. Alcancé a hablar con la madre de uno de estos jóvenes sobre el tema. Era una mujer religiosa que había visto cómo otras madres rezaban por sus “ángeles perdidos” en los vicios y la delincuencia. Decía sentirse tranquila porque su “angelito” estaba chambeando cada vez que salía de casa; él trabajaba en los mercados de la periferia. Sostenía que lo mejor para su hijo era trabajar y aprender de la “gente decente, sin robar, ni hacer daño”.

La participación en la economía local constituye además una experiencia social en la que confluyen las fronteras del barrio con respecto a aquellos lugares temidos y sus personajes estigmatizados. “Estoy derecho, no ando como chakita, como un vago en la calle, de esos que viven allá”, dijo Jesús al obsequiarme el best-seller de educación financiera Padre Rico, Padre Pobre. El comercio barrial es un espacio y una práctica de reconocimiento, extiende en los jóvenes la impronta de una “vida digna” en sus identidades y cuerpos, lo cual responde a una geografía moralizante en el entorno social próximo.

Confianza y transa

La calle como sede mercantil es uno de los dispositivos de socialización más importantes. El intercambio de bienes y servicios en esta red próxima funciona para el mantenimiento de lazos comunitarios. Según Gayosso (2009: 61-62), “[el tianguis] se encuentra ampliamente estructurado, con una gran cantidad de normas y regulaciones formales e informales […], una estructura de redes sociales que opera de forma constante”. Estos mercados vienen siendo lugares de pertenencia local,“aquí se pone y llega hasta allá” me decía Duki para indicar las fronteras de una comunidad imaginada (un nosotros), o, donde “el barrio te respalda”. Estos espacios comerciales, inscritos en el tejido comunitario, reafirman los códigos de una “buena persona” que poco a poco se van anclando como la moralidad del territorio.

Sin duda, el tianguis es un lugar que proporciona un gran sentido de confianza entre familiares, amigos y vecinos que se acoplan al valor de la decencia en el trato social. Entre todos, son guardianes del buen término de las transacciones comerciales; en otras palabras, construyen un lugar “asegurado”. En mis recorridos callejeros con los jóvenes, atravesar el tianguis era siempre una forma de sentirnos seguros. Por eso Antonio hablaba del comercio ambulante como “la luz de la calle”. Puede decirse que la actividad comercial ilumina sobre las oscuridades, anclando confianzas en zonas que se consideran peligrosas. Asegura León Salazar (2011: 77) que “en el tianguis la sensación de seguridad […] tendría que ver con la interdependencia social, la solidaridad de vecindad”. El mercado local deviene como certidumbre social en el paisaje urbano, regulando muchos temores de la vida callejera.

Aun así, la frontera entre calle y tianguis, entre inseguridad y seguridad es bastante compleja. Supe que a Carlos (17) le habían robado parte de la mercancía, así que él cumplía con advertirme sobre ello. Como yo era un perfecto extraño, me recomendó memorizar su ubicación en caso de que me pasara algo o alguna emergencia que nunca falta. Según él, había muchos rateros que podían despojarme. Tal narrativa plantea que la seguridad puede ser suspendida por ciertos intrusos que llevan “el peligro” consigo, básicamente, porque no pertenecen o son directamente repudiados. León Salazar (2011: 77) señala la mencionada sensación de seguridad, “resultado de acuerdos tácitos sustentados en la confianza mutua entre tianguistas y consumidores, […] frente a cualquier amenaza, acoso o presencia de individuos sospechosos”. En este punto emerge de nuevo la decencia como una construcción de esta geografía moral de la seguridad. En sus letras, mi amigo rapero Duki (21), oponía el trabajo digno del tianguista y la identidad barrial frente a las ratas.

Ando por el tianguis,

Aquí vendes, aquí vives

Diario o por semana hay chamba,

Con mis compas, con la banda,

¡Aquí no hay ratas!

Somos: ¡olvidados, no vencidos!

Aquí chambeamos y sobrevivimos

Rap de Duki (21)

El aura de dignidad del trabajo también justifica la lucha por el espacio público. El comercio informal representa en sí mismo un derecho laboral. Gayosso (2018) habla de “imaginarios laborales urbanos” para referirse a este derecho de usar comercialmente el espacio público. En la voz altiva de Saúl (21), un tianguista de ropa femenina, el puesto que tenía en la colonia era suyo. Para él era un derecho privatizar el espacio público como un reclamo de pertenencia local. “Nos costó un chingo (mucho) ponernos acá en la avenida, ni la policía nos saca, somos de aquí”, añade. Esta apropiación no es de por sí utilitaria; muchas veces es la única forma de ganarse la vida para los jóvenes en DUQ. La identidad del tianguista reivindica así tanto la dignidad del trabajo como la lucha por el espacio público, lo que es igual a un puesto “ganado” en la colonia y hacerse de un sustento económico.

En circunstancias especiales, la apropiación de la calle puede sobrepasar la pretendida dignidad. A veces se pueden comercializar ciertas mercancías de dudosa procedencia. Con expresiones como “llévelo, llévelo, que está caliente” o la famosa “está bara[to] porque es de Roberto”, algunos jóvenes lograron explicarme la transa como investidura simbólica para aprovechar y sacar un beneficio personal de las confianzas comunitarias. Mediante la astucia se puede“legalizar” el mundo ilegal y no se pierde la categoría del “buen comerciante”. Por paradójico que pueda escucharse, la transa busca dejar intacta la reputación social y no ser convertido en un transa, es decir, aquella persona tramposa o en la que no se puede confiar para realizar transacciones económicas. Duki, el rapero tianguista, me decía:

He hecho cosas malas, decimos aquí “meter un gol”. Por ejemplo, si yo tengo un celular que no sirve y sé que ese celular no te va a funcionar… Yo lo que hacía era ir a venderlo, intercambiarlo. ¿Para qué? Para poder sacar otras cosas, comprar a lo mejor otro celular que sí sirviera, o comprar a lo mejor comida, comprar playeras, pantalones, o tenis […] La transa es hacer un business, pero es solamente psicología, yo te voy a decir “mira, checa este celular, el Android, la cámara frontal, la pantalla, tiene dos chips y está liberado”. Todo es psicología, compro otras cosas y vuelvo a hacer lo mismo, playeras, relojes, todo eso… Yo compro unos tenis Jordan, Nike o Puma, los cargo en mis pies una semana y después voy al tianguis, los pongo y los vuelvo a vender como nuevos “¡Nadie sabe nadie supo!” Para mí es nada más tratar de salir de esta pobreza, “el que no transa no avanza” dice el dicho. A lo mejor no gané dinero, pero ya cambié de tenis, ya cambié de pantalón, ya cambié de playera…

Duki utiliza las tácticas propias de lo ilegal estableciendo una trama oculta de intercambios mercantiles. El tianguis no solo es negocio frontal y de pura confianza, sino todo un entorno manipulable que permite estar a la moda; estrenar zapatos que luego vuelven a ser nuevos. Tales conductas podrían ser reprochables moralmente, aunque son ambiguas y se justifican por la experiencia de precariedad material: “el que no transa no avanza”. Esta frase vendría a sintetizar el funcionamiento particular de un doble registro moral, una especie de licencia individual para subvertir o resistir, aunque sea momentáneamente el manto de decencia que recubre al comercio local y las formas de territorialización de la familia y la comunidad.

¿Amigos o enemigos del barrio?

La anterior narrativa etnográfica muestra la configuración del miedo y los sentidos juveniles en una geografía moral que traza límites en el espacio barrial. Las fronteras sobre “lo bueno”, “lo verdadero” y “lo correcto” se inscriben en DUQ a través de los estereotipos del discurso público y se fundamentan en un imaginario urbano sobre la otredad demonizada. El chaka (o “chacal”) es esta figuración con la cual se intenta dar cuerpo y vida al estigma de los jóvenes en este barrio en el oriente de la Ciudad de México. Es un personaje social tanto mediático y digital como un fantasma real de la vida cotidiana, resulta de la estigmatización y de aquellos prejuicios y límites simbólicos de clase que se reproducen en el seno de la comunidad. Así, las narrativas “exteriores” al vecindario se vuelven internas, devienen en geografías, lugares y fronteras, que reinciden en el desprecio y el temor que causa la presencia de jóvenes en la calle, quienes son generalmente culpabilizados por el desorden, el desempleo, la adicción, la delincuencia y la violencia que se vive tan cerca.

Es importante desmontar la visión romantizada del reconocimiento homogéneo en el barrio, muy presente en discursos esencialistas y en la expresión “aquí todos nos conocemos” (Le Grand, 2014). Para los jóvenes, la pertenencia al barrio puede sentirse asunto normativo e impuesto; en principio, delimita qué cuestiones o quiénes merecen hostilidad. En una zona de Londres socialmente devaluada, Watt (2006: 793) plantea que “tener capital social […] contribuye a tener un sentido positivo de lugar, pero no necesariamente erradica la sensación de ansiedad urbana de sus residentes. Se trata de dibujar líneas defensivas capaces de aislar simbólica o físicamente a ‘sus’ comunidades”. El análisis presentado en este artículo permite comprender cómo las redes comunitarias trazan una geografía moral frente a sus jóvenes y espacios. No son distantes físicamente, sino socialmente; su apartamiento y control es moral porque, de hecho, son muy cercanos: es el hijo del vecino o de la señora que vive en la avenida, pero también puede ser el primo o la hermana de algún amigo. Se construye de ellos una otredad próxima, siendo así una suerte de “enemigos internos”. De hecho, reconocerse a sí mismos como jóvenes en estas zonas criminalizadas los vincula con muchas narrativas del miedo que reproducen vecinos, adultos y familiares. La diferencia generacional favorece el proceso de estereotipamiento negativo, demonizándolos como plaga de vagos, reguetoneros, drogadictos, rateros, transas, narcomenudistas e incluso sicarios.

El barrio, en sí mismo, contempla un orden urbano y un discurso que se manifiesta en acuerdos y reglas comunitarias sobre las otredades que ameritan corrección y saneamiento. Esta geografía moral crea y divide las formas legítimas de reconocimiento al establecer un mundo“decente” para los vecinos y una posición inferior para los jóvenes. Esto se gestiona espacialmente al delimitar qué lugares son valorados y seguros, como la casa y el tianguis, frente a las desconfianzas vividas y el caos cotidiano que representan las calles. En medio están los jóvenes, que deben acoplarse y acomodar sus identidades entre las convenciones morales de la “vida digna”, las proximidades sociales y los miedos afincados en el territorio, o, de plano, encarnar personajes temidos o amenazantes. Con poco margen de maniobra “deciden” si son amigos o enemigos de la comunidad. Resultan con buena reputación los jóvenes que no trasgreden las reglas de este orden moral y aquellos que logran mantener confianzas sociales al seguir los valores familiares y comunitarios.

En esta geografía moral, la manera de procurarse una imagen positiva siendo joven consiste básicamente en mantenerse en los territorios donde ejercen control sus familiares y vecinos. Como demuestran sus relatos y toda la trama etnográfica, a los jóvenes de la colonia se les dificulta encontrar “su lugar” o encajar en la comunidad. La construcción de sus sentidos de pertenencia se torna intrincada, entre la dignidad y el reconocimiento que desean tener, entre cuidar su seguridad y manejarse con desconfianza en el espacio público. De esta manera, sentirse como “en casa” en un contexto adverso y criminalizado, tal como acontece en DUQ, puede implicar una política de pertenencia donde se naturalizan desigualdades y jerarquías sociales (Yuval-Davis, 2006). Buena parte de las sociabilidades juveniles (de los varones) se encuentran entrampadas en definir quién es chaka y quién no lo es. Para desanclarse ellos mismos del estigma y la injusticia social por vivir donde viven van recreando una otredad callejera donde la comunidad proyecta su violencia, desprecio y desconcierto.

Siguiendo la hipótesis de Haesbaert (2011), la territorialización subordinada de estos jóvenes radica también en la posibilidad de reterritorializarse, apropiarse, transgredir y activar creatividades sociales que rebasan las fronteras morales de su barrio. El emplazamiento juvenil es lo suficientemente fluido como para tender un puente entre el tianguis, la casa y la calle, es decir, entre las delimitaciones del espacio público que han sido fijadas por sus vecinos y familiares. En efecto, para los jóvenes, las identificaciones con lo barrial están caracterizadas por el dinamismo y la contingencia que desafía por completo la categorización estigmatizada que busca encapsularlos y reducirlos (Troung, 2019). En el día a día y sus micromomentos pueden cuestionar la geografía moral que ha sido naturalizada y asociada con la decencia. Michel de Certeau (1996) diría que estas prácticas cotidianas son tácticas constructoras de sentido, mediante las cuales los jóvenes plasman su pertenencia en el territorio y hacen sus propias moralidades.

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1El presente artículo sintetiza diferentes problemáticas de la vida juvenil en los barrios populares y zonas criminalizadas en la ciudad, lo cual forma parte de mi tesis doctoral en Sociología (PPCPyS-UNAM)“Soy barrio”. Jóvenes y sentidos de pertenencia en la periferia oriente de la Ciudad de México (Moncrieff, 2021). La investigación contó por cuatro años con el apoyo financiero del Consejo Nacional de Humanidades, Ciencia y Tecnología (Conacyt) en México y contempló críticas y sugerencias académicas de María Cristina Bayón (IIS-UNAM), Nitzan Shoshan (CES-COLMEX), Christian Ascensio (FCPYS-UNAM), Marcela Meneses (IIS-UNAM) y Ramiro Segura (IDAES-UNSAM).

2Se utilizará solo el género masculino, la presente etnografía está focalizada únicamente en los varones jóvenes.

3Jan Martínez Ahrens (23 de febrero de 2015), “Un parque en el infierno”, El País de España [periódico digital]. Recuperado de https://elpais.com/internacional/2015/02/25/ actualidad/1424888483_890488.html [consulta: 19/03/2021].

4Sin autor (4 de julio de 2019), “Jefa de Gobierno recorre con Guardia Nacional colonia Desarrollo […]” Jefatura de Gobierno de la Ciudad de México [nota de prensa oficial], Recuperado de https://www.jefaturadegobierno.cdmx.gob.mx/comunicacion/nota/je- fa-de-gobierno-recorre-con-guardia-nacional-colonia-desarrollo [consulta: 19/05/2021].

5“Geografías morales” fue un término acuñado por el geógrafo británico Felix Driver (1988), que destaca cómo la imaginación geográfica asimila limites sociales y espaciales para la producción de personas outsiders. Quizás habría que considerar otro cariz del concepto en el libro Antropologie de la ville de Michel Agier (2015: 70), en el cual hay un reflexión (que utiliza la idea de “regiones morales” en la Escuela de Chicago) para indicar aquellas áreas urbanas con tipos de personas o actividades que son imaginadas y reducidas como portadoras en sí mismas de cualidades ‘positivas’ o ‘negativas’.

6De acuerdo con el geógrafo brasileño Rogério Haesbaert (2011: 81-83), el poder plasmado en el territorio (territorialización) puede ser por dominación de los grupos legítimos o apropiación de los grupos subordinados.

7Esta dimensión barrial abarca la microescala del vecindario y la vida comunitaria, en tanto existe proximidad social y física en un territorio residencial compartido por ciertos grupos (Forrest, 2004; Galster, 2001).

8Los códigos callejeros sobre decencia y moralidad en barrios marginados inmersos en contextos de violencia fueron estudiados etnográficamente por autores como Elijah Anderson (1999). Para una perspectiva crítica sobre la moral en diferentes trabajos de etnografía urbana puede revisarse el texto de Wacquant (2002).

9Entrada “chaca” en Urban Dictionary [Diccionario online]. Recuperado de https://www.urbandictionary.com/define.php?term=Chaca (consultado el 9 de enero, 2023). Mejía, J. L. (2018, 5 de febrero), “El chaka en México, ¿cómo llegamos a esto?, por El Brayan”. Palabrerias [revista digital]. Recuperado de https://revpalabrerias.com/2018/02/11/elchaka-en-mexico-como-llegamos-a-esto/ [consulta: 03/01/2022]. Este tipo de estigmatización que circula en la sociedad digital se analiza en Bayón y Moncrieff (2022).

10Cholo es un personaje social asociado con el movimiento idiosincrásico de los chicanos en California (Estados Unidos) en los setenta. Es resignificado en México (en su frontera norte, sobre todo) como un varón con gran devoción a la Virgen de Guadalupe, a Jesucristo, a figuras indígenas. Esta cultura puede plasmarse en grafitis o en tatuajes, además de distinguirse por una indumentaria y un estilo particular de vestir: pantalones anchos, pañuelos, playeras blancas bajo camisas extragrandes de cuadros o rayas (Valenzuela, 2013).

11Organizaciones de la sociedad civil han tratado de posicionar en la agenda pública el consumo de inhalantes en la Ciudad de México, señalando el aumento de su uso entre los jóvenes de bajos recursos. NTX (2016, 25 de septiembre), “Aumenta consumo de inhalantes entre jóvenes”, El Informador [periódico digital]. Recuperado de https://www.informador.mx/Suplementos/Aumenta-consumo-de-inhalantes-entre-jovenes-20160925-0016.html [consulta: 01/01/2023].

12 Cabral (2016) tiene una observación etnográfica similar sobre la mirada como forma de sociabilidad y gesto provocador de conflicto entre los jóvenes de un barrio popular en La Plata (Argentina).

13Nitro readapta la canción “ Tantas veces” de Alemán ft Yung Sarria y Fntxy del álbum homónimo Tantas Veces (2017), en Spotify: https://open.spotify.com/track/3oBJ5L-6SEAKXgxuU0eeG7H?si=BJwcPtoPSTaU JM83ooEG_w. Las “re-cantadas” son parte de la cultura hip hop de la Ciudad de México, un pasatiempo entre los raperos y los traperos, quienes compran discos con pistas de sonido famosas y hacen freestyle sobre ellas.

14Los tianguis son una práctica arraigada en México desde tiempos prehispánicos (del náhuatl tianquiztli, que significa “mercado”).

Citar como: Moncrieff Zabaleta, Henry (2023),“Chakas, fronteras y jóvenes en un barrio criminalizado de la Ciudad de México”, Iztapalapa. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, núm. 95, año 44, julio-diciembre de 2023, ISSN: 2007-9176; pp. 67-97. Disponible en <http://revistaiztapalapa.izt.uam.mx/index.php/izt/issue/archive>.

Recibido: 02 de Enero de 2023; Aprobado: 05 de Abril de 2023; Publicado: 30 de Junio de 2023

Henry Moncrieff Zabaleta

Doctor en Ciencias Políticas y Sociales, con orientación en Sociología por la Universidad Nacional Autónoma de México. Es maestro en Ciencias Sociales por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos y licenciado en Antropología Social por la Universidad Central de Venezuela. Forma parte del Sistema Nacional de Investigadores (SNI 1) del Consejo Nacional de Humanidades, Ciencia y Tecnología. Actualmente realiza una estancia posdoctoral en el Instituto de Geografía de la Universidad Nacional Autónoma de México. En 2020 fue ganador del Rachel Tanur Memorial Prize for Visual Sociology que otorga el Social Science Research Council. Sus líneas de investigación combinan la sociología visual, la pertenencia social, la estigmatización territorial, los jóvenes de barrios populares y los estudios de masculinidades.

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