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Iztapalapa. Revista de ciencias sociales y humanidades

versión On-line ISSN 2007-9176versión impresa ISSN 0185-4259

Iztapalapa. Rev. cienc. soc. humanid. vol.44 no.94 Ciudad de México ene./jun. 2023  Epub 17-Mar-2023

https://doi.org/10.28928/ri/942023/atc2/robledohernandezg/burguetecalymayora 

Artículos tema central

Rituales al agua en San Cristóbal: nuevas formas de territorialización india

Rituals Honoring Water in San Cristobal. New Forms of Indian Territorialization

Gabriela Robledo Hernández1 
http://orcid.org/0000-0002-8593-0279

Araceli Burguete Cal y Mayor2 
http://orcid.org/0000-0002-6067-3747

1Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social Sureste (CIESAS), San Cristóbal de Las Casas, México grobledo@ciesas.edu.mx

2Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social Sureste (CIESAS), San Cristóbal de Las Casas, México araceli_burguete@yahoo.com.mx


Resumen

Esta contribución tiene como propósito reflexionar sobre las formas de territorialización india en el espacio urbano de San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, mediante la novedosa expansión de rituales mayas al agua que se desarrollan en algunos de los principales manantiales de la ciudad durante las festividades de la Santa Cruz, en los primeros días de mayo. Mediante descripciones etnográficas se informa de la emergencia de ciertos cultos al agua, de raigambre ancestral en los municipios tsotsiles de los Altos de Chiapas, como nuevas formas de apropiación simbólica del espacio urbano, que actualizan la relación de las personas con la naturaleza y el mundo social. En el marco de los rituales del K’in Kruz, se revitaliza una geografía simbólica que refrenda normas de regulación para el acceso y uso del agua, en el marco de prácticas del derecho consuetudinario patrocinado por una población indígena urbana de diversas afiliaciones religiosas y realizadas muchas veces en alianza con asociaciones barriales y en algunos casos ambientalistas, respaldadas por miembros de la Diócesis de San Cristóbal guiados por una pastoral de la tierra y la teología india.

Palabras clave: territorialidad simbólica; cultos al agua; ritualidad; derecho consuetudinario

Abstract

This paper contributes to analize new forms of indian territorialization in San Cristobal de Las Casas, Chiapas, through the celebrations of mayan rituals in the main water springs of the city at the beginning of may. These ceremonies, which are described etnographically, constitute forms of indian appropriation and simbolic cultural reconstitution of urban space. They revive a sacred geography that validates customary law practices which regulates the use and control of water in the mayan highlands of Chiapas. K’in Kruz rituals are performed by a heterogenous indian Population from different religions in alliance with civil o and members of San Cristobal Diocese, guidelined by an indian teology and The Land Pastoral of Catholic Church.

Key words: Simbolic territoriality; water cults; Rituality; customary law practices

Introducción

San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, se ha convertido en las últimas décadas en una nueva ciudad maya en el valle de Jovel (Rus, 2009).1 Entre los años ochenta y noventa del siglo XX numerosas familias de los municipios tsotsiles del altiplano chiapaneco,2 como Chamula y Zinacantán, se adscribieron a distintas iglesias cristianas, lo que provocó divisiones intracomunitarias que terminaron con el desplazamiento forzado de la población que asistía a los nuevos cultos. Las primeras colonias de expulsados se establecieron en la periferia norte de la ciudad, desde donde se extendieron hasta rodear el pequeño valle (Robledo, 2009).

Un indicador que denotaba el cambio religioso fue negarse a participar en los costosos rituales comunitarios dedicados a los santos, así como el rechazo a sumarse a las prácticas ceremoniales en honor al agua y a los cerros, lugares sagrados desde la cosmovisión maya, que forman parte de una territorialidad simbólica, llamada “etnoterritorio” por Barabas (2003), lugares habitados por el “Anjel”, un ser sobrenatural, guardián del vital líquido.

Los rituales dedicados al agua destacan por su importancia en la región y se caracterizan por una participación amplia de las familias usuarias del líquido, acompañadas de oficiantes, que consumen abundantes alimentos, candelas, alcohol (pox), cohetes, sal de Ixtapa, flores, entre otros insumos que se requieren para la realización de la ceremonia. El ritual festivo forma parte de las obligaciones que los usuarios de las fuentes de agua tienen con el “dueño del agua”, el Anjel, ya que temen que el pozo de agua pueda secarse, pues de no ser alimentado, este guardián sobrenatural podría incomodarse y mudarse a otro lugar, dejando a la comunidad sin el vital líquido.

En los municipios del altiplano el uso del agua está regulado por sistemas normativos propios, en los que el propietario del terreno donde brota un manantial tiene derechos sobre el líquido y con ello adquiere el deber de cuidar la fuente de agua, limpiarla y alimentar al Anjel mediante celebraciones anuales como el K’in Kruz. A partir de estas obligaciones se refrendan derechos de propiedad, con autorización de realizar transacciones para su aprovechamiento. Regularmente estas consisten en acuerdos con usuarios que implican obligaciones rituales que deben comprometerse a proveer, si quieren acceder al manantial (Burguete, 2000; Murillo y Soraes, 2017).

Los tsotsiles y tseltales evangélicos que arribaron a San Cristóbal ocuparon terrenos en las orilladas, en pronunciadas pendientes cuyas colonias, además de su juventud, se caracterizaban por su irregularidad jurídica, por lo que no lograban ser abastecidos por la red de agua potable municipal. Para obtener el vital líquido, estas colonias han tenido que dirigir sus búsquedas hacia manantiales que brotan en terrenos del vecino municipio de Chamula. Pero los términos para su uso los ha conducido a aceptar negociaciones con los “dueños del agua”, tanto con los propietarios del manantial en sentido estricto, con las autoridades del paraje, como con “el dueño del agua”: el Anjel, acordando pagos por su uso (Kauffer, 2009).

Como parte del trato, se conviene en que los usuarios deben realizar una actividad ritual de agradecimiento al manantial participando en ceremonias llamadas K’in Kruz, que se realizan en los primeros días del mes de mayo. Como resultado de un creciente número de transacciones de esta naturaleza y la aceptación de la normatividad del derecho consuetudinario que regula el uso del agua, los rituales al Anjel han proliferado, ampliando con ello la geografía simbólica a través de prácticas ceremoniales de las que la población evangélica y no tradicionalista antes se había deslindado, y que hoy se han integrado al paisaje urbano.

Las “territorializaciones indias” -concepto desarrollado por Gutiérrez (2013:44)- hacen referencia a un proceso de apropiación/construcción del territorio indio en la ciudad, que analiza, a partir del espacio, el poder y las fronteras, una población indígena de diverso origen que llegó como migrante a la ciudad y que al habitarla resignifica los discursos religiosos y los vínculos entre grupos heterogéneos. Simultáneamente, en los últimos tres lustros se asiste a la propagación de rezos y ceremonias al agua en los barrios urbanos de la ciudad, así como en los tanques de almacenamiento y llaves administrados por el Sistema de Agua Potable y Alcantarillado Municipal (SAPAM), organismo municipal encargado de proveer y administrar la red de agua potable. Funcionarios de este organismo se han mostrado sensibles a lo que consideran una expresión cultural de los vecinos usuarios del agua. Hemos documentado que aproximadamente desde 2008 se revitalizaron las ceremonias, alentadas por la pastoral diocesana inspirada en la teología india y la pastoral de la tierra, en alianza con asociaciones barriales y otras de carácter civil, preocupadas por el ambientalismo y la problemática del agua en la ciudad, celebrando distintos rituales, como los del K’in Kruz, entre otros.

En el trabajo etnográfico pudimos documentar la propagación del culto al agua a pesar de la diversidad religiosa de la población, y del incremento de vínculos e interacciones entre los colonos urbanos y entre estos y los habitantes de los parajes rurales usuarios de los pozos de agua de las corrientes que bajan de los cerros chamulas. A través de estos rituales se revitalizan los criterios de reciprocidad con la fuente de agua como parte del sistema jurídico consuetudinario chamula (Burguete, 2000), pero también como intercambio simbólico regido por una ética del don (Barabas, 2003), al que se unen asociaciones barriales que coinciden con la teología india y la pastoral de la tierra, además de otras de carácter ambientalista.

Al documentar estas prácticas observamos algunos cambios en el ritual, resultado de la influencia de las nuevas religiones que hoy están presentes entre los habitantes de la ciudad.3 Líneas abajo describimos algunas de estas prácticas que en materia religiosa imperan entre la población indígena urbana, cuya diversidad incorpora a presbiterianos, pentecostales de diversas denominaciones y, en menor medida, a testigos de Jehová, adventistas y musulmanes, además de los variados catolicismos que están presentes. A pesar de las variaciones que podemos observar en las representaciones, en todas ellas se alimenta el culto al Anjel, que se cree habita en los pozos y florecimientos de agua.

Esta contribución se organiza en tres secciones. En la primera se desarrolla el eje de discusión en el que se inscribe la problemática de la territorialización india como apropiación/resignificación y construcción del espacio- tanto material como simbólico- de la ciudad; en la segunda se describe la importancia de los rituales al Anjel en los territorios tsotsiles de los municipios de Zinacantán y Chamula a partir de fuentes bibliográficas y etnográficas, y se da razón de los conceptos culturales sobre los que se regula el acceso al vital líquido. En la tercera sección se realiza una descripción etnográfica de los rituales dedicados al agua en las colonias y barrios de la ciudad, en donde a pesar de los cambios en la representación de la ceremonia, su mera realización ya actualiza la relación de una población heterogénea con su territorio, inscrita en una cultura que refrenda las normas de un sistema jurídico consuetudinario maya del altiplano, que regula la relación de los usuarios con el agua, cuya gestión considera no solo su aspecto material, sino también sobrenatural, acorde con una ética del don que forma parte de una cosmovisión propia.4

Territorialización india de la ciudad de San Cristóbal: un eje de discusión

La reflexión sobre el espacio y el territorio, resultado del diálogo de distintas disciplinas- especialmente la geografía cultural y la antropología- ha puesto de relieve el carácter multidimensional y multiescalar del territorio, pues su análisis comprende diversos aspectos, en diversas escalas (Haesbaert, 2011). El territorio es considerado resultado de la apropiación/construcción material-utilitaria y cultural-simbólica del espacio como parte de un mismo proceso, por un grupo o colectividad, inscrito en determinadas relaciones de poder, así como la experiencia vivida de sus miembros (Raffestin, 2013). Desde la antropología se ha destacado la dimensión simbólica de esta apropiación/construcción, que se considera proporciona un sentimiento de pertenencia y arraigo al territorio que define la identidad o identificación de quienes le habitan. Desde esta perspectiva, el espacio cultural es un espacio geosimbólico cargado de afectividad y significado, que da lugar a una territoralidad simbólica que se manifiesta en lugares y parajes concretos que guardan una memoria nutrida de leyendas, rituales y procesiones (Giménez y Héau, 2007; Barabas, 2003).

Estudios sobre la dimensión simbólica o cultural de la territorialidad de los pueblos indígenas de México han enfatizado su carácter multidimensional, lábil y flexible. (Velasco, 2003; Murillo, 2019). Murillo (2018), retoma la propuesta de Ingold para el análisis de la territorialidad en los Altos de Chiapas, perspectiva que se refiere al proceso de “habitar” un sitio; del movimiento y las interacciones entre los seres que lo comparten, resultado de la experiencia fenomenológica de vivir y estar inmersos en él (Ingold, 2000). En el territorio o espacio habitado se expresa la dinámica relación entre cosmovisión y espacio, en donde la acción ritual es la que crea los paisajes sagrados. En él también se produce un encuentro entre procesos biológicos y culturales, definiendo con ello los patrimonios bioculturales ligados a un espacio habitado. Tal territorialidad no se reduce a los espacios ancestrales, sino que incluye aquellos apropiados o re-apropiados mediante una diáspora.

En la cosmovisión de estos pueblos los seres numinosos que habitan en la tierra, el agua y el cielo representan entidades cósmicas con las que se interactúa mediante ceremonias, rituales y festejos. Especial protagonismo tiene el binomio tierra-agua, que en lengua náhuatl corresponde al altépetl, cuyas funciones en el mundo prehispánico incluyeron tanto aspectos simbólico-rituales como socio-territoriales. Actualmente este simbolismo está presente en diversas expresiones de la vida social de los pueblos indígenas que incluyen aspectos de lo religioso, la organización social, los saberes locales, así como complejos culturales híbridos, resultado de la historia colonial. Especial importancia tiene la fiesta de la Santa Cruz, asociada a la fertilidad de la lluvia, en donde se consagran cerros, cuevas, pozos y manantiales, y cuya celebración está presente en prácticamente toda Mesoamérica (Broda, 2016).

Para los tsotsiles y tseltales del altiplano chiapaneco, que no tienen un vocablo semejante al de altépelt, Murillo (2018) propone el complejo Vits vo’, como uno de los elementos, aunque no el único, que definen la territorialidad de los pueblos mayas que habitan esta región. Su espacialidad se organiza a partir de las fuentes de agua, asociadas a montañas y cerros, lugar donde se cree viven los ancestros, pero también los Anjeletik, “Dueños del cerro, del agua y de la tierra”. Es la interacción con estos seres numinosos, el motivo de la fiesta de la Santa Cruz, cuando se realizan rituales y ofrendas que afirman el carácter sagrado de esta relación (Ruiz, 2006). Esta interacción forma parte de dinámicas más amplias de relaciones involucradas en la organización social de las poblaciones que habitan el territorio. Mediante el rito se crea el paisaje que también apela a la memoria, sus elementos tienen una historia, por lo que espacio y tiempo no están disociados.

En diálogo con Javier Gutiérrez (2013:45) quien reflexionó sobre los procesos de territorialización de los bats’iviniketik (tsotsiles) de San Cristóbal de Las Casas, pudimos documentar estas nuevas formas de territorializar la ciudad por población heterogénea, que se produce no sin disputas, en luchas por la apropiación de los espacios urbanos, en relaciones de poder en el contexto regional. Adicionalmente, la relación entre espacio y poder se concreta en los procesos de apropiación de la ciudad a través de los discursos que se elaboran por parte de los actores sociales, así como en la organización de los sujetos colectivos, que establecen nuevos límites y fronteras, tanto de carácter geográfico como de pertenencias identitarias intra e interétnicas (Raffestin, 2013). Las colonias formadas como resultado de estas diásporas son nuevos entramados de la identidad maya urbana (Gutiérrez, 2013). Esto parece confirmarlo el vocablo jovelalrisano, que han creado los chamulas para identificar a sus paisanos “cristianos” que radican en la ciudad.

La migración indígena a San Cristóbal inició a mediados de 1970 con el establecimiento de familias chamulas expulsadas por motivos religiosos, que apoyadas por sus iglesias fundaron las primeras colonias indias urbanas. Las expulsiones se expandieron a otros municipios y se multiplicaron con los desplazamientos forzados que siguieron al levantamiento zapatista de 1994, resultado de la militarización y paramilitarización del territorio, y la violencia intracomunitaria que esto desencadenó. En esta coyuntura los desplazados vinculados a través de una multitud de organizaciones de carácter económico, religioso y político empezaron a luchar por su derecho a la ciudad, a moldearla a su estilo de vida, a sus vínculos con la naturaleza y a sus formas de habitar el espacio.

En la coyuntura del levantamiento zapatista se produjeron invasiones a predios rústicos en la periferia de la ciudad, y se compraron otros a vendedores apresurados amenazados por el fantasma del despojo. De esta manera, las colonias indígenas se multiplicaron desde las pendientes montañosas del periférico norte hasta rodear totalmente al pequeño valle en el que se levanta la ciudad. En ellas se concentran familias provenientes de una diversidad de municipios tsotsiles y tseltales, así como algunas mestizas pobres, lo que ha propiciado intercambios matrimoniales entre los jóvenes de los diferentes municipios que nacen y crecen en la ciudad. La diversidad de origen de la población indígena urbana también comprende una multiplicidad de afiliaciones religiosas que imperan en estas colonias, en donde templos de diferente denominación forman parte del paisaje de los vecindarios.

El cambio de residencia también implicó transformaciones laborales de una población que se dedicaba al trabajo agrícola, y que establecidos en la ciudad buscaron adquirir algún tipo de tierra en áreas boscosas marginales como ocurrió en la colonia La Hormiga y Betania, en el vecino municipio de Teopisca (Robledo, 1997). Además, construyeron sindicatos de taxistas, organizaciones de transportistas y comerciantes en los diversos mercados de la ciudad, así como organizaciones políticas que conformaron nuevas redes asociativas que buscaban defender los intereses de sus agremiados, tal como lo describe el escritor tsotsil Salvador Guzmán (2020) en su experiencia como comerciante.

La explosión de la ciudad como destino turístico después de 1994 incentivó la actividad económica de la población y alentó el aire cosmopolita que hoy la caracteriza. La artesanía y su comercio experimentaron un gran crecimiento, convirtiéndose en una importante fuente de ingreso para muchas mujeres indígenas que así se incorporaban al mercado de trabajo. Aun así, la insuficiencia del mercado laboral en la ciudad obliga a jóvenes y jefes de familia a migrar temporalmente a otros destinos. Para principios de la década de 1980, Betancourt (1997) reportaba que más del 65% de los jefes de familias de 4 colonias indígenas migraban temporalmente a diversos puntos entre los que destacaba el Soconusco, los valles centrales de Chiapas y las ciudades cercanas de Tuxtla Gutiérrez y Villahermosa. Para fines de los 90 los lugares de destino de la población maya alteña se habían extendido a los centros turísticos del Caribe Mexicano, las agroindustrias del norte de México y la migración a los Estados Unidos (Sánchez, 2021; Rus & Rus, 2008).

Así como las migraciones crearon nuevas territorialidades significadas con la institucionalidad indígena, la apropiación del espacio urbano actualiza las formas de territorialidad india, y lo hace reinventando sus instituciones ancestrales, y teniendo al agua como elemento central para estas nuevas formas de territorialización. Las colonias indígenas formadas en la ciudad cuentan con autoridades propias, elegidas en asamblea, quienes se encargan de gestionar y supervisar el funcionamiento de los diversos servicios colectivos (energía eléctrica, agua, escuelas, etc.). Durante tres años estos funcionarios prestan servicio gratuito a sus vecinos, de manera similar a los “cargueros” en sus comunidades de origen.

En cuanto a la gestión del agua, esta se halla regularmente en manos de comités formados por jefes de familia. En la colonia La Hormiga, este comité tiene entre sus funciones la de hacer limpieza periódica al manantial del que se abastecen, además de participar en los rituales en donde se ofrece sal al nacimiento de agua, entre otros deberes. De esta forma se produce “el pago” al Anjel por el uso del líquido. De acuerdo a Sullivan (1995:89) la población evangélica fue aceptando estas prácticas rituales en su resignificación, al no ser percibidas como religiosas, sino como parte de una cultura compartida.

La acción ritual forma parte de una territorialidad simbólica india que se ha extendido a la ciudad, resultado de un proceso de negociación de significados entre los recién llegados y los ladinos, sus antiguos habitantes. Desde esta perspectiva, la ciudad -espacio estratégico del altiplano-se ha convertido en importante nodo de la red de un amplio etnoterritorio (Barabas, 2003). Estas ceremonias se relacionan con el patrimonio biocultural de los pueblos -fuentes de agua y cuevas- a los cuales se les rinde culto ya que se les identifica con el dueño del lugar, y a la culebra como su nahual.

En la territorialidad de los pueblos mesoamericanos se ha enfatizado la importancia de su cosmovisión, enraizada en sus prácticas agrícolas en torno al cultivo del maíz, característica de su estilo de vida (Broda y Báez, 2001; López Austin, 1996; Florescano, 2000). Una de las prácticas rituales más importantes de los pueblos mesoamericanos es la fiesta de la Santa Cruz, vinculada a las territorialidades indígenas en las que el agua ocupa un lugar central. Se trata de una ceremonia que también es ampliamente celebrada en el altiplano chiapaneco por una población culturalmente heterogénea, como se describe a continuación.

Ritualidad, Agua y territorio en el altiplano chiapaneco

Los municipios indígenas del altiplano chiapaneco configuran una territorialidad simbólica (Barabas, 2003, Murillo, 2018), desde la etnogénesis tsotsil y tseltal. La población considera que cada uno de sus municipios fue fundado por un santo, que es la deidad del que toda persona nacida en la demarcación municipal se adscribe como su descendiente directo (Ochiai, 1985). En la cosmovisión de los pueblos mayas del altiplano chiapaneco, los santos son quienes gobiernan el territorio, y las autoridades municipales son sus representantes. En la cabecera municipal residen los funcionarios del ayuntamiento indígena, se ubica la iglesia donde se venera al santo patrón tutelar del pueblo, y se celebra un conjunto ceremonial festivo a lo largo del año, en el que se espera participen los miembros de la comunidad. A este territorio se le llama Lum. El “bastón de mando” que porta la autoridad pertenece al santo patrón y le es dado prestado al presidente municipal en turno (Arias, 1994).

Toda persona tsotsil o tseltal se identifica como miembro de un linaje que es encabezado por los padres-madres fundadores de la comunidad en donde vive, a quienes se les guarda gran agradecimiento por la herencia recibida. Son representados como ancianos que acompañaron en su peregrinar a sus santos patrones fundadores, que caminaron mucho tiempo para buscar el lugar en donde habrían de asentar su pueblo-cabecera. En todos los casos, estos mitos de etnogénesis narran la historia del peregrinar del santo patrón, acompañado de un grupo que lo ayudaba en el trabajo fundacional. Desde esta perspectiva, a cada padre-madre fundador correspondió una determinada extensión de terreno en la cual vivió y heredó a su grey (Álvarez, 1985:43). Vogt (1993) y G. Collier (1990) han recogido el concepto de derecho ancestral de la tradición oral de los zinacantecos que consiste en un conjunto de normas del derecho consuetudinario indígena (sistema normativo indígena) que regula la relación con el territorio y lo allí existente. Familias que tienen una mayor antigüedad en el territorio lograron apropiarse de una extensión mayor, así como manantiales, y fundan la legitimidad de su posesión en estos mitos de etnogénesis que otorgan sustento jurídico a la propiedad territorial y todo a lo allí existente, como los cerros y el agua.

La vida social de la población chamula y zinacanteca se despliega en un amplio territorio con caseríos dispersos llamados parajes. Los antropólogos que estudiaron Chamula y Zinacantán en el segundo tercio del siglo XX (Vogt, 1993; Gossen, 1990) documentaron que cada familia nuclear o extensa, vivía alrededor de un pozo de agua (vo’). En el derecho consuetudinario chamula la persona que cuida el pozo adquiere derechos en su administración y puede ceder permisos para su uso a otras personas, familiares o vecinos, pero a condición de que también se sumen a los rituales de agradecimiento (mixa) de los padres-madres fundadores. Esta manera de relacionarse con el territorio se traduce en conceptos jurídicos consuetudinarios de derechos y obligaciones. Toda persona que utiliza el agua debe cooperar para los gastos de los rezos, trabajar en la limpia del lugar, vigilar que ningún extraño que no pertenezca como usuario del agua acceda a ella. Cuando alguien incumple estos compromisos pone en riesgo a todo el grupo ya que eventualmente podrían quedarse sin el vital líquido. Acceder a una fuente de agua puede ser considerado un derecho, únicamente si se cumple con obligaciones de cuidado y protección. Reciprocidad y lealtad entre usuarios y para con el manantial, son relaciones que sustentan los derechos de los usuarios de los cuerpos de agua (Murillo, 2017).

En la cosmovisión maya tsotsil el agua tiene “dueño”, es el Anjel, ese ser sobrenatural que vive en toda fuente de agua, e incluso transita en las tuberías, y para que allí permanezca se requieren ofrendas y buen trato, pues de lo contrario puede enojarse o inconformarse y abandonar el manantial, y secarse, como una situación de eventual castigo y por ello se realizan frecuentes ceremonias de agradecimiento. Se trata de un tipo de rituales que son públicos, en los que intervienen un grupo de oficiantes, y tienen un carácter colectivo. Se realizan a varias escalas: por un grupo de familias que acceden al agua de un manantial, por un paraje, o por un municipio entero que reza en los principales lugares sagrados del territorio comunitario (Vogt, 1993; Jacorsynski, 1998). Estas ceremonias se acompañan de música tradicional: tambores, violín, arpa, y cohetes; así como de la danza de los participantes. Para su realización, las ceremonias del K’in Kruz se sustentan en la organización socio territorial de quienes las patrocinan, y en ellas intervienen mayordomos y rezadores (j’iloletik), quienes piden “perdón” a nombre de la comunidad, y oran por el bienestar de las familias y el colectivo.

En las montañas sagradas de los municipios alteños, además de los pozos, también se procura a los cerros (k’oponej vitz) (Köhler, 2007), en cuyas oquedades también habita el Anjel, y son doblemente venerados porque las cuevas de los cerros son la morada del rayo (chauk), ser poderoso que también recibe el nombre de Anjel y que se le venera en tanto es un protector ancestral que adquiere la doble identidad del santo patrono5. Así, siendo el pico Tzontevits el más elevado (2,858 msnm) del municipio de Chamula, adquiere mayor veneración por ser el lugar en donde mora San Juan Bautista, su santo patrón, desde donde cuida y vigila a sus hijos, y es el proveedor del agua de Chamula y de otros municipios vecinos (Murillo, 2005). Es además el protector del chu’lel, el corazón de las semillas de los principales cultivos, como el maíz y el frijol (Köhler, 2017:141; Sánchez, 2006:5). Los mayordomos y patronatos del agua realizan peregrinaciones a la punta del cerro, haciendo paradas en “los calvarios”, es decir en las cruces, asociadas con otros santos en una compleja ritualidad.

Para los tsotsiles, el aspecto sagrado del territorio (ch’ul balamil) se hace presente mediante el símbolo de la cruz maya, que encontramos habitualmente en el paisaje de su territorio. El número de cruces de madera sembradas al pie y en lo alto de montañas, cuevas, manantiales, ojos de agua, piedras, cruces de caminos, y en los límites de los caseríos puede variar desde una hasta seis o siete, dependiendo de la fuerza (kuxulvivo) del lugar. Pintadas de la gama de color azul/ verde (yox), los brazos de la cruz se extienden en formas romboidales que culminan en grandes puntas redondas. En ellos se labran flores, hojas de pino y otras figuras que aluden al carácter sagrado del objeto, y que se destacan por su color plateado en bordes y ribetes de las figuras.

Las cruces son geosímbolos, descritas como “puertas” hacia espacios sobrenaturales habitados por los seres numinosos como el yahval balamil (Señor o dueño de la tierra), el Anjel o dueño del agua, y los ancestros que heredaron los territorios fundacionales del pueblo, en donde ahora viven sus hijos (Vogt, 1993). Pero también pueden ser vistas como marcadores de frontera entre parajes, lugares de comunicación y diálogo, y en su aspecto sobrenatural pueden tener connotaciones femeninas o masculinas, así como hacer alusión al árbol sagrado o axis mundi que conecta el cielo con la tierra y el inframundo (Murillo, 2017). Las cruces son el centro de altares, conocidos como kalvarios, que durante los rituales se adornan con flores y puntas de pino atadas a su eje vertical, y en su base se cubren con juncia (hojas de pino frescas).

Aunque en los últimos años el agua entubada se ha expandido hacia un número significativo de comunidades6, los rituales al agua continúan realizándose, aun cuando el pozo de agua ya no sea su principal fuente de suministro. Ya que, como ya se dijo, el agua, independiente del vehículo en el que viaja o la forma como se manifiesta en ríos, lagunas, manantiales, o tanques de almacenamiento es sagrada y allí vive el Anjel. Los pozos de agua son lugares en donde se refrendan los lazos familiares y grupales a través de la cooperación y los principios de reciprocidad.

La vigencia de la relevancia que tiene el Anjel en la geografía sagrada de los pueblos indígenas del altiplano quedó de manifiesto durante el periodo de contingencia que creó el COVID-19. Pobladores de los municipios salieron en su defensa cuando se intentó fumigar las fuentes de agua que presumían estaban contaminadas por mosquitos que propagaban el coronavirus, en un periodo en el que se tenía aún poca información sobre las vías de contagio de la enfermedad, y las políticas de prevención de la epidemia se dirigieron hacia la sanitización del espacio público. El gobierno del estado de Chiapas instruyó a los ayuntamientos de todo el estado a que realizaran tal fumigación. En respuesta, en el municipio tsotsil de Larráinzar los pobladores incendiaron el palacio municipal, las viviendas del presidente y síndica, así como ambulancias y patrullas, porque algunos policías del municipio-justificaron los inconformes- intentaron introducir sustancias químicas a los arroyos y manantiales, cuya consecuencia podría ser la muerte del Anjel (Coutiño, 2021).

No es esta la primera vez que irrumpe un conflicto entre los tsotsiles y las autoridades que han intentado clorar el agua. En los años 1995 y 1997 se presentaron este tipo de tensiones por la insistencia de la Comisión Nacional del Agua (CNA), que solicitaba a las autoridades comunitarias la clorificación, ya que los tanques de agua potable carecían de este mantenimiento. Al oponerse, aunque la población aducía el mal sabor que el agua adquiría con el cloro, también estaba presente la preocupación de hacer daño al Anjel y que éste abandonara la morada del manantial que alimentaba al tanque, y dejara sin el vital líquido a la comunidad. En 1995, en Chicumtantic (municipio de Chamula), las autoridades se negaron rotundamente a incorporar el cloro porque afirmaron se les iba a secar el manantial, pero más adelante se presentaron casos de cólera en Pathuitz, lo que provocó alarma en la población del municipio, y en algunos casos accedieron a la clorificación, no sin temor (Burguete, 2000).

Frente a esos acontecimientos, dado que los Anjeles son seres sagrados que viven en el agua, tienen comportamientos humanos, por lo que si bien en un momento dado puede ofendérseles, también pueden aceptar una disculpa y otorgar el perdón. Para ello se requiere hacerles rezos y ceremonias, llevar obsequios, y de esta forma se refrenda la lealtad al Anjel, ratificando derechos y también obligaciones. Esto ocurre ahora en las colonias periféricas de San Cristóbal que buscan reconciliarse con el Anjel ofreciéndole rituales, aun cuando años atrás, por motivo del cambio religioso, les hubieren ofendido. Como hemos de dar cuenta ahora, la ritualidad se ha extendido al conjunto de manantiales que abastecen a la ciudad; siendo característica la diversidad de los mismos, dada la pluralidad de la afiliación religiosa de los ofrendantes.

Ceremonias en los vecindarios indígenas de la periferia urbana de la ciudad:7

El Caso de La colonia La Hormiga

Burguete (2000) reportó este caso protagonizado por tres colonias del periférico norte, habitadas mayoritariamente por población evangélica, y encabezados por la Colonia La Hormiga, quienes decidieron solicitar permiso a las autoridades del ejido chamula El Pinar; una localidad rural del municipio de San Cristóbal, para conectar su tubería a una fuente de agua de su ejido, con el fin de abastecerse del vital líquido. Con ello ponían fin a la demanda del servicio de agua de colonias que por su orografía y otras razones de carácter político no eran abastecidas por la red municipal. Fue hasta 1994 que las autoridades de las colonias La Hormiga (383 lotes), Getzemaní (200 lotes) y San Juan del Bosque (200 lotes), encabezados por los habitantes de la primera, lograron negociar con las autoridades de dicho ejido su conexión a la red de distribución de agua a uno de los manantiales situado en la ladera sur del Tsonte’witz, montaña considerada sagrada por los pueblos de Chamula y Zinacantán, porque se cree que en ella habita San Juan el menor, patrono de Chamula. Se cree que también ahí fue a morar San Lorenzo, patrono de los zinacantecos, cuando se quemó su iglesia. Por ello, tanto chamulas como zinacantecos hacen ceremonias en altares que se ubican en lo alto del volcán. Burguete destaca que esta negociación supuso la tolerancia de facciones que en otro momento parecían irreconciliables: tradicionalistas y evangélicos. En la territorialización india que realizaron en las nuevas condiciones en la ciudad, resignificaron las nociones de esas prácticas que comenzaron a ser referidas como “culturales”. Sobre este nuevo entendimiento fue posible aceptar las obligaciones que demandaba el marco jurídico que regulaba el usufructo de los manantiales y los sistemas de reciprocidad y de obligaciones como usuarios en torno a la fuente de agua, lo que les obligaba a realizar una ceremonia en el pozo. Actualmente es posible observar estos rituales que se realizan anualmente. La siguiente, es una descripción etnográfica de esta ceremonia, observada el 1º de mayo del 2013, y que muestra las variantes que su realización ha implicado para los pobladores evangélicos de estas colonias:

La jornada empezó muy temprano, cuando con varios vehículos nos concentramos en una escuela de la colonia. Éramos más de 40 personas: los comités de representantes de las tres colonias, junto con los miembros de los comités de agua, principales (antiguos representantes notables de las colonias) y tres pastores invitados a presidir la ceremonia. De este contingente sólo tres éramos mujeres. Lucía8, entonces miembro del comité de representantes de La Hormiga, en calidad de secretaria, Teresa, maestra bilingüe y vocal de Lucía, y la académica, que era la única persona mestiza en el grupo.

Un grupo de mujeres de los comités de agua se encargarían de preparar los alimentos, mientras el resto nos dirigimos en varios vehículos al manantial, ubicado a unos 20 minutos de la colonia. Por una carretera vecinal cruzamos varios caseríos habitados por chamulas, pero que se encuentran dentro del municipio de San Cristóbal hasta llegar al punto más cercano del manantial. Ahí nos estacionamos para luego caminar de manera ordenada en una sola fila por vereditas húmedas y fangosas hasta llegar a una ladera donde se encuentran los manantiales desde donde se abastecen las colonias. Un par de hombres venían cargando un motor que funcionaba con gasolina, y que serviría para conectar un micrófono y un teclado. Dos pastores que venían en el grupo, vestían con un traje de pantalón y saco sencillo, mientras un tercero, originario de Chamula, portaba una elegante indumentaria tradicional: un chuj de lana blanca y pelo largo, además de su sombrero tejano. Todos llevaban su biblia. Llegamos a una ladera, cubierta de vegetación, en donde había varios manantiales que mediante una red de tuberías distribuían el vital líquido a parajes de los vecinos municipios de Zinacantán, Tenejapa, así como de San Cristóbal. En el lugar se encontraba una cruz foliada, típica de Chamula, signo inequívoco de que el manantial estaba siendo usado por un grupo. Hasta allí llegamos y los asistentes empezaron a inspeccionar el lugar, y las condiciones en las que se encontraba el manantial. Lucía, en su calidad de secretaria anotó en su libreta que era necesario hacer trabajos de limpieza en el área, pues no se habían hecho de manera previa a la ceremonia. Me explicó que periódicamente los miembros de los comités de agua debían hacer la limpieza del lugar, pues de lo contrario el Anjel podría irse.

Después, todos los asistentes nos reunimos en torno a una pila, ubicada en la parte baja de la ladera, un poco alejada de la cruz., en donde se había colocado el teclado y el micrófono. Uno de los pastores fue el maestro de ceremonias y con una agenda previamente establecida, micrófono en mano, empezó a dar la palabra a algunos de los asistentes. El primero en hacerlo fue Domingo, autoridad principal de la Colonia La Hormiga, quien era reconocido por ser parte del comité que originalmente hizo las negociaciones con el ejido para que les pudieran proveer de agua a las colonias.

El segundo en tomar la palabra fue el presidente de la colonia La Hormiga, encargado de dar la bienvenida a los presentes. En su discurso hizo alusión a Dios como agua viva, así como la presencia de ángeles “ministradores” que toman en cuenta la alabanza realizada por los asistentes. Después tomaron la palabra los tres pastores presentes, agradeciendo a Dios por la vida y por el agua, y cada uno de ellos eligió un pasaje de la biblia para su predicación. Entre uno y otro orador la audiencia cantaba alabanzas, danzaba y aplaudía, dirigidos por el tecladista que también cantaba. Una vez que terminada esta fase de la ceremonia, los grupos de representantes y miembros de los comités de agua de las colonias desfilaron ante el manantial, echando cada uno una barra de sal mineral (proveniente de una mina cercana del municipio de Ixtapa), como ofrenda. De esta actividad fueron excluidas las mujeres del grupo.

Una vez terminado el acto, los asistentes nos reunimos para tomar una lata de coca cola, en lugar del tradicional pox que se acostumbra en los municipios alteños. En ese momento ya había llegado al lugar el dueño del terreno y su familia a reunirse con el grupo para compartir el refresco. De nuevo, en orden, regresamos por las veredas fangosas al lugar donde habíamos dejado los vehículos, para viajar de regreso a la escuela de donde habíamos partido. Los representantes llevaban un camión especial para trasladar al dueño del terreno y a su familia a la comida ritual con la que se cerraba la ceremonia. Cuando llegamos, el comité de mujeres ya tenía listos los alimentos. Nos sentamos alrededor de dos largas mesas para comer un cocido de res acompañado de trozos de col, tortillas y refresco, con lo cual concluyó la actividad.

En esta ceremonia, los elementos de un protestantismo popular, centrado en la palabra bíblica y la alabanza- acompañada de aplausos y danza- han sustituido la rica, pero costosa parafernalia de la religiosidad tradicional, que se acompaña de cruces, flores, velas, incienso y pox. La música de cuerdas y percusión fue sustituida por un teclado eléctrico. Los intermediarios también han cambiado; los chamanes y servidores de cargos que encabezan las ceremonias y rezos tradicionales son sustituidos por pastores y por los grupos de representantes de las colonias. Todos se unen en cantos de alabanza y danza en agradecimiento al ser que habita en el manantial a la tierra, y al agua, según cada quien lo experimenta.

Con lo observado en el terreno, pudimos constatar la relevancia que tienen los rituales para refrendar la pertenencia al territorio. La ceremonia continúa vinculada a la organización socio-territorial de la población, ahora asentada en los vecindarios indígenas del espacio periurbano. Con otros “lenguajes religiosos” se sigue interactuando con los seres sobrenaturales que habitan en el lugar, a los que se alimenta y se muestra agradecimiento. Con la propagación de estos rituales en las colonias urbanas de San Cristóbal se establecen nuevas territorializaciones indias, en un entramado de resignificación de la geografía ancestral.

Ceremonias al agua en manantiales de la ciudad de San Cristóbal

Los rituales al agua no se limitan a la población indígena, sino que éstas se han expandido a los barrios en donde la forma de veneración es a través de la celebración de la Santa Cruz, que en algunos casos es la patrona del barrio. Tal es el caso de las colonias El Ojo de Agua, y Santa Cruz La Almolonga9, donde la presencia de importantes manantiales determinó que la principal fiesta de estos vecindarios fuera el día de la Santa Cruz. También se celebra este día en colonias nuevas como la Primero de enero y el Peje de Oro. Sin embargo, de acuerdo a personas que colaboraron con la investigación, estas ceremonias se empezaron a realizar alrededor de la primera década de este siglo en los principales manantiales que abastecen de agua a la ciudad. Poco a poco los administradores de la tubería de agua municipal (SAPAM), comprendieron el sentido de estos rituales y fueron sensibles a su realización.

La incorporación del ritual está relacionada con los problemas de escasez de agua, por lo que algunas asociaciones de gestión vecinal han incorporado estas celebraciones, otorgándole un sentido ambientalista, ocurriendo una resignificación del territorio. Asociaciones barriales como la Coordinadora de la Zona Norte -que agrupa a colonias indígenas y al tradicional barrio de Tlaxcala (Solís, 2009) en alianza con el Consejo Ciudadano por el agua y el territorio, preocupadas por la escasez del recurso y la devastación de montañas y humedales en el pequeño valle, tomaron importantes iniciativas: en el 2010 se instaló un altar maya10 en el manantial de la Kisst, de acuerdo al rito antiguo, declarándose lugar sagrado. Dos años después, el 3 de mayo de 2012, el manantial de La Almolonga también fue declarado lugar sagrado en la lógica de la tradición.

En otras exploraciones etnográficas pudimos constatar estas resignificaciones. En el 2016 11 hicimos un recorrido, junto con el Sr. Mayorga, Encargado del Área de Ecología del ayuntamiento municipal, de los principales lugares donde se realizaba esta ceremonia que tuvo lugar el 1º. de mayo. Partimos del manantial de la Almolonga, cerca de las inmediaciones de las oficinas municipales de SAPAM, donde se observó la construcción de un altar maya a los pies de tres grandes cruces que denotan el carácter sagrado del lugar. Aquí también se celebró una misa encabezada por Fray Pablo Iribarren, sacerdote dominico. Los patrocinadores y participantes del evento eran miembros de una organización barrial, en alianza con organizaciones ambientalistas locales preocupadas por el manejo del agua en la ciudad.

Después nos trasladamos a “Navajuelos”, manantial que se ubica en los humedales de Lagos de María Eugenia. Aquí las cruces tienen un altar especial y a nuestra llegada las personas compartían tamales y café. Pasamos por la “Kisst”, manantial ubicado en los humedales de Chapultepec, pero estaba cerrado porque unos días antes se había realizado allí un ritual, encabezado por asociaciones ambientalistas que se habían manifestado públicamente.

Nuestro recorrido concluyó con el manantial ubicado en el Fraccionamiento La Hormiga, en donde se encuentra un humedal que se extiende alrededor de tres hectáreas, donado por Heberto Morales Constantino al municipio y actualmente administrado por el sistema de agua municipal que abastece a más de 46 colonias de la zona. Allí se realizaba un ritual patrocinado por la Coordinadora de la Zona Norte.

En este lugar se construyó un altar en la parte exterior de las instalaciones municipales, sobre el anillo periférico. Las tres cruces mayas que lo constituyen se encuentran protegidas en un gran nicho que es el centro de la ceremonia, donde se queman velas, incienso y se toca música de arpa y guitarra, instrumentos característicos de la música ritual. Ese día el altar abre sus puertas y se colocan frente a él una serie de bancas de madera, usadas por quienes llegan a la celebración desde temprano por la mañana. Aquí se dan cita vecinos del lugar- indígenas y mestizos-, así como músicos que van a honrar a la cruz.

Cuando llegamos se realizaba una misa, después de la cual, junto a algunas otras personas nos reunimos en torno a un rezador chamula, que con plegarias en tsotsil y acompañado de músicos tradicionales, ofrecía incienso en un sahumerio, a los cuatro puntos cardinales, después de lo cual, echaba trozos de sal mineral al manantial. A la ceremonia siguió un convite, en el que participaron los patrocinadores y participantes de las actividades rituales del día.

Concluyendo, como hemos dado cuenta, en los últimos años ha ocurrido la propagación de estos rituales al agua, transformando el paisaje urbano y revitalizando una geografía simbólica, con lo cual la territorialización india se expande.

K’in Kruz en un paraje rural del municipio de San Cristóbal

Esta ceremonia fue observada en el 2017 en la llamada zona de diaconías de la Diócesis de San Cristóbal, una de las áreas más importantes de la iglesia nativa local, que emergió como resultado de la presencia de expulsados en la ciudad. Aunque inicialmente los inmigrantes católicos se congregaban en el templo de Caridad, contiguo a la Iglesia de Santo Domingo, con el tiempo y recursos construyeron la parroquia de San Juan Diego, ubicada en el periférico norte, y alrededor de la cual se congrega la población indígena católica que se ha establecido en la ciudad. La parroquia forma parte de la zona tsotsil de la diócesis, y agrupa a 20 congregaciones ubicadas en la zona rural del municipio de San Cristóbal, además de los colonos indígenas establecidos en la ciudad.

Acorde con los lineamientos diocesanos de una iglesia nativa, la parroquia tiene autoridades propias encabezadas por un diácono, prediáconos, ministros y catequistas que se reúnen periódicamente y se organizan para hacer trabajo pastoral en los templos de las diferentes congregaciones que pertenecen a la parroquia. Es tal el éxito de la pastoral desarrollada por este grupo, que se han incluido parajes que territorialmente corresponderían a otras parroquias, como el de Nazareth, del municipio de Teopisca, y Chainatic, un paraje de Zinacantán.

Cada domingo en la iglesia de San Juan Diego se realiza una misa, que es encabezada por el diácono y prediáconos quienes, acompañados de sus esposas, la presiden en el altar. La inculturación del evangelio, que es otro de los lineamientos de la pastoral diocesana, se expresa también en las prácticas rituales de quienes asisten a esta iglesia. En el 2017 acompañamos al diácono de la iglesia de San Juan Diego para presidir la ceremonia de la Santa Cruz en el paraje Agua de Pajarito, en donde se levanta un templo católico que se agrupa en torno a la parroquia de San Juan Diego. La ceremonia fue organizada por un grupo de familias que se abastecen de una serie de pozos en el paraje. A la ceremonia asistieron el diácono con su esposa y un par de principales que actúan junto con la pareja, además de tres invitadas, entre las que se encontraba la investigadora.

Llegamos a la casa en donde ya estaba tocando un grupo musical en el patio, mientras los invitados tomábamos asiento en la mesa, en donde nos sirvieron tamales y atole agrio. Una vez terminada la comida, empezó la ceremonia. El diácono, acompañado por su principal se acercó al altar de la casa, para prender una veladora y hacer un rezo. Luego, seguidos por familias e invitados salimos al patio donde se encontraba un altar compuesto por tres grandes cruces foliadas, al pie de las cuales se colocó una veladora, se hizo un rezo y se quemó incienso. Una vez terminada la oración, emprendimos un recorrido por los lugares, señalados por las familias, en donde afloraba el agua de la que se abastecían. En cada uno de estos sitios, el diácono acompañado del principal iba dejando una veladora y tiraba un trozo de sal al manantial ofreciendo alimentos al Anjel.

Después del recorrido, volvimos a la mesa festiva, en donde entonces nos sirvieron caldo de res, un plato típico de toda ceremonia indígena, acompañado de tortillas, tamales y refresco, comida ritual con la que se cerraba la celebración. En este recorrido pudimos constatar cómo los rituales al agua han sido incorporados a la inculturación del evangelio, por lo que los fieles católicos indígenas urbanos, aceptan reverenciar al Anjel presididos por los “cargueros” de la iglesia autóctona, impulsada por la diócesis.

Reflexiones finales

Esta contribución examina la propagación de los rituales mayas al agua en los principales manantiales de la ciudad de San Cristóbal de Las Casas, y en sus colonias periféricas, lugar de asentamiento de población tsotsil y tseltal migrante, al que concurren también asociaciones barriales caracterizada por su diversidad cultural, y miembros de la diócesis de San Cristóbal, quienes realizan rituales al agua en el marco del K’in Kruz maya.

Consideramos que la propagación de estos rituales forma parte de la territorialización india a la ciudad y el marcaje del territorio desde perspectivas simbólicas. Nuestra interpretación de las ceremonias de culto al agua, reseñadas en este trabajo mediante descripciones etnográficas, destacan el carácter simbólico que su realización representa como mecanismo de resignificación del espacio urbano. La ritualidad al agua forma parte de la cosmovisión de los pobladores tsotsiles y tseltales, de las relaciones de reciprocidad con los seres numinosos que les aseguran la continuidad de la vida, pero para ello deben de adherirse a las prácticas tradicionales que regulan la relación con el Anjel en un sistema de derechos, obligaciones y reciprocidades, que les aseguran su permanencia en la tierra. Da cuenta de los múltiples significados que adquiere el ritual, ya que para algunos grupos urbanos los rituales están relacionados con la defensa de los bosques y los humedales, mientras que para los más tradicionales se trata de una interacción con númenes con quienes cohabitan en el territorio. Así, el ritual es un lugar de diálogos entre sujetos heterogéneos: con diversidad étnica pues participan mestizos e indígenas de distintas comunidades lingüísticas y adscripciones religiosas; un espacio simbólico caracterizado por la pluralidad, en donde la ritualidad es el puente que une la diversidad en torno a la cosmovisión de los mayas del altiplano chiapaneco.

Al mismo tiempo, estas nuevas territorializaciones cuestionan las fronteras entre lo rural y lo urbano, entre los rituales del sujeto indígena y la ciudad de mayoría ladina, en una nueva territorialidad de espacios híbridos. La ritualidad en torno al agua refrenda los vínculos de la población con otros seres con quienes habitan el espacio, ya se trate de otros grupos humanos o de los seres numinosos con los que conviven en montañas y manantiales. La diversidad religiosa que ha emergido entre la población urbana conlleva delicadas negociaciones, pero coinciden en el interés común de la gestión del agua en la ciudad. Estos rituales al agua fortalecen vínculos de convivencia en una ciudad pluriétnica, en donde se expresan distintas formas de relacionamiento con el vital líquido. La apropiación de los espacios con nuevas resignificaciones permite las expresiones de religiosidades renovadas en torno al agua.

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1El censo del 2020 (INEGI, 2021) reportó a 33 % de la población municipal como hablante de lengua indígena, cifra que omite a las nuevas generaciones de indígenas urbanos que han desplazado su lengua materna por el español.

2De acuerdo con los datos del censo de 2020 la población indígena en Chiapas representaba 28.17 % de los chiapanecos (2021, INEGI). Se trata mayoritariamente de hablantes de lenguas mayenses concentrados en algunas regiones en las que representan la mayoría de la población. Una de ellas es la región Altos tsotsil tseltal. Comprende 17 municipios que abarcan una superficie de 3 723.57 km (CEIE, 2018). En 2020 tenía 782 862 habitantes, 69.2% de las cuales eran hablantes de lengua indígena, mayoritariamente tsotsil (bats’i k’op) y tseltal (bats’il k’op), las dos lenguas mayenses con mayor número de hablantes en la entidad.

3En la antropología se ha discutido ampliamente el resultado que la colonia trajo para el surgimiento de nuevas prácticas entre los nativos de América que suelen calificarse como sincretismos, mestizajes o hibridaciones, pero que dan cuenta de procesos de adaptación y cambio resultado de una creatividad cultural (Boccara, 2002)

4Por cosmovisión entendemos “las ideas sobre el universo, la naturaleza y los seres humanos” (Florescano, 2000:15).

5Se recupera el testimonio del presidente municipal tsotsil de San Andrés Larráinzar (1962-1964), quien era víctima de violencia de los mestizos, por la disputa del control municipal, quienes finalmente fueron expulsados del municipio en los años setenta : “Entonces fuimos a poner nuestras velas por tres ocasiones en la cueva de Tiv’o. Le dijimos al Anjel: por qué hay maltrato. El Anjel actuó, por eso salieron los jkaxlanetik (mestizos).” (Ruiz, 2006:87).

6El aprovisionamiento de agua no cubre a la totalidad de las comunidades debido a que estas aumentan su número constantemente. En los últimos diez años han aparecido 20 nuevos parajes en el municipio de Chamula, por lo que su número actualmente asciende a 172.

7Las descripciones de estas ceremonias están basadas en observaciones y notas etnográficas, registros audiovisuales y entrevistas realizadas por las autoras y los asistentes de investigación Alberto Vallejo y Pablo Antonio Domínguez.

8Se han usado pseudónimos para los colaboradores de esta investigación.

9Recibieron el nombre de “barrios” los asentamientos de indios que acompañaron a los conquistadores en la fundación de la ciudad (Garza, 2020). Aunque su composición ha cambiado, conservan un sabor tradicional en sus fiestas patronales. Las colonias en cambio han nacido con las migraciones y la rápida expansión de la urbanización a finales del siglo XX.

10El altar maya es una iniciativa del área de teología india de la diócesis de San Cristóbal.

11Diario de Campo de Pablo Antonio Domínguez. 1º. De mayo de 2016

Citar como: Robledo Hernández, Gabriela y Araceli Burguete Cal y Mayor (2023),“Rituales al agua en San Cristóbal: nuevas formas de territorialización india”, Iztapalapa. Revista de Ciencias Sociales y Humanidades, núm. 94, año 44, enero-junio de 2023, ISSN: 2007-9176; pp. 83-108. Disponible en <http://revistaiztapalapa.izt.uam.mx/index.php/izt/issue/archive>.

Recibido: 20 de Febrero de 2022; Aprobado: 30 de Agosto de 2022; Publicado: 30 de Diciembre de 2022

Gabriela Robledo Hernández

Egresada de la licenciatura y maestría en Antropología Social de la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Obtuvo un doctorado en Ciencias en Ecología y Desarrollo Sustentable en El Colegio de la Frontera Sur. Ha realizado investigación en torno al cambio religioso entre la población indígena de Chiapas, las migraciones y los nuevos asentamientos en las ciudades.

Araceli Burguete Cal y Mayor

Egresada de la licenciatura en Sociología por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), de la maestría en la Universidad Autónoma de Chapingo y el doctorado en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Actualmente es profesora investigadora de Ciesas Sureste. Ha realizado investigación en torno a los pueblos indígenas del altiplano chiapaneco.

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